18

Fórmicos

Dos cabezas flotaban en el holoespacio delante de Concepción: Lem Jukes y el capitán Doashang de la Corporación WU-HU. Sus naves estaban todavía a varios días de interceptar la nave fórmica pero ahora se hallaban lo bastante cerca unas de otras para que una conferencia a tres bandas fuera posible sin muchas interferencias. Concepción, a pesar de sentirse agotada y sufrir un ataque de artritis en más lugares de los que se atrevía a contar, puso su mejor cara y la mostró en el holoespacio. Que vean mis ojos y sepan que como familia no les fallaremos.

Hicieron las presentaciones. Doashang parecía un capitán muy capaz. Lem Jukes tenía un aire a su padre, lo que quería decir que era confiado de un modo que era al mismo tiempo atractivo y desagradable. Concepción calculó que tendría treinta y tantos años. Un niño, en realidad. Menos de la mitad de su edad. Dios, sí que era vieja. Todavía estaba en la Tierra cuando tenía esa edad, trabajando en la bodega de su padre en Barinitas, Venezuela, convencida de que permanecería atrapada en el calor y el polvo durante el resto de su vida, vendiendo botellas frías de malta a los fermentadores de banana cuando volvían de los campos.

Cuánto se había equivocado.

Después de las presentaciones, Lem no perdió el tiempo pasando a la táctica. Había sorprendido a Concepción al aceptar tan rápidamente la llamada de ayuda, y ella había supuesto que era debido a su espíritu conquistador, su necesidad de someter y dominar, lo que le había motivado. Pero ahora, mientras ofrecía ideas y mostraba preocupación por la seguridad de las otras naves además de la suya propia, Concepción pensó que tal vez la compulsión de Lem por ayudar podría deberse a un deseo genuino de proteger la Tierra. Eso la tranquilizó. Los movimientos egoístas conducían al abandono y la traición en una batalla, y si alguno de ellos esperaba sobrevivir, tendrían que confiar implícitamente unos en otros.

—Si la cápsula recibió impactos directos de los italianos y no sufrió ningún daño visible —dijo Lem—, solo podemos asumir que la nave principal tiene la misma protección.

—No ganaremos esto con láseres —repuso Concepción—. En el momento en que abramos fuego, los fórmicos sabrán que estamos ahí. En el instante en que sean conscientes de nuestra existencia, tendremos problemas. Podrían ventear sus armas como hicieron cerca de la Estación de Pesaje Cuatro, y ni nos daríamos cuenta de qué nos ha golpeado.

—¿Entonces cómo los atacaremos? —preguntó Doashang.

—Los italianos no pudieron dañar la cápsula con fuego láser —dijo Concepción—, pero unos cuantos de mis hombres pudieron posarse en ella y dañar sus sensores con herramientas.

—No hay sensores ni equipo en la superficie de la nave fórmica —dijo Lem—. Es lisa. No hay nada que atacar. Además, se mueve a ciento diez mil kilómetros por hora. ¿Está sugiriendo que pongamos hombres en la superficie de esa nave a esa velocidad?

—Eso es exactamente lo que estoy sugiriendo —respondió Concepción—. El único modo que conocemos de penetrar su escudo es estar en la superficie, justo en el casco. Sabemos que la superficie de la cápsula era magnética, así que hay altas probabilidades de que la superficie de la nave principal lo sea también. Si nuestros hombres van equipados con imanes, podrían arrastrarse por la superficie de la nave y plantar explosivos. Podríamos poner un temporizador con suficiente retraso para que puedan regresar a nuestras naves y retirarnos a una distancia segura. Si tenemos suerte, podremos entrar y salir sin que los fórmicos sepan siquiera que estamos allí.

—Eso evitará una lucha directa —dijo Doashang—. Me gusta ese aspecto.

—¿Y si el casco es tan fuerte que no lo dañan los explosivos? —preguntó Lem—. No sabemos de qué material está hecho esa nave. Podría ser inmune al ataque. Podría tener diez metros de grosor.

—Si ese es el caso, entonces nada que hagamos podrá detenerlos —dijo Concepción—. Pero no lo sabremos hasta que lo hayamos intentado. Y si el casco es impenetrable, entonces habremos aprendido algo valioso. Es la información la que ayudará a quien los combata a continuación.

—Doy por hecho que tienen ustedes explosivos —dijo Lem.

—Doy por hecho que todos tenemos explosivos —dijo Concepción—. ¿No usan ocasionalmente explosivos para romper la superficie de roca o abrir un pozo?

—Tengo que comprobarlo con nuestro encargado.

—¿No están equipados? —preguntó Concepción—. Tomaron por la fuerza nuestro sitio de excavación. Supuse que lo querían por motivos mineros. ¿Qué iban a hacer con ellos si no extraer minerales?

Hubo un silencio incómodo. Doashang los miró primero a uno y luego a la otra.

—Lo comprobaré con nuestro encargado —repitió Lem.

—Hágalo —dijo Concepción—. Porque cuantos más explosivos plantemos, obviamente infligiremos más daño.

—¿Cómo funcionaría? —preguntó Doashang—. ¿Cómo ponemos a nuestros hombres en la superficie de la nave después de igualar su velocidad?

—Estableceremos tirolinas usando cables de atraque —dijo Concepción—. Luego disparamos cables con anclajes magnéticos hasta su superficie. Cuando los cables estén asegurados, nuestros mineros conectan con la tirolina y vuelan hasta la superficie con sus mochilas propulsoras. No pueden llevar cables de conexión vital porque no podemos acercarnos tanto a la nave fórmica. Pero podrían llevar baterías y oxígeno portátil. Plantan los explosivos, vuelven a trepar por el cable de atraque y los sacamos de allí con el cabestrante.

—Son un montón de imponderables —dijo Doashang—. Mil cosas podrían salir mal. ¿Y si el anclaje magnético alerta la nave al golpearla? ¿Y si la superficie de la nave puede detectar movimiento?

—Son posibilidades —dijo Concepción—. Pero es improbable. Cuando atacamos la cápsula, los fórmicos solo salieron a la superficie después de que dañáramos su equipo. Literalmente chocamos con su costado y pasamos varios minutos en el casco antes de que respondieran.

Guardó entonces silencio, dejándolos reflexionar al respecto.

—No tengo una idea mejor —dijo Doashang por fin—. Y estoy de acuerdo en que el sigilo es lo mejor. Pero no tenemos cabrestante en nuestra nave. Así que no podremos ayudar con los cables.

—De hecho, iba a sugerir que su nave se quedara fuera de la batalla —dijo Concepción.

—¿Por qué? —preguntó Lem.

—Uno de nosotros tiene que quedarse atrás. Los datos que tenemos son demasiado importantes para morir con nosotros. Enviamos a Luna a uno de nuestros tripulantes con muchos de estos datos, pero no tenemos modo de saber si llegará vivo o si alguien lo tomará en serio. Si este ataque fracasa, alguien tiene que comunicarle a la Tierra todo lo que sabemos. Sugiero que sea su nave, capitán Doashang. Pueden grabarlo todo desde lejos. Podemos subir a todas las mujeres y niños de nuestra nave a la suya antes del ataque por si nos sucede algo.

—Estoy de acuerdo —dijo Lem—. Su nave es la más pequeña y la menos armada, capitán Doashang. Si alguien se queda atrás deberían ser ustedes.

Doashang suspiró.

—No me gusta hacer de observador. Pero estoy de acuerdo en que todo lo que sabemos debe ser transmitido a la Tierra. Si voy a quedarme con sus no-combatientes y sus niños, tendremos que abarloar nuestras naves en vuelo a alta velocidad, cosa que es peligrosa. No podemos decelerar para atracar o no alcanzaremos nunca a los fórmicos.

—Tendremos que confiar en nuestros ordenadores y pilotos —dijo Concepción—. Haré que nuestra tripulación comience inmediatamente los preparativos.

A la hora señalada, Rena se dirigió a la escotilla de atraque, llevando una maletita con una sola muda de ropa. Segundo la acompañaba, rodeando sus hombros con un brazo. Había jaleo por todas partes: bebés llorando, madres haciéndolos callar, niños pequeños volando a pesar de las severas órdenes de sus padres para que se estuvieran quietos y callados. Unas cuantas mujeres lloraban también, sobre todo las madres y esposas jóvenes que se abrazaban a sus maridos. Rena se negaba a llorar. Llorar era reconocer que podía suceder algo terrible, que esta separación entre Segundo y ella podía ser la última, y se negaba a creerlo.

