7
India
El capitán Wit O’Toole se sentó delante en la carlinga del piloto hasta que el avión estuvo a una hora de la zona de lanzamiento. Los ocho pasajeros de la cabina eran los nuevos reclutas de Wit, soldados escogidos de unidades de Fuerzas Especiales de Nueva Zelanda, Sudáfrica, España, Rusia y Corea del Sur. En sus valoraciones más optimistas, Wit contaba con encontrar seis hombres que se unieran a la POM. Volver a casa con ocho era como celebrar la Navidad antes de tiempo.
Ninguno de los hombres había conocido a los otros antes de este vuelo, así que Wit los había dejado solos adrede después de que el avión despegara de un aeropuerto privado en Mumbai. Si se hubiera sentado con ellos, se habrían referido a él como su oficial al mando y habrían esperado que iniciara la conversación. Pero ahora cuando Wit salió de la carlinga y volvió a la cabina, oyó risas y conversación, como si los hombres fueran amigos de toda la vida.
La sociabilidad y la amistad eran las primeras tendencias que Wit buscaba en los posibles reclutas. Había miles de soldados que podían disparar con precisión y luchar con ferocidad, pero había pocos que pudieran ganarse rápidamente la confianza entre extranjeros y desconocidos. Esto era especialmente importante en la POM, cuyos soldados a menudo se encontraban en situaciones violentas donde estaban masacrando a civiles, a menudo por parte de sus propios militares y gobiernos. Eso significaba que los POM tenían la difícil tarea de ganarse la confianza de aquellos que confiaban en todo el que llevara uniforme. Estos hombres tenían lo que hacía falta.
Wit entró en la cabina y el surcoreano, un teniente llamado Yoo Chi-won, se puso en pie de un salto, adoptó la postura de firmes, y saludó. Los otros lo imitaron rápidamente.
—Descansen —dijo Wit.
Los hombres se sentaron.
—Agradezco el gesto, caballeros, pero esto no es el ejército de Corea del Sur ni el ejército ruso ni nada de eso. Es la POM. Seguimos un protocolo diferente. Solo tienen que saludarme en las situaciones formales, y esas son raras de todas formas. Me mostrarán un respeto mucho mayor en el campo siguiendo inmediatamente las órdenes. Ni siquiera tienen que dirigirse a mí formalmente, si lo desean. Respondo a Wit, O’Toole, o capitán. Y hablando de rangos. Todos ustedes habrán advertido sin duda por sus presentaciones y las insignias de sus uniformes que no soy el único capitán a bordo de este avión. Tenemos varios capitanes y tenientes y suboficiales entre nosotros. Esos rangos fueron bien ganados. Se les felicita por ello. Pero son rangos de ejércitos diferentes. Ya no son capitanes o tenientes. Son todos iguales. Si deciden dirigirse unos a otros formalmente, el término será «soldado». Soldado Chi-won. Soldado Bogdanovich. Soldado Mabuzza. Yo conservo el rango porque llevo haciendo esto algún tiempo y mis superiores necesitan a alguien a quien echar las culpas si algo sale mal.
Los hombres sonrieron.
—Hay otros pequeños asuntos de protocolo, pero los iremos resolviendo sobre la marcha. En este momento, tenemos asuntos más acuciantes. Bajo sus asientos encontrarán mascarillas con un cien por cien de oxígeno. Les aconsejo que empiecen a respirarlo ahora.
Los ocho hombres buscaron bajo sus asientos, encontraron sus mascarillas y se las pusieron. Wit se puso también la suya y habló a través del transmisor colocado en su base.
—Como todos ustedes están entrenados en saltos de altitud, no necesito explicarles la importancia de eliminar todo el nitrógeno de su sistema antes del salto.
Los hombres intercambiaron miradas. Wit no les había dicho todavía adónde iban ni qué iban a hacer cuando llegaran. Sus instrucciones habían sido simplemente llegar a un hangar designado en un aeródromo en Mubai sin otra cosa más que el uniforme que llevaban puesto. Un avión estaría esperando.
