«—¡Una veleta, “Désirée”, eres una auténtica veleta! ¡Ahora dices blanco, y a los cinco minutos dirás negro! ¿Cómo quieres que confíe en ti? Pareces un caracol: ¡debajo del caparazón no tienes esqueleto! ¡Eres como un yoyó!
»Muy cierto, todo eso. Yo pasaba de un extremo a otro. No había diferencia entre el día y la noche. ¿De qué me servía mi piel? Me sentía fea, indigna de vivir y de ser amada. Tenías razón en no confiar en mí. Era peligrosa, era inmaterial. Ahora es diferente.
»Mi historia es la de una niña que soñaba, tenía miedo, sufría. Me desollaban viva. Daba sin límites. Daba para recibir. Pedía, sin saciarme nunca. Me sentía necesitada de amor, abandonada. Sin embargo, mis padres me impedían existir. Mi angustia me hacía sufrir hasta aullar.
»Una monada guarra y masoquista sin saberlo. Bonita muñequita que se daba a la bebida y se preguntaba por qué. Chavalita perdida que se destruye y que destruye a otros.
»En un paraje solitario del bosque, cómo no, conozco al príncipe azul, o, mejor dicho, a un tipo con aspecto de muy macho. Presiento que con él todo irá bien: él me dará las fuerzas que yo necesito. Lo pongo en un pedestal. Él me domina, y eso me gusta.
»Yo le provoco. ¿Qué quiere buenos modales en la mesa? Pues como con los dedos. El amo me castiga. Cuanto más impetuosa es mi rebeldía, con más encono me obliga él a doblegarme. Nos gusta la guerra.
»No estoy sola, ni mucho menos, en este juego. Hay mucha gente en el gran Escenario.
»Titubeo. No me siento preparada. Me dice, autoritario: “No necesitas pensar. Ya pensaré yo por ti”. Utiliza la fidelidad para chantajearme.
»Pasa el tiempo. Todos los días tenemos guerrilla. Ni un momento de descanso. Se me vacía la cabeza. Lo posee todo: mi cuerpo y mi alma. Me siento estúpida, fea, triste. Feliz, sin embargo, de que todavía se digne mirarme.
»Le gusta humillarme delante de la familia. Con motivo de una primera comunión, suelta: “Cuando follas no eres más que un montón de carne podrida”. Me sonrojo, me avergüenzo. Me he convertido en un trapo sucio, algo informe, del todo indigno. Ya no existo.
»Decido que quiero dejar de ser una bestezuela temerosa y acorralada. Quiero poder respirar profundamente. Existir. Mis lecturas y experiencias me dan fuerzas. Aprendo a descubrirme a mí misma.
»No soporta mis desplantes. Después de cada sesión de yoga, me siento relajada y receptiva: se aprovecha de eso y, cuando estoy desprotegida, me inyecta una dosis algo más fuerte de su veneno. Me humilla y monta escenas. Quiere castigarme porque me he atrevido a vivir sin contar con él.
»Le detesto, le quiero. Me hace daño, pero me hace sentir segura. Mi trabajo me gusta porque tengo responsabilidades.
»¿Por qué diantres habrá decidido que vayamos al Magreb, él, que es racista? Allí me ahogo. No hay lugar para mí en una sociedad en la que la mujer sólo tiene el estatuto de madre.
»Al cabo de cierto tiempo, cuando más desarraigada y aislada me sentía, mis amistades femeninas comienzan a gratificarme. Organizo mi tiempo y me integro. El trabaja, se aísla, se cansa. Tiene miedo: “Si me engañas, te mato”.
»¡Estoy hasta el gorro! Su placer ya no me satisface. Exijo que me haga el amor de otra manera. Algún día conseguiré destruir al macho que lleva dentro. De sufrimiento en sufrimiento, llega ese día. Soy lo bastante fuerte para enfrentarme a él: basta de dependencias, basta de pasión, basta de vínculo.
»El macho se ha desmoronado. Ha perdido su poder, su sexo. Me convierto en su verdugo, pero también en su consuelo en esta prueba. Gozo con mi cuerpo. Ya es demasiado tarde: ¡no quiero volver atrás ni seguir con él!
»Esta idea se le hace insoportable. Se rodea de sus armas, de sus condecoraciones militares. Piensa en el Islam. Se parapeta en su habitación. Oigo el disparo, se ha levantado la tapa de los sesos. Se terminó.
»Me deja cartas, unas órdenes, su anillo de casado. En el entierro me siento sola. Circulan rumores sobre nosotros. ¿Qué pueden entender ellos? En el cementerio Pére-Lachaise, es desgarrador. Me entregan la urna caliente; en el coche la coloco entre mis muslos. Ha vuelto, es mío.
»La fusión entre los dos no se ha roto. El vínculo está ahí, ha superado la muerte. De noche revivo pesadillas sangrientas. He cumplido todos sus deseos. No me decido a separarme de la urna; la tengo siempre encima de mi cama. Estoy marcada al rojo vivo.
»Un hombre se cruza en mi camino. Lo noto protector, cercano intelectualmente. No se trata de un flechazo, pero me siento bien.
»Cuando hacemos el amor, me habla de sótanos, ataduras, cuero, cadenas. Tengo miedo, pero no me echo atrás. Descubro los pellizcos, las azotainas, los corsés, los instrumentos de suplicio, los tirones. Descubro que el dolor también puede ser placentero. Y descubro mi cuerpo. Lo que de más bestial, de más sensual hay en él. Sigo adelante para experimentar, para entender: tengo la intuición de que mi destino pasa por ese hombre. La masoquista busca el injerto vivo.
»Logra convencerme de que me separe de la urna. Lo consigue, lo consigo. Salvo abismos, montañas. ¡Muy bien, lo sé! ¡Ahora sé que soy masoquista! Lo acepto, no me siento ni orgullosa ni avergonzada, es simplemente un estado, mi estado. Soy yo.
»He dejado de ser una víctima. Ahora soy la responsable de mi vida. He aprendido a decir que no y a preservarme. Me he vuelto una masoquista digna. Llevo a cabo las fantasías planeadas por mi amo, y en ellas me siento realizada. He encontrado la paz. Creo en Dios; considero que no es incompatible con lo anterior.
»¿Quién se atrevería a arrojar la primera piedra a Cristo?».