10

Restos

Víctor voló hacia las taquillas de la bodega de carga, moviéndose rápidamente. Aterrizó, abrió la taquilla, cogió su traje de presión y empezó a ponérselo. Había mineros en torno a él haciendo lo mismo, poniéndose los trajes, cogiendo equipo de rescate: arpeos, cables enrollado, botiquines médicos, extensores hidráulicos, y cizallas. La mente de Víctor daba vueltas. Los italianos estaban muertos. La cápsula había atacado, y los italianos estaban muertos. Janda. No, no quería pensar en ello. Ni siquiera quería considerar la idea. No estaba muerta. Estaban preparando una partida de rescate. Buscarían supervivientes. Había grandes trozos de pecio allí fuera. Algunos tendrían gente dentro. Janda sería una de ellos. Aturdida tal vez, incluso asustada, un despojo emocional, pero viva.

¿Cuánto tiempo hacía que se había marchado la nave? ¿Dieciocho horas? Era demasiado tiempo para no tener oxígeno fresco. Si había supervivientes, tendrían que usar mascarillas, con un montón de contenedores de oxígeno de repuesto. La mayoría de los contenedores albergaban hasta cuarenta y cinco minutos de aire, pero tal vez los italianos contaran con receptáculos que tuvieran más. Era posible. Además, habría aire en las habitaciones donde los supervivientes se hubieran sellado. Y eso es lo que harían los supervivientes. Se sellarían en una habitación que no hubiera quedado afectada y esperarían el rescate. Los italianos eran listos. Sin duda habrían ensayado emergencias como esta. Sin duda tendrían equipo de emergencia por toda la nave. Tendrían un montón de contenedores y mascarillas. Tanto para los adultos como para los niños.

Pero el aire no era el único problema, advirtió Víctor. También necesitarían calefacción. Sin calentadores de batería ni bloques calefactores o alguna otra fuente de calor de emergencia para evitar el frío, los supervivientes morirían congelados. No tardarían mucho. El frío era allí implacable. Eso puso nervioso a Víctor. Había demasiadas variables. Si los supervivientes se habían sellado, y si no había fugas, y si tenían mascarillas y contenedores de repuesto, y si tenían fuentes de calor, entonces tal vez tuvieran una oportunidad.

La taquilla junto a Víctor se abrió, bruscamente, sobresaltándolo. Era su padre, que cogió su propio traje de presión y se lo puso con rapidez.

—¿Qué posibilidades hay después de dieciocho horas? —preguntó Víctor—. En serio.

—Esto podría haber sucedido hace más de dieciocho horas —contestó su padre—. La cápsula estuvo aquí durante doce. Podría haberlos atacado al llegar en vez de inmediatamente antes de marcharse, en cuyo caso tenemos un período de treinta horas, no de dieciocho.

Víctor había pensado en eso, pero no dijo nada. Treinta horas era demasiado tiempo. Eso reducía drásticamente la probabilidad de encontrar a alguien con vida, y no iba a aceptarlo como una posibilidad. Además, de todas formas parecía probable. ¿Por qué iba a quedarse la cápsula tras el ataque de todas formas? ¿Para buscar signos de vida? ¿Para asegurarse de que había hecho el trabajo? No, parecía más plausible que hubiera intentado comunicarse u observar o escanear. Y cuando esos esfuerzos terminaron o fracasaron, atacó y huyó.

El padre de Víctor cerró su taquilla y se volvió hacia el muchacho.

—¿Seguro que estás preparado para esto, Vico?

Víctor entendió lo que le estaba preguntando. Habría cadáveres. Muerte. Mujeres. Niños. Sería horrible.

—Nunca has visto nada como esto —dijo su padre—. Y preferiría que no lo vieras nunca. Es peor de lo que puedes imaginar.

—Puedo ayudar, padre. De formas que ninguno de los mineros puede.

Su padre vaciló antes de asentir.

—Si cambias de opinión, si necesitas volverte, nadie pensará mal de ti.

—Cuando vuelva al interior, padre, será con vosotros y con los supervivientes.

Su padre volvió a asentir.

Bahzím, que había sustituido a Marco como minero jefe, gritaba tranquilamente órdenes desde la entrada de la cámara estanca.

—Que dos personas comprueben vuestros trajes y cables de seguridad dentro de la cámara estanca. Dos. De la cabeza a los pies. Cada costura. Sin prisa. Los restos de ahí fuera estarán afilados y pincharán vuestros trajes o vuestras mangueras. Mantened la tensión de la manguera al mínimo. Quedaos con vuestro compañero. Segundo, os quiero a Vico y a ti con las sierras.

El padre de Víctor asintió.

Víctor se dirigió a la caja de equipo y sacó las sierras circulares. Eran herramientas peligrosas en el exterior, ya que podían cortar fácilmente trajes y cables, pero las hojas tenían buenas guardias y Víctor y su padre tenían experiencia utilizándolas. Víctor las llevó a la cámara estanca.

Toron entró desde el pasillo, voló hasta la compuerta, y se plantó ante Bahzím.

—Voy contigo.

—Esto es para gente experimentada solamente, Toron. Lo siento.

—Sé caminar en el espacio, Bahzím.

—No tienes suficientes horas, Toron. Si el cielo estuviera claro, no tendría ningún problema, pero hay un montón de escombros ahí fuera. Podría pasar cualquier cosa.

—Mi hija está ahí fuera.

Bahzím vaciló.

—Queda un cable de conexión vital —dijo Toron—. Los he contado. Tienes espacio para una persona más.