La alarma de proximidad sonó, sobresaltándola. Significaba que la nave WU-HU estaba ahora cerca, preparándose para abarloar. Los niños asustados corrieron a los brazos de sus padres, y todos observaron la escotilla de atraque al fondo del pasillo. La escotilla era de acero sólido, sin ventanas, pero Rena la miró como si pudiera ver la nave que se acercaba al otro lado.

La mano de Segundo se dirigió a su palmar y apagó la alarma. El silencio regresó al pasillo, y entonces la voz de Segundo sonó con fuerza.

—Puede que haya una sacudida cuando conecten. Que todo el mundo permanezca cerca de las paredes y se agarre a algo.

Los padres acercaron inmediatamente a sus hijos y flotaron hasta una de las paredes, agarrándose a una tubería o un asidero. Segundo y Rena se dirigieron a una esquina y se anclaron.

—Abarloar así las naves es ridículamente peligroso —dijo Rena en voz baja, y no por primera vez.

—Es necesario —respondió Segundo.

—No es necesario. Deberíamos quedarnos en la nave. O al menos yo debería quedarme. No hay ningún motivo para que me marche. No tengo hijos pequeños. Nuestro único hijo ni siquiera está ya a bordo de esta nave. Debería quedarme contigo. Soy inútil en esa nave.

—No eres inútil —dijo Segundo—. Tienes talento para consolar a los demás. Estas mujeres te necesitan, Rena, ahora más que nunca. Puedes ser una fuerza para ellas.

—También puedo ser una fuerza para ti.

Él sonrió.

—Y lo serás siempre. Pero no puedes estar a mi lado en esto. Yo no estaré en la nave.

Ella volvió la cabeza. No quería que Segundo hablara del ataque. Conocía los detalles: él le había contado el plan y los riesgos que correría, pero Rena no quería pensar en ello. Pensar era imaginar todas las cosas que podían salir mal.

Él la abrazó de nuevo por la cintura. Ella se volvió hacia él y vio que le sonreía amablemente. Era la sonrisa que siempre le dirigía cuando se daba cuenta de que era inútil discutir con ella y aceptaba la derrota. Pero esta vez no podía hacerlo. Ella no podía quedarse. Causaría el pánico. Otras mujeres insistirían en quedarse también, y las que tenían hijos y quisieran permanecer junto a sus maridos se sentirían desgarradas. Marcharse de pronto sería como abandonarlos, y no una orden que se veían obligadas a obedecer.

Rena se sintió entonces a salvo. A pesar del atraque, a pesar de las hormigas o fórmicos o como demonios se llamaran ahora, se sentía a salvo rodeada por sus brazos. Había querido discutir con él y oponerse de nuevo a toda esta estupidez, pero su sonrisa había consumido sus ganas de lucha.

Hubo una violenta sacudida cuando la nave WU-HU hizo contacto, y varias personas gritaron. Las luces fluctuaron. Rena se llevó la mano a la boca, sofocando su propio grito. Entonces se terminó. La nave se estabilizó, y durante un momento todo quedó en silencio. Ruidos apagados sonaron al otro lado de la escotilla de atraque mientras alguien aseguraba un sello y presurizaba la compuerta.

La luz sobre la escotilla pasó de rojo a verde, y dos bruscos golpes resonaron sobre la compuerta. Bahzím abrió la escotilla, y un hombre asiático entró flotando. Su uniforme sugería que era el capitán, y Concepción se acercó a él y lo saludó. Intercambiaron unas palabras, aunque Rena no pudo oírlas. Concepción se volvió entonces hacia todos los presentes en el pasillo y dijo:

—El capitán Doashang ha corrido un gran riesgo al abarloar junto a nosotros, y agradecemos su amabilidad al aceptaros en su nave hasta que este asunto haya terminado. Por favor, mostradle la misma cortesía que siempre me habéis mostrado a mí. Ahora, hagamos esto con rapidez. En fila india, no dejéis de moveros.

La gente más cercana a la escotilla empezó a recoger sus cosas y a moverse.

Rena sintió pánico de repente. Estaba ocurriendo. Se marchaban ya. No había dicho adiós. Esto era demasiado rápido. Se volvió hacia Segundo. Él la estaba mirando. Puso las manos sobre sus brazos y sonrió de nuevo de esa forma cautivadora, la forma que lo bloqueaba cuanto la rodeaba, aquella expresión que podía silenciar al mundo entero para ella.

La gente se colocaba en fila.

Rena los ignoró. Había un millón de cosas que quería decirle. Nada que no hubiera sido dicho ya cada día de sus vidas de casados, nada que él no supiera ya. Pero ella seguía queriendo decirlas. Sin embargo, «amor» pareció de pronto una palabra insignificante. No era amor lo que sentía por él. Era algo mucho más grande, algo para lo que no existía una palabra.

Él le puso algo en la mano. Ella miró. Eran dos cartas selladas. Su nombre estaba escrito en una. La otra era para Víctor. Rena empezó a llorar al instante. No, no iba a aceptar las cartas. Una carta es lo que los maridos escriben a sus esposas cuando creen que no van a regresar. Y él iba a regresar. Esto no era un adiós. Ni siquiera quería pensarlo. Negó con la cabeza, volvió a ponerle las cartas en la mano y le cerró los dedos en torno a ellas.

—Puedes leérmelas cuando todo esto haya terminado —dijo—. Y podrás darle esa carta a nuestro hijo algún día.

Él sonrió, pero pareció un poco dolido.

—Te haré la cena —dijo ella, frotándose los ojos—. Entonces nos tumbaremos juntos en una hamaca, y podrás leerme cada palabra. Nada me haría más feliz.

—¿No sientes curiosidad por saber lo que dice ahora?

Ella le acarició la mejilla.

—Ya sé lo que dice, mi cielo. Y siento lo mismo.

Él asintió. Su verdadera sonrisa regresó. Volvió a guardarse las cartas en la chaqueta.

—Tengo que escoger la hamaca —dijo—. Una hamaca muy pequeña. Estaremos muy apretujados. Tendrás que flotar muy cerca.

Ella lo abrazó, sujetándolo con fuerza, mojándole la camisa con sus lágrimas.

La cola se movía. La mitad de la gente se había marchado ya.

—Será mejor que te vayas —dijo él.

Rena se aclaró la garganta y se serenó. ¿Qué hacía llorando así? Inspiró profundamente y se secó los ojos. Esto era absurdo. Estaba exagerando. Todo iba a salir bien. Él cogió su bolsa y le ofreció el brazo.

—Puedo llevar mi propia bolsa, tonto —dijo ella—. No hay gravedad.

—Nunca le niegues a un hombre sus actos caballerosos —dijo Segundo.

Ella se encogió de hombros, claudicando, y luego enganchó el brazo en el suyo y le dejó escoltarla hasta la escotilla.

Cuando llegaron a la compuerta, él le devolvió la bolsa. La cola nunca dejó de moverse. Se soltaron del brazo. Rena iba a pasar, no había tiempo de detenerse. Se volvió a mirar atrás y lo vio por última vez antes de verse obligada a doblar una esquina. Una mano tomó la suya y amablemente la hizo pasar a la nave WU-HU. Era una miembro de la tripulación, joven, china y bonita.

Huanyíng —dijo la mujer. Y luego añadió en inglés—: Bienvenida.

—Gracias —respondió Rena.

Las luces de la nave WU-HU eran más brillantes de lo que estaba acostumbrada. Entornó los ojos. La nave era estilizada y moderna, con tecnología por todas partes, no como la Cavadora. Se dirigió hacia donde estaban reunidas las otras madres con sus hijos, ofreciendo palabras de consuelo y abrazos donde sabía que eran necesarios.

La escotilla se cerró. Las dos naves se separaron. La tripulación trasladó a Rena y los demás a sus habitáculos. Las habitaciones eran pequeñas, pero todo el mundo tendría al menos una hamaca, y además, era solo para unos cuantos días. Rena se dispuso a colocar su bolsa en el compartimento asignado y vio que estaba abierta. Qué extraño. Estaba segura de haberla cerrado. Miró en el interior y encontró cosas que no había empaquetado. Dos sobres sellados. Uno dirigido a ella, el otro a Víctor.

