8
Gláser
La sala de archivos de la Makarhu era un espacio oscuro y claustrofóbico lleno de filas de parpadeantes sistemas informáticos y zumbantes servidores. Lem flotaba en las sombras cerca de un rincón con la holopad conectada a uno de los servidores. Un vídeo del ataque a la Cavadora se reproducía en el holoespacio. Mostraba un láser cortando un mataguijarros del casco de la nave de los mineros libres. Mientras miraba, el MG cortado salió dando vueltas y golpeó a uno de los mineros que estaba fuera de la nave. Lem pasó la mano a través del holoespacio para detener el vídeo, y entonces agitó los dedos en la secuencia adecuada para rebobinar y reproducirlo de nuevo a cámara lenta. No podía estar seguro pero parecía, como se temía, que había matado al hombre.
El empujón a la Cavadora había sido mucho más violento de lo que Lem había previsto. Una cosa era hablar de láseres cortando sensores y equipo. Otra muy distinta verlo todo desplegarse ante tus ojos como había hecho Lem: el ataque entero había sido grabado por varias cámaras y proyectado en el gran holoespacio del puente de mando.
No, no debía usar la palabra «ataque». Eso parecía incriminador y delictivo. «Atacar» implicaba hacer algo malo que causaría titulares en las redes del tipo LEM JUKES ATACA A FAMILIA DE MINEROS LIBRES. O: EL HEREDERO DE LA FORTUNA JUKES ATACA NIÑOS. No, «atacar» era una palabra demasiado agresiva. Pintaba una imagen de los acontecimientos completamente inadecuada. Sugería intención maliciosa y automáticamente ponía a la gente en categorías falsas. El bien contra el mal. Negro contra blanco. Y, en verdad, no había buenos y malos en este escenario. Eran solo dos grupos tras el mismo asteroide, que, según demostraban los archivos, no pertenecía a nadie en primer lugar. Lem no estaba quitándole nada a los mineros libres porque para empezar no era suyo. Si hubieran poseído escrituras o una carta de compra asegurándolos como dueños de dicha propiedad, entonces sí, Lem habría hecho mal. Pero maniobrar para desalojar a alguien de un asteroide del que no tenían ningún derecho de propiedad no era ningún delito después de todo.
Maniobrar. Sí, a Lem le gustaba esa palabra mucho más.
El MG del vídeo salió de nuevo disparado por el láser y golpeó al hombre. Lem detuvo la imagen en el momento del impacto. El cuello del hombre se dobló brutalmente hacia un lado. Lem nunca había visto un cuello roto antes, pero estaba bastante seguro de lo que estaba viendo.
—¿Señor Jukes?
Lem se dio media vuelta, golpeando dos de los servidores al hacerlo. El archivero, un belga llamado Podolski, flotaba al fondo de la fila de servidores en su traje de sueño, y lo miraba con expresión confundida. Lem sintió pánico, aunque se esforzó por no mostrarlo. El hombre debería de estar durmiendo. Faltaban horas para el cambio de turno.
—Me ha asustado —dijo Lem, sonriendo y desconectando su holopad.
El archivero lo miró, confundido. Se produjo un momento de silencio.
—Espero no haberle despertado —dijo Lem—. Me he puesto a revisar unos archivos.
—El sistema me alerta cuando alguien accede a los archivos nucleares sin mi código de autorización —dijo Podolski—. Es una medida de seguridad.
—Ah —contestó Lem. No lo sabía, o habría ideado algún modo de esquivar el código. Se echó a reír—. Qué estúpido por mi parte. Lo siento mucho. Si lo hubiera sabido, habría acudido a verlo en horas normales. Me siento fatal por haberlo despertado.
—Sabe usted, señor, que puede acceder a cualquier documento que tengamos aquí en los archivos usando la terminal personal de su habitación.
Naturalmente que Lem lo sabía. No era idiota. Pero no quería que la nave tuviera un registro de los archivos transferidos a su habitación… ni a cualquier otra terminal de la nave, ya puestos. Tampoco quería mirar los archivos sin más: quería borrar las únicas copias que había en existencia en los servidores principales.