—Puede venir con Vico y conmigo —dijo el padre de Víctor—. Necesitaremos a alguien que sujete nuestros cables mientras manejamos las sierras.

Bahzím pareció inseguro.

—No tienes traje, Toron.

—Puede llevar el de Marco —dijo Víctor—. Son más o menos de la misma altura.

Bahzím se lo pensó y acabó por asentir.

—Rápido. Voy a cerrar esta cámara estanca dentro de dos minutos.

Toron asintió mostrando su agradecimiento a Víctor y su padre y se puso rápidamente el traje de Marco.

Corrieron hacia la compuerta, y Bahzím cerró la escotilla tras ellos. Todos desenrollaron un cable de seguridad de la pared y la sujetaron a la parte trasera del traje de su compañero. Luego se pusieron los cascos. Bahzím tecleó la señal de todo despejado, y el aire fresco y el calor llenaron el traje de Víctor. Todos dedicaron un momento a inspeccionar los trajes y cables de seguridad de los que tenían cerca. Cuando todo quedó despejado, Bahzím pulsó otra orden, y el VCA de Víctor se iluminó. Imágenes en directo de los pecios aparecieron en la pantalla de Víctor, tomadas desde las cámaras de la nave. Los focos de la Cavadora atravesaban la oscuridad, iluminando momentáneamente una pieza de naufragio, como considerándola, jugando por su tamaño y forma si era una candidata probable para tener supervivientes. Al parecer no lo era. Las luces continuaron su camino. El corazón de Víctor se encogió. Había tantos escombros, tanta destrucción. ¿Cómo podría encontrar a Janda en todo esto?

Los primeros cuerpos aparecieron poco después. Dos hombres. Tiesos en la muerte. Los focos se posaron en ellos, pero por suerte estaban tan lejos que Víctor no logró distinguir sus rostros. Las luces pasaron de largo.

Unos minutos más tarde la nave se detuvo en un gran pecio. Los retrocohetes de la Cavadora se encendieron y esta redujo la velocidad hasta detenerse junto a los restos.

—Escuchad —dijo Bahzím—. Vamos a abrir las puertas. Los primeros en salir serán Chepe y Pitoso. Harán un sondeo rápido mientras los demás esperamos. Si detectan algo, los demás volveremos a entrar.

Las amplias puertas de la bodega se abrieron, y lo que era vídeo se convirtió en una realidad. El pecio que tenían delante era un retorcido montón de destrucción: vigas dobladas, conductos cortados, tubos retorcidos, aislamiento de gomaespuma desgarrado, cubiertas y planchas de cascos aplastadas. Parecía como si hubiera sido arrancado de la nave en vez de ser cortado limpiamente con un láser. Víctor buscó marcas en el casco que pudieran identificarlo como la Vesubio, pero no había ninguna. Bahzím dio la orden, y Chepe y Pitoso salieron en un instante, volando hasta el pecio y moviéndose con rapidez.

Volaron al lado de la superficie del pecio donde esta era lisa y había menos protuberancias que pudieran engancharse o cortar sus trajes. Había varias ventanas, y Chepe se dirigió a ellas primero, iluminándolas con las luces de su casco. Las primeras ventanas recibieron una mirada rápida, pero en la cuarta se detuvieron.

—Hay gente dentro —dijo Chepe.

El corazón de Víctor dio un brinco.

—Pero no se mueven —informó Chepe—. No creo que estén vivos. Algunos llevan mascarillas, pero parece que han muerto de anoxia. No obstante, deben de haber sobrevivido al ataque. Veo calefactores de emergencia emplazados en el habitáculo. No hemos llegado a tiempo.

—¿Está Alejandra con ellos? —preguntó Toron—. ¿Ves a Alejandra?

—Es difícil ver los rostros con las mascarillas —dijo Chepe—. Y muchos de ellos están vueltos hacia el otro lado. Además, la ventana es pequeña. No puedo ver el habitáculo entero, sobre todo en las esquinas.

—Tal vez no estén muertos —dijo Toron—. Podrían estar inconscientes. Quizá podríamos revivirlos.

La voz de Isabella sonó por la línea.

—Chepe, soy Isabella. Estoy en el puente de mando. ¿Puedes enviar las imágenes de tu casco?

El vídeo del casco de Chepe apareció en el VCA de Víctor. Ahora todos vieron lo que veía Chepe. Había cuerpos flotando en un espacio oscuro. El habitáculo (lo que Víctor podía ver de él) parecía un barracón, con hamacas y compartimentos de almacenaje y artículos personales. Varas de luz ofrecían algo de iluminación, pero se habían reducido casi a la nada. Las luces del casco de Chepe iluminaron unas cuantas caras, y Víctor vio de inmediato que no se podía revivir a esta gente. Algunos tenían los ojos abiertos, mirando a la nada, la mirada de la muerte eternamente congelada en sus rostros. Hombres. Mujeres. Un niño pequeño. Víctor reconoció a unos cuantos de la semana que los italianos habían pasado con ellos. Esa mujer de allí había acunado a un niño en la Cavadora durante una de las fiestas, Víctor lo recordaba claramente, pero no tenía ningún niño en brazos ahora. Y aquel hombre había cantado con unos cuantos más durante la misma fiesta, una canción que los había hecho reír a todos.

—Golpea la escotilla —dijo Isabella—. A ver si alguien responde. Busca movimiento.

Chepe sacó una herramienta de su bolsa y golpeó con fuerza la escotilla. Víctor observó. Las luces de Chepe barrieron el habitáculo a través del cristal, deteniéndose ante cada persona. Volvió a golpear. Una tercera vez. Una cuarta. Nadie se movió.

