3

Wit

El capitán Wit O’Toole se acercó a la entrada principal del campamento militar Papakura en Auckland del Sur, Nueva Zelanda, y presentó su pasaporte norteamericano al soldado de la garita. Papakura era la sede del Servicio Aéreo Especial de Nueva Zelanda, o NZSAS, la versión kiwi de las fuerzas especiales. Wit había venido a reclutar a algunos hombres. Como oficial de la Policía de Operaciones Móviles —o POM, una pequeña fuerza de elite internacional para salvaguardar la paz—, Wit estaba siempre buscando soldados cualificados que añadir a su equipo. Si los candidatos que había identificado aquí en Papakura eran tan listos y habilidosos como esperaba, si podían pasar la única y pequeña prueba de Wit, alegremente les daría la bienvenida a bordo.

Caía una lluvia ligera que nublaba el parabrisas. El soldado que examinaba el pasaporte de Wit permanecía de pie bajo la llovizna, pasando las páginas, escrutando todos los datos. Encontró la foto de Wit y la comparó con su aspecto. Wit le dirigió al hombre su sonrisa más amigable. Un segundo soldado con un pastor alemán rodeó el vehículo, dejando que el perro olisqueara el maletero y los bajos del coche.

Los hombres estaban perdiendo el tiempo adrede. Wit había advertido las cámaras de seguridad montadas sobre la garita cuando se detuvo. Los ordenadores sin duda estaban ejecutando su software de reconocimiento facial para determinar si Wit era en efecto quien decía que era. Wit solo esperaba que las cámaras pudieran obtener una toma lo bastante clara a través del parabrisas salpicado por la lluvia o esto tardaría un rato.

El pasaporte mostraba su nombre completo: DeWitt Clinton O’Toole, llamado así en honor al gobernador de Nueva York que fue la fuerza impulsora tras la construcción del Canal Erie, un antepasado lejano de su madre. Había sellos y visados de una docena de países, aunque en modo alguno eran un archivo completo de sus viajes. Representaban sus visitas «oficiales» a suelo extranjero. Mucho más numerosas eran sus inserciones no documentadas en países de todo el mundo cuando su equipo y él golpeaban con rapidez y dureza a quien estuviera dañando a civiles. Oriente Medio, Indonesia, Micronesia, África, Europa del Este, Centro y Sudamérica.

El soldado que tenía el pasaporte tocó con su dedo el comunicador de su oído y escuchó un instante. Luego le devolvió a Wit el pasaporte.

—Puede usted continuar, señor O’Toole.

Wit le dio las gracias al hombre y se acomodó mientras el vehículo lo llevaba al aparcamiento y ocupaba una plaza. Recogió el sobre del asiento que tenía al lado, salió del vehículo, y se dirigió hacia la muralla que rodeaba el campus interior. El sargento mayor lo esperaba ante la puerta con un paraguas de más. Llevaba uniforme de faena y una boina parda con el emblema de los NZSAS bordado: una daga alada con las palabras QUIEN SE ATREVE VENCE.

Wit iba vestido de paisano, pero saludó de todas formas.

—Bienvenido, capitán O’Toole. Soy el sargento mayor Manaware —le tendió a Wit el segundo paraguas—. Lástima que su primera visita a Auckland sea pasada por agua.

—En absoluto, sargento. Me gusta la lluvia. Convence al enemigo de quedarse en casa y no salir a matarnos.

Manaware se echó a reír.

—Habla como un verdadero SEAL. Siempre feliz de evitar una pelea.

