22
POM
Wit O’Toole estaba sentado en el asiento de pasajeros del helicóptero de ataque Air Shark mientras volaba al sur desde la aldea de Pakuli en Sulawesi Central, Indonesia. Bajo él, los densos bosques tropicales de los llanos empezaban a mezclarse con árboles más bajos de las montañas mientras el helicóptero dejaba el valle fluvial y ascendía por las colinas. Los huecos entre los árboles revelaban pequeñas granjas familiares aisladas con sencillas casas de madera construidas entre maizales o cafetales. A medida que el helicóptero iba ascendiendo aparecieron campos de arroz escalonados que se aferraban a las laderas de las montañas como si fueran una escalera verde que subiera por el paisaje. Si no fuera por las aldeas quemadas y los cadáveres que se pudrían al sol, Wit habría podido pensar que esto era el paraíso.
Indonesia libraba dos guerras civiles a la vez. El gobierno de Sulawesi combatía contra un grupo islámico extremista conocido como los rémeseh aquí en las montañas, mientras que el gobierno de Nueva Guinea luchaba contra insurgentes nativos en esa isla. Los civiles estaban pillados en el fuego cruzado, y la situación se volvía lo suficientemente cruenta para que el mundo desarrollado empezara a preocuparse. La noticia de la iglesia calcinada podría ser exactamente el tipo de historia de interés humano que haría que los medios se fijaran. Los ojos de la gente pasaban de los titulares de granjeros montañosos asesinados en Indonesia. Pero diles que unos militantes islámicos habían encerrado a una congregación de cristianos en su pequeña capilla en la montaña e incendiado el edificio con la gente dentro, y de repente tenías noticias que preocupaban a la gente.
Wit esperaba que fuera así. El pueblo de Indonesia necesitaba ayuda, más ayuda de la que los POM podían proporcionar. Y si el incidente de la iglesia volvía los ojos del mundo hacia la situación de Sulawesi tal vez aquella gente quemada vida no habría muerto en vano.
Wit se volvió hacia Calinga, que ocupaba el asiento del piloto.
—Toma vídeos de todo. Pero sé discreto, no dejes que la gente vea que estamos haciéndolo.
Calinga asintió. Comprendía.
Las cámaras de los cascos y trajes eran tan pequeñas y ocultas que a Wit no le preocupaba demasiado que los aldeanos se dieran cuenta: la mayoría de ellos probablemente nunca había visto tecnología así, de todas formas. Le preocupaba más que Calinga y él pudieran tomar las tomas adecuadas. Los cuerpos incinerados. Los restos ennegrecidos y chamuscados de un juguete o una muñeca. Las mujeres de la aldea llorando la pérdida de los seres queridos. Los medios anhelaban ese tipo de horror, y si Wit podía ofrecérselo, entonces podría iniciar la secuencia de acontecimientos que tal vez pudiera acabar ayudando al pueblo de Indonesia.
Sin embargo, ese esfuerzo tardaría meses. La guerra a la apatía se movía mucho más lenta que las guerras reales libradas sobre el terreno. Suficientes ciudadanos y grupos proderechos humanos tendrían que ver los vídeos e indignarse y quejarse a los legisladores para que al final alguien con autoridad emprendiera alguna acción. No sería fácil. Si la economía daba otra zambullida o si algún político o famoso era sorprendido en un escándalo sexual, los medios continuarían ignorando a Indonesia y no vendría ninguna ayuda ni protección.
Sin embargo, Wit no estaba en misión para concienciar a la opinión pública. Conseguir los vídeos era un objetivo terciario. Su primera orden del día era recuperar el cuerpo de uno de sus hombres, que había muerto en el ataque. Luego trataría con los rémeseh que habían quemado la aldea, bien deteniéndolos, que nunca era lo ideal, o eliminándolos, que nunca era agradable.
Wit vio las columnas de humo mucho antes de que llegaran a la aldea de Toro. La capilla sería ya poco más que un montón humeante, pero los terroristas habían iniciado otros incendios, y el viento probablemente había extendido las llamas a las praderas.
