A los doce años, cuando su padre acababa de ser destinado a una ciudad del sur, «Charles» y sus amiguitos arrasaron el campo de fútbol del instituto. Los destrozos fueron tales que el comisario de policía del lugar convocó a todos los padres.
—¡Vaya con el gilipollas! ¿Crees que no tengo nada mejor que hacer que ir a escuchar las quejas de ese empleaducho de mierda?
Charles bajaba la cabeza. Ya apestaba a hipocresía. Tenía un orgullo desmesurado. Su padre, general del ejército, fue la única persona en su vida que logró hacerle temblar.
El chófer dejó al padre y al hijo delante de la comisaria.
—¡A sus órdenes, mi general! —farfulló el comisario—. Discúlpeme, mi general. De haber sabido que se trataba de su hijo, no le habría molestado. Siento de veras haberle hecho perder el tiempo. ¡Con las preocupaciones que debe usted de tener! ¿Sabe?, ¡soy amigo intimo del coronel X!
El general, que en efecto tenía otras cosas que hacer, ya comenzaba a cabrearse seriamente. Se dirigió a su hijo:
—Óyeme bien, inútil. La próxima vez que cometas una estupidez como esta, te mando directo a los jesuitas, ¿me has entendido? Rompan filas.
Charles se sintió más que orgulloso de la sumisión del comisario, pero, al mismo tiempo, frustrado por la ausencia de castigo. Y no tardó en soñar con mujeres frías y crueles.
Hablaba poco de su madre. Rodeado toda su juventud de altos funcionarios, Charles se casó con una burguesa muy rica; la había conocido en la facultad, donde él cursaba unos estudios interminables.
No cabía duda de que Charles era inteligente. Desde nuestros primeros encuentros, advertí en él un masoquismo total y glacial. Soñaba con mujeres sobrias y vestidas de cuero.
Deseaba las azotainas. Pues bien, le dejaron de mármol. Tengo, sin embargo, unas manos expertas, musculosas y fuertes. Me vi obligada a utilizar unas disciplinas de plástico fabricadas con unas abrazaderas que emplea la industria automovilística. No hay nada más doloroso. Sus nalgas sangraban. Seguía imperturbable.
Un piloto amigo mío me había traído un látigo de la Martinica. Le flagelé con todas mis fuerzas. Cuando solté el látigo, se levantó, frio y digno, y me dijo: «Ha ganado».
Aunque no habíamos tenido relación sexual alguna, ni el menor asomo de sensualidad, no tardó en intentar poseer a la mujer y al ama. El día de mi cumpleaños me regaló un perfume de Guerlain, Jicky, mi preferido.
El angelito se ponía cada vez más presuntuoso y estúpido, hasta el punto de telefonearme un día en que mantenía a Mozart cautivo durante treinta y seis horas en una camisa de fuerza… Colgué, trastornada, y me volví rezongando. Mozart salió de su trip, recuperando al instante su porte de gran señor, digno y equilibrado:
—¿Qué ocurre, querida?
—Ese tipo está chiflado, en plena regresión.
—¿Qué le pasa?
—Tiene cincuenta años, acaba de ponerme por el teléfono un disco de Brassens, y, ¿adivinas cuál era? Il n’y a pas d’amour heureux, de Aragon.
Sonrisa convencional y discreta de Mozart.
Unos días después, Charles me dijo:
—¿Sabe?, el divorcio me obliga a ser paciente. Mi mujer está a punto de heredar, y no quiero problemas.
Cómo, ¿una putilla que quería pillar la pasta de su mujer? Daba asco.
—Charles, confío en que sus proyectos no me conciernan. Sólo nos une una complicidad lúdica, que quede claro.
Le cogió un cabreo espantoso; yo no contesté.
—En fin, Françoise, corramos un tupido velo. Me envió un ramo de sesenta rosas de la mejor floristería de Paris. Se me pegaba como una lapa:
—Françoise, soy un loco del volante. He estado a punto de matarme varias veces. Me apasiona la velocidad. He decidido volver a la competición. Si desapareciera, nadie me lloraría. De todos modos, no sirvo para nada, he desperdiciado mi vida… y nada podrá cambiar eso.
—Mi querido Charles, en mi familia somos masoquistas, y se transmite de padre a hija. No cuente conmigo para ayudarle a ordenar sus soldaditos de plomo. Sigamos ciñéndonos al juego. ¿Látigo?, ¿escenas teatralizadas?