—Tenía asuntos que atender en la bodega minera —dijo Lem—. Así que se me ocurrió pasarme por aquí y comprobar unas cuantas cosas. No sabía que crearía un alboroto.
No era la mejor de las mentiras, pero Lem lo había dicho de manera bastante convincente. Y podría soportar una comprobación. La bodega minera estaba junto a la sala de archivos, y en los días transcurridos desde el empujón la tripulación minera había trabajado durante largas horas en la bodega preparándose para las pruebas de campo. Era plausible sugerir que Lem había estado allí.
Podolski asintió.
—¿Hay algo que pueda ayudarle a buscar, señor?
—Muy amable, pero no. Acabo de terminar. Gracias.
Podolski volvió a asentir, sin saber qué hacer a continuación. Se produjo una pausa embarazosa.
—Bien, si necesita algo, señor, mi habitáculo está justo atravesando esa escotilla.
Lem hizo el paripé de estirar el cuello y mirar la escotilla, aunque sabía exactamente dónde estaba.
—Gracias. Si necesito algo, se lo haré saber.
Podolski se marchó flotando, con una mirada de incertidumbre en el rostro.
Lem esperó a que la escotilla se cerrara y luego empezó a borrar archivos rápidamente, sin molestarse siquiera en revisarlos primero. Antes, cuando había decidido llevar esto a cabo y borrar toda grabación del empujón, había pensado brevemente encargarle a Podolski la tarea, pues estaba obviamente más familiarizado con los servidores y por tanto tenía mejores cualificaciones para hacerlo. Pero entonces Lem se dio cuenta de lo inquieto que eso lo habría dejado: siempre se habría preguntado si Podolski habría hecho su propia copia de los archivos con la esperanza de chantajearlo en el futuro. Algunos de los empleados de su padre habían intentado cosas similares a lo largo de los años: sus intentos habían terminado siempre con su propia humillación y nunca la de su padre, pero a este las experiencias le habían resultado agotadoras igualmente. Además, darle la orden a Podolski tan solo aumentaría sus recelos cuando la mayoría de la gente a bordo, Podolski incluido, no sabía todavía lo que había sucedido durante el empujón. Nadie más que unos cuantos oficiales veteranos conocían el incidente con el minero libre, y a Lem le parecía que lo mejor era dejar las cosas como estaban.
Cuando terminó de borrar archivos, comprobó y volvió a comprobar los servidores y copias de seguridad para cerciorarse de que no se le había pasado por alto nada. Luego ejecutó un programa que eliminaba cualquier huella del borrado. El último paso era reparar agujeros. Ahora había huecos en los archivos de vigilancia, así que los llenó de material aleatorio del espacio que ya estaba en los archivos. Cuando acabó, todo rastro de pruebas potencialmente incriminadoras había desaparecido.
Lem se metió la holopad en el bolsillo y se dirigió a la salida. Esperaba que al borrar los archivos borrara también la punzada de culpa que lo roía desde el empujón, pero cuando salió de la sala se sentía tan ansioso como antes. No tendría que haber visto el vídeo, advirtió. Si no lo hubiera visto, podría haber mantenido en su mente la posibilidad de que el hombre no estuviera gravemente herido. Podría haberse hecho creer que no se había producido ningún daño duradero. Eso ya no era una opción.
¿Por qué estaban fuera de la nave los mineros libres? Era el turno del sueño. No se sale de la nave durante el turno del sueño. Eso era una temeridad. De hecho, ahora que lo pensaba, si el minero libre estaba paralizado o muerto, era más culpa suya que de él. Bueno, quizá no fuera más culpable, pero desde luego en una buena porción. Lem no debería cargar con toda la responsabilidad.
