16
Estación de Pesaje Cuatro
Lem estaba en la ventana del puente de mando cuando la Estación de Pesaje Cuatro apareció por fin a la vista. Al principio fue solo un punto lejano en el espacio, indistinguible de las incontables estrellas que tenía detrás. Pero el piloto le aseguró que era en efecto el puesto de avanzada, y Lem hizo el anuncio a la tripulación. Ellos le respondieron con silbidos y aplausos, y unos cuantos tripulantes más cercanos le dieron una palmada de felicitación en la espalda, como si el propio Lem hubiera construido aquella cosa.
A Lem no le importaba la atención positiva. Le había dicho a la tripulación hacía meses que se detendrían aquí a por suministros y un pequeño permiso antes de continuar hacia Luna, y desde entonces la tripulación lo había tratado afectuosamente, sonriendo cuando lo veían, asintiendo cuando pasaba por su lado. De repente, dejó de ser el hijo del jefe. Era uno de ellos.
Cierto, los suministros y el permiso no eran la verdadera motivación de Lem para la visita, y sintió una pequeña punzada de culpa ante tanta celebración. El verdadero motivo para venir era dejar a Podolski para que pudiera borrar los ordenadores de la Cavadora. Pero ya que todo el mundo se merecía un pequeño descanso, no había ningún problema.
—Chubs, vuelve las cámaras hacia la Estación de Pesaje Cuatro y proyéctala aquí en el holoespacio —dijo—. Quiero ver qué amenidades nos esperan.
En el Cinturón de Asteroides, las estaciones de pesaje eran empresas enormes, con todo tipo de diversiones para que los mineros desesperados escaparan de la monotonía de sus naves. Casinos, restaurantes, cines. Una cercana a Júpiter tenía incluso una pequeña zona deportiva para combates de lucha libre en gravedad cero y otras actividades. Así que cuando la imagen de la Estación de Pesaje Cuatro apareció en grande en el holoespacio para que todo el mundo del puente de mando la viera, Lem supo de inmediato que no se parecía en nada a lo que esperaba todo el mundo.
Los aplausos murieron. Los silbidos cesaron. Todos se quedaron mirando.
La Estación de Pesaje Cuatro era un puñado de viejas naves mineras y secciones de estaciones espaciales jubiladas conectadas caprichosamente a través de una serie de tubos y túneles para formar una única estructura masiva. No tenía ninguna simetría, ningún diseño, ningún muelle de atraque central. A lo largo de los años se le habían ido añadiendo naves jubiladas de modo aleatorio, conectadas a la estructura donde hubiera espacio. Era como si alguien hubiera hecho una pelota con un basurero espacial y la hubiera decorado con unas cuantas luces de neón. No era una estación de pesaje: era un vertedero.
Lem pudo ver la decepción en el rostro de todos.
—Bueno —dijo, dando una palmada—. No estoy seguro de qué es más feo, las estaciones de pesaje de los mineros libres o sus mujeres.
No era particularmente gracioso, pero Lem esperaba provocar al menos una risita amable. En cambio, recibió silencio y miradas gélidas.
Hora de cambiar el estado de ánimo.
—La buena noticia —dijo, sonriendo y tratando de parecer alegre— es que la estancia en este delicioso oasis del Cinturón de Kuiper es invitación mía. Las bebidas, la comida y la diversión corren por mi cuenta. Considérenlo una anticipo de cortesía Juke Limited.
Como esperaba, esta noticia arrancó una nueva salva de aplausos y silbidos. Lem sonrió. Planeaba darle esta sorpresa a la tripulación sin saber el estado de la estación, y ahora se sintió particularmente aliviado por haberlo pensado de antemano. Vendería una carga de cilindros para pagar los gastos, pero Podolski seguía siendo la verdadera motivación para estar aquí. Lem necesitaba dinero para financiar la estancia de Podolski en la estación y su posterior vuelo a casa, no quería usar ninguna cuenta de la corporación para los gastos. Darle a todos una bonificación era una tapadera cara, pero efectiva, para conseguir dinero para Podolski.
Lem le ordenó a la tripulación que atracara la nave cerca del depósito, una enorme estructura en forma de almacén que era casi tan grande como la estación misma. Aquí los mineros libres que no usaban naves rápidas traían y vendían los minerales o los cilindros a precio más bajo que en el mercado. La estación de pesaje lo enviaba todo a Luna en naves rápidas por un porcentaje. La mayoría de las familias establecidas tenían su propio sistema de naves rápidas y usaban la estación de pesaje solo como fuente de suministros. Pero los recién llegados y advenedizos sin el equipo completo todavía vendían aquí sus cargas de minerales.
Lem y Chubs salieron de la cámara estanca de la nave y pasaron al túnel de atraque. El capataz los estaba esperando. Era un hombrecito sucio con un mono y un par de grebas disparejas en las espinillas que llevaba un holopad que parecía haber golpeado contra el suelo unas cuantas veces. El aire era cálido y denso y olía a polvo de roca, aceite de maquinaria, y sudor humano.
—Me llamo Staggar —dijo el hombre—. Soy el capataz aquí. Son ustedes Jukies, ¿verdad? No se ve su tipo mucho por aquí. La mayoría de las corporaciones se quedan en el Cinturón A.
—Estamos probando las aguas, como si dijéramos —contestó Lem—. Hay un montón de rocas ahí fuera.
Staggar se echó a reír, una carcajada que mostró un caos de mellas y dientes.
—Las bolas de nieve son mejores. Si pueden atravesar el agua congelada y el amoníaco, puede que encuentren algo. Por lo demás, esto es tierra de nadie.
—Ustedes están aquí —dijo Lem—. Los negocios deben de irles bien.
—Los negocios no van bien para nadie aquí fuera, señor. Este lugar floreció hace mucho tiempo, pero un montón de clanes se han marchado. Vamos tirando como todo el mundo.
—¿Adónde van los clanes? —preguntó Lem—. Creía que esto era el paraíso de los mineros libres.
Staggar se rio.
—Difícilmente. La mayoría de los clanes vuelven al interior del sistema, al Cinturón A. No soportan todo este espacio ni el frío. Asumo que es su primera vez en lo Profundo.
—No es el espacio profundo —dijo Lem—. Solo es el Cinturón de Kuiper.
Staggar hizo una mueca.
—¿Solo el Cinturón de Kuiper? Habla como si fuera un lugar de vacaciones. Se ha comprado una casa de verano aquí, ¿no, Jukie? —Se rio de nuevo.
—Nos gustaría vender unos cilindros —dijo Lem—. En efectivo. ¿Con quién tendríamos que hablar?
—Conmigo. Pero les advierto, no conseguirán el mismo precio aquí que en otras partes. Tenemos que ajustarnos para reflejar la gran distancia en la que nos encontramos. Esto es el confín exterior. Estoy seguro de que me entiende.
«Entiendo que eres un rufián», pensó Lem. Pero en voz alta dijo:
—Estamos dispuestos a negociar.