Mono no iba a subir a la nave WU-HU. De eso estaba seguro. Había venido a la escotilla de atraque con su madre y todas las otras mujeres y niños, pero que tuviera nueve años y fuera pequeño y técnicamente siguiera siendo un niño no significaba que no pudiera ayudar en la Cavadora. ¿No le había dicho Víctor que tendría que ascender y ayudar más a Segundo? ¿No era este su trabajo? ¿Quién haría las pequeñas chapuzas para Segundo si la nave necesitaba reparaciones? No, él iba a quedarse. Tenía un deber. Aunque había un problema. Su madre. Le sujetaba la mano como una presa. Para que esto saliera bien, Mono iba a tener que mentir. Y él odiaba mentir, sobre todo a su madre.

Vio cómo la escotilla se abría, y el capitán WU-HU entraba flotando en la Cavadora. El hombre habló brevemente con Concepción, y luego Concepción hizo un anuncio. Mostradle respeto al capitán. Sed buenos. Blablablá. Las mismas instrucciones que daban todos los adultos. Pues claro que todos iban a ser buenos. Vamos a alojarnos en la nave de otra gente. Los invitados tienen que comportarse. Todo el mundo lo sabe.

Pero Mono no iba a estar allí. Iba a quedarse. Se volvió hacia su madre y vio que estaba llorando. No abiertamente, no grandes lágrimas como derramaban las niñas de su edad para que un adulto viniera corriendo, sino lágrimas de verdad, lágrimas silenciosas, las que nunca quería que viera Mono.

Le apretó la mano y le habló amablemente.

—Todo va a salir bien, madre.

Ella se frotó la cara, sonrió, y se agachó hasta que los dos pudieron mirarse a los ojos.

—Pues claro, Monito. Mamá se está comportando como una llorona pamplinosa.

Era una palabra que empleaba cada vez que él la pillaba llorando, y Mono sonrió. Sabía que probablemente era demasiado mayor para esas palabras infantiles, pero siempre ayudaban a su madre a dejar de llorar cuando las decía, y por eso a Mono no le importaba.

Advirtió entonces cómo las otras mujeres se abrazaban a sus maridos y se despedían. Su madre no tenía marido. El padre de Mono se había puesto enfermo cuando él era demasiado joven para recordarlo, y las medicinas que necesitaba no estaban a bordo.

Mono vio cómo su madre recogía las cosas y se ponía en cola, todavía secándose los ojos. ¿Cómo iba a dejarla ahora? Le aterrorizaría descubrir que él no estaba en la nave. Le rompería el corazón. Se pondría furiosa.

Pero ¿no le había dicho que era el hombre de la casa? ¿No decía que era su pequeño protector? Siempre de un modo amable, cierto, siempre de un modo que sugería que en realidad no lo decía en serio. ¿No era verdad, acaso? Él era el hombre de la casa. Era su protector. Y si podía demostrárselo, si podía hacer que para ella fuera real, tal vez no lloraría tanto. Tal vez toda la tristeza que sentía por su padre desaparecería.

—Quiero ir al principio de la cola con Zapa —dijo Mono. Zapatón era un chico de su edad: probablemente su mejor amigo si no se contaba a Víctor, su madre o Segundo.

—Quédate conmigo, Monito.

—Por favor. Quiero ver el interior de la nave.

—Entraremos dentro de un momento.

—Pero el padre de Zapa le ha dado un palmar que tiene un traductor de chino para que podamos saludar a la tripulación en su idioma.

Era mentira. La más bajuna de las mentiras para emplearla con su madre. Sabía que si introducía al padre de otro niño en la historia, si hacía que pareciera que se estaba perdiendo algún privilegio u oportunidad porque no tenía un padre que le diera esas cosas, su madre cedería.

Ella suspiró, molesta.

—Quédate donde pueda verte.

Mono no esperó a que cambiara de opinión. Se lanzó hacia arriba, se agarró a un asidero, giró el cuerpo, se lanzó de nuevo, y aterrizó junto a Zapa, que lloriqueaba y se secaba los ojos.

—¿Por qué lloras? —le preguntó Mono.

—Mi papito. Se queda atrás.

Zapa tenía seis hermanos, todos los cuales esperaban en la cola por delante de él, igual que su madre.

—Necesito que finjas que he subido contigo a la nave —dijo Mono.

Zapa se secó la nariz con la manga.

—¿Qué?

—No voy a subir a la nave WU-HU, pero necesito que hagas que parezca que lo he hecho.

—¿No vas a subir a la nave?

—Escucha. Cuando entres, mi madre irá a buscarte. Dile que estoy en el cuarto de baño.

—¿Qué cuarto de baño?

—El cuarto de baño de la nave WU-HU.

—Pero si has dicho que no vas a subir a la nave WU-HU.

—No estaré en el baño, tontorrón. Estaré aquí, oculto en la Cavadora.

Zapa abrió mucho los ojos.

—¿Eres estúpido? Vas a meterme en problemas.

—Tengo que quedarme a ayudar. Tú dile a mi madre que me llevé el palmar con el traductor al cuarto de baño para estudiar chino.

Zapa hizo una mueca.

—Hablas locuras, Mono. Estás majara.

—Tú díselo.

Llegaron a la escotilla. Mono miró hacia atrás. Su madre hablaba con alguien, sin prestar atención. Mono se apartó de la cola y se escondió tras unas cajas mientras Zapa y su familia atravesaban la escotilla. Mono se quedó allí, sin moverse hasta mucho después de que la compuerta se cerrara y la nave WU-HU se marchara.

Lem recuperó la imagen de la nave fórmica y la amplió tanto como pudo en el holoespacio sobre la mesa de su habitáculo. Benyawe y Chubs flotaban cerca, observándolo.

—¿Por qué no dispararle simplemente con el gláser? —preguntó Lem—. ¿Por qué no reducir a los fórmicos a cenizas y acabar de una vez? Nada de posarse en la superficie y plantar explosivos. Disparamos el gláser y convertimos la nave en polvo.

—No funcionaría —dijo Benyawe—. La nave fórmica es demasiado grande y demasiado densa. Este gláser no fue diseñado para ese tipo de masa. Fue diseñado para rocas.

—Los asteroides están llenos de material denso —repuso Lem—. En su composición, son esencialmente lo mismo.

—No olvidemos lo que sucedió la última vez que disparamos el gláser —dijo Benyawe—. Es demasiado inestable. No tenemos ni idea de qué tipo de campo de gravedad se produciría, si se da el caso. Tampoco podemos asumir que los mismos metales que encontramos en los asteroides son los que se emplearon para construir esta nave. Los fórmicos puede que usen aleaciones que no se parezcan a nada que hayamos visto jamás. Todo lo que sabemos es que la superficie de esa nave está diseñada para resistir colisiones y alta radiación casi a la velocidad de la luz, lo que significa que son increíblemente fuertes. Mucho más fuertes que ningún asteroide.

—Si ese es el caso, ¿de qué servirán los explosivos? —preguntó Chubs.

—Cómo responda la nave a los explosivos nos dirá mucho sobre la fuerza del casco —contestó Benyawe—. Pero ese no es el único motivo por el que cuestiono el gláser. Consideremos nuestra velocidad. Estamos viajando a ciento diez mil kilómetros por hora. El gláser no fue construido para eso. Si lo sacamos de la nave para disparar, probablemente se atascaría con algo y quedaría reducido a jirones. Incluso las partículas espaciales más diminutas podrían volverlo inútil. Fue diseñado para disparar desde una posición estacionaria. Nuestros trajes espaciales tienen protección gruesa. El láser no.

—Entonces construyámosle una protección —dijo Lem—. Son ustedes ingenieros. Encuentren el modo.

—Es más fácil decirlo que hacerlo —dijo Benyawe—. Esto requeriría un tiempo que no tenemos y recursos de los que no disponemos.

—Tenemos cuatro bodegas de carga llenas de cilindros de metal —insistió Lem—. Tienen todo el metal que necesiten.

—Sí, y haría falta fundirlo y darle forma y construirlo —dijo Benyawe—. Somos ingenieros, Lem. No fabricantes. Dibujamos planos. Otras personas los construyen.

—Los mineros libres pueden construir motores con chatarra y pegamento —dijo Lem—. Sin duda podrán construir un escudo para el gláser.