Además, no podía decirse que hubiera dañado a nadie intencionadamente. Ni siquiera sabía que los hombres estaban ahí fuera. Los mineros libres trabajaban al otro lado de la Cavadora, donde no podía verlos, cuando el ataque (no, la maniobra) empezó. Y para cuando la nave los detectó, la Makarhu ya se movía rápidamente y la secuencia de disparos láser ya había sido iniciada. Lem no podía pararla. No fácilmente, al menos. Fue solo mala suerte que el primer objetivo fuera el MG que estaba cerca de los tres mineros.
Y si mirabas los hechos de esa forma, si dividías la culpa en porciones, entonces parte de la culpa era del minero libre, parte del ordenador, parte de la mala suerte, y solo una pequeña parte de Lem. E incluso esa porción no sería completamente de Lem. Había sido un esfuerzo de grupo, después de todo. La tripulación seguía sus órdenes, cierto, pero podrían haber puesto objeciones, podrían haber dicho que no.
Alguien lo había hecho, se recordó Lem. Benyawe. Había cursado una objeción formal. ¿Había borrado eso también? Debía haberlo hecho.
Salió de la sala de archivos y se dirigió a la bodega minera para dar crédito a la mentira que había dicho. Lem no esperaba que Podolski investigara el asunto: no tenía motivos para no creerlo. Pero ¿y si Podolski mencionaba en alguna conversación casual que Lem había estado en la bodega minera? No, era mejor jugar sobre seguro.
La bodega minera era un gran garaje donde estaba alojado todo el equipo de excavación y extracción de mineral. Normalmente una nave de este tamaño empleaba de cuarenta a cincuenta mineros, con entre veinte y veinticinco DP o dozers portátiles, los grandes exoesqueletos cavadores que la mayoría de los mineros corporativos llevaban puestos para despejar pozos y extraer terrones. Como esta era una nave de investigación en este momento, la tripulación minera constaba solamente de diez hombres, cuyos únicos deberes durante el viaje era recoger fragmentos de roca de las pruebas de campo para analizarlas. Los mineros pretendían usar recogedoras, que eran excavadoras de largos brazos que podían ser extendidas desde la nave para recoger rocas del espacio. Pero como los ingenieros solo habían llevado a cabo una sola prueba de campo y ni siquiera se habían molestado en recoger los fragmentos de roca de dicha prueba, los mineros estaban locos de puro aburrimiento. Lem lo había aliviado hacía una semana cuando fue a verlos y les contó su intención de extraer tantos minerales del asteroide como la nave pudiera contener. Harían falta modificaciones en el equipo, pero los hombres estaban tan ansiosos por tener una misión que aceptaron rápidamente el desafío. Lem podía decir que su visita esta noche era para comprobar sus progresos.
Para alivio suyo, cinco de los mineros estaban trabajando en la bodega cuando llegó, incluyendo el jefe de la cuadrilla, que estaba anclado a una de las recogedoras, soldando grandes placas de metal.
—Qué sorpresa, señor Jukes —dijo el jefe de la cuadrilla, alzando la visera de la máscara de soldadura y apagando el equipo—. Es temprano para usted, ¿no, señor?
—No podía dormir. ¿Cómo va el equipo para la extracción mineral?
El jefe de la cuadrilla sonrió y le dio a la recogedora una palmada afectuosa.
—Vamos bien de tiempo. Ya hemos preparado dos recogedoras. Otras dos más estarán listas cuando disparemos el gláser.
Lem había decidido esperar una semana entera después de llegar al asteroide para disparar el gláser. Quería darle a la Cavadora tiempo suficiente para alejarse de modo que no pudieran ver la prueba. Lem podía volar un guijarro y no provocar ninguna curiosidad, pero si alguien lo veía aniquilar un asteroide tan grande como este, sabrían que Juke había desarrollado una tecnología revolucionaria: un hecho que su padre prefería mantener en secreto.
—Hemos convertido las recogedoras en imanes gigantes, señor —explicó el jefe de la cuadrilla—. Si lo que los ingenieros nos dicen es cierto, ese gláser reducirá la roca a polvo. Así que para separar los detritos de los minerales todo lo que tenemos que hacer es introducir un imán en la nube de polvo y dejar que atraiga los fragmentos de metal. Luego llevamos la carga de la recogedora a la fundidora, desconectamos los imanes, vaciamos el metal, salimos y volvemos a repetir la operación. Muy pronto tendrá cilindros de metal almacenados de la manera tan ordenada como quiera, señor.
