19
Interferencia
Rena escuchó la transmisión en el puente de mando de la nave WU-HU. La estática chisporroteó durante buena parte del mensaje, y durante varios segundos las palabras de Segundo se perdieron por completo. Sin embargo, Rena captó el sentido. Conocía a Segundo lo bastante bien para llenar los huecos.
El capitán Doashang pidió disculpas porque no habían podido recibir la transmisión completa, explicando que las emisiones alienígenas interferían con la calidad de la señal. No obstante, le aseguró a Rena que la nave había decelerado lo más rápido que pudo al recibir la transmisión, pero que, tristemente, no habían podido localizar a Segundo ni a ninguno de los hombres.
—Gracias por intentarlo —dijo Rena—. Agradezco que haya tenido la consideración de reproducir el mensaje para mí. Significa más de lo que puede imaginar.
—Nos tomamos la libertad de hacerle una copia —dijo Doashang, ofreciéndole un pequeño disco de recuerdos—. Pensamos que querría tenerla para sus archivos personales.
Fue ese acto de amabilidad lo que la hizo desfondarse. Se echó a llorar, lágrimas breves y silenciosas, mientras se cubría el rostro con las manos. Una de las tripulantes la consoló, pasando un amable brazo por sus hombros, y fue ese contacto lo que le dio fuerzas de nuevo. Se irguió y se secó los ojos.
—Perdóneme —le dijo al capitán.
—No hay nada que perdonar, señora Delgado. Le doy mi más sincero pésame. Los consejeros afectivos de mi tripulación estarán disponibles para usted y los tripulantes de su nave.
—Muy amable. Gracias.
—He preparado unas declaraciones para explicarle a los suyos lo sucedido en la batalla. Creo que es necesario darle a las familias un relato de la valentía mostrada por sus maridos y padres.
Doashang le había pedido amablemente a las mujeres y niños que se quedaran en sus habitáculos durante el ataque para que su tripulación y él pudieran realizar sus funciones sin interrupción. Rena, traída de su habitación hacía unos momentos, era la única persona de la Cavadora que sabía que había sido destruida.
—Todo el mundo está ansioso por tener noticias —dijo—. Gracias.
El capitán Doashang la miró con compasión.
—Quiero ser lo más sensible que pueda con las familias, señora Delgado. Ahora que la he conocido y he oído la transmisión de su marido, me pregunto si no sería mejor que les diera usted el informe de la batalla.
—¿Yo?
—La acompañaré, si está de acuerdo. Pero usted conoce mejor a estas familias, y me pregunto si es mejor que esta noticia la transmita una amiga en vez de un desconocido.
Rena tardó un instante en encontrar la voz.
—Con el debido respeto, capitán, no sé si estoy en el estado emocional adecuado para hacer eso.
Él asintió, ruborizándose.
—Naturalmente. Ha sido una desconsideración por mi parte pedirlo, sobre todo en su momento de dolor. Perdóneme.
Pero, antes de marcharse, Rena lo volvió a considerar. Si pudiera elegir que alguien le dijera una noticia tan devastadora, querría que fuera alguien a quien quería, un amigo, una persona que sufriera también, alguien que la abrazara y llorara con ella.
—Pensándolo bien, capitán, creo que puede que tenga usted razón. Me reuniré con las familias individualmente. Pero primero debo escuchar el relato completo yo misma.
El capitán se lo enseñó todo. Ella vio los vídeos y escuchó las transmisiones. Se rebulló cuando la nave de Lem Jukes se alejó y huyó. Se le rompió el corazón cuando la Cavadora se desintegró ante sus ojos. Su hogar, el único mundo que conocía, había desaparecido.
¿Por qué no había venido Concepción con ella? Rena había insistido en que se uniera a los demás en la nave WU-HU, argumentando que, según sus propias órdenes, todas las mujeres y los niños tenían que abandonar la Cavadora. Pero Concepción se había echado a reír. «Las viejas testarudas son la excepción», había dicho.
Ahora estaba muerta. Todos estaban muertos. Bahzím, Chepe, Pitoso, Mono: primos, hermanos, sobrinos, tíos. La mitad de toda la gente que conocía y amaba en el mundo. Además del hombre a quien amaba más que a todos ellos.
