6

Marco

Víctor caminaba por el exterior de la Cavadora, atornillando un mataguijarros con el torno de mano. Lo acompañaba Mono, los pies anclados al casco, sosteniendo el MG con cables. Habían quitado el láser hacía unos cuantos días y lo habían llevado a la bodega de carga para hacerle algunas modificaciones. Terminadas ya, estaban volviendo a instalarlo en el costado de la nave.

Víctor no estaba seguro de que sus esfuerzos fueran a servir para algo. Si la nave alienígena demostraba ser agresiva, probablemente no podrían hacer mucho para detenerla. La nave se movía casi a la velocidad de la luz, lo que requería una cantidad de energía casi inconcebible y enormes saltos tecnológicos, muy por encima de nada de lo que ningún tecno humano hubiera conseguido jamás. Y si los constructores de la nave podían hacer eso, no se podía saber lo que eran capaces de hacer sus armas.

Víctor insertó un tornillo en el taladro y pasó al siguiente agujero. Advirtió que el agujero estaba levemente desviado. Alzó la cabeza y vio que Mono se había quedado dormido. El cable de sujeción había escapado perezosamente de las manos abiertas del chico, y sus brazos flotaban flácidos. Si no fuera por sus botas magnéticas, Mono probablemente se habría alejado flotando de la nave.

—Mono —dijo Víctor bruscamente.

Mono despertó de golpe, súbitamente alerta, los ojos muy abiertos. Agarró el cable y lo tensó.

—Lo siento. Estoy despierto.

—No, no lo estás. Estás agotado. Y no te lo reprocho. Te he obligado a esforzarte demasiado hoy.

—No, no. Estoy bien. De verdad. Ahora estoy bien. —Mono parpadeó de forma exagerada y sacudió la cabeza para obligarse a permanecer despierto.

—Tres tornillos más —dijo Víctor—. Luego volvemos dentro. Ya pasa una hora del turno de sueño. Deberías estar atado a tu hamaca.

—Estoy bien —repitió Mono, aunque Víctor pudo ver por el aspecto de su rostro que si dispusiera de cinco minutos más de silencio, el niño volvería a quedarse dormido.

Un mensaje de su madre apareció en la visera de Víctor: «Es tarde, Vico. Trae a Mono. Su madre está preocupada».

Víctor y Mono terminaron la instalación, recogieron sus cosas, y corrieron a la cámara estanca. Su madre los recibió en el interior con contenedores de chile y dos arepas calientes envueltas en un paño. Víctor se quitó el traje presurizado y sorbió el chile a través de la pajita. Estaba caliente y picante, con pimientos muy bien mezclados, tal como le gustaba.

—Perfecto como siempre —dijo.

Su madre frunció el ceño.

—No me vas a ganar con cumplidos, Vico. Tienes problemas. Mono debería de haberse acostado hace una hora.

—No estoy cansado —dijo Mono, aunque apenas podía mantener los ojos abiertos.

La madre sonrió.

—No, estás animado como una liebre. —Miró a Víctor con el ceño fruncido—. No estás descansando y comiendo como te dije, Vico. Necesitas ocho horas de sueño. Y Mono también. Tiene nueve años.

—Nueve y tres cuartos —dijo Mono—. Mi cumpleaños se acerca.

—Tienes razón, Patita —dijo Víctor—. Lo siento.

La madre entornó los ojos. Siempre tenía ese brillo receloso en la mirada cuando Víctor la llamaba por el apodo que le había puesto de niño, como si estuviera ocultando algo.

—¿Te acostaste anoche, Vico? No estabas en tu hamaca esta mañana.

Víctor mordió la arepa. Estaba caliente y cremosa.

—Dormí unas cuantas horas en el taller.

La madre suspiró y miró a Mono.

—¿Y tú, Monito? ¿Estás aprendiendo algo de mi hijo aparte de religión y desobediencia?

Mono tenía la boca llena de arepa. Dijo algo, pero fue ininteligible.

—Dice que duerme como un bebé —dijo Víctor—. Ocho horas al día.

Mono sonrió y asintió para mostrarle a la madre que la traducción había sido correcta.

—Al menos uno de vosotros se preocupa —manifestó la madre.

Víctor guardó silencio. Sabía que su madre no estaba realmente enfadada. Sabía que el trabajo que estaban haciendo tenía que hacerse. Simplemente, no le gustaba.

—La reprimenda tendrías que hacérsela a papá —dijo Víctor—. Duerme menos que yo.

—Oh, no te preocupes —contestó la madre—. Ya ha recibido bastante hoy.

Todos habían estado trabajando febrilmente desde la reunión del Consejo. Su padre más que nadie.

—Los italianos deben de estar a punto de recibir la línea láser —dijo la madre.

Víctor asintió.

—¿Sigue sin haber noticias de la nave Juke?

La madre negó con la cabeza.

—Ya tendríamos que haber recibido una respuesta, al menos el reconocimiento del mensaje recibido. Pero hasta ahora, nada. Selmo cree que se marcharon antes de recibir el mensaje. Ya no aparecen en nuestros escáneres.

—O tal vez recibieron el mensaje y salieron disparados hacia Luna, huyendo por sus vidas —dijo Mono.

—Entonces al menos el mensaje le llegó a alguien —dijo la madre.

—Tendríamos que habérselo dicho a todo el mundo —insistió Víctor—. Tendríamos que habérselo dicho al mundo entero hace diez días.

Ella asintió y le puso una mano en el brazo.

—Prométeme que dormirás más.

—Solo si tú me prometes hacer este chile más a menudo.

—Sí —dijo Mono, lamiéndose los labios—. Qué sabroso.

