Cuando tenía mi tienda de ropa prêt-à-porter, llamada Sentier, el trabajo, un infierno para algunos, no era tal para mí: yo tenía un chófer. Nada hay de excepcional en eso: todas las dominadoras tienen chófer. Yo poseía una bonita tienda, pero lo que ganaba no me alcanzaba para permitirme pagar a un chófer. Sin embargo, mi chófer era un chófer de postín. Y más que sus servicios, me fascinaba sentir la mirada de los demás.
Cuando venía conmigo, «el Chófer» llevaba gorra y guantes blancos. Recogía los paquetes ante los ojos estupefactos de los mayoristas, y eran esos ojos deslumbrados lo que me enardecía. No comprendían que yo pudiera tener un chófer tan señorial, y con razón: ignoraban mis demonios. El Chófer me hablaba en tercera persona.
Cuando habíamos terminado las compras, nos dirigíamos a un sex-shop de la Rue Saint-Denis. Era un sex-shop muy caro en el que vendían artículos pasados de moda, pero la mirada del vendedor nos ponía a mil.
Si el mirón necesita espectáculo, el exhibicionista, en cambio, necesita que le miren. Existen varias clases de miradas: la mirada accidental o sorprendida, inciente, la mirada escandalizada, la mirada teatral. Como esta última era la de Pascal, el dependiente: ponía en ella todo su corazón. Frecuentábamos ese lugar por él.
En el sex-shop, el Chófer se ponía unos saltos de cama transparentes; llevaba insertado, ya de antes, un consolador. Entonces Pascal, haciéndose el ingenuo, llamaba a los clientes para mostrarles al Chófer con su salto de cama de mujer fatal, transparente y del peor gusto. Se exhibía en el fondo de la tienda, en un espacio reservado habitualmente a los látigos, grilletes, punzones y pinzas.
El Chófer compraba el salto de cama para recompensar a Pascal por su mirada, y a mí no me quedaba más remedio que colgar en mi guardarropa para travestis un saldo más.