—¿Cuánto tiempo tardará en traer el metal?
El jefe de la cuadrilla se encogió de hombros.
—Depende del tamaño de la nube de polvo y la cantidad de metal que encontremos. Podría ser una semana. Podrían ser ocho. En realidad es decisión suya, señor, nosotros seguiremos haciendo cilindros mientras quiera.
Lem le dio las gracias al hombre y volvió a su habitación y se amarró a su hamaca. Tenía dos horas de sueño antes de que terminara el turno, aunque sabía que no podría quedarse dormido: la imagen del cuello doblado del minero libre estaba demasiado fresca en su memoria. Podía haber borrado los archivos y cubierto sus huellas, pero no podía borrar el recuerdo. Se quedó tumbado en silencio. Sabía que se engañaba a sí mismo al pensar que otros eran responsables de lo que había sucedido. Era su crimen, su acción. Y merodear en la oscuridad no podría eliminar ese hecho.
Una semana después del empujón, Lem estaba en la sala de observación con Benyawe y Dublin, listos para disparar el gláser. A través de la ventana, Lem contemplaba el asteroide ahora a considerable distancia de la nave.
—¿Están seguros de que estamos lo bastante lejos?
—No hay duda, señor Jukes —respondió Dublin—. Llevamos trabajando en los cálculos toda la semana. Yo mismo los he revisado. El campo de gravedad no nos alcanzará a esta distancia. Ya estamos varios kilómetros más lejos de lo necesario. He tomado todas las precauciones.
Lem asintió, aunque no podía evitar sentirse un poco nervioso. Cuando el gláser alcanzara el asteroide, crearía un campo de gravedad centrífuga dentro del cual la gravedad cesaría de contener la masa. Y cuanto más grande fuera el objeto alcanzado, más grande el campo de gravedad.
—En mi opinión, cuanto más lejos mejor —dijo Lem—. ¿Podremos seguir alcanzando a ese asteroide con precisión si nos retiramos, pongo por caso, otros cinco kilómetros?
—Deberíamos poder —dijo Dublin—. Pero sería exagerado.
—Prefiero exagerar a que me maten —respondió Lem. Tocó su holopad, y apareció un holo de la cabeza de Chubs—. Retíranos otros cinco kilómetros más, Chubs.
—Sí, señor.
—E infórmame de los últimos escaneos de zona. Quiero asegurarme que no hay ninguna nave lo bastante cerca para ver lo que vamos a hacer.
—Puede estar tranquilo, Lem —dijo Chubs—. Estamos solos. La Cavadora era la más cercana, pero hace tiempo que se han ido. Ya ni siquiera la captamos en nuestros escáneres.
—Bien —respondió Lem—. Entonces empecemos. Lancen los sensores.
—Sensores lanzados —dijo Chubs.
Lem vio por la ventana cómo los sensores partían de la nave en un estallido de propulsión, dirigiéndose hacia el asteroide, con un largo cable de anclaje desenrollándose detrás de cada uno. Los sensores, una vez en posición, grabarían todos los aspectos de la explosión para analizarlos posteriormente.
—Sensores colocados —dijo Chubs.
—Disparen el gláser.
—Sí, señor.
Lem desconectó su holopad y esperó en silencio con Benyawe y Dublin. Comenzó después de un momento. El asteroide estalló en grandes pedazos, que rápidamente explotaron a su vez en trozos más pequeños, extendiéndose hacia afuera en una creciente esfera de destrucción. Los fragmentos grandes continuaron estallando una y otra vez, haciéndose cada vez más pequeño, y la nube se hizo más gruesa, más amplia, más masiva, moviéndose hacia afuera con increíble velocidad. Ahora tenía cuatro veces el tamaño del asteroide original. Cinco veces. Seis.
