La moda sadomasoquista ha engendrado muchas falsificaciones que exasperan a los puristas. La emoción no puede aprenderse. Es onírica, y procede de un lejano viaje; de las profundidades de nuestro inconsciente. Cuando eso ocurre, no existe ya ningún estereotipo. Ya no hay ley. Sólo un arte. Un masoquista no se doblega a los caprichos desconsiderados de los farsantes.
No es difícil reconocer a los pequeños esnobs del sadomasoquismo, y sus juegos proceden casi siempre de Historia de 0: apoyan el culo desnudo sobre el asiento y se exhiben en las veladas organizadas, o en cualquier cervecería parisiense, con su perro o su perra atados de la correa.
El conformismo existe en la marginalidad. Es la peor aventura que podría ocurrimos. Por desgracia, este proceder no siempre es del mejor gusto; a veces resulta peligroso, y con mucha frecuencia se guía por el desconocimiento.
Yo he sido probablemente la primera ama que ha utilizado el minitel. En esa época, MARIANNE seguía buscando un amo con el que establecer una relación estable y sincera.
El primer amo era un cerebral obsceno. Ella acudió a su casa como una sonámbula. Desafortunadamente, no funcionó. Pero él, el dominador, se convirtió en mi compañero de vicios, y decidimos que sería «el Mirón Reclutador». MARIANNE se dejaría dominar por otros en casa de él.
Al cabo de unas cuantas sesiones, harta de ver cómo MARIANNE recibía latigazos a la buena de Dios, y asestados por cualquier mano, me rebelé contra ese falso amo. Le arranqué el látigo de las manos y, loca de rabia, le insulté:
—¡Gilipollas, voy a enseñarte cómo se utiliza un látigo!
Se arrodilló ante mis pies y exclamó:
—¡Si, Ama, gracias, Ama!
Con J. P. habíamos ido a la Rue Blondel a ver a las fustigadoras, pero la visión de un hombre de rodillas me impresionó. Estaba asombrada y seducida. El Mirón Reclutador decidió: «¡Tú eres una dominadora!». La imagen de un hombre caído y arrastrándose me enardecía.
Amas, nosotras seremos la carcelera, la mujer-policia, la flageladora, el demiurgo de su feminidad de machos. Vosotras, las dominadoras, mandaréis, para así desculpabilizarlos con mayor facilidad. ¿Sueñan desde siempre con ser mujer? Seamos pues el ama que obliga, seamos la reina de los vicios para esos hombres que se confiesan inocentes. Les resulta práctico, ¿verdad? ¡No son ellos, sino tú la inmunda pecadora! ¡La de cosas que están relacionadas con la religión! El marido de una dominadora norteamericana me confesaba que la religión le había enseñado a rechazar el pecado de la carne, pero ahora, como lo hacía por obligación, para él no existía el pecado. En ese preciso instante, la dominadora se vuelve indispensable. De la misma manera, tampoco hay pecado cuando la mujer desnuda está cubierta de plástico.
Se necesita haber recorrido un largo camino para entender que nosotras, las mujeres, seguimos siendo un objeto, y que si damos la sensación de que carecemos ya de sentimientos, se debe a que los hombres lo han querido así.