Los vídeos terminaron. Rena sabía todo lo que necesitaba saber. Irguió la espalda. Tenía los ojos secos.
—Vamos, capitán. Usted y yo tenemos trabajo que hacer.
El capitán Doashang permaneció al lado de Rena mientras se reunía con todas las mujeres de la Cavadora. Doashang les prometió a todas ellas protección y pasaje seguro al Cinturón de Asteroides. La nave tendría que racionar su suministro de alimentos (la corporación no había planificado para tantos pasajeros), pero ni Doashang ni su tripulación recibirían ni un gramo más de comida que los demás. Los niños no pasarían hambre. Las mujeres lloraron de pena y gratitud, y una incluso le besó la mano mientras sollozaba.
Después, en el pasillo, se volvió hacia Rena.
—Mis oficiales y yo dejaremos libres nuestras habitaciones para esas familias que no tienen todavía alojamiento.
—Eso no es necesario, capitán.
—Yo también tengo hijos, señora Delgado. Nos espera un largo viaje hasta el Cinturón de Asteroides. Cuanto más cómodos estén los niños, más agradable será el vuelo para todos nosotros.
Ella asintió.
—Cierto. Me encargaré de ello. Gracias. Además, con su permiso, me gustaría organizar un grupo de trabajo. No queremos ser una carga. Agradeceríamos que se nos permitiera ayudar a mantener la nave como podamos.
—Permiso concedido. Discuta los detalles con uno de mis oficiales.
El comunicador de muñeca del capitán vibró.
—Si me disculpa…
Doashang corrió al puente. Su primer oficial, Wenchin, lo estaba esperando ante los monitores.
—Encontramos a un fórmico flotando en el espacio —informó Wenchin—. Está muerto. O al menos eso creemos. No llevaba traje. Debió de haberse caído de la nave. Tengo un equipo ahí fuera comprobándolo.
En los monitores, cinco hombres de WU-HU con trajes espaciales rodeaban al fórmico. Habían colocado varios instrumentos en su cuerpo, pero mantenían la distancia.
—No puede haber sobrevivido tanto tiempo en el vacío —dijo Doashang—. Inmovilicen sus miembros y métanlo en una bolsa. Usen todas las precauciones posibles. Trátenlo como si fuera el más letal de los riesgos biológicos. Que los hombres que han salido descontaminen sus trajes. Luego lleven al fórmico al doctor Ji para que lo examine. Cuanta más información sobre estas criaturas podamos enviar a la Tierra, mejor.
—Sí, señor.
El capitán Doashang se dirigió al oficial de comunicaciones.
—¿Ha habido suerte para contactar con Lem Jukes?
—No, señor. La nave fórmica provoca todo tipo de interferencias. Causa una perturbación que randomiza la información digital. Recibo transmisiones, pero a un ritmo mucho más lento. Un bit por segundo en vez de un trillón de bits por segundo. Lo que significa que básicamente no recibo nada. No es suficiente información para descifrar nada. No podemos enviar ni recibir mensajes de largo alcance. No como líneas láser concentradas o comunicaciones generales.
—Eso es inaceptable. Necesito enviar un aviso al Cinturón de Asteroides.
—No sé qué decirle, señor. La única comunicación de radio que funciona es de corto alcance. Y nos hemos desviado de las rutas principales para seguir a la nave fórmica, así que ninguna otra nave va a acercarse ni siquiera remotamente a esta posición. Podríamos acelerar y volver a las principales rutas de vuelo y esperar a que una nave pase lo bastante cerca para oír nuestra transmisión. Pero podría ser una larga espera, señor. Y no podemos determinar si la interferencia sigue afectando a ese cuadrante. Si es así, con quien contactemos tampoco podrá enviar transmisiones de largo alcance. La forma más segura de enviar la noticia al Cinturón, señor, puede que sea ir hasta allí nosotros mismos.
—Eso está a varios meses de distancia.
El oficial pareció impotente.
—No es lo ideal, señor. Pero andamos escasos de opciones.
—¿Está enviando radio la nave fórmica? ¿Cómo llegan sus mensajes?
—Por lo que podemos decir, los fórmicos guardan silencio, señor. Aunque estuviéramos cerca, no detectaría ni un graznido.