El palmar de Víctor trinó, y se oyó la voz de su padre.

—A Marco y a mí nos vendría bien tu ayuda, Vico. Si has acabado con ese mataguijarros, envía a Mono a dormir y ven a echarnos una mano.

Cuando no trabajaba en la mina, Marco ayudaba al padre de Víctor construyendo las defensas de la nave.

—Estoy aquí con mamá. Puede oírte. Me está echando la bronca.

—No quiero dejar esto instalado a la mitad esta noche —dijo el padre—. Y esos nuevos componentes tuyos están dando un poco la lata. Dile a tu madre que te necesito.

—Dile a tu padre que va a tener un problema gordo —dijo la madre.

—Dice que te quiere mucho —dijo Víctor.

La madre puso los ojos en blanco, y Víctor supo que no iba a discutir.

—Voy para allá —dijo Víctor.

—¿Puedo ir? —preguntó Mono.

—Por supuesto que no —dijo la madre—. Le dije a tu madre que te enviaría directamente a tu hamaca, y ahí es donde vas a ir.

Mono pareció a punto de poner alguna pega, pero una rápida mirada y un dedo severo le hicieron pensárselo mejor. Se encogió de hombros y se lanzó hacia la escotilla. Cuando se marchó, la madre le puso a Víctor una mano en el hombro.

—Por favor, ten cuidado, Vico. Cuando estamos cansados, cometemos errores. Y no se pueden cometer errores ahí fuera. Ni siquiera pequeños.

—Tendré cuidado.

Cinco minutos más tarde estaba en el exterior con su padre y Marco, la línea de seguridad extendiéndose tras él hasta la bodega de carga.

—Hemos reiniciado —dijo su padre, indicando el recién instalado MG—. Pero sigue sin entrar en línea.

Usando su visualizador de cabeza alzada (o VCA), Víctor fue parpadeando hasta el ordenador de la nave para localizar el problema. No era codificador, pero había aprendido suficiente código para manipularlo cuando lo necesitaba para acomodar las modificaciones. Cuando descubrió el problema, reparó el código y el MG cobró vida, había pasado otra hora. Marco y su padre estaban cerca, atornillando una de las nuevas placas blindadas al casco. El metal procedía directamente del sitio de perforación, donde las máquinas fundidoras habían sido modificadas para producirlo. Se discutió mucho en la nave sobre el uso de ese metal: algunos insistieron en que lo enviaran directamente a Luna con el resto de los minerales para conseguir más ingresos. Sin embargo, al final Concepción se puso de parte de su padre, y las fundidoras llevaban haciendo placas adicionales desde entonces.

Víctor se reunió con Marco y su padre y empezó a ayudarles a asegurar las placas en el casco. No podía oír el taladro que tenía en la mano, pero sabía que las vibraciones estarían haciendo ruido dentro de la nave. La mayoría de la gente estaba durmiendo, así que si el sonido era lo bastante fuerte para despertarlo, Víctor estaba seguro de que recibiría un mensaje en su casco diciéndoles que pararan. Después de varias horas más de trabajo, no llegó ningún mensaje. Inicialmente, Marco hizo que el tiempo pasara rápido contando viejas historias de mineros, algunas de las cuales eran tan hilarantes que Víctor y su padre se rieron hasta que les dolió la barriga. Era la primera vez que Víctor sentía algún tipo de normalidad con un adulto, aparte de con sus padres, desde la marcha de Janda.

Sin embargo, las historias se terminaron al cabo de un rato, y los tres continuaron trabajando en silencio. Podían parar en cualquier momento, naturalmente: los adultos habían empezado a instalar placas para mantenerse ocupados mientras Víctor trabajaba en el MG. Una vez terminado eso, en realidad no había motivos para que estuvieran fuera tan tarde. Víctor se irguió para sugerir que dieran la faena por terminada, cuando algo en la distancia, en la superficie del asteroide, llamó su atención. Un parpadeo de movimiento, una veta de algo con el rabillo del ojo. Víctor entornó los ojos en la oscuridad, esforzándose por ver. Parpadeó para ampliar la visión de su casco y aumentó la imagen donde una de las líneas de atraque estaba anclada al asteroide. Era difícil ver muchos detalles en la oscuridad, pero parecía que había algo en el cable.

—¿Padre?

—¿Sí?

—Creo que hay algo en el…

Hubo doce cegadores destellos simultáneos de luz cerca del asteroide. Víctor cerró instintivamente los ojos, sintiendo que la nave se movía levemente bajo sus pies.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Marco.

Víctor abrió los ojos y vio entre los puntos de luz que aún ardían en sumisión que las doce líneas de atraque habían sido cortadas. La nave iba a la deriva. Alguien había volado los cables.

—¡Nos atacan! —gritó el padre—. ¡Agarraos a algo!

El primer láser alcanzó al MG apenas a dos metros de donde se encontraba Víctor, cortándolo desde la base. Un mecanismo en el interior del MG explotó, haciendo que el MG saliera despedido hacia atrás como un cohete en gravedad cero. Golpeó a Marco en un lado de la cabeza justo cuando se agachaba, arrancándolo de la nave y enviándolo al espacio dando vueltas.

—¡Víctor, agáchate! —gritó su padre.

Benyawe inició los imanes de sus manos y cinturón y rápidamente pegó el estómago al casco. La alarma de su VCA sonaba. Su padre debía de haberla iniciado. Por toda la nave, la sirena estaría ululando ahora, despertando a todo el mundo.