Calinga posó el helicóptero en la aldea, a una manzana al sur de donde había ardido la iglesia. Había cientos de aldeanos congregados, pero dieron un amplio rodeo al helicóptero y volvieron las cabezas para protegerse del viento de las aspas. Wit y Calinga bajaron plenamente armados para el combate, y Wit pudo ver las caras de los aldeanos cambiar del miedo al alivio. Sabían quiénes eran los POM y la protección que proporcionaban. Otros, sobre todo los niños, se agolparon alrededor de los dos hombres, indicándoles que los siguieran a la aldea. Todos hablaban indonesio a la vez, y Wit solo pudo entender palabras sueltas. Le estaban diciendo que su hombre estaba muerto.
Se referían a Bogdanovich, uno de los POM de la última tanda de reclutas. Wit había enviado al ruso a la aldea hacía semanas, junto con Averbach, un POM más veterano, para proteger la localidad de los ataques que los rémeseh estaban haciendo por todas las tierras altas. Cuando al sur estalló una escaramuza entre los rémeseh y un grupo de granjeros, Wit le ordenó a Bogdanovich y Averbach que fueran a ofrecer apoyo.
Bogdanovich, sin embargo, se había negado a abandonar la aldea, temiendo que la escaramuza fuera una distracción para hacer un ataque coordinado sobre la aldea. Averbach acabó yendo solo al sur. Cuando regresó, la capilla estaba ardiendo, y Bogdanovich estaba muerto en la calle.
Wit llegó a la capilla y encontró a Averbach sacando cuerpos. Varios de los cadáveres estaban ya tendidos en la calle, cubiertos por sábanas, y los aldeanos gemían y sollozaban y alzaban los brazos hacia el cielo mientras identificaban a los muertos.
Había también otros cuerpos. Unos diez hombres. Todos cosidos a balazos o con otras heridas, yaciendo en charcos círculos de su propia sangre. Varias mujeres y niños les arrojaban rocas a estos cadáveres, escupían y los maldecían y gritaban entre lágrimas. Al parecer, Bogdanovich no había caído sin luchar.
Una mujer mayor estaba arrodillada junto a otro cuerpo, este envuelto en sábanas ensangrentadas y cubierto por pétalos de flores. Los aldeanos y los niños señalaron el cuerpo y le dijeron a Wit lo que ya sospechaba. Era Bogdanovich.
Wit asintió y les dio las gracias, luego fue directamente a ver a Averbach, cuyo rostro estaba cubierto de hollín y sudor, y que había vuelto a entrar en la capilla para recuperar más muertos. Wit y Calinga se pusieron los guantes de látex y lo siguieron. Sin decir palabra, ayudaron delicadamente a Averbach a levantar otro cadáver de las cenizas y colocarlo sobre una sábana, que luego usaron como camilla para llevar el cadáver a la calle. Era un trabajo horrible y desagradable. El aire estaba cargado con el olor de restos humanos calcinados, y las vigas y las cenizas continuaban humeando, quemando los ojos de Wit, que necesitó mucha concentración para no vomitar y mantener una compostura reverente.
Cuando terminaron, veintiséis cuerpos calcinados yacían en hilera, algunos de ellos tan quemados que era imposible reconocerlos. Muchos eran niños. A una manzana de distancia ardía otro fuego en la calle. Algunos aldeanos habían arrastrado a los militantes rémeseh muertos y los habían amontonado para prenderles fuego. Bogdanovich permanecía intacto, y ahora había más ancianas de la aldea arrodilladas ante él, ofreciendo su respeto y sus oraciones.
Wit habló con uno de los hombres en su indonesio vacilante, preguntándole si alguien de la aldea había visto en qué dirección habían huido los rémeseh supervivientes. Como sospechaba, no le faltó gente que contestara. Todos señalaron hacia el sur.
—Dejaré a uno de mis hombres aquí con ustedes —les dijo Wit en indonesio—. Les protegerá. Es tan buen soldado como Bogdanovich, si no mejor.
—Nadie es mejor —exclamó la multitud—. Nadie es más valiente. Más gente habría muerto de no ser por él.