—Y sí, vamos a hacer un salto de altitud —dijo Wit—. Su nuevo hogar para los próximos meses es una instalación de entrenamiento en el valle de Parvati, al pie del Himalaya, en el norte de la India. Estos dos armarios contienen el resto de su equipo. Dejen aquí sus antiguos uniformes en una pila. No los necesitarán. Representan su antigua vida. Ahora son POM. Les sugiero que se cambien rápido.
Los hombres se levantaron, abrieron los armarios, y empezaron a repartir el equipo. Como Wit esperaba, trabajaron con calma, pasando el material y mostrando tanta preocupación por los demás como por sí mismos. Luego se quitaron los uniformes y los dejaron donde Wit había indicado. Wit podía haberles pedido que vinieran de paisano, pero el ritual de desprenderse de antiguas afiliaciones ayudaba a los hombres a recordar dónde se hallaba ahora su nueva lealtad.
Wit se puso un traje amortiguador, luego un traje de salto, que era grueso y cálido y estaba repleto de los últimos sensores biométricos. Había también otro equipo. Wit había colocado unos cuantos artículos exóticos en las mochilas para ver cómo respondían los hombres. Un altímetro coreano, por ejemplo, era completamente extraño para todos menos para Chi-won. Eran los mejores altímetros del mundo, pero eran exclusivos del ejército coreano. A Wit le gustó ver que Chi-won enseñaba rápidamente a los demás cómo colocarse el aparato en la muñeca y conectarlo a su traje. El AAAP (aparato de activación automática del paracaídas) era un modelo ruso, y Bogdanovich instruyó amablemente a los demás sobre cómo funcionaba y qué tenían que esperar que apareciera en la pantalla de sus cascos justo antes de activarlo.
Wit colocó su holopad en una mesa y les pidió a los hombres que se acercaran. Apareció un holo de un gran complejo militar con barracones e instalaciones de entrenamiento y otro edificios, todo rodeado por una muralla bien fortificada.
—Este es uno de los campos de entrenamiento de los Para-Comandos Indios —dijo Wit—, una de las unidades de elite de entre las Fuerzas Especiales de todo el mundo. Los paracomandos son tipos duros, bien equipados y expertamente entrenados. En este momento, trescientos siete están destinados aquí, recibiendo entrenamiento. Su oficial al mando es el mayor Khudabadi Ketkar, un buen hombre y un buen soldado. Nuestra misión es entrenarnos con sus hombres durante las próximas siete semanas. Para iniciar el entrenamiento, el mayor Ketkar sugirió que hiciéramos una pequeña apuesta. Un juego de capturar la bandera. Treinta POM contra trescientos PC. El perdedor limpiará las letrinas y el comedor durante el tiempo que dure el entrenamiento. Acepté la apuesta. No por el premio: limpiaremos las letrinas y el comedor de todas formas. Acepté porque es una oportunidad para demostrarle a los otros POM que ya están sobre el terreno que les he traído a ocho hombres dignos de contarse entre ellos. Nosotros nueve vamos a capturar la bandera.
Los hombres sonreían.
—Esto es lo que sabemos —dijo Wit—. La bandera está en la oficina de Ketkar. —Tocó el holo y dejó una parpadeante luz encendida en uno de los edificios, luego metió la mano a través del holo y amplió el edificio. Las paredes desaparecieron, y el edificio se convirtió en un esquema en tres dimensiones que mostraba cuatro plantas de oficinas. Veinte soldados patrullaban el tejado. Diez más patrullaban los pasillos interiores. Otros cuarenta rodeaban el edificio junto a una barricada de vehículos de asalto.