—No soy una minera libre —dijo Benyawe—. Ojalá tuviera las capacidades que usted quiere que tuviera, pero no es así. Podemos buscar en la tripulación y tal vez hallar a gente con la habilidad necesaria, pero una vez más: el gláser no es la respuesta, ni siquiera con protección. Con toda probabilidad, alertaría a los fórmicos de nuestra presencia y sellaría nuestro destino. No conseguiríamos nada, y nos reducirían a polvo antes de que nos diéramos cuenta de qué nos ha golpeado.

—Vaya —dijo Lem—. Eso sí que es una postura pesimista.

—Me ha preguntado mi opinión científica —respondió Benyawe—, y como ingeniero experta en el arma que quiere usted usar, voy a dársela. Es usted el capitán, Lem. Es quien va a decidir, no yo. Simplemente le ofrezco mis reflexiones para que pueda tomar una decisión informada.

Lem suspiró.

—Lo sé. Me estoy comportando como un capullo. Es un buen consejo. Le transmitiré a la Cavadora que tenemos explosivos.

Se excusó entonces, metió la cara en el holoespacio, y llamó a la Cavadora. Tras un breve retraso, apareció la cara de Concepción.

—Podemos contribuir con veinticinco hombres —dijo Lem—. No funcionamos con una tripulación completa, así que voy a enviar a todos los hombres que puedo permitirme. Y tenemos explosivos.

Concepción no mostró ninguna emoción.

—Gracias.

Lem esperó a que dijera algo más, pero ella no lo hizo.

—Respecto a otro asunto, capitana —dijo—. La última vez que nos encontramos, descargaron ustedes archivos de mi nave.

—La última vez que nos encontramos mataron ustedes a un miembro de mi tripulación, dañaron mi nave, y pusieron en peligro las vidas de toda mi familia, incluyendo mujeres y niños.

Lem tenía que tener ahora cuidado con su respuesta. Concepción probablemente estaba grabando esta conversación, y no podía hacer ninguna declaración que pudiera ser utilizada contra él en los tribunales. Una disculpa sería una admisión de culpa, igual que decirle que no pretendía lastimar a nadie. Pero lo mejor era evitar por completo este tipo de declaraciones. A menos que se desmoronara y empezara a sollozar como un meapilas, ella probablemente consideraría que no era sincero. Era mejor ignorar por completo el tema.

—Descargar nuestros archivos constituye un robo —dijo.

—Matar a mi sobrino constituye un asesinato.

Lem resistió la urgencia de suspirar. «Vamos, capitana —quiso decir—. ¿Tenemos que jugar al gato y el ratón para ver quién es culpable del crimen mayor? Además, sería homicidio involuntario, no asesinato, y probablemente un cargo mucho menor si se meten por medio los abogados de Juke». Pero en voz alta dijo:

—¿Cuáles son sus intenciones con estos datos?

Si iba a hacerle chantaje, quería acabar de una vez. Si pretendía venderlos a un competidor, tal vez lograra convencerlo de lo contrario. Lem estaba más que dispuesto a recurrir a su fortuna personal para resolver este asunto.

—Nuestras intenciones eran averiguar quién era el capitán de su nave —dijo Concepción—. Queríamos saber quién era lo bastante cruel para hacer una cosa así.

—Sí, pero ¿cuáles son sus intenciones ahora?

Ella parecía confusa.

—¿Cuáles espera que sean nuestras intenciones? ¿Que usemos sus secretos corporativos contra usted, los vendamos quizás en el mercado negro, que contactemos con uno de sus competidores?

—Sí, la verdad es que sí.

Ella se echó a reír.

—No somos como usted, Lem. Por mucho que le cueste creerlo, hay gente decente en el universo que no confabula ni hace a un lado a los demás para conseguir beneficios. No he pensado siquiera en sus archivos desde que los cogimos. Hemos estado ocupados intentando permanecer con vida. Si quiere que los borre de nuestro sistema, lo haré con gusto. No me sirven para nada.

—¿Ahora mismo? —Lem no podía creer lo que estaba oyendo—. ¿Los borrará inmediatamente?

—Daré la orden en el momento en que terminemos esta llamada.

—¿Cómo sé que no está mintiendo? ¿Cómo sé que no se los quedará o los venderá?

Ella sacudió la cabeza, compadeciéndolo.

—No lo sabrá, Lem. Tendrá que aceptar mi palabra. —Hizo amago de poner fin a la llamada, pero entonces regresó—. Por cierto, les enviamos una línea láser antes de que nos atacaran, avisándoles de la nave fórmica. Pero como dejaron su posición para descargar contra nosotros su ataque sin provocación, no recibieron ese mensaje. Lo cual es una lástima. Si lo hubieran recibido, tal vez no habría matado a mi sobrino ni destruido nuestro transmisor láser. Lo que significa que podríamos haber advertido a la Estación de Pesaje Cuatro y a todos los demás hace mucho tiempo. Si tiene un gramo de alma, Lem, sospecho que saber eso (saber las ramificaciones de su decisión, saber lo dañino que es realmente su egoísmo) lo mantendrá despierto de noche mucho más tiempo que sus preciosos archivos corporativos.

Su rostro desapareció, poniendo fin a la transmisión.

Cómo se atrevía, pensó Lem. Cómo se atrevía a echarle la culpa de la destrucción de la Estación de Pesaje Cuatro. Se apartó de la mesa. Mineros libres. Sucios carroñeros. No tendría que haber mencionado los archivos. Ahora ella sospecharía que tenían gran valor. Probablemente estaría contactando con la nave WU-HU para intentar vendérselos ahora mismo.

No. Sabía que no era cierto. Los estaba borrando. No mentía.

Pero ¿le había enviado de verdad una línea láser advirtiéndolos de la presencia de los fórmicos? ¿O era algún truco para hacerlo sentirse culpable? ¿Qué había dicho su padre? «La culpa es el arma más grande porque el corte que produce rara vez sana y apunta al corazón».

No, Concepción Querales no se parecía en nada a su padre, que podría intentar cargarlo de culpa por alguna ganancia personal, pero algo le decía a Lem que Concepción no jugaba a ese juego. Los engaños, la dominación y la manipulación retorcida de la condición humana no eran el estilo de la vieja dama.

Mono se encontraba en la bodega de carga, retorciendo su dedo meñique y deseando estar a millones de kilómetros de distancia.

—¿En qué piensas? —dijo Concepción—. Desobedeciste órdenes directas y aterrorizaste a tu madre.

Mono se sintió encoger un poco. Todos los hombres que se habían quedado en la nave, junto con Concepción, estaban por allí cerca, mirándolo furiosos. Incluso Segundo, que no se enfadaba nunca, parecía como si estuviera dispuesto a darle la azotaina de su vida. Mono se maldijo a sí mismo. Tendría que habérselo pensado un poco mejor. Naturalmente, su madre descubriría tarde o temprano que no estaba en la nave WU-HU. Se daría cuenta de que Zapa estaba mintiendo. No podía fingir que Mono estaba en el cuarto de baño eternamente. Pero Mono no había pensado hasta tan lejos. No había considerado lo que sucedería a continuación. Su madre acudió llorando al capitán de la nave WU-HU y el capitán llamó por radio inmediatamente a la Cavadora. Después de eso, solo fue cuestión de segundos que Concepción llamara por los altavoces de la nave y le dijera a Mono que, dondequiera que estuviese, fuera a la bodega de cargo de inmediato.

—¿Qué tienes que decir en tu defensa? —preguntó Concepción.

—Quería ayudar —dijo Mono—. Soy bueno con las chapuzas. Vico lo dijo. Podría hacer falta.

Concepción se frotó los ojos.

Segundo se volvió hacia ella.

—¿Qué vamos a hacer? No recomiendo que volvamos a abarloar. La nave WU-HU nos golpeó con fuerza. Recibimos unos cuantos daños estructurales leves, nada de lo que preocuparnos, pero suficientes para debilitar la zona en torno a la escotilla de atraque. Yo no me arriesgaría a otro contacto a alta velocidad si no es absolutamente necesario.

—Nos has puesto en una situación muy difícil, Mono —dijo Concepción—. Creía que Vico te había entrenado mejor.

Eso bastó. Podía soportar las miradas de enfado de dos docenas de hombres; podía soportar una buena reprimenda; pero pensar que esto pudiera decepcionar a Vico, pensar que Vico lo desaprobaría, era demasiado para que pudiera soportarlo. Se cubrió los ojos y empezó a llorar.

—No se lo digáis a Vico. Por favor. No se lo digáis a Vico.

