Cherry Lane

Abandoné el mar azul, al Gurú Y mis amores de adolescente. Vivía en París, en Saint-Germain-des-Prés. Allí estaban el Flore y el Castel, escaparates mundanos del magma nocturno.

Mi madre se había quedado ciega. Yo estaba curada; una celebridad médica, un esqueleto vestido con bata blanca, me lo confirmó: «Jamás tendrán que amputarle la pierna».

Inauguración de una discoteca, la Cherry Lane. Primeros ecos en los medios de comunicación. Televisión y dos páginas a todo color en Paris Match.

En medio de esta fauna alucinada, los heterosexuales se mezclaban con los homosexuales. Era una torre de Babel en efervescencia: burgueses drogados, putas, auténticos zombis, falsos artistas. Tantas imágenes capté a la luz de aquellas madrugadas que no sé por dónde empezar.

Descendiente directo de los últimos maharajás, Princy vendía, para poder dar fiestas, las piedras preciosas de sus túnicas. Allí podía verse a Peter O’Toole, acodado en la barra, negándose a pagar su consumición: ¿cómo le hacían pagar a él, un actor de su fama?; a Anthony Perkins, más respetuoso que el anterior pero más falso; a Thierry Mugler, un desconocido, en pantalones de golf, discreto. Montana, joven efebo rubio, estaba siempre en el bar. Nicolette vociferaba bajo los focos eléctricos. Hervé Vilard jugaba al boy-scout perverso. También estaban los veteranos, los grandes insectos nocturnos: Roger Vivier, Jean Barthet Y Guy Laroche, cuyo encanto y calor humano me impresionaron especialmente, Y también Richard Bohringer, Richard corazón despellejado, sublime desecho, que poseía un talento mordaz. A última hora, de madrugada, aparecían, muy monos ellos, los camareros de Castel.