4

Consejo

El puente de mando de la Cavadora siempre hervía de actividad, pero hoy la tripulación parecía especialmente ocupada. Ahora que los italianos se habían marchado y una semana de comercio y banquetes había terminado, toda la nave estaba sumergida en un apresurado frenesí para compensar el tiempo perdido con la excavación. Había naves rápidas que preparar, rumbos de vuelo que programar, escaneos de la roca que tomar y descifrar, máquinas que operar para los mineros abajo, docenas de planes y decisiones y órdenes que sucedían a la vez, con Concepción en el centro de todo, recibiendo preguntas, interpretando datos, dando órdenes, y volando de puesto en puesto con la agilidad de una mujer de la mitad de su edad.

Víctor y Edimar flotaban en la escotilla de entrada, observándolo todo, esperando una pausa en el caos para acercarse a Concepción y contarle lo de la nave espacial alienígena que Edimar había encontrado. Por la pinta de la situación, no parecía probable que fueran a conseguir esa oportunidad pronto.

—Tal vez deberíamos volver en otro momento —dijo Edimar—. Parece ocupada.

—Nada es más importante que esto, Mar —dijo Víctor—. Créeme, se alegrará de que la hayamos interrumpido.

Víctor conectó sus grebas, permitió que sus pies descendieran al suelo, y cruzó la sala hacia Concepción, que se había anclado ante la holomesa con un grupo de tripulantes.

Dreo, uno de los navegantes, un hombretón de cincuenta y tantos años, se plantó delante de Víctor y puso suavemente una mano sobre su pecho, deteniéndolo.

—Eh, eh. ¿Adónde vas, Vico?

Víctor suspiró por dentro. A Dreo le gustaba considerarse el segundo al mando, aunque ese puesto lo tenía oficialmente Selmo, el tío de Víctor. El muchacho señaló a Edimar, que no se había movido de su sitio junto a la escotilla.

—Edimar y yo tenemos que hablar con Concepción inmediatamente. Es urgente.

—No se puede molestar a Concepción —dijo Dreo—. Casi hemos llegado al terrón.

—Esto es más importante que el terrón.

Dreo sonrió sardónicamente.

—¿De verdad? ¿Qué es?

—Preferiría hablar con Concepción directamente, si no te importa. Es una emergencia.

Víctor hizo la intención de rodear a Dreo, pero el hombre extendió de nuevo la mano y lo detuvo por segunda vez.

—¿Qué clase de emergencia? ¿Un escape, un incendio, un miembro cortado? Porque será mejor que sea cuestión de vida o muerte si vas a molestar a la capitana ahora mismo.

—Digamos que es una emergencia muy única —dijo Víctor.

—Voy a decirte una cosa —repuso Dreo—. Edimar y tú esperáis a Concepción en su oficina mientras yo le transmito vuestro mensaje. Irá en el momento en que pueda —Dreo se volvió hacia la gráfica del sistema en su pantalla.

Víctor no se movió.

Después de un momento, Dreo suspiró y se volvió hacia él.

—No has ido todavía a la oficina, Vico.

—Y no lo haré hasta que transmitas mi mensaje o te apartes de mi camino.

Dreo pareció molesto.

—Hoy estás un poco problemático, ¿no?

Se refería a Janda, naturalmente. Como miembro del Consejo, Dreo lo sabría todo. Víctor permaneció donde estaba y no dijo nada.

Dreo gruñó, dejó sus gráficas, y se dirigió hacia Concepción. La llamó tocándole el hombro, y hablaron en tono bajo. Concepción miró a Víctor a los ojos y luego miró hacia la escotilla donde esperaba Edimar. Le dio breves instrucciones a Dreo que Víctor no pudo oír y entonces devolvió su atención a la holomesa.

Dreo volvió con una sonrisa triunfante.

—Tienes que esperarla en su oficina como te he dicho.

—¿Le has contado que es una emergencia?

—Sí —Dreo alzó una mano y señaló la oficina—. Ahora vete.

Víctor se volvió con Edimar y los dos se dirigieron a la oficina. Era la segunda vez que enviaban a Víctor a esta habitación hoy, aunque la reunión con Concepción esta mañana para hablar de la partida de Janda parecía ya un recuerdo lejano.

—¿Y si resulta no ser nada? —dijo Edimar—. ¿Y si es solo un fallo del sistema? Es la explicación más lógica. Es mucho más probable que no una nave alienígena o una nave secreta corporativa que viaja casi a la velocidad de la luz.

—Repasaste los datos varias veces, Edimar. Si estás equivocada, y no es nada, que no es el caso, entonces acudir a Concepción sigue siendo lo mejor. Ella agradecerá que se lo presentes. No te reprenderá por hacer tu trabajo.

—Concepción tal vez no. Pero mi padre se pondrá furioso.

—No es demasiado tarde para acudir a tu padre primero, Mar.

Ella negó con la cabeza.

—No. Esto es lo adecuado. Concepción primero.

Ya habían hablado de esto antes. Edimar estaba convencida de que si acudía primero a Toron, su padre, él se quedaría con los datos para revisarlos más tarde o descartaría todo el asunto inmediatamente. Víctor dudaba muy mucho que Toron se mostraba despectivo ante pruebas tan abrumadoras, pero Edimar se había mostrado inflexible: «No lo conoces, Vico».

En eso se equivocaba. Víctor sí que lo conocía. Toron era padre de Janda también. Pero Víctor no iba a discutir ese asunto.