Janda no estaba entre ellos. Víctor estaba seguro. Incluso aquellos que estaban vueltos, cuyos rostro no podía ver. Conocía lo suficiente el tamaño y la forma de su cuerpo para saber que ella no estaba aquí.

—Podríamos colocar una burbuja sobre la escotilla y enviar a Chepe a hacer pruebas a esa gente —dijo Isabella—. Pero eso llevará tiempo, y ahora mismo cada segundo cuenta.

Una burbuja era una pequeña cúpula inflable que podía sellarse herméticamente sobre una escotilla externa. Si Chepe estuviera dentro de la burbuja cuando se hinchara y sellara la escotilla, entonces podría abrirla para entrar sin exponer el habitáculo al vacío del espacio. Las burbujas podían ser peligrosas, ya que requerían que te soltaras momentáneamente del cable de conexión vital para pasar al interior. El cable se conectaba a una válvula en el exterior que a su vez conectaba con otro cable de conexión vital extensible dentro de la burbuja que proporcionaba aire y energía al portador del traje. Pero soltar el cable de conexión vital, incluso momentáneamente, era un riesgo.

—Yo diría que es muy improbable que encontremos a nadie con vida ahí dentro —dijo Isabella—. Sugiero que pasemos de largo y busquemos signos de vida.

—De acuerdo —dijo Concepción—. Regresad a la nave. Sigamos moviéndonos.

—¿Vamos a dejarlos ahí? —preguntó Toron.

—No hay nada que podamos hacer por ellos —dijo Concepción—. Pero puede que haya otros a quienes podamos alcanzar a tiempo.

Víctor se sintió impotente entonces. Esta gente había sobrevivido al ataque. Todos los factores que había considerado críticos para la supervivencia se habían cumplido. Y sin embargo todos habían muerto. Los imaginó vivos, acurrucados en torno a un calefactor, abrazados unos a otros, pronunciando palabras de consuelo. ¿Cuánto tiempo habían durado? ¿Doce horas? ¿Quince? ¿Sabían que la Cavadora estaba de camino? ¿Habían creído que el rescate era inminente? ¿O creían que estaban solos, esperando lo inevitable?

Víctor miró a Toron a su lado y vio que su padre le había puesto una mano en el hombro, consolándolo. Toron parecía pálido, incluso a la luz de la bodega de carga.

—Tenían mascarillas y calefactores —dijo el padre de Víctor—. Eso es buena señal, Toron. Significa que hay equipo ahí fuera.

—De poco les sirvió —contestó Toron.

Chepe y Pitoso aterrizaron de vuelta en la cámara estanca, y la nave continuó su camino. Las puertas de la bodega permanecieron abiertas mientras continuaban patrullando a través de la destrucción. Dos veces más se detuvieron, y dos veces más Chepe y Pitoso partieron a investigar. Uno de los pecios estaba vacío. El otro tenía un enorme agujero en la parte trasera que no fue visible hasta que se acercaron a mirar con más detenimiento. No había signos de supervivientes.

La nave continuó. A medida que seguían patrullando encontraron más cuerpos. La mayoría eran hombres. Pero había mujeres también. Y niños. Uno ardía terriblemente. Víctor se dio media vuelta.

Una vez, un cadáver flotó incómodamente cerca de la escotilla abierta, justo delante de ellos. Era un hombre. Un muchacho, en realidad. No más de veinte años. Podría haber sido un pretendiente para Janda si no estaba casado ya. Sus ojos, afortunadamente, estaban cerrados. Los mineros más cercanos al borde podrían haber extendido la mano y tocarlo, y durante un horrible momento Víctor pensó que el cadáver podía entrar flotando. Pero la nave siguió su camino, y el cuerpo quedó atrás.

Nadie habló. Varios de los mineros miraron a Toron para ver cómo se lo tomaba, la compasión evidente en sus rostros. Toron no dijo ni una sola palabra, y a medida que los minutos se fueron convirtiendo en una hora, la esperanza de Víctor empezó a disolverse. Había demasiados restos. Habían llegado demasiado tarde. Dieciocho horas era demasiado tiempo. Tal vez si no se hubieran detenido a instalar los mataguijarros o a dispersar las cenizas de Marco, si hubieran acelerado en vez de decelerar, tal vez podrían haber salvado a alguno; tal vez podría haber impedido que todo esto sucediera.

No, no podrían haber llegado antes del ataque. Aunque se hubieran esforzado y no se hubieran detenido nunca. ¿Y de qué habría servido estar aquí? Estarían tan muertos como todos los demás.

Un gran trozo de pecio se acercó a la nave. El pedazo más grande hasta ahora. Los retros de la Cavadora se encendieron y esta redujo la velocidad. Víctor no podía imaginar cómo podía haber nadie vivo en su interior. Toda la estructura estaba retorcida, no solo los extremos. Y ninguno de los lados tenían la lisura de las placas del casco, lo que sugería que había salido del interior de una nave.

Acercarse sería difícil. Vigas retorcidas y otras piezas estructurales irregulares sobresalían por todas partes de modo aleatorio, como una lata aplastada envuelta en clavos de hierro. Chepe y Pitoso se acercaron con cautela, rodeando el pecio desde lejos.

—Veo una escotilla —dijo Chepe—. Es sólida. Sin ventanas.

—¿Puedes acercarte lo suficiente para golpearla? —preguntó Bahzím.

Víctor observó la aproximación de Chepe a través de la conexión vídeo del hombre. Chepe se acercó lentamente a la escotilla, manteniéndose apartado de las vigas y traviesas puntiagudas.

