Agathe es una mujer arquitecto y tiene temperamento de artista. Está divorciada, tiene un niño. Su exmarido había intentado destruirla. Anulada, Agathe había acabado por encontrarse vieja y fea:
«En una fiesta me presentaron a un hombre que me propuso unas sesiones, sin continuidad, pagándome. Al principio no podía creérmelo: la cantidad me parecía elevadísima, habida cuenta del placer que yo podía obtener.
»Pasar a la acción se me antojaba de lo más excitante. Me propuso la siguiente historia: él se detiene al pie de mi casa, yo lo atraigo abiertamente, como una puta, y le propongo un acto sexual tradicional; le pido cierta cantidad, él me la da, y me lleva a su casa.
»Acepté, seducida por su plan. De camino a su casa, mientras conducía, me miraba con severidad. Después rompió el silencio:
»—Yo no soy un cliente normal, soy un poli… Voy a hacerte una proposición: o te llevo a la comisaría y te denunció por prostitución en la vía pública (cosa que, dada tu vida social, supongo que te acarrearía bastantes problemas), o te azoto, como antes se hacía con las rameras como tú.
»El contrato se había cerrado con la aceptación del látigo. Para cuando llegamos al lugar del suplicio, yo ya había sucumbido.
»Me vi con ese hombre en varias ocasiones. El dinero que me daba me curó: dejé de sentirme vieja y fea. De todos modos, la idea de vivir con él me resultaba inconcebible.
»Cuando salía de mi estupor, observaba la casa donde él vivía. Sobre la repisa de la chimenea descansaban recuerdos de las provincias francesas, desde muñecas con trajes regionales hasta un plato bretón cubierto de conchas. Tenía un bar de madera contrachapada con cristales corredizos cerrados con llave. El parquet era de mosaico de pino encerado. A la entrada de lo que denominaba su chalet, había unas pantuflas sobre las que se suponía que yo debía caminar. Los muebles, de estilo rústico, eran nuevos, y todos estaban alzados sobre el suelo para que, según decía, resultara más sencillo limpiarlo. El cubrecama era de un satén acolchado de color dorado. En la mesita de noche podía verse la foto de boda de sus padres, junto a unas flores artificiales. En el jardín, por el que fluía un falso arroyo, había un pequeño molino y unos enanos.
»Se me ponía la carne de gallina. Pero durante las sesiones olvidaba todo eso. Tras atarme a una columna, él me rasgaba el traje y me azotaba. Luego me soltaba y me penetraba. “¡Prohibido disfrutar! Una esclava no debe sentir placer”, decía.
»Yo procuraba que él no se diera cuenta de que yo gozaba. Después, al vestirme, me contemplaba el cuerpo tumefacto, la piel amoratada, con marcas de latigazos por todas partes, desde los omóplatos hasta el pliegue de las nalgas.
»Soñaba en secreto con un hombre al que perteneciera en cuerpo y alma y que fuera mi verdugo. No me avergüenza decir que soy masoquista, pero lo oculto: mi futuro amo no debe conocer mi posición profesional. Me niego a que un amo fanfarrón venga a verme con la intención de conquistar a una mujer dominante.
»Sólo he interesado a los hombres que no me interesaban; los demás huían. Toda mujer tiene derecho a un masoquismo digno; no tiene por qué aceptar degradarse. No me siento amargada ni decepcionada. Me limito a constatarlo. He conseguido a todos los hombres que he querido, siempre que me privara de mi placer de amar.
»A veces rememoro vívidamente las escenas en las que, con los pies y las muñecas atadas, unas manos sensuales me trataban brutalmente mientras la mejilla del verdugo, el hombre al que yo amaba, reposaba con infinita ternura sobre mi rodilla, y sus labios cálidos me tranquilizaban con un beso en el muslo, última prueba de su amor, antes de que, arreciando su ferocidad, desgarrara, impusiera, obligara, azotara. Después, con los senos pinzados y estirados, soportando en cada pezón pesos de cuatrocientos, quinientos, seiscientos gramos y más, una mano de escamas metálicas, los dedos enfundados en tejidos plateados, rozaba y acariciaba mis senos doloridos y, en cualquier instante, podía hacerme daño. En ese suspense, en esa angustia entreverada de un deseo que no tenemos derecho a formular, se alcanza un estado casi místico.