Dos láseres impactaron en el casco cerca de donde estaban Víctor y su padre, cortando más sensores e instrumentos. Otro láser cortó ampliamente a la izquierda de Víctor, y el muchacho volvió la cabeza y vio horrorizado cómo el transmisor de línea láser era alcanzado. Con un rápido sesgo, el láser cortó todo el mecanismo, dejando solo la placa base y unos cuantos circuitos quemados. La pieza cortada se quedó flotando en el espacio, alejándose lentamente. La principal fuente de comunicación a larga distancia de la nave había desaparecido.

Víctor dio un respingo cuando tres láseres más barrieron la superficie de la nave a su derecha, sin abrirse paso profundamente en el casco, pero cortando todos los instrumentos que sobresalían en su camino. Cerró los ojos, esperando lo inevitable, pero los láseres no lo tocaron. Un momento después su alarma quedó en silencio, y su VCA se apagó. No tenía energía. Su traje estaba muerto. ¿Había cortado un láser su cable de seguridad? No, las luces de la superficie de la Cavadora estaban apagadas también: los láseres debían de haber alcanzado los generadores principales. Víctor inspiró. No recibía aire fresco. Ya no tenía calefacción. Trató de moverse, y la rotación de su cuerpo hizo que se alejara del casco. No tener energía significaba no tener imanes. Advirtió un instante demasiado tarde que nada lo anclaba a la nave. Extendió la mano, arañando la lisa superficie, tratando de encontrar asidero, desesperado por aferrarse a algo. Miró a su padre, que estaba gritando, aunque Víctor no podía oír nada. Tenía una mano extendida y con la otra agarraba un asidero. Víctor extendió la mano hacia la suya, pero estaba a más de un metro más allá de su alcance.

Otro láser alcanzó el casco, cortando otro sensor.

Víctor volvió la cabeza, escrutando frenéticamente el cielo en torno a él. ¿Era la astronave alienígena?

Entonces lo vio.

Al principio fue solo un espacio negro en el cielo, donde deberían estar las estrellas. Entonces la nave se acercó, y Víctor pudo distinguir los detalles. No era una nave estelar. Era una corporativa. Una nave Juke.

Los reflectores lo cegaron. Víctor alzó el brazo, protegiéndose los ojos, bizqueando ante la luz. La nave corporativa se había acercado en la oscuridad y ahora cargaba, las luces destellando. No frenaba. Iba a embestir a la Cavadora.

Víctor miró a su padre, que seguía gritándole que lo agarrara. Víctor agitó los brazos, los extendió, esforzándose, estirándose, extendiendo los dedos.

La nave golpeó.

Su padre se alejó rápidamente.

El cuerpo de Víctor chocó contra algo duro y se quedó sin aire por el violento impacto en el pecho. Sintió un destello de dolor. Los corporativos lo habían alcanzado. Quedó de plano contra su nave, y luego dejó de estarlo, girando, libre de nuevo, dando vueltas, desorientado. Volvió la cabeza y vio a la Cavadora alejándose de él, su cable de conexión vital extendiéndose, tensándose. No podía respirar. Sus pulmones gritaban pidiendo aire. Miró su cable de conexión y supo que un tirón fuerte podría arrancárselo de la espalda. Extendió la mano hacia atrás y lo agarró justo cuando se tensaba. El cable lo hizo sacudirse con fuerza, pero continuó conectado. Resistió. Volvía a dar vueltas, siguiendo a la Cavadora como un pez en el sedal.

Entonces con una sola y dolorosa inspiración, sus pulmones volvieron a expandirse. Tomó aire. Le ardía el pecho. Su traje estaba frío. La cabeza le resonaba. El aire era rancio.

—¡Padre!

No hubo respuesta. Seguía sin tener energía.

La Cavadora se alejaba torpemente, moviéndose a un lado de manera anormal, como un barco volcado en una corriente implacable. Los doce cables de atraque cortados colgaban sueltos bajo la nave. Dos impactos láser más golpearon los sensores del costado de la nave, aunque Víctor no pudo ver cuáles eran. Seguía girando, volando, deslumbrado, flácido. Todo sucedía demasiado rápidamente.

Tras él, vio la nave corporativa disparar sus retros y reducir velocidad, hasta detenerse donde había estado la Cavadora. Víctor comprendió que querían la roca. Los hijos de puta los habían empujado.

Hizo girar su cuerpo, tratando de controlar la rotación. La Cavadora seguía flotando a la deriva, alejándose de él. Su cable de conexión seguía tenso. Probablemente estaba a cuarenta metros de la nave. Tiró del cable, usando el impulso para detener la rotación. Su cuerpo se reafirmó. La rotación cesó. Pudo ver a su padre aferrado a la nave.

La sirena empezó a trinar de nuevo en su casco. Su pantalla de cabeza cobró vida. Tenía energía. Los generadores auxiliares se habían puesto en funcionamiento.

—¡Víctor! —Era la voz de su padre.

—Estoy aquí —pulsó al momento el gatillo de propulsión de su pulgar y voló hacia delante, corriendo hacia la nave.

—¿Estás herido? —preguntó su padre.

Víctor pudo ver que su padre se ponía en pie y saltaba de la nave, volando hacia él. Víctor giró el brazo. No estaba roto. O al menos no se lo parecía.

—No. Estoy bien.

La Cavadora seguía a la deriva. Su padre y él se dirigían rápidamente al encuentro. Víctor anuló su propulsión, igual que su padre. Incluso así, chocaron, aferrándose el uno al otro. Su padre escrutó el casco, buscando fracturas.

—¿No estás herido? ¿No tienes fugas?

—No. —Nunca había visto a su padre tan agitado antes—. ¿Y tú?

—Bien. Es Marco. Ayúdame a llevarlo dentro. No responde.