—Hmm —dijo Dublin.
Ocho veces.
Benyawe parecía confundida.
—Creo que quizá sería aconsejable…
—¡Suelten los sensores! —gritó Lem por el micro de su casco—. Enciendan los retros. Máxima energía. ¡Retrocedamos!
Los sensores fueron soltados. La nave retrocedió súbitamente. Lem, Dublin y Benyawe fueron lanzados hacia delante, contra el cristal de observación. La esfera seguía creciendo. Lem se apartó del cristal y vio cómo la esfera envolvía los sensores que acababa de soltar, que instantáneamente estallaron en piezas más y más pequeñas. Pero la nube no se detuvo aquí. Siguió creciendo, y ahora era una enorme bola de polvo y partículas y grava. Llegó al punto donde antes estaba situada la nave, y creció aún más, expandiéndose hacia afuera, el polvo más fino ahora.
Entonces se detuvo por fin. Las partículas dentro del campo eran tan pequeñas y alejadas entre sí que el campo de gravedad era demasiado débil para contenerse y se disipó en la nada. Todo quedó quieto. Lem miró por la ventana, los ojos desencajados, el corazón redoblando. Si no hubiera dado la orden instantáneamente, si hubiera esperado a que el vacilante Dublin tomara una decisión, el campo habría alcanzado la nave y todos se habrían hecho pedazos.
Se dio media vuelta para dirigirse a Dublin, furioso.
—Creí que había dicho que estábamos seguros.
—Yo… creí que lo estábamos —dijo Dublin—. Fuimos varios los que hicimos los cálculos.
—¡Pues sus cálculos son una mierda! ¡Casi nos mata a todos!
—Lo sé. Lo… lo siento. No estoy seguro de cómo hemos podido equivocarnos.
—Benyawe me dijo que no podíamos prever el campo de gravedad —dijo Lem—. Ahora comprendo que tendría que haberle hecho caso a ella en vez de a usted. Puede retirarse, doctor Dublin.
Dublin parecía impotente, la cara roja de vergüenza. Lem lo vio marcharse y luego se volvió hacia Benyawe.
—¿Se ha terminado? ¿Estamos a salvo?
Ella estaba marcando en su holopad.
—Eso parece. Nuestros sensores no son tan buenos como esos que hemos abandonado, pero parece que el campo ha desaparecido. Sin embargo, querría hacer más análisis antes de dar una respuesta definitiva. —Miró a Lem, la voz temblorosa—. Si no hubiera reaccionado tan rápido…
Lem habló por su micro.
—Detengan los retros. Parada total.
La nave redujo velocidad. Lem se apartó del cristal y contempló la enorme nube de polvo que antes fuera un asteroide.
—No puede echarle a Dublin la culpa por esto —dijo Benyawe—. No del todo.
—¿No?
—Si hubiéramos hecho más pruebas con guijarros como esta misión tendría que haber hecho, Dublin habría tenido más datos y habría sido más preciso en sus cálculos.
—¿Entonces es culpa mía?
—Actuó usted contra su consejo y el mío y atacó a un asteroide cien veces más grande de lo que estábamos preparados. Me parece una hipocresía apuntarlo a él solo con el dedo.
Lem sonrió.
—Ahora veo por qué ha durado tanto tiempo con mi padre, doctora Benyawe. No tiene miedo de hablar con sinceridad. Mi padre respeta eso.
—No, Lem. He durado tanto tiempo con su padre porque siempre tengo razón.
Lem durmió mal durante los días siguientes. En sus sueños, el campo de gravedad devoraba cuanto lo rodeaba: los muebles, su terminal, su cama, sus piernas, el hombre del cuello roto; todo explotaba en fragmentos de roca una y otra vez hasta que solo quedaba polvo. Lem tomó píldoras que lo ayudaran a dormir, pero no podían impedirle soñar. Le había ordenado a los ingenieros analizar la nube de polvo para asegurarse de que el campo de gravedad se había disipado en efecto: no quería entrar en la nube y empezar a recoger minerales hasta tener la certeza de que el campo había desaparecido y la zona era segura. La mañana del quinto día, solo en su habitación, recibió su respuesta.