Edimar creía que acudir ahora a Concepción causaría a la larga menos fricción entre su padre y ella. Si Edimar acababa teniendo razón, entonces la inmediatez de la situación podría excusar que se saltara a Toron y fuera a ver directamente a Concepción. Pero si Edimar acudía a Toron primero y era rechazada, entonces sentiría la obligación moral de esquivar a su padre y acudir a ver a Concepción de todas formas. Edimar había tratado de evitar cualquier escenario hasta que Víctor se hartó. Era una nave alienígena, por el amor de Dios. Una nave que podía estar potencialmente dirigiéndose a la Tierra. ¿De verdad que nos vamos a preocupar por los sentimientos de Toron?

—Concepción puede leer los datos, Mar —dijo Víctor—. Que los vea y decida lo que significa.

Esperaron diez minutos. Finalmente Selmo, el tío de Víctor y auténtico segundo al mando de Concepción, entró flotando en la oficina.

—Concepción os verá, pero os pide que os reunáis con ella en el invernadero.

A Víctor le pareció extraño.

El invernadero era húmedo y estrecho y resultaba un lugar terrible para reunirse.

—¿Por qué no en la oficina?

Selmo se encogió de hombros, pero Víctor notó por su expresión y por la manera en que miraba a Edimar que lo sabía, o que al menos lo sospechaba. Entonces tuvo claro lo que Selmo debía de estar pensando: Selmo era miembro del Consejo, y allí estaba Víctor con la hermana pequeña de Janda, pidiendo reunirse con Concepción apenas unas horas después de la partida de Janda. La deducción natural sería que esto tendría algo que ver con Janda. Pero ¿qué? ¿Que Víctor y Edimar exigían su regreso? Eso era una locura. Víctor nunca le revelaría a Edimar su amor por su hermana. Eso sería impensable. Edimar y él nunca podrían ser aliados en eso, y Víctor nunca querría intentarlo de todas formas.

Pero Selmo no sabía eso. Simplemente veía a un chico con el corazón roto y a la hermana de la chica que había tenido que marcharse y saltó a la conclusión equivocada. Al parecer, Concepción había pensado lo mismo. Reunirse en el invernadero era una forma de ser cautelosa. Estarían lejos de los ojos y oídos de todos los demás en caso de que esto tuviera que ver con Janda.

«Así será mi vida si me quedo aquí —comprendió Víctor—. Nadie del Consejo me mirará sin ver también a Janda».

—El Ojo detectó algo —dijo—. Por eso necesitamos ver a Concepción.

Selmo pareció momentáneamente aliviado hasta que comprendió lo que aquello implicaba. Se volvió hacia Edimar, preocupado.

—¿Qué es?

—No estamos seguros —dijo Víctor—. Esperamos que Concepción lo sepa. Puede que no sea nada. No hay motivo para alarmarse. No se lo digas a nadie. Solo queremos asegurarnos. Gracias por tu ayuda —se impulsó para salir de la habitación y recorrió el pasillo en dirección al invernadero.

Edimar lo alcanzó, molesta.

—¿Por qué se lo has chivado a Selmo? Ahora todo el mundo sabrá que he visto algo.

—Selmo se estará callado. Y todos los demás lo sabrán pronto de todas formas.

—¡No si Concepción no dice nada! Existe la posibilidad de que yo esté equivocada, Vico. Y si lo estoy, podría haber olvidado toda la historia y nadie se las habría dado de listo. Ahora mi padre se enterará de todas, todas.

Víctor se detuvo en un mamparo para volverse a mirarla.

—Primero, esto es algo. Lo hemos establecido. Dejemos de cuestionarlo. Segundo, si quieres que los adultos y tu padre te tomen en serio, Mar, tienes que dejar a un lado tu preocupación por tu padre y pensar como una persona adulta. Pon la seguridad de la familia por encima de las reacciones que prevés en tu padre y haz lo que sabes que es tu trabajo.

No pretendía que pareciera una reprimenda, pero acabó pareciéndolo.

—Tienes razón —dijo Edimar—. Claro que tienes razón.

Víctor sintió entonces un diminuto retortijón de culpa. Había puesto fin a los errores de interpretación de Selmo, pero al hacerlo había hecho posible que Toron se enterara a través de los canales equivocados. Pero ¿qué podía hacer? La alternativa era mucho peor. Que Selmo o los demás creyeran que Edimar era de algún modo consciente o estaba implicada en la relación tabú entre Víctor y Janda sería un golpe devastador para la reputación de la chica en el Consejo. Víctor no podría soportarlo. No permitiría que la vergüenza de lo ocurrido salpicara a Edimar.

—No le diré ni una palabra más a nadie —dijo Víctor—. Ni siquiera iré al invernadero si lo prefieres. Este descubrimiento es tuyo, no mío.

La respuesta de ella fue rápida.

—No, no. Quiero que estés presente.

—De acuerdo. Vamos.

El invernadero era un largo tubo de cuatro metros de ancho, con cultivos de verduras en canalones que se extendían a lo largo de toda la sala. Los canalones ocupaban todo el espacio disponible en la pared, creando un grueso túnel verde alrededor. Tomates, okra, cilantro, coles, todos con sus hojas y cuerpos flotando al asomar en los agujeros de los canalones como si fueran algas. Era un sistema aeropónico y sin tierra, y aunque las brumas atomizadas ricas en nutrientes se esparcían por todos los canalones hasta los sistemas de las raíces solo dos veces por hora, parte de la bruma escapaba siempre, y la habitación estaba siempre incómodamente húmeda. También era excepcionalmente brillante, y mientras Víctor y Edimar atravesaban la antesala para llegar al invernadero en sí, los ojos de Víctor tardaron un instante en ajustarse a las lámparas de vapor. El aire estaba cargado con aromas de verde y cilantro y la solución nutriente.

Concepción estaba al fondo de la sala con los pies apuntando hacia ellos, el cuerpo perpendicular a su orientación, esperando. Víctor y Edimar cambiaron su orientación para igualar la suya y se lanzaron hacia lo que ahora era arriba, más adentro en el invernadero. Ahora el invernadero parecía un silo, y Víctor pudo ver por qué Concepción prefería reunirse con ellos con los pies colocados de esta forma. No tendrían que agacharse para mantener los pies y cabezas alejados de las plantas.