—Cuida su cable, Pitoso —dijo Bahzím.

Chepe se posó en el casco junto a la escotilla.

—El espacio alrededor de la escotilla parece liso —dijo—. Podríamos emplazar una burbuja alrededor si fuera necesario.

Golpeó la escotilla, luego presionó la mano contra el metal. No podría oír ningún golpe de respuesta de nadie desde el interior, pero sentiría la vibración. Chepe esperó un minuto entero y golpeó de nuevo.

—No noto nada —dijo después de una pausa.

El pecio flotaba y giraba. Una de las vigas puntiagudas se acercó al cable de conexión vital de Chepe.

—Retroceded —dijo Bahzím—. Está girando.

Chepe y Pitoso se apartaron del pecio y se alejaron flotando una corta distancia mientras los restos giraban lentamente ante ellos. El lado que antes no era visible apareció a la vista de la bodega de carga. Era un caos de vigas y armazones retorcidos, doblados y apretujados, peor aún que los otros lados. Pero a través de eso, más allá de la telaraña de metal distorsionado, había un pasillo, quizá de unos diez metros de profundidad, como una cueva poco profunda, con la entrada casi cerrada. Víctor aumentó la imagen con su visor y se esforzó por ver a través de todas las obstrucciones, intentando ver el pasillo.

Entonces lo vio.

Un atisbo de luz. Un movimiento. Había una escotilla al fondo del pasillo con una ventanita circular en el centro. Y en esa ventanita había una luz. Una vara de luz. Agitándose en la mano de alguien.

—¡Hay alguien dentro! —gritó Víctor, y antes de saber lo que hacía, se abrió paso hasta el extremo de la cámara estanca y salió al espacio.

—Vico, espera —dijo Bahzím.

Pero Víctor no esperó. Había visto a alguien. Vivo.

—Hay alguien ahí.

Pulsó el disparador, y el propulsor lo llevó hacia la entrada del pasillo. Se escoró a la izquierda, evitando una viga que sobresalía, y luego a la derecha para evitar otra.

—Frena —dijo su padre.

Víctor giró el cuerpo, se puso en vertical y frenó. Aterrizó con destreza entre las barras y metales que se curvaban y bloqueaban el pasillo. Se hizo a un lado, se agachó, y miró a través de un agujero en la red de metal, como si se asomara a un pozo. Pudo verlo claramente ahora. Un hombre. El círculo de la escotilla era más pequeño que la cara del hombre, pero estaba vivo y parecía desesperado. No llevaba mascarilla, lo que significaba que no tenía ninguna, o que se había quedado sin contenedores. Víctor amplió la imagen, conectó el vídeo de su casco, y parpadeó la orden para enviar los datos a todos los demás.

La reacción fue inmediata. Bahzím empezó a dar órdenes.

—Muy bien. Escuchad. Quiero cables en este pecio. Atadlo a nosotros. Con firmeza. No quiero que gire. Segundo, quiero que Vico y tú cortéis en la entrada. Quiero que los demás abran con las cizallas la escotilla que Chepe encontró. Podríamos llegar a los supervivientes por ahí. Chepe y Pitoso, dad otra vuelta al pecio y buscad otra entrada. Nando, te quiero con una pizarra y un marcador con Segundo, y Vico, comunicándote con quien esté dentro. Quiero saber cuántos están vivos y cuál es su estatus.

Su padre y Toron aterrizaron torpemente junto a Víctor, portado las sierras y las cizallas hidráulicas.

—Debe de haber oído a Chepe dando golpes —dijo Víctor—. Podría haber otra gente ahí dentro.

—Y vamos a sacarlos —dijo el padre de Víctor, tendiéndole una sierra—. Prueba primero con la sierra. Si te da problemas, usa la cizalla. Cortemos primero estas vigas —indicó la que Víctor había evitado—. Necesitamos un camino despejado para entrar y salir.

Víctor quiso decirle algo al hombre de la escotilla. «Estamos aquí. Vamos a sacarte. Vas a vivir». Pero nadie podía alcanzar todavía la escotilla con los obstáculos de por medio, y Víctor no tenía modo de comunicarse con él de todas formas. Su padre se encargó de la viga de la izquierda, Víctor de la de la derecha. Víctor conectó su sierra. La hoja giró.

—Cortes limpios —dijo el padre—, tan cerca de la base como puedas. No te apresures.

La hoja de Víctor cortó el metal. No podía oírla, pero la sierra vibraba en sus manos mientras cortaba la viga. Diecinueve horas. Alguien había sobrevivido diecinueve horas. Parecía un espacio grande. Tenía que haber más gente dentro. Tal vez era su versión de la fuga, el espacio diseñado para las emergencias. Tal vez montones de personas habían acudido aquí. La sierra en sus manos le parecía lenta. Liberó la hoja y desconectó la energía.

—Toron, dame la cizalla.

Toro se la pasó, y Víctor colocó las pinzas en su sitio y puso en marcha los hidráulicos. Las cizallas eran mucho más rápidas y cortaron a través de la viga, abriéndose y cerrándose como un animal hambriento que se cebara fácilmente en el metal.

Bahzím dio más órdenes y envió a dos mineros más con separadores hidráulicos.

Las cizallas mordieron las últimas pulgadas, y la viga se soltó.

—Tranquilo —dijo su padre—. Retírala lentamente, no por un extremo afilado.

