El boxeo

Una noche en que acompañé a un amigo al hospital, mientras a él le hacían unas radiografías, yo me puse a charlar con un enfermero. Parecía un apasionado del boxeo.

Esa noche, en la televisión, se enfrentaban dos hombres. Eran, como es de rigor, de un peso parecido. La suerte estaba echada: uno de los dos púgiles aniquilaría al otro. ¡La necesidad del gran espectáculo! Y ya se sabe que para satisfacer el sadismo de los mirones, siempre con el oído atento a los golpes bien asestados, para complacer al público, se está dispuesto a todo.

Lo comprendí. Aquella noche me enteré, para mi estupor, de que encima del cuadrilátero colocan unos micrófonos. ¡Justo en el centro, allí dónde estalla el guante de boxeo! ¡Sí! Y es cierto, se oye con gran claridad el sonido de los puñetazos. Ese sonido hace vibrar a la multitud. Los boxeadores son deportistas. Nosotros, unos perversos, unos desviados.

Comienza el combate. Un negro y un blanco. Pese a todo, el negro parece más corpulento y musculoso que el blanco. Los dos están dispuestos a golpear; los dos tiemblan de miedo. Llevan el miedo pintado en el rostro. Cuando saltan para calentarse, ocultan su canguelo.

Ahí radica la diferencia esencial con nuestro ámbito. Nosotros nos masturbamos con la muerte. Se trata de un teatro sexual. La muerte, en nuestro caso, es comedia, de la misma manera que el miedo es ficticio, fabricado para disfrutar. Antes de verles boxear, yo, una neófita, habría apostado la totalidad de mis ahorros por el negro. Fue una masacre. ¡Se remata a los caballos[25]! Sí, pero no a los boxeadores. El público ha acudido, ha pagado. Necesita carne magullada. Está ávido de sangre. ¡Es preciso que el espectáculo se prolongue, que los golpes se oigan bien y sean letales!

Yo seguía esperando a mi amigo. En la tele, la masacre había terminado. Vi cómo se llevaban en camilla al púgil perdedor. Su mujer lloraba. Mientras, en el cuadrilátero limpiaban la sangre en espera del combate siguiente.