Concepción flotaba junto a una larga sección de coles. Allí las plantas eran más pequeñas, y por tanto el «túnel» era más ancho y les permitía tener más espacio para mirarse. Víctor se agarró a uno de los asideros y se detuvo delante de Concepción.

—Estoy segura de que no necesito deciros lo ocupados que estamos con la perforación —dijo Concepción—. Pero también sé que ninguno de los dos diría que algo es una emergencia a menos que sea una absolutamente.

—El Ojo detectó algo —dijo Edimar—. Un movimiento en el espacio profundo. He repasado los datos docenas de veces, y la única explicación que puedo ver es que se trata de algún tipo de nave espacial que decelera después de casi haber alcanzado la velocidad de la luz.

Concepción parpadeó.

—¿Cómo dices?

—Sé que no tiene ningún sentido —respondió Edimar—. A mí también me cuesta trabajo creerlo, pero a menos que esté equivocada, ahí fuera hay algo que se mueve más rápido de lo que es humanamente posible. Incluso se lo mostré a Víctor para ver qué pensaba porque todo me parecía completamente ridículo.

Víctor asintió.

—Parece auténtico.

—¿Se lo has enseñado a tu padre? —preguntó Concepción.

—Todavía no. He estado manejando el Ojo yo sola hoy. Mi padre está ayudando en la perforación. Víctor y yo pensamos que era mejor acudir a ti directamente.

Concepción los miró uno a uno antes de señalar las gafas de Edimar.

—¿Los datos están ahí?

—Sí —dijo Edimar, entregándole las gafas.

Concepción se las puso y ajustó las correas. Mientras parpadeaba para ver los datos, Víctor y Edimar esperaron. Después de cinco minutos, Concepción se quitó las gafas y las sostuvo en sus manos.

—¿Quién más sabe esto?

—Nadie —respondió Edimar.

—Le mencioné a Selmo que el Ojo había detectado algo —dijo Víctor—. Pero no dije qué era.

Concepción asintió y luego se volvió hacia Edimar.

—¿Puedes descifrar su trayectoria?

—Todavía no —dijo Edimar—. No a esta distancia. Está demasiado lejos.

—Suponiendo que su trayectoria se dirigiera hacia nosotros —dijo Concepción—, ¿podrías deducir cuánto tiempo tardará en alcanzarnos?

—No con mucha precisión —respondió Edimar—. A ojo de buen cubero, unas cuantas semanas como mínimo, pero no más de unos pocos meses en total. El problema es que no sé a qué distancia está. Todo lo que sé es que se mueve casi a velocidad de la luz y que podemos ver la luz que desprende, que obviamente se mueve a la velocidad de la luz. Así que podría estar mucho más cerca de lo que creemos. No lo sé.

Concepción sacó el palmar que llevaba en la cadera y empezó a teclear órdenes.

—Estoy convocando una reunión de emergencia del Consejo. Nos reuniremos esta tarde en el puente de mando. Quiero que los dos estéis presentes. —Se guardó el palmar—. Mientras tanto, no habléis de esto con nadie. La única excepción es Toron. Me gustaría que viera esto lo antes posible. No es que dude de tu interpretación de los datos, Edimar. Yo habría llegado a la misma conclusión. Pero tal vez Toron vea algo que nosotros no vemos. Hiciste bien al venir a mí, pero espero que Toron demuestre que estamos equivocados. No me gustan las cosas que no puedo comprender, y no comprendo nada de esto.

Víctor acompañó a Edimar cuando fue a buscar a su padre. Le había sugerido que hablara con él a solas, pero Edimar insistió en que fuera con ella.

—No se enfadará tanto si hay alguien más conmigo —dijo.

Víctor no tenía muchas ganas de ver tan pronto a Toron después de la partida de Janda. ¿Cómo reaccionaría? ¿Le echaría la culpa de lo que había sucedido? ¿Creía que Víctor tendría que haber visto adónde se dirigía la relación y haber tenido más cuidado para ponerle fin? ¿Sentía rencor hacia él? Víctor prefería no averiguarlo, sobre todo hoy, con el dolor de la marcha de Janda todavía fresco en la mente de Toron. Pero ¿qué podía hacer Víctor? No tenía modo de esconderse de Toron. Tarde o temprano sus caminos se cruzarían: era una nave pequeña. En realidad, tampoco quería esconderse. Había una parte de él que quería disculparse, una parte que quería asegurarle a Toron que no había sucedido nada impropio. Víctor no había sabido que nada fuera malo. Había sido un error inocente. Eso no cambiaría el resultado, no disminuiría el dolor. Pero tal vez le daría a Toron y a él un poco de paz.

Toron se encontraba en la bodega de carga, haciendo reparaciones en el equipo minero que Víctor había conseguido en el cambalache con los italianos. No era ningún secreto que Toron había querido siempre trabajar con los mineros, pero su eficacia y formación con el Ojo lo había mantenido en el nido del cuervo de la nave. Estaba tan absorto en su trabajo que no advirtió que Víctor y Edimar se lanzaban desde la escotilla y aterrizaban cerca de él.

—Hola, padre —dijo Edimar.

Toron parecía cansado y derrotado. Cuando vio a Edimar, su expresión fue de sorpresa.

—¿Quién está vigilando el Ojo? —preguntó.

—Está en auto —respondió Edimar.

—Nunca deberías dejarlo en auto a menos que sea una emergencia absoluta, Mar. —Toron miró a Víctor, reparando en él por primera vez. Frunció el ceño—. ¿Qué es esto, Mar? —preguntó.