—Son imágenes en directo —dijo Wit—. Ketkar tiene casi un tercio de sus fuerzas protegiendo la bandera. Cada uno de estos hombres lleva un traje amortiguador similar a los nuestros. Sus armas, como las suyas, están cargadas con balas araña. Si los alcanzan, se paralizarán. Fuera de juego. Sin embargo, el estatus de cada traje se transmite a todas las demás unidades. En otras palabras, en el momento en que uno de sus hombres caiga, los sabrán al instante. Y por tanto sabrán cuándo y dónde vamos a atacar. —Pasó de nuevo la mano a través del holo y la imagen mostró todo el complejo—. Hay torres de guardia aquí, aquí y aquí. Todas con francotiradores. La puerta de entrada está aquí. Solo hay una carretera que conduce al complejo. Como pueden ver, esa carretera está bien defendida. Esto que ven aquí al sur es el río Parvati. Es rápido, sobre todo ahora en primavera. La nieve derretida del invierno y el deshielo glacial que viene de las montañas suben el nivel del agua unos cuantos palmos. Nuestro campamento está aquí, a cuatro kilómetros al sur. Es un prado amplio y descubierto con unas cuantas tiendas. Veintiún POM, el resto de nuestras fuerzas, defienden allí nuestra bandera. Desde el aire parece el pedazo de tierra más pobremente defendido de la zona, pero nuestros muchachos han preparado unas cuantas sorpresas. Cuentan con que nosotros les llevemos la bandera del enemigo. Les he prometido que lo haríamos —se irguió y los miró a la cara—. Ahora tenemos unos veintinueve minutos antes de llegar a la zona de salto. Díganme cómo van a hacerlo.
Los hombres comprendieron. No había ningún plan. Tenían veintinueve minutos para diseñar uno. Las ideas llegaron rápidamente, y a Wit le gustó lo que oyó.
La parte trasera del avión se abrió, y Wit fue el primero en saltar. Era de noche, pero incluso en la oscuridad pudo ver la curvatura de la Tierra bajo él en todas direcciones. Solo estaban a nueve mil seiscientos metros, pero parecía que estuvieran en el espacio, lanzados hacia suelo sólido.
Al suroeste pudo ver las luces de Bhunter y la hilera de luces de aldeas que se extendían al noreste del valle de Kullu a lo largo del río Beas. Al este se veían las luces de Manikaran, la pequeña ciudad sagrada donde los hindúes creían que Manu recreó la vida después del gran diluvio. El complejo PC estaba entre ambas, en la orilla norte del río Parvati.
Wit colocó el cuerpo en posición de zambullida, y el velocímetro de su VCA indicó trescientos cuarenta kilómetros por hora.
El VCA también mostraba la temperatura del aire, el ritmo cardíaco, los niveles de adrenalina, y la posición sus ocho reclutas, todos igualando su velocidad tras él. Habían acordado aterrizar en el tejado del edificio de Ketkar: podrían sorprender fácilmente a los veinte guardias del tejado desde al aire. El desafío sería hacerlo sin alertar a todos los demás.
El español, un experto en ordenadores llamado Lobo, se colocó en posición junto a Wit. El plan era anular la red india de modo que los paracomandos abatidos parecieran sanos e ilesos para todos los demás. Sin embargo, los POM no estarían al alcance de la red hasta los mil quinientos metros, así que Lobo solo tendría unos pocos segundos para entrar en su red y hacer su trabajo antes de que Wit y los demás empezaran a eliminar guardias del tejado.
—¿Preparado, Lobo? —preguntó Wit mientras atravesaban la capa de nubes.
—Tengo los ojos irritados, señor. He estado parpadeando como un loco. Pero estoy preparado. —En cuanto todos estuvieron de acuerdo con la idea de Lobo allá en el avión, este se hizo a un lado y empezó a parpadear un programa con su VCA—. También he cocido un pequeño feedback para que las radios de los PC enmascaren cualquier ruido de nuestro descenso.
—Bien hecho.
El VCA de Wit trinó, indicando que era hora de frenar el descenso. Cambió de postura, colocándose de plano y aumentando la resistencia al viento. Lobo bajó disparado. El complejo se acercaba rápidamente. Los reflectores barrían la zona ante la verja. Ahora Wit pudo ver vehículos y las torres de guardia. El valle era empinado y estrecho, y las laderas de las colinas estaban repletas de árboles. El río Parvati era una fina línea blanca que se dirigía al suroeste. Estaban a diez kilómetros de la aldea más cercana.
El VCA trinó de nuevo, y Wit extendió sus alas rompedoras: las franjas de tejido de su traje refrenaron aún más su descenso.
Por debajo de él, el paracaídas de Lobo se abrió.
Wit descendió otros tres segundos antes de abrir su paracaídas y colocar su arma en posición. Ahora estaba junto a Lobo y otros tres paracaídas. Serían la primera oleada. Los cinco siguientes aterrizarían inmediatamente después. El VCA de Wit amplió la imagen del tejado, y apareció la firma calorífica de veinte hombres. El ordenador de Wit los seleccionó a todos, identificándolos como OPE, u objetivos para eliminación. Wit parpadeó a los cinco hombres que pretendía eliminar, seleccionándolos, y vio en su VCA cómo sus compañeros de equipo seleccionaban a los otros.
