23

Kleopatra

El pitido de alerta en el escritorio de Lem lo despertó, y se levantó de su hamaca. Flotó hasta la mesa y pasó la mano por el holoespacio, donde apareció la cabeza de Chubs.

—Los fórmicos se aproximan a Kleopatra —dijo.

—¿Han ventilado? —preguntó Lem.

—No. Están decelerando. Rápido. Hicimos algunos escaneos de largo alcance adicionales para ver por qué. Parece que una masa de naves se ha congregado en Kleopatra y se han colocado directamente en el rumbo de los fórmicos. Esencialmente están emplazando un bloqueo.

—¿Cuántas naves?

—Veinticuatro la última vez que contamos. Los datos del escáner estelar continúan llegando, así que puede que haya más naves a medida que nos acerquemos. Todavía estamos a cierta distancia tras la nave fórmica, pero cubriremos la diferencia con la deceleración que llevan a cabo. Me adelanté y ordené a la tripulación que igualara su deceleración y mantuviera nuestra distancia hasta que pudiera usted subir aquí.

—Voy para allá.

Lem se puso el uniforme y se dirigió al puente de mando. Todavía se estaba abotonando la chaqueta cuando llegó y se reunió con Chubs en el holoespacio. La carta del sistema había sido sustituida por una imagen de todas las naves colocadas en el espacio formando el bloqueo. Había cierta distancia entre cada nave, pero juntas formaban una muralla gigante entre la nave fórmica y la Tierra.

—¿Quiénes son? —preguntó Lem.

—Corporativos y mineros libres —respondió Chubs—. Podemos ver por su forma y diseño que son naves de Juke Limited, WU-HU, MineTek y varios clanes de mineros libres.

—Entonces la gente sabe lo de los fórmicos —dijo Lem—. ¿Lo sabe todo el mundo? ¿Lo sabe la Tierra?

—Es imposible decirlo —respondió Chubs—. Pero lo dudo mucho. Todavía estamos demasiado lejos para que la nave fórmica aparezca en los telescopios de la Tierra. La nave es demasiado pequeña y demasiado oscura. Y la interferencia es tan intensa como siempre. Estas naves que forman el bloqueo no pueden comunicarse con la Tierra más que nosotros. Que ellos lo sepan no significa que lo sepa nadie más. Además, fíjese que todas son naves mineras. No hay naves militares entre ellas. Ya estaban aquí. Mi deducción es que una de ellas vio a los fórmicos en su escáner estelar y alertó a las demás naves en las inmediaciones. Las transmisiones en el radio de unos pocos cientos de kilómetros pasan bien, y esta es una ruta de vuelo importante. Así que tiene que haber tráfico. Además la interferencia haría que las naves se unan para intentar descubrir qué pasa.

—¿Cuándo los alcanzarán los fórmicos?

—En unas cuantas horas.

—Estas naves no tienen ni idea de lo que son capaces los fórmicos. Intentarán comunicarse con ellos como hicieron los italianos. Tenemos que comunicarles lo que sabemos.

—No podemos, Lem. Tendríamos que estar más cerca para contactar por radio. Eso nos pondría al alcance de las armas de los fórmicos. Es probable que haya una batalla, y nosotros nos quedaríamos pillados en medio.

—No podemos quedarnos cruzados de brazos y dejarlos morir, Chubs. Algunas de esas naves son nuestra propia gente.

Chubs bajó la voz.

—¿Puedo hablar con usted en privado, Lem?

Lem se sintió sorprendido por la pregunta, pero accedió. Pasaron a la sala de reuniones adyacente al puente de mando, y Chubs cerró la puerta tras ellos.

—No podemos perder de vista nuestra misión, Lem. Tenemos datos que hay que llevar a la Tierra.

—No estamos perdiendo nada de vista —contestó Lem—. Vamos a salvar vidas. No tenemos que unirnos a la lucha. Ni siquiera tenemos que reducir la velocidad. Entramos volando rápidamente y transmitimos un mensaje a las naves al pasar. Les decimos que huyan. Les enviamos todo lo que sabemos, y nos largamos. Hemos estado esperando a que los fórmicos deceleraran para poder adelantarlos y llegar antes a la Tierra. Esta es nuestra oportunidad.

—Es demasiado peligroso, Lem. No podemos acercarnos a la nave fórmica. Tiene que ventilar de un momento a otro. Si estamos aunque sea remotamente cerca cuando lo haga, nos convertirá en cenizas. Pensemos otra alternativa. Cambiemos de rumbo ahora. Nos salimos de la eclíptica y subimos en una parábola alta, pasando por encima de la nave fórmica mientras está detenida. Luego volvemos hacia Luna. De esa forma, aunque la nave ventile, estaremos demasiado lejos para sufrir ningún daño.

—Entonces todo el mundo a bordo de esas naves morirá —dijo Lem—. Se quedarán y lucharán y morirán. Además, perderemos un tiempo valioso dando un rodeo. Mira, he oído tu consejo. Lo agradezco. Reconozco que lo que estoy proponiendo es un riesgo. Pero yo decido. No vamos a abandonar a nadie más para salvar nuestros cuellos. Ya lo he hecho demasiadas veces. Continuamos el rumbo. —Pasó la mano por el holoespacio sobre la mesa de conferencias en una secuencia concreta, y apareció la cabeza del piloto—. Vuelva a acelerar a nuestra velocidad anterior —dijo Lem.

—Sí, señor.

El piloto miró hacia su izquierda mientras extendía la mano hacia los controles.