—El Ojo detectó algo, padre, más allá de la eclíptica en el espacio profundo.

Toron señaló a Víctor.

—¿Y qué tiene él que ver?

—Se lo enseñé.

—¿Por qué?

—Porque quería asegurarme de que estaba interpretando los datos correctamente antes de enseñárselos a un adulto.

—No es oteador —dijo Toron—. No sabe leer los datos.

«Lo cierto es que sí sé», pensó Víctor. Pero no dijo nada.

—Tampoco es tu maestro, Mar —dijo Toron—. Lo soy yo. Si tienes alguna pregunta respecto al Ojo, llámame a mí y a nadie más. Víctor no ha recibido instrucción con el Ojo. Buscar su opinión es una pérdida de tiempo.

Edimar alzó levemente la voz, cosa que sorprendió a Víctor.

—¿Has oído siquiera lo que he dicho, padre? El Ojo detectó algo.

—Te he oído perfectamente —respondió Toron—. Y si me vuelves a levantar la voz, jovencita, no te gustarán las consecuencias. Cualquier aprendiz de esta nave perderá su comisión con esa actitud, y no seré más paciente contigo simplemente porque seas mi hija.

—Es una nave espacial —dijo Edimar—. Viaja casi a la velocidad de la luz.

Eso hizo vacilar a Toron. Estudió sus rostros y pudo ver que lo decían en serio. Hizo un gesto con la mano.

—Pásame las gafas.

Edimar se las pasó, y Toron se las puso sobre los ojos. Después de un momento, empezó a hacerle preguntas a su hija, la mayoría de las cuales Víctor no entendía: ¿Qué algoritmos había considerado Edimar? ¿Qué medidas había tomado el Ojo? ¿Qué secuencias de procesamiento había empleado? ¿Qué órdenes en código había introducido? Después de eso, las preguntas de Toron empezaron a parecer más una reprimenda: ¿Intentaste esto y aquello? ¿Se te ocurrió hacer esto y lo otro? Al principio Edimar respondió que sí. Lo había intentado todo. Pero a medida que Toron continuó asediándola con posibles acciones que podía haber emprendido, la confianza de Edimar empezó a desvanecerse. No, no había intentado eso. No, no se le había ocurrido hacer aquello. No, no había ejecutado ese escenario. Al final de las preguntas, Edimar pareció a punto de llorar.

Toron se quitó las gafas.

—Vuelve al Ojo, Edimar, y cuando yo llegue allí, examinaremos esto con más atención. Si resulta ser algo, iré a enseñárselo a Concepción.

—Lo cierto es que ya hemos acudido a Concepción —dijo Víctor.

—¿Antes de acudir a mí? —preguntó Toron.

—Pensamos que ella tenía que verlo inmediatamente —dijo Edimar.

—¿Pensamos? ¿Te refieres a Vico y tú? Esto no es asunto suyo, Mar. Él sustituye bombillas y arregla retretes. Lo que el Ojo encuentra es mi especialidad, no suya, y por el modo en que has respondido a todo esto, añadiría que tampoco tuya. No veo que sea un concepto muy difícil de comprender, Edimar. El oteador soy yo. Yo. Te enseñaré a vigilar el cielo. Te ayudaré a descifrar los datos. Y decidiré si algo merece la atención de la capitana y cuándo.

Las mejillas de Edimar se encendieron.

—Ve al Ojo y espérame —dijo Toron—. No pidas ayuda por el camino. No pidas la opinión de uno que pase. Tú y yo trataremos esto solos.

—No es culpa suya que acudiéramos a Concepción —dijo Víctor—. Es mía. Soy yo quien lo sugirió.

—¿Y quién te dio esa autoridad?

—Todo el que ve una amenaza potencial para la nave tiene la obligación de informar sobre ello —dijo Víctor, recitando amablemente.

—Conoces todas las reglas, ¿no, Vico? —dio Toron.

Se refería a endogar. Esto había empezado como una conversación sobre un objeto en el espacio, pero de pronto, al menos para Toron, se había convertido en el tema de Janda. Toron le echaba la culpa a Víctor. O lo odiaba tan intensamente que consumía sus pensamientos, incluso ahora, cuando se le presentaba algo tan extraño y potencialmente amenazador como una nave estelar alienígena.

—No es culpa de Vico, padre —dijo Edimar—. Le pedí que me ayudara.

Toron no apartó los ojos de Vico.

—Ve al Ojo, Edimar.

—Pero…

—¡Ve al Ojo!

Fue casi un grito, y Edimar retrocedió, temiendo tal vez que volara una mano o un puño. Se lanzó del suelo hacia la escotilla. Toron se quedó mirando a Víctor hasta que oyó cerrarse la puerta de la escotilla. Estaban solos.

—Quiero ser muy claro en una cosa, Vico. Quiero que escuches lo que voy a decir porque solo voy a decirlo esta vez. Es algo que tendría que haberte dicho hace mucho tiempo. Aléjate de mis hijas. ¿Me entiendes? Si Edimar te pide ayuda, ignórala. Si te suplica tu opinión, márchate. Si te mira a los ojos desde el otro lado de una habitación, finge que no existe. Es un fantasma para ti. Invisible. ¿Lo estoy dejando claro? Porque me parece que no conoces los límites de lo que es apropiado y lo que no.

Era una acusación ridícula. La idea de que Víctor hiciera algo inapropiado con Janda era irritante. Pero insinuar que su conducta hacia Edimar podía ser menos que honorable era un insulto indignante. Era lo más cruel y repugnante que Toron podía decir, sobre todo considerando lo dolorido y culpable que sabía que Víctor debía sentirse a causa de Janda.