Sus guantes tenían una capa externa de material parecido al cuero y estaban construidos para soportar el uso intenso y las rozaduras, pero Víctor tuvo mucho cuidado de todas formas. La viga se alejó flotando. Nando estaba abajo, cerca de la telaraña de metal que cubría la entrada del pasillo, escribiendo en la pequeña pizarra de luz con un punzón. «¿Cuánta gente?», escribió, y volvió la pizarra para que el hombre la viera. El hombre tras la escotilla colocó nueve dedos contra el cristal.

—Nueve personas —dijo Nando.

—Vico —ordenó su padre—. No apartes los ojos de lo que estás haciendo. Presta atención.

Víctor dejó de mirar la escotilla. Su padre tenía razón. No podía cortar y ver a Nando o al hombre de la escotilla a la vez. Se concentró en la viga que estaba cortando ahora y guio las cizallas a través del metal. Nueve personas. Tan pocas. Los italianos eran casi trescientos.

—Está escribiendo en el cristal con el dedo —dijo Nando—. Letra a letra. Se mueve despacio. Parece agotado. Aire. Dice que necesitan aire.

—No veo ninguna otra entrada además de la escotilla a la que llamamos —informó Chepe—. Hemos rodeado todo el pecio.

—Pregúntale si Alejandra está ahí dentro —dijo Toron.

—Pregúntale primero si puede llegar a la escotilla exterior —dijo Bahzím—. Tal vez podamos introducir un tubo de atraque y sellarlo encima. Entonces podrían abrir la escotilla y volar directo hasta nosotros.

Víctor siguió cortando metal mientras Nando escribía. Esquirlas de mamparos retorcidos y placas de cubierta se desprendieron mientras las cizallas de Víctor se abrían paso entre ellos.

—Dice que no con la cabeza —informó Nando—. No pueden llegar a la escotilla.

—¿Por qué? —preguntó Bahzím—. ¿Porque sellaron ese habitáculo o porque no es accesible desde donde se encuentra?

—No puedo poner todo eso en la pizarra —dijo Nando.

—Pues idea un modo de preguntárselo —lo urgió Bahzím.

Nando escribió. Víctor se permitió mirar al pasillo. El hombre de la ventana parecía medio dormido. Sus ojos se entrecerraban.

—Se está desmayando —dijo Víctor.

—Sigue cortando —dijo su padre—. Concéntrate.

Víctor regresó a su trabajo, cortando furiosamente, apartando piezas, intentando despejara un camino.

—Vuelve a escribir en el cristal —dijo Nando—. D… E… P…

—¿Depósito? —sugirió Bahzím.

—Deprisa —dijo Chepe—. Está diciendo que nos demos prisa. Se quedan sin aire. Ahora se aleja. Lo perdemos.

—¡Tenemos que meter aire ahí dentro! —dijo Toron.

—Chepe —ordenó Bahzím—. Pitoso, coloca una burbuja sobre esa burbuja que has encontrado. Llevad nueve mascarillas y contenedores. Quiero que encuentres otro modo de alcanzar a esta gente y llevarles aire lo más rápido posible.

Víctor guio las cizallas a través de una viga especialmente gruesa. Todavía quedaba mucho por cortar, mucho trabajo por hacer. No vamos a conseguirlo, comprendió. Tenemos a nueve personas a pocos palmos de distancia, y no vamos a llegar a ellos a tiempo.

Chepe se lanzó hacia arriba, retorciéndose de tal modo que su cable de conexión vital evitó fácilmente las afiladas protuberancias del pecio. Proteger tu cable era la parte más crítica del vuelo, pero era también lo primero que olvidaban la mayoría de los voladores novatos. Todo el mundo tenía siempre tanta prisa por impulsarse que nunca dedicaban tiempo a mirar atrás. Si querías evitar enganches, enredos, nudos, y cortes, tenías que mantener «la mente en tu cable», como decía el dicho, y Chepe hacía siempre.

La escotilla que Pitoso y él habían encontrado estaba en el extremo opuesto del pecio, así que Chepe se elevó directamente hasta una distancia que calculó que era al menos el doble de la distancia a la escotilla e inició su descenso, moviéndose, como siempre, en arco. La mayoría de los voladores jóvenes daban por hecho que la mejor ruta entre dos puntos era la línea recta, pero Chepe sabía que no. Los arcos altos funcionaban mejor. Evitabas los obstáculos que pudieran engancharse a tu línea, y fueras donde fueses, siempre llegabas con suficiente cuerda.

Pitoso apareció junto a él, siguiendo el ritmo, moviéndose en un arco paralelo, con sus cables siguiéndolos como una cola parabólica. Los dos frenaron al mismo tiempo cuando se acercaron a los restos afilados alrededor de la escotilla. En cuanto aterrizaron, Pitoso sacó de su espalda la burbuja desinflada y la desplegó. Chepe lo ayudó entonces a extenderla sobre la escotilla. Bulo, otro minero, llegó cargando con una bolsa de mascarillas y contenedores, y Chepe los cogió y los metió bajo el dosel de la burbuja. Entonces se volvió y desconectó su propio cable vital. Su traje se quedó sin energía. Su comunicador guardó silencio. Su VCA desapareció. Se metió bajo el dosel, encontró el cordón de apertura y tiró. La burbuja se infló para convertirse en una cúpula transparente que se selló sola al casco con Chepe y las mascarillas dentro. Pitoso conectó el cable suelto de Chepe a la válvula externa de la burbuja mientras Chepe cogía el cable interno y lo conectaba a su espalda. La energía volvió a su traje, y con ella, aire fresco y calor.

—Estoy listo —dijo Chepe.

—Adelante —dijo Bahzím.

