20
Soledad
Al principio Víctor no le prestó atención al dolor de espalda. Después de cinco meses de viaje en la nave rápida los achaques y dolores inexplicados se habían vuelto una segunda naturaleza para él. Sus músculos se atrofiaban, sus huesos se debilitaban: era de esperar que sintiera molestias. Pero entonces el dolor de espalda empeoró y se volvió tan intenso en ocasiones que parecía un cuchillo que lo apuñalara y se retorciera en su interior. Venía en oleadas, y no importaba cómo colocara el cuerpo en la nave rápida, el dolor continuaba. Luego el dolor se extendió al costado y su ingle. Después apareció sangre en su orina, y supo que tenía problemas.
Todos los síntomas apuntaban a un cólico nefrítico. Sus huesos sufrían osteoporosis y el calcio liberado se congregaba en los riñones. Dormir era difícil. Sentía ansiedad y náuseas y le preocupaba vomitar dentro del casco. Bebió muchísima agua, pero no sirvió de nada. Había traído unos cuantos analgésicos leves, pero se los había tomado ya hacía meses después de unos días de migraña. Ahora se maldijo. Las migrañas eran un amable besito en la mejilla comparadas con esto.
Después de tres días le preocupó que la piedra pudiera ser demasiado grande para pasar, y se preguntó qué sucedería si ese era el caso. ¿Sufriría infección? ¿Podría matarlo? ¿No recibiría la Tierra el aviso por culpa de un estúpido terrón de calcio cristalizado?
La expulsó al cuarto día, y el dolor fue tan inesperadamente ardiente e intenso que por un momento pensó que iba a morirse. Cuando acabó, se quedó dormido al instante, agotado.
Continuó bebiendo mucha agua durante las semanas siguientes, pero eso no impidió que siguiera teniendo piedras. Expulsó cuatro en total. Ninguna fue tan dolorosa como la primera, pero todas lo dejaron ansioso e inquieto. Ahora fue agudamente consciente de que su cuerpo se deterioraba, y no dejaba de preocuparse por una docena de otros males que pudieran afectarle en cualquier momento. Su densidad ósea fue su principal preocupación. ¿Rompería el peso de su propio cuerpo sus piernas cuando se incorporara en Luna? La gravedad de Luna era solo una fracción de la de la Tierra, pero tal vez sería suficiente para sobrecargar sus huesos debilitados. Luego estaba el tema de su apetito. Lo había perdido casi por completo recientemente. ¿Estaba malnutrido? ¿Y su corazón? También se estaba debilitando. ¿Cedería antes de que llegara a la Luna? ¿Y la radiación? ¿Aguantaba el escudo? Advirtió que tenía que reforzarlo. Tenía que añadir otra placa al exterior. Estaba seguro de que contraería cáncer si no lo hacía.
Víctor introdujo las órdenes en su palmar para iniciar la deceleración. La nave se había estado moviendo a velocidad alta y constante durante meses, y si mantenía esa velocidad y salía al exterior le parecería que la nave no se movía ya que él lo haría a la misma velocidad. Pero salir a alta velocidad era arriesgado. Se expondría a la radiación gamma y la amenaza de los micrometeoritos. Ser alcanzado por una diminuta partícula de roca sería probablemente fatal. Víctor no podía correr ese riesgo. No con tanto en juego. Sería más seguro decelerar y reparar los escudos en parada plena. Añadiría un montón de tiempo a su viaje, sí, y no alcanzaría Luna tan rápido como había esperado, pero consideró que el blindaje y las precauciones extra merecían el retraso.
La nave tardó casi dos días en decelerar. Víctor no quiso acelerar el proceso y poner ninguna carga indebida en su cuerpo, débil como estaba, así que hizo que la nave redujera gradualmente la velocidad. Cuando se detuvo del todo, sacó su manguera de aire y atornilló un tubo de oxígeno a la parte trasera de su traje. A continuación cogió su cinturón de herramientas, que se abrochó a la cintura. Luego abrió la escotilla y salió al exterior. Usando los asideros abiertos en el casco, Víctor se arrastró hacia la popa de la nave para comprobar cómo aguantaban las placas traseras. Su mano resbaló de uno de los asideros, y Víctor instintivamente se agarró al cable de seguridad sujeto al arnés de su pecho para sujetarse.