El capitán Doashang se volvió hacia Wenchin.
—Fije un rumbo hacia la estación más cercana del Cinturón de Asteroides, a la velocidad máxima que permita nuestro suministro de combustible.
—¿Qué hay de Lem Jukes? —preguntó Wenchin.
—Está fuera de alcance, y dudo que le importe lo que nos suceda. Abandonó a sus propios hombres. No se preocupó por nosotros. Probablemente se dirige también al Cinturón.
Wenchin transmitió la orden, y la nave aceleró rápidamente.
Doashang permaneció en el puente hasta que el doctor Ji lo llamó para que acudiera al centro médico varias horas más tarde. Ji parecía pálido y conmocionado cuando llegó Doashang.
—Me imagino que no es el examen post mórtem más agradable que ha realizado —dio Doashang.
—Eso es quedarse corto —respondió Ji.
Los dos se detuvieron ante una gran ventana que asomaba a una habitación donde un equipo de técnicos examinaba y grababa al fórmico diseccionado.
—¿Qué son? —preguntó Doashang.
—Son semivertebrados —contestó Ji—, en tanto tienen una sola columna neural, pero claramente han evolucionado a partir de hexiformas exosesqueletales.
—¿Y eso qué significa?
—Evolucionaron de criaturas muy parecidas a las hormigas, pero dejaron la hormiguez atrás.
—¿Entonces no son insectos?
—Descienden de criaturas parecidas a insectos. Han ocurrido ciertos cambios evolutivos. Son de sangre caliente, por ejemplo. Aíslan y sudan para regular la temperatura corporal de forma muy parecida a nosotros. Tiene un endoesqueleto cubierto de músculos y piel y pelaje. La mayoría de sus órganos son un misterio para mí, aunque lo hemos documentado todo. Tienen obviamente seis patas. El par mediano tiene una musculatura que sugiere que puede soportar peso, aunque quizá no tanto como las caderas o los muslos. La cavidad de la articulación es extraordinariamente flexible, aún más que los hombros humanos. Además tienen músculos en la espalda altamente desarrollados, lo que sugiere que tienen una fuerza enorme.
—Ya hemos visto prueba de eso. Lo que quiero saber es cómo podemos matarlos.
—No son indestructibles. Son duros y resistentes, pero se les puede romper. Sin embargo, lo que me asusta más que su físico es lo que les vimos hacer en los vídeos. Estuvieron inmediatamente dispuestos a dar sus vidas por impedir cualquier ataque. Sin vacilación. Solo ferocidad animal implacable y una devoción completamente desaforada. Estas no son solo criaturas tecnológicamente superiores, capitán. Es una especie que nunca se rendirá hasta que el último de sus miembros haya sido destruido.
—Respecto a ese punto, doctor, lo cumpliremos con sumo placer.
Lem se encontraba en la sala de ingenieros, que había sido convertida en una especie de sala de guerra, mirando todas las notas en las paredes-pantalla que tenía alrededor. Había anagramas anatómicos de un fórmico; bocetos de la nave fórmica con diversas teorías científicas sobre su funcionamiento; fotos y análisis del arma que había destruido a la Cavadora; una carta del sistema que mostraba la trayectoria de la nave fórmica, además de numerosas notas, listas, ideas y teorías.
—Tenemos toda esta información —dijo Lem—. Toda esta información crítica que la Tierra necesita desesperadamente, y no podemos hacer nada al respecto. —Se volvió y miró a Chubs, Benyawe y el doctor Dublin, que seguía teniendo las manos escayoladas—. A menos que transmitamos todo esto a la tienda, no vale nada.
—Estamos a merced de nuestra radio —dijo Chubs—. Hasta que superemos la interferencia no hay mucho que podamos hacer.
En las semanas transcurridas desde el ataque, la interferencia de la nave fórmica había imposibilitado las comunicaciones de largo alcance. Lem había ordenado a los oficiales de radio que emitieran continuamente una transmisión en bucle sobre los fórmicos, detallando las coordenadas de la nave, el rumbo de vuelo, sus dimensiones y su velocidad, pero por lo que sabían los oficiales de radio, no habían podido enviar nada. Cada día salían cientos de transmisiones y llegaban cero. La Makarhu gritaba un aviso, pero nadie podía oír ni una palabra.
