Me han preguntado muchas veces si soy guapa. Suelo contestar: «Sí, tengo un pronunciado tipo latino. Soy alta, muy morena, de pelo largo, ojos negros, sublime, inteligente, genial». Sonrío…
Cuando quiero mitigar el dolor del látigo, acaricio las partes doloridas con mis pechos. Son pesados, desbordantes, llenos, maternales. Soy del tipo «elegantegolfo».
Tenía doce años. El último recuerdo de aquel padre que me excitaba es el de su mirada posada sobre una joven: «Tiene un ramalazo golfo, un poco vulgar, que atrae y fascina a los hombres». «Papá, ¿uno se casa con estas mujeres?». «Sí, querida, si no quieres aburrirte toda la vida».
Procuro que mi guardarropa sea siempre distinguido y sexy. Llevo medias negras, muy a menudo con costura, tacones de aguja, tanto en la calle como en el gabinete. Pelo revuelto, faldas cortas y ceñidas, chaquetas entalladas de Mugler o Alaïa. Mantengo en mi imagen ese toque vulgar, ese toque golfo, ya que soy instintiva y sensual. Tomaré hormonas hasta el fin de mis días para ser siempre la mujer que sangra, la mujer completa, en su sexo y en su cuerpo, aunque en mi mente sea un animal salvaje.
Un día, en la calle, llevaba una camiseta muy ceñida y escotada, y un joven de unos veinte años se me acercó: «Señora, ¿podría decirme de qué marca es la camiseta? Me gustaría regalarle una igual a mi novia». Tenía una mano en el bolsillo y, de repente, noté que el pantalón se le movía a un ritmo rápido. Evidentemente, estaba masturbándose delante de mí.
Quién hubiera podido imaginar que yo un día…
A los dieciocho años aparentaba veinticinco. Era guapa, sin duda. Pero los chicos preferían casarse con mis amigas, que tenían un look de mujer-niña. Yo me parecía demasiado a una mujer que no necesitaba protección alguna; daba una imagen maternal y fuerte.
Las mujeres-niñas han envejecido. Tengo la impresión de que yo no he cambiado, y que por eso me cortejan. Dicen:
«He sentido una profunda emoción y una admiración sin límites por lo que usted representa, por lo que usted ha tenido, y tiene, la valentía de hacer. No se improvisa una dominadora como…».
«La quiero, Ama, no me deje, sin usted no soy nada…».
«Sin saberlo, jamás has cesado de dominarme. Cuando pienso en ti, me veo siempre como tu esclavo amoroso. He imaginado que realizaba contigo las fan tasias más delirantes, las más descabelladas. Te he buscado en otras mujeres, sin encontrarte jamás. Sé que nunca te encontraré en ellas. ¿Estoy condenado a vivir con esta nostalgia hasta el fin de mis días? Tengo que confesarte lo que nunca he confesado: has alterado por completo mi sexualidad. Después de ti, nada ha vuelto a ser como antes. Para hallar placer, debo recurrir ahora a los recuerdos que me unen a ti. Me muevo constantemente entre el ensueño y la realidad, y sé que la búsqueda de otra relación es por completo ilusoria y está abocada al fracaso. Lo que me diste era demasiado intenso, y a solas no puedo recrear la ilusión de eso. Cualquier otra mujer me sabrá a poco. Esperaría demasiado de ella. En fin, ¡me hallo en un callejón sin salida! Ah, retroceder en el tiempo… Te deseo tantas veces… ¡Bien, ya lo he dicho! No enumeraré las ocasiones en que he tenido que revivir la ilusión de ti para conseguir continuar gozando, y, falto de todo esto, me siento huérfano».
«Ahora sé qué es una auténtica dominadora. Vuelvo a verla tal como se me apareció: hermosísima, altiva, distinguida. Usted infunde tanta autoridad que uno, ya de buenas a primeras, desea someterse a sus menores deseos. No necesita un atavío especial: un sobrio traje sastre de cuero negro basta para acentuar su autoridad y su severidad natural, al tiempo que deja transparentar una sensualidad muy femenina, casi maternal».
