9
Exploradora
Una semana después del ataque de la nave corporativa, Víctor estaba en la sala de máquinas haciendo las reparaciones necesarias en el generador cuando su padre vino a buscarlo.
—¿Cuánto te falta para poder volver a poner esto en línea? —le preguntó.
—Un día —respondió Víctor—. Tal vez menos. Mono está ahora mismo en el taller reparando los últimos circuitos. Yo estoy instalando nuevos rotores. Si no hay otra avería, deberíamos estar listos. ¿Por qué? ¿Qué pasa?
—Será mejor que vengas conmigo.
Su padre ni siquiera esperó que lo siguiera. Simplemente se dio media vuelta y salió de la sala de máquinas. Víctor, notando su urgencia, hizo rápidamente sus herramientas a un lado y lo alcanzó en el pasillo. Los dos llevaban grebas, y recorrieron el pasillo a grandes zancadas.
—¿Hemos detectado a los italianos? —supuso Víctor—. ¿De eso se trata?
La nave se dirigía hacia la posición de los italianos… o, más bien, hacia donde todos esperaban que estuviera la posición de los italianos. Con las comunicaciones todavía estropeadas, la Cavadora no podía enviar un mensaje para confirmar que los italianos estuvieran todavía allí. Había muchas posibilidades de que llegaran y no encontraran más que espacio vacío.
—Ni idea —dijo su padre—. Pero no creo que sea bueno. Concepción llamó hace unos minutos para preguntar si los MG estaban preparados.
—¿Y por qué te alarma eso? —preguntó Víctor—. Tenemos en funcionamiento dos MG de seis. No puede decirse que sea un sistema de evitación de colisiones adecuado. Tal vez tenemos delante un campo de escombros. Tal vez Concepción quiera asegurarse de que no choquemos contra algo.
—Tal vez. Pero no lo creo. Es la forma en que lo preguntó. Parecía preocupada. Incluso asustada.
¿Asustada? ¿Concepción? Víctor no podía imaginarlo.
—¿De qué? ¿De otra nave corporativa? ¿De la nave estelar?
—No creo que sea la nave estelar. Toron y Edimar dijeron que estaba a varias semanas como poco, y que lo más probable es que estuviera a varios meses de distancia. Esto es otra cosa.
Después del ataque de la nave corporativa, Víctor y su padre se habían repartido las reparaciones. Víctor y Mono se concentraron exclusivamente en el generador, mientras que su padre ponía todos sus esfuerzos para reparar los sensores que los corporativos habían desgajado de la nave. Los mineros habían recogido algunos sensores del espacio, pero muchos de los instrumentos más críticos, incluyendo el transmisor de línea láser, no se habían encontrado.
El padre de Víctor ni siquiera llamó antes de entrar en el despacho de Concepción. Dentro, la capitana y Toron estaban reunidos en torno al escritorio, estudiando un cuadrante del espacio que flotaba sobre la mesa en el holoespacio.
Concepción apenas alzó la cabeza cuando entraron.
—Cerrad la puerta —dijo.
El padre así lo hizo. Víctor miró a Toron, pero el rostro del hombre era imposible de leer.
—Hay naves en la posición de los italianos —dijo Concepción—. Estamos ya lo bastante cerca para que el Ojo las detecte. No son los datos más claros del mundo, y sin comunicación no podemos confirmar su identidad, pero los datos que tenemos sugieren que son en efecto los italianos.
—Buena noticia. Necesitamos desesperadamente ayuda con las reparaciones.
—Y un nuevo transmisor de línea láser —dijo Víctor.
—Aunque los italianos no tengan un trasmisor de repuesto —dijo Concepción—, podemos usar el suyo para enviar tantas líneas láser como sean necesarias, estoy segura. Pero no os he llamado por eso. Edimar y Toron han avistado otra cosa.
—¿Una segunda nave estelar? —preguntó Víctor.
—No sabemos lo que es —repuso Toron—. Pero no creo que sea una nave estelar. —Maniobró su punzón en el holoespacio. Un punto apareció en la esquina superior—. Esta es la nave —dijo—, o lo que suponemos que es una nave.
Movió el punzón, y un segundo punto apareció en el extremo opuesto del holoespacio.
—Esto son los italianos.
Toron hizo otro gesto con la mano y un tercer punto apareció entre los dos primeros, aunque relativamente cerca de los italianos.