Chepe retiró la tapa de emergencia del centro de la escotilla para acceder a la rueda manual. La agarró y la hizo girar. Al principio le costó trabajo, pero la rueda se aflojó de pronto, y giró rápidamente después. Por fin, soltó el cierre y alzó lentamente la escotilla. No sintió ninguna ráfaga de aire mientras el vacío de la burbuja se llenaba de aire. Comprobó los sensores de su muñeca y confirmó lo que ya sospechaba.

—No hay aire más allá de la escotilla. Tiene que haber una fuga dentro.

—Entonces no necesitamos la burbuja —dijo Bahzím—. Quítala para poder tener más movilidad para mirar alrededor.

Chepe buscó la válvula de liberación de la burbuja y tiró de ella. La burbuja se desinfló, y Chepe volvió a ponerse el cable normal a la espalda. El habitáculo estaba oscuro y repleto de escombros flotantes. Chepe entró flotando, intensificó las luces de su casco y vio…

El rostro de un hombre muerto a pocos centímetros del suyo propio. Chepe retrocedió. El rostro se veía tenso y blanco con las brillantes luces, los ojos cerrados, la boca floja, un hombre de unos cincuenta años, con un mandil a la cintura. Sin mascarilla.

—Hazlo a un lado —dijo Pitoso, entrando por la escotilla—. Tiene que haber más.

Chepe apoyó los pies contra la pared y reacio extendió la mano y empujó al hombre en el pecho, enviándolo de vuelta a la oscuridad, hacia la derecha.

Pitoso avanzó, apartando otros restos.

—Parece una cocina —dijo.

Chepe contempló sus nuevas inmediaciones. El lugar había sido antes una gran cocina, de unos veinte metros cuadrados. Pero ahora apenas lo parecía. Las paredes estaban todas ligeramente dobladas, retorcidas a un lado por el ataque, creando extraños ángulos y formas, con el suelo ligeramente empinado en un lugar y hundido en otro. Había escombros por todas partes. Ollas, comida, electrodomésticos, todo esparcido como si se hubiera soltado y entrechocado con la explosión. Material estructural asomaba en las paredes: conductos, tuberías, vigas de sujeción. Tendrían que andar con cuidado aquí dentro.

—Vamos —dijo Pitoso—. Busquemos otra forma de llegar a los supervivientes.

Avanzaron despacio, disparando levemente sus impulsores, apartando residuos mientras continuaban su camino: cubertería, tarrinas de artículos liofilizados, cajas. Otro cuerpo flotaba a su derecha. Una mujer, con un mandil.

—Veo una escotilla —dijo Pitoso.

Chepe miró lo que Pitoso señalaba, y el corazón se le encogió. Había en efecto un escotilla allí delante, pero era imposible alcanzarla. No fácilmente, al menos. Todo el suelo se había roto hacia arriba justo en la escotilla, como arrancado, doblando hacia arriba las placas del casco y las vigas y la mitad inferior de la escotilla. La escotilla en sí parecía intacta, pero llegar hasta allí y despejar un camino lo bastante amplio para abrirla requeriría horas como mínimo, tal vez incluso un día. Sin embargo, el problema mayor era la pared en torno a la escotilla. Estaba doblada y agujereada en algunos sitios.

—No podremos alcanzar a esta gente por aquí —dijo Chepe—. Es imposible que podamos sellar una burbuja en esa escotilla, aunque pudiéramos retirar todos los escombros. Mira esa pared.

Pitoso iluminó los bordes de la escotilla.

—Entonces tenemos que encontrar otra forma.

Pero no había ninguna. Recorrieron toda la habitación. Encontraron salas de almacenaje y otra escotilla, pero esta conducía a un pasillo donde las paredes estaban completamente desplomadas, y más allá estaba el espacio de todas formas.

—Nada —dijo Chepe—. La única forma de llegar a los supervivientes es a través del pasillo bloqueado donde están cortando Vico y Segundo.

—Entonces tenemos problemas —dijo Pitoso—. Porque aunque podamos meter aire ahí dentro, no podremos sacar a esa gente.

—Atrás —dijo Víctor—. Vamos a soltar las últimas piezas.

Nando y Toron se apartaron de la abertura, mientras Víctor y su padre cortaban el último trozo de viga, despejando de escombros la entrada. Sin embargo, su trabajo no había terminado. La entrada era todavía demasiado estrecha para que pudiera pasar nadie y alcanzar la escotilla; las paredes se habían apretujado cuando el pecio se desgajó de la nave.

—Traed esos separadores —dijo Bahzím—. Ensanchad esa entrada lo máximo posible.

Víctor y su padre se hicieron a un lado para dejar sitio a los hombres de los separadores hidráulicos. Colocaron los dos extremos del separador en paredes opuestas de la entrada y luego pusieron en marcha el aparato hidráulico. Las barras del separador se expandieron, apartando las paredes, creando una abertura. Finalmente, después de varios minutos de lo que pareció una eternidad, las paredes volvieron a ser amplias. Víctor ni siquiera esperó a que los mineros retiraran los separadores. Se coló bajo la máquina y voló hacia la escotilla.

A través de la ventana pudo ver a la gente dentro. Los que se movían parecían a punto de quedarse dormidos.

—¿Ves a más gente? —preguntó su padre, detrás de él.

—¿Ves a Alejandra? —preguntó Toron.

—No —dijo Víctor—. Pero no puedo verlos a todos. Algunos están vivos. A duras penas. —Se volvió hacia su padre—. Tenemos que llevarles aire inmediatamente.

—¿Cómo?

