21

Imala

Imala Bootstamp no intentaba despedir a nadie del Departamento Comercial Lunar, pero desde luego se sintió bien cuando lo hizo. El culpable era uno de los grandes jefazos, un auditor veterano de la quinta planta que llevaba con el DCL más de treinta años. Imala, una simple auditora ayudante en la agencia, estaba tan abajo en la escala que necesitó un mes para que alguien con autoridad le echara una ojeada a lo que había encontrado.

Había intentado acudir a su jefe inmediato, un idiota pervertido llamado Pendergrass, cuyos ojos se dirigían a sus pechos cada vez que se veía obligada a llamar su atención hacia algo.

—Aléjate del sendero de la guerra, Imala. —Fue lo único que le dijo Pendergrass—. Suelta el pequeño tomahawk y concéntrate en tu trabajo. Deja de seguir huellas que no deberías estar siguiendo.

«Oh, Pendergrass. Eres tan, tan listo. Qué gracioso por tu parte hacer referencia a mi herencia apache».

Creía que el mundo había superado los insultos raciales: desde luego, nunca había escuchado ninguno mientras crecía en Arizona. Pero tampoco había conocido a nadie como Pendergrass, que llamaba a su cubículo su «wigwam» y que siempre hacía un círculo con los labios y se los cubría con los dedos cada vez que pasaba junto a él en la sala de descanso. Podía haber ido a Recursos Humanos y cursar una queja hacía mucho tiempo, pero la tontita de RH asignada a su planta se acostaba con Pendergrass, un hecho que Imala encontraba a la vez repulsivo y tristemente patético. Además, Imala no quería que nadie librara sus batallas por ella. Cuando sintiera la necesidad de «seguir el sendero de la guerra» empuñaría su propio tomahawk, muchas gracias.

No podía acudir tampoco al jefe de Pendergrass, un pelele pelota que tenía la cabeza tan metida en el culo de su jefe que llevaba un riñón por gorra. Todo lo que recibiría de él era una bonita charla condescendiente sobre la importancia de seguir la cadena de mando. Luego Gorra de Riñón iría a ver a Pendergrass y le echaría la bronca por no mantener a su apache atada en corto. Y si eso sucedía, Imala lo pasaría mal con Pendergrass.

Así que hizo lo siguiente que podía hacer, aunque fuera ligeramente poco ético aunque completamente necesario. Llegó mintiendo al despacho del director.

—¿Tiene una cita con el director Gardona? —preguntó la secretaria, sin levantar la cabeza de su terminal.

—Sí —dijo Imala—. Karen O’Hara. Revista Finanzas espaciales. Vengo aquí para el artículo.

Imala se sentía ridícula con el pelo recogido en un moño y vestida con chaqueta y pantalones a la moda, alquilados para la ocasión, pero sabía que era necesario que pareciera el personaje. No le preocupaba que la secretaria la reconociera. La agencia empleaba a cientos de personas, y todos los curritos con los que Imala trabajaba nunca se relacionaban con nadie por encima del quinto piso. Ni siquiera utilizaban las mismas entradas. Era como dos países vecinos cuyas fronteras no se cruzaran nunca.

Una semana antes, Imala había intentado concertar una cita con el director como ella misma, pero en cuanto la secretaria se enteró de que era una auditora ayudante, la desvió a sus superiores y le colgó. Tampoco era posible enviar un e-mail o llamar por teléfono. Todos los mensajes del director eran cribados, y todos los intentos de contactar con él habían sido bloqueados. Era ridículo. ¿Quién se creía que era ese tipo? Esto era el Departamento Comercial Lunar, no la maldita Casa Blanca.

Así que aquí estaba, haciendo la cosa más estúpida que había hecho en su vida, todo por conseguir una entrevista con alguien que pudiera tomársela en serio.

—Por aquí, por favor —dijo la secretaria, conduciendo a Imala a través de dos puertas que requerían autorización de holohuella. La secretaria agitó la mano a través de la holocaja junto a la puerta, y los cerrojos se abrieron.