Pero naturalmente Toron sabía que la acusación era infundada. Sabía que Víctor solo estaba ayudando, que sus intenciones eran puramente apoyar y proteger a la familia. Ese no era su motivo para volverse contra él. Estaba furioso porque su hija mayor se había ido y su segunda hija había buscado consejo con la misma persona que le había hecho perder a la primera.

Víctor no perdió la calma.

—La marcha de Alejandra no tiene nada que ver con esto, Toron.

El empujón en el pecho sucedió rápido, y como Víctor no estaba anclado en el suelo con las grebas como Toron, la fuerza lo impelió a seis metros de distancia. Su espalda chocó contra uno de los grandes tanques de aire, y el tañido metálico del impacto reverberó a través de toda la bodega de carga. No dolió mucho, pero sorprendió a Víctor e inmediatamente le hirvió la sangre. Volvió a reorientarse, conectó sus grebas y dejó que sus pies se engancharan en el suelo. Cuando alzó la cabeza, pudo ver que Toron estaba tan sorprendido como él. No había pretendido que el empujón fuera tan fuerte, y desde luego no había intentado que Víctor volara hacia atrás como lo había hecho. Pero entonces la expresión de Toron se ensombreció y señaló con un dedo.

—Nunca vuelvas a pronunciar el nombre de mi hija.

Toron desconectó sus grebas y se lanzó hacia la escotilla. Un momento más tarde, se marchó. Víctor se quedó allí de pie y estiró la espalda. Tendría un feo moratón como mucho, pero podría haber sido peor. Si hubiera aterrizado mal podría haberse roto algo. Edimar tenía razón al temer a su padre. Víctor dudaba que Toron hubiera sido alguna vez violento con su familia: Janda se lo habría dicho si algo así hubiera sucedido, y sería imposible mantener un secreto en la nave. Sin embargo, estaba claro que Toron tenía esa tendencia.

Víctor quería sentirse furioso. Quería que el fuego de la furia ardiera en su interior para que lo incendiara y lo espoleara para ir a buscar a Toron, enfrentarse a él, agarrarlo por los brazos y arrancarle el orgullo y la altivez y el desprecio. El dolor de su espalda lo exigía. Pero las llamas que pudiera haber en su interior fueron extinguidas por la compasión y la vergüenza.

El Consejo se reunió en el puente de mando después de que todos los jóvenes se hubieran ido a dormir. Todos llevaban puestas las grebas, y a medida que se iban reuniendo hablaban en voz baja, intentando conseguir la información que pudieran de los demás sobre el motivo de la reunión. Víctor había llegado temprano y encontró un rincón al fondo de la sala donde la luz era más tenue y las sombras más pronunciadas. No sería invisible, pero pasaría inadvertido para algunos.

Era extraño asistir a la reunión del Consejo, en parte porque esta era una parte de la familia que Víctor no había visto nunca antes, pero también porque no podía desprenderse de la idea de que la última vez que el Consejo se reunió habían hablado de Janda y él. Le hacía sentirse incómodo. Aún más, no tenía ningún motivo para estar aquí. La nave casi hiperlumínica era hallazgo de Edimar, no suyo. Él no tenía nada que añadir.

Llegaron sus padres. Vieron a Víctor y se acercaron a él. Su madre parecía preocupada.

—¿De qué va todo esto, Vico?

—El Ojo detectó algo —respondió Víctor—. Yo solo lo sé porque Edimar me lo contó. Toron lo explicará todo, estoy seguro.

Ella le puso una mano en el brazo.

—¿Cómo estás?

Era su forma de preguntar cómo estaba aceptando la marcha de Janda.

—Bien, madre. Ha sido un día largo.

Para todos los demás, su madre era Rena. Su clan original era de Argentina, y Víctor los había visto solo una vez, de niños, cuando la Cavadora contactó con su nave para zoguear a una prima. La experiencia lo había hecho aprender a admirar a su madre. Había dejado atrás una familia vibrante y amorosa para unirse a la Cavadora y casarse con su padre, y eso debió requerir un valor increíble.

—He oído lo del estabilizador de la perforadora —dijo su padre, sonriendo—. ¿Cuándo ibas a contármelo?

—No estaba seguro de que fuera a funcionar —respondió Víctor—. Necesitaré tu ayuda para refinarlo.

—Por la forma en que hablaba Marco, no parece que necesite mucho refinamiento.

El nombre de su padre era Segundo. Lo habían llamado así porque era el segundo hijo de sus padres, y a Víctor el nombre siempre le había parecido un poco cruel. ¿Quién le pone un número a su hijo? Los números eran para el ganado. Y aún peor, ¿no se daban cuenta sus abuelos que llamarlo Segundo equivalía a decir que era el «relegado» o el «que no ganó», siempre por debajo del primer hijo, inferior a él? Víctor dudaba que esa hubiera sido su intención, pero le molestaba de todas formas, sobre todo porque su padre siempre había sido el primero en hacerlo todo por la familia. Se merecía un nombre mejor.

Concepción, Toron, y Edimar salieron de la oficina de la capitana, y todos guardaron silencio. Los tres se dirigieron hacia la holomesa, y Concepción se enfrentó a la multitud.

—He convocado esta reunión porque tenemos que tomar algunas decisiones importantes.

A Víctor le sorprendió ver lo informal que era todo el asunto, con todos allí de pie, apiñados en pequeños grupos de maridos y esposas y amigos. No había ningún estrado, ninguna maza que golpear, ningún ritual ni procedimiento ni orden que seguir. Era simplemente todos reunidos.

—Dejaré que Edimar y Toron lo expliquen —dijo Concepción.

Se hizo a un lado, y Toron insertó las gafas en la holomesa. Un holograma de la imagen que Víctor había visto antes en el nido del cuervo apareció en el holoespacio. No era mucho, principalmente puntos de luz que representaban a las estrellas.