—Tampoco le prometo que vayamos a comprar —dijo Staggar—. Depende de lo que vendan. Tenemos un montón de gente intentando largarnos ganga. Puede que parezcamos tontos a gente ilustrada como usted, pero no lo somos, y será mejor que lo recuerde.
—Me parece que es usted un negociante astuto —dijo Lem—. Ni se me ocurriría intentar engañarle. Creo que considerará que nuestros cilindros son de alta calidad.
Lem le hizo una señal a Chubs, que tenía un cilindro de muestra. Chubs lo hizo flotar suavemente en el aire hacia Staggar, y el hombre lo cogió fácilmente. Staggar se acercó cojeando a un escáner que había en la pared (al parecer sus grebas disparejas tenían una polaridad diferente y afectaban a su forma de andar), e introdujo el cilindro en una ranura al efecto. En un instante llegó la lectura. Staggar trató de no parecer impresionado.
—Su escáner no miente —dijo Lem—. Apuesto a que es el ferroníquel más puro que ha visto desde hace tiempo.
Staggar se encogió de hombros.
—Es decente. Nada especial, en realidad.
—¿Entonces está interesado o no?
Staggar sacó el cilindro del escáner y se volvió hacia ellos, sonriendo.
—Depende. Verá, tengo un picor en el cerebro y parece que no lo puedo rascar. ¿Por qué un puñado de Jukies quieren vender cilindros aquí? Tienen ustedes su propio depósito cerca de Júpiter.
—Júpiter está muy lejos —respondió Lem—, y estoy ansioso por darle un descanso a mi tripulación. Todo el dinero que nos den volverá probablemente a la economía de su estación. Así que, tal como yo lo veo, es una situación completamente ventajosa para ustedes.
Staggar estudió sus rostros, la sonrisa de oreja a oreja.
—Vaya, sí que es usted un capitán generoso.
Volvió el cilindro y empezó a girarlo hábilmente en el aire delante de él, posándolo en la yema de su dedo.
—Hace esto por pura bondad, ¿verdad? ¿Le ofrece a los chicos y chicas de bordo un último hurra antes de volver a casa?
A Lem no le gustó adónde iba a parar esto.
—Por decirlo con las mismas palabras, sí.
Staggar se echó a reír.
—Le dije que no era tonto, señor Don Importante, y lo decía en serio. A, un corporativo nunca dice lo que quiere decir. Y B, los corporativos nunca hacen nada por sus tripulaciones a menos que puedan sacar tajada.
—Cree que tengo alguna motivación secreta —dijo Lem, haciéndose el divertido—. ¿No se le ha ocurrido que también yo puedo querer un descanso?
Staggar negó con la cabeza.
—No, me parece que ustedes quieren que esto no aparezca en los libros, ¿me equivoco? No quieren que el viejo Ukko Jukes sepa que están sisando un poquito para ustedes. Minería bajo cuerda, ¿eh? Luego podrán volver a casa y decirle a sus peces gordos que no extrajeron tanto mineral como esperaban. Y todo lo que vendan aquí para ellos no habrá existido nunca, mientras engordan sus propias cuentas bancarias —rio—. No nací en un asteroide, chicos. Reconozco un chanchullo cuando lo veo.
—¿Es así como hace siempre negocios? —preguntó Lem—. ¿Insultando primero a su cliente?
—No vamos a hacer negocios hasta que nos entendamos el uno al otro —dijo Staggar—. Ustedes los corporativos deben de tener pelotas de hierro para aparecer por aquí. Esta no es la sede de un club de fans, si captan lo que quiero decir. A mucha gente no les hará ninguna gracia verlos.
—No hemos venido a hacer amigos —respondió Lem—. Hemos venido a vender unos cuantos cilindros y a pasarlo bien. Dudo que a sus comerciantes les moleste que les demos nuestro dinero.
—Mi dinero, querrá decir.
—¿Cuánto por cilindro?
—No puedo responder a eso hasta que tenga una cuenta —dijo Staggar. Empezó a teclear en su holopad—. ¿A nombre de quién debo ponerlo?
Lem y Chubs intercambiaron una mirada.
—Preferiríamos evitar ningún registro —dijo Lem.
—Apuesto a que sí —dijo Staggar—, pero no puedo comprar nada sin añadirlo al inventario. Ustedes pueden engañar a su jefe, pero yo no puedo engañar al mío. Necesitan una cuenta o no hay venta.
—Ponga mi nombre —dijo Chubs—. Chubs Zimmons.
Staggar miró a Lem.
—¿A su nombre no, amigo? Con esa ropa elegante y por la forma en que habla supuse que era el capitán.
—A mi nombre —dijo Chubs.
El capataz se encogió de hombros.
—Como quiera. —Tecleó un poco más. Con la mirada todavía facha, preguntó—: Por curiosidad, ¿dónde han encontrado ese ferroníquel?
—Preferiríamos no decirlo —respondió Lem—. Secretos del negocio. Estoy seguro de que lo comprende.
Staggar sonrió.
—Eso pensaba. ¿Cuánto quieren vender?
—Depende del precio.
—Les pagaré por tonelada, no por cilindro.
—¿Qué precio? —dijo Chubs.
Staggar se lo dijo.
Chubs se enfureció.
—Esto es escandaloso. Vale veinte veces esa cantidad.
Staggar se encogió de hombros.
—Tómelo o déjelo.
Chubs se volvió hacia Lem.
—Está intentando robarnos.
—Ese es el precio en efectivo —dijo Staggar—. Si quieren cambiarlo por comida o combustible, podría subir un poco más.
—¿Un poco más? —dijo Chubs, enfadado—. Está loco si cree que vamos a aceptar eso.
—Ustedes han venido a mí —respondió Staggar—. Les estoy diciendo mi precio. Si no les gusta, váyanse a otra parte.
—Tiene razón —dijo Lem—. Tendríamos que haber ido a Júpiter. Vamos, Chubs. Le estamos haciendo perder el tiempo a este hombre.
Lem se dio media vuelta y se dirigió a la nave.
Chubs miró a Staggar de arriba abajo.
—Sí, parece que hacen muchos negocios aquí, ¿por qué no dejar que un cargamento grande como el nuestro se marche? No es que necesiten el dinero. —Miró a Staggar, mostrando su disgusto por su aspecto, luego se dio media vuelta y siguió a Lem de vuelta a la nave.
Lem tenía la mano en la compuerta cuando Staggar les gritó.
—Esperen. Tengo otro precio por si los clientes se vuelven testarudos y molestos, como es el caso.
—¿Y qué precio es? —dijo Lem.
Staggar se lo dijo.
—Doble esa cantidad y tendrá un trato —dijo Lem.
—¡Que la doble!
—Seguirá ganando una fortuna. Cosa que, si mis cálculos son correctos, es más que la alternativa: Cero.
Staggar sonrió.
—Los corporativos son todos iguales. Hampones arrogantes, todos ustedes.