Solo que el cable de seguridad no estaba allí.
En su prisa por salir había olvidado anclarse a la nave.
Víctor arañó el casco, tratando de encontrar dónde agarrarse, desesperado por detenerse, pero su cuerpo estaba ahora en movimiento, dirigiéndose hacia la parte trasera de la nave, y ya había dejado atrás el último asidero. Sus gruesos guantes resbalaron por la superficie de metal, sin detenerse en nada. Estaba gritando ahora, la voz ronca y cascada por la falta de uso. Resbalaba por el lado de la nave. No había nada que agarrar. Iba a morir.
Entonces lo vio ante él. Una tubería de algún tipo, un pequeño tubo de metal en la esquina trasera de la nave. Más allá había espacio. Si fallaba, estaba perdido. Flotaría hasta quedarse sin aire. Se acercó al tubo, y justo antes de extender la mano supo que no podría agarrarlo. Estaba demasiado lejos, justo más allá del alcance de sus dedos.
De un solo rápido movimiento, su mano se dirigió al cinturón de las herramientas y sacó una larga llave que extendió y enganchó alrededor del tubo en el último momento posible, deteniéndose. Su corazón redoblaba. Le costaba trabajo respirar. El agarre de la llave sobre el tubo era leve y precario. Fácilmente podría resbalarse. Con suavidad, tiró y volvió a lanzarse hacia la nave.
La llave resbaló del tubo, pero Víctor se movía ya en la dirección adecuada. Flotó lentamente hacia la carlinga, se metió dentro, y enganchó el cable de seguridad en su arnés. Se maldijo a sí mismo por ser tan estúpido. Había llegado hasta aquí, arriesgando su vida, con información que el mundo entero tenía que ver, y casi lo había estropeado todo al no enganchar una simple anilla de metal a su arnés. «Brillante, Víctor. Un auténtico genio».
Con el cable asegurado, regresó al exterior, comprobó las placas, descubrió que estaban bien, pero decidió instalar las de repuesto encima de las ya existentes. Bien podría. Los repuestos no servían de nada dentro de la nave. Además, necesitaba trabajar. Necesitaba ocupar su mente con trabajo durante un tiempo. Había construido y reparado todos los días de su vida desde que se convirtió en aprendiz de su padre, y los cinco últimos meses no habían sido más que inactividad aturdidora.
Cuando terminó la instalación volvió a sellar dos veces las junturas para asegurarse de que aguantaran. Sabía que estaba perdiendo el tiempo. Los sellos estaban bien. Simplemente, no quería volver la nave.
Al cabo de un rato, regresó a la carlinga. Su mano se detuvo en la escotilla un momento antes de cerrarla, mientras sus ojos escrutaban la extensión del espacio que tenía ante él. Solo quedaban unos pocos meses para llegar a Luna. Podría soportar esto un poco más. Selló la escotilla y empezó a acelerar. El ordenador reconfiguró su rumbo de vuelo para compensar el retraso y revisó el tiempo de llegada, poniéndolo en su destino tres semanas más tarde de lo que había esperado originalmente. Víctor sintió ganas de golpear algo. Tres semanas. Era mucho más de lo que había previsto. Pero ya era demasiado tarde. «Lo hecho, hecho está», pensó. Con un suspiro, permaneció inmóvil en el asiento de vuelo mientras la nave rápida ganaba velocidad.
