Ellas se van de vacaciones en julio. Durante ese mes, sus tiernos esposos trabajan duramente. Los pobres diablos, en sus ensoñaciones diurnas, tratan de buscar distracción. «Culito Dilatado» —así decidí llamarle— es uno de esos tipos.
Cuando le conocí, tardé muy poco en entender que deseaba ser mío por vía anal. Sentía igualmente una gran inclinación por el travestismo burlesco y el exhibicionismo. Culito Dilatado encajaba por completo en mi universo.
Nuestra primera experiencia no se vio coronada por el éxito. Culito era una maricona virgen. Detesto las vírgenes.
Le ordené, al despedirme de él, que se comprara varios anos picket (consoladores anales) de distintos tamaños, se los cambiara con regularidad, poniéndose cada vez uno mayor, durmiera todas las noches enculada, y regresara cuando el «tratamiento» hubiera dado sus frutos. Entonces estaba lejos de imaginar que se tomaría en serio mis caprichos.
Un año después, en el mes de julio, Culito Dilatado me telefoneó:
—¡Ama! —exclamó—, ¡ya está! ¡Ya no soy virgen! ¡La he obedecido, Ama! Día tras día, me he trabajado el ano como una perra para gustarle, con unos consoladores cada vez mayores. Me enculaba como una mala cosa. Me he ensanchado el ojete, Ama, su gorda polla entrará sin que usted tenga que impacientarse. Podrá explotarme, Ama, convertirme en una puta competente.
Cuando le pregunté si estaba solo en París, la respuesta fue afirmativa. Así que le pedí que se ensartara el mayor de los anos picket y no se lo quitara hasta su visita, fijada para la siguiente quincena.
Me encantó recuperar a Culito. Culito Dilatado sólo vivía para este encuentro; estaba histérico. Como habíamos acordado que sería mi prisionero durante veinticuatro horas, lo aproveché para llamar al «Lacayo» y a «Conchita».
La reunión me complació, pues los tres congeniaron de inmediato. Mientras Conchita y el Lacayo se dedicaban a lo suyo, Culito estaba empalado en un asiento. Siguiendo mis órdenes, movía sus nalgas de putón verbenero y repetía, incansable: «Soy la puta del ama Françoise, una auténtica cerda, una perra lúbrica, no valgo una mierda, soy una pobre criatura…, una pobre criatura». Cuando anocheció, salimos a exhibir a Culito Dilatado entre la multitud parisiense. Yo llevaba un traje chaqueta muy sobrio y medias negras. Calzada con zapatos de tacón muy altos, vestía también un body de látex, una chaqueta bastante escotada e iba muy maquillada.
Le había pedido a Culito que trajera una gabardina. Le vestimos de mujer, y sobre su atuendo femenino se puso unos tejanos y una gabardina. Iba enjaezado y penetrado por un enorme consolador. Le había hecho calzarse unos botines con cadenas cuyos tacones medían dieciocho centímetros.
De este modo nos dirigimos a hacer algunas compras en un sex-shop parisiense de la Rue Saint-Denis. En la tienda, Culito se convirtió en una mujer maquillada, un payaso obsceno. Mientras el dependiente le miraba con ojo atento y profesional, el nerviosismo de Culito iba en aumento. Ansiaba ese momento de ebriedad en que, liberado de las barreras de lo cotidiano, se precipitaría, con mi complicidad, a un espacio abismal. Se contemplaba en el espejo, espiando la reacción de los demás.
Ya en el exterior, la multitud iba y venía. Nadie se fijaba en Culito. De repente, una prostituta gritó groseramente: «¡Mirad! ¡Eh, mirad!», apuntando con el dedo a los botines de Culito. «¡Mirad, mirad! ¡Un masoca!». Culito se puso como la grana y se volvió hacia mí, abochornado a la par que encantado. Sus ojos me interrogaron. Le ordené que se explicara ante esa dama con el mismo respeto que guardaba hacia mí. Se dirigió a ella y repitió, siguiendo mis indicaciones:
—Señora, no sólo soy un masoquista, sino una perra masoquista y obediente. Si mi Ama me entrega a usted, seré suya. Si su risa complace a mi Ama, ríase, señora, ¡por favor! ¡Mófese de mí! Sus deseos son órdenes para mí.
Este juego sorprendió a nuestra simpática ramera.
Culito Dilatado durmió en la jaula. Por todo alimento, tuvo derecho a unos huesos de pollo, agua y un poco de pan.
A la mañana siguiente, aunque debía seguir así hasta las cuatro de la tarde, estaba ya tembloroso. Le propuse que lo dejáramos; la fatiga le inyectaba los ojos en sangre. Estaba ebrio, agotado. Remataba así un año de espera. Empalado por mi ardiente consolador, se masturbó con frenesí. Eyaculó.
Altivo y orgulloso, Culito recuperó su aspecto de tecnócrata. Se despidió cortésmente y salió zumbando.