Wit sacó la camilla del helicóptero, y luego, con delicadeza, Calinga y él metieron a Bogdanovich en una bolsa para transportar cadáveres. Lo mantuvieron envuelto en las sábanas, luego subieron el cuerpo al Air Shark. Calinga se quedó en tierra. Wit ocupó el asiento del piloto y Averbach se sentó a su lado.
—Es culpa mía —dijo Averbach cuando estuvieron en el aire—. Bog se había vuelto nativo. Se enamoró de una de las mujeres de la aldea. No sucedió nada entre ellos. Nunca estaban solos. Pero me di cuenta de las miradas furtivas que se dirigían. Y me di cuenta de que él se daba cuenta y que no parecía importarle. Nunca me dijo nada, pero tendría que habérselo dicho a usted. Tendríamos que haberlo retirado. Eso nubló su juicio.
—Eso imaginaba —dijo Wit—. No era propio de Bog desobedecer una orden.
—Los aldeanos dijeron que Bog habría abatido a todos los rémeseh de no ser por la capilla. La mujer estaba dentro. Cuando le prendieron fuego y atrancaron la puerta, Bog fue hacia allí. Trató de conseguir suficiente cobertura para llegar a la puerta, pero era una trampa. Tenían a tres francotiradores esperando. Quemaron la iglesia no para matar a la gente de dentro, sino para eliminar a Bog. —Averbach sacudió la cabeza—. Tendría que haber estado con él. Podría haber abatido a los francotiradores.
—Te envié al sur —dijo Wit—. Obedeciste órdenes. Eso es lo que tenía que haber hecho.
Volaron hacia el sur, pero vieron poco a través del dosel de la jungla. Después de una hora de búsqueda regresaron a Pakuli y entregaron el cuerpo de Bogdanovich al equipo médico que lo prepararía para devolverlo a Rusia.
«Otro perdido», pensó Wit. Ya eran cuatro en Indonesia. Cuatro de más.
Había esperado que los indios se unieran a la lucha. Le vendrían bien los PC: eran excelentes rastreadores. Pero los indios se mostraron quisquillosos. Los PC estaban dispuestos, pero los que mandan no querían enviar soldados.
«Necesito más hombres —pensó Wit—. Tendría que haber aceptado a ese hijo de perra maorí, Mazer Rackham. Me vendría bien ahora».
Envió un escuadrón a la jungla al sur de la aldea de Toro, pero no esperaba que encontraran gran cosa. Los rémeseh hacía tiempo que habrían desaparecido, probablemente ya estaban muy lejos antes incluso de que Wit llegara a la aldea.
Volvió a su tienda y emplazó su terminal. Calinga había recopilado todos los vídeos que había grabado en la aldea y los había enviado al correo de Wit, que revisó lo que había filmado junto con lo suyo y montó una pieza de tres minutos que mostraba el horror y el sufrimiento en Toro. No se censuró. Lo mostró todo. Los cadáveres. El llanto. Las cenizas. No añadió música alguna. No necesitaba que fuera sensacionalista. El vídeo pelado y mondado hablaría por sí mismo. Tituló el archivo «Víctimas de los rémeseh», y luego añadió la fecha y la localización. Después lo subió a las redes y esperó. A la mañana siguiente varias organizaciones de noticias habían recogido el vídeo, aunque incluso estas lo habían dejado en segundo plano.
La historia que consiguió más atención en las redes fue una inexplicada interferencia en las comunicaciones espaciales. Los científicos de la Tierra y Luna decían que era un aumento de la radiación cósmica, aunque nadie podía determinar la fuente. De hecho, la interferencia parecía proceder de todas las direcciones a la vez, elevando el ruido de fondo a un grito y haciendo imposible comunicarse en el espacio. Un reputado astrónomo hacía la ronda por los programas de entrevistas y hablaba de inexplicados estallidos gamma, pero no ofreció ninguna otra explicación. Muchos vuelos comerciales y de pasajeros entre la Tierra y Luna estaban temporalmente suspendidos, y representantes de la industria minero-espacial hacían declaraciones oficiales a la prensa, asegurando a las familias de los mineros corporativos que estaban haciendo todo lo posible por asegurar la seguridad de sus empleados y determinar el origen del problema.