Tanta seguridad puso nerviosa a Imala, y empezó a preguntarse si esto era buena idea. ¿Y si el director no consideraba que su información fuera lo bastante importante para pasar por alto su poco ortodoxa manera de llamar su atención? ¿O si estaba equivocada respecto a los datos? No, de eso estaba segura. La última puerta se abrió, y la secretaria la condujo al interior. Imala entró, y la secretaria desapareció por donde había venido.

El director Gardona estaba de pie ante su puesto moviendo su punzón a través del holoespacio, revisando documentos tan rápido que Imala no pudo imaginar cómo era posible que leyera nada. Le echó sesenta y pocos años, el pelo blanco, en forma, guapo. El traje que llevaba costaba probablemente más de tres meses de salario de Imala.

—Pase, señorita Bootstamp —dijo—. Tengo mucho interés en conocerla.

Así que sabía quién era. Imala no estuvo segura todavía si esto era bueno o malo.

Él se guardó el punzón en el bolsillo y la miró, sonriente.

—Pero dígame primero, ¿Karen O’Hara es una periodista real de Finanzas espaciales o se ha sacado ese nombre de la manga?

—Real, señor. Por si lo comprobaba usted en las redes.

—Como si tuviera tiempo para esas cosas. —Le señaló un sillón crisálida que parecía una esfera vacía con el cuarto delantero rebanado. Eran magníficos para la gravedad mínima, e Imala se metió dentro. Gardona ocupó el sillón situado enfrente de ella.

—Pero ¿por qué accedió a verme, señor, si sabía quién soy?

Gardona extendió las manos en un gesto inocente.

—¿Por qué no iba a querer conocer a una de mis empleadas? Y una bastante buena, además, según me han dicho.

O estaba mintiendo o había gente vigilándola y no lo sabía. Pendergrass y Gorra de Riñón preferirían que les arrancaran las uñas antes de dar un informe positivo.

—Pido disculpas por el tonto engaño, señor, pero llegar hasta usted por los medios tradicionales no funcionaba.

—Soy un hombre ocupado, Imala. Mi secretaria protege mi tiempo.

Así que también sabía cómo había intentado contactar con él. O tal vez simplemente daba por hecho que había acudido a la secretaria.

Él se echó a reír.

—Hacerse pasar por secretaria. Hacen falta agallas, Imala. Agallas o estupidez, no estoy seguro de qué.

—Quizás un poco de ambas cosas, señor.

—Y con la excusa de hacerme una entrevista exclusiva. —Agitó un dedo ante ella—. Apelando a mi narcisismo, ya veo.

—Pareció la historia más creíble, señor.

—Bueno, me halaga que me considere lo suficientemente importante para tener una entrevista personal en una revista tan famosa. —Cruzó las piernas—. Bueno, tiene mi atención, Imala. Soy todo oídos.

Ella fue directo al grano.

—Tengo pruebas, señor, de que Gregory Seabright, uno de nuestros auditores veteranos, ha estado ignorando y en muchos casos ocultando falsos informes financieros de Juke Limited desde hace casi doce años.

—Conozco a Greg, Imala. Lo conozco desde el instituto. Es una acusación muy seria.

—Hay más, señor. También tengo pruebas de pagos al señor Seabright por parte de una pequeña subsidiaria de Juke Limited por más de cuatro millones de créditos.

Gardona se quedó callado un momento. Todavía sonreía, pero ya no había vida tras su sonrisa.

—Si esa alegación fuera cierta, Imala, cosa que dudo, no puedo imaginar que Greg fuera tan tonto como para mantener esos pagos archivados o hacer que fueran fácilmente detectables. Es uno de nuestros mejores auditores. Cubriría sus huellas.

—Oh, cubrió sus huellas, señor. Las cubrió con tantas capas que he tardado dos meses en unir todas las piezas. Tuve que husmear y rebuscar en lugares que normalmente no me son accesibles. Es un hilo muy largo el que tuve que seguir para conectar al señor Seabright con los pagos, pero si la fiscalía es lo bastante paciente, puedo conectar los puntos para ellos.

—¿La fiscalía?