—Ahora, Lobo —dijo Wit.
La respuesta de Lobo fue casi inmediata.
—Despejado. Adelante.
El silenciador del arma de Wit enmudeció los disparos, y los cinco objetivos del tejado recibieron una bala araña que hizo que sus trajes se quedaran tiesos y se volvieran rojos. Wit tomó tierra y soltó su paracaídas. Nadie le disparaba. Los otros centinelas del tejado habían sido abatidos. Cogió su paracaídas y lo escondió debajo de uno de los PC rojos. Pudo oír las quejas apagadas del hombre tras su visera, y se llevó un dedo a su propia visera, sobre los labios, para indicarle que se estuviera callado.
Los otros cinco POM aterrizaron en el tejado y empezaron a retirar sus paracaídas. Lobo estaba arrodillado junto a uno de los PC caídos con un cable conectado al casco del hombre. Solo era cuestión de tiempo que los hombres del terreno y los de las torres hicieran una comprobación con los del tejado. Si los PC encontraban el tejado en silencio, sabrían que pasaba algo. Lobo estaba descargando todas las conversaciones que los centinelas habían oído y dado esa noche. El software de manipulación de voz haría de Lobo.
—¿Situación, Lobo? —preguntó Wit.
Los labios de Lobo se movieron dentro del casco, y tras un breve retraso, Wit oyó la voz de Lobo en su casco. Solo que no era la voz de Lobo. Era más grave, con acento indio, sin duda idéntica a la del PC abatido.
—Todo bien, capitán. Si piden un informe de situación, les diré que todo va como la seda.
—En marcha —dijo Wit, guiando a los demás a la entrada del tejado. Bajaron una escalera, recorrieron un corto pasillo, y llegaron a la tercera planta, abatiendo a cuatro centinelas más por el camino. A estos los eliminaron con parches araña, pequeños discos magnéticos que eran el equivalente amortiguador de una herida de cuchillo letal. Pegabas un parche a un traje y la persona se volvía roja. Mucho más silencioso que un disparo.
Una barricada de sacos terreros con cuatro centinelas bloqueaba la entrada a la oficina de Ketkar. El neozelandés, un oficial del SAS a quien Wit había bautizado Pino, cogió el equipo y el arma del centinela abatido a los pies de Wit y empezó a recorrer el centro del pasillo en dirección a la barricada. Las luces estaban apagadas, y solo la silueta de Pino era visible en la oscuridad. Los centinelas lo confundieron con otra persona hasta que lo tuvieron encima. Cuatro disparos después, el pasillo quedó despejado.
Cuando Wit entró en la oficina, el mayor Khudabadi Ketkar estaba sentado ante su escritorio con un traje amortiguador y una sonrisa en el rostro. Se levantó y extendió una mano.
—Capitán O’Toole. Supongo que no debería sorprenderme al verlo. Bienvenido. Y veo que ha traído a siete de sus mejores hombres.
—Todos mis hombres son los mejores, señor. Es un placer volver a verlo. La señora Ketkar está bien, espero.
—Me da la lata como una gallina asustada, pero mis oídos se han acostumbrado. Quiere saber cuándo va venir a cenar de nuevo. Le llama «el guapo americano». Yo finjo no ponerme celoso. —Miró más allá de Wit, vio los cuatro centinelas abatidos en la barricada, y sonrió otra vez—. Esos son mis cuatro mejores oficiales. No creo que los aprecien mucho después de esta noche, capitán.
—Pocas personas lo hacen, señor. Los gajes del oficio.
Ketkar sonrió.
—Espero que al menos ofrecieran una buena resistencia antes de que los avergonzaran ustedes delante de su oficial en jefe.
—Sí, señor. Son buenos soldados. Fue difícil tomar su posición.
—Curioso —dijo Ketkar—. No he oído ni siquiera un roce. —Recogió la bandera perfectamente doblada de la mesa y se la entregó a Wit—. Sin embargo, tiene que decirme cómo lo han hecho.