Solo entonces advirtió Víctor que había una segundo cable de conexión vital colgando tras la nave, aunque más abajo de su posición. El cable de Marco se había enganchado en una de las abrazaderas de sujeción, y el cuerpo de Marco estaba flácido y sin vida. El padre de Víctor se orientó y pulsó su gatillo de propulsión, volando derecho hacia Marco. Víctor lo siguió.

Llegaron a Marco y se anclaron a la nave. Marco estaba flácido y no respondía. Le dieron la vuelta. Tenía los ojos cerrados. Su casco estaba agrietado, aunque no parecía que hubiera fuga de aire.

—Creo que no respira —dijo el padre de Víctor. Alzó la cabeza, pensando, sin saber qué hacer. Entonces tomó una decisión—. Ve y abre la escotilla de la cámara estanca. En cuanto Marco y yo la atravesemos, tira del sobrante nuestros cables de seguridad lo más rápido que puedas. Luego ven tras nosotros y sella la escotilla. ¿Comprendes?

—Sí, señor.

Su padre se colocó detrás de Marco y pasó un brazo alrededor de su pecho y otro alrededor de su cintura. Iba a volar con él.

—Vamos, Víctor.

Víctor se lanzó, pulsando el gatillo hasta el máximo, volando directo hacia la escotilla que conducía a la bodega de carga. Las luces exteriores de advertencia giraban, bañando toda la nave de rayos de rojo en movimiento. Había daños por todas partes: marcas de quemaduras, bollos donde antes estaba el equipo. Víctor llegó a la escotilla, la abrió, luego se hizo a un lado. Su padre llegaba rápidamente, cargando con el cuerpo flácido de Marco. Las piernas de Marco chocaron contra el marco de la escotilla cuando pasó, pero no reaccionó. Víctor los siguió al interior y empezó a recoger los cables de seguridad, tirando mano sobre mano lo más rápido que pudo. Su padre lo acompañaba ahora, tirando frenéticamente. Finalmente, todo quedó recogido. Víctor selló la escotilla, y el sire empezó inmediatamente a entrar en la cámara estanca para llenar el vacío.

—Ayúdame a anclarlo al suelo.

El cable de seguridad sobrante estaba por todas partes, flotando alrededor de ellos. Víctor hizo a un lado tanta como fue posible, apartándola. Entonces golpeó el interruptor del cinturón de Marco para poner en marcha el imán. Entre su padre y él bajaron el cuerpo de Marco al suelo. Su padre cogió dos correas de anclaje y rodó con una de ellas el pecho de Marco y con la otra sus piernas, dejándolo de plano contra el suelo. Para entonces la cámara estanca estaba casi llena de aire.

—En cuanto recibamos la conformidad, quítale el casco con cuidado. No lo agites. Hay que tener cuidado con su cuello.

Víctor asintió, y los dos se situaron en posición.

Su padre miró el reloj de la pared y vio que faltaban veinte segundos para que la sala quedara completamente presurizada.

—Ya es suficiente. Vamos.

Empezó a quitarse el casco mientras Víctor delicadamente soltaba el de Marco. Cuando finalmente lo retiró, la señal de conformidad sonó, y la luz sobre la salida hacia la bodega de carga se puso en verde.

Su padre buscó el pulso en el cuello de Marco mientras Víctor se quitaba el casco.

—Llama a Isabella con tu palmar. Que venga inmediatamente. Dile que no puedo encontrarle el pulso y que no respira.

Las manos de Víctor temblaban mientras marcaba el código en su palmar. Marco se estaba muriendo. O tal vez ya estaba muerto. Su padre echó la cabeza de Marco levemente hacia atrás y empezó a hacerle la respiración boca a boca. Isabella no respondió.

—No contesta —dijo Víctor.

—Probablemente ya estará atendiendo a la gente o dirigiéndose a la fuga. Búscala. Tráela. Que traiga su botiquín si lo lleva encima. Ve.

Víctor soltó su cable de seguridad y se levantó y salió de la cámara estanca en un instante, lanzándose a través de la bodega de carga hasta la escotilla situada al otro lado de la sala. La sirena sonaba con fuerza dentro de la nave, y solo las luces de emergencia estaban encendidas, dejando gran parte de la sala a oscuras. No había nadie en la bodega de carga, pero Víctor encontró a mucha gente en el pasillo, una arteria principal de la nave. Todos llevaban sus mascarillas de emergencia y se dirigían hacia la fuga de manera ordenada, como habían sido entrenados. Los bebés y los niños pequeños lloraban detrás de sus máscaras, pero sus padres los apretaban contra sus pechos y les decían palabras de consuelo. Todo el mundo parecía alarmado, pero a Víctor le alegró ver que nadie había sucumbido al pánico. La mayoría de la gente iba erguida, con las grebas puestas, pero unos cuantos como Víctor volaban, moviéndose tranquilamente entre la multitud.

Escrutó los rostros, pero no vio a Isabella. Conociéndola, sería una de las últimas personas en dirigirse a la fuga. Como enfermera de experiencia, se quedaría atrás y ayudaría a todos los que hubieran resultado heridos en la colisión, asegurándose de que llegaran a la fuga. Era lo más parecido a un médico que había en la Cavadora, e incluso había realizado unas cuantas operaciones a lo largo de los años, aunque solo en situaciones de vida o muerte y siempre como último recurso.

Víctor localizó un rostro familiar.

—¡Edimar!

Edimar lo vio y se abrió paso entre la gente para alcanzarlo. La mascarilla le cubría por completo el rostro.

—¿Qué ha pasado? —preguntó—. ¿Por qué llevas un traje de presión? ¿Estabas fuera? ¿Dónde está tu mascarilla?