Toron fue breve. Simplemente dio contexto a la imagen que estaban viendo, explicando cuándo habían sido recogidos los datos y qué cuadrante del cielo estaban viento. Entonces, para sorpresa de Víctor, cedió la palabra a Edimar. Ella estaba claramente nerviosa, y una persona tuvo que pedirle que hablara más alto para que todos en la sala pudieran oírla, pero Edimar inmediatamente alzó la voz y la proyectó hacia el fondo de la habitación. El volumen aumentado pareció insuflarle valor, y se lanzó a hablar durante diez minutos, dando una explicación clara y concienzuda. Entró en detalles para explicar los procedimientos que había seguido para verificar los datos, incluido llamar a Víctor para que validara su valoración inicial. Hubo unos cuantos detalles y procedimientos muy técnicos concretos del Ojo que Edimar sabía que nadie más comprendería, pero lo explicó hábilmente en términos de profano para que todos los entendieran. Luego detalló las comprobaciones cruzadas que su padre y ella habían realizado después y cómo todo los había llevado, a los dos, a creer lo que ahora resultaba obvio para todos los presentes. Era una astronave alienígena que deceleraba hacia el sistema solar. No, no conocemos todavía su trayectoria. No, no sabemos cuándo llegará aquí. Y no, no sabemos cuáles pueden ser sus intenciones.

Cuando terminó, los demás continuaron en silencio. Los padres de Víctor contemplaban el holo, los rostros un poco pálidos.

Finalmente, Concepción habló.

—La cuestión que tenemos que responder es: ¿Qué hacemos con esta información?

—¿Hemos oído algún comentario al respecto? —dijo el padre de Víctor—. ¿Alguna de las otras familias ha informado de algo?

—Ni una palabra —contestó Concepción—. Hay pocos clanes tan lejos ahora mismo, y es improbable que ninguno de ellos esté mirando más allá de la eclíptica.

—Obviamente, tenemos que avisarlos a todos —dijo la madre de Víctor—. Deberíamos enviar transmisiones lo más rápido que podamos. Todo el mundo necesita estar enterado de esto.

—Como le he dicho a Concepción —intervino Toron—, yo aconsejaría actuar con cautela. No queremos incitar el pánico. Considerad las implicaciones. Si es una nave alienígena que se mueve casi a la velocidad de la luz tiene claramente capacidades tecnológicas muy superiores a las nuestras. Si puede moverse a tal velocidad, ¿qué más podrá hacer? ¿Puede detectar la radio? No lo sabemos. Si enviamos cien transmisiones enfocadas y laserizadas en todas las direcciones, podríamos llamar su atención sin querer. Podríamos hacer que nos cayeran encima. No ha hecho nada para reconocer que sabe que existimos. Probablemente lo mejor sea continuar como estamos.

—No podemos no hacer nada —dijo Marco—. Por lo que sabemos, esto podría ser una invasión.

—O podría ser completamente pacífica —dijo Toron—. No lo sabemos. Tenemos un poco de información, sí, pero no mucha. Casi ninguna, en realidad. ¿Es una nave de investigación? ¿Pretenden siquiera entrar en el sistema solar? ¿Está tripulada? No tenemos ni idea. Podría ser un dron o un satélite enviado a tomar imágenes de nuestro sistema planetario. Si es así, tiene que ser un satélite enorme, mayor que ninguno que hayamos construido jamás los humanos. Pero eso significa que esa no sea su intención. Podría ser completamente benigna.

—O podría no serlo —insistió Marco.

—Sí —dijo Toron—. O no. Tanto más motivo para no precipitarnos y llamar la atención sobre nuestra existencia. Edimar y yo la vigilaremos con atención. Evaluaremos los datos constantemente, e informaremos a todos de cualquier nuevo desarrollo.

—Eso no es suficiente —dijo el padre de Víctor—. Estoy de acuerdo con Marco. Esta cosa podría ser pacífica, pero no deberíamos dar por hecho que lo es. Tendríamos que prepararnos para lo peor.

—Deberíamos conservar la calma —dijo Toron—. Sugiero que emprendamos acciones cautelosas.

—¿Como cuáles?

—Si enviamos una transmisión general a todo el que pueda recibirla llamaremos la atención sobre nosotros mismos sin querer. Podríamos atraer a piratas o ladrones o peor. Pero si identificamos unas cuantas naves en las que confiemos en la vecindad, podemos enviarles transmisiones láser muy enfocadas solo a ellas.

—Hace tiempo que no vemos piratas —dijo Selmo.

—Eso no significa que no estén ahí fuera —repuso Toron—. No podemos ser demasiado cautelosos. Sobre todo en una situación desconocida como esta.

—¿Quién está cerca de nosotros ahora mismo? —preguntó Marco.

Selmo se acercó a la holomesa y conectó la carta del sistema.

—Los que están más cerca son los italianos. Se marcharon esta misma mañana. Pero se mueven rápido. Podríamos alcanzarlos si les enviamos un mensaje ahora, pero lo dudo.

Las transmisiones de radio laserizadas, o líneas láser, tenían que ser enviadas con extrema precisión. Las naves estacionarias y las estaciones espaciales podían recibirlas con bastante facilidad en distancias cortas ya que el emisor conocía su posición exacta en el espacio. Pero pocas naves permanecían perfectamente estacionarias, sobre todo si estaban atracadas a un asteroide. Incluso la más leve desviación en la posición podía causar un mensaje perdido. Tratar de alcanzar una nave en vuelo era casi imposible. Se había hecho, pero solo cuando las naves estaban extremadamente cerca.

—Si los italianos se ciñen a su plan de vuelo previsto —dijo Selmo—, decelerarán dentro de diez días. Nos dieron un punto de objetivo para comunicarnos cuando paren. Si quisiéramos enviarles una línea láser a ese punto, podríamos hacerlo.