—Y esto es un gigantesco signo de interrogación. Es algo, pero no sabemos qué. Sabemos que es pequeño, como mucho del tamaño de la Cavadora, pero probablemente más pequeño. Por eso no lo hemos visto antes.
—¿Crees que está relacionado con la nave estelar? —preguntó Víctor.
—Tal vez —dijo Toron—. Edimar está más segura que yo, pero llevamos unas cuantas horas siguiendo su trayectoria, y parece que viene de la dirección de la nave estelar.
—Podría ser una coincidencia —dijo el padre de Víctor—. Podría ser la nave de un clan o una familia y su ángulo de aproximación hace que parezca que vienen de la astronave. Mirad la distancia entre las dos anomalías. Eso es un montón de espacio. Conectar las dos es dar todo un salto, ¿no os parece?
—Esa fue mi reacción —dijo Concepción—. Pero Toron me hizo pensar lo contrario.
—Es demasiado rápida para ser humana —dijo Toron—. La hemos detectado ya en varios puntos. Se mueve a cincuenta veces nuestra velocidad máxima.
Víctor se sorprendió. Había muchas naves más rápidas que la Cavadora. Pero ¿cincuenta veces más rápida? Inaudito.
—¿Podría ser un cometa? —arriesgó el padre—. ¿O algún otro objeto natural?
Toron negó con la cabeza.
—No es un cometa. El Ojo reconoce fácilmente los cometas. Esto es otra cosa. De carácter tecnológico. Tiene una firma de calor.
—Una nave de exploración —aventuró Víctor—. De la astronave. Tiene que serlo. Sean quienes sean, han enviado un explorador para escrutar la zona. Esto es territorio nuevo para ellos y juegan sobre seguro. Están comprobando el paisaje.
—Es una posibilidad —repuso Toron—. Pero si es cierto, eso nos pone en una situación muy precaria. Supongamos por una momento que es en efecto una nave de exploración. Si es así, ¿por qué van directos hacia los italianos?
—Tal vez puede detectar formas de vida —dijo Víctor.
—¿A esa distancia? —comentó su padre—. Lo dudo. Es posible, supongo. Si puede viajar casi a la velocidad de la luz, ¿qué más cosas podría hacer? Pero lo más probable es que pueda detectar movimiento del mismo modo que lo hace el Ojo.
—Los italianos no se mueven —dijo Víctor—. Están estacionarios: llevan así al menos diez días. Si la nave exploradora fuera atraída por el movimiento, vendría hacia nosotros. Somos los que se están moviendo. Tal vez haya detectado la frecuencia de radio de los italianos. La radio es tecnología. La radio implica vida inteligente. Si yo detectara ondas de radio en otro sistema solar, querría ir a comprobar. Y los italianos usan la radio todo el tiempo. Tienen cuatro naves. Así se comunican entre sí.
—Y nuestra radio no funciona —dijo su padre—. Podría explicar por qué no viene hacia nosotros.
—¿Cuándo podríais tener reparada nuestra radio? —preguntó Concepción.
—Mañana o pasado —respondió el padre de Víctor—. Estoy trabajando en eso ahora. Pero, una vez más, es para las transmisiones generales. No las enfocadas. Para eso necesitamos una línea láser.
—Termina la reparación, pero no trasmitas nada —dijo Concepción—. Ni siquiera para probarla. Ahora mismo estamos en silencio y guardaremos silencio hasta que sepamos a qué nos enfrentamos. —Se volvió hacia Toron—. ¿A qué distancia estamos de los italianos?
—Tres días —dijo Toron.
—¿Y cuándo los alcanzará esta nave exploradora?
—Ya está decelerando —dijo Toron—. Dentro de un día y medio, si no antes. Llegará mucho antes que nosotros.
Víctor se sintió súbitamente enfermo. Una nave, probablemente una nave alienígena, dirigiéndose hacia los italianos. Hacia Alejandra.
Durante la semana pasada, Víctor había intentado ignorar el hecho de que la Cavadora se dirigía hacia la posición de Janda: ella era ahora una parte cerrada de su vida, no tenía sentido pensar en ella. Sin embargo, de algún modo, a menudo sin que se diera cuenta de que sucedía, su mente volvía a Janda. Se preguntaba, por ejemplo, ¿en qué nave italiana atracaría la Cavadora cuando llegaran? ¿Sería la Vesubio, la nave de Janda? Parecía probable: la Vesubio era la nave más grande y, por tanto, la que con más probabilidad tendría los repuestos que la Cavadora necesitaba. Y, si las dos naves atracaban, ¿subiría Janda a bordo de la Cavadora para ver a su familia? Y si era así, ¿lo vería también a él?