—¿Has visto a Isabella?

Edimar señaló el lugar de donde había venido.

—Estaba ayudando a Abuelita. ¿Por qué? ¿Quién está herido? ¿Qué ha pasado?

Víctor no se paró a responder. Ya estaba en camino, abriéndose paso entre la gente, contra el tráfico, usando la barandilla para impulsarse hacia delante. Edimar lo llamó, pero él no se volvió. Varias personas le gritaron cuando las rozó al pasar, pero no le importaba. Marco se estaba muriendo. No respiraba. Cada segundo contaba.

Cuando más se internaba en el pasillo abajo, menos gente había. Con más espacio para moverse, Víctor empezó a lanzarse hacia delante, moviéndose más rápido, cubriendo más terreno. Llegó junto a Abuelita, su bisabuela, que recibía la ayuda de dos de sus tíos.

—¿Dónde está Isabella?

Señalaron pasillo abajo. Víctor salió disparado, lleno de pánico. Había muy poca gente ahora. ¿Y si Isabella había entrado en la habitación de alguien para ayudarlos y Víctor había pasado de largo? ¿O si había tomado otro pasillo para llegar a la fuga y por eso no la había encontrado?

La vio. Estaba allí al fondo, poniendo en cabestrillo el brazo de la prima Nanita.

—¡Isabella!

Ella alzó la cabeza.

—Es Marco. No respira.

Ella cogió su maletín y se lanzó hacia él.

—¿Dónde?

Víctor giró el cuerpo y se lanzó por el camino por el que había venido.

—En la cámara estanca de la bodega de carga.

—¿Estaba fuera?

—Estábamos colocando algunas placas cuando los corporativos atacaron.

—¿Los corporativos?

Le contó lo que pudo mientras volaban por el pasillo. Víctor tuvo que gritar por encima del gemido de la alarma. Había poca gente ahora. La mayoría estarían ya en la fuga. Llegaron a la bodega de carga. Isabella entró primero. Bajaron a la cámara estanca. «Tal vez Marco esté bien ya —pensó Víctor—. Tal vez papá lo ha revivido. Llegaremos allí y Marco estará de pie, tosiendo y dolorido tal vez, pero vivo, y nos dará las gracias a papá y a mí por ayudarlo, y entonces todos bajaremos a la fuga juntos y nos reiremos del susto».

Pero Marco no estaba bien. Su padre seguía haciéndole la respiración boca a boca. Nada había cambiado. Marco continuaba sin vida. El padre los vio y se hizo a un lado para que Isabella se hiciera cargo. Parecía agotado, asustado y sin aliento.

—No responde a nada —dijo.

Isabella se subió las grebas hasta las rodillas y se arrodilló en el suelo junto a Marco, abrió su maletín y actuó con rapidez.

—Ayudadme a quitarle el traje para que pueda llegar a su pecho.

Tenía unas tijeras en la mano y empezó a cortar el traje. Víctor y su padre retiraron en tejido mientras Isabella cortaba la camiseta interior de Marco. Víctor observó el pecho, deseando que se elevara solo, que se moviera, que mostrara un poco de vida. No lo hizo.

Isabella le colocó unos sensores en el pecho y le metió un tubo en la boca. La máquina empezó a insuflarle aire y el pecho de Marco empezó a elevarse y caer. Eso no le dio a Víctor ningún consuelo. La máquina hacía todo el trabajo. Isabella sacó una jeringuilla de su maletín, quitó la tapa, la escupió, y la clavó en el brazo de Marco. Conectó una segunda máquina, y Víctor oyó el pitido sostenido de una línea plana. El corazón no latía. Isabella apretó un disco contra el pecho de Marco. Lo giró, y el cuerpo se retorció. Durante medio segundo Víctor pensó que Isabella lo había revivido, que Marco recuperaba el sentido y se despertaba entre estertores. Pero no era así. Su cuerpo se quedó quieto de nuevo, Isabella le dio otras tres descargas. Cuatro. La línea plana continuó.

Isabella parecía perdida. Retiró el disco del pecho de Marco y lo hizo a un lado. Volvió a meter las manos en el maletín. Sacó la placa ósea. La colocó sobre el pecho de Marco y la estructura del esqueleto apareció en la pantalla. Lentamente, Isabella subió la placa hasta el pecho de Marco y la dejó allí durante largo rato, su rostro a unas pocas pulgadas de la placa. Finalmente, desconectó la placa y alzó la cabeza, derrotada.

—Tiene el cuello roto. Le cortó la columna vertebral. Lo siento.

Las palabras resonaron huecas para Víctor, como si surgieran de un sueño. Ella les estaba diciendo que Marco estaba muerto, que no había nada más que pudiera hacer. Se rendía.

No, Marco no podía estar muerto. Víctor había estado con él hacía unos momentos. Habían estado trabajando juntos, riendo.

Su padre hablaba en voz baja por el palmar, llamando a alguien a la cámara estanca.

—Tiene que haber algo que podamos hacer —dijo Víctor.

—No lo hay, Vico —respondió Isabella, quitándole a Marco el tubo de la boca.

—¿Entonces nos rendimos?

—No puedo arreglar lo que está roto. Ya estaba muerto cuando lo trajisteis. Lo siento.

Víctor se sintió aturdido. Los dedos le cosquillearon. Marco estaba muerto. La palabra le golpeó como lo había hecho la nave Juke. Muerto. ¿Por qué los habían atacado los corporativos? Esto no era el Cinturón de Asteroides. Esto era el Cinturón de Kuiper. La familia había dejando el Cinturón A por este mismo motivo: para escapar de las naves corporativas.

