17
Aliados
Concepción convocó al Consejo en el puente de mando aunque estaban a mitad del turno de sueño. Los adultos se reunieron rápidamente, adormilados y despeinados y alarmados.
—La Estación de Pesaje Cuatro ha sido destruida —informó la capitana—. Acabamos de recibir los datos del Ojo hace unos instantes.
Sus rostros mostraron sorpresa, horror, confusión. Los que estaban medio dormidos estaban ahora completamente despiertos.
—La nave hormiga liberó una andanada masiva de su arma cuando pasaba ante la estación —dijo Concepción—. La estación se apagó entonces. Nada de luces. Nada de energía. La estructura principal está intacta en su mayoría, pero varias piezas se han desgajado. No tenemos ningún contacto con ellos, ningún modo de determinar si hay supervivientes. Llevamos un rato intentando establecer contacto, pero sin éxito. Segundo cree que el arma podría ser plasma gamma laserizado. Si es así, entonces es probable que la estación recibiera una dosis fatal de radiación.
—¿Cuánta gente? —preguntó Rena.
—No lo sabemos —respondió Concepción—. Varios cientos como mínimo.
Uno de los supervivientes italianos empezó a llorar, una mujer, Mariana, que había perdido a su marido y cuatro hijos. Rena la abrazó para consolarla. La noticia reabría una herida todavía sin sanar.
—Creía que la nave hormiga estaba lejos de la estación —dijo Segundo.
—Lo estaba. Y es uno de los motivos por los que sospechamos que esto tal vez no haya sido un ataque táctico.
—¿No es un ataque? —dijo Bahzím—. ¿Qué pudo haber sido entonces? ¿Un accidente?
—Edimar lo explicará —dijo Concepción.
Edimar dio un paso al frente, y una imagen de la nave hormiga apareció tras ella en el holoespacio sobre la mesa.
—No fue un accidente —dijo—. Las hormigas dispararon deliberadamente su arma. Pero basándonos en lo que sabemos gracias al Ojo, no está claro que apuntaran a la estación.
—¿A qué otra cosa podrían estar apuntando? —dijo Rena—. Si la alcanzaron con un estallido concentrado, sería demasiada coincidencia sugerir que no la estaban apuntando.
—Es precisamente eso —respondió Edimar—. La nave no disparó un estallido concentrado. Disparó en todas las direcciones a la vez.
Pulsó un comando en la holomesa y una simulación dio comienzo. Plasma gamma salió despedido de todos los lados de la nave hormiga al mismo tiempo, creciendo hacia fuera, haciéndose más grande, hasta que la nave dejó de emitirlo, y la creciente muralla de destrucción se convirtió en un anillo gigante con el agujero en el centro, haciéndose cada vez más grande a medida que se esparcía en todas direcciones.
—La nave hormiga no le disparó a la estación —dijo Edimar—. Le disparó a todo.
La simulación era un bucle y empezó de nuevo desde el principio.
—Si disparó en todas direcciones a la vez —dijo Rena—, y tiene largo alcance, ¿por qué no nos dio a nosotros?
—Porque estamos mucho más lejos —respondió Concepción—. Muy por detrás de la nave. Más de dos millones de kilómetros. Probablemente recibimos algo de radiación, pero se ha disipado en su mayor parte cuando nos ha alcanzado. No es suficiente para dañarnos. No es una dosis letal. Tuvimos suerte.
—No sé si yo lo llamaría suerte —dijo Rena—. Esto significa que las armas de la nave son mucho más poderosas de lo que pensábamos.
—¿Y si no son armas? —planteó Segundo—. O, al menos, si la nave no usó la radiación como arma en ese momento.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Concepción.
—Si está chupando átomos de hidrógeno casi a la velocidad de la luz y absorbe toda esa radiación, tiene que expulsarla de algún modo —dijo Segundo—, sobre todo cuando intenta frenar. No quiere lanzarla por detrás como hace normalmente. Eso solo le daría un impulso masivo. Y no quiere acelerar. Quiere decelerar. Así que debe deshacerse de la acumulación de alguna otra forma.
—Y si sus armas y combustible son la misma sustancia como sospechamos… —dijo Concepción.