Entonces Víctor se daba cuenta de que tenía esos pensamientos y se lanzaba a hacer más reparaciones, frustrado consigo mismo por dejar que su mente divagara.
Y ahora Toron le estaba diciendo que Janda podría estar en peligro.
—Dado lo incierto de la situación —dijo Toron—, tenemos que considerar el peor de los casos. Esto podría ser un ataque a los italianos. No tenemos pruebas que lo sugieran, pero seríamos unos necios si no lo tuviéramos en cuenta. Y si ese es el caso, ¿qué hacemos?
—Llegar lo más rápido posible a los italianos, eso es lo que hacemos —respondió Víctor.
—¿Y hacer qué?
—Ayudar. Contraatacar. Lo que haga falta.
—¿Con dos MG? —dijo Toron, despectivo—. Eso apenas nos sirve para evitar colisiones. No podríamos defendernos.
—Eso no lo sabemos. No tenemos ni idea de cuáles son las defensas de esa nave, dos MG podrían ser más que suficientes para abatirla.
—O no. Podrían solo enfurecerla. ¿Quieres correr ese riesgo?
—Absolutamente.
Toron se encogió de hombros y se volvió hacia Concepción.
—No estamos en posición de meternos en una pelea, si llega el caso. Míranos. Ni siquiera tenemos nuestro generador principal en marcha. Todo funciona con sistemas secundarios, que apenas mantienen el soporte vital. Tenemos la mitad de las luces apagadas para racionar la energía, y todos vamos dando tumbos en la oscuridad. La temperatura a bordo ha bajado veinte grados porque los calefactores no reciben la potencia necesaria. No tenemos comunicaciones. Estamos a un paso de ser una nave lisiada. Ni siquiera podemos ayudarnos a nosotros mismos. ¿Y estamos pensando en luchar? Los corporativos nos han arrasado. ¿Es que no hemos aprendido nada de esa experiencia?
—Eso fue distinto —dijo Víctor—. Nos pillaron por sorpresa.
Toron hizo una mueca.
—Oh, bueno, estoy seguro de que los alienígenas juegan siguiendo las reglas de la guerra caballeresca y nos tratarán «justamente» cuando ataquen. —Se volvió hacia Concepción—. No podemos defendernos a nosotros mismos, mucho menos a nadie más. —Dijo—. Sería más sensato detenernos ahora y leer los datos que proceden del Ojo. Esperemos a ver qué pasa cuando esta nave alcance a los italianos.
—¿No hacer nada? —dijo Víctor. No podía creer lo que estaba escuchando—. ¿Quedarnos aquí cruzados de brazos y ver cómo esa nave exploradora los ataca?
—No sabemos si es una nave exploradora —replicó Toron—. Ni sabemos que sus intenciones sean atacar. Y detenernos aquí no es inacción. Es recopilación de datos. Es conseguir la información que necesitamos para decidir el mejor curso de acción.
Víctor señaló el punto en el holoespacio.
—Tu hija está en una de esas naves.
—Y mi esposa y mi otra hija están en esta —dijo Toron—. ¿Crees que no sé que Alejandra está allí? ¿Crees que se me ha olvidado? Soy bastante capaz de seguir el paradero de mi hija, gracias.
—Calmémonos —dijo Concepción—. Estas paredes no son a prueba de sonido. Aquí somos todos adultos.
—Él no lo es —dijo Toron, señalando a Víctor.
Concepción lo ignoró.
—Toron propone una preocupación legítima, Víctor. Hay un montón de preguntas sin respuesta aquí. Tenemos la responsabilidad de proteger a nuestra gente.
—Tal vez —dijo el padre de Víctor—. Pero estoy de acuerdo con Vico. No podemos quedarnos cruzados de brazos y esperar a ver qué pasa. Si nosotros estuviéramos allí, y los italianos estuvieran aquí, querríamos que estuvieran con nosotros, apoyándonos. Yo digo que avancemos. Los italianos podrían necesitarnos en un momento crítico.