—El campo ha desaparecido —dijo Benyawe. Su cabeza flotaba en el holoespacio sobre el terminal de Lem—. Construimos un sensor con componentes viejos y lo enviamos a la nube. No explotó ni experimentó ningún tipo de cambio de gravedad. Podemos empezar a recoger polvo de metal cuando esté preparado.
—Quiero ver los datos del sensor —dijo Lem.
—No sabía que supiera descifrar este tipo de datos.
—No sé. Pero verlos me hará sentirme mejor.
Benyawe se encogió de hombros y desapareció. Un momento más tarde aparecieron columnas de datos en la holopantalla de Lem. Los números no significaban nada para él, pero le gustó ver tantos. Montones de datos significaban datos concluyentes. Lem se relajó un poco, borró los datos, e introdujo una orden. El jefe de la cuadrilla de mineros apareció en la holopantalla.
—Buenos días, señor Jukes.
—Todo despejado. Nos internaremos en la nube dentro de una hora.
—Excelente. Las recogedoras están listas. Cuando traigamos el polvo, empezaremos a hacer los cilindros.
Lem puso fin a la llamada y flotó junto a su terminal, tranquilo por primera vez en semanas. Había corrido un riesgo, sí, pero ahora, por fin, iba a dar fruto. Se puso las manos detrás de la cabeza y se preguntó qué tipo de metal encontrarían. ¿Hierro? ¿Cobalto? Curioso, regresó al terminal y recuperó las tarifas de los minerales. Los precios tenían al menos un mes de antigüedad, pero a menos que hubiera un cambio dramático en el mercado, las tarifas deberían ser muy parecidas a las reales. Estaba a punto de girar una de las gráficas para estudiar con más atención los datos cuando las tablas desaparecieron de repente.
La cabeza de una mujer mayor ocupó su lugar en el holoespacio.
—Señor Jukes —dijo la mujer—. Soy Concepción Querales, capitana de la Cavadora, la nave que usted atacó sin que hubiera provocación por nuestra parte.
Lem se quedó de piedra. ¿Esto era una broma? ¿Cómo recibía un mensaje no deseado en su terminal personal? ¿Le había enviado la Cavadora una línea láser? ¿Quién había autorizado esto?
—He programado este mensaje para que le llegue mucho después de que nos hayamos marchado —dijo Concepción—. Habría preferido hablar con usted directamente, pero su irracional y bárbara conducta sugiere que no es usted un hombre con quien yo pueda tener nada parecido a una conversación normal.
Lem pulsó el teclado para detener el mensaje, pero el terminal no respondió.
—Ahora no puede atacarnos —dijo Concepción—. Ni puede localizarnos. A estas alturas estamos más allá de su alcance. He corrido este riesgo y le he dejado este mensaje porque quería que supiera que ha matado a un hombre.
Lem dejó de golpear el teclado y se quedó mirando el holo.
—Dudo que le importe —dijo Concepción—. Dudo que pierda el sueño con este hecho. Pero uno de nuestros mejores hombres, mi sobrino, ha muerto. Era un hombre decente con hijos y una esposa enamorada. Por su arrogancia y su obvio desprecio por la vida humana, le ha quitado todo eso. —Su voz temblaba, pero había acero tras ella—. Dudo que sea un hombre de fe, señor Jukes. O si lo es, debe rezar a dioses de corazón tan cruel que me alegro de no conocerlos. En mi fe me enseñan a perdonar aquellos que me ofenden una y mil veces. Temo que se haya condenado a usted mismo y a mí también, señor Jukes, porque no me veo perdonándolo en esta vida ni en la siguiente.
El holo se apagó, y las gráficas con los precios de los minerales regresó. Lem pulsó el teclado y vio que tenía de nuevo el control. Su mente corría desbocada. Habían plantado un archivo en el sistema de la nave. Habían penetrado su cortafuegos y habían plantado un archivo. ¿Cómo demonios lo habían hecho?