—Salto de altitud, señor.
Ketkar frunció el ceño.
—¿Atacando desde el aire? Eso es romper las reglas, ¿no?
—No sabía que nuestro juego tenía reglas, señor.
Ketkar se echó a reír.
—No, supongo que no. Pero es una amarga ironía. Los PC son paracaidistas. Cabría pensar que mirarían al cielo —suspiró—. Bueno, hay que felicitarlos por haber llegado hasta aquí, capitán. Pero sin duda se da cuenta de que huir es imposible. Mis hombres tienen rodeadas estas instalaciones. Nunca los dejarán salir de aquí.
—Con el debido respeto, señor, creo que lo harán. Nos abrirán la reja principal.
Ketkar parecía divertido.
—¿Y por qué van a hacer eso?
—Porque usted se lo pedirá, señor.
—Perdóneme, capitán, pero nuestra amistad no llega tan lejos. No haré nada de eso.
—No, señor. Yo lo haré por usted. Ya tenemos suficientes muestras de su voz —Wit pasó a la frecuencia privada—. ¿Preparado, Lobo?
—Adelante, señor —dijo Lobo.
Wit empezó a hablar, pero fue la voz de Ketkar la que surgió del altavoz del escritorio. Se dirigía a todos los PC.
—Caballeros, habla el mayor Ketkar. Acabo de recibir una llamada personal del capitán Wit O’Toole de la POM felicitándonos por nuestra victoria. Muchos de ustedes saben, pero otros puede que no sean conscientes, que envié una pequeña fuerza de asalto por delante de nuestra fuerza principal y les pedí que observaran estricto silencio radial. Mientras nuestra fuerza principal se enfrenta a los POM en su campamento, creando una distracción, nuestra unidad de asalto se ha abierto paso y ha robado la bandera del capitán O’Toole sin sufrir ni una sola baja. Ahora se acercan a la base. Me reuniré con ellos en la verja, junto con mis oficiales al mando, para darles una bienvenida de héroes. Un vez estén dentro, espero que hagan ustedes lo mismo. Nuestros amigos POM lucharon con valentía, pero les hemos demostrado a esos arrogantes bastardos quiénes son los auténticos soldados.
Hubo un grito de aprobación y aplausos en el exterior.
El mayor Ketkar ya no sonreía.
—Bueno, eso ha sido inesperado.
—Perdóneme, señor —dijo Wit—. Espero que no estropee nuestros futuros planes para cenar.
Y pegó amablemente un parche araña en el centro del pecho de Ketkar.
Lobo tenía dos coches esperando en el garaje del edificio. Wit y los otros POM subieron a ellos. Todos llevaban ahora las boinas rojas de los paracomandos indios. De lejos, en la oscuridad, podían pasar por oficiales superiores, pero si alguien se fijaba con atención, la artimaña quedaría al descubierto.
—Exageremos —dijo Wit—. Celebrémoslo tocando el claxon.
Tres de ellos llevaban palos con banderitas indias que habían cogido del escritorio de Ketkar. Bajaron un poco las ventanillas y las asomaron, agitándolas ceremoniosamente. Lobo salió del garaje, y Bogdanovich, al volante del segundo coche, lo siguió. En cuanto ambos coches se alejaron del edificio, Lobo empezó a tocar el claxon con breves pitidos. Los paracomandos, que todavía estaban lejos, vitorearon y alzaron las armas por encima de sus cabezas.
—Están abriendo la puerta —dijo Wit—. No pises a fondo, Lobo. Mantén una velocidad normal. Eres el chófer de un mayor.
—Sí, señor.
Los soldados dejaban la seguridad de la barricada y corrían hacia los coches, vitoreando y celebrando. Wit se acomodó en su asiento, manteniendo el rostro en las sombras. Los soldados estaban todavía a treinta metros de distancia, pero alcanzarían los coches en cuestión de segundos. La verja estaba justo delante.
—Velocidad normal —repitió Wit—. Tranquilo y suave.