—Cada una de las naves italianas es más rápida y está mejor equipada que la nuestra —dijo Toron—. Y son cuatro. Si hiciéramos una contribución a una pelea sería mínima y un día y medio tarde. ¿De verdad queremos arriesgarnos a perderlo todo por eso?
—Estamos mejor protegidos que ellos —dijo Víctor—. Eso cuenta para algo. Sus naves son rápidas, sí, pero nosotros tenemos mejor blindaje. Eso podría resultar crítico.
—Una vez más, basas estas suposiciones en la tecnología humana —insistió Toron—. ¿Quién dice que esta nave exploradora, o lo que sea, no tiene un arma que no pueda penetrar cualquier blindaje?
—¿Dónde estaba esta violenta imaginación tuya cuando quise advertir a todo el mundo? —replicó Víctor—. Antes estuviste encantado de desviar cualquier sugerencia de que esta cosa era peligrosa. Ahora pareces convencido de que está programada para matar.
—Insto a la cautela, igual que hice antes. Y no tengo por qué darte explicaciones.
—Ya basta —dijo Concepción—. No llegamos a ninguna parte discutiendo. El hecho es que si esa cosa puede moverse a cincuenta veces nuestra velocidad, ya estamos en la pelea, si la hay. La nave podría alcanzarnos fácilmente si quisiera, aunque nos diéramos media vuelta y huyéramos. Sí, es posible que no sepa que estamos aquí, pero me parece improbable. Sería aconsejable dar por hecho que puede hacer todo lo que nosotros podemos hacer y más. —Se volvió hacia el padre de Víctor—. Segundo, dijiste que algunos de los MG están listos para ser instalados.
—Hemos reparado tres de los cuatro. El último necesita repuestos que no tenemos y no podemos hacer ningún apaño. Pretendemos reinstalar los tres en cuanto alcancemos a los italianos. Obviamente, a nuestra velocidad actual, no podemos salir al espacio.
Concepción miró a Víctor.
—¿Y el generador?
—Necesito un día como máximo.
Concepción asintió.
—Lo que hagamos con esta nave exploradora es decisión del Consejo. Convocaré de inmediato una reunión. Segundo, quedas excusado para hacer las reparaciones que tengas que hacer. Me encargaré de que tu punto de vista sea expresado ante el Consejo. Toron presentará lo que ha encontrado, y yo haré mi recomendación, que es decelerar e instalar los MG reparados ahora. Luego aceleraremos y alcanzaremos a los italianos lo más rápido posible. Es aconsejable ser cautelosos, pero sugiero que nos preparemos para lo peor y esperemos lo mejor.
Toron no discutió, Segundo asintió, y Concepción los excusó a todos. Víctor y su padre recorrieron el pasillo, de vuelta a sus respectivas reparaciones.
—Toron no es tu enemigo, Vico. Sé que puede parecer insensible, pero ama a Alejandra. Haría cualquier cosa por ella o por su familia. Pero si tiene que elegir entre las dos, siempre elegirá a la familia, que es la decisión correcta.
—¿Entonces por qué estuviste de acuerdo conmigo allí dentro?
—Porque si fueras tú quien estuviera con los italianos, yo no vacilaría en llegar junto a ti. Iría sin MG y sin generador si fuera preciso, aunque eso significara poner en peligro a todo el mundo a bordo. Eso no es racional. Es intrépido e irresponsable. Pero es lo que yo haría.
—Entonces me alegro de que tú seas mi padre y no Toron.
—Toron no es un cobarde, Vico. Su sugerencia de detenernos aquí y esperar puede parecer cobardía, pero no lo es. Conozco a Toron desde hace mucho tiempo. No lo motiva la autoconservación. Le preocupan Edimar y Lola, su esposa, y Concepción y tu madre y yo y todos a bordo. Incluso tú.
—Creo que preferiría que me arrojaran de la nave.
—Mi argumento es que ama a Alejandra tanto como yo te amo a ti, hijo. Si Toron pudiera cambiarse de sitio con ella, lo haría en un instante. Su disposición a entregarla a su destino para proteger a los demás demuestra, para mí al menos, que posee un valor mucho más grande que yo. Es la decisión inteligente. Los italianos no están indefensos. Pueden aguantar solos. Mantener la distancia y permanecer a salvo es lo racional. Gracias a gente como Toron esta familia está todavía viva, Vico. Si yo estuviera al mando, todos habríamos muerto hace mucho tiempo. —Sonrió y apoyó una mano en el hombro de Víctor—. Me temo que he hecho que te parezcas demasiado a mí, impulsivo y testarudo. Nunca por tu propio bien, sino por el de los que amas. Es una buena característica. Pero puede que un día dirijas esta familia, Vico, y si eso sucede, necesitarás tener en ti algo de Toron también.