—Entonces sus armas son el medio de liberar toda esa energía acumulada —terminó Segundo—. Fijaos cómo las armas dispararon en todas direcciones a la vez la misma cantidad. Es lógico, porque si soltara el plasma solo por un lado o si soltara más plasma por un lado que por otro el plasma generaría suficiente impulso en ese lado para cambiar el rumbo de la nave, cosa que no quiere hacer. Tienen fijado su rumbo.
—¿Entonces la Estación de Pesaje Cuatro fue destruida por el tubo de escape de la nave? —preguntó Selmo.
—Si lo quieres llamar así —contestó Segundo—. Es la única pega de su arma. La nave nunca deja de recoger hidrógeno. Y cuando deceleran, es un problema porque no tienen otro medio aparte de sus armas para vaciar todo el exceso. Así que disparan en todas direcciones, y lo que esté ahí fuera, mala suerte.
—Eso es una irresponsabilidad —dijo Bahzím—. Si tienes un sistema como ese, hay que asegurarse de que no hay nada por medio.
—Al parecer, a las hormigas no les importa qué se destruye —dijo Segundo.
—¿Entonces la estación de pesaje estaba en el lugar equivocado en el momento inoportuno? —dijo Rena.
—No —replicó Concepción—. La estación de pesaje fue destruida por una especie descuidada que no tiene ninguna consideración con la vida humana.
Todos guardaron silencio.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Segundo.
—He tomado una decisión —dijo Concepción—. Solo porque había que tomarla inmediatamente. Si pensáis que estoy equivocada, no es demasiado tarde para cambiarla. Pero no creo estar equivocada. Le he dicho a Selmo que no decelere. En vez de dirigirnos a la Estación de Pesaje Cuatro vamos a interceptar la nave y atacarla.
La reacción fue feroz y fuerte, ya que todos empezaron a hablar y gritar al mismo tiempo. Concepción alzó los brazos para hacerlos callar, pero el tumulto continuó.
La voz de Segundo resonó por encima de las de los demás.
—¡Silencio!
Las voces se apagaron.
—Escuchémosla —dijo Segundo.
—Gracias —respondió Concepción—. Sé que lo que estoy sugiriendo es enormemente peligroso, pero considerad nuestra situación. Por lo que sabemos, nadie más es consciente de que esta nave se dirige a la Tierra. Nadie más sabe que ha matado a cientos de personas, ni que tiene un arma tan poderosa que es capaz de aniquilarlo todo en un radio de cien mil kilómetros o más; o que sus criaturas no le dan ninguna importancia a la vida humana y atacarán sin provocación. Somos los únicos que lo saben. Y ahora mismo no tenemos medios de avisar a nadie. La Estación de Pesaje Cuatro ha desaparecido. Podemos esperar que Víctor llegue a Luna y avise a la Tierra, pero sigue estando a varios meses de distancia. Las hormigas cubrirán un montón de espacio en ese tiempo. Y si las dejamos, si no hacemos nada, morirá más gente.
—¿Cómo podemos impedirlo? —dijo Dreo—. No podemos competir con su tecnología y sus armas. Una flota entera de naves de guerra no podrían detenerla. ¿Pensaste que enfrentarse a la cápsula era imposible? Esto sería mil veces peor.
—No tenemos que destruirla —replicó Concepción—. Podría ser suficiente con dañarla. Eso le daría a la Tierra más tiempo para emplazar una defensa, o a las naves militares tiempo suficiente para venir y destruirla.
—¿Y cómo vamos a dañarla? —preguntó Dreo—. Tenemos cinco MG. Cinco. ¿Has olvidado lo grande que es esa cosa? Tenemos una fracción de su tamaño. Cinco MG podrían no infligir ningún daño.
—No sé cómo lo haremos —dijo Concepción—. Habrá que pensarlo. Pero no hacer nada no es una opción. Si la dejamos continuar, morirán familias. Clanes enteros, tal vez.
—No te ofendas, pero eso no es problema nuestro. Hicimos nuestra parte. Destruimos la cápsula. Salvamos a nueve personas. Enviamos a Víctor a Luna. Perdimos a Toron y Alejandra y Faron. Hemos hecho nuestros sacrificios. Hemos cumplido con nuestro deber. Lo que estás sugiriendo nos matará a todos. Esto está ahora fuera de nuestras manos. Es demasiado grande para que podamos resolverlo.