«¿Cómo se han acercado tanto sin que las detectáramos?».

Víctor miró a Marco. «Tiene una familia» —se dijo—. Una esposa, Gabi, y tres hijas, una de las cuales, Chencha, era solo un año más joven que Víctor.

Su padre desconectó el cable de seguridad de la espalda de su traje y se dirigió a la puerta de la bodega de carga.

—Vamos, Vico.

—¿Nos marchamos?

—Tenemos trabajo que hacer.

Se refería a la nave. Víctor había visto algunos de los daños. El generador de potencia estaba frito. Los sensores habían desaparecido. Los MG también. Y los generadores auxiliares no durarían eternamente. Si la familia quería sobrevivir, Víctor y su padre necesitaban hacer grandes reparaciones rápido.

Víctor asintió y se dirigió a la escotilla.

—Gabi y Lizbét vienen de camino —le dijo su padre a Isabella—. Me quedaría, pero Concepción nos quiere en el puente de mando inmediatamente.

Lizbét era la madre de Marco. Seguía mimando a su hijo.

—Id —dijo Isabella—. Yo las esperaré aquí.

Su padre se irguió y echó a volar. Víctor se lanzó tras él. Un momento después, estaban en el pasillo, que ahora estaba vacío. Su padre se volvió hacia el puente de mando, tomando por un pasillo lateral. Ante de seguirlo, Víctor se volvió a mirar en la dirección opuesta, hacia la fuga, y vio a dos mujeres, todavía lejos, que se encaminaban hacia la bodega de carga. Gabi y Lizbét. Esposa y madre. Incluso en la distancia, pudo ver el terror y el pánico en sus rostros.

—Vico, vamos.

Víctor volvió a ponerse en movimiento, siguiendo a su padre entre los pasillos de la nave. Llegaron al puente de mando, y Víctor se sorprendió al ver a toda la tripulación aquí, ocupados trabajando. Algunos tendían cables y emplazaban luces. Otros estaban en sus puestos de trabajo, hablando a sus auriculares o tecleando órdenes. Concepción vio al padre de Víctor y voló hacia él inmediatamente. Por su expresión, Víctor se dio cuenta de que sabía lo de Marco. Su padre debía de haberla llamado.

—Gabi y Lizbét están ahora con él.

Concepción asintió.

—¿Alguno de vosotros está herido?

—La nave corporativa golpeó a Víctor —dijo el padre.

—Estoy bien —repuso el muchacho.

Concepción parecía preocupada.

—¿Seguro? Voy a necesitarte, Víctor, como nunca te he necesitado antes.

—Estoy bien —repitió, aunque se sentía de todo menos bien. Marco estaba muerto. La nave estaba dañada, quizás irreparable.

—Ven conmigo —dijo Concepción, volviéndose y volando de regreso a la holomesa.

Selmo estaba allí, mirando un gran esquema holográfico de la nave en el holoespacio sobre la mesa. Una docena de parpadeantes puntos rojos en el esquema indicaban las zonas dañadas.

—El generador eléctrico no funciona, naturalmente —dijo—. Todavía no sabemos la gravedad de los daños. Esa debería ser nuestra primera prioridad. Los generadores secundarios están bien, pero solo pueden producir el cincuenta por ciento de la energía que solemos usar cada día. De modo que tendremos que racionar la energía y apagar un puñado de luces y todo el equipo que no sea esencial. La mayor parte de la energía tendrá que ir a los ventiladores de aire y los calefactores. Prefiero trabajar en la oscuridad que morir congelado.

—Víctor y yo nos encargaremos del generador principal —dijo su padre—. ¿Qué hay de los reactores?

—Los reactores están bien —contestó Selmo—. Y por tanto los impulsores también. Los corporativos sabían lo que se hacían. Nos lanzaron hacia arriba, pero nos dejaron con la capacidad de huir lo más rápido que podamos.

—Y eso es exactamente lo que vamos a hacer —dijo Concepción—. Cuando nos recuperemos y controlemos el rumbo, nos largamos de aquí. No somos rival para una nave de ese tamaño ni tan bien defendida. Sé que a algunos de vosotros os gustaría borrarlos del cielo ahora mismo, pero no estamos en disposición de hacerlo. No tenemos las capacidades, y no vamos a poner en peligro a nadie más de esta nave. No merece la pena morir por este asteroide. Nos vamos.

—No hay discusión —dijo el padre de Víctor—. Pero si podemos, deberíamos intentar recoger tantos componentes y sensores arrancados de la nave como sea posible. Están flotando ahí fuera en el espacio ahora mismo, y podríamos rescatar algunas partes. Sobre todo los láseres. Algunos de esos componentes son irremplazables. No quiero abusar de nuestra suerte y agravar a los corporativos quedándonos por aquí, pero deberíamos recoger tanto como podamos antes de salir pitando.

—De acuerdo —dijo Concepción—. Selmo, en cuanto terminemos aquí, trabaja con Segundo y Víctor en un plan para recoger rápidamente tanto equipo cortado como sea posible.

Selmo asintió.

—Los mineros pueden ayudar con eso. Tengo ya treinta hombres preguntado qué pueden hacer.

—¿Qué más hay dañado? —preguntó Segundo.

Selmo suspiró.

—Las dos perforadoras láser han desaparecido. Los corporativos las arrancaron de la nave y luego las cortaron en pedazos. Ya tengo el vídeo del ataque. Las perforadoras son insustituibles. Míralo tú mismo.