Víctor quiso decírselo entonces. Todo lo que tenía que hacer era abrir la boca y decir: «Me marcho, padre. No sé cómo. No sé cuándo. Pero nunca dirigiré esta familia porque no puedo quedarme. No puedo tomar una esposa aquí. No puedo criar hijos aquí. No cuando todo lo que veo a mi alrededor me recuerda a Janda».
Pero Víctor no dijo nada. ¿Cómo podía hacerlo? La familia lo necesitaba ahora más que nunca. ¿Cómo podía pensar siquiera en marcharse? Era egoísta. Era abandonarlos. Sin embargo, ¿qué podía hacer? ¿Intentar sellar esa parte de su cerebro donde estaban almacenados los recuerdos de Janda? No podía. Ella estaba unida para siempre a esta nave, y ningún acontecimiento, ni siquiera la nave estelar, ni el ataque corporativo, nada podía cambiar eso.
Su padre se marchó antes de que Víctor encontrara el valor para decir nada, y el muchacho se quitó las grebas y voló de vuelta a la sala de máquinas. Encontró allí a Mono, sustituyendo unos cuantos circuitos calcinados.
—Tenemos un día para poner esto en marcha, Mono.
—Buena suerte —contestó el niño—. Es una pieza de chatarra. Tendría que haber visto un basurero hace cuatrocientos años.
—No existían los viajes espaciales hace cuatrocientos años. Además, no tenemos más remedio.
Le contó a Mono lo de la nave exploradora. Sabía que probablemente no debería hacerlo, pero el Consejo lo averiguaría pronto, y entonces todos a bordo lo sabrían. Al principio, a Víctor le preocupó que la noticia preocupara a Mono. Pero para su sorpresa tuvo el efecto opuesto, con Mono aún más decidido a terminar de reparar el generador y ponerlo en marcha.
Trabaron hasta bien entrado el turno de sueño. Cuando terminaron, casi doce horas más tarde, los dos estaban sucios y agotados.
—Enciende el interruptor, Mono.
Víctor tenía el extintor preparado, por si acaso, mientras Mono se acercaba a la caja de fusibles y encendía. Habían intentado reiniciar el generador varias veces en los últimos días, pero todos los intentos habían fracasado: sonidos estentóreos, componentes ardiendo, un puñado de chispas. En varias ocasiones habían cortado la energía con tanta rapidez como la habían conectado. Ahora, sin embargo, el generador cobró vida lentamente. La pantalla de datos se encendió. El motor zumbó y aumentó de potencia. Las turbinas giraron y ganaron velocidad. No hubo golpes. No hubo chispas. No hubo chirriar de metal.
Pasaron diez segundos. Luego quince. El rugido de las turbinas se hizo más fuerte. Víctor observó los números de la pantalla, el corazón latiéndole con fuerza. Las turbinas estaban al sesenta por ciento. Luego al setenta. Luego al ochenta y cinco. Las turbinas chillaban ahora, el sonido sacudía toda la sala de máquinas. Noventa y cinco por ciento. Víctor miró a Mono y vio que el niño se estaba riendo. No pudo oír la risa por encima del rugido del generador, pero verlo, junto con la súbita liberación de toda la ansiedad acumulada, hizo que también Víctor se echara a reír. Risas tan fuertes y largas que las lágrimas le corrieron por las mejillas.
Con su traje presurizado, Víctor esperaba ante la cámara estanca a que la nave se detuviera. Su padre lo acompañaba, junto con diez mineros, todos ante las enormes puertas de la bodega. Los tres MG reparados flotaban entre ellos. Los mineros los sujetaban con cables. Víctor podía oír los retros disparando en el exterior, refrenando la nave. Un momento después, los cohetes se detuvieron, y entonces la voz de Concepción sonó en el casco de Víctor.
—Parada total, caballeros. Hagamos la reparación con rapidez, si podemos.