—Obviamente. Las naves de Juke Limited han estado superando los límites de peso de los envíos a la Tierra sin pagar las tasas y aranceles requeridos. Estamos hablando de cientos de millones de créditos. Jukes le ha estado pagando para que haga la vista gorda y así poder continuar con sus prácticas de impuestos y tarifas ilegales.

—¿Y puede usted demostrar todo esto?

Imala alzó un cubo de datos.

—Más de tres mil documentos.

—Comprendo. ¿Y cuándo investigó y recopiló usted todo esto?

—En horas fuera del trabajo. Me lo encontré solo porque estaba estudiando antiguos archivos, intentando familiarizarme con algunas de nuestras cuentas más grandes.

—Esto es preocupante, Imala. ¿Quién más sabe esto?

—Solo mi jefe inmediato, Richard Pendergrass.

—Comprendo. Bueno, tendré que examinar esto inmediatamente. Si se demuestra que es cierto, sería devastador para la reputación de esta agencia. Le pido que lo mantenga en silencio hasta que podamos efectuar una investigación interna.

Empezó a ponerse en pie.

—Una cosa más, señor Gardona. Juke Limited es nuestro mayor cliente. Ocultar algo tan grande durante tanto tiempo es demasiado para una sola persona. No puedo demostrarlo más allá de la definición legal de duda, pero tengo otros seis nombres en este cubo de datos que sospecho son conscientes y participan de esta práctica.

Gardona cogió el disco.

—Espero que esté equivocada, Imala. Gracias por llamar mi atención sobre esto.

Imala salió del despacho, y a últimas horas de la tarde del día siguiente se extendió la noticia de que Gregory Seabright había sido despedido. No suspendido. No de permiso. Despedido.

Imala se encontraba en su cubículo (que era más pequeño que la mayoría de los frigoríficos y a veces igual de frío, ya que estaba directamente debajo de uno de los conductos de aire acondicionado), y se sintió mejor de lo que se había sentido en mucho tiempo. Había derrotado al Hombre. Se había enfrentado al gigante y había lanzado su piedra y le había dado en el centro de la frente. Gregory Seabright, sucio codicioso, había caído. Y no solo Seabright, sino también Ukko Jukes, el hombre más rico del sistema solar. O, como Imala sabía demasiado bien, uno de los hombres vivos más deshonestos. Sí, señor, ni siquiera el viejo Ukko Jukes estaba a salvo de su justicia.

Dio una palmada en su mesa. Eso sí que era hacer auditorías. Si su padre pudiera verla ahora… «¿Auditoría? —dijo cuando ella le contó sus planes de posgrado—. ¿Auditoría? —pronunció la palabra como si le dejara un regusto agrio en la boca—. Eso es peor que contabilidad, Imala. Ni siquiera vas a contar judías. Vas a comprobar para asegurarte que alguien más las ha contado. Es la carrera más absurda, infructuosa e insignificante que nadie podría elegir. Eres más lista que eso. Puedes hacer cualquier cosa. No pierdas el tiempo siendo una comprobadora de contables de judías».

Pero oh, cómo se había equivocado su padre. El trabajo de auditoría era lo que hacía que todo funcionara. Sin las auditorías viviríamos en la barbarie financiera. Los mercados se desplomarían. Los bancos irían a la quiebra. Todo el sistema se vendría abajo.

Pero eso no se le podía explicar a su padre. Se habría encogido de hombros y habría hablado así. Pero coger a un delincuente, meter a un tipo malo en la cárcel, eso sí lo entendería, eso era algo de lo que podría enorgullecerse.

Cuando ahorrara lo suficiente para enviar un holo a la Tierra y cuando la fiscalía lunar se implicara y los medios de comunicación se enteraran, llamaría a casa y diría: «¿Ves, padre? Tu hija pequeña ha podido con Ukko Jukes. ¿Es lo bastante grande para ti?».

Pendergrass asomó la cabeza por encima de la pared del cubículo.

—¿Te has enterado de lo de Seabright?

—Sí, me he enterado.

—¿Tienes algo que ver?

Ella se encogió de hombros.