—Estoy de acuerdo con Concepción —dijo Edimar—. Si podemos hacer un intento para detenerla, deberíamos hacerlo.
—Pues claro que estás de acuerdo —dijo Dreo—. Has perdido a la mitad de tu familia. Estás furiosa. Yo, para empezar, quiero vivir. Además, ¿no acabamos de establecer que tienen un arma que puede destruirlo todo en torno a él? ¿Cómo podríamos acercarnos lo suficiente para atacarla?
—No la consideres un arma —intervino Segundo—. Piensa que es un tubo de escape.
—¿Y qué diferencia hay? Si lo dispara, estaremos igual de muertos.
—Hay una diferencia —dijo Segundo—. Porque si acabas de liberar una cantidad enorme de escape, es razonable que no libere más durante algún tiempo. Si vamos a atacarla, ahora es el momento.
—No puedes hablar en serio —dijo Dreo. Miró a los que tenía alrededor—. ¿Soy el único que cree que esto es una locura? ¿Y nuestros hijos? ¿Estamos dispuestos a arriesgarlos también a ellos?
—No tenemos que hacerlo solos —dijo Concepción—. Hay otras naves ante nosotros. Si podemos contactar con ellas, podremos reclutar ayuda. Tal vez podamos trasladar a los niños a otra nave y mantener a esa nave alejada de la lucha.
—No somos una nave de guerra. Esta no es nuestra pelea.
—Sí que es nuestra pelea —dijo Concepción—. Definitivamente, es nuestra pelea. Esa nave es una amenaza para toda la humanidad. Ahora bien, si todos me decís que estoy equivocada, si todos estáis en desacuerdo, entonces detendré la nave. Si no, vamos a atacar a esa nave.
—¿Cómo podemos reclutar ayuda con toda esta interferencia? —preguntó Rena.
—La radio funcionará en un radio de unos pocos cientos de kilómetros —dijo Segundo—. Son los mensajes a larga distancia los que no pueden llegar. Si nos acercamos lo suficiente a otra nave, podremos enviar un mensaje de banda ancha. Holo a holo.
—¿Quién nos ayudaría? —preguntó Bahzím.
—Tendríamos que ser selectivos —dijo Concepción—. Las únicas naves mineras que podrían interceptar probablemente a las hormigas son las que ya se mueven en esta dirección a alta velocidad. No hay tiempo para que otras naves cambien de rumbo y aceleren para adquirir nuestra velocidad. Selmo, ¿qué naves de las que tenemos delante cumplen los requisitos?
Selmo atravesó con la mano el holoespacio y estudió los datos del Ojo.
—Tengo diez naves delante, pero solo dos igualan nuestra velocidad y se mueven en nuestra dirección.
—¿Dos naves? —dijo Bahzím—. No es mucho para un ataque, sobre todo si una de ellas va a quedarse con las mujeres y los niños.
—¿Cuáles son esas dos naves? —preguntó Concepción.
—Una es una nave WU-HU —dijo Selmo—. Clase-D. Una perforadora. La mitad de nuestro tamaño. No es gran cosa como nave de ataque en realidad.
WU-HU era una corporación minera china, directa competidora de Juke Limited, aunque en comparación eran poca cosa. A Concepción le caían bien. Iban a lo suyo y no recurrían a empujar a la gente de las perforaciones ni a acosar a los clanes. Respetaban a los mineros libres. Fuera quien fuese su capitán, Concepción estaba segura de que los ayudarían.
—¿Qué hay de la otra nave? —preguntó.
Selmo miró los datos y frunció el ceño.
—Sí que puede luchar. Está bien defendida. Montones de armas. Casco fuerte. Pero que me zurzan si quiero su ayuda.
Concepción supo de inmediato qué nave debía ser.
—Es Lem Jukes —dijo Selmo.
Lem cogió una caja de comida y se encontró a Benyawe que comía ya en uno de los mostradores del comedor.