Un mes más tarde la sensación de impotencia abrumó a Víctor. Estaba seguro de que se había desviado de rumbo. O el ordenador tenía un problema técnico. O se estaba quedando sin aire. Se sorprendía mirando a la nada. Había perdido el sentido del gusto. O tal vez las proteínas de la comida se habían deteriorado tanto por la radiación que la comida ya no tenía ningún sabor. Fuera como fuese, ya no tenía apetito. Perdió peso. Notaba las muñecas y tobillos delgados y débiles. Había traído tiras de goma para hacer ejercicios de resistencia, que había realizado rigurosamente todos los días desde su partida. Ahora ignoraba todo ejercicio. ¿Por qué molestarse? De poco estaba sirviendo. A estas alturas, sus huesos eran probablemente palillos. Durante meses había combatido el insomnio. Ahora parecía dormir todo el tiempo. No había tocado su palmar desde hacía días. Había libros que había empezado y no había terminado, acertijos que había dejado sin resolver. No le importaba.
Una mano sacudía suavemente su hombro, despertándolo. Alejandra estaba a su lado, vestida con el camisón blanco y prístino. Le sonrió y cruzó los brazos sobre su pecho.
—Estás perdiendo la cabeza, Vico. Estás psicológicamente frito. Llevas tanto tiempo encerrado aquí dentro y tu sueño es tan irregular que solo estás cuerdo cuando sueñas.
La voz de Víctor sonó seca y frágil, y su sonido le sorprendió.
—¿Estoy soñando? —Miró alrededor. Todo parecía normal. Los instrumentos. El equipo Los tanques de aire.
—No encontrarás ningún elefante rosa, si eso es lo que estás buscando —dijo Alejandra—. Estoy aquí. Eso debería ser prueba suficiente para ti. —Se sentó ante él, con las piernas dobladas recatadamente hacia un lado—. Has dejado de hacer ejercicio y de comer. ¿Te has visto? Te estás reduciendo a la nada.
—No tengo espejo.
—Probablemente sea lo mejor. Lo romperías. Además, necesitas un corte de pelo.
—Me estoy volviendo loco, ¿verdad?
Ella fue contando sus problemas con los dedos.
—Ansiedad severa. Depresión. Ignoras la comida y el ejercicio. Duermes siguiendo pautas completamente impredecibles. No puedes pensar bien, y estás hablando con una persona muerta.
—Es una opción de persona muerta muy buena. Eso debería hacerme ganar algunos puntos.
Ella puso los ojos en blanco.
—Isabella te dio píldoras para regular tu sueño. ¿Por qué dejaste de tomarlas?
—No me gusta tomar píldoras. Me gusta estar al control.
—No estás al control. Ese es el problema, Vico Loco. No eres dueño de ti mismo. Si no tienes cuidado, te arrojarán a una habitación acolchada cuando llegues a Luna. No hará falta gran cosa para convencerlos. Ya pensarán que estás loco por viajar desde el Cinturón de Kuiper en una nave rápida. En cuanto empieces a farfullar sobre alienígenas, sus sospechas quedarán confirmadas. Tienes que ser un modelo de cordura, Vico. Tener el aspecto que tienes no va a ayudar.
—Tú, por otro lado, pareces todo lo contrario. Nunca te dije lo hermosa que eres. Nunca pensé en decirlo siquiera, pero es verdad.
—Ahora estamos hablando de ti.
—Ojalá no lo hiciéramos. Tú eres mucho más interesante.
Ella sonrió y no dijo nada.
—Te alejaron por mi causa, Janda. Si hubiera sabido que iban a hacer eso, habría cambiado las cosas.
—¿Cómo? ¿Fingiendo no ser mi amigo? ¿Evitándome? ¿Portándote de manera formal a mi lado y tratándome como si fuera solo una conocida? Eso habría sido peor.
—Esos no son tus pensamientos —le dijo él—. Son míos, proyectados en ti. Solo estás diciendo lo que mi mente te dice que digas.
—Pero tú conocías mis pensamientos, Vico. Siempre lo supiste. El único motivo por el que no sabías que te amaba era porque yo misma no lo sabía. Pero era así.
—No hables en pasado —dijo Víctor—. Eso significa que se ha terminado.
Despertó. Solo. Todo estaba donde siempre. Los instrumentos. El equipo. Los tanques de aire. Se obligó a comer. Bebió agua y tomó vitaminas. Hizo los ejercicios de resistencia y se sorprendió al descubrir lo débil que estaba. Comprobó los instrumentos. Tenía siete semanas para recuperar la salud. Bebió más agua e hizo otra tanda de ejercicios de piernas.