—Vamos, Imala. Me dijiste que estaba haciendo trampas. No creí que fuera posible. Pensé que estabas cazando brujas. Ya sabes, recién salida de la facultad y dispuesta a comerte el mundo. Toda esa basura idealista. A veces encontramos gente así.

Imala no dijo nada.

—Supongo que me equivoqué —dijo Pendergrass—. Tendría que haberte escuchado. Un error por mi parte.

Imala alzó una ceja.

—¿De verdad estás admitiendo que te equivocaste?

—Eh, para todo hay una primera vez.

Él sonrió y por una vez no le miró el pecho.

—Como ofrenda de paz, quiero invitarte a almorzar —dijo Pendergrass.

«Ah —pensó Imala—. Así que a eso quería llegar».

Él debió de darse cuenta de lo que estaba pensando.

—No es una cita, Imala. Hanixa va a reunirse con nosotros en el restaurante. Seríamos tres.

Nada podía ser menos apetecible que compartir una mesa con Pendergrass y su zorrita de RH, pero Imala no quería rechazar una rama de olivo ofrecida. Eso solo empeoraría las cosas. Así que cogió su abrigo y la siguió al exterior.

El coche negro que los esperaba en la acera fue la primera bandera roja. Pendergrass abrió la puerta de pasajeros trasera, todavía tan amistoso como siempre, e Imala entró aunque en su cabeza sonaban campanas de alarma.

Cuando la puerta se cerró sin que Pendergrass se uniera a ella, Imala advirtió el error que había cometido. Había un hombre sentado frente a ella, el rostro oculto en las sombras. Imala no necesitó ver sus rasgos para saber quién era.

—Hola, Imala. Me llamo Ukko Jukes.

El coche se apartó de la acera y se unió a la pista. Dondequiera que fuesen, Ukko ya había programado el destino en el sistema. Imala pensó en echar mano al picaporte de la puerta y correr el riesgo de saltar del coche. Pero aceleraron de repente, y de todas formas supuso que las puertas tendrían echado el seguro.

—¿Va a matarme? —preguntó.

Él la sorprendió riéndose, una gran risotada que llenó el coche.

—No se corta con las palabras, ¿verdad, Imala? Tranquilícese, querida. No soy el villano que cree que soy.

—¿Entonces quién es el villano? ¿Gregory Seabright?

Ukko frunció el ceño.

—El director Gardona contactó conmigo esta mañana y me informó de la investigación. Me sentí tan decepcionado y sorprendido como él. Furioso, en realidad. Si se demuestra que esto es cierto, significa que hay gente en mi compañía que cree que puede robarme.

Imala no pudo ocultar el sarcasmo en su voz.

—¿Entonces no tenía ni idea de que esto estaba ocurriendo?

Él pareció ofendido.

—Por supuesto que no. ¿Cree que sería tan estúpido para hacer una cosa así? Soy un hombre de negocios, Imala. Algunos incluso dirían que un hombre de negocios muy hábil. ¿Cree que me saltaría las reglas y me arriesgaría a perder licencias consignatarias que generan miles de millones de ingresos mensuales? No soy ningún idiota, Imala. Aunque fuera el monstruo de tres cabezas que cree que soy, no soy tan tonto para arriesgar a que mi compañía se disuelva y sea arrastrada por el lodo por unos pocos de cientos de millones de créditos.

—Lo dice como si no fuera un montón de dinero.

—¿Sabe cuánto valgo, Imala? ¿Tiene idea de cuánto dinero ha generado mi corporación en el tiempo que llevamos hablando?

—Apuesto a que ha conquistado a un montón de mujeres con esa frase.

Él volvió a echarse a reír.

—Créame, Imala, lo que mi gente ocultaba con Gregory Seabright era una gota en mi cubo.

Estaba exagerando. Imala tenía una idea bastante buena de cuánto valía. No había visto todos los archivos en la agencia, así que no podía estar completamente seguro. Pero sabía lo suficiente para sospechar que el dinero que Seabright había ayudado a ocultar no era calderilla. Además, Seabright era solo una persona. Imala estaba casi segura de que Jukes estaba llenando bolsillos por toda la agencia. Seabright era simplemente el descuidado que había sido pillado.