—De un hampón a otro, tomaré eso como un cumplido —dijo Lem.
Lem dejó que los oficiales repartieran el dinero entre la tripulación. Era menos de lo que esperaba dar, pero más que suficiente para un descanso de dos días. Debido al bajo precio que había recibido por los cilindros, se había visto obligado a vender más de lo que pretendía en un principio, pero no le preocupaba. Todavía tenía más que suficiente para impresionar al Consejo.
El interior de la estación de pesaje era más atractivo que el interior, aunque no mucho. Dondequiera que Lem y Chubs iban, los comerciantes llamaban a gritos su atención, vendiendo todo tipo de cosas o herramientas mineras y bagatelas sin valor. A Lem le sorprendió el número de gente que vivía aquí: varios centenares si tenía que hacer un cálculo, incluyendo niños, madres con bebés, incluso unos cuantos perros, cosa que a Lem le pareció especialmente divertido ya que habían aprendido a saltar de pared en pared en gravedad cero. Lem lo absorbió todo, sintiéndose a gusto por primera vez en mucho tiempo. No pertenecía al espacio. Pertenecía a la ciudad, donde la energía era palpable y las vistas y sonidos y olores siempre eran cambiantes.
Encontraron en el mercado a una mujer que vendía ropa de hombre, y Lem le compró casi todo lo que tenía. Podolski y los dos guardias de seguridad tal vez tendrían que quedarse aquí un tiempo, y a Lem le pareció mejor que se mezclaran y se vistieran como mineros libres. No sabía si las ropas les vendrían bien, pero como nadie en la estación de pesaje se preocupaba por la moda y todas las ropas eran anchas de todas formas, no le parecía que importara.
Le dio a la mujer una buena propina para que llevara las ropas a la nave, y cuando la mujer, que tenía consigo a un niño pequeño, vio la suma de dinero en su mano, se sintió tan abrumada de gratitud que se echó a llorar y le besó la mano. Lem pudo ver que era pobre y que el niño tenía hambre, así que le dio otro billete grande antes de ponerla en camino.
—¿Se me está volviendo blando? —preguntó Chubs.
—Parecía que ella misma había cosido la ropa —dijo Lem, encogiéndose de hombros—. Un trabajo como ese debe estar bien pagado.
Chubs sonrió, como si lo supiera bien.
A continuación encontraron un zapatero. Lem calculó a ojo el tamaño de pie de Podolski y el guardia de seguridad y luego discutió con el hombre sobre los precios. Cuando se marcharon después de hacer la compra, Chubs se echó a reír.
—Creo que se ha pasado al intentar compensar por haber sido amable con esa mujer —dijo—. Le ha dado para el pelo a ese zapatero.
—Estaba intentando engañarnos —dijo Lem.
—Podríamos volver a buscar a esa mujer —se burló Chubs—. A su padre le encantaría que volviera con una esposa.
Lem se echó a reír.
—Sí, le encantaría tener a una minera libre campesina por nuera. Sobre todo con un hijo. Se sentiría en la gloria.
Entraron en la zona de alimentación, donde una docena de aromas los asaltaron de inmediato: galletas, pastas, pan, guisos, incluso unas cuantas comidas cocinadas, aunque eran desorbitantemente caras. Se encontraron con Benyawe, y los tres ocuparon una barra en un restaurante tailandés. En opinión de Lem no era lo bastante grande para ser considerado un restaurante (solo había espacio para seis personas como máximo), pero Lem prefería la intimidad.
En mitad de la comida, Chubs alzó su botella.
—Por nuestro capitán, el señor Lem Jukes, que salvó nuestra misión y ha obtenido beneficios en el proceso.
Benyawe alzó su copa y se unió al brindis, aunque no parecía particularmente de acuerdo.
—No deberías brindar por mí —dijo Lem—. Nuestro agradecimiento tendría que ir dirigido a la encantadora doctora Benyawe, quien incansablemente preparó el láser y realizó con aplomo nuestras pruebas de campo. Sin su inteligencia, perseverancia y paciencia con su irritable capitán, todavía estaríamos borrando guijarros del cielo.
—Por la doctora Benyawe —dijo Chubs.
Benyawe le sonrió a Lem.
—Brindar por mí no lo convertirá en más tolerable —dijo.
—Por supuesto que no —replicó Lem—. Apenas me tolero a mí mismo.
—Y sería aconsejable recordar que nuestra misión no habrá acabado hasta que regresemos a Luna —dijo Benyawe—. Llevamos meses de retraso, y hay muchos en el consejo de dirección que sin duda habrán descartado esta misión como un fracaso cataclísmico.
La sonrisa de Chubs se desvaneció.
—No intento estropear la velada —dijo Benyawe—. Simplemente les recuerdo que todavía estamos muy lejos de casa.
—Tiene razón —dijo Lem—. Tal vez nuestras celebraciones son un poco prematuras. —Alzó de nuevo su botella—. De todas formas, brindo de nuevo por Benyawe por ser una consejera tan sabia y una experta aguafiestas.
—Bravo, bravo —dijo Chubs, alzando su botella.
Benyawe alzó la suya y sonrió.
—Lem Jukes.
Las palabras sonaron desde la puerta.
Lem y los demás se volvieron hacia la entrada y vieron a un hombre gigantesco de pie en el umbral. Lo flanqueaban otros tres hombres, todos de aspecto duro y sucio y nada amistoso.
—Así que es usted Lem Jukes —dijo el hombretón—. El señor Lem Jukes en persona. Hijo del gran Ukko Jukes, el hombre más rico del sistema solar. Prácticamente estamos en presencia de la realeza.
Sus tres amigos sonrieron.
—¿Puedo hacer algo por usted, amigo? —dijo Lem.
El hombre entró en la habitación, agachando la cabeza para pasar bajo el marco de la puerta.
—Soy Verbatov, señor Jukes. Y no somos amigos. Nada más lejos.
—¿Qué problema tiene conmigo, señor Verbatov?
—Mis amigos y yo éramos parte de un clan búlgaro que trabajaba en el Cinturón de Asteroides hace cuatro años. Nueve familias en total. Una nave Juke nos quitó nuestra concesión y dañó nuestra nave. Nuestra familia no tuvo más remedio que disolverse. Cada uno de nosotros se fue por separado a trabajar en las naves que quisieron aceptarnos. Tal como yo lo veo, Juke Limited nos debe pagar los daños. El valor de nuestra nave y todo el infierno que hemos soportado desde entonces.
Se produjo el silencio. Lem miró a Chubs y escogió sus palabras con mucho cuidado.
—Fueron ustedes sometidos a una injusticia, señor. Y lo siento. Pero su lucha no es conmigo. No somos la gente que les quitó la concesión ni dañó su nave.
—No importa —dijo Verbatov—. Usted es Juke Limited. El hijo del presidente. Representa a la compañía.