Al principio Wit pensó en terroristas. Era una forma brillante de impedir el comercio y devastar la economía, sobre todo en los países que dependían del comercio espacial. Pero acabó por descartar la idea. No podía imaginar a un grupo terrorista con suficiente talento científico y recursos para construir un aparato tan poderoso para causar este nivel de interferencia, por no hablar de ponerlo en el espacio.
Es más, la interferencia crecía gradualmente. El ruido de fondo aumentaba de volumen, lo que sugería que el aparato en el espacio o bien aumentaba su potencia o lo que lo estuviera causando se acercaba a la Tierra.
Un sitio de noticias tenía una historia relacionada que decía: BLOGUEROS CHALADOS ACHACAN LA INTERFERENCIA A ALIENÍGENAS.
Wit seleccionó el enlace y leyó el artículo. El periodista se burlaba del centenar de vídeos que habían aparecido recientemente en las redes, diciendo que la interferencia estaba causada por alienígenas. Wit siguió los enlaces y vio varios vídeos. Muchos eran cabezas parlantes, en su mayoría teorías conspirativas que rayaban en lo cuasi-científico y hacían vagas referencias a encubrimientos del gobierno (chalados, en efecto). Otros eran bastante entretenidos. Oscilaban entre lo ridículo a lo cómico a lo tristemente patético. Poemas, canciones, incluso un espectáculo de marionetas con el que Wit no pudo evitar reírse. La mayoría tenían valores de producción cero, pero varios habían sido hechos usando todos los recursos de la magia del cine para crear criaturas y entornos tan parecidos a la vida y tan creíbles que Wit tuvo que verlos dos o tres veces para encontrar las imperfecciones que refutaban su autenticidad.
Los comentarios de la mayoría de los vídeos eran lo que cabía esperar. Odio, burla, crueles ataques personales. Pero de vez en cuando, sobre todo en aquellos vídeos que habían recreado a los alienígenas con sorprendente realismo, los comentarios eran de felicitación: ¡Bien hecho! Parecía real. Casi me lo creo. ¡Me meé en los pantalones!
Wit sabía que los vídeos eran falsos. Pero no pudo dejar de preguntarse: ¿Y si las interferencias de radio son alienígenas? ¿Y si las teorías conspirativas tenían razón? ¿Y si un ejército alienígena se estaba acercando a la Tierra en este mismo momento? Era una idea descabellada, sí, pero era posible. Y si era cierta, sus soldados estarían completamente faltos de preparación. No podía permitirlo. Tenía que entrenarlos para semejante contingencia. Ellos se burlarían, sí; incluso se reirían de él, pero tenía un deber que cumplir. Y sin embargo, ¿cómo entrenas a tus soldados para un enemigo que no comprendes? ¿Cómo los preparas para una situación completamente impredecible? ¿Serían hostiles los alienígenas? No había manera de saberlo con seguridad hasta que fuera demasiado tarde. «No, el único entrenamiento que puedo darle a mis hombres es analizar antes de actuar en una situación extraña, y suponer intenciones hostiles en todos los casos».
A la mañana siguiente, Wit reunió a todos los POM en Indonesia. Muchos estaban en el campamento de Sulawesi y los reunió en el comedor. Los otros, destinados en aldeas cercanas o en Nueva Guinea, se unieron vía holo.
Wit se plantó en el holoespacio ante ellos.
—Tengo unos vídeos que quiero que vean —dijo. Les puso algunos vídeos de alienígenas de las redes. Sus reacciones no fueron muy distintas a los comentarios online. Se rieron. Se burlaron. Se mofaron. Aplaudieron y silbaron ante las presentaciones realistas.
—Eh, Deen, ¿no es esa tu novia? —gritó alguien cuando un alienígena particularmente desagradable apareció en pantalla.
—No podría ser la chica de Deen —exclamó otro—. Ella es mucho más fea.
Más risas.
—Estoy rodeado de genios cómicos —dijo Deen, imperturbable.