—¿Así que me ha secuestrado para convencerme de que es inocente de todo mal? —preguntó Imala.

—¿Secuestrado? Cielos, Imala. Le gusta lo dramático, ¿no? No, comparto este coche con usted camino de su cita para almorzar para poder hacerle una proposición.

—Si va a ofrecerme dinero para que me calle, no se moleste.

Él se echó a reír y sacudió la cabeza.

—Sinceramente. Creo que nunca he conocido a nadie que piense tan mal de mí. Debería tenerla cerca más a menudo, Imala, solo para sentirme humilde.

Ella se cruzó de brazos y no dijo nada.

—Quiero ofrecerle un empleo, Imala. Es todavía joven, y carece de experiencia, así que no es un puesto superior. Pero obviamente tiene pasión por el trabajo y es muy buena en lo que hace. Ha descubierto un lío en el DCL que nadie más ha visto durante años.

—Los otros auditores miran los totales. Yo miro todos los números.

—Exactamente. Usted mira todos los números. Eso es lo que necesito, Imala. Alguien que mire donde otros no lo hacen. Hay gente en mi compañía que me ha engañado, y quiero saber quiénes son. No se en quién confiar. Necesito alguien intachable que me informe a mí directamente.

—No me necesita a mí —dijo Imala—. La mayoría de los archivos que encontré implican a gente de su personal. Cualquiera que investigue puede seguir esos hilos y darle una lista de nombres.

—Sí, pero ¿qué tamaño tiene este problema? ¿Encontró todos los archivos? ¿Descubrió todo lo que hay oculto? Temo que esto pueda ser más grande de lo que pensamos. Esta gente son auditores, Imala. Saben cómo hacer desaparecer sus delitos. Quiero saber quiénes son. —Su rostro se ensombreció, y ella vio un atisbo del hombre que se rumoreaba que era—. Nadie me roba, Imala. Nadie.

¿De verdad que no sabía que esto estaba ocurriendo? ¿Era de verdad inocente? Imala no podía negar que era posible. El hombre tenía cientos de miles de empleados. No podía conocer las acciones de todos ellos. Y ninguna de las pruebas que había encontrado implicaba a Ukko de ningún modo, al menos directamente.

—Usted y yo sabemos que nadie en el sector privado mirará siquiera su informe hasta que lleve cinco años en el DCL, Imala —dijo Ukko—. Conozco la burocracia con la que está tratando. Sé que debe de odiarla. Y lleva aquí, ¿cuánto, seis meses?

«Siete meses y trece días», pensó Imala. Tiempo suficiente para saber que amaba el trabajo y odiaba a la gente.

—¿No se le ha pasado por la cabeza que contratarme sería un conflicto de intereses teniendo en cuenta la investigación pendiente? —dijo en voz alta—. No puedo aceptar, señor Jukes.

—Ni siquiera le he dicho el salario.

—No importa. Mancharía la investigación. Parecería dinero para silenciarme.

Él le dijo el salario.

Era un montón de dinero, aunque no demasiado como para parecer un soborno. Era probablemente comparable a lo que gente con unos cuantos años más de experiencia que ella ganaba hoy en día en el sector privado. ¿Y no había demostrado que era tan capaz como ellos, si no más? Era exactamente el salario que sabía que se merecía. Durante un momento vaciló. Más ingresos significaba que podría salir de aquella caja de cerillas que tenía por apartamento y empezar a pagar sus préstamos estudiantiles. Tal vez incluso enviar dinero a casa.

No. ¿En qué estaba pensando? La estaba comprando. Igual que había comprado a Seabright y Pendergrass. ¿Cómo podía olvidarse de Pendergrass? La serpiente la había arrojado al cubil del león.

—Detenga el coche —dijo.

—¿Debo entender esto como un no a mi oferta?

—Puede entenderlo como un demonios no y puede metérselo por ese arrugado culo blanco suyo. No va a comprarme.

La expresión de él continuó siendo impasible.

—Está cometiendo un error, Imala. Le estoy ofreciendo una oportunidad.