Más de una se habría aprovechado de la situación para convertir a Charles en un gusano aún más repugnante de lo que era. Yo no quería acabar como la esclava de un zombi. Fingía no entenderle. Volvió a la carga:
—¿Sabe, Françoise? El domingo corrí. Tuve un accidente. Tranquilícese, aunque el coche está destrozado —siempre se trataba de coches raros, tan caros como lujosos—, yo salí ileso. Un corredor ha sufrido un accidente, no está muy grave. —Al ver que yo no reaccionaba, prosiguió—: ¿Sabe?, el hombre ha muerto. —Luego rectificó—: El hombre, Jean-Michel, de veinte años y medio, está herido, no ha muerto.
Como yo no me inmutara, comenzó a acosar a mis amigos íntimos para estar al corriente de cuanto me concernía. Un día apareció en casa de una amiga, cargado de regalos, para robarle dos horas de conversación.
Quería que los demás le compadecieran. Yo ya no lo soportaba. Ni siquiera podía azotarle. Cuando estaba ocupada, y no contestaba al teléfono, me enviaba mensajes por fax: «Soy el rey de los gilipollas».
Al comprender que yo no quería volver a verle, se enfureció:
—Tendrá que hacer la calle. Se cree una gran escritora, pero nadie publicará jamás su mierda.
—Pobre Charles, está perdiendo el tiempo, olvida que estoy muy curtida en estas lides.
—Françoise, corramos un tupido velo.
Recordé sus primeros relatos: «Casi nunca he pasado a la acción. No me gustan las profesionales. Tuve una aventura con una dominadora de la Rue du Cygne, una puta, nada que ver con usted, querida Françoise. Nos habíamos acostumbrado el uno al otro; dado que confiaba en mí, yo le pagaba al irme. El día en que me harté, me marché sin pagarle. Uno se cansa de esa clase de relaciones. ¡Pero no se cansa de una mujer como usted, Françoise!».
Imaginaba con terror el martirio que sufriría su mujer. Colérico y caprichoso, sólo hablaba en primera persona. Destrozaba un coche tras otro, iba a la búsqueda enloquecida de su polla y de sus cojones, tenía la moral de un pequeño burgués y consideraba una hazaña estafarle a una puta. «El dinero es el látigo del burgués», había dicho.
En cuanto me quedaba sola, suspiraba con alivio.
—Nadie le ofrecerá lo que yo estaba dispuesto a ofrecerle. ¡Acabará sola!
Decididamente, era un…
El teléfono sonaba cien veces al día. Me dejaba en el contestador mensajes como este: «Mañana mismo llamaré a mis amigos los ministros X e Y para decirles que abran una investigación sobre usted. La fichará la policía. Tiene usted una cámara de tortura tipo Gestapo. ¡Está acabada! ¡Chao, puta!».
Una mañana me encontré esta carta en mi buzón telemático: «Querida Françoise, creo que ya es hora de dejar de jugar al ratón y el gato. (…). Estoy casado con una mujer-niña a la que adoraba y a la que sigo queriendo, a pesar de que las apariencias digan lo contrario. He heredado una gran fortuna de mi familia política, todos unos débiles mentales, a excepción de mi suegra, de la que estaba y sigo estando locamente enamorado. Era dominadora y fustigadora. Pero a los veintiséis años no resulta fácil asumir la familia y los negocios. Hoy sólo pienso en una cosa: ver realizada mi fantasía masoquista, hacerme azotar por mi suegra, la única mujer a la que realmente he amado y que me ha amado sin reservas. Creo, es más, estoy seguro de que usted habrá entendido este mensaje. Todo está en sus manos. Mañana, a las nueve, salgo para París. Le beso la mano como usted me la besó el 20 de septiembre. Pase lo que pase, y sea cual sea su decisión, sepa que usted me ha proporcionado los mejores momentos de felicidad, algo movidos, de estos últimos meses. Con todo mi cariño, Charles».
Si el dinero es el látigo del burgués, el látigo de la dominadora azota con mayor fuerza en la ausencia.
—Confiaba en que usted, en cierto modo, me apoyara. Me disculpo por el único insulto que le he dirigido. Ahora sé que es malvada por placer. Gracias, Françoise, por haberme tendido una mano cuando lo necesité. Sabré ahogarme a solas.
No puedo escuchar su retahíla de pequeños sufrimientos cotidianos. El caso de Charles no me compete. Entra demasiado en el terreno del masoquismo psíquico[23].