—Nuestros abogados representan a la compañía —dijo Lem—. Hasta ahí podrá llegar en la cadena de mando. Si tiene un problema con cómo lo han tratado, le sugiero que acuda a los tribunales.
Verbatov se echó a reír.
—¿Los tribunales de Marte o de Luna, quiere decir? ¿A miles de millones de kilómetros de aquí? No. Me conformaré con un acuerdo fuera de los tribunales. Y no se moleste en decirme que no tiene la pasta. Sé de buena fuente que acaba de cobrar una buena cantidad de dinero y tiene una buena carga en su nave.
—Staggar es amigo suyo, por lo que veo —dijo Lem.
Verbatov sonrió.
—¿Qué acuerdo tienen ustedes dos? —preguntó Lem—. ¿Le recupera usted su dinero y él le da una parte? Me parece sorprendente, señor Verbatov. No parece el tipo de persona que recupera usted gran cosa.
Verbatov se echó a reír.
—¿Tan transparente soy, señor Jukes?
—Sí que lo es.
—Páguenos lo que en justicia nos merecemos —dijo el hombre.
—Ese dinero no es mío. Pertenece a Juke Limited.
—Que nos lo debe.
—Escriba una queja —dijo Chubs—. Nosotros nos encargaremos de que llegue a la gente adecuada.
La sonrisa de Verbatov desapareció. Hizo un gesto a uno de los hombres que tenía detrás.
—Nos pagará lo que nos pertenece, señor Jukes, o nos veremos obligados a tener más conversaciones con su tripulación.
Uno de los hombres de Verbatov entró, arrastrando un cuerpo ingrávido. Era el doctor Dublin. Tenía el rostro hinchado y ensangrentado, pero estaba vivo.
—¡Richard! —dijo la doctora Benyawe, e intentó acercarse a él.
Chubs la agarró por el brazo, deteniéndola.
—El doctor Dublin ha sido muy locuaz —dijo Verbatov—. Nos habló de ese láser de gravedad que tienen en su nave. Dice que convierte la roca en polvo. Muy fascinante. Parece un modo completamente nuevo de extraer mineral. Mis hermanos y yo agradeceríamos un regalo como ese. Eso debería cubrir nuestros perjuicios si el doctor Dublin decía la verdad, como sospecho que era el caso, considerando que se rompió unos cuantos dedos en el proceso.
Lem no dijo nada.
Verbatov miró a Dublin y le dio una palmadita en la cabeza, empujando suavemente su cuerpo hacia la puerta.
—A menos que usted y yo lleguemos a un acuerdo, señor Jukes, el doctor Dublin puede romperse también accidentalmente las piernas.
El dardo alcanzó a Verbatov en la garganta, y por un momento Lem no supo qué estaba pasando. Hubo una serie de pops, y los hombres que acompañaban a Verbatov retrocedieron levemente cuando los dardos los alcanzaron en el pecho, la cara o la garanta. Lem se sintió confuso hasta que Chubs se lanzó desde la mesa hacia la puerta, el arma en la mano. Chubs dejo atrás a Verbatov y salió, apuntando a derecha e izquierda, buscando rezagados. Los ojos de Verbatov fluctuaron y luego se cerraron. Sus hombros se hundieron, pero permaneció erecto en gravedad cero, los pies todavía clavados al suelo por las grebas. Chubs volvió junto a él y le clavó tres dardos más en el pecho a bocajarro.
—¿Qué estás haciendo? —dijo Lem.
—Mi trabajo —replicó Chubs. Agarró al doctor Dublin y empujó su cuerpo hacia la salida. Cuando alcanzó a Verbatov, Chubs apartó el cuerpo del hombre. Los pies de Verbatov, como el tronco de un árbol, no se movieron, pero su torso se inclinó a un lado lo suficiente para que Chubs sacara a Dublin por la puerta y lo llevara al pasillo. Lem y Benyawe lo siguieron.
Los hombres de Verbatov permanecían tan inmóviles como su líder, los hombros hundidos, los ojos cerrados. Chubs comprobó sus cuellos en busca de pulso, esperando claramente no encontrar ninguno.
—Los ha matado —dijo Benyawe.
—Puede darme las gracias más tarde —dijo Chubs, mirando su palmar—. Y acabo de enviar una orden de emergencia a todos los miembros de la tripulación que están en la estación para que vuelvan a la nave cagando leches.
El palmar que Lem llevaba en la cadera vibró cuando recibió el mensaje.
Chubs le quitó rápidamente los dardos a los hombres y los depositó en un pequeño recipiente.
—Los ha matado —repitió Benyawe.
El dueño del restaurante tailandés se acercó, anonadado. Chubs alzó instintivamente su pistola de dardos. Benyawe se interpuso entre él y el otro hombre.
—Basta. No va a matar a gente inocente.
Chubs se encogió de hombros y se volvió hacia Lem.
—Tenemos que movernos. Yo abriré camino. Benyawe y usted tiren de Dublin. Pónganlo erecto si pueden. No demasiado rápido. No queremos llamar la atención.
Chubs se metió las manos en el bolsillo de la chaqueta, ocultando su arma, y empezó a recorrer rápidamente los túneles. Dejaron atrás pequeñas tabernas, quioscos, tiendas y vendedores. En todas partes los miraba la gente (el rostro ensangrentado de Dublin era difícil de ignorar) y todos se apartaban, dejándoles sitio de sobra. Cuanto más se acercaban a la nave, más tripulantes fueron encontrando. Varios se unieron a ellos de camino, echaron un vistazo al doctor Dublin, y avivaron el paso.
No encontraron más resistencia hasta que llegaron al túnel de atraque. Staggar bloqueaba el camino con cuatro hombres. Llevaba un rifle de dardos cruzado en un brazo. Vio al grupo de tripulantes que se acercaba y sonrió.
—¿A qué tanta prisa, señor Jukes? ¿Se marcha tan…?
Un dardo se hundió en su pecho, y un instante después sus ojos se cerraron. El rifle escapó de su mano y quedó flotando ante él.
Los hombres que acompañaban a Staggar buscaron bajo sus abrigos, pero antes de que pudieran sacar nada un puñado de dardos se clavó en sus pechos, cuellos y rostros. En cuestión de segundos quedaron todos quietos y en silencio.
Lem no podía creer lo que estaba viendo. Alrededor de él siete u ocho tripulantes habían sacado sus armas y acababan de disparar. Lem ni siquiera sabía que iban armados.
—¿Están locos? —le gritó Benyawe a Chubs.
Chubs se volvió hacia uno de los tripulantes, ignorándola.
—Quiero todos los dardos recogidos. Ni un solo rastro.
—Sí, señor.
El hombre y los otros tripulantes empezaron a recoger los dardos de los muertos. Lem se quedó mirando asombrado. No había sorpresa en sus rostros. No había pánico. Solo una rápida e incuestionable obediencia. Como si la tripulación estuviera entrenada para momentos como este.
Banyawe miró los cadáveres de pie, luego corrió a alcanzar a Chubs, que se dirigía hacia la nave.