—Tengo una idea que me gustaría que intentara, doctora Benyawe. Algo para mantenerla entretenida en el vuelo a casa.
—En el laboratorio no nos estamos rascando precisamente la barriga, Lem. Trabajamos.
Lem sonrió.
—Naturalmente, esto sería además de sus deberes con el gláser.
—¿Y si me niego? ¿Me abandonará en la próxima parada como hizo con Podolski?
—Podolski tenía una misión especial y estará bien atendido —dijo Lem—. Tiene pasaje a Luna. No lo abandonamos. Todo fue idea suya.
—Pues debió olvidarlo cuando lo dejamos atrás. No parecía demasiado ansioso por quedarse.
—Ir a la estación de pesaje fue un error. Acepto toda la responsabilidad. No tenía ni idea de que rebosaba de delincuentes. Tomamos una acción decisiva, y no creo que nadie pueda reprocharnos que recurriéramos a la defensa propia. ¿Cómo está el doctor Dublin?
—Recuperándose. Los médicos volvieron a colocar en su sitio los huesos rotos. Tiene la mano escayolada y está tomando medicinas.
—Bien —Lem le quitó la tapa a su caja de comida, permitiendo que el contenido flotara hasta la parte superior del recipiente, donde pudo sorberlo con una pajita.
Ella lo estudió un instante.
—¿Matamos a esos hombres porque sabían lo del gláser?
Lem suspiró.
—Nosotros no matamos a nadie, doctora. Chubs y su equipo de seguridad, trabajando a las órdenes de mi padre, nos salvaron la vida. Y no, no los mataron para proteger secretos corporativos. Nos amenazaban. Estaba usted allí. Ahora, sáqueselo de la cabeza. Necesito ese cerebro suyo concentrado en otros asuntos.
—Idea suya.
—Estoy de acuerdo en que la gravedad enfocada es el futuro de la compañía, pero no en su estado actual, no como gláser. Es demasiado inestable. El campo de gravedad resultante es demasiado impredecible.
—¿Llevamos casi dos años trabajando dieciséis horas al día, casi nos hemos hecho matar por demostrarle este gláser, Lem, y de repente ya no le interesa?
—Al contrario. Estoy muy interesado. Pero creo que estará usted de acuerdo en que nuestro modelo actual necesita algo de trabajo. Simplemente hago una sugerencia para mejorarlo. Si es una idea terrible, dígamelo. Es usted la ingeniero, no yo.
—¿Cuál es la idea?
—Dos aparatos parecidos al gláser conectados entre sí como una bola que pueda ser colocada en lados opuestos de un asteroide. Como orejeras. Funcionan con el mismo principio, pero sus campos de gravedad se contrarrestan unos a otros, así que el asteroide sigue haciéndose pedazos por las fuerzas gravitacionales, pero el campo de gravedad no crece hasta niveles inestables. Queda mucho más contenido. La roca sigue acabando reducida a polvo, pero no muere nadie.
—Pondré a trabajar un equipo —dijo Benyawe—. Yo lo supervisaré personalmente. Es una buena idea. Merece la pena explorarla.
Lem se sorprendió. Esperaba una respuesta amable aunque ligeramente condescendiente sobre cómo la idea se apreciaba pero era demasiado poco práctica, una palmadita en la cabeza que decía en esencia: «¿Por qué no deja que piensen los adultos?». Después de todo, ¿cómo podía él presumir de pensar algo que no se les hubiera ocurrido a ellos? Eran las mentes más brillantes de sus especialidades. Lem no era científico: no sabía de física, no a su nivel, al menos. Sin embargo Benyawe iba a seguir trabajando en la idea. ¿O simplemente le estaba siguiendo la corriente? No. Era una buena idea. Era prometedora. ¿Y no era eso lo que hacían los emprendedores? Tienen ideas, y llaman a la gente que puede hacerlas realidad. ¿No era eso lo que había hecho su padre?
Lem dejó el comedor con paso vivo, cosa que era fácil en gravedad cero. Todo estaba saliendo bien por fin. Todo encajaba. Tenía cuatro bodegas de carga casi llenas de cilindros como regalo para el consejo de dirección. Había hecho pruebas de éxito con el gláser. Podolski se encargaba de la metedura de pata con la Cavadora, para eliminarla. Y ahora, si Benyawe y su equipo lo conseguían, podría regresar a Luna con planes para el gláser de la próxima generación, una idea por la que recibiría su reconocimiento.
