«El Mago» masoquista —soltero y depravado, catedrático de universidad de altísimo nivel, hijo de catedrático— tiene una inteligencia deslumbrante. Y una memoria de elefante.
Ha abandonado el coito por el látigo. El vicioso intelectual es muy masoquista. También le gusta la vara de bambú con que su madre contribuyó a educarle. Milagro, yo me parezco a su madre.
En cierta ocasión, fue desagradable conmigo. Tiempo después llamó a mi puerta sin haber concertado una cita. Le abrí, y, no bien le hice pasar, le empujé brutalmente y le ordené:
—¡Bájate el pantalón! Le asesté diez golpes de vara y le reventé la piel del culo. Le eché, impidiéndole que llegara al orgasmo.
Me pide en matrimonio. Alquila una casa preciosa en Key West, en Florida. Nos invita a mis hijos y a mí. Pasamos ocho días de ensueño. Desempeña el papel de padre, me seduce, me disfraza de burguesa norteamericana. A causa del desfase horario, yo me dejo hacer. Poco después, cuando regresa a París, me ofrece una cantidad considerable para casarse conmigo. Me niego. En ese momento, yo desconocía que había querido casarse con todas las dominadoras de la Tierra.
Al igual que yo, es un solitario, y le enloquece mi locura. Sus investigaciones son apasionantes; me las cuenta y yo las entiendo. Mucho más allá de ese látigo que ansía, sabe sublimar. Es mi cómplice, su mirada está viva. «Créeme», me dice a veces, «nuestra alma es tan clara como nuestra visión de la vida. Tenemos que buscar nuestro placer. Hay que vivir más en el espíritu que en el cuerpo».
Se portó como un padre cuando mi hija estuvo en Estados Unidos. Daba más de lo que yo podía dar. Puso un coche a disposición de mi hija. Me convenció de que a ella le convenía vivir fuera del colegio, pues consideraba incómodo el internado, e hizo de avalista para el apartamento. Iba a verla. La llamaba para controlar sus estudios. Había sabido recrear un vínculo familiar.
Me llama todos los días y hablamos largo rato.