Cuando los vídeos terminaron, Wit volvió a asomar al holoespacio.
—¿Qué pasa, capitán? —preguntó Lobo—. ¿Nos preparamos para combatir a algunos alienígenas?
—Tal vez.
Todos se rieron, pero como la expresión de Wit permaneció inalterable, las risas se apagaron rápidamente y una confusa incomodidad ocupó su lugar.
—No puede hablar en serio, capi —dijo Deen—. He visto cientos de esos vídeos. Todos son falsos.
—¿Eso es lo que haces en tu tiempo libre, Deen? —dijo Chi-won.
—Eh, ¿qué es esto? ¿El día de vamos a dársela a Deen? —dijo este.
—En serio, capitán —intervino Mabuzza—. ¿No llevamos viendo invasiones alienígenas desde, no sé, el siglo XX?
—Pero eso no significa que no vaya a suceder —dijo Wit—, y que no será terrible cuando suceda. —Hizo una pausa y escrutó al grupo—. Situación. Cien alienígenas aterrizan en este campamento y empiezan a matar a todo el mundo. ¿Qué hacen ustedes?
Silencio. Entonces alguien dijo:
—Salir corriendo.
Los hombres se echaron a reír.
—Muy bien —dijo Wit—. Nueva situación. Cien rémeseh atacan el campamento y empiezan a matar a todo el mundo. ¿Qué hacen ustedes?
—Los enviamos al infierno —dijo Deen, entre otra ronda de risas.
Wit sonrió.
—Me alegra ver que tenemos un plan para los rémeseh. —Hizo de nuevo una pausa, y en voz más alta preguntó—: ¿Para qué nos entrenamos?
Los hombres respondieron al unísono:
—¡Para toda contingencia!
Wit dobló el volumen.
—¿Para qué nos entrenamos?
—¡PARA TODA CONTINGENCIA!
—Una contingencia es un hecho posible que no se puede predecir con certeza —dijo Wit—. Y no podemos descartar con un ciento por ciento de certeza la validez de esta idea. ¿Es probable? No. ¿Es posible? Sí. ¿Es absurda? Podemos pensar que sí, pero prefiero estar entrenado para lo absurdo que muerto.
Los hombres no dijeron nada. Tenía su atención.
—¿Qué militares en el mundo se están preparando para este hecho? —preguntó Wit—. Respuesta: ninguno. ¿Qué militares serían sorprendidos con los pantalones bajados y completamente faltos de preparación para esto? Respuesta: todos ellos. Pero nosotros no. ¿Para qué nos entrenamos?
—¡PARA TODA CONTINGENCIA!
—¿Entonces cómo nos preparamos? —preguntó Wit.
Ellos le respondieron con silencio.
—Analizas antes de actuar —dijo Wit—. No tienes ni idea de a qué te enfrentas. Tu entrenamiento y tácticas previas pueden hacerte matar en el instante en que las intentas. No puedes asumir que este enemigo pensará o luchará o reaccionará como un humano. Un humano aterrorizado huirá. Un pitbull aterrorizado te saltará a la yugular. ¿Cómo responderá un alienígena al miedo? ¿Experimenta el miedo siquiera? Analizas antes de actuar. Tomas nota de todo. Sus movimientos, armas, conducta grupal, anatomía, reacciones al entorno, velocidad, equipo. Incluso el detalle más mínimo es información nueva y valiosa. Analizas antes de actuar. —Unos cuantos hombres asentían—. Y en todos los casos —dijo Wit—, sin excepción, siempre supones intenciones hostiles. Hay que suponer que quieren matarte. Eso no significa que dispares primero, solo que nunca, nunca, nunca te fías. Y cuando muestren hostilidad, no vacilas en eliminarlos.
Miró a cada uno de los hombres.
—Situación. Un centenar de alienígenas aterrizan en el campamento. ¿Qué hacemos? ¿Deen?
—Analizamos antes de actuar, señor. Suponemos intenciones hostiles.
—Correcto. ¿Y qué hacemos si demuestran ser hostiles?
—Los enviamos al infierno, señor.
—Puedes apostar tu culo —dijo Wit.