«Ama adorada, gracias por su extenso mensaje aludiendo a mi futura recompensa. Si, me siento bien con usted, atado, envuelto en mis pañuelos. La noche del lunes seré suyo durante toda la velada, y la adoro…».
«Puerca, zorra, criatura inmunda. Te maldigo, te odio, te abomino, me has destrozado, me has ensuciado, me has manchado. Me has deshonrado. Mi altiva virilidad, escarnecida por ti, ha quedado ridiculizada para siempre. La misma virilidad con la que yo pensaba invadirte, penetrarte, vencerte, inundarte, aniquilarte, conducirte al éxtasis de las mujeres honradas. Me moriría de vergüenza si alguna vez vieran en qué has convertido al orgulloso macho que yo era: un gusano que se arrastra por el suelo, fofo, sin patas, retorciéndose miserablemente cuando tus pies lo pisotean, cuando tu sabio látigo hace que se estremezcan sus anillos. No has podido contener los bajos instintos que te incitan a vengar a todas las meonas de tu especie, a revelar mi naturaleza profunda con tu sardónica crueldad. Tu insistente mirada irónica se posa sobre el joven vanidoso cuya rabia sólo consigue azuzar tus deseos, incrementar tu júbilo, aumentar tu deleite. En mi ira y mis injurias hallas el legitimo pretexto para tus odiosas sentencias. Mis rebeldías, inútiles, sólo conseguirán acrecentar mis desgracias. Tu malvado espíritu ha adivinado desde hace tiempo que mis lamentables arrebatos coléricos traicionan la emoción que siento y que tú llevas al último extremo. Estoy seguro de que te corres, pero no puedo verlo. Mi pobre polla se empina cuando tu pie la levanta. La muy miserable me delata, y me gustaría verla duramente castigada. Mi cólera, sustituida por la vergüenza, se desmorona. Tu asombro es tan falso como tu indiferencia. Tus sarcasmos me humillan y me hieren aún más que los suplicios que me infliges. Sabes que me tienes a tu merced, que ya estoy preparado para soportar cualquier cosa. Saboreas tu triunfo, y yo estoy dispuesto a brindar por él».
«Busco una mamá severa y experta en azotes para que me trate como a un mocoso malvado, desobediente y caprichoso. Françoise, usted es la que yo busco. Por favor, contésteme».
«Para ti, Françoise,
Egeria de los sumisos,
hetaira del cuero total,
deidad de la disciplina,
pitia de la sodomía,
emperatriz de los mil suplicios,
alteza de los machos con correa,
vestal del culto anal,
sol de los mamones,
divinidad del consolador,
matrona del speculum,
Venus de los juegos con los ojetes,
déspota de los culos desnudos,
zarina del sling,
estandarte de los masoquistas,
Mesalina de la lluvia dorada,
demonio del pinzatetas,
soberana de la obscenidad,
devota del condón,
diva de los juegos de agua,
Agripina de la vara.
»Para Françoise,
¡qué pronto será mía,
y a continuación será perra!».
El muy bruto quería a FRANÇOISE y a MARIANNE…
La teatralidad masoquista me fascina. Soy una teatrera que se ha equivocado de profesión. Me gusta hablar a mis esclavos de nuestra fascinación, de nuestra extraña sexualidad, de nuestras vidas de vagabundos perversos. Subo al escenario todos los días. Me guardo mis posibles miserias de payaso, pues el espectáculo debe continuar. Cuando se alza el telón, vuelvo a sacar a la luz con ellos las imágenes más intensas de nuestra infancia. Ellos me las cuentan emocionados. Reconstruyo esos castillos embrujados. Castigo las faltas que crean haber cometido o las faltas que creen que cometerán en el futuro, les convierto en hombres muertos para que renazcan en mi poder. Juntos buscamos a la doctora severa. Los ato, como cuando jugaban a los indios. Me pongo mi pantalón corto y mis botas de brillante cuero. Tomo mi largo látigo. Restalla en sus espaldas, como en las de los galeotes de El halcón de los mares[14]. Escucho sus emociones. Calmo sus dolores: los que acabo de provocar y los de sus vidas. Confesora de lo nunca confesado y del pecado que cometerán, institutriz severa, sexo de amazona, yo les permito convertirse en hombres.