—¿Entonces básicamente no hacemos nada durante diez días? —preguntó Marco—. Si esto es una invasión, podríamos estar perdiendo un tiempo precioso. ¿Y si esa cosa se dirige a la Tierra? Diez días podrían marcar toda la diferencia.

—¿Entonces no hay nadie más cerca? —preguntó el padre de Víctor.

—Hay una nave corporativa a unos cuantos días de aquí —dijo Selmo—. Una nave Juke. Llevan allí algún tiempo sin hacer nada, por lo que sabemos. Suponiendo que no se hayan movido desde nuestro último escaneo, podríamos enviarles un mensaje.

—¿Qué les diríamos? —preguntó Javier, uno de los tíos de Víctor—. «Eh, hay una nave alienígena ahí fuera. Mantened los ojos abiertos». No nos creerían.

—No tendrían que creernos —dijo Toron—. Si les mostráramos dónde mirar y si tienen un escáner estelar decente, podrían verlo ellos mismos.

—Dijiste que podríamos enviar el mensaje a gente en quien confiáramos —replicó Maco—. ¿Desde cuándo nos fiamos de las corporativas?

Hubo un murmullo de asentimiento por parte de la multitud.

—Son la nave más cercana —dijo Toron—. Y, por tanto, son los más cualificados para ver exactamente lo que hemos visto. Si queremos corroborar nuestros datos, son la opción más sensata.

—No me gusta trabajar con las corporativas —dijo Marco.

—Ni a mí —coincidió Toron—. Pero si este objeto es de verdad una nave estelar, ¿a quién mejor decírselo que las corporativas? Sus sistemas de comunicación son muy superiores a los nuestros. Tienen satélites relé por todo el sistema. Si hay que enviar un aviso a la Tierra, ellos son los que tienen que hacerlo, no nosotros.

La habitación quedó en silencio un momento.

—Sea lo que sea ese objeto —dijo Concepción—, no estará cerca durante varias semanas al menos y probablemente no lo estará hasta dentro de unos cuantos meses. Creo que la recomendación de Toron para actuar con cautela es la más sabia a estas alturas. Estoy tan alarmada como vosotros, pero si tenemos que enviar una advertencia, quiero tener cierto grado de certeza respecto a qué nos enfrentamos. Sugiero que se lo notifiquemos a esa nave Juke y enviemos el mismo mensaje a los italianos dentro de diez días. Con los tres analizando esto, tenemos muchas más posibilidades de comprenderlo. Mientras tanto, mantenemos nuestra posición, continuamos con la perforación, y dejamos que Toron y Edimar sigan el rastro a esta cosa. ¿Alguna objeción?

—Sí —dijo Víctor.

Todos se volvieron hacia él. Concepción pareció sorprendida.

—¿Tienes una objeción, Víctor?

Víctor escrutó la habitación. Todos lo miraban. Algunos parecían molestos. No era nadie para cuestionar a Concepción. Ni siquiera debería estar aquí.

—No pretendo faltarle el respeto a nadie, y a ti menos, Concepción. Pero no creo que esta decisión sea nuestra.

—Pues claro que es nuestra decisión —dijo Toron—. ¿Quién más podría hacerla?

—Todos —contestó Víctor—. Esto afecta a todos. Esto lo cambia todo. Es una nave alienígena. No tenemos ningún derecho a elegir cuándo se lo revelamos a los demás. Esto afecta a toda la raza humana. Todos estamos de acuerdo en que aquí hay dos escenarios. O bien es pacífica, o no lo es. Si es pacífica, entonces no tenemos nada que perder si nos soltamos de la roca ahora y enviamos una transmisión a tantas naves y estaciones como podamos alcanzar. Si hay piratas, reaccionarán a la información, no a la gente que la envía. Deberíamos difundir la noticia. Deberíamos informar al mundo. Hacer llegar la noticia a la Tierra lo más rápidamente posible. Que ellos decidan por sí mismos cómo actuar. Y si las intenciones de esta nave no son pacíficas, entonces hacemos exactamente lo mismo. Advertimos a tanta gente como podamos y empezamos a construir defensas de inmediato. Toron sugiere que enviar una transmisión podría atraer la atención de la nave alienígena y convertirnos en su primer objetivo. Pero aunque eso sea cierto, ¿qué más da? Somos ochenta y siete personas. Hay más de doce mil millones de personas en la Tierra. Si tenemos que sacrificarnos para proteger a millones o miles de millones más, entonces hay que hacerlo.

—No está tan claro —dijo Toron—. Estás haciendo grandes suposiciones sobre esta nave cuando no sabemos todavía si es una nave siquiera. No sabemos casi nada.

—Ese es mi argumento —replicó Víctor—. ¿Qué derecho tenemos para asumir que somos expertos en el tema? ¿No es mucho más probable que haya otra gente mejor equipada que nosotros para interpretar esta cosa? ¿Y quién dice que los italianos o incluso la nave Juke serán expertos? Deberíamos decírselo, sí, pero también deberíamos decírselo a todos los demás. Así tendremos más probabilidades de saber tanto como podamos lo más rápido posible.

Toron se volvió hacia Concepción.

—Con el debido respeto, capitana, precisamente por esto las reuniones del Consejo están reservadas para gente de cierta edad y madurez. Las intenciones de Vico son buenas. Y si esto fuera un problema mecánico valoraría su aportación en gran medida. Pero este no es un problema mecánico. Está hablando de asuntos que no entiende del todo. Y tampoco debería hablar, puesto que no es miembro de este Consejo.

—No soy miembro de este Consejo, cierto. Pero soy miembro de esta familia. Y más importante, soy miembro de la raza humana, que muy bien podría estar amenazada ahora mismo.