—No puede dispararle así a la gente y esperar que no haya consecuencias —dijo.
—Las consecuencias de que nos quedáramos aquí eran mucho peores.
—Vendrán a buscarnos.
Chubs se detuvo y se volvió a mirarla.
—¿Quién? ¿La policía? Esto es una estación de pesaje, doctora. Probablemente acabamos de hacerle a los dueños de las tiendas y los vendedores de bagatelas el mayor servicio de sus vidas matando a los hampones y criminales que los han estado explotando. —Señaló a los muertos—. Esos son mala gente —dijo—. ¿Es lo bastante sencillo para usted? Probablemente son asesinos. ¿Vio la cara del dueño del restaurante cuando entró Verbatov? Estaba asustado de muerte. Aquí había una historia. Mañana, sus socios y él construirán una estatua en nuestro honor. Ahora bien, si quiere quedarse y esperar a la guardia de seguridad de estación para poder presentar excusas formales, adelante. Pero esta nave se marchará dentro de seis minutos o menos, y le sugiero que suba a bordo.
Chubs cogió el escáner que Staggar había usado antes y llamó por su palmar.
—Podolski, venga aquí.
En cuestión de segundos Podolski salió de la nave vestido con las ropas de minero libre que Lem le había comprado.
—Borre nuestra existencia —dijo Chubs, señalando el escáner—. Toda huella de esta nave y de nuestra visita a este lugar tiene que ser borrada. ¿Comprende?
Podolski parecía inquieto. Advirtió los cadáveres al fondo del túnel de atraque.
—¿Qué sucede? ¿Qué le ha pasado a esta gente?
—No es nada de lo que deba preocuparse —dijo Chubs—. Solo haga su trabajo.
Podolski asintió.
—Ahora —dijo Chubs.
Podolski se puso a ello y empezó a teclear en el escáner.
Chubs se volvió hacia Lem.
—Me disculpará que sobrepase mi autoridad aquí, Lem. Debería ser usted quien diera las órdenes, no yo.
Lem miró a Chubs, como si lo viera por primera vez.
—Es usted algo más que un tripulante de la nave para mi padre, ¿verdad?
Chubs hizo una mueca.
—Podríamos decirlo así.
—Mi padre lo envió en esta misión para protegerme. Para impedir que me hiciera matar.
—Básicamente.
Lem asintió.
—Bien. Siga.
Lem se volvió hacia los tripulantes y habló en voz alta para que todos lo oyeran.
—Mis disculpas a todos. Nuestra estancia aquí queda suspendida. Pero, sinceramente, si su día en este vertedero ha sido la mitad de desagradable que el mío, volver a la nave probablemente sea una buena idea.
Lem abrió la cámara estanca. Dos de los tripulantes entraron primero, escoltando cuidadosamente al doctor Dublin al interior. Los demás los siguieron.
Podolski se entretuvo otro instante en la terminal y entonces se volvió hacia Chubs.
—El escáner está limpio. Nunca hemos estado aquí.
Dos tripulantes salieron de la nave vestidos de mineros libres.
—Me tomé la libertad de elegir a dos de nuestros mejores hombres —dijo Chubs.
—Bien —respondió Lem.
Podolski pareció asustado.
—He estado pensando en ese acuerdo nuestro —dijo—. Y creo que ya no es una buena idea. Este lugar no es seguro.
Chubs le dio una tranquilizadora palmada en la espalda.
—Está bien. Mangler y Wain le proporcionarán toda la seguridad que necesite.
Lem miró a los dos hombres. Estaban allí de pie, inexpresivos, como dos fríos soldados. No, no como soldados: eran soldados. Su padre había llenado esta nave con personal de seguridad y Lem ni siquiera lo había sabido.
—No pueden dejarme aquí —dijo Podolski—. ¿Y si esta gente piensa que soy responsable? ¿Y si saben que soy un corporativo?
Chubs y Lem se reunieron con Benyawe en la compuerta.
—Estará bien —repitió Chubs—. Piense que son unas vacaciones.
Podolski abrió la boca y gritó una respuesta, pero la puerta de la cámara estanca ya estaba cerrada. Lem miró al hombre a través de la ventanita. Podolski parecía lleno de pánico y furioso. Los dos guardias de seguridad estaban de pie detrás de él, sin moverse. Al fondo del túnel, Staggar y los otros cadáveres permanecían erguidos con los imanes de sus botas pegados al suelo y los brazos flojos a los costados.
—Supongo que no va a decirme por qué vamos a abandonar a tres miembros de nuestra tripulación —dijo Benyawe.
—¿No se ha dado cuenta? —respondió Chubs—. Querían quedarse.
Edimar volaba por el pasillo de la Cavadora sin mirar a nadie. Había gente por todas partes, cada uno a lo suyo, pasando por su lado, presurosos, pero ella fingía no advertirlos. No podía soportar ver sus caras. Entre ellos habría una o dos personas que todavía la mirarían como si fuera una niña frágil. Habían pasado meses desde la muerte de Alejandra y su padre, pero todavía había algunos en la familia que le dirigían esa mirada de compasión que decía: «Pobrecilla. Tu padre y tu hermana muertos. Pobre, pobre niña».
«No soy una niña —quería gritarles Edimar—. No necesito vuestra piedad. No quiero vuestra compasión. Dejad de decir que “sabéis” por lo que estoy pasando o que “sabéis” cómo se siente o que “sabéis” lo duro que debe de ser esto para mí. No sabéis nada. ¿Fue vuestro padre quien fue desgarrado por una hormiga y se desangró hasta morir? ¿Fue vuestra hermana quien probablemente voló en pedazos o se quedó sin aire en los pulmones? No, no fueron. Así que dejad de fingir que sois una fuente de sabiduría emocional que comprende la pena y el dolor de todo el mundo. Porque no lo sois. No sabéis nada de mí. Y podéis saltar a un agujero negro, por lo que a mí respecta».
No lo decía en serio. No esa última parte, al menos. Pero odiaba las miradas de compasión y los suspiros apenados que le dirigían, como si toda su vida careciera ahora de esperanza, como si nada importara en el mundo y se resignara a pasar el resto de su vida chapoteando en la miseria.
El momento más irritante fue cuando su tía Henrika le dijo: «No pasa nada, Edimar. Puedes llorar». Como si Edimar necesitara permiso de esta mujer. Como si hubiera estado conteniendo todas sus emociones y esperara que algún adulto le indicara que abriera las compuertas. «Oh, gracias, tía. Gracias. Qué amable por tu parte concederme el derecho a llorar delante de ti y humillarme para sí poder demostraros a ti y a tu chismosa y criticona hermana que estoy triste de verdad. ¿Contenta, tiíta? Mira, aquí hay una lágrima, caída de mi propio ojo. Toma nota. Difunde la noticia. Edimar está triste».