Detrás de su padre, en paralelo a la pared del pasillo, había una serie de tubos. Víctor se acercó a ellos, identificándolos por su forma y tipo. Agua potable. Agua residual. Electricidad. Aire. La tubería del aire desaparecía a través de la pared cerca del pasillo. Víctor sabía que tendría que haber una válvula en la pared al otro lado. En cuanto el pasillo se descomprimió, el sistema de emergencia habría sellado la válvula automáticamente para que no escapara aire del habitáculo a través de la tubería cortada del pasillo.

—Si podemos hacer que alguien entre para abrir la válvula de aire —dijo Víctor—, podremos conectar uno de nuestros cables vitales a la tubería y suministrarles aire fresco.

—¿Desconectar el cable de alguien? —preguntó su padre.

—Es eso o se mueren —contestó Víctor—. He estado viendo el vídeo de Chepe mientras cortábamos. No se puede llegar a ellos de ningún otro modo.

—Tiene razón —dijo Bahzím—. Si no les hacemos llegar aire, morirán. Pero no tengo ninguna gana de cortar el cable de nadie.

—Si tienes una idea mejor, oigámosla —dijo Víctor.

—No tengo ninguna —contestó Bahzím.

Víctor miró a su padre.

—Es hora de tomar decisiones.

Su padre vaciló.

—Muy bien. Pero usaremos mi línea.

Toron estaba asomado a la ventanilla de la escotilla.

—Hazte a un lado, Toron. —Víctor lo apartó y se asomó—. Allí. Al fondo. A la derecha. Hay otra válvula. Eso significa que hay otra tubería de aire. Tenemos que inundar esta habitación. Dos mangueras bombeando cien veces lo que nos suministran ahora. Coge a Nando y mira a ver si puedes encontrar la tubería conectada a esa válvula. Deja la pizarra de luz. Toron y yo nos encargaremos de esta tubería.

Su padre se asomó a la ventanilla, localizó la válvula, juzgó dónde estaría la tubería correspondiente al otro lado del pecio. Se volvió hacia Víctor.

—No me gusta esto.

—A mí tampoco. Pero no tenemos tiempo para discutirlo, ¿no?

Su padre suspiró.

—Ten cuidado.

Su padre se fue. Nando lo siguió. Víctor miró a Toron y le entregó una llave inglesa de su cinturón de herramientas.

—Golpea la escotilla. Llama la atención de alguien. Tienen que abrir esa válvula.

Toron empezó a golpear la escotilla. Víctor cogió la sierra, la encendió y cortó fácilmente la tubería. Luego la apagó, la hizo a un lado, y usó otra herramienta para soltar la tubería que conducía a la otra habitación.

—El tipo de antes vuelve —dijo Toron—. Está aquí. Pero parece medio dormido.

—Anoxia. Falta de oxígeno. Confusión mental. Pensamiento disminuido. Escribe en la pizarra. Dile que tiene que abrir la válvula. Sigue dando golpes para que permanezca con nosotros.

—No puedo golpear y escribir al mismo tiempo.

Víctor cogió la llave inglesa y golpeó. Toron escribió y luego alzó la pizarra.

—Abre la válvula —dijo.

El hombre de dentro leyó el cartel y frunció el ceño.

—No entiende —dijo Toron.

—Señálasela —dijo Víctor—. Muéstrale dónde está la válvula.

—No puedo verla.

—Probablemente estará a la derecha de la puerta. Nuestra derecha. Su izquierda. Pegada a la pared.

—Allí —dijo Toron, señalando—. Mira allí. Esa válvula, ¿puedes verla?

Los ojos del hombre siguieron el dedo de Toron, pero entonces parpadeó y vaciló, confundido, como si el último hilo de comprensión hubiera sido cortado. Trataba de mirar, pero sus ojos no enfocaban. Iba a la deriva, como si no fuera consciente de sus inmediaciones.

Toron golpeó la escotilla con el puño.

—¡Abre la maldita válvula!

El hombre sacudió la cabeza, orientándose, y parpadeó de nuevo. Entonces se recuperó, como si hubiera conectado un interruptor en su mente, y vio la válvula. La comprensión se reflejó en su rostro. Buscó algo fuera de la vista.

—Va a por ella —dijo Toron.

—Pon la mano en el extremo de esta tubería —dijo Víctor—. Para que no se escape nada de aire si abre la válvula antes de que estemos preparados.

Toron presionó el extremo de la tubería con la mano.

—Bahzím —dijo Víctor—. En cuanto Toron te lo diga, aumenta al máximo el suministro de aire de mi cable de conexión, tanto oxígeno como podáis bombear.

—Estamos listos —avisó Bahzím—. Pero te darás cuenta de que vas a quedarte sin aire.

Víctor cogió la sierra y conectó la hoja.

—Estaré bien. He hecho esto antes.

Lo cual era solo cierto en parte. Había perdido la energía de su cable cuando los corporativos atacaron, pero nunca había perdido el cable por completo. Nadie lo había hecho. Nadie que hubiera vivido para contarlo más tarde, al menos.