—Aplace esa orden —dijo Chubs.

El piloto dejó de moverse. Lem se quedó de una pieza. Chubs acababa de desafiar su autoridad delante de un miembro de la tripulación. El piloto no se movió. O estaba demasiado aturdido por la insubordinación de Chubs para cumplir las órdenes de Lem, o cumplía las órdenes de Chubs sobre las del capitán.

Chubs pasó la mano por el holoespacio, y el piloto desapareció.

—No puede hacer esto, Lem.

—Soy el capitán de esta nave. No me digas lo que puedo y no puedo hacer.

—No lo entiende, Lem. No puedo dejarle que haga esto.

La expresión de Chubs era tranquila y su tono amable, pero la implicación estaba clara. Reclamaba tener más autoridad. Estaba socavando por completo la posición de Lem como capitán. Era una insubordinación total, incluso un motín descarado. Lem abrió la puerta y llamó a dos tripulantes para que entraran. Cuando lo hicieron, señaló a Chubs.

—Este hombre queda despedido de su puesto. Será confinado en su habitáculo durante el resto de este vuelo. Lo quiero fuera del puente.

Los dos tripulantes parecieron acharados y no se movieron.

—¿Hay algo que no esté claro en estas órdenes? —dijo Lem—. Pongan a este hombre bajo arresto.

Hubo un silencio embarazoso. Los dos tripulantes se miraron el uno al otro y luego miraron a Chubs, como si esperaran recibir órdenes suyas.

Lem lo entendió de repente. No era la persona al mando. Nunca lo había sido. Ni un solo minuto de la expedición. El verdadero capitán era Chubs. Y todos lo sabían menos él.

—No tiene autoridad para despedirme, Lem —dijo Chubs amablemente—. Su padre temía que pudiéramos vernos metidos en una situación difícil, y me concedió autoridad para anular cualquier decisión que pudiera ponerle a usted en peligro físico. Y a mi juicio, lo que está proponiendo lo pone en peligro, así que no lo haremos.

Su tono era amable, pero definitivo.

Lem se volvió hacia los dos tripulantes, que evitaron su mirada, cohibidos.

Lem se rio por dentro. Todo el viaje había sido una charada. Toda su misión: servir como capitán, supervisar las pruebas de campo, salvaguardar el gláser. Era uno de los juegos de su padre, que no le había dado ninguna autoridad. No había confiado en él. Simplemente había permitido que Lem jugara tontamente. Todo porque su padre no consideraba que fuera lo bastante inteligente para tomar sus propias decisiones y dirigir su propio destino.

—He corrido peligro todo este viaje —dijo Lem—. Eso no te ha detenido antes.

—Nunca corrimos peligro durante el empujón —respondió Chubs—. Y la Estación de Pesaje Cuatro me pilló desprevenido. Cometí el error de acceder a unirnos a la Cavadora. Si hubiera sabido entonces lo que sabemos ahora, nunca lo habría permitido. Su padre me cortará la cabeza por eso. No voy a cometer de nuevo ese error.

Lem sonrió.

—Bueno, agradezco saber ahora la verdadera situación.

—Seguiremos la ruta en parábola —dijo Chubs—. Y daremos esas órdenes en su nombre, para que nadie sepa que ha habido ninguna injerencia en su autoridad. Esto se tratará como si fuera decisión suya.

—Gracias —dijo Lem, sin ningún atisbo de sarcasmo—. Es muy considerado. —No iba a actuar como un niño irascible. Ni siquiera estaba enfadado con ellos. Simplemente cumplían con su trabajo.

—Y por si sirve de algo —dijo Chubs—, creo que su curso de acción es mejor que lo que vamos a hacer. Quemaremos un montón de combustible cambiando de rumbo. Tenemos el combustible, sí, pero hacer esto agotará casi todas nuestras reservas. Llegaremos a Luna, pero no podremos desviarnos otra vez. Llegaremos a lo justo. Así que si por mí fuera, nos lanzaríamos hacia delante y correríamos el riesgo. Pero no depende de mí. No es mi nave.

—Tampoco es mía —dijo Lem.

Chubs asintió. Se entendían mutuamente.

Lem dio permiso a los hombres para marcharse y se quedó en la sala de reuniones, de pie ante la ventana. Pronto el tapiz de estrellas que tenía delante rotó ligeramente mientras la nave cambiaba de rumbo. Lem sabía que habría una batalla en Kleopatra. O una matanza, más probablemente. Lem no creía que pudiera haber salvado a todas las naves, pero estaba seguro de que podría haberlo hecho con unas pocas. Habría sido una simple cuestión de convencerlas para que huyeran, y en realidad no habría sido difícil. En cambio, las dejaba aisladas y huía, como había hecho con Podolski y la Cavadora y sus propios hombres.

«Soy tu marioneta, padre. Incluso cuando estás a miles de millones de kilómetros de distancia».

Advirtió que no había nadie en la nave en quien pudiera confiar. De hecho, mientras trabajara para su padre, no podría confiar en nadie que fuera su empleado. Su padre se tomaría todo tipo de molestias y utilizaría a cualquier persona para mantenerlo bajo su control. «Ah, padre. Qué ironía. Probablemente incluso piensas que te comportas como un padre amoroso y protector».

Lem miró su reflejo en el cristal y se alisó la chaqueta.

«Es la guerra, padre. Nunca estaré libre de ti mientras poseas esta compañía y yo sea tu empleado. Se acabó jugar a tus lecciones vitales. Es hora de que te enseñe unas cuantas propias».