Cuando su tía dijo aquello fue tan doloroso y humillante y presuntuoso que Edimar casi se echó a llorar, allí mismo y delante de todos en lo que podría haber sido un estallido de lágrimas inmediatas. Había estado a punto. Pudo sentir que estaba al borde del precipicio, tan cerca del llanto que el más mínimo cambio en su respiración o la más leve tensión de su garganta la habría hecho caer por el borde y lanzarse a un sollozo incontrolable.
Sin embargo, afortunadamente, por alguna milagrosa muestra de fuerza de voluntad, Edimar consiguió convertir su rostro en una máscara y no traicionó el horror y el shock y el dolor que sintió ante las palabras de la tía Henrika. ¿Cómo podía la gente, al intentar servir de ayuda, ser tan fría de corazón, tan irreflexiva y cruel?
Fue especialmente irritante porque Edimar sí que lloraba. Cada día. A veces durante una hora seguida. Siempre sola en la oscuridad del nido del cuervo, donde nadie podía ver ni oír sus lágrimas.
Pero al parecer para gente como tía Henrika, a menos que lloraras delante de todo el mundo, a menos que llevaras la pena puesta y pasearas tus lágrimas para que todo el mundo lo viera, no tenías lágrimas que derramar.
Edimar dobló una esquina y rebotó en una pared, lanzándose pasillo arriba. Sabía que no debería ser tan irascible. Nadie fingía compasión. Todos tenían la mejor intención en mente. Incluso la tía Henrika, a su modo triste y condescendiente. El problema era que la gente que debería callarse era la que más hablaba. Edimar se sentía agradecida a gente como Segundo y Rena y Concepción, gente que no la trataba como a una niña pequeña ni abordaba siquiera el tema de las muertes de su padre y de Alejandra, sino que simplemente le preguntaban por su trabajo y le hablaban del suyo. Eso era todo lo que Edimar quería: ser tratada como una persona que podía dominar la situación en vez de ser tratada como un saco triste y lloriqueante.
Dreo la esperaba ante el comedor. Todos habían acordado reunirse aquí antes de ir a la oficina de Concepción para dar sus informes. Tras la muerte de su padre, Concepción le había pedido a Dreo que la ayudara con el Ojo cada vez que hiciera falta, y Dreo, como el ansioso comandante que era, había aprovechado esta nueva autoridad. Edimar no necesitaba su ayuda y desde luego no la quería, pero Dreo siempre encontraba oportunidades para colarse en su trabajo. Para guardar las formas, Dreo no quería visitarla en el nido del cuervo sin que lo acompañara otro adulto, y por fortuna esto mantenía a Dreo lejos casi todo el tiempo. Lo cual era lo mejor. No sabía casi nada de cómo funcionaba el Ojo ni de cómo interpretar sus datos. Comprendía el sistema operativo y poco más. Pero saber cómo funciona un horno no significa que puedas cocinar un soufflé.
—¿Trajiste tu holopad? —preguntó Dreo.
Así que iba a volver a tratarla como a una niña. Ella mantuvo el rostro inexpresivo y alzó el holopad para que lo viera.
—¿Bien? ¿Tiene cargada la presentación?
¿De verdad pensaba que era idiota? ¿O Dreo era así de condescendiente con todo el mundo?
—Puedes mirarlo si quieres —dijo en voz alta.
Él descartó la idea.
—Si hay fallos, ya los iremos viendo. Vamos. —Se dio media vuelta y se dirigió al puente de mando, esperando que ella lo siguiera.
«Qué considerado por tu parte —pensó Edimar—. Irás viendo mis “fallos”. Qué jugador de equipo eres, Dreo. Menos mal que tienes tu gran intelecto para rescatarnos de mi defectuosa presentación».
Edimar suspiró. Estaba siendo engreída otra vez. ¿Qué más daba si Dreo era un coñazo? ¿Qué más daba que se llevara todo el crédito? El mundo podría estar a punto de acabarse. Había cosas más importantes que sus sentimientos heridos.
Llegaron a la oficina de Concepción y fueron invitados a pasar. Concepción no estaba sola. Segundo, Bahzím, y Selmo estaban también presentes.
—He pedido a unos cuantos miembros del Consejo que nos acompañen —dijo Concepción—. Quiero conocer su opinión. Espero que no os importe.
—En absoluto —dijo Dreo—. Lo preferimos.
A Edimar le molestó que Dreo presumiera de hablar por ella. Tenía razón, naturalmente: prefería conocer sus opiniones. Pero no se lo había dicho a él, y no le gustaba que hiciera suposiciones de su parte.
—Ahora sabemos cómo es la nave de las hormigas —dijo Dreo—. Está cerca y se mueve lo bastante lento para que el Ojo cree una imagen precisa. Dejaré que Edimar haga la presentación, y yo clarificaré los puntos cuando sea necesario.
«Oh, me “dejará” hacer la presentación —pensó Edimar—. Qué amable». Como si Dreo pudiera hacerla él solo pero estuviera simplemente complaciendo a una niña, como si conociera el material mejor que ella, cuando de hecho era Edimar quien había hecho el noventa y cinco por ciento del trabajo. ¿E iba a clarificar los puntos? ¿Qué puntos, exactamente? ¿Qué sabía de la nave más que ella?
No lo miró, preocupada de que se notara su malestar. En cambio, se puso a trabajar con el holopad, anclándolo a la mesa de Concepción y levantando las diversas antenas. Cuando estuvo preparado, encendió el holo. Una imagen creada por ordenador de la nave hormiga apareció ante ellos.
La habitación quedó en silencio. Como Edimar esperaba, todos pusieron la misma expresión levemente aturdida. La nave no se parecía a nada que los humanos hubieran concebido jamás. Era una especie de lágrima grande y abultada, al parecer lisa como el cristal, con el extremo en punta encarando la dirección hacia la que viajaba. Cerca de la parte frontal había una ancha abertura que sobresalía y rodeaba por completo la punta.
—Para daros una sensación de escala —dijo Edimar—, aquí tenéis cómo se vería la Cavadora a su lado.
Una imagen de la Cavadora apareció junto a la nave hormiga. Era como ver una uva junto a un melón.
—¿Cómo puede una nave tan grande moverse tan rápido? —murmuró Bahzím.
—Ni siquiera parece una nave —dijo Selmo—. Es circular. Ni hay arriba ni abajo. Más bien parece un satélite.
—Es demasiado grande para ser un satélite —repuso Segundo—. Además, sabemos que la cápsula salió de esa nave. Cómo partió a una velocidad tan alta es inimaginable, pero debió hacerlo. Lo que me sorprende es que no puede ver ningún punto obvio de entrada ni de salida.
—¿Y esa ancha abertura en la parte frontal? —señaló Bahzím.
Segundo sacudió la cabeza.
—Si tuviera que hacer una suposición, diría que es un impulsor de ariete. Víctor sospechaba que la cápsula funcionaba con uno, y esto parece un diseño similar. La nave recoge átomos de hidrógeno, que a casi la velocidad de la luz debería ser radiación gamma, y luego los cohetes toman este plasma gamma para convertirlo en impulso. Sería un brillante sistema impulsor porque tendrías una cantidad infinita de combustible y cuanto más rápido te muevas, más hidrógeno recogerías y por tanto más aceleración e impulso generarías.