—Me está apartando de la investigación. Está barriendo. Me quita de en medio y sus títeres en el DCL harán desaparecer toda la investigación. Dígame si me voy acercando.

Ukko agitó la muñeca, el coche se detuvo en la acera. La puerta de Imala se abrió.

—Disfrute de su almuerzo, Imala. Espero que muestre más respeto la próxima vez que alguien simplemente le ofrezca lo que se merece.

Ella empezó a bajarse.

—Y una cosa más —dijo Ukko—. Un consejito no solicitado. Conozca a la gente antes de tacharlas de villanos de negro corazón. Juzga usted muy rápidamente la personalidad, Imala. Y no siempre tiene razón.

Ella se bajó del coche. La puerta se cerró. El vehículo volvió a internarse en el tráfico y desapareció.

Miró alrededor. Estaba en el barrio francés, una parte pija de la ciudad con tiendas elegantes que vendían bombones y perfumes y ropas de precio ridículo. Todas las calles de la ciudad estaban cubiertas de cúpulas reforzadas que protegían de la radiación solar y mantenían el aire y el calor, pero solo en el barrio francés las cúpulas estaban pintadas del color azul claro del cielo de la Tierra con algún blanco ocasional de nubes hinchadas. Imala lo odiaba. Era como todo el mundo que trabajaba en el DCL. Falso y amañado.

Al otro lado de la calle había un restaurante. Pendergrass y su zorrita sin cerebro estaban sentados ante una mesa fuera, comiendo pasta a través de contenedores semisellados. Imala debía de haber estado trazando círculos con Ukko si Pendergrass había llegado aquí primero. Él la vio, sonrió y le hizo señas para que fuera a reunirse con ellos. Imala se giró sobre sus talones y empezó a caminar hacia la oficina, ignorándolo. Si cruzaba la calle y se acercaba a Pendergrass estaba seguro de que cogería su pasta y se la estamparía en la cara.

Imala tardó más de una hora en volver al DCL, y fue después de quitarse las grebas y dar grandes saltos lunares por la acera con la gravedad menor. La gente la miró con desdén, ya que dar pasos lunares no era de recibo en el barrio francés, pero a Imala no le importó. «Es la luna, gente. Superadlo».

Un mensaje la esperaba en el holoespacio de su cubículo. Decía: VENGA A MI DESPACHO, HABITACIÓN 414.

Imala comprobó el directorio de la agencia, preocupada de que la habitación estuviera asignada a uno de los auditores que había señalado. Se sintió aliviada cuando vio que no era así. Un auditor veterano llamado Fareed Bakárzai, a quien no conocía, ocupaba el lugar. Sintió recelos por ser convocada a la oficina de un desconocido tan pronto después de reunirse con Gardona y Ukko Jukes. No podía ser una coincidencia.

Cogió el tubo hasta el cuarto piso y llamó a la puerta de la oficina.

—Pase.

La oficina de Fareed Bakárzai era un desastre organizado. Había montones de discos, cajas y clasificadores por todas partes, todo sujeto al suelo con largas tiras. Filas de viejos libros de tarifas y códigos fiscales alineaban los estantes, aunque debían estar desfasados años, si no décadas. Imala no había visto tanto papel desde que llegó a Luna.

Fareed apagó su holoespacio y se volvió hacia ella. Tenía más o menos la misma edad que el director Gardona, pero las similitudes acaban ahí. Fareed le recordó a Imala a unos cuantos catedráticos de la Universidad de Arizona: chaqueta de punto, barba, aspecto ligeramente desmañado, el tipo de persona que encuentras dirigiendo una tienda de antigüedades llena de basura.

—Señorita Bootstamp —dijo, extendiendo una mano—. Soy Fareed. Bienvenida. Probablemente no lo sabe, pero soy el hombre que la trajo aquí. A Luna, quiero decir. Leí su trabajo sobre las discrepancias en el negocio del hierro y me pareció ingenuo en algunos puntos pero acertado en su mayoría. Observaciones muy agudas para tratarse de una estudiante universitaria. Hice que RH investigara un poco. Cuando vieron que había cursado usted una solicitud hice que la sacaran del montón y les dije que la entrevistaran.