El Consejo había aceptado la recomendación de Concepción. La Cavadora se detendría por completo, Víctor y su padre instalarían los MG reparados, y la nave aceleraría al encuentro de los italianos, todavía a un día de distancia. No había sido una decisión fácil. Su madre le había dicho a Víctor que una discusión bastante acalorada había precedido la votación, con mucha gente de parte de Toron e instando a la cautela extrema que prefería detenerse inmediatamente y observar la nave exploradora entre los italianos desde una distancia segura. La votación final para terminar en cuanto se hicieran las reparaciones había sido aprobada por una minoría exigua.
Víctor pulsó una orden en el teclado de la pared de la cámara estanca. Hubo una breve sirena de advertencia seguida de una voz mecánica diciéndoles que las amplias puertas de carga iban a abrirse. La voz inició una cuenta atrás a partir de diez, y entonces las puertas se desatrancaron y se deslizaron. Todo el aire del interior de la cámara estanca salió absorbido al espacio, y la negrura llena de estrellas del Cinturón de Kuiper se extendió ante ellos.
El VCA del casco de Víctor se puso inmediatamente en funcionamiento. La temperatura exterior era de menos doscientos veintitrés grados Celsius, lo que impulsaba al mecanismo calefactor de su traje a compensar. Otras ventanas de datos le comunicaban los niveles de oxígeno, el ritmo cardíaco, la humedad del traje, y las constantes vitales de todos los miembros del grupo. Una nota de su madre apareció también: TE ESPERA EL CHILE CUANDO VUELVAS. NO TE ARRIESGUES. ÉCHALE UN OJO A TU PADRE. TE QUIERE, PATITA.
Su padre guio al grupo al exterior, moviéndose lentamente con sus botas magnéticas mientras atravesaban la compuerta y salían al casco. Los mineros tiraban de los ingrávidos MG como si fueran globos en un desfile. Cuando todos estuvieron fuera y seguros, su padre los condujo a uno de los lugares donde un MG había sido cortado. Víctor había hecho una nueva red y nuevas tomas de energía para sustituir a las que habían sido cortadas, y colocó y conectó la nueva toma. Cuando terminó, fue parpadeando las órdenes necesarias para reiniciar el láser y reintegrarlo en el sistema de evitación de colisiones.
Dos horas más tarde, después de haber acabado de instalar el último de los tres láseres sin ningún problema, su padre les pidió a todos que se reunieran en círculo. Víctor sabía que este momento iba a llegar. Su padre sacó un receptáculo de la bolsa de su cadera y habló por el comunicador de su casco.
—Estamos preparados —dijo.
Hubo un momento de pausa, y entonces la voz de Concepción respondió por la línea.
—Estamos aquí, Segundo. Gabi y Lizbét y las chicas y yo. Todos estamos en línea.
Víctor visualizó a la familia de Marco reunida en torno a uno de los terminales del centro de mando. La tripulación cedería espacio a la familia, apartados a un lado, silenciosos, con la cabeza gacha.
Su padre se persignó, colocó una mano sobre la tapa del receptáculo y dijo:
—Vaya a Dios, nuestro hermano, y al cielo más allá de este.
Desenroscó la tapa y suavemente sacudió el receptáculo hacia arriba. Las cenizas salieron de la lata en un terrón nuboso y se alejaron de la nave sin dispersarse. Los hombres en círculo hincaron lentamente una rodilla en tierra, se persignaron, y repitieron las palabras.
—Vaya a Dios, nuestro hermano, y al cielo más allá de este.
Mantuvieron la postura en silencio mientras la familia en el puente daba sus despedidas.
—Vaya a Dios, Papito —dijo Daniela, de once años.
—Vaya a Dios, Papá —dijo Chencha, de dieciséis.
Sus voces sonaban quebradas y temblorosas por la emoción, y Víctor no pudo soportarlo. Parpadeó una orden y silenció el audio de su casco. No quería oír a Gabi decirle adiós a su marido, ni a Alexandria, de cuatro años, despedirse de un padre a quien probablemente no recordaría dentro de un año. Marco se merecía criar a sus hijas. Y Gabi, viuda y rota, se merecía envejecer con un hombre como él. Ahora, sin embargo, nada de eso sucedería. Gracias a Lem Jukes todo eso se había perdido.
Víctor vio las cenizas dispersarse, sorprendido de que un hombre tan grande pudiera quedar reducido a tan poco.