—Propulsión por campo recolector —dijo Concepción.
—¿Eso es posible? —preguntó Bahzím.
—Teóricamente —dijo Segundo—. Solo funcionaría en una nave construida en el espacio y dedicada al viaje interestelar. No se podría usar un sistema de propulsión como ese para salir de la atmósfera de un planeta. Demasiada fuerza g. Morirías al instante. Pero, en el vacío, se podría acelerar rápidamente y con seguridad. No obstante, yo no diría que es exactamente una forma de propulsión limpia. Emitiría cantidades masivas de radiación. Nadie querría volar detrás. Ni siquiera a gran distancia. Si se impulsa con plasma gamma, este probablemente interferirá con los sensores y el material electrónico hasta, digamos, un millón de kilómetros de distancia. Sigue demasiado tiempo en su estela y causaría roturas en la superficie de la nave. Y, en distancias más cercanas, probablemente se recibiría una dosis letal de radiación. Si uno se pone detrás, quedaría desintegrado instantáneamente.
—Maravilloso —dijo Selmo.
—Lo que no entiendo es cómo pueden ver adónde van —dijo Bahzím—. No veo ninguna ventana ni sensores discernibles. La superficie es completamente lisa.
—Parece lisa, pero no lo es —respondió Edimar—. Inspeccionando con atención se pueden detectar costuras, hendiduras y rugosidades. Como estos círculos. —Tecleó una orden, y cuatro enormes círculos aparecieron en la nave, uno al lado del otro, alrededor del extremo bulboso de la lágrima—. No sabemos qué son —dijo—. Puertas, tal vez. O quizá naves más pequeñas que se separan de la nave principal. Sean lo que sean, son enormes.
—Todo es enorme —dijo Bahzím—. Lo cual me hace preguntar por la defensa. ¿Cómo se protege contra las amenazas de colisión? Sin un buen sistema MG la pulverizarían los asteroides. Pero miradla. No tiene mataguijarros. Ni cañones. Ningún tipo de armas.
—No pude distinguir ningún arma tampoco —dijo Edimar—. Pero sí tiene un sistema MG. Lo he visto. Cualquier objeto en ruta de colisión queda completamente destruido. Asteroides, guijarros, cometas. Todo desintegrado por láseres desde la superficie de la nave.
—¿La superficie? —preguntó Bahzím—. ¿Dónde?
—Ahí está la cosa. Desde cualquier parte de la superficie. Puede disparar desde cualquier punto de la nave. Es como si la nave toda fuera un arma.
—¿Cómo es posible? Los láseres tienen que salir de algo.
Edimar se encogió de hombros.
—Tal vez haya algún sistema bajo la superficie que los suelta. Tal vez tiene miles de poros por todo el casco que se abren y liberan los láseres. Funcione como funcione, es más potente que nada que tengamos los humanos porque puede disparar tantos como quiera de una vez. Así que en vez de disparar un solo rayo con dos cañones como hacemos nosotros para eliminar una amenaza de colisión, las hormigas pueden disparar toda una muralla de fuego láser.
La habitación quedó en silencio un momento.
—Eso no es exactamente reconfortante —dijo Concepción.
—Nada de todo esto es reconfortante —masculló Selmo.
—¿Sabemos de qué están compuestos los láseres? —preguntó Segundo.
—No —respondió Edimar—. Pero no creo que sean fotones. Sus rayos pueden tener un metro de grosor y actúan de forma distinta a nuestros láseres. Si tienes razón en lo del impulsor de ariete, si están usando plasma gamma como propulsión, no es descabellado aventurar que usan rayos gamma coherentes como arma también. ¿Por qué? Si pueden dominar los rayos gamma como propulsión, ¿por qué no reconducirlos y laserizarlos como medio de defensa?
—Armas y combustible de la misma sustancia —dijo Concepción—. Sí que es económico.
—¿Plasma láser laserizado? —dijo Selmo—. Eso hace que nuestros MG parezcan una broma.
—Son una broma —apuntó Bahzím.
—La composición de los láseres es todo especulación —dijo Dreo—. Lo que sí sabemos es que sus láseres solo enfilan amenazas de colisión. Las hormigas no arrasan todo a la vista. Son conservadoras con su fuego. Siguen el mismo protocolo de cualquier otra nave en ese aspecto. A menos que el objeto vaya a chocar con ellas, lo ignoran.
—Eso es una buena noticia para nosotros —dijo Edimar—. Nos movemos en la misma dirección, como si fuéramos en paralelo a la trayectoria de la astronave. No vamos en ruta de colisión. Cuando nos adelante, debería ignorarnos.
—A menos que le dispare a toda nave que se le ponga a tiro —dijo Bahzím—. Que no se cargara un puñado de rocas ahí fuera no significa que no nos vaya a disparar a nosotros. ¿Qué sabemos? Tal vez su misión sea destruir todas las naves humanas que vea. No dejó exactamente a los italianos en paz, y no estaban tampoco en ruta de colisión.
—No estaremos cerca cuando pase —dijo Dreo—. Nos movemos en paralelo a su trayectoria pero a gran distancia. Nunca le ha disparado a nada que esté ni remotamente cerca de este alcance.
—¿Entonces nos adelantará antes de que lleguemos a la Estación de Pesaje Cuatro? —preguntó Concepción.
—Sí —respondió Edimar—. Lo cual significa obviamente que pasará ante la estación de pesaje antes de que nosotros lleguemos, aunque no por mucho.
Concepción se volvió hacia Segundo.
—¿Ha habido suerte con la radio?
Llevaban semanas intentando contactar con la estación de pesaje, pero sin éxito alguno.
—La radio solo funciona en distancias cortas —dijo Segundo—. Hemos estado enviando mensajes a la estación, pero todo lo que nos llega de vuelta es estática. Hay un montón de interferencias.
—Tal vez las hormigas están interfiriendo la señal de radio —dijo Bahzím.
Segundo se encogió de hombros.
—¿Quién puede decir si saben siquiera lo que es una radio? Es posible que tengan otro sistema de comunicación completamente distinto. O el problema podría ser la radiación que emite su nave. Tal vez eso afecta de algún modo a las transmisiones. Incluso a esta distancia. No lo sé.
—¿Entonces la estación no está enterada de que la nave viene? —preguntó Bahzím.
—No a menos que ellos la hayan detectado también —dijo Segundo—. Lo cual es posible, pero lo dudo. No va directamente hacia ellos: pasará al menos a cien mil kilómetros, así que probablemente sus ordenadores no los alertarán. Y ya conocéis a los tipos que tienen a cargo de la sala de control. Son estibadores saturados de trabajo haciendo horas extra. No son expertos como Toron o Edimar. Si no se trata de una amenaza de colisión, ¿qué les importa? Si tuviera que hacer una suposición, diría que la estación está completamente desprevenida.