Lem sonrió.
Había recorrido un camino pedregoso, sí, pero el viejo Lem Jukes había vuelto. Se detuvo y comprobó su reflejo en una de las brillantes columnas metálicas esparcidas por toda la nave. No se había afeitado desde hacía dos días, pero le gustaba el aspecto que le daba a su cara. Era esa expresión endurecida y canalla que parecía encandilar a muchas mujeres que había conocido. Echó atrás los hombros y comprobó su perfil. Era el aspecto de un líder, una cara que exigía que la siguieran. Tenía que darle las gracias a su padre por eso.
Se alisó la chaqueta, comprobó su otro perfil, y continuó su camino. No había llegado muy lejos cuando pasó ante una de los miembros de la tripulación, una mujer que trabajaba en la cocina por su aspecto. Le dirigió la mejor de sus sonrisas, y la mujer asintió y se ruborizó antes de continuar. Así que todavía lo tenía. Después de casi dos años fuera del juego no había perdido su atractivo.
Cogió el tubo para ir a sus habitáculos y se preguntó a quién debería llamar cuando regresara a la Tierra. Probablemente no era demasiado pronto para pensar en eso. Si conseguía un lugar más prominente en la compañía, como esperaba, estaría bien tener una mujer a su lado. No necesariamente una esposa, per se. Pero sí alguien que pudiera acompañarlo a los compromisos de la compañía y encandilar a los miembros del Consejo.
Lem puso un poco de música, se quitó las grebas y avambrazos, y flotó hasta el terminal de su ordenador. No había escasez de mujeres hermosas en su lista de contactos: mujeres del mundo de la empresa, la medicina, la ciencia, el entretenimiento, incluso una condesa danesa, aunque Lem acabó por considerarla demasiado engreída. Fue pasando sus fotos y sonrió al recordar. Muchas habían progresado hasta la tercera o cuarta cita, pero rara vez habían llegado más lejos. Lem viajaba demasiado extensamente y trabajaba demasiado intensamente.
Advirtió que la entrada más reciente tenía más de dos años, pero era de esperar: Lem había estado en el espacio. Otras entradas tenían siete u ocho años, cosa que le sorprendió. ¿Había pasado tanto tiempo? Todavía peor, no había mantenido contacto con ninguna de ellas, aunque había prometido seguir en contacto con todos ellos. De repente advirtió lo tonto que debía parecer intentar contactar con ellas cuando regresara. Eh, ¿me recuerdas? Cenamos hace siete años y fui completamente encantador y luego no llamé nunca. ¿Te recojo a las ocho?
Cuánta clase. Lem permitió que sus ojos se aclimataran hasta que vio su propio reflejo en la pantalla del terminal. Estaba engañándose a sí mismo, y lo sabía. Se apartó de la mesa, buscó la cuchilla y se afeitó. Tenía el pelo demasiado hirsuto.
Se estaba secando la cara con una toalla cuando una alerta sonó en el holoespacio sobre la mesa. Lem pasó la mano a través, autorizando el mensaje. La cabeza de Chubs apareció allí.
—Estamos recibiendo un mensaje de banda ancha-alta por una frecuencia de emergencia, Lem. Y no se va a creer de quién es.
—¿Alguien que conozcamos?
—La Cavadora.
Lem se quedó helado. ¿La Cavadora? ¿Cómo era posible?
—Creía que no teníamos radio. Creía que teníamos interferencias.
Llevaban días sin recibir ningún mensaje.
—Las interferencias afectan sobre todo las transmisiones de largo alcance —dijo Chubs—. Si una transmisión es lo bastante cercana y potente, parece que llega.
—¿A qué distancia está la Cavadora?
—A un día detrás de nosotros. Igualando nuestra velocidad.
Lem maldijo entre dientes. Un día. Los tenían prácticamente encima. Bueno, era perfecto.
—Es peor de lo que piensa —dijo Chubs—. Preguntan por usted personalmente.