Los centinelas de la garita salieron y se pusieron firmes mientras las grandes puertas de la verja se abrían. El coche de Wit empezó a atravesarla, dejando atrás a los centinelas, justo cuando los alegres soldados que venían tras ellos alcanzaron al segundo coche y empezaron a golpear el capó celebrándolo. Uno de los centinelas en posición de firmes bajó la mirada hacia el coche de Wit y sonrió. La sonrisa se desvaneció un instante después. Entonces el hombre empezó a gritar y a echar mano a su arma, y entonces todo se fue al infierno.
—Métele suela, Lobo —dijo Wit.
Lobo pisó a fondo. Tras él, Bogdanovich hizo lo mismo. La celebración se convirtió en un furioso pandemónium. Los hombres intentaron subirse al segundo coche, intentando coger las manivelas de la puerta. Las balas araña rebotaron en el cristal. Bogdanovich dio un volantazo y aceleró. Los hombres cayeron del coche.
—Carretera bloqueada —dijo Lobo.
Había dos vehículos aparcados en la carretera ante ellos, con media docena de paracomandos apuntándolos ya con sus armas.
Chi-won estaba sentado en el asiento trasero junto a Wit.
—Chi-won.
—Con mucho gusto, señor.
No hizo falta ninguna explicación. Wit bajó su ventanilla al mismo tiempo que lo hacía Chi-won. Sus armas asomaron un segundo después, abriendo fuego. Los trajes de los PC se volvieron rojos y se quedaron tiesos.
Lobo aceleró.
—Voy a pasar.
—No atropelles a nadie —dijo Wit.
Lobo golpeó al primer vehículo en el ángulo adecuado para apartarlo y poder pasar. El metal crujió. Los cristales se rompieron. Los neumáticos chirriaron. Lobo pisó a fondo, el vehículo viró a un lado, y entonces quedaron libres, alejándose. El segundo vehículo estaba justo tras ellos. Los disparos en la retaguardia eran ahora menos frecuentes, pero Wit sabía que no podían cantar victoria todavía. Nada de eso. Los coches los alcanzarían pronto. Todavía había doscientos hombres entre ellos y el campamento POM.
Recorrieron otros cien metros de doble curva serpenteante y se detuvieron. Los nueve se bajaron de los coches inmediatamente.
Dos soldados POM salieron del bosque. Deen, el inglés, y Averbach, el israelí.
—Buenas, capitán —dijo Deen—. Pensábamos que no vendría. —Miró a los nuevos reclutas—. ¿Estos son los nuevos pelones? —preguntó—. Encantado de conoceros, chicos. Me llamo Deen. ¿De quién fue esta loca idea, por cierto? Me encanta.
—Las presentaciones, más tarde —cortó Wit—. Estáis a punto de tener a un puñado de paracomandos detrás. Todos los vehículos de su base se os echarán encima en cosa de diez segundos.
Deen se encogió despreocupadamente de hombros y se puso al volante del primer coche. Averbach saltó al segundo.
—¿Adónde llevo esto, capitán? —preguntó Deen.
—Sé creativo —respondió Wit—. Disfruta de un día de excursión. Mantenlos ocupados.
Deen apartó algunos fragmentos de cristal del asiento delantero.
—Ya veo que no nos preocupamos por la pintura.
—Intenta no cargártelo del todo —dijo Wit.
Deen arrancó y se llevó la mano a la oreja, sonriendo.
—¿Qué decía, capitán? No me he enterado de lo último. —Se echó a reír y se puso en marcha, con Averbach detrás.
Wit les daba un kilómetro y medio como mucho. Entonces los paracomandos se les echarían encima. Nunca habría hecho una cosa así en una operación real, sacrificar a dos hombres de esta forma, pero Deen y Averbach dijeron que no les importaba. Recibirían una bala araña en el pecho si eso significaba cargarse unos pocos vehículos en el proceso.
