El Presidente

Un día de verano, meses después de mi relación con el Abogado. Es un hombre como los que a mí me gustan: refinado, alto, distinguido, treinta y cinco o cuarenta años. Disfruta con el látigo, con los vestidos afulanados de látex, y su sexo me impresiona, pero ¿qué hace con este?

El culo de la puta masoquista, al borde del cuero del sling[13], está en posición ginecológica. Con los ojos brillantes, él observa y espera al ama enjaezada. El ojete está a punto de estallar. Es perra, y se contempla las piernas depiladas y la falda de vinilo negro, arremangada. Mañana irá vestido de negro con cuello blanco. Defenderá a la puta vieja y borracha en el banquillo y saldrá con gloria del combate.

Me corteja con obstinación, me propone todo el repertorio masoquista. Imagino la lucha terrible que sería la vida con este hombre seductor y perverso. Evidentemente, no tiene otra cosa que ofrecer que la satisfacción de sus vicios personales.

«Querido amigo, existen dos maneras de vivir estas relaciones: bien una complicidad puntual, bien una vida de pareja. En la vida de pareja, caben aún dos posibilidades: o el esclavo acaba convirtiéndose en un vegetal, y yo a eso no juego, o la pareja existe y juega de vez en cuando, en cuyo caso se trata de una pareja tradicional. Una noche cenaremos en el restaurante, y después tendremos una relación clásica de pareja. Se acabó el cuero, se acabó el látex, se acabó el masoquismo».

«El Presidente» no fue mi amante. Al desacralizar a la dominadora, provoqué la muerte prematura de nuestra relación. Hoy, acuciado por sus necesidades masoquistas y fetichistas, está acabando con dos mujeres. Para conservarlas, las ha enamorado locamente de él. Dominadoras convertidas en sumisas y dóciles, se pegan, se amenazan, probablemente sufren. Son las esclavas del Presidente.