Encuentros

El Mago reside en Estados Unidos. Me llama cada día, y nuestras conversaciones son vitales para mí. Nos contamos los secretos más descabellados.

Un día, en el momento de subir a su Ford, descubrió que otro coche, el de un tipo tan importante como él, le impedía desaparcar el suyo. Cuando se disponía a intentar moverlo, vio, en el asiento trasero, un paquete postal con el membrete de Constance Entreprise[24].

Se volvió loco de alegría, El propietario del coche ni siquiera se había molestado en ocultar el paquete: ¿quién, aparte de otro sadomasoquista, podía identificarlo? El Mago se sintió menos solo. Y le confirmó en su idea de que el sadomasoquismo afecta fundamentalmente a personas con clase.

Yo soy sadomasoquista. Confesarlo significa entender los mecanismos de la vida. Los demás nos dicen: «Veis sadomasoquistas en todas partes». Pero los encuentros resultan a veces sorprendentes.

El Abogado me dijo que en cada arbitraje, en cada discusión de negocios en que participan dos partes, buscaba de inmediato al dominante y al dominado. Una vez los había identificado, todo iba sobre ruedas.

En mi tienda, la chica que contraté de responsable dirigía a las demás dependientas como un ama; se trataba de una joven de treinta y ocho años, atractiva, con unos ojos magníficos, algo más llenita que una muñeca Barbie. Llamémosla «Barbie».

Se había casado dos veces, ambas con dos hombres que le pegaban. Su amante también la trataba con cierto sadismo. Ella sufría y se torturaba mentalmente. Era emotiva y lloraba con facilidad. La fuerza que desplegaba en su trabajo, esa misma fuerza, le faltaba en la vida. Me daba pena.

No olvidaré el último día. Yo acababa de vender la tienda. Ella me ayudaba a vaciar mi despacho, que daba a un patio interior. Habíamos dejado el coche en el vado de la entrada de un aparcamiento cercano. Si algún coche hubiera querido entrar, lo habríamos visto enseguida.

De repente, apareció en la puerta del despacho, llorando. Se ahogaba. Cualquiera habría podido pensar que acababa de producirse un accidente grave. Yo tenía los brazos cargados de clasificadores. Entre sollozo y sollozo, entendí que un conductor que quería entrar con su coche en el aparcamiento acababa de insultarla.

Se me subió la sangre a la cabeza, pese a que hacía años que había eliminado la agresividad de mi vida cotidiana. Salí en busca del «Superman». Me acerqué a su coche y vociferé:

—¡Sal de ahí, Superman!

Le abofeteé dos veces. Le insulté. Esta vez no se trataba de un juego. Sin embargo, el tipo tenía los ojos encendidos. Jamás lo olvidaré. Permanecía tranquilo y no abría la boca, saboreando ese momento. Se le veía encantado.

Se había producido el contacto, patente, erotizado. Sus ojos brillaban como los de Rasta o los de Strip-Poker. Yo, que lo sabía, leí en su mirada que se moría de ganas de decir: «¡Gracias, Ama!». Sabía que ansiaba arrodillarse. Estaba trastornado.

Con una serenidad inesperada, subió al coche y se fue.

Superman no había transgredido ninguna prohibición. Simplemente, se había producido un incidente rutinario y por algo tan tonto como un coche mal aparcado.

¿Y Barbie? Se había enjugado las lágrimas y estaba radiante. ¿Qué decir de Barbie? Respetemos su silencio.