Wit bajó corriendo la pendiente del bosque con los nuevos reclutas. Arrojaron sus boinas rojas y las sustituyeron por sus cascos. El VCA de Wit cobró vida, llenándolo de datos: temperatura, distancia al río, prospectiva de la profundidad del agua basándose en la cantidad de nieve y lluvia en la zona ese invierno. Las ramas golpeaban su traje y su casco. Llevaba la bandera en la mochila a su espalda. Atravesaron los árboles. El puente era viejo y cascado. Gran parte de las barandillas se habían caído hacía tiempo. El río estaba a seis metros más abajo. Wit no se detuvo. Su VCA le dijo que el agua era probablemente más profunda a la derecha. Saltó del puente. Voló por el aire, golpeó el agua, y se zambulló. La flotabilidad de su traje amortiguador lo alzó a la superficie, y la corriente lo arrastró. Su VCA le dio la temperatura del agua y rastreó la localización de sus hombres. Los ocho estaban en el agua con él, moviéndose rápidamente, flotando. La corriente era relativamente tranquila en algunos sitios pero bravía en otros. Dos veces vieron grandes grupos de PC corriendo por la carretera adyacente al río, de vuelta a su base, esperando quizá detener a quien tuviera la bandera. Nadie miró hacia el río. O, si lo hicieron, no vieron nada en la oscuridad.
El último kilómetro no tuvo nada que destacar. El río se calmó, y Wit se dirigió a la orilla opuesta. Los trajes eran pesados y estaban empapados, pero hicieron buen tiempo a pie y llegaron al campamento diez minutos más tarde. Wit no se sorprendió al ver a los POM restantes y a unos sesenta PC reunidos alrededor de una hoguera en ropa interior. A un lado había una alta pila de trajes amortiguadores descartados. La mayoría de los trajes estaban tiesos y rojos, pero buen número de ellos eran todavía operables. Los PC y POM se relacionaban y reían y bebían y jugaban a las cartas. Cuatro de ellos cantaban una canción de francachela a coro, para gran diversión de los que los rodeaban. Ninguno reparó en Wit y los nuevos reclutas, que observaban desde detrás de una de las tiendas.
Las instrucciones de Wit a los POM del campamento habían sido claras. No permitir que los PC consiguieran la bandera, pero no hacerlos sentir unos fracasados tampoco. Mostrar humildad. Estos hombres son aliados, no enemigos.
Había cinco hombres sentados en cajas jugando una mano de ganjifa. Calinga, el POM filipino, soltó las cartas circulares y lo celebró. Los que jugaban con él gimieron. La tira de la muñeca de Calinga destelló en verde, y se excusó. Se dirigió a Wit, sonriendo, la voz baja.
—Buenas noches, capitán. Doy por hecho que las cosas le han ido bien. ¿Esos son los novatos? Bienvenidos a la POM, caballeros.
Los ocho reclutas asintieron a modo de saludo.
—¿Cómo nos ha ido? —preguntó Wit.
Calinga se encogió de hombros.
—Después de abatirlos a todos, les dijimos que parecía una tontería que se quedaran tiesos en el suelo como una tabla hasta que se hubiera terminado. Así que nos quitamos nuestros trajes primero, para que no pensaran que nos estábamos burlando de ellos y luego sacamos las neveras con las bebidas vitamínicas. Creo que los PC esperaban algo de alcohol, pero parecieron bastante agradecidos.
—¿Perdimos algún hombre?
—Hacia el final del ataque le disparé a Toejack y Kimble cuando no miraba nadie. Me pareció que deberíamos tener al menos unos cuantos heridos. Si todos siguiéramos en pie al final, habría parecido alardear.
—Bien hecho —dijo Wit. Se quitó el traje amortiguador y le disparó con su arma. El traje se puso tieso y se volvió rojo—. Quítense los trajes y dispárenles —le dijo a los demás.
Los nuevos reclutas obedecieron inmediatamente.
—Ahora los pondremos en la pila con los demás —dijo Wit—. Que se les vea exhaustos. No finjan: dejen que se vea su cansancio.
Wit condujo a los demás hasta la pila. Tenía una punzada en el costado, pero en vez de suprimir el dolor como haría normalmente, permitió que le molestara y dio un respingo de incomodidad. Arrojó el traje a la pila. Los soldados alrededor de la hoguera lo vieron, y todos se quedaron callados. Los nuevos reclutas arrojaron sus trajes a la pila. Parecían mojados y cansados y agotados, cuando un momento antes ni siquiera parecían cansados.
Wit habló en voz alta.
—Los hombres de mi unidad saben que no me gusta fracasar.
El campamento quedó en silencio.
—Había asumido que podría ganar fácilmente este ejercicio, pero esta noche he aprendido que los PC son más duros de lo que creía. Todos hemos recibido una paliza. Si trabajamos duro las siguientes semanas, aprenderemos unos de otros y nos convertiremos en mejores soldados por ello.