Víctor y su padre repararon esa tarde la radio en el taller, aunque tuvieron que desmantelar unas cuantas holopantallas para conseguir los componentes que necesitaban. Cuando estuvieron seguros de haberla arreglado, la llevaron directamente al habitáculo de Concepción, que compartía con otras tres viudas de la nave. Concepción había insistido en que la despertaran en el momento en que estuviera lista, y los tres llevaron la radio a una de las salas de almacenajes más espaciosas y sellaron la compuerta.
—¿Habéis comprobado todas las frecuencias? —preguntó Concepción.
—Solo dos —respondió el padre de Víctor—. Suficientes para saber que funciona.
Concepción cogió su palmar y llamó a Selmo para que viniera. Cuando llegó, todavía adormilado, empezó a trabajar con la radio. Los cuatro permanecieron en silencio mientras Selmo comprobaba todas las frecuencias, buscando charla. Una vez, captaron unos cuantos chasquidos lejanos y fragmentos de conversación, pero muy fragmentada, con momentos de sonido tan breves y escasos que no pudieron distinguir nada.
—¿Los italianos? —preguntó Concepción.
—Tal vez —respondió Selmo—. Es difícil decirlo. Pensaba que recibiríamos una transmisión mejor estando tan cerca. Si tuviera que aventurar una hipótesis, diría que es solo basura de algún sitio lejano.
—¿Entonces los italianos guardan silencio? —preguntó Concepción.
—Parece extraño que no oigamos nada —dijo Víctor—. Tienen cuatro transmisores. Deberían estar hablando entre sí. Seguimos estando lejos, pero no tanto como para no poder detectar nada. —Se volvió hacia Concepción—. ¿Cuánto tiempo hace que la nave exploradora llegó a su posición?
—Dieciocho horas.
—¿Y nadie ha dejado su posición desde entonces? —preguntó el padre de Víctor.
—No según el Ojo —dijo Concepción.
—Tal vez esa nave exploradora esté causando interferencias —dijo Víctor.
—Tal vez —coincidió Concepción.
—O tal vez no transmiten porque no pueden hacerlo —dijo Selmo.
Todos permanecieron en silencio un momento. Víctor había estado pensando lo mismo. Todos lo habían hecho. O bien le había sucedido algo a los cuatro transmisores de los italianos o les había sucedido algo a los italianos.
—¿Cuánto falta para que lleguemos a su posición? —preguntó Concepción.
—Doce horas —contestó Selmo.
Concepción reflexionó.
—Todavía hay tiempo para dar media vuelta y echar a correr —dijo el padre de Víctor—. No es que lo proponga. Solo digo que si empezamos a decelerar ahora, podríamos pararnos y cambiar de rumbo si quisieras.
—No vamos a parar —respondió Concepción—. Todos vamos a acostarnos y a dormir un poco. Sobre todo Víctor y tú. Hace dos días que no dormís. Selmo, pon a comprobar frecuencias con esta radio a quien esté trabajando en el puente de mando esta noche. Nada de transmitir: solo escuchar. Despiértame si hay algún cambio.
Alejandra flotaba en el pasillo con un camisón blanco. El tejido era fino pero no tanto para que Víctor no pudiera ver a través. Tenía el pelo suelto, flotando junto a ella en gravedad cero. Le parecía extraño verla vestida así. Janda no tenía ningún camisón, desde luego no tan blanco y prístino y que le sentara tan bien, como si lo hubieran hecho exclusivamente para ella. La Janda que él conocía llevaba monos y jerséis, todos gastados y deshilachados, después de haber sido utilizados por otras chicas antes que ella. Nunca algo tan nuevo ni tan limpio ni tan femenino.
Tampoco llevaba nunca el pelo suelto, no en el pasillo al menos, no donde todo el mundo podía verlo. Una vez, Víctor se lo vio suelto cuando fue a los habitáculos de su familia y encontró la puerta entornada. La madre de Janda estaba dentro, trenzándole el pelo. A Víctor le sorprendió ver lo largo y tupido que era. Se marchó inmediatamente antes de que nadie reparara en él, sintiéndose incómodo, como si hubiera sido testigo de algo que ningún chico debiera ver jamás.
Sin embargo ahora, al verla aquí, no experimentó esos sentimientos. Así era como deberían ser su pelo y su vestido, como él tendría que verla.