Encontró su casco y llamó a Podolski a su habitación inmediatamente. El archivero llegó unos minutos más tarde, con aspecto cauteloso. Lem se había puesto las grebas y caminaba por la habitación.
—Han accedido a nosotros —dijo—. La Cavadora ha accedido a nuestro sistema. ¿Quiere explicarme cómo ha sucedido?
Podolski parecía confuso.
—¿Accedido a nosotros? No lo creo, señor.
—Acabo de ver en mi pantalla un holo de la capitana de su nave. Así que, a menos que haya perdido por completo el juicio, cosa que sé que no ha sucedido, han accedido a nuestro sistema.
—¿Dice que ha visto un holo, señor?
—¿Está sordo? Plantaron un maldito holo en mi terminal personal. Si es una broma de alguien, quiero saber quién es ese alguien, y quiero expulsarlo de esta nave. ¿Me entiende?
Podolski parecía incómodo.
—Le aseguro, señor Jukes, que nadie en esta nave puede acceder a su terminal personal excepto usted y yo, y yo nunca gastaría una broma como esa, señor.
Lem lo creyó. No era una broma. No podía ser una broma. Muy pocas personas sabían siquiera que alguien había resultado herido en el empujón.
—Creía que nuestro cortafuegos era impenetrable.
—Lo es, señor. El mejor diseño de la compañía. Llevamos tecnología original en esta nave, señor. Se emplearon todas las capas de seguridad. Nadie puede entrar.
—Bueno, pues lo han hecho. Y quiero saber cómo.
Podolski se acercó a la holopantalla.
—¿Puedo ver el archivo, señor?
—Se reprodujo automáticamente. No sé dónde está.
Podolski pulsó una tecla. Lem sintió un momento de pánico. No quería que Podolski viera el archivo. No quería que nadie lo viera. Era incriminador.
—Veo que hubo algo —dijo Podolski—, pero tenía un programa de retorno, lo que significa que se borró después de ser reproducido.
—¿Ve? Han accedido a nuestro sistema.
Podolski escrutó la pantalla y se movió muy rápido después, abriendo y cerrando ventanas en veloz sucesión. Introdujo contraseñas, accedió a pantallas e iconos que Lem no había visto antes. Pasó largas listas de lo que parecían ser números y códigos aleatorios. Trabajó en silencio durante varios minutos, recorriendo arriba y abajo con la mirada el holoespacio. Lem trató de seguirlo, pero no pudo.
El primer pensamiento de Lem fue para el láser de gravedad. ¿Lo habían visto los mineros libres? ¿Habían accedido a sus esquemas? ¿Iban a por esos archivos? Si era así, si los habían visto, si el secreto del gláser había quedado comprometido, Lem estaría arruinado. Su padre y el consejo de dirección no lo perdonarían nunca. Sería devastador para la compañía. ¿Y qué había de los vídeos del empujón? Los archivos que había borrado. ¿Los había visto la Cavadora?
Podolski dejó de pronto de teclear y contempló las docenas de diferentes ventanas y líneas de código en el holoespacio.
—Oh —dijo.
—¿Qué? —preguntó Lem—. ¿Qué significa ese «oh»? ¿A qué viene esa exclamación?
—El sistema hace una copia de seguridad cada cuarenta y cinco minutos, señor. Pero parece que hizo una copia no prevista hace poco.
—¿Qué significa eso? ¿Una «copia no prevista»? ¿Qué está diciendo?
—No puedo estar seguro, señor —dijo Podolski, volviéndose hacia él—, pero creo que significa que algunos de nuestros archivos se copiaron en un objetivo extraño.
—¿Objetivo extraño? ¿Qué? ¿Como un olfateador? ¿Cuándo? ¿Cuándo sucedió esto exactamente?
Podolski tecleó de nuevo para buscar la respuesta.
—Exactamente veintitrés minutos después de que embistiéramos a la Cavadora, señor.