—Lo positivo —dijo Dreo— es que basándonos en la conducta anterior de la nave hormiga, probablemente dejará en paz a la estación de pesaje y seguirá su camino. Nosotros llegaremos un día más tarde, y podremos usar entonces su línea láser.
Concepción se inclinó hacia delante y contempló la nave estelar en el holoespacio.
—Por el bien de todos los que están a bordo de esa estación, rezo a Dios para que tengas razón.
Podolski se ocultaba en una pequeña habitación alquilada adyacente a un puesto de tallarines en la Estación de Pesaje Cuatro cuando las autoridades lo encontraron. Derribaron la puerta de una patada cuando no la abrió, y Podolski se acurrucó al fondo de la habitación. Notó de inmediato que no eran agentes de policía de verdad. Eran hombres duros, vestidos como los hombres que Chubs y la tripulación de la nave habían matado en el túnel de atraque antes de largarse y dejar aquí a Podolski, aislado.
—Hola, hola —dijo el hombretón que iba al frente. Tenía un acento europeo que Podolski no podía situar—. Es usted un pájaro duro de encontrar, amigo. He tenido que preguntarle a tres personas distintas antes de encontrarlo. —Se echó a reír—. Era una broma, amigo —dijo—. Ahora venga No hay por qué llorar. Solo queremos hacerle unas cuantas preguntas.
Podolski se frotó los ojos. ¿Estaba llorando? No se había dado cuenta. Se preguntó dónde estaban Mangler y Wain. Se suponía que tenían que protegerlo. Se suponía que tenían que estar ahí fuera.
—¿Quiénes son ustedes? —dijo.
—Podría decirse que somos los guardianes de la paz por aquí —respondió el hombre—. Y al ver cómo ha habido una disrupción de la paz recientemente, nuestra primera pregunta es: ¿Quién es la gente nueva en la estación? Tal vez tengan alguna información al respecto. ¿Me entiende? Trabajo lógico de detective.
—Yo no sé nada —dijo Podolski.
El hombre sonrió.
—Vamos, vamos, amigo. No se subestime tanto. Estoy seguro de que sabe montones de cosas. Como su nombre, por ejemplo. Eso sí lo sabe, ¿verdad?
—Gunther Podolski.
—Podolski —repitió el hombre, sonriendo—. ¿Ve? Tiene información. Sigamos: ¿En qué nave vino?
—¿Dónde están mis amigos? —preguntó Podolski, encontrando ahora su valor—. Los que estaban fuera.
El hombretón trató de ocultar su malestar.
—Sus amigos están cooperando, Podolski. Les estamos haciendo preguntas, y ellos son felices de responderlas. Usted debería responderlas también. Será más fácil para todo el mundo.
Podolski no dijo nada.
El hombretón miró la maleta de Podolski, anclada a la mesa, y la abrió. Dentro había varios holopads y equipo para acceder y borrar la Cavadora. El hombretón silbó.
—No viaja ligero, ¿eh, señor Podolski? Son unas máquinas muy molonas, tan nuevas y brillantes. Si no lo supiera bien, diría que es material corporativo.
Podolski no dijo nada.
—No le mentiré, señor Podolski, esto es una mala noticia para usted. —Alzó la maleta—. Esto es una prueba incriminatoria —dijo—. Uno de los honorables emprendedores de esta estación de pesaje fue atracado y asesinado hace dos días junto con varios de sus empleados, y esta maleta le convierte en el principal sospechoso. Personalmente, no me caía muy bien ese hombre, pero era uno de nuestros ciudadanos, y lo más importante, me debía un montón de dinero. Entonces lo encuentro a usted de repente, señor Podolski, un forastero con todo este equipo para robar a la gente.
—No es para eso —dijo Podolski.
El hombre enarcó una ceja.
—¿No? ¿Tiene otros planes, entonces? Ilumíneme.
Podolski no dijo nada.
El hombretón suspiró.
—No está cooperando, señor Podolski. No soy abogado, pero esto le hace parecer culpable. —Se acercó un paso—. Ahora, si tiene el dinero del señor Staggar, esto podría resolverse con mucha facilidad.
—No tengo su dinero —dio Podolski—. No sé de quién está hablando.
El hombre sonrió.
—Puede que no sepa su nombre, pero conoce al hombre. Le refrescaré la memoria. Un tipo muerto. Túnel de atraque. Feo como una roca, probablemente por recibir golpes en la cara a lo largo de los años por ser testarudo como usted.
La mano del hombre se cerró de pronto en torno al cuello de Podolski y apretó. Podolski jadeó. Sintió la laringe aplastada. Las uñas del hombre se le clavaron en la piel.
—No son preguntas difíciles, señor Podolski. Intento ser razonable, y usted no me sigue el rollo. Así que seré más claro por su bien. Me da el dinero que recibió del señor Staggar, y yo desviaré el papeleo y me olvidaré que usted y yo nos hemos encontrado. Me parece una proposición razonable. ¿Qué dice?
Podolski vio manchas. Sus pulmones gritaban pidiendo aire. Quería asegurarle al hombre que no tenía lo que estaba buscando. Intentó decir: «No puedo darle lo que no tengo». Pero todo lo que consiguió fue un susurro desesperado y sibilante.
—No puedo.
El hombre lo consideró un desafío.
Podolski notó que volaba. El hombre lo había arrojado, y Podolski estaba ingrávido. Atravesó la puerta y salió al mercado, su brazo golpeó el marco de la puerta al pasar. Oyó algo crujir. Su cuerpo giró. La gente gritó y esquivó. Chocó con algo a medio vuelo (no supo qué) y luego golpeó la pared de cristal reforzado del otro lado y rebotó. El hombretón lo cogió en el aire y lo hizo chocar de boca contra el cristal. Podolski tenía el brazo roto. Pudo sentirlo doblado torpemente tras él. El hombre se acercó a su oído y dijo algo, pero no pudo entenderlo. Todo sonaba apagado y distante.
Tras el cristal estaba el espacio, negro y silencioso y tachonado de estrellas. Podolski quiso decirle al hombre que tenía dinero para el pasaje a Luna. Podía quedarse con eso. No le importaba. Pero las palabras no se formaban en su boca. Zumbaban en su interior, pero no podía agarrarlas y hacerlas salir.
«Va a matarme —pensó—. Voy a morir aquí, solo, a ocho mil millones de kilómetros de casa».
Hubo un lejano destello de luz en el espacio.
Entonces el cielo dejó de ser negro. Fue una pared de fuego verde sin llamas que se abalanzaba hacia delante. Y en el microsegundo antes de que lo consumiera todo y quemara el mundo, Podolski advirtió que la muerte venía de todas formas, aunque no de ningún modo que hubiera esperado. Resultó que tampoco iba a morir solo. ¿No estaba la vida llena de sorpresas?