Lem cerró los ojos. Todo volvía a hacerse pedazos. Podolski no podría haber borrado ya a la Cavadora. Era demasiado pronto. Los mineros libres los habían estado siguiendo. Deben haber leído los archivos de Lem y ahora vienen a pedir su precio por devolver los archivos.
—¿Qué les digo? —preguntó Chubs.
Durante un instante, Lem pensó en no aceptar la transmisión. Si los ignoraba, tal vez se fueran. Pero no, si lo que pretendían era hacerle chantaje, solo irían a otro sitio y venderían los datos, y eso sería peor.
—Pásamelos —dijo—. Pero quiero que veas y grabes este holo, Chubs. Tú solo.
—Entendido.
Chubs desconectó, y la cabeza de la mujer apareció en el holoespacio. Tenía exactamente el mismo aspecto que hacía meses: vieja y dominante y hecha de acero.
Lem comprobó el cuello de su camisa y luego acercó la cara al holoespacio para que ella pudiera verlo también. Habría un retraso de tiempo en la conversación, y la longitud del retraso dependería por completo de lo cerca que estuvieran las dos naves.
La anciana habló primero.
—Señor Jukes, esperaba que nuestros caminos no volvieran a cruzarse nunca más, pero las circunstancias lo exigen. Soy Concepción Querales, capitana de la Cavadora. Contactamos con usted porque necesitamos su ayuda. La Estación de Pesaje Cuatro ha sido destruida. Le envío todos los archivos que tengo para demostrárselo a usted y su tripulación.
Lem no dijo nada. Si los archivos llegaban, sabía que Chubs empezaría a repasarlos inmediatamente. Pero ¿la Estación de Pesaje Cuatro destruida? Imposible. Lem se había marchado de allí, ¿cuándo, hacía menos de una semana? Esto era un truco. Estaban planeando algo.
Como si pudiera leer su mente, Concepción dijo:
—Todo lo que voy a decirle le parecerá ridículo, y sin duda pensará que es algún truco por nuestra parte para vengarnos de ustedes por atacar nuestra nave. Le aseguro que no es el caso. Contacto con usted, señor Jukes, porque necesitamos desesperadamente su ayuda. Una nave alienígena ha entrado en nuestro sistema solar. Entre los datos que he enviado están su trayectoria y sus coordenadas. Puede mirarlo y ver que están ahí. Esa nave ya es responsable de las muertes de unas seiscientas personas, incluyendo todos a bordo de la Estación de Pesaje Cuatro y tres miembros de mi propia tripulación. Entre los datos que envío hay un vídeo de la especie alienígena. Esto no es una broma, señor Jukes, y no estaría contactando con usted si no fuera una absoluta necesidad. Le envío las coordenadas de encuentro. Una nave WU-HU en la zona ha accedido a unirse a nosotros para atacar la nave de aquí a seis días. Nuestra esperanza es que añadan ustedes la fuerza de su nave a la nuestra. La nave alienígena continúa decelerando, y si todos aceleramos y cambiamos levemente nuestro curso podremos interceptarla y salvar incontables vidas, quizás a la Tierra misma. Le daré a usted y su tripulación tres horas para revisar nuestros datos y responder. Por favor, reconozca este mensaje como recibido y su intención de responder.
Lem no se movió, intentando que la sorpresa no se reflejara en su cara.
—Mensaje recibido. Responderemos. Makarhu, corto.
Retiró la cara del holoespacio. La cabeza de Chubs apareció casi inmediatamente delante de él.
—Tenemos sus archivos. Pensé que podrían estar cargados con algún virus, pero están limpios. El piloto ha ejecutado las coordenadas que nos dio para la nave.
—¿Y…?
Chubs sacudió la cabeza.
—Será mejor que suba aquí, Lem. Hay algo ahí fuera. Algo como no he visto nunca.
Lem y Chubs se pasaron dos horas revisando todos los datos de la Cavadora. Cuando terminaron, fueron inmediatamente a buscar a Benyawe. La encontraron en el laboratorio con otros seis ingenieros, dibujando en la pared diseños rudimentarios de la nueva idea de Lem para el gláser.
Benyawe sonrió cuando Lem entró.