Había tráfico alrededor de Luna, pero el sistema LUG de la nave rápida de Víctor se hizo cargo de los controles de vuelo mucho antes de que llegara a la masa de naves. Cargueros, naves correo, navíos de pasajeros llegando y saliendo de la Tierra, nuevas naves mineras corporativas dirigiéndose hacia el Cinturón de Asteroides, muchas de las cuales tenían el logotipo de Juke Limited.
La nave rápida había decelerado hacía horas, y ahora que estaba ya tan cerca, le pareció que la velocidad de atraque del sistema LUG era enloquecedoramente lenta. Pronto otras naves rápidas se congregaron alrededor de ella, venidas de todas partes, todas conducidas hacia el mismo destino; dónde exactamente, Víctor no tenía ni idea.
Podía ver la Tierra, pero se sintió muy decepcionado ya que esperaba que estuviera mucho más cerca. Era de noche en la superficie del planeta, y había millones de luces tintineando bajo la atmósfera. Toda esa gente, pensó, y ninguno de ellos sabía lo que les esperaba. O tal vez sí lo sabían. Tal vez la noticia había llegado. Víctor esperó que fuera cierto. Eso significaba que su trabajo estaba hecho.
Las colonias e industrias de Luna constituían una parte diminuta de la superficie del satélite. Víctor había visto imágenes, pero habían sido tomadas desde el espacio, así que esperaba un pequeño puesto de avanzada. Cuando la luna giró a medida que las naves rápidas se acercaban y la ciudad de Imbrium quedó a la vista, Víctor se quedó boquiabierto de asombro. Fábricas, altos hornos, enormes complejos industriales con tantas luces y tubos que parecían ser ciudades. Entonces Imbrium apareció a su derecha. Edificios y luces y aceras cubiertas de cristal. Era la mayor estructura de construcción humana que había visto jamás.
Pudo sentir que su cuerpo se hacía más pesado. La gravedad se apoderaba de él. Las naves rápidas que lo rodeaban se colocaron en fila, todas con su enorme cargamento de cilindros. Víctor siguió con la mirada la hilera que tenía delante y vio que el sistema LUG conducía a las naves rápidas a un enorme complejo más allá de la ciudad.
Entonces, de repente, su nave rápida se desvió de las demás y cambió de rumbo, volando hacia un hangar con un techo de al menos cien metros de altura. Los motores de la nave se apagaron y el aparato flotó hasta el hangar. Había naves rápidas dañadas por todas partes en diversos estados de reparación, pero no había ningún trabajador que Víctor pudiera ver. Unos brazos robóticos se extendieron y agarraron a la nave rápida. Su movimiento hacia delante se detuvo, y Víctor fue lanzado contra su arnés de seguridad. El dolor lo dejó sin aliento, y estaba seguro de haberse roto algunas costillas. Tosió, intentando recuperar la respiración. La nave rotó noventa grados, con el morro apuntando hacia arriba. Víctor quedó de espaldas. Los brazos robóticos lo alzaron rápidamente y engancharon la nave a un largo bastidor de naves rápidas que colgaban de sus morros a diez metros del suelo. Los brazos robóticos lo soltaron y se dirigieron a otra parte.
Todo quedó en silencio. La nave se balanceó suavemente del bastidor, una sensación extraña causada por la gravedad que Víctor no había experimentado nunca. Esperó, pero nadie vino a por él. Soltó el arnés, todavía gimiendo por el dolor en el pecho. Sentía pesado el cuerpo. Se levantó del asiento y miró por la ventana. Estaba demasiado lejos del suelo. No se fiaba de la fuerza de sus piernas en gravedad parcial con una caída como esa. Escrutó el suelo del almacén, buscando gente. No había nadie. Todo era automático. Una nave rápida se deslizó de pronto por el bastidor ante él, empujándolo hacia dentro, bloqueando parcialmente su visión. Los brazos robóticos estaban archivándolo aquí. Tenía que salir.
