Experiencia conyugal

Poseía la magia y el encanto del vampiro. Era muy cálido, y yo me pasaba el día en sus brazos. Estaba enamorado y me deseaba vorazmente. Sentía con frecuencia la necesidad de apretujarse entre mis pechos, como un niño. Era guapo y sexy.

Aunque impasible y tranquilo como un menhir fálico, poseía un espíritu atormentado. Yo me había prohibido muchas veces cualquier relación con esa clase de hombres. A MARIANNE, en cambio, le encantaban. «¡El hombre que tú buscas no existe, has de elegir entre los que te buscan!».

Mi fuerza femenina era evidente, palpable, pero el masoquismo de MARIANNE se imponía. Y yo volcaba mi instinto maternal en los hombres: «J. P»., mi marido, no iba a abandonarme así como así.

Era enfermizamente celoso. Si un play-boy pasaba delante de MARIANNE, ella tenía que bajar los ojos, si no J. P. se ponía hecho un basilisco y la golpeaba hasta derribarla, al borde del desvanecimiento.

J. P. cuidaba mucho su aspecto físico. Por la mañana ejercitaba sus músculos levantando pesos. Después se contemplaba largo rato en el espejo: «Espejo, querido espejo, dime si soy la más hermosa». El espejo contestaba indefectiblemente: «Si, eres la más hermosa».

Le di tres niños. Parir significó para MARIANNE una dulce voluptuosidad, su mejor recuerdo de placer en el dolor. El parto es un orgasmo al revés. El orgasmo llega de lejos y mediante espasmos, de la misma manera que, en el parto, el dolor sube por etapas, hasta el momento en que sale el hijo.

Cuando piensas en el niño que va a nacer, esperas al Niño Jesús. No tiene nada en común con el teatro masoquista; es el masoquismo a secas, el lado bueno del masoquismo natural, totalmente imbricado en el ser humano y realizado con un ceremonial absoluto: ese dolor que remite, generando placer y bienestar, ¡se parece a la caricia después de un latigazo! Y, a nuestro lado, aguarda Dios Padre. Es el Amo de la creación, y recibirá el don del hijo a través de los espasmos dolorosos y del amor. Y eso es maravillosamente concreto.

De ahí, sin duda, que el hombre masoquista sueñe con quedarse embarazado: «Peluca rubia sobre su cráneo calvo, pestañas postizas, sombra de ojos, uñas postizas pintadas, ese cincuentón de un metro ochenta y cinco no ha pasado desapercibido: es Maart’Hart, escritor holandés. Una única pena le atormenta: “Con ninguna operación quirúrgica puedo conseguir lo que más deseo en el mundo: quedarme preñado y parir un hijo”»[5].

J. P. no era ni amo ni masoquista. Pero le gustaba sentirse idolatrado, por su mujer tanto como por los demás. Yo me había casado con él. Él iba al boxeo y al fútbol. Yo me quedaba en casa; ya no iba al teatro, no tenía tiempo para nada.

J. P. sólo ha querido a una mujer en su vida: a su madre, o mejor dicho, a la que reemplazó a su madre, desaparecida en extrañas circunstancias cuando él tenía diez años. Su padre le repetía: «Son todas unas guarras; tú vengarás a tu padre, hijo mío».

J. P. tenía el aspecto de un niño robusto. Nos entregábamos a los juegos que MARIANNE le había enseñado, y a él le gustaban. Jamás llamaba yo a eso «sadomasoquismo». Nos unía una relación diferente, más terrible y destructora, que yo no dominaba.

Con la ilusión de proteger la integridad de la familia y del amor, me pasaba las tardes del domingo haciendo cuentas. Él me reprochaba que contratara a alguien para ayudarme en la casa, y, mientras se iba a hacer footing, yo preparaba la cena para sus amigos. Ni se me pasaba por la cabeza abandonarle. Sofocaba todas mis contradicciones para vivir feliz. Creía en nuestro amor.

Nuestro hijo pequeño se puso muy enfermo. Los dos llorábamos, y yo intentaba consolarle.

Una mañana, J. P. consultó su espejo y este le contestó: «Lo siento, querida, te estás quedando calvo, y esa arruga de ahí… No, ya no eres la más herniosa». J. P. acababa de cumplir cuarenta años. Jamás soportó envejecer.

No fue en un lupanar ni en el minitel donde J. P. encontró a «Circe», sino yendo a buscar a nuestras hijas, a la salida de la escuela. Cuando, al doblar una esquina, vi a mi marido en compañía de Circe, supe que nuestra relación se había acabado.

Circe contaba con sus astucias de hembra, y yo poseía la fuerza de mi padre. Yo era un hombre con cuerpo de animal y sexualidad de mujer.

Circe tejía su tela de viuda negra, y él obedecía sus órdenes perversas. Le resultaba fácil convencerle de que no trabajara. Sus consejos desequilibraban nuestra situación económica, cada vez más precaria. El tren de vida de J. P. se pulía el dinero que yo reservaba para mi guardarropa. Ya no me escuchaba, había cambiado de madre.

Circe había abandonado a su marido por el secretario de este. Acababa de salir del hospital, donde la habían internado a causa de una depresión nerviosa. Tenía cuatro hijos, tres niñas tiernas y bonitas, y un niño, el mayor, que era un nazi en pequeño. Apostado en la ventana de su casa, apuntaba y disparaba con una carabina a las palomas de la Place Saint-Eustache, para purificar, decía. Coleccionaba también fetiches nazis y le rezaba todas las noches a san Adolf, cuyo retrato colgaba encima de su cama. El pequeño nazi era el huérfano de un judío, y su padrastro, también judío, lo había educado amorosamente. El niño no tenía ninguna amiguita; daba la impresión de desear únicamente a su madre. El padrastro, estigmatizado por el antisemitismo, había cambiado los apellidos, incluidos los de su hijastro. Circe apoyaba esa atmósfera antisemita.