—¿Entonces cómo superamos la interferencia? —preguntó Lem.
—No conocemos sus límites —respondió Chubs—. Ahora mismo estamos a cuatro millones de kilómetros de la trayectoria de la nave fórmica. Podríamos retroceder, pero no sabemos hasta donde tendríamos que ir. ¿Diez millones? ¿Veinte? ¿Cien? Además, si nos distanciamos más de la nave, no podremos localizarla. Está ya tan por delante de nosotros que desaparece de nuestros escáneres durante días seguidos. Estamos fuera del alcance de sus armas, lo cual es bueno, pero si nos desviamos más de nuestro actual rumbo o velocidad nos quedaremos tan por detrás de la nave que la perderemos por completo. Podríamos hacerlo, pero es un riesgo. Puede que no lleguemos al final de la interferencia antes de que la nave llegue a la Tierra.
—No quiero perderla de vista —dijo Lem—. Pero a menos que hagamos algo para contrarrestar esta interferencia, la Tierra no recibirá mucho aviso, si es que llega a recibir alguno. Estarán completamente desprevenidos ante un ataque.
—No sabemos si los fórmicos pretenden atacar —dijo Dublin—. Tenemos la sospecha, pero no podemos estar seguros de lo que vayan a hacer hasta que lleguen a la Tierra.
—No vienen a pedir una tacita de azúcar —dijo Chubs—. Ya hemos visto lo que le han hecho a la Cavadora.
Lem se estremeció. La Cavadora. Sabía que no era culpa suya que hubieran sido destruidos: tendrían que haber escapado cuando él lo hizo. Con todo, no podía desprenderse de la acuciante idea de que tendría que haber hecho más. Pero no sabía qué: no había más que pudiera haber hecho, en realidad. No se podía salvar a los hombres atrapados en la nave fórmica, era imposible acudir al rescate. La Cavadora tendría que haberlo visto. Pero no, Concepción se había adherido a una estúpida y autodestructiva idea de «nunca dejar a ningún hombre atrás», lo cual era una tontería. Lem estaba a favor de salvar a la gente, por supuesto. Pero cuando quedaba claro que el rescate era imposible, ¿de qué servía quedarse? En el calor del momento había reprendido a Chubs por ordenar a la nave que se marchase, pero ahora veía la sabiduría de aquella acción. Lo único que la Cavadora había conseguido quedarse atrás para rescatar a sus hombres fue su propia triste destrucción.
Pero así eran los mineros libres. Respetaba su valor. Pero ignorar el instinto de autoconservación por bien de la familia no parecía noble. Parecía irresponsable.
Había también una cosa más. Intentaba no pensar en ello, ya que le hacía sentirse insensible y cruel. Pero tampoco podía negarlo: la destrucción de la Cavadora significaba la destrucción de la copia de sus archivos. Concepción había dicho que los borraría, pero ahora sabía sin ninguna duda que así era. Existía la remota posibilidad de que alguna de las mujeres hubiera llevado una copia a la nave WU-HU, pero era improbable. Les preocupaba proteger a sus hijos y sobrevivir. Quemar a Lem Jukes en la hoguera legal no estaba en sus cabezas. Se hallaba a salvo. Los archivos habían desaparecido.
—Mi argumento —estaba diciendo Dublin— es que no sabemos todavía por qué se dirigen a la Tierra. ¿Qué quieren? ¿Nuestros recursos? ¿Entablar contacto? ¿Estudiarnos?
—No han venido a entablar contacto —dijo Lem—. Su cápsula destruyó a los mineros libres italianos.
—Sí —replicó Dublin—, pero solo después de que estuviera doce horas entre ellos. Tal vez intentó establecer contacto con ellos durante todo ese tiempo.
Lem negó con la cabeza.
—Concepción nos lo contó todo. Los italianos no captaron nada que pareciera una señal de comunicación por parte de la cápsula.
—Tal vez tengan un modo de comunicarse que no conocemos —dijo Dublin—. Tal vez intentaran comunicarse, pero los humanos carecemos de la tecnología para recibir sus transmisiones.