—¿Sugieres de verdad que pongamos la seguridad de otras naves, otras familias, completos desconocidos, sobre la nuestra? —dijo Toron—. ¿Por encima de la seguridad de tus propios padres? ¿De tus primos y tíos?

—Estoy sugiriendo que la preservación de la raza humana es más importante que la preservación de esta familia.

—¿Tan rápido abandonas a la familia? —dijo Toron—. Bueno, espero no tener que luchar jamás por esta familia contigo a mi lado.

Dreo asintió.

—Todo el mundo aprecia lo que haces, Vico, pero esto es una conversación de adultos.

—¿Qué me estoy perdiendo? —dijo Víctor—. ¿Qué no comprendo debido a mi edad?

—¿Sabes lo que es tener una esposa? —dijo Toron—. ¿Tener hijos?

—Pues claro que no.

—Entonces tal vez puedas comprender por qué consideramos que tu sugerencia es un poco ingenua. Rechazaré enfáticamente cualquier idea que ponga en peligro a mi esposa y mis hijos. Preferiría salvar a una de mis hijas que a diez desconocidos. O a cien. Y lo mismo harían todos los padres de esta sala. Para ti es fácil hablar de nobles sacrificios cuando no tienes nada que perder.

—Toron tiene razón —dijo Dreo—. Nuestra primera obligación es para con nosotros mismos. Y pensemos en esto de forma diplomática también. Si provocamos la alarma y resulta no ser nada, pareceremos idiotas ante las demás familias. Nadie meneará con nosotros, nadie comerciará. Nos causaremos un daño irreparable por ningún motivo.

—No estoy diciendo que gritemos «invasor» al mundo —dijo Víctor—. Simplemente secundo la sugerencia original de mi madre. Le decimos a todo el mundo exactamente lo que sabemos y les permitimos examinarlo igual que nosotros. ¿Por qué van a pensar mal de nosotros por darles pruebas irrefutables? No tenemos por qué darles predicciones ominosas. Solo hay que darles los hechos. Si acaso, esto nos dará reputación entra las familias. Nos ganaríamos la gratitud y el respeto de todo el mundo por informarlos. Considerad la situación a la inversa: si nos enteráramos después de ser atacados por una nave alienígena que otra familia conocía su existencia y no hizo nada para advertirnos, despreciaríamos a esa familia. Les echaríamos la culpa de nuestras pérdidas.

Toron se volvió hacia Concepción.

—Víctor es tu invitado, Concepción. Pero está monopolizando el debate.

—No ha hablado más que tú —dijo el padre de Víctor.

—Sí —replicó Toron—. Y yo soy miembro de este Consejo. Él no. Está mostrando falta de respeto a la capitana.

—Ella ha preguntado si había alguna objeción —dijo la madre de Víctor—. Él ha expresado amablemente una.

—Para lo cual no tenía ninguna autoridad —contestó Toron—. Reconozco que tu hijo no puede hacer ningún mal a tus ojos, pero según el código de este Consejo, está fuera de su terreno.

—Y yo estoy de acuerdo con él —dijo Marco.

—Yo también estoy de acuerdo con él —dijo Toron—. Todos los presentes queremos hacer lo adecuado. Naturalmente que enviaremos una advertencia a todo el mundo si eso resulta necesario en su momento. Pero ahora mismo es demasiado pronto. No sabemos los suficiente. Y que Víctor presuma de saber cómo responderán los piratas es risiblemente ingenuo.

—Ni siquiera sabemos si hay piratas por aquí —dijo el padre de Víctor.

—Exactamente. No lo sabemos. Por eso deberíamos ser prudentes, no atrevidos. Propongo que lo sometamos a votación general.

—Lo secundo —dijo el padre de Víctor.

Concepción contempló al grupo.

—¿Objeciones?

No hubo ninguna.

—Muy bien —dijo la capitana—. Todos los que estén de acuerdo con enviar una transmisión general inmediatamente.

Una tercera parte de los presentes levantaron la mano, incluyendo los padres de Víctor y Marco. Edimar levantó la mano también, pero una mirada fulminante de su padre la hizo volver a bajarla. Víctor mantuvo la mano bajada, puesto que no era miembro del Consejo. Concepción hizo el recuento y asintió.

—Todos los que piensen que en este momento deberíamos informar solo a los italianos y la nave Juke.

El resto de las manos se alzó, una porción de gente mucho más grande. Toron se permitió una pequeña sonrisa triunfal.

No iban a hacer nada, advirtió Víctor. Nada inmediato al menos, nada significativo, nada que asegurara su seguridad en los meses venideros. Enviarían dos mensajes y luego se sentarían a esperar a ver si se enteraban de algo nuevo.

Víctor no iba a esperar con ellos. No podía controlar cómo y cuándo la familia avisaba a los demás, pero sí podía controlar la funcionalidad mecánica de la nave. Podría hacer mejoras en las defensas y armas de la nave. No necesitaba la aprobación del Consejo para eso.

La reunión se levantaba. La gente se dispersaba.

—Lo intentaste, Vico —dijo su madre—. Estoy orgullosa de ti por eso.

—Gracias, madre —se volvió hacia su padre—. Deberíamos concentrarnos primero en el problema de los mataguijarros.

—De acuerdo —respondió su padre, que tecleaba ya una orden en su palmar—. Despertaré a Mono.

Víctor sabía que no tendría que haberse explicado ante su padre. Lo que tenían que hacer era obvio. Tenían que encontrar un modo de lograr que los mataguijarros fueran más potentes y letales. Con toda la nave ayudando, el trabajo habría ido mucho más rápido, pero ahora iban a ser solo ellos tres. Víctor salió corriendo de la sala. Toron y los demás pensarían probablemente que su rápida marcha era la de un adolescente enfadado que había perdido una discusión, pero a Víctor no le importaba. Que pensaran lo que quisieran. Él tenía trabajo que hacer.