Conocí a un apuesto joven de veintitrés años que me confió su sueño: que una mujer vestida de negro lo ahogara.
Esta idea le excitaba hasta el punto de provocarle la erección. Todas las dominadoras le habían azotado y pinzado, pero ninguna de ellas se había prestado a llevar a cabo su fantasía.
Le pedí que se metiera en mi gran bañera. Comencé atándole con un bondage que requiere gran habilidad, y le coloqué una barra de separación en las rodillas. El agua caía lentamente. Yo vestía un mono de látex.
—Eres guapo, muchacho, y fue a ti a quien conocí mis más locas fantasías, en un mundo lejano del en que jamás se regresa. Ya verás, no sentirás nada. Te sumergirás en el agua y en el sueño profundo de la muerte.
Observé su enorme polla, ahora empalmada. Los ojos se le salían de las órbitas. Estaba muerto de miedo, como borracho, enardecido.
—¡No, Ama, suélteme! No sé si debo… ¡De repente me ha entrado mucho miedo!
—¡Cállate, imbécil, no me has seducido para privarme del placer de matarte!
Luego tiré bruscamente de la barra de separación, para que cayera, y poniéndole la mano en la cara, con los dedos muy sabiamente abiertos, le sumergí la cabeza en el agua. La polla iba a estallarle de un momento a otro. Yo me estudiaba en el espejo, situado frente a la bañera. Trabajaba mi mirada y mis gestos. Después le dejé respirar unos minutos.
—¿Quieres mandar un último mensaje a una amiga?, ¿a tu madre? ¡Vas a morir, tesoro mío! Y yo disfrutaré.
—¡Ama, ya no quiero!
—¡Demasiado tarde, pequeño! Eres mi víctima, y estás en casa de la Reina Negra.
Tiré de nuevo de la barra, lo mantuve bajo el agua, lo saqué, le describí sus últimos minutos.
Tuvo un orgasmo violento sin necesidad de masturbarle. Jamás sabrá si yo fingía o si la Reina Negra…
Su madre lo sabe. Tiembla de miedo, rompe los papeles donde están escritos los teléfonos de las dominadoras. Yo la entiendo. Sin embargo, sólo una vez, representando a solas su ficción, estuvo a punto de ahogarse de verdad.