Para sorpresa de Mono, respondieron con silencio. Nadie le llamó la atención. Nadie le dijo que ya no podía seguir siendo aprendiz. Tan solo se quedaron allí, viéndolo llorar. Finalmente Concepción volvió a hablar, y esta vez su voz sonó calmada.

—A partir de ahora, Mono, cuando yo te dé una orden o cuando tu madre te dé una orden, la obedecerás. ¿Está claro?

Él asintió.

—Quiero oír tu respuesta.

—Sí, señora.

—Agradezco tu predisposición para ayudar, Mono, pero mentirle a tu madre y hacer que otros mintieran por ti no es la manera en que actuamos. Somos familia.

Él quiso decir que era por la familia por lo que se había quedado y por la familia por lo que había mentido, pero no le pareció que eso ayudara a su situación.

Concepción lo hizo quedarse a un lado mientras los hombres comprobaban su equipo. Cascos, trajes, mochilas propulsoras, imanes, radios de los cascos. Mono los observó trabajar, sintiéndose como un idiota y furioso consigo mismo. Había asustado a su madre cuando todo lo que quería era espantar su miedo.

Segundo emplazó un banco de trabajo para montar los temporizadores y los discos magnéticos en los explosivos, que no estaban activados. Eso requería un disco de explosión, que los hombres insertarían en el mecanismo cuando fijaran las cargas en la nave fórmica, de modo que no hubiera posibilidades de detonarlas prematuramente. Segundo reclutó a cuatro hombres para que lo ayudaran a montar los temporizadores, pero enseguida quedó claro que los hombres estaban fuera de su elemento: podían colocar explosivos, pero no sabían soldarlos y prepararlos. Finalmente, después de cuarenta y cinco minutos, Segundo los dejó marchar y llamó a Mono.

—No creas que esto significa que no estás metido en problemas —le dijo.

Mono se mantuvo impertérrito y no dijo una palabra. Le preocupaba decir algo equivocado o sonreír en el momento inoportuno y enfadar a Segundo y arruinar su oportunidad de servir de ayuda.

Montar los temporizadores fue algo chupado. Vico y él habían hecho trabajos similares con otras cosas docenas de veces. Era solo cuestión de cortar y volver a conectar y poner unos cuantos puntos con la pistola soldadora. Los discos magnéticos eran un poco más complicados, y Mono acabó cambiando el diseño que Segundo había empezado. En vez de poner los imanes debajo del explosivo, que reduciría el efecto dañino sobre la cubierta, Mono usó imanes más pequeños en torno al borde del aparato y aumentó su atracción con una segunda batería. En realidad, no era nada innovador. Mono estaba simplemente copiando algo que Víctor había hecho cuando repararon una de las bombas de agua. Pero Segundo, que lo había estado observando trabajar en silencio, cogió la pieza cuando terminó y asintió.

—Es el tipo de trabajo que haría Vico.

Era más alabanza de la que Mono podía haber esperado, y aunque pensó que podía causarle algún problema, no pudo evitar sonreír.

Segundo aseguró su casco y salió a la cámara estanca. Les faltaban minutos para alcanzar la nave fórmica, y una silenciosa intensidad se había posado entre los hombres. Habían ensayado sus maniobras tantas veces en los últimos días, usando una pared de la bodega de carga como casco de la nave fórmica y colocando explosivos falsos una y otra vez hasta que fue una segunda naturaleza para ellos, que Segundo no sentía tanta ansiedad como había pensado. Podrían conseguirlo.

Cuando todos estuvieron en la cámara estanca con la puerta asegurada, Bahzím los hizo comprobar y volver a comprobar el equipo de los otros. Segundo fue especialmente concienzudo con los que lo rodeaban y no encontró ninguna anomalía. Concepción los reunió entonces en círculo para una oración en la que pidió protección y piedad y que una mano celestial cuidara a las mujeres y niños. Al decir «amén», Segundo se persignó y ofreció su propia oración silenciosa por Rena y Víctor.

Todo se desarrolló rápidamente después de eso. Bahzím les ordenó que aseguraran la anilla de sus arneses de seguridad al cable de atraque que sería disparado hasta la superficie de la nave. Segundo se colocó delante de la cola para ser el primero en llegar a la nave fórmica. Sabía que muchos de los hombres más jóvenes lo observaban con atención, y sospechaba que les tranquilizaría verlo salir. Concepción se ató al asiento del cabrestante. Los recogería a todos cuando las cargas estuvieran colocadas. Segundo no podía recordar la última vez que la había visto con un traje y un casco.

—Recordad —dijo Concepción—. Vuestros trajes no fueron diseñados para paseos en el espacio a esta velocidad. Os protegerán de colisiones con el polvo espacial, pero cualquier cosa más grande os atravesará como metralla. Así que cuanto menos tiempo paséis ahí fuera, mejor. Bajad, moveos rápido. Colocad los explosivos, volved a engancharos al cable, y yo os traeré de vuelta. Nada más.

«Cierto —pensó Segundo—. Nada más. Solo dar un paseo espacial a una velocidad de locura, aferrarse a los imanes por su vida, y abordar una nave alienígena de cincuenta veces nuestro tamaño. Fácil».

Encendió su VCA, y las ventanas de datos aparecieron en su visera. Parpadeó para pasar unas cuantas carpetas hasta que encontró la foto familiar que estaba buscando. Una foto donde aparecían Rena, Vico y él en alguna reunión familiar hacía unos cuantos años. Sonrió al ver lo pequeño que era Vico entonces, todavía un niño. Se había convertido en un hombre demasiado rápido. La sonrisa de Segundo se desvaneció. Se preguntó dónde estaba Víctor en este momento, camino de Luna todos estos meses, su salud deteriorándose lentamente.

Las imágenes tomadas desde dentro del casco de Lem Jukes aparecieron en el VCA de Segundo.

—Estamos en posición —dijo Lem—. Dé la orden.

La Makarhu se acercaba a la nave fórmica por el lado opuesto, y Lem, como Concepción, controlaba el cabrestante de su nave. El plan era que Lem disparara su cable al mismo tiempo que la Cavadora el suyo. Entonces ambas naves enviarían a sus hombres.

—Vamos a abrir nuestras puertas —dijo Concepción.

Las grandes compuertas se abrieron de par en par, y Segundo contempló con asombro y horror el tamaño de la nave que tenían delante. La Cavadora estaba a más de cien metros de la nave, pero su visión ocupaba toda la compuerta. Segundo había visto reproducciones y modelos de la nave, pero hasta ahora no había captado su absoluta inmensidad. Era más grande que ninguna estructura que hubiera visto jamás, y sin embargo era tan lisa y uniforme y singular en su diseño que no parecía una estructura. No parecía algo fabricado. Parecía una gota gigante de pintura roja cayendo del cielo a la Tierra. El color sorprendió a Segundo, aunque no estaba seguro de por qué. ¿Qué esperaba? ¿Un negro amenazador?

«Estos no son monstruos ignorantes —advirtió—. Son la peor pesadilla de los niños. El monstruo que piensa. El monstruo que puede construir y moverse rápido y desafiar toda defensa». Lo estaba negando, comprendió. Había visto su cápsula, había visto su tecnología pero la parte obstinada y de especie dominante de su cerebro se había negado a creer que un rostro tan horrible, tan parecido a una hormiga, pudiera ser más innovador o más inteligente que los seres humanos. Sin embargo, aquí tenía la prueba. Aquí había un kilómetro entero de prueba.

—¿Seguro que quieren seguir con esto? —preguntó Lem—. ¿Ven lo que yo veo?

—Lo vemos —respondió Concepción—. Y estoy más convencida que nunca. No podemos dejar que esto llegue a la Tierra.

—Tiene razón —dijo Lem—. Pero no me gusta.

Segundo estuvo de acuerdo. No estaba convencido de que fueran a ser ellos quienes la detuvieran, pero había que detenerla.

Makarhu, ¿están preparados para disparar su cable? —preguntó Concepción.

Makarhu preparada —respondió una voz de hombre.

—A mi señal —dijo Concepción—. Cuatro. Tres. Dos. Uno. Cable fuera.

El cable de atraque salió disparado con un gran imán redondo en el extremo. Segundo vio el cable desenrollarse mientras volaba hacia la nave. Pareció extenderse eternamente, y entonces golpeó la superficie, agarrándose con firmeza. Concepción disparó el cabrestante, y tensó el cable.

—¡Vamos, vamos, vamos! —gritó Bahzím.