Imala se quedó momentáneamente sin habla. No tenía ni idea.

—No sé qué decir. Gracias, señor.

Él agitó un dedo.

—Nada de «señor». Fareed. —Señaló el caos—. Le ofrecería un lugar donde sentarse, pero no hay ninguno y de todas formas estamos casi ingrávidos aquí arriba.

Ella miró alrededor y no dijo nada.

—Se preguntará por qué la he traído aquí —dijo él—. Y seré sincero con usted. No son buenas noticias. —Hizo una pausa y suspiró—. Esencialmente fue usted despedida hace media hora.

—¡Qué!

Fareed alzó una mano.

—Ahora, antes de que se enfurezca y diga algo que pudiera lamentar, escúcheme. No está despedida. El equipo directivo se reunió, y luché por usted.

—Espere. ¿No estoy despedida?

—Lo estuvo. Los convencí para que la conservaran, aunque no en su antiguo trabajo. Eso quedó fuera de la cuestión. Tiene una nueva tarea.

—¿Por qué me despidieron en primer lugar? —Pero en cuanto hizo la pregunta supo la respuesta. Ukko. Lo había rechazado hacía una hora, y Ukko no había perdido tiempo en mandar un holo a quienquiera que poseyera en la agencia.

—¿Tiene comprado Ukko Jukes al director Gardona? —preguntó Imala—. ¿Es eso?

—Cuidado con lo que dice, Imala. Estas paredes son finas. Había varios motivos legítimos para su despido.

Ella se cruzó de brazos, furiosa.

—¿Como cuáles?

—Fingió ser periodista y le mintió a una compañera, violando el código ético de la agencia.

Imala levantó una mano.

—Le mentí a una secretaria. Y lo hice en interés de la agencia. Gardona no me habría recibido de otro modo.

—También fisgoneó archivos de la agencia para los que no tenía autorización de acceso.

—Estaba efectuando una investigación sobre prácticas ilegales. No podía ir exactamente a Seabright y pedirle que me enseñara sus archivos.

—Hay canales que seguir para este tipo de archivos, Imala. Se los saltó todos y jugó a ser la sheriff.

No podía creerlo. Había hecho lo que nadie en la agencia había tenido valor de hacer (y tal vez incluso el cerebro para hacerlo), y la estaban vilipendiando.

—¿A quién se supone que debía de haber acudido? —preguntó—. ¿A Pendergrass? Porque acudí a él. Me dio largas.

Fareed pareció sorprendido.

—¿Cuándo fue eso?

—Hace un mes.

—¿Tiene alguna documentación de esto? ¿E-mails? ¿Holos?

Ella trató de recordar.

—No. Lo hice venir y se lo enseñé todo en persona.

Fareed se sintió decepcionado. Se encogió de hombros.

—Probablemente solo dirá que pensaba que estaba exagerando y admitirá que cometió un error.

—Eso es exactamente lo que hizo. Justo antes de llevarme fuera y meterme en un coche con Ukko Jukes.

Fareed se sobresaltó.

—¿Cuándo?

—Hace una hora. Estuve ahí en el almuerzo.

—Comprendo. —Fareed volvió tras su mesa, caminó un momento, luego se volvió hacia ella—. No puedo conseguirle su antiguo trabajo, Imala. Ni siquiera sabiendo que acudió a Pendergrass. El equipo directivo fue inflexible.

—Naturalmente. Ukko Jukes los tiene en el bolsillo. Intentan hacerme callar y que todo el escándalo con Seabright será borrado.

—Ya se está borrando —dijo Fareed—. Jukes ha accedido a pagar todos los impuestos y aranceles atrasados, además de las tarifas y las penalizaciones. Tanto la agencia como Jukes realizarán investigaciones internas separadas, y eso será el final de todo.

—Dígame que está bromeando. Deberíamos llevar esto a la fiscalía.

Fareed negó con la cabeza.

—No va a suceder, Imala. Van a enterrarlo.

—Entonces acudiré a la prensa. Se lo diré a quien quiera escuchar.

