Entró un joven con una gran maleta que contenía rollos inmensos de tela adhesiva de seis o siete centímetros de anchura. Arrojó al suelo unos cincuenta leotardos, y desgarró algunos en la zona de la entrepierna.
—Los compro en los supermercados de las afueras. De todos los leotardos, prefiero los de espuma extensible. Fíjese, me los pongo así.
Mientras me hablaba, iba metiéndose una decena de leotardos hasta debajo de los brazos. Yo le miraba perpleja.
—Pero ¿cómo empezó tu delirio?
—De niño, me caí por una boca de alcantarilla. La calle estaba en obras y habían levantado la tapa de hierro. La boca de la alcantarilla estaba llena de cuerdas… Me quedé colgando. Comencé a empalmarme como un loco y me corrí.
Después pasó la cabeza por el desgarrón que había hecho en los diez leotardos siguientes y se los metió por los brazos.
—Ya está. Ahora, Ama, voy a pedirle que me amordace.
Los diez últimos leotardos le sirvieron de capucha. Encima de todo, se puso un body de baile.
—Ama, ahora tire de las mangas y ate las puntas, por favor.
Me hizo una seña para que le ayudara a colocarse una capucha de cuero. Finalmente, había que vendarle con la cinta de tela adhesiva, de la cabeza a los pies, dejándole sólo un agujerito a la altura de la boca para que pasara una cañita. Le calcé unos zapatos con tacones puntiagudos.
Permanecía así, tumbado boca abajo, durante dos o tres horas. A veces, yo recibía mientras tanto a otro esclavo. Pero, a una indicación suya, le liberaba. Se marchaba, pasaba todo el fin de semana en su casa, concentrado en su sopor masoquista, y, avanzada la noche del domingo, se masturbaba.