Segundo se lanzó y pulsó el mando su mochila propulsora. Salió volando hacia la nave, agudamente consciente de que también se movía en dirección a la nave a ciento diez mil kilómetros por hora. La más pequeña de las rocas podría matarlo, y la idea le instó a pulsar el mando con más fuerza. La nave fórmica se acercaba rápidamente. Un pitidito en el VCA de Segundo le avisó de una colisión inminente y le instó a reducir la velocidad. Segundo lo ignoró. Necesitaba llegar abajo rápido o retrasaría la cola. Treinta metros. Veinte. Pulsó el segundo gatillo, y los retrocohetes de sus muslos y pecho frenaron velozmente su descenso. Dos segundos más tarde colocaba los pies delante.

Contacto. Los imanes de sus botas, afortunadamente, se aferraron a la superficie. En la mano tenía ya un disco magnético con asidero. Lo colocó en la superficie y ancló su cuerpo con el imán mientras su mano derecha soltaba la anilla del cable, todo con un movimiento fluido, como habían ensayado.

Rotó a la derecha, apartándose del cable, dejando sitio. Los otros llegaron tras él. Chepe, Pitoso, Bulo, Nando y los demás, con Bahzím el último. Segundo miró hacia delante. El equipo de Lem bajaba por un cable de la nave Juke tal vez a unos trescientos metros. Incluso de lejos Segundo pudo ver que los trajes y el equipo Jukes eran muy superiores a nada que tuvieran los hombres de la Cavadora.

—Desplegaos —dijo Bahzím—. Volved al cable dentro de doce minutos.

Segundo se puso a cuatro patas y se arrastró hacia delante, manteniendo el cuerpo agachado y alejándose cuanto pudo de todos los demás. La idea era dispersarse y colocar los explosivos distanciados para crear un amplio círculo de daños. Los imanes de las manos y rodillas de Segundo lo sujetaban con firmeza al casco, pero eran incómodos y difíciles de mover. Tenía que tirar con fuerza de cada pierna para romper momentáneamente la atracción y alzar el imán lo suficiente para moverlo. Era agónico y mucho más difícil que en los ensayos. Después de veinte metros, le ardían los muslos y respiraba entrecortadamente.

Ahora pudo ver que la superficie de la nave no era tan lisa como había parecido desde la distancia. Había miles de aberturas cerradas en filas por toda la longitud de la nave, como campos plantados. Cada abertura eran tan grande como el casco de Segundo, y supo que si alguna se abría sería para liberar sus armas. Trató de no apoyar en ellas ningún peso por miedo a que el imán pudiera disparar algo y abrirlas. Era como arrastrarse por un campo de minas.

Finalmente se detuvo y miró alrededor. Los hombres de ambas naves estaban repartidos por toda la superficie. Algunos colocaban explosivos, otros seguían arrastrándose, varios explosivos estaban ya en su sitio, cada uno con una lucecita verde parpadeante que indicaba que el explosivo estaba armado. Segundo sacó su primer explosivo de su bolsa y lo colocó suavemente sobre la superficie. Insertó el disco detonador en la rendija y luego colocó el temporizador para hacerlo estallar dentro de tres horas.

Todos habían acordado mantener silencio radial durante esta fase de la operación para poder concentrarse en colocar las cargas sin interrupciones. Pero de repente todo el mundo empezó a gritar. Segundo alzó la cabeza y vio que uno de los explosivos había estallado antes de tiempo, desgarrando el casco y esparciendo escombros. Las voces en su casco eran rápidas y frenéticas.

—¿Qué ha pasado?

—¡Pitoso ha muerto!

—¡Estalló bajo él!

—¿Qué hacemos?

—Volved al cable. Colocad los explosivos y regresad. ¡Moveos!

El explosivo de Segundo parpadeaba en verde, listo. Lo dejó y se volvió hacia el cable que estaba al menos a treinta metros de distancia, cinco minutos de arrastrarse. No iban a conseguirlo, advirtió. Aunque volvieran al cable y subieran hasta la nave, no podrían alejar la Cavadora con suficiente velocidad. Toda la operación se basaba en entrar y salir y colocarse luego a distancia segura sin ser detectados, antes de que los fórmicos pudieran responder. Ya no iba a ser así. Los fórmicos sabían que estaban aquí.

Segundo se arrastró con más rapidez, sin molestarse esta vez en evitar las aberturas. Los muslos le ardían. Le dolían los brazos. El sudor le corría por la frente y le caía en los ojos. El lugar de la explosión estaba delante, entre el cable y él: tendría que rodearlo. Mientras se acercaba, siguiendo la curvatura de la nave, vio el agujero. Tenía un metro de ancho y se extendía entre dos filas de aberturas. Segundo miró en el interior pero no vio más que oscuridad y sombras.

—Vamos —gritaba Bahzím—. ¡Moveos!

Segundo sacó sus dos últimos explosivos, los colocó en la superficie de la nave uno al lado del otro, e insertó rápidamente los discos. Antes de ajustar el temporizador, alzó la cabeza. Dos hombres habían llegado al cable. Segundo no pudo ver quiénes eran. Vio cómo enganchaban sus anillas y se lanzaban hacia arriba, alejándose de la nave hacia la Cavadora.

Volvió su atención a los explosivos y empezó a colocar los temporizadores. Un momento después Chepe gritó por la radio.

—Hay movimiento aquí. Algo sube por el agujero.

Segundo alzó la cabeza. Chepe había llegado al borde del agujero pero ahora se retiraba: unas formas surgían de la oscuridad. Dos fórmicos con trajes espaciales, cargando equipo, salieron a la superficie, veloces y parecidos a insectos, meneando muchas patas. Dos más los siguieron. Luego otros tres. Unos cuantos fórmicos llevaban gruesas placas. Otros tenían herramientas y máquinas de forma extraña.

«Son una cuadrilla de reparación —advirtió Segundo—. Creen que algo ha chocado con su nave y han salido a repararlo. No tienen ni idea de que estamos aquí».

Los fórmicos permanecieron quietos y mantuvieron la distancia, mirando a los hombres de un modo calculador y carente de emoción, como si se sintieran más intrigados que asustados por la presencia humana. Entonces uno de los fórmicos miró directamente a Segundo, y la conducta de todos ellos cambio en un instante. Al unísono, todos volvieron la cabeza hacia Segundo, y sus expresiones planas pero aterradoras se volvieron aún más sombrías y amenazantes. Era como si lo reconocieran.

Dos de los fórmicos soltaron sus herramientas y lo atacaron. Segundo no podía retirarse. No había ningún sitio al que ir. Agarró con fuerza los imanes de sus manos, retiró las rodillas de la superficie, torció el cuerpo, y pataleó con todas sus fuerzas cuando el primer fórmico se abalanzó. La criatura no se lo esperaba, y Segundo sintió que sus botas rompían hueso cuando entraron en contacto con el pecho del fórmico. Su boca se abrió en agonía, y su sujeción a la nave se rompió. Salió volando en la dirección en la que había sido pateado.

—¡Ayudadlo! —gritaba alguien.

El segundo fórmico se abalanzó. Segundo no tuvo tiempo de volver a posar los pies. Una patada lo alcanzó en el abdomen, luego otra. El dolor lo atravesó. Los fórmicos eran pequeños, pero tenían la fuerza de alguien de tres veces su tamaño. Segundo golpeó con el imán de su mano, alcanzando al fórmico en el casco. La criatura retrocedió unos cuanto pasos, extendió las patas inferiores en una pose de lucha y abrió la boca, revelando sus fauces llenas de moco y sus dientes. Segundo casi pudo oírla sisear.

Tras él pudo ver a otros hombres peleando con los fórmicos. Dos salieron volando de la nave, con los fórmicos aferrados a ellos. Perdidos. Segundo oía sus gritos pero no podía hacer nada para ayudarlos.

El fórmico atacó de nuevo, pero ahora Segundo estaba preparado. Barrió con las piernas, sorprendiendo al fórmico y haciéndolo tambalear. Entonces golpeó de nuevo con el imán de su mano, entabló contacto y resquebrajó el casco de la criatura. El fórmico se dejó llevar por el pánico, intentó buscar asidero, y Segundo aprovechó el momento para rotar las piernas y engancharlas en torno a la cintura de la criatura. El fórmico pataleó, pero su cuerpo estaba girado de manera inadecuada. Segundo golpeó con el imán una y otra vez, aporreando la visera del casco con todas sus fuerzas. El fórmico se debatió y agitó, pero la visera se rompió tras los repetidos golpes. Segundo apartó a la criatura de una patada, y el fórmico voló hacia arriba, agitando brazos y patas. Su manguera de aire se estiró hasta tensarse, pero la criatura continuó revolviéndose.