Introdujo algunas órdenes en la holomesa, y el vídeo de vigilancia del exterior de la nave apareció en el holoespacio. Allí estaba la vieja perforadora láser, la que tenía el estabilizador de Víctor, iluminada por un par de luces de seguridad. Selmo avanzó rápidamente el vídeo, y Víctor y su padre vieron cómo los láseres reducían la perforadora a pedazos. La luz era tan brillante, y los cortes se produjeron tan rápidamente que Selmo rebobinó el vídeo y se los enseñó de nuevo a cámara lenta. Víctor se sintió enfermo. Todas sus modificaciones y mejoras para la perforadora, todo lo que había escrito en su cabeza y rara vez había anotado antes de construirlo, se había perdido. Reducido a basura sin valor. Aún peor, las perforadoras eran el modo de vida de la familia, las dos piezas más importantes del equipo, el medio con el que la familia ganaba dinero y sobrevivía.

Y ahora las habían perdido.

Su padre no dijo nada durante un momento. Comprendía las implicaciones. Los corporativos había dañado algo más que la nave: habían dañado el futuro de la familia. ¿Cómo podrían extraer mineral ahora? ¿Cómo podrían conseguir dinero para los suministros necesarios o los repuestos? ¿Cómo podían existir en lo Profundo sin buenas perforadoras?

—¿Qué más? —preguntó Segundo.

—Cuatro de nuestros MG han desaparecido también —contestó Selmo—. Eso nos deja con dos. Una vez más, los corporativos sabían lo que se hacían. Nos dejaron con un MG a cada lado de la nave, suficiente para que salgamos de aquí y nos defendamos contra la mayoría de las amenazas de colisión, pero no lo bastante para contraatacar y volvernos contra su nave. Lo único positivo, si hay algo, es que no destruyeron los MG. Solo los soltaron. Entiendo que eso significa que esperan que los recuperemos y los reparemos en otra parte.

—Qué amable por su parte —dijo el padre de Víctor—. Recuérdame que les envíe flores. ¿Qué más?

—Nuestra otra gran pérdida es la comunicación. Hemos perdido el transmisor de línea láser. No podemos enviar un mensaje de socorro aunque quisiéramos.

—Eso significa que no podemos avisar a nadie de la presencia de la astronave —dijo Víctor.

—Cierto —reconoció Selmo—, pero esa es la menor de nuestras preocupaciones ahora mismo.

—¿Y el hielo? —preguntó Segundo—. ¿Cómo andamos de aire y combustible?

Selmo sonrió.

—Eso es un rayo de luz. La bodega de carga está llena de hielo al noventa y cinco por ciento. Cosechamos tanto como pudimos en el asteroide cuando llegamos. Así que estamos bien de oxígeno y combustible durante algún tiempo. Es más que suficiente para llenarnos donde queramos ir dentro de, digamos, cinco o seis meses.

Víctor se sintió aliviado al oír esas palabras, al menos. El hielo era la vida. Los reactores lo derretían y disociaban el hidrógeno del oxígeno. Usaban el hidrógeno como combustible. El oxígeno lo respiraban.

Selmo movió su punzón en el holoespacio e hizo rotar el esquema.

—Si queréis más buenas noticias, parece que los otros sistemas de soporte vital están ilesos. Los purificadores de agua están bien. Las bombas de aire también. Sean quienes sean esos corporativos, eligieron sus objetivos con cuidado.

—¿Fugas?

—Ninguna que podamos detectar —dijo Selmo—. Vamos a hacer otro escaneo para asegurarnos, pero parece que sobrevivimos sin ninguna brecha. Tuvimos suerte. El impacto no fue tan duro, y sus láseres no intentaban penetrar. Además, el blindaje ayudó.

—¿Quiénes son? —preguntó el padre de Víctor—. ¿Por qué no lo vimos llegar?

Selmo suspiró.

—Fue culpa mía. Es la nave corporativa a la que enviamos la línea láser hace diez días. Tendría que haber sospechado algo cuando dejó de aparecer en los escáneres. Supuse que se habían marchado. Nunca pensé que se estuvieran acercando sin ser vistos.

—No es culpa de nadie —dijo Concepción—. Conocían nuestras capacidades escaneadoras y las explotaron. Fin de la historia.

—Si recibieron nuestro mensaje, ¿por qué nos atacaron? —preguntó Segundo.

—Selmo y yo hicimos los cálculos —dijo Concepción—. Cuando enviamos la línea láser, ya venían hacia nosotros. Nunca recibieron el mensaje. No les llegó. Esto no tiene nada que ver con la línea láser. Querían el asteroide, simple y llanamente.

Dreo se acercó a la holomesa.

—Tengo su red. Dame la orden y lo haremos.

El padre de Víctor se volvió hacia Concepción.

—¿Lanzamos un olfateador? —preguntó.

Los olfateadores eran pequeños satélites hacker que se lanzaban desde una nave para espiar otra. Para funcionar, tenían que estar al alcance de la red de una nave y a la vez lo bastante lejos para evitar disparar los MG. Cincuenta metros era la máxima distancia a la que se atrevía un olfateador. Acceder a la red de la nave era lo difícil, sobre todo si se trataba de una nave corporativa. Las corporativas tenían ejércitos de codificadores y especialistas que no hacían otra cosa sino diseñar defensas contra los olfateadores. La mayoría de las familias ni siquiera soñaban con intentar hackear a una corporativa. Pero la mayoría de las familias tampoco tenían a Dreo, que podía colarse en cualquier red.

—La lanzamos justo antes de que llegarais al puente de mando —dijo Concepción—. Quiero saber quién nos embistió.

—¿Y si detectan que estamos hurgando en su red? Eso podría instigar otro ataque.

—No lo sabrán —dijo Dreo—. He tomado todo tipo de precauciones.