—Mataron a los italianos —insistió Chubs—. Si alguien no responde a tu saludo, no los masacres.
—Intento mirar esto desde una perspectiva científica —dijo Dublin.
—No importa que intentaran comunicarse o no —repuso Chubs—. Querían matarnos. ¿No ha visto los vídeos? ¿Ha visto la cara de ese fórmico que escalaba por el cable de atraque? No venía a presentarse. Venía a arrancarle la cabeza a Lem.
Dublin alzó las manos en gesto de rendición.
—No los estoy defendiendo. Solo estoy recordando que proceden de una estructura social completamente diferente con conductas y valores completamente distintos.
—Hay una teoría que no hemos abordado —dijo Benyawe. Se acercó al boceto de la nave fórmica de la pared, lo estudió, se volvió hacia ellos—. ¿Y si es una nave colonia?
—¿Colonia? —dijo Chubs—. No puede ser. El planeta está ocupado. Es nuestro. No hay vacantes.
—Tal vez no les importa —respondió Benyawe—. Tal vez procedan de una civilización donde los alienígenas comparten planetas.
—O tal vez pretendan quedárselo para sí —dijo Lem. Se dio media vuelta y estudió el diagrama del fórmico—. Todo este tiempo hemos dado por supuesto que nos consideran sus iguales. Pero ¿y si no es así? ¿Y si tienen hacia nosotros la misma consideración que nosotros hacia las moscas o los conejos? Si quieres construir una casa en un solar y encuentras una familia de conejos viviendo en el terreno, no consideras que la tierra pertenezca a los conejos y te vas a construir a otra parte. Le disparas a los conejos o los espantas.
—Hay doce mil millones de personas en la Tierra —dijo Chubs—. Con ciudades e industria y tecnología. Es más que una familia de conejos.
—Bien. Escoja un animal distinto. Digamos, lombrices de tierra. ¿Cuántas lombrices hay en el solar? ¿Miles? ¿Decenas de miles? ¿Y hormigas? ¿Un millón? Tienen colonias y casas, pero ¿qué nos importa? Arrasamos la tierra y construimos de todas formas. Mi argumento es que tal vez no consideren que el planeta sea nuestro. Simplemente, da la casualidad de que vivimos allí. Tal vez consideren que está ahí para que la tomen.
—Hay un agujero en esa teoría —dijo Dublin—. La interferencia. Si los fórmicos no nos consideran como iguales o al menos cerca de su lugar en la jerarquía de las especies, ¿por qué se esfuerzan tanto en cubrir su aproximación con la interferencia? Lo que le están haciendo a nuestra radio sugiere que nos temen y han desarrollado tácticas para evitar que los detectemos. Eso implica que nos consideran una amenaza.
—Solo si la interferencia es deliberada —dijo Lem—. Pero ¿y si no lo es? ¿Y si no es más que un producto secundario de su sistema de propulsión? ¿Y si no tienen idea de que están estropeando nuestra radio? Sí, funciona en provecho suyo, pero eso no significa que sucede porque lo quieren.
—Si eso es cierto —dijo Benyawe—, entonces la Tierra corre más peligro de lo que creíamos. Si los fórmicos no hacen nada deliberadamente para ocultar su aproximación, si no les importa que los veamos o no, entonces es que no nos consideran una amenaza. Confían tanto en poder destruirnos que no importa que sepamos que vienen.
Cuanto más hablaba, menos le gustaba a Lem lo que oía.
—¿Entonces qué podemos hacer? —preguntó—. No podemos comunicarnos con nadie. No podemos adelantar a la nave… no a su velocidad actual de todas formas. Se mueve demasiado rápido. No podremos alcanzarla aunque quisiéramos.
—Cosa que definitivamente no queremos hacer —dijo Chubs.
—Veo dos opciones —repuso Benyawe—. Podemos desviarnos y arriesgarnos a que haya una forma de salir de esta interferencia. O podemos continuar siguiendo la nave y recopilar datos y esperar que decelere lo suficiente para que la adelantemos y lleguemos primero a la Tierra.
—También es un riesgo —dijo Lem.
—No hay respuesta fácil —contestó Benyawe.