Segundo giró, volvió a posar las piernas en el casco, y se dirigió al cable. Por toda la superficie de la nave los hombres repelían los ataques fórmicos y corrían hacia sus cables respectivos. Dos hombres de Jukes cayeron de la nave. Luego otro. Después alguien de la Cavadora. Segundo no pudo ver quién.

Un fórmico a su izquierda estaba inclinado sobre uno de los explosivos, hurgándolo con curiosidad. El explosivo detonó, desintegrando a la criatura y abriendo otro agujero en el casco. El estallido cegó momentáneamente a Segundo.

Al instante los fórmicos cambiaron de táctica, abandonando a aquellos que luchaban para correr hacia los explosivos más cercanos, que soltaron y arrojaron al espacio.

—Están quitando las cargas —dijo Bahzím.

Un fórmico cerca de Segundo intentaba soltar uno de los explosivos. Segundo corrió hacia él, pero el fórmico fue más rápido y arrancó el explosivo de la nave. Segundo no se detuvo. Golpeó con el imán de mano y alcanzó a la criatura. El fórmico recibió el impacto, pero en vez de contraatacar, extendió las manos y agarró los imanes de Segundo, tratando desesperadamente de hacerlo caer de la nave.

Más manos agarraron de repente a Segundo, tirando de él, golpeándolo, asiendo los imanes que lo sujetaban a la superficie. Tres fórmicos, luego cuatro, todos cayendo sobre él. Advirtió que los nuevos no llevaban traje. Llevaban zapatos en los pies que se agarraban al casco y máscaras pequeñas y selladas sobre sus bocas de insecto, pero por lo demás no iban protegidos, como si no hubieran tenido tiempo para vestirse antes de precipitarse al exterior.

Atacaron a Segundo con implacable ferocidad, tirando de los imanes de sus manos y sus rodillas. Segundo pataleó y se sacudió y luchó, pero fue inútil. Un imán de mano se soltó. Luego el otro. Luego el último imán de rodilla se desconectó, y Segundo quedó de pronto flotando sobre la superficie de la nave. Los fórmicos que lo atacaban no lo soltaron para salvarse, sino que continuaron agarrados a él, pinchando, golpeando, apuñalando. Una de las criaturas anclada a la superficie lo empujó, y eso fue todo lo que hizo falta. Se alejó flotando de la nave, girando, golpeando, intentando furiosamente romper la presa que los fórmicos tenían sobre él.

El dolor explotó en su pierna. Se miró. Uno de los fórmicos sin casco se había quitado la mascarilla y había mordido el traje de Segundo, hasta alcanzar la carne de su pantorrilla. La gomaespuma del interior del traje se infló alrededor de la rotura, sellando la filtración, pero Segundo apenas lo sintió por encima de la caliente y punzante agonía del mordisco. Gritó, mitad de dolor mitad de furia, pero si alguien pudo oírlo, no respondieron.

Lem se aferró al lado de la bodega de carga y contempló horrorizado cómo sus hombres en la superficie de la nave fórmica corrían hacia el cable. Chubs estaba junto a él en el cabrestante, esperando la orden de tirar. Lem amplió la imagen en su visera. De los agujeros abiertos en el casco salían fórmicos sin trajes espaciales y se lanzaban contra los hombres. Cuando alcanzaban a alguno, soltaban sus imanes y ser perdían con él en el espacio.

—Ni siquiera se molestan en ponerse trajes —dijo Lem—. Se suicidan para expulsarnos de la nave. Mueren y ni siquiera les importa.

Lem enfocó entonces la base del cable y vio cómo uno de los hombres de Jukes enganchaba su arnés. Justo cuando el hombre estaba a punto de lanzarse hacia él la seguridad de la bodega de carga, dos fórmicos lo agarraron por la cintura desde atrás y lo sometieron. El hombre se retorció y se debatió y luchó, pero los fórmicos mostraron una fuerza increíble y parecían impertérritos ante sus ataques.

Lem extendió una mano.

—Chubs, dame tu arma.

—No podrá alcanzarlo a esta distancia.

—Dame tu arma.

Chubs se la entregó. Era un arma pequeña y de apariencia insignificante, con su cañón corto y sus diminutos cartuchos de dardos. Lem la manejó con cuidado, pues había visto en la Estación de Pesaje Cuatro lo letal que podía ser. Con el dedo en el gatillo, aseguró su posición con los imanes de sus botas y extendió el brazo, apuntando a los dos fórmicos que luchaban contra el hombre en el extremo del cable. Sin embargo, la pelea era veloz y violenta, y Lem vio rápidamente lo peligroso que sería disparar a la melé. Ni siquiera de cerca estaba seguro de poder alcanzar a los fórmicos y no al hombre. Lem maldijo entre dientes y apuntó a uno de los agujeros por donde continuaban saliendo fórmicos en un flujo continuo. Le sorprendió ver a tantas criaturas salir al vacío del espacio con una débil máscara como protección, o, como era el caso con algunos, sin protección de ningún tipo. Era suicida. Nada podía sobrevivir más de… ¿Cuánto? ¿Veinte segundos? Ni siquiera tanto. ¿No sabían que se estaban matando a sí mismos? Y si era así, ¿qué tipo de líder exigía y recibía ese tipo de lealtad?

Lem apretó el gatillo. Descargó un dardo. Voló hacia el agujero pero desapareció de la vista en la distancia cuando se hizo demasiado pequeño para seguirlo. Lem bajó el arma. Chubs tenía razón: era absurdo.

Volvió su atención hacia la base del cable. Los dos fórmicos se habían ido, y el hombre que se había enganchado al cable parecía muerto. Su cuerpo colgaba flácido del arnés, flotando en el espacio, doblado en una posición imposible.

Otros dos hombres de Jukes llegaron al cable. Uno de ellos soltó al muerto y empujó su cadáver, enviándolo al espacio. Mientras prendían sus arneses al cable, llegaron otros dos tripulantes y se engancharon también. En vez de subir ordenadamente por el cable, los hombres lucharon momentáneamente por la posición, pugnando por ser el primero. Lem advirtió que su lucha interna sería su perdición, ya que vio que tres fórmicos corrían veloces hacia ellos.

—Tira del cable —dijo Lem. Salvar a cuatro hombres era mejor que no salvar a ninguno.

Chubs desconectó el ancla magnética y encendió el cabrestante. El cable empezó a retirarse de la nave fórmica, pero no antes de que tres criaturas se agarraran a las piernas de los hombres y empezaran a escalar. Ahora había siete cuerpos en el extremo de la cuerda, todos sacudiéndose, luchando, pataleando, y girando.

El cabrestante continuó recogiendo cable, más rápido ahora. Uno de los fórmicos adelantó a la retorcida masa de cuerpos y trepaba ahora directamente por el cable hacia Lem.

Lem disparó el arma, pero debió de fallar, ya que el fórmico continuó su avance, ileso e imparable.

—Voy a cortar el cable —dijo Chubs.

—No —gritó Lem—. Hay hombres en ese cable.

El fórmico se movía más rápido ahora, deslizándose por el cable, los ojos clavados en los de Lem. Cuarenta metros de distancia. Luego treinta.

—Va a llegar a la nave —dijo Chubs.

—Recoge el cable —dijo Lem—. Es una orden.

Lem pudo ver ahora la boca del fórmico, cerrada con fuera para mantenerse vivo en el vacío el máximo tiempo posible. «Cáete —pensó Lem—. Vamos. Abre la boca y muere».

El fórmico casi lo había alcanzado ya. Diez metros. Cinco.

El cable se soltó del cabrestante, cortado por Chubs, y la bodega de la bahía de carga se cerró. A través del cristal Lem vio cómo el impulso del fórmico lo llevaba hasta la nave. La criatura chocó contra la puerta cerrada y rebotó, arañando la nave con sus armas un momento mientras se debatía por encontrar asidero. Los hombres del cable gritaron, suplicando que no los dejaran atrás. Chubs pulsó la orden en su muñeca para cortar la frecuencia de radio.

Lem lo agarró por la parte delantera del traje y lo golpeó contra la pared.

—¡Te di una orden!

—Y su padre me dio otra. Protegerlo a toda costa. Su palabra puede más que la suya.