Unos faros asomaron en la oscuridad, y un pequeño convoy de vehículos se acercó. Wit guardó silencio viendo aproximarse a los coches. El mayor Ketkar bajó de uno de los vehículos, vestido ahora con su uniforme de faena y con aspecto no demasiado satisfecho.
—¡Atención! —gritó Wit.
Todos en el campamento se pusieron firmes, incluido Wit, que saludó al mayor aunque técnicamente no era necesario.
El mayor Ketkar ocultó como pudo su sorpresa. Miró a los hombres y las neveras y las salchichas y la pila de trajes amortiguadores, observándolo todo. Entonces habló en voz alta para que todos lo oyeran.
—El capitán Wit O’Toole me ha asegurado que las próximas siete semanas de entrenamiento serán las más agobiantes, las más dolorosas y las más exigentes de sus vidas. Tras el ejercicio de esta noche, lo creo. Por la mañana, pretendo olvidar que he visto a cien hombres en ropa interior alrededor de una hoguera como un puñado de cavernícolas. —Hizo una pausa y miró intensamente a unos cuantos de sus hombres—. Pero como es su última noche antes de que empiece nuestro infernal entrenamiento, me haré el sueco —sonrió ahora—. Me perdonarán si me dejo puesto el uniforme.
Los hombres se rieron.
—Descansen —dijo Ketkar.
Los soldados volvieron a sus bebidas y sus charlas.
Ketkar se dirigió a Wit.
—Me debe dos coches nuevos, capitán.
—Se le reembolsarán, señor. Perdóneme si llevamos el juego demasiado lejos.
—Y han dañado uno de mis camiones, que resultó ser una porquería como bloqueo de carreteras.
—Cubriremos también ese daño, señor.
—No harán nada de eso —dijo Ketkar, agitando una mano—. Ni pagarán los coches. No quiero tener que explicar a nuestro jefe de intendencia cómo los POM nos hicieron parecer idiotas. Cursaré mejor un informe de accidente.
—No ganamos, señor —dijo Wit. Extendió la mano hacia su traje rojo, sacó la bandera de la mochila, y se la entregó a Ketkar—. Nuestros trajes fueron alcanzados. Quedamos descalificados.
Ketkar lo estudió, receloso.
—Y si interrogara a todos mis hombres y les preguntara cuál de todos abatió al famoso Wit O’Toole, ¿daría alguno un paso al frente?
—Nos dispararon muchos hombres, señor. Fue algo caótico al final.
Ketkar sonrió.
—Sí. Y de algún modo con los trajes hinchados consiguieron volver hasta el campamento. Impresionante.
Wit indicó el asta de la bandera, donde un trapo rojo ondeaba al viento.
—Tiene dos hombres en sus vehículos que todavía participan en el juego, señor. Si quiere tomar nuestra bandera, no encontrarán ninguna resistencia. Todos estamos fuera de la lucha.
Ketkar sonrió.
—Creo que es mejor dejarlo en tablas.
—Buena idea, señor.
Ketkar saludó y volvió a su vehículo, y el convoy se marchó. Deen y Averbach salieron del bosque cuando el convoy se perdió de vista, sus trajes amortiguadores todavía en funcionamiento.
—Suponía que a estas alturas estaríais plagados de balas araña —dijo Wit.
Deen se hizo el ofendido.
—Un poco de confianza, capitán. Averbach y yo no nos rendimos tan fácilmente.
—Supongo que no quiero saber qué habéis hecho con los coches.
Deen le dio una palmadita en el brazo y sacó una bebida de la nevera.
—Nada que un buen sargento mecánico no pueda reparar.
Averbach y él se dirigieron a la pila de trajes y añadieron los suyos al montón.
—Tengo que admitir que esto no es lo que esperaba, señor —dijo una voz.
Wit se dio media vuelta. Allí estaba Lobo a su lado, en ropa interior, mirando la luz de la hoguera, empapado y con una bebida vitamínica en la mano.
—¿El entrenamiento será tan duro como dice el mayor Ketkar? —preguntó Lobo.
—Ahora está en la POM, Lobo. No debería tener que responder a esa pregunta.