—Mi voto es para la Opción B —dijo Dublin—. Eso nos acerca a la Tierra. Ese es nuestro destino.
—Estoy de acuerdo —coincidió Benyawe—. Es posible que podamos aprender algo más sobre los fórmicos, una debilidad, tal vez. Eso sería más valioso para la Tierra que ninguna otra cosa. Si perdemos la nave de vista, perdemos esa posibilidad.
—Los fórmicos dejan una estela de destrucción —dijo Chubs—. La gente puede necesitar ayuda. Yo voto por seguir nuestro rumbo.
—Una extraña filosofía para usted —dijo Benyawe—, considerando que ha dejado también toda una estela de destrucción.
—Siempre para protegernos —replicó Chubs, molesto.
Un navegante del puente apareció en la pantalla-pared.
—Señor, los sensores indican que la nave fórmica ha vuelto a ventear.
—Deceleren inmediatamente —dijo Lem—. No quiero que nos metamos en el plasma gamma. Detengan por completo nuestro avance si es necesario.
Era la segunda vez que la nave venteaba desde la batalla con la Cavadora. El navegante hizo una serie de movimientos con la nave fuera de la pantalla, luego regresó.
—Deceleración iniciada, señor.
—¿Había alguna nave de la nave fórmica que pueda haber sido afectada por el plasma?
—No lo sé, señor. El único motivo por el que detectamos a la nave fórmica a esta distancia es por su tamaño. Todo lo que sea más pequeño no aparece en los sensores.
—Sigan oteando. Háganmelo saber si encontramos algo que pueda haber sido alcanzado por el plasma.
—Sí, señor.
El navegante desapareció. Benyawe se acercó a la carta del sistema que se extendía sobre una pared. Una línea que representaba la trayectoria de los fórmicos cruzaba el espacio. Benyawe tocó varios puntos en la línea, dejando parpadeantes puntitos rojos.
—La primera ventilación sucedió aquí, cerca de la Estación de Pesaje Cuatro. La siguiente fue aquí, más o menos seis UA más tarde. Ahora tenemos una tercera ventilación aproximadamente otras seis UA después.
—Así que ventilan cada seis UA —dijo Dublin.
—Lo que significa que podemos saber aproximadamente cuándo volverán a ventilar —dijo Benyawe. Corrió el dedo por la línea cada seis unidades astronómicas y dejó más puntos. Cuando llegó al Cinturón interior, colocó un punto cerca de un asteroide.
—¿Qué asteroide es ese? —preguntó Lem.
Benyawe lo amplió hasta que llenó la pantalla. A Lem le pareció el hueso de un perro: una barra fina en el centro, con dos lóbulos nudosos a cada extremo.
—Se llama Kleopatra —dijo Benyawe—. Clase M. Mide doscientos diecisiete kilómetros de diámetro. —Pasó los dedos por la pantalla y rotó el asteroide hasta que el lado opuesto quedó a la vista. Allí, en la superficie de uno de los lóbulos, había un puñadito de luces.
—¿Qué es eso? —preguntó Lem—. Amplíe la imagen.
Benyawe movió los dedos y amplificó las luces, revelando un enorme complejo minero de al menos cinco kilómetros de ancho. Edificios, plantas de fundición, cavadoras, barracones. Una miniciudad industrial.
—Es una instalación Jukes —dijo Benyawe.
—¿Una de las nuestras? ¿Cómo es que nunca había oído hablar de ella? —preguntó Lem.
—Su padre tiene más de cien de estas instalaciones por todo el Cinturón —contestó Chubs—. Al construir una ciudad, básicamente reclamamos toda la roca. Clavamos una bandera en el suelo y le decimos a la competencia que se largue. Muy inteligente. Todo ese hierro vale una fortuna.
—Si los fórmicos ventean cerca de Kleopatra, aunque el plasma golpee la otra cara del asteroide, esa gente no tendrá una oportunidad —dijo Dublin.
—¿Cuánta gente trabaja ahí? —preguntó Lem.
Benyawe pulsó el complejo con el dedo, abrió una ventana de datos, y empezó a leer. Después de un instante, se volvió hacia ellos, preocupada.
—¿Cuántos? —preguntó Lem.
—Más de siete mil —respondió Benyawe.