Chubs abrió una frecuencia con el puente.

—Alejadnos de la nave fórmica lo máximo posible. ¡Ahora!

—No podemos dejar a la Cavadora —dijo Lem.

—Si los fórmicos están dispuestos a enviar hombres sin aire, estarán dispuestos a freírlos con láseres si eso significa acabar con nosotros.

La expresión de Lem se endureció.

—Has matado a nuestros propios hombres.

—Le he salvado la vida, Lem. Ya son dos veces que me la debe.

Mono flotaba ante la ventana del nido del cuervo, la cara apretada contra el cristal, los labios temblando. Desde aquí podía verlo todo: hombres alejándose de la nave fórmica; fórmicos arrancando los explosivos; un enjambre de fórmicos saliendo por los agujeros para luchar, patalear, morder y atacar. Eran peores que ningún monstruo que Mono hubiera imaginado, aún más horribles por los sonidos que llegaban por la frecuencia de radio, que Mono había abierto en el terminal de Edimar. Gritos frenéticos. Hombres gritando. Los sonidos de la refriega. Concepción diciéndole a todos que volvieran al cable. Mono quiso acercarse a la radio y apagarla, pero tenía demasiado miedo para moverse.

No tendría que haber dejado a su madre. Eso había sido un estúpido error. Esto era asunto de adultos. No debería estar aquí. Había ayudado, sí, y desempeñado un papel importante, pero ahora mismo no le importaba. Volvería atrás y no desempeñaría ningún papel si eso significaba poder estar en la nave WU-HU con su madre.

¿Por qué le había mentido? Amaba a su madre, y ahora su último acto hacia ella sería una mentira. Y sí, sería su último acto. Iba a morir. Lo sabía. Había oído todo lo que habían dicho los hombres en los días pasados, aunque pensara que hablaban en voz baja y no los oía. Si los fórmicos los descubrían, no tendrían ninguna posibilidad.

«Lo siento, madre».

Se sentía doblemente avergonzado porque sabía que Vico no tendría miedo. Vico no se asustaría con esto. Estaría allí abajo con los otros, luchando. Y, sin embargo, incluso pensar tan solo en Vico daba a Mono un poco de valor. Se lanzó hacia la radio y la apagó. La habitación quedó en silencio. Mono inspiró profundamente. Podía sentir que lo calmaba, así que volvió a inspirar, un profundo aliento tranquilizador como le había enseñado su madre a hacer cada vez que lloraba tanto que respiraba de manera entrecortada. «Ahora tranquilo —decía su madre, acunándolo amablemente entre sus brazos—. Vas a ponerte malo, Monito. Inspira profundamente». Y entonces le pasaba los dedos por el pelo y le canturreaba al oído hasta que volvía a recuperar el control.

Funcionó ahora, aquí en el nido del cuervo. Los labios de Mono dejaron de temblar, y sus músculos se relajaron. Fuera, la lucha continuaba, pero dentro, aquí en el nido del cuervo, Mono se sentía casi en paz.

Una puerta se abrió en el costado de la nave fórmica, y un gran mecanismo se desplegó. Mono no pudo adivinar qué era ni cómo funcionaba. Vico probablemente lo sabría. Vico podía mirar cualquier cosa y saber exactamente cómo arreglarla o para qué servía.

El mecanismo giró y apuntó sus muchas barras hacia la Cavadora. Hubo un destello de luz y luego una muralla de calientes glóbulos brillantes de radiante plasma brotó de las barras, corriendo hacia Mono como diez mil bolas de luz.

Segundo daba vueltas en el espacio, luchando a la desesperada contra los dos últimos fórmicos que se aferraban a su cuerpo. Uno de ellos se encaramó a su espalda, abrió las fauces y echó atrás la cabeza, dispuesto a morder y rasgar y pinchar su traje. Segundo pulsó el gatillo de impulsión y golpeó al fórmico con una andanada de aire comprimido que lo sobresaltó y lo hizo alejarse.

El último fórmico le daba patadas, lo golpeaba, lo mordía. Segundo lo volteó, lo agarró por debajo de la mandíbula y le torció la cabeza hasta que oyó cosas romperse dentro. El fórmico se debatió y pataleó y luego se quedó quieto. Segundo lo soltó y pulsó el disparador, alejándose de él. Su respiración era entrecortada. Tenía poco aire. Estaba sangrando. Había agujeros en su traje. Varias alarmas sonaban en su VCA. Una mostraba una silueta de su traje moteado de luces parpadeantes que indicaban dónde había un desgarro o un pinchazo. Lo peor estaba en su pierna, donde lo había mordido el fórmico. El sistema de emergencia había apretado la correa de su pierna, sellando el escape de aire del desgarrón, pero no aguantaría mucho. Buscó en su bolsa cinta de emergencia. Soltó una tira y la colocó sobre un sibilante pinchazo en su brazo. Pulsó el mecanismo de la cinta para soltar otra tira. Luego otra. Sus dedos enguantados eran grandes y torpes y seguían pegándose a las esquinas de las tiras de cinta antes de que pudiera aplicarlas. Dos veces tuvo que rendirse y arrojarlas a un lado, cosa que era enloquecedora porque sabía que necesitaba cada tira. Cubrió tantos agujeros como pudo, pero entonces se quedó sin cinta. Todavía quedaban unos cuantos desgarrones, nada grande, agujeros diminutos, pero su VCA continuó haciendo sonar la alarma.

Segundo parpadeó una orden para apagarla. El ordenador preguntó si estaba seguro, ya que un daño que ponía en peligro su vida estaba todavía sin reparar. Segundo parpadeó una afirmación, y la alarma quedó en silencio.

Su tanque de oxígeno estaba casi vacío. Necesitaba aire desesperadamente. Tenía un tanque de repuesto en la bolsa con quince minutos más de oxígeno, pero sabía que probablemente no duraría otros cinco. Soltó el tanque agotado y atornilló el de repuesto. El oxígeno fresco entró en su casco. Lo disfrutaría mientras durara.

Se volvió en dirección a las naves y no vio nada más que espacio vacío. Sabía que seguía moviéndose a increíble velocidad en esa dirección, pero nunca volvería a ver las naves. La nave WU-HU lo habría adelantado hacía mucho, siguiendo a la nave fórmica, grabándolo todo. No lo verían. Era una mota en un mar de negro.

Rena.

Al menos ella estaba a salvo. Se tomaría esto a mal, pero estaba con las demás. Se consolarían unas a otras, se darían fuerzas mutuamente. Sobrevivirían. Quiso que supiera que era lo último en su mente, y que no había muerto con dolor. Bueno, no dolor absoluto: la herida de su pierna se había convertido en un ardiente entumecimiento. Algunos de los otros habían sufrido mucho más. Se concentró en el punto en el espacio donde asumía que estaría la nave WU-HU y le dijo a su VCA que pasara al transmisor de radio la energía restante para emitir la señal.

—Rena. No sé si recibirás esto, pero mi traje está pinchado y el aire se escapa. Aunque la nave WU-HU decelerara ahora y supierais exactamente dónde estoy, nunca llegaríais a tiempo. Así que no paréis. Seguid adelante. No sé si la Cavadora escapó, pero no lo creo. Dile a Abbi que Mono lamentaba haberle mentido. Dile que la quiere. Dile que no podríamos haber hecho esto sin él. Es la verdad.

«Las mujeres buscarán una líder, Rena, alguien que las ayude a superar todo esto. No seas modesta. Los dos sabemos que agradecerán que las guíes. Trabaja con el capitán. Me parece que es un buen hombre. No vayáis inmediatamente a la Tierra. No sé qué saldrá de esto, pero prefiero que te mantengas lejos y sobrevivas. Hazlo por mí, mi amor. Lamento que no vayamos a compartir una hamaca cuando leas mi carta, pero sabes que siento cada palabra. Te amo, Rena. Para siempre jamás, te amo».

El aire en su casco empezaba a escasear, y no quería que ella lo oyera jadeando. Desconectó el transmisor. Desconectó su VCA. Todo quedó en silencio excepto el débil zumbido del regulador que bombeaba los últimos restos de aire. Segundo dejó que su cuerpo se relajara. Tenía frío y estaba cansado, pero ignoró el frío. En torno a él resplandecían las estrellas. Algunas brillantes, otras tenues, lo más constante en su vida. Segundo les sonrió, feliz al menos de morir entre amigas.