—No es por ofenderte, pero ¿estás seguro? Llevamos años aquí fuera. ¿Quién sabe que otros programas barredores tienen en marcha hoy en día? Puede que tengan nuevas formas de detectarnos de las que no sabemos nada. Son corporativas. ¿Qué más queremos saber?

—No tienen motivos para venir al Cinturón de Kuiper cuando hay tantos asteroides en el Cinturón A, listos para ser tomados —dijo Concepción—. Si ahora vienen aquí, las otras familias querrán saberlo. Esto afectará a todos los clanes. Hemos vivido relativamente en paz desde hace mucho tiempo. Si las naves corporativas empiezan a invadir nuestro espacio, es información que tenemos que difundir. Dreo me asegura que permaneceremos invisibles.

—¿Entonces por qué no cargamos algún malware o venenoware y dañamos sus sistemas mientras estamos aquí? —dijo Víctor.

—Porque no vamos a atacarlos —respondió Concepción—. Quiero información, no venganza.

Víctor observó los rostros en torno a la mesa, y vio que no todo el mundo compartía esa opinión.

—Por favor, adelante, Dreo —dijo Concepción—. Y trae su red a la holomesa, si no te importa.

Dreo regresó a su puesto de trabajo, y el esquema de la nave en el holoespacio desapareció, sustituido con una serie de iconos tridimensionales girando en el espacio: bitácora de vuelo, datos técnicos, líneas láser, pruebas de campo, Lem, doctora Benyawe, y otros.

—Dame los manifiestos —dijo Concepción—. Dime quién es el capitán.

Aparecieron fotos y un holovídeo de un hombre guapo de poco más de treinta años. Concepción seleccionó la ventana de datos bajo una de las fotos y la amplió.

—Lem Jukes —dijo, leyendo el nombre.

—¿Está emparentado con los Jukes? —preguntó Segundo.

—Es hijo de Ukko —dijo Concepción.

—Que me zurzan —dijo Selmo—. La manzana no cae lejos del árbol.

—Copia tantos datos como puedas —ordenó Concepción—. Quiero saber cuáles son sus intenciones. Luego traigamos a la nave los sensores cortados y salgamos de aquí antes de que el señor Lem Jukes decida seguir disparando. Voy a estar con Gabi y Lizbét, y luego iré a la fuga para dirigirme a la familia —se volvió hacia el padre de Víctor—. No perdáis tiempo y energías trabajando en lo que no puede repararse. Trabaja con Selmo para identificar esas cosas que podamos reparar. Primero la energía, las comunicaciones lo segundo.

—¿Qué hay de la astronave? —preguntó Víctor.

—¿Qué hay de ella? —dijo Concepción—. Selmo tiene razón. No estamos en posición de tratar con eso ahora mismo. Ni podemos transmitir lo que hemos descubierto. Estamos mudos hasta que vuelvan las comunicaciones.

—No vamos a poder recuperarlo todo —dijo Segundo—. Necesitaremos repuestos y suministros.

—La estación de pesaje más cercana está a cuatro meses de distancia —dijo Concepción—. La ayuda más cercana que tenemos son los italianos. Recibieron nuestro mensaje y están vigilando el cielo. Si nos damos prisa, tal vez podamos alcanzarlos antes de que se marchen. Tendrán un montón de suministros que podremos usar.

Víctor miró a su padre y se dio cuenta de que estaba pensando lo mismo que él. Acudir a los italianos era un riesgo. No había manera de enviarles una transmisión que les dijera que esperasen. Si la Cavadora llegaba y los italianos habían continuado su camino, la nave tendría serios problemas.

Concepción dejó el puente.

Víctor se volvió hacia el holoespacio y miró a Lem Jukes. Algunas de las fotos eran de tipo identificación: una toma de la cara de frente, una toma de perfil. Pero había otras fotos más casuales, sacadas de los archivos de la nave: Lem de pie con su padre, Ukko Jukes, en una foto ceremonial en lo que debió ser la partida de la nave; una foto más seria de Lem en acción en el puente de mando, inclinado sobre alguna holopantalla, señalando a nada en particular, claramente una foto preparada para la prensa. Y luego estaba el breve holovídeo. Duraba como mucho doce segundos, y era un bucle que se repetía una y otra vez. Lem estaba en una fiesta, sentado ante una mesa. Copas de vino vacías, cubertería de lujo, una porción de tarta a medio comer en un plato. No había sonido, pero Lem estaba claramente contando un chiste, usando las manos y su sonrisa encantadora para dar énfasis a su relato. A cada lado había sentada una mujer hermosa, atentas a todas sus palabras. El chiste llegó a su fin, y todos estallaron en carcajadas, incluido Lem. Entonces el vídeo empezaba de nuevo.

Víctor lo vio por segunda vez, y ahora imaginó las palabras que surgían de la boca de Lem. «Así que volamos sus cables de sujeción. Y había tres tipos en el casco de la nave. Solo el diablo sabe qué estaban haciendo ahí fuera. Así que le dije a mi piloto que los echara, que los golpeara con fuerza y se cargara ese MG allí mismo. Y zas, le dio a uno de esos chupadores de grava justo entre los ojos».

Risas por parte de todos los comensales.

Su padre hablaba con Selmo. Víctor miraba las risas del vídeo.

«Ese hombre mató a Marco —pensó—. Lem Jukes, hijo de Ukko Jukes, heredero de una fortuna de ladrones y asesinos, mató a Marco».

Concepción quería que se concentraran en la energía y la comunicación. Bien. Víctor lo haría. Pero también iba a reconstruir uno de los MG, uno especial, lo bastante potente para borrar esa estúpida sonrisita de la cara de Lem Jukes.