Probó con la escotilla. No podía abrirla. La otra nave rápida estaba almacenada demasiado cerca. Recurrió a la radio y probó con una frecuencia.
—¿Hola? ¿Puede oírme alguien?
De nuevo, el sonido de su propia voz lo asustó. Era ronca y quebradiza y apenas era más que un susurro. Nadie respondió. Solo se oía estática. Probó con otra frecuencia. Nada. Luego intentó con una tercera y encontró cháchara. Hombres hablando, dando números y datos; Víctor no los entendía. Los interrumpió.
—¿Hola? ¿Puede oírme alguien?
La cháchara se detuvo. Hubo una pausa.
—¿Quién es?
—Me llamo Víctor Delgado. Soy un minero libre del Cinturón de Kuiper. Estoy atrapado en una especie de almacén.
—Salga de esta frecuencia.
—Por favor. Necesito ayuda. Tengo información que debe llegar a la Tierra.
—Sanjay, tengo a alguien en la frecuencia que no quiere marcharse.
Una voz diferente, más grave, exigente, con un acento que Víctor no fue capaz de reconocer.
—No sé quién eres, amigo, pero esta es una frecuencia restringida. Ahora sal de aquí cagando leches antes de que te expulse.
—Por favor, necesito hablar con alguien al mando. Toda la Tierra está en peligro. —Las palabras sonaron trilladas, incluso para él.
—Tú eres el que corre peligro, amigo. Marcus, triangula la señal y encuentra a este bromista. Quiero esta basura fuera de mi frecuencia.
Víctor permaneció en la frecuencia, pero no dijo más. Que triangularan. Que lo encontraran.
Una hora más tarde llegó un rover policial. Un solo agente con uniforme y casco salió con una linterna y empezó a escrutar el interior del almacén con aburrido desinterés.
Víctor golpeó el costado de la nave con una herramienta para llamar la atención del hombre, pero este no pudo oírlo. Víctor se dirigió a la parte trasera de la nave, que ahora era el fondo. Conectó su herramienta cortadora y empezó a cortar la pared de la nave, rociando el interior de la nave con pequeñas ascuas de metal ardiente. Presionó con más fuerza, cuidando de no dañar su traje. La cortadora se abrió paso. Ascuas calientes cayeron de la nave al almacén. El oficial lo vio.
Pasó otra hora antes de que alguien que pudiera manejar la maquinaria llegara para bajar la nave del bastidor. Cuando lo sacaron de la nave rápida y lo pusieron en el suelo, las piernas de Víctor cedieron por completo. Se tambaleó y se desplomó. Trató de incorporarse con los brazos pero no pudo. Se quedó allí sin moverse mientras el oficial conectaba un cable de audio a su traje.
—Necesito ver alguna identificación —dijo el oficial.
—No tengo ninguna. Soy un minero libre.
—Nacido en el espacio, ¿eh? Déjame adivinar, no tienes tampoco permiso para atracar.
—Vengo del Cinturón de Kuiper.
El oficial pareció divertido.
—¿En una nave rápida? Seguro que sí.
—¿No me cree? Compruebe el ordenador de vuelo.
El oficial lo ignoró y tecleó unas notas en su pad.
—Así que nada de permisos, ni de papeles, ni códigos de entrada, nada.
—Tengo que hablar con alguien al mando.
—Tienes que hablar con un abogado, nacido en el espacio.
Lo llevaron al rover y lo subieron al maletero. Víctor se sintió completamente indefenso… y eso que estaba solo un sexto de la gravedad de la Tierra.
El oficial lo condujo a una instalación médica, donde unos enfermeros lo pusieron en una camilla y le inyectaron fluidos intravenosos y le administraron diez vacunas distintas. Cuando terminaron, un oficial con uniforme de color diferente entró y ató con alambre las muñecas de Víctor a la camilla. Hasta que el hombre no empezó a recitar una letanía de derechos legales Víctor no advirtió que lo habían arrestado.