Expertos en dar plantón

El prototipo del sadomasoquista que se siente culpable ronda los treinta y cinco años. Se presenta como alto ejecutivo. Posee una inteligencia media. A veces puede ponerse furioso y detestar a la dominadora. Llegar incluso a espetarle: «Lo siento en el alma, señora, pero ese plato no era de mi gusto».

En cierta ocasión, descubrí que uno de ellos tenía el rostro muy alterado, y le animé: «Vamos, no se sienta culpable», dándole unas palmaditas amistosas en el hombro. ¡Y él se sacudió la gabardina!

Algunos se niegan a dar su dirección. Ya se imaginan víctimas de un chantaje. ¡Temen que la dominadora, locamente enamorada de ellos, les persiga!

El auténtico masoquista que se siente culpable se enfrentará durante días a su deseo. A veces resiste, pero casi siempre regresa junto a aquella que no deja de repudiar. A veces se le ve rezar en la iglesia o militar en asociaciones que luchan contra la pornografía.

Los más conmovedores, los que no poseen los instrumentos de la reflexión, viven a solas con sus sueños. Han encontrado el placer sin caer en el estado de pecado.

Sabemos que, sin la fantasía imaginada, nada es posible. Sin embargo, algunos jamás irán más allá de la fantasía.

—¡Ama, por favor, ocúpese de mí!

—De acuerdo, amigo mío, pero el tiempo vale dinero. Sé que eres profesor de alemán. Tradúceme un texto del alemán al francés, y me ocuparé de ti.

Tradujo el texto, pero jamás quiso pasar a la acción. Me dio plantón, y siguió telefoneándome durante meses. Simulaba distintas voces para tratar de conseguir otras citas, y así molestarme. Para disfrutar psicológicamente a costa de los posibles trastornos de mi vida, pasó horas apostado frente a mi casa.

Algunos, justo antes de llamar a la puerta de la dominadora, deciden irse.

Otros acuden a la cita, pero su objetivo no es el encuentro: quieren ver el rostro de la dominadora. Añaden así una pizca de realidad a sus fantasías.

El mirón da falsas informaciones sobre su aspecto físico, y, si tenéis la desdicha de esperarle en la terraza de un café con una rosa roja en el ojal, no se acercará jamás.

Los hay más perversos.

—Buenos días, ¿es usted Françoise? ¡Pero si me dijo que era rubia con los ojos azules! Detesto a las morenas.

Otros tienen ganas de venir, pero se lo prohíben a sí mismos. Odian la imagen de la dominadora ante cuyos pies sueñan con arrastrarse. La quieren mal. Al no poder eliminarla, deciden fastidiarle la vida. Es el caso de un conocido agente de cambio y bolsa y de un abogado del barrio de l’Etoile.

Hablemos del prestigioso abogado: por teléfono mostrará una cordialidad a prueba de bomba, facilitará todas sus direcciones Y será incluso capaz de más. Hará lo que sea con tal de ver realizado su sueño: estropearle el día a la dominadora.

Son las ocho de la tarde. Quiere ganar tiempo. Explica que tiene que acabar de estudiar un caso. No tardará más de una hora, el tiempo de subirse al coche. Está a dos pasos; queda para las nueve. Llama a las diez menos cuarto para excusarse sin más: cuando estaba a punto de salir, le ha telefoneado su mejor cliente de Boston. Pero ya sale del despacho, llegará en unos minutos. No vacilará en llamar de nuevo para decir que ha tenido un pinchazo o una avería en el coche. Medianoche: está en su casa. Su mujer ya duerme. El llama, por pura cortesía, para excusarse por el contratiempo. Y si nota que la dominadora es novata e ingenua, le dice: «Ya es tarde, ¿lo dejamos para mañana? ¿Qué tal a las nueve de la noche?».

Semana tras semana se repetirá la misma historia, hasta que las dominadoras le reconozcan y ya no le hagan caso. ¡Y él, tan contento! Mañana se levantará de buen humor y defenderá ante los tribunales a un cliente que confía en él. ¿Quién es capaz de imaginar las confusiones que se ocultan en la mente del prestigioso abogado?

La palma se la lleva un individuo que dice fantasear sobre la paliza recibida. Se dedica a la venta de material médico. Acecha como un buitre a las dominadoras debutantes; entre ellas se cobra sus piezas. Un día me confesó:

—Me alegran la vida. No bien descubro una nueva, la hago conversar por teléfono. Cuando ella se pone a charlar como una estúpida, disfruto, ya que malgasta sus palabras en vano; peor aún, pierde el tiempo, porque la dejaré plantada. No acudiré a la cita. Eyacularé de placer al imaginar la cara que pondrá cuando llegue la hora en cuestión y vea que no aparezco. Qué quiere que le diga, es mi manera de disfrutar. ¿Sabe, Françoise?, a veces en una semana doy dos plantones, incluso tres, a la misma dominadora.

—¿Estás casado?

—Si, tengo tres hijos.

—¿Tu mujer sabe de tus inclinaciones?

—No, ¿por qué tendría que enterarse si en el fondo jamás hago nada? Sólo me masturbo.

—¿No tienes miedo de que una dominadora se ponga nerviosa, vaya a ver a tu mujer y además te denuncie? ¿Sabes?, todas son muy discretas, la mayoría muy simpáticas, pero también podría haber alguna rencorosa, ¿no?

—Ya se lo he dicho: nunca les hago nada. Y sólo doy el número de fax de mi despacho.