—Nadie escuchará, Imala. Hay influencias mucho más grandes de lo que usted se da cuenta.

Le estaba diciendo que Ukko poseía también a los medios de comunicación; que todo lo que hiciera sería aplastado por él. Increíble. Estaban dejando que este hombre los intimidara. Incluso Fareed (que parecía un tipo decente y que probablemente no recibía un céntimo de Ukko) estaba aplastado bajo el pulgar de Ukko simplemente porque estaba en un sistema que el otro controlaba.

—Le he conseguido un puesto en Aduanas —dijo Fareed—. No es glamuroso, pero se trata de trabajar con gente, que es lo que necesita.

—¿Y eso qué se supone que significa?

—Es un poco áspera, Imala. No ha hecho ningún amigo desde que vino aquí. Desprecia a todo el mundo. Esto podría ser bueno para usted.

—Yo no desprecio a todo el mundo.

—Nómbreme a una persona en su departamento con quien tenga amistad.

—Todos le bailan el agua a Pendergrass. No les importa el trabajo. Cometen errores constantemente.

—¿Cómo sabe que cometen errores?

—Porque he comprobado su trabajo. Es chapucero.

—Sí, y estoy seguro de que todos aprecian que usted, una ayudante novata, examine su trabajo en busca de errores.

—Desde luego, Pendergrass no va a hacerlo.

Fareed suspiró.

—Está acabada, Imala. Me jugué el cuello por usted cuando los tipos de arriba estuvieron dispuestos a ponerlos en una lanzadera de vuelta a la Tierra. Al menos puede fingir estar agradecida y aceptar este trabajo. ¿Quién sabe? Dentro de unos cuantos años, tal vez pueda ayudarla a entrar en una firma privada.

Imala no supo si golpear la pared o echarse a llorar. ¿Unos cuantos años? ¿Tal vez podría ayudarla dentro de unos cuantos años? ¿Eso era hacerle un favor? Quiso decirle que no. Quiso rechazarlo lo mismo que había hecho con Ukko. Pero ¿de qué le serviría? En el momento en que tu permiso de trabajo terminara, estabas acabada. Si salía de aquí sin un empleo, la enviarían a la Tierra sin hacer más preguntas. Y luego ¿qué? ¿Volver a Arizona a enfrentarse a su padre y decirle cuánta razón había tenido? No, no podía hacer eso.

—¿Qué auditorías haré en Aduanas? —preguntó.

—No hará trabajo de auditoría. Será asistente social.

—¿Asistente social? No tengo formación para eso.

—Demuéstreles lo inteligente y agradable que es, Imala, y estoy seguro de que le darán más responsabilidades.

Le tendió una unidad de datos.

—¿Qué es esto? —preguntó ella.

—Su primer caso. Un minero libre que llegó hace una semana en una nave rápida desde el Cinturón de Kuiper. Sin identificación. Sin autorizaciones de atraque. Atiéndalo.

—¿Cómo? No sé qué hacer con esto.

—Conoce la ley de aduanas, Imala. Conoce las regulaciones. El resto es papeleo. Si sonríe de vez en cuando, puede que sea buena en esto.

Imala salió de la oficina con la unidad de datos. Se introdujo en el tubo y descendió lentamente, sintiéndose aturdida. Había llegado a Luna porque creía que podía hacer algo importante con su vida, algo significativo. Ahora había sido relegada a resolver pequeñas violaciones aduaneras. Pendergrass tenía razón. Había seguido el sendero de la guerra y elegido una guerra que no tenía ninguna posibilidad de ganar.

No se molestó en volver a su mesa. Allí no había nada que necesitara.

Se detuvo en el vestíbulo y conectó la unidad de datos a su pad de muñeca. Había un solo archivo. Un fino dossier sobre Víctor Delgado. No le dijo mucho, aparte del hecho de que Delgado pedía hablar con alguien que tuviera autoridad desde su llegada. A Imala le pareció divertido. «Lo siento, Víctor. Te ha tocado una antigua ayudante novata en la lista negra. Estoy lo más lejos de la autoridad que puedas imaginar».