—Toma. Usa mejor mi cable —dijo Toron. Extendió la mano para soltarlo, pero Víctor fue más rápido: su mano estaba ya en el pasador de apertura de su propio traje. Apretó el mecanismo, y el cable se soltó. La energía de su traje se cortó. Su VCA se apagó. La cháchara de la comunicación quedó en silencio. Ahora todo lo que oía era el sonido de su propia respiración. La válvula de seguridad había sellado el agujero donde el cable de seguridad se conectaba, impidiendo que el traje se vaciara como un globo. Tiró de la manguera suelta y la acercó a la hoja de la sierra, cortándola con facilidad. Apartó la cabeza cortada del cable, luego agarró firmemente con ambas manos la porción más grande del cable que se extendía hasta la nave. Había varios tubos y cables dentro del cable de conexión vital, contenidos por el tubo exterior protector. Víctor sacó su cuchillo y cortó el lado del cable, cortando el tubo exterior pero cuidando de no cortar la manguera de aire de dentro. Luego soltó el tubo exterior, liberando la manguera de aire de las otras mangueras que proporcionaban calor y electricidad y comunicación. Sacó de su bolsa dos abrazaderas que eran más anchas que la manguera de aire y las colocó. Luego le asintió a Toron para que retirara la mano y metió la manguera de aire en la tubería. La manguera era más grande, pero no mucho. Víctor tensó rápidamente las abrazaderas, para que la manguera se sujetara con fuerza a la tubería y no se soltara cuando llegara más aire. Luego le hizo a Toron un gesto con el pulgar y vio cómo este transmitía la orden.

La manguera se endureció cuando el oxígeno entró en la tubería. La pregunta era: ¿Estaba pasando el aire o lo bloqueaba la válvula? ¿La había abierto el hombre y, si era así, la había abierto del todo? Víctor se asomó a la ventana de la compuerta pero no pudo ver al hombre. Dentro, varias personas se agitaban, como si oyeran el torrente de aire.

—Creo que funciona —dijo Víctor. Pero naturalmente nadie lo oyó.

Advirtió entonces que tenía fríos los dedos y los pies. Su visera se nublaba. El aire de su traje estaba rancio. Sintió la presión en la espalda, y su traje cobró vida. Entró aire. Calor. Su VCA se encendió. Solo que no era su VCA. Todos los cuadros de datos estaban colocados en los lugares equivocados. Se dio media vuelta. Toron estaba tras él: le había dado su cable de conexión vital.

—El aire está pasando, Víctor —dijo la voz de Bahzím—. Abrió la válvula. Buen trabajo.

—Víctor, tu padre tiene preparado el otro tubo —dijo Nando—. Envía a alguien aquí para abrir esta válvula.

Víctor se volvió hacia la ventana. Varias personas habían hecho acopio de fuerzas para reunirse ante la compuerta, respirando el aire fresco. Víctor cogió la pizarra y escribió, luego golpeó la escotilla. Una mujer joven pero demacrada se acercó a la ventana, leyó la nota y asintió, comprendiendo. Miró hacia donde Víctor señalaba, vio la válvula en la pared del fondo y volvió a asentir. Parecía débil, vacía de vida, pero de algún modo se levantó del suelo y flotó hacia la otra válvula. Puso la mano encima y la giró. Al principio Víctor pensó que no iba a tener fuerzas para girarla, pero la mujer insistió, y la válvula se abrió del todo. El aire entró, haciendo revolotear el pelo de la mujer. Inhaló profundamente, los ojos cerrados un instante, y entonces rompió en sollozos, enterrando la cara en las manos, Víctor no sabía si de alivio por haber sobrevivido o por pena por los que no lo habían hecho.

—Toron compartirá su cable de conexión contigo hasta que los dos volváis a la nave —dijo Bahzím—. Os quiero de vuelta en la cámara estanca. Nadie fuera sin un cable de conexión vital.

—¿Cómo vamos a sacar a esta gente? —preguntó Víctor.

—Lo hemos estado discutiendo. El tubo de atraque es demasiado ancho para bajar por ese pasillo y sellarse en torno a la escotilla. ¿Crees que podríamos poner una burbuja sobre esa escotilla? Tal vez podríamos llenar una burbuja con trajes. Así ellos abren la escotilla, se ponen los trajes, y vuelan rápidamente hacia nosotros.

Víctor inspeccionó la pared en torno a la escotilla.

—Es demasiado estrecho. Y aunque metamos los separadores ahí dentro, la pared está demasiado dañada para soportar un sellado. ¿Y si metemos el pecio en la cámara estanca? Luego llenamos el espacio de aire y ellos abren la escotilla y salen.

—El pecio es demasiado grande —dijo Bahzím.

—Entonces cortémoslo con uno de los MG, desgajamos todos los habitáculos que corren peligro y nos quedamos solo con la habitación donde están los supervivientes. Si recortamos lo suficiente, podríamos reducirla lo suficiente para meterla.

—¿Cortar con láser alrededor de esta gente? —dijo Concepción—. Eso es enormemente peligroso.

—Bulo es un buen cortador —dijo Víctor—. Podría firmar su nombre en un guijarro si quisiera.

—Podría hacerlo —dijo Bulo, que estaba escuchando—. Si la nave se mantiene firme, si anclamos el pecio para que no se mueva. Puedo cortar fácilmente el peso muerto.

—Segundo, ¿tú qué piensas? —preguntó Concepción.

—No se me ocurre una opción mejor —contestó el padre de Víctor—. La pega es el tiempo. Anclar y cortar y traerlos dentro. Eso requerirá un montón de tiempo. Calculo que cinco o seis horas como mínimo. Y podría haber más supervivientes ahí fuera que necesiten ayuda inmediata. Esencialmente, pondríamos fin a la búsqueda.

Víctor miraba a Toron, que estaba en la ventana de la escotilla con una pizarra de luz. Escribió algo que Víctor no pudo ver y se lo mostró al hombre al otro lado del cristal. El hombre leyó la pizarra y luego negó con la cabeza. Toron soltó la pizarra y se apartó de la escotilla. La pizarra se alejó flotando y Víctor vio la única palabra escrita en ella: «¿Alejandra?».