»En esos instantes, si he amado. Y me he hecho quebrar y moler, mi cuerpo ha sido inmolado y mi alma ha ardido, cual antorcha viviente, hasta carbonizarse. He gritado mi desesperación. He vivido bañada en sangre. Llaga viva para siempre jamás. Vieja historia esta, en la que no hay amo, ni ama, ni esclavo, sino dos individuos semejantes y enfrentados por su sexo y su carácter. Si Dios Padre nos ha creado para que nos peleemos y odiemos, y no para que nos amemos, no cabe duda de que es la divinidad más sádica que pueda uno imaginarse.
»Ya desde mi primer encuentro con “el Broncas” me sentí irresistiblemente atraída. Era fornido, viril, sensual. Tenía el pelo cano, unos cuarenta y cinco años y aspecto de dominador. Jamás había mantenido relaciones sadomasoquistas y quería que le iniciaran.
»Mantuvimos correspondencia en el minitel. Yo le mandaba mensajes de iniciación. No tenía compromisos, estaba divorciado.
»Una noche, por teléfono, bastante bebido, me dijo:
»—Es probable que te pida que rompas con todo salvo conmigo. Te quiero sólo para mi, en una vida de pareja, fiel. No podría soportar otra cosa.
»In vino veritas? No hice ningún comentario. Me sentía conmovida, muy atraída. Íbamos a pasar un largo fin de semana juntos. Sin embargo, pocos días después unos imprevistos le impidieron verme. ¿Qué rondaba por su cabeza?
»—Tengo problemas con una joven, mi última relación, pero resolveré el problema. En cualquier caso, pasaré el fin de semana con una de las dos, tú o ella.
»—¿Por qué no con las dos? Jamás has vivido del todo con ella. No veo dónde está el problema, aprenderíamos a conocemos.
»—No puedo.
»Aparecía y desaparecía constantemente. Se lo conté todo a una amiga, que me aconsejó:
»—Escúchame, Agathe, esos tipos no están en la misma onda que nosotras. Para seducirlos tienes que fingir que eres tonta. Si no, se mueren de miedo.
»—Demasiado tarde.
»—Si quieres que te peguen, búscate uno menos fanfarrón. Los fanfarrones temen por sus cojones, dado que se supone que los tienen. ¡Son unos maricas reprimidos! Jamás pegan para jugar. Pegar les da la sensación de que existen.
»—¡Bah!, exageras.
»—No, en serio, ¡no hay nada como un masoquista que se sienta cómodo en su piel para dominarte como tú quieres! Ellos, por lo menos, tienen su problema controlado.
»—De acuerdo, pero esos hombres tan masculinos, cargados de esa violencia muda, son muy excitantes. Tienen cierta vena sádica.
»—Si, pero eso no tiene nada que ver con el sadismo. Es pura y simple agresión. Están convencidos de que son viriles porque tienen músculos y una trabajada cara de guapos maduros. Están seguros de imponerse. Creen que cualquier mujer tiene que correrse delante de ellos. Primero, porque al verlo ellas se excitan; segundo, porque les entra ese canguelo que provoca el respeto al macho. Y tú y yo hace mucho que sabemos que la fuerza está en otro lugar. Si les dices: “Pégame”, los castras, preciosa. Tienen miedo, miedo de propasarse. Se sienten desbordados por una petición que no acaban de entender. Y se esfuman. Si no me crees, pilla a un chulo, uno de veras, de esos que sacuden a las pobres putas; sin que él te pida nada, dile, nerviosa: “Amo, voy a hacer la calle por usted”, y entrégale dinero, muy sumisa, sin que él te haya obligado: no aguanta ni ocho días.
»El Broncas me llamó de nuevo: se había mudado y quería verme. Después me confesó que tenía problemas de dinero. Me quedé mirándolo: él había dejado de ser el amo, yo me había convertido en el carcelero. ¿Se atrevería? Se atrevió.
»—¿Podrías prestarme veinte mil o treinta mil francos?
»El amo quería hacer de puta y llevaba puesto su liguero apolillado.
»Estas aventuras me han hecho reflexionar. La prostitución a la que me he entregado, sin necesidad real y sin que nadie me presionara, me ha hecho crecer. Entendí hasta qué punto los hombres que no deseamos nos veneran muchas veces, y nos odian otras. Entendí la razón del tabú y del desprecio hacia la prostitución en una sociedad dominada por la figura del Padre. ¡Imaginaos por un instante que, de la noche a la mañana, todas las mujeres se volvieran fulanas! Todo se derrumbaría: el hombre, salvo el homosexual, se convertiría en esclavo de la mujer. Así que, para garantizar su dominio, el hombre culpabiliza a la puta. Las más débiles de ellas, convencidas de su abyección, buscan un protector: el sapo inmundo, el proxeneta».