Janda le sonrió, y Víctor se sintió aliviado al instante. Le había preocupado que la nave exploradora le hubiera hecho algo, que la hubiera dañado de algún modo, pero allí estaba. Tenía tantas preguntas que hacerle. ¿Qué era la nave exploradora? ¿Había hecho ella algún amigo entre los italianos? ¿Había localizado a algún potencial pretendiente a quien un día pudiera considerar su esposo? Le alivió considerar esa última pregunta sin sentir un retortijón de culpa o de pérdida. Significaba que estaba pasando página, que Janda seguía siendo la amiga que siempre había creído que era y no alguien de quien se hubiera enamorado. Significaba que podían verse y no sentirse lastrados por la incomodidad y la vergüenza.
Ella lo llamó para que la siguiera, luego se dio media vuelta y echó a andar, descalza. Atravesaron la nave. Los pasillos estaban vacíos. Ninguno de los dos habló. No necesitaban hacerlo. Todavía no. Estaban el uno con el otro, y por ahora era suficiente. Ella se volvía a mirar atrás y sonreía a menudo, viéndolo tras ella, siguiéndola todavía.
La cámara estanca estaba abierta. Las puertas de la bodega estaban abiertas. Las atravesaron. Había estrellas por todas partes, pequeñas y silenciosas. Se miraron. Una estrella detrás de Janda se movió, cruzando el cielo, como atraída por ella, como si fuera suya y ella la llamara. La alcanzó y desapareció, apagándose. Entonces vinieron otras estrellas, lentamente al principio y luego todas a la vez, convergiendo hacia ella. Janda parecía no advertirlo. Miraba a Víctor, la sonrisa todavía intensa.
Le acarició el pelo. La mano de ella le rodeó la cintura, atrayéndolo. Sus labios eran cálidos.
Una mano despertó a Víctor. Estaba en su hamaca. Su padre lo miraba.
—La nave exploradora se ha ido.
Víctor se levantó al instante. Fueron los dos directamente al centro de mando. Toron movía su punzón a través del holoespacio sobre la mesa, dibujando una línea a través de la carta del sistema.
—Se marchó hace diez horas —decía Toron—. No lo sabíamos porque el Ojo ahora solo nos da ahora datos borrosos.
—¿Por qué? —preguntó Concepción.
Toron se encogió de hombros.
—Puede que estemos encontrando algo de polvo. No lo sé. No hay datos claros alrededor de este sitio, es todo lo que sabemos. En cuanto a la cápsula, ahora se dirige hacia esta dirección, alejándose de nosotros, lo cual es buena cosa.
—¿Cápsula? —preguntó Víctor.
—Así es como Edimar y yo llamamos ahora a la nave exploradora —dijo Toron—. No tiene forma de nada que hayamos visto antes. Es muy lisa, muy aerodinámica.
—¿Alguna noticia de los italianos? —preguntó el padre de Víctor.
—Todavía nada —respondió Selmo—. La radio permanece en silencio.
Había un montón de motivos por los que los datos del Ojo pudieran ser «borrosos» o poco claros: cualquier obstrucción en el espacio, por pequeña que fuera, podía desviar los datos. Pero todos los motivos que Víctor pudiera pensar, todos los motivos que Toron sin duda había considerado, parecían improbables, excepto uno. No había polvo entre la Cavadora y la posición de los italianos. Había polvo en la posición de los italianos. Donde antes había cuatro naves sólidas, ahora había otra cosa, algo que al Ojo le costaba más trabajo interpretar. Piezas más pequeñas y más aleatorias que no coincidían con el diseño de ninguna nave que el Ojo tuviera en su base de datos. Polvo en movimiento, fragmentos girando, pedazos irreconocibles de acero. Víctor se negó a creerlo. Era una posibilidad demasiado sombría. Los italianos estaban bien. Janda estaba bien. La Cavadora era un trozo de chatarra. ¿Por qué debían confiar en el Ojo? Era solo otra parte de una nave hecha de componentes rotos y máquinas que apenas se sostenían juntas. Los datos borrosos no significaban nada.
Continuaron volando durante ocho horas más, pero para cuando llegaron al sitio Víctor sabía qué iban a encontrar. Los restos de las cuatro naves eran una mancha dispersa de escombros calcinados de al menos cinco kilómetros de ancho.