La relación entre J. P. y yo se degradaba a ojos vistas. «¡Mira, falta un botón! Si no eres capaz de vigilar a tu mujer de la limpieza cuando plancha mis camisas, ¡plánchalas tú misma!». (En la actualidad yo reproduzco la escena con mis criaditas machos, para reduplicar su alegría, y me divierto extremadamente). «¡Inútil!», decía, arrojándome una de sus camisas a la cara. (¡Cómo les gusta eso a las sirvientas!). «¡Y no pongas esa cara! Tienes que acostumbrarte, hija mía. A partir de ahora, limítate a tus deberes de esposa y madre, porque no hay quien te folle».

Los celos duraron más tiempo que el amor. J. P. quiso conservar su poder sobre mí. A pesar de tener a Circe, no soportaba la idea de que yo le dejara.

Al llegar las vacaciones, J. P. decidió venir con los niños y conmigo, dispuestísimo a hacerme pagar cara su presencia: Circe se había quedado en París, y le amenazaba con abandonarle. Yo vivía temblorosa, atemorizada y sometida. Una noche, en un restaurante de la isla de Gelves, cuando estábamos sentados a la mesa, le eché encima, por torpeza, una botella de vino rosado. Se levantó gritando: «¡Imbécil de mierda!». Todos los clientes se volvieron hacia nuestra mesa. Sus hijas nunca le habían visto así. Sus ojos echaban chispas; me odiaba. Abandoné la mesa y me eché a llorar; me entraron repentinos deseos de vomitar. Mi hija mayor me siguió y me dijo, en un arrebato de rabia: «¡Divórciate, mamá! ¡No aceptes esto! ¡No lo aceptes ni por ti ni por nosotras!».

Yo ya había pensando en eso. Incluso MARIANNE quería divorciarse, pero él siempre se había negado. «¿Divorciarnos? ¡Jamás! ¿Me oyes? Jamás un tipo dormirá en mi cama. Jamás un tipo ocupará mi sitio en la mesa. ¡Antes te rompo la crisma! ¡Eres una histérica, hija mía, habrá que encerrarte!». Ya que no podía hacer que me internaran por histeria ni que me lincharan por adúltera, le habría gustado que me cosieran, como hacen en determinadas tribus musulmanas de África[6]. Ante la imposibilidad de matarme, intentaba destruirme. «¡Sólo tú tienes la culpa! Vamos, anda, no me dejes, te follaré de vez en cuando. Si me abandonas, sólo te quedarían los moracos».

Los juegos sadomasoquistas con J. P. no eran muy violentos. Y él prefería hacer sufrir de veras. Desplegaba una gran violencia física y verbal y le invadía una voluntad insaciable de dominio, con gran satisfacción de MARIANNE. Pero, por fortuna para mí, yo sólo estaba dispuesta a pasar por eso si iba acompañado del amor de J. P.

Dicen que algunos hindúes, cuando mueren, se llevan a su mujer con ellos a la hoguera. En otras sectas, la ceremonia fúnebre consiste en entregar el cadáver a las aves de rapiña: el haz de hierba en el que descansa el cuerpo es colocado sobre un túmulo, y a su lado atan el cuerpo vivo de la esposa.

Circe apareció en mi ausencia para pegar a mis hijos y prestó declaración en la comisaría con respecto a su relación con J. P. Me ofreció así la llave del divorcio. Entonces, para no convertirme en esclava de los hombres, como lo son y han sido mis compañeras desde el comienzo de nuestra civilización, sometí mi cuerpo a un dolor insoportable, arranqué de mis carnes la mitad de mí misma y vestí una nueva piel metálica. Corté después el lazo que une la vagina con el amor, y aprendí a vivir ese amor de otra manera.

Desde entonces estoy sedienta de soledad monacal, y para poder crear ese espacio sagrado necesito estar segura de que mis hijos están bien y de que su equilibrio no se ve alterado. Sin esta certidumbre, todo se tambalea y me transformo en una zombi angustiada.

Así ocurrió, hace menos de una semana, cuando operaron de urgencia a mi hija mayor. Llamé a J. P. para decírselo, y él me contestó: «¡Bueno, ya sabías que eso podía ocurrir! Los riñones no tienen importancia, se operan y ya está». Ya está, ¿el que? Esa aparente indiferencia me angustiaba y ahogaba. Colgó con brusquedad: Circe estaba a su lado. Diez minutos después me llamó desde una cabina telefónica para disculparse torpemente y pedirme, también él angustiado, noticias de su hija.

Circe y J. P. viven juntos en el sur de Francia. Cuando mi hija pequeña iba a pasar unos días con ellos, Circe, conocedora de su aversión por la morcilla, se la servía para comer, y azuzaba después al padre contra su propia hija, asegurándole que la otra (o sea, yo) la educaba mal.

Circe siempre jugó con un humor dudoso con las relaciones sadomasoquistas. Con frecuencia, sin embargo, lleva gafas oscuras. Tiene una cicatriz encima de una ceja y diecisiete puntos de sutura en una pierna.

Circe posee una fortuna personal y un exmarido muy rico que está dispuesto a ayudarla. Podría abandonar a J. P. Pertenece a esa raza de mujeres maltratadas que será siempre un enigma para la mayoría de la gente.