—Señor Jukes, estábamos discutiendo este diseño en forma de bola suyo. ¿Podría explicarle a los ingenieros lo que me explicó a mí antes?
—En otro momento —dijo Lem. Pulsó un botón, haciendo desaparecer los dibujos, y se volvió hacia los ingenieros reunidos—. Si nos disculpan, necesitamos un momento en privado con la doctora Benyawe por un asunto urgente.
Indicó la puerta. Los ingenieros intercambiaron miradas, sobresaltados, y luego recogieron rápidamente sus cosas y se marcharon. Chubs cerró la escotilla tras ellos.
—Tiene toda mi atención —dijo Benyawe con expresión preocupada.
Lem pasó primero el holomensaje de Concepción. Luego los vídeos de la Cavadora en la pared, Benyawe lo contempló todo en silencio, mostrando pocas reacciones, como una observadora científica calculadora. Ni siquiera dio un respingo como Lem cuando la hormiga apareció en la superficie de la cápsula. Cuando los vídeos terminaron, hizo preguntas concretas, y Chubs respondió proyectando el recto de los datos de la Cavadora en la pared. Benyawe guardó silencio mientras los leía, pasando las diversas ventanas, comprobando los cálculos, revisando las coordenadas.
Cuando terminó, se volvió hacia Lem.
—No podemos llamarlos «hormigas» como ellos hacen en español. La comunidad científica nunca aprobaría una clasificación con una lengua viva. Tiene que ser latín. Fórmicos. Al menos esa es mi recomendación profesional.
Lem parpadeó.
—¿A quién demonios le importa cómo los llamemos? Acabo de enseñarle una maldita especie alienígena, Benyawe. ¿Qué más da su nombre?
—Toda la diferencia del mundo —respondió Benyawe—. Este es el mayor descubrimiento científico de nuestra historia, Lem. Esto lo cambia todo. Esto responde a la pregunta científica más fundamental. ¿Estamos solos en el universo? La respuesta, obviamente, es no, no lo estamos. Y aún más, no somos tampoco la especie más avanzada tecnológicamente, cosa que sospecho herirá el orgullo humano.
—No me interesa la ciencia, doctora —dijo Lem—. Su mente científica puede extasiarse con este descubrimiento, pero mi mente lógica, práctica y racional se está meando en los pantalones. Hay una nave alienígena ahí fuera dirigiéndose hacia la Tierra con una potencia de fuego inimaginable y con probables intenciones maliciosas. Ahora, si hay alguna probabilidad de que esto sea una engañifa y Chubs y yo seamos unos idiotas crédulos, dígalo ahora.
—No —contestó Benyawe—. Esto es legítimo. La evidencia es incuestionable.
—¿No hay ninguna duda en su mente? —preguntó Chubs.
—Ninguna. Tenemos que transmitir esta información a la Tierra inmediatamente.
—No podemos —dijo Chubs—. Las comunicaciones de largo alcance se han caído por causa de las interferencias.
—¿Incluso la línea láser? —preguntó Benyawe.
—El transmisor está estropeado. La Cavadora cree que el venteo de la nave alienígena puede haber dañado los sensores externos hasta un millón de kilómetros de distancia. No hemos intentado enviar una línea láser desde hace tiempo o habríamos advertido el problema antes.
—Ahora sabe lo que sabemos nosotros —dijo Lem—. ¿Cómo le respondemos a la Cavadora? Ya tengo la opinión de Chubs. Ahora quiero la suya.
Benyawe pareció sorprendida por la pregunta.
—Les decimos que lucharemos, por supuesto. Les decimos que estaremos de su lado, dándoles todo lo que tenemos. Hay que detener ese nave, Lem. Destruirla si podemos, aunque sospecho que su capitana tiene razón. Lo mejor que podemos esperar es dañarla. Pero en cuanto a nuestra respuesta debe de ser un sí absoluto y resonante. La Makarhu se unirá a la lucha.
Lem asintió gravemente.
—Eso es lo que pensaba que diría.
—¿No está de acuerdo? —preguntó Benyawe—. ¿Mi voto es contrario al de ustedes dos?
—No —dijo Lem—. La decisión es unánime. Atacaremos a esos hijos de puta.