Cannes. Liana sensual, yo tenía dieciocho años y me gustaba dormir en la playa, delirar a bordo de los barcos, las cenas orgiásticas…, la vida.
Cenábamos en una terraza, en la plaza donde desplegaban su encanto masculino Eddy Barclay y Henri Salvador. «El Gurú» estaba sentado al otro extremo de la mesa. Su mirada glacial se posó sobre mi como la de un hechicero. No abría la boca. Me fascinaba.
Un viejo coche norteamericano se detuvo ante el restaurante. Mamá contaba sus fajos de billetes detrás del mostrador. Entraron él y sus amigos.
—Vente con nosotros, vamos a una discoteca. ¿Qué locales hay por aquí?
—El Moulin à Huile, en Aix-en-Provence…
—¡Pues vamos al Moulin!
Yo les seguí; mamá estaba aterrada. Mutismo opresivo durante toda la noche. De vuelta, al regresar de la discoteca, el Gurú les dijo a sus amigos:
—Parad el coche, dejadnos al borde de la carretera. ¡Y tú, sígueme!
Me arrastró detrás de los árboles y me pegó sin motivo. De repente, la Cosa inefable brilló en mi interior, y con ella su mundo, que gira al revés.
Esa Cosa iba al cine desde mi infancia y sentía voluptuosidad al contemplar las grandes películas en las que aparecen torturas: vaqueros, sexos de sementales, torturas de piratas, violaciones de apaches, la mujer atada al mástil de un barco para recibir latigazos… Cuanto más golpes veía la Cosa, más atraída la sentía yo por esa violencia, Por la noche, la Cosa deseaba hallarse en el lugar de los torturados, e imaginaba mi cuerpo herido, mi cuerpo ensangrentado. Cuanto más arreciaba la violencia, más se excitaba ella. La Cosa quería que yo fuera crucificada. Lentamente y sin pausa. Las imágenes de galeotes azotados en la espalda la volvían loca. Oía restallar los golpes en la película, en su cabeza, en mi vientre. John Wayne también propinaba crueles y sabias azotainas. Arremangaba las faldas de las jóvenes con hieratismo. ¡Eso afectaba a la Cosa en lo más íntimo! El flash de esos azotes me alteraba. En aquellos instantes, pensaba en mi padre y lo echaba de menos.
Por la noche, le veía, ¡estaba ahí! «Papá, papá, ¡espérame! Espera, papá, soy yo, tengo que contarte algo… Papá, papá… Espera, papá, sólo tú puedes entenderme. Papá, te lo suplico, dime…», y me echaba a llorar, «dime, ¿eres tú la Cosa?». Cuando me disponía a tocarle, una multitud grisácea le arrastraba y lo hacía desaparecer. Yo me despertaba aterrada. Mi frente estaba perlada de goterones de angustia. Agujero negro. Se había terminado.
Me asaltó otro sueño: un sol negro, unos árboles. Dormía en una cama con unas sábanas gruesas. Las sábanas se endurecían. Aunque intentaba apartarlas, se resistían: eran de piedra. Pasaba miedo.
Traté de buscar eso en el mundo de los vivos (caverna platónica o burdel de las apariencias).
Bajo los golpes del Gurú, la Cosa enmudeció. Había nacido un nuevo sistema sexual: «MARIANNE», la esclava, y «FRANÇOISE», el ama, la dominadora.
El silencio del Gurú en Cannes. Su silencio a lo largo de la velada. El suspense, y luego, de repente, esa violencia ciega, aceptada, deseada, sacralizada…
Con dieciocho años, y tres amantes en su haber, MARIANNE, había vivido sus sueños despierta. Cierto día recibió un bofetón inmerecido que abrasaba. Y él comenzó a amarla, a darle, a negarle, a obligarla. MARIANNE, entre sueños, se convirtió en la esclava de su culo. Aún no entendía la relación que les unía, y ya se dejaba flagelar por aquel al que todavía no llamaba «su Amo». ¿Qué es eso del masoquismo? ¿Cosas de una mente enferma? Pero no, no está chiflada. Sólo se halla sumida en una espera jalonada de latigazos que la conducen hasta el orgasmo. Se convirtió en la esclava del hechicero y acabó por amarle.
No se había vuelto loca, pero seguramente era «masoquista». Y tardará años en entender eso. Lo que llegó a parecerle banal y normal era en realidad un estado secundario, muy duro de vivir, que le aísla a uno del mundo y se pega a la piel; una droga a la que regresará ella siempre, una droga del espíritu que procura placer, que le llevará a casarse con un dominador frustrado.
El Gurú se pasaba el día viajando en avión, entre París y Marsella. Telefoneaba constantemente y exigía que su Cosa le escribiera.
«Mi Amo, estas imágenes —el busto y mi rostro pegados al suelo, el cabello desparramado a sus pies, allí, entre sus piernas, el culo empinado sobre el que deja caer sus azotes—, estas imágenes, mí Amo, están grabadas en mi memoria. Me encantaría que mis dolores y mi ofrenda le conmovieran cada vez más, que me poseyera plenamente, y que a la vez me convirtiera en una criatura indispensable para usted y me ayudara a progresar en los dolores que le ofrezco. Le contaré los secretos de mi infancia y le proporcionaré un goce infinito. Saciaré sus deseos más profundos. No ha hecho más que rozar mi universo. Conmigo, viajará muy lejos. Sueño con estar de nuevo atada a sus pies. Sueño con vivir en usted, con tener la piel marcada permanentemente, la piel mordida por su látigo, sueño con lamerle allí donde desee: lamerle la piel, los pies, el sexo, el interior de sus muslos. Deme más… y más».
Él la golpeó y la amó. Era sincero, afectuoso, generoso. La besaba, la consolaba. Cuando la ataba, ella se echaba a temblar y perdía el mundo de vista. Por la mañana, él se levantaba y le llevaba el café y un pomelo pelado; ordenaba sus cosas, le limpiaba los zapatos. Ella, no obstante, nunca le había pedido nada.
Pero ella le abandonó. El Gurú se convirtió en un cadáver viviente: se drogaba y caía en la mitomanía.