Wit sonrió a su vez. Fanfarronadas militares. Nuestras Fuerzas Especiales pueden darle una paliza a vuestras Fuerzas Especiales. Sois un puñado de tontos de baba. Nosotros somos los guerreros duros. Los soldados hablaban así unos a otros desde que los cavernícolas usaban palos. Sin embargo Manaware estaba diciendo algo más también: los kiwis habían hecho su trabajo. Habían estudiado el historial militar de Wit y, más precisamente, se lo estaban haciendo saber. Decían: «Te hemos estado observando con tanta atención como tú a nosotros, amigo». Lo cual estaba bien para Wit. Lo prefería así. Odiaba las conversaciones donde todo el mundo fingía no saber qué sabían los otros. Así eran los militares, sobre todo a medida que ascendías en el rango. No había nada más parecido al juego del gato y el ratón que una conversación entre dos generales del mismo ejército, ambos reservando información por beneficio personal. Era algo que volvía loco a Wit. Y era el primer motivo por el que no tenía un puesto entre ellos. Wit no jugaba a ese juego.

Manaware lo condujo al complejo. Era como cualquier otra base militar que Wit hubiera visto. Hangares, instalaciones para entrenamiento, barracones, edificios de oficinas. Llegaron a un edificio a la derecha y sacudieron sus paraguas en la antesala. Dentro, dos soldados del SAS barrían el suelo con grandes escobas. Se pusieron firmes cuando entró Manaware.

—Descansen —dijo el sargento mayor, continuando hacia las escaleras.

Los soldados continuaron barriendo inmediatamente. A Wit le había impresionado siempre que el SAS instalara en sus hombres la idea de que ningún trabajo era demasiado bajuno para ellos: ninguna tarea era indigna para un hombre que servía a su patria. El chiste era que en la ceremonia de graduación que seguía a los nueve meses de entrenamiento, los graduados del SAS recibían la ansiada boina parda en una mano y una escoba en la otra.

Manaware condujo a Wit hasta una puerta y llamó suavemente.

Una voz dentro les dijo que pasaran.

El despacho del coronel Napatu era un espacio pequeño con pocos adornos. Napatu saludó a Wit con un apretón de manos más fuerte de lo que Wit esperaba en un hombre de su edad y lo invitó a sentarse ante una mesa de café.

—¿Puedo ofrecerle algún refresco, capitán O’Toole? —preguntó Manaware—. ¿Quizás un té afrutado con limón?

Manaware sonrió. Era una última pulla de jerga militar. ¿No es lo que beben ustedes las mujeres de la marina? ¿Té afrutado con limón?

Wit sonrió, aceptando la derrota.

—No, gracias, sargento mayor. Ha sido usted muy amable.

Manaware le hizo un guiño y se marchó.

El coronel Napatu se sentó frente a Wit.

—He oído que perdió usted tres hombres en Mauritania.

—Sí, señor. Buenos hombres. Nuestro convoy fue alcanzado por un AEI. El vehículo punta recibió lo peor. Yo estaba en el segundo vehículo y por eso salí ileso.

—Aparato explosivo improvisado —dijo Napatu—. Un arma de cobardes. He oído que cargó usted con uno de los heridos durante cuatro kilómetros hasta el punto de extracción.

—Era un buen amigo, señor. Murió más tarde en el quirófano.

Napu asintió gravemente.

—El mundo es un sitio peligroso, capitán O’Toole.

—Por eso existe la POM, señor. La guerra siempre causa sus mayores bajas entre los inocentes. Nuestro trabajo es detener el caos antes de que se pierdan más vidas inocentes.

—Eso parece habla de libro de texto, O’Toole. ¿La recita para todos los oficiales en jefe?

—No, señor. Es simplemente lo que somos.

—Al menos no son como las malditas Naciones Unidas, que envían a sus muchachos solo después de que haya terminado la guerra.

Wit no dijo nada. No estaba allí para expresar puntos de vista políticos ni para criticar a otras fueras. Estaba aquí en busca de hombres.

Napatu captó la indirecta y cambió de tema.

—Sus chicos deben de encontrarse con mucha resistencia con los agentes de la ley.

—Casi siempre. Pero donde vamos, señor, los agentes de la ley suelen ser parte del problema.

—¿Corrupción?

—Asesinato. Tráfico de drogas. Tráfico humano. La policía local en estas situaciones a menudo no es más que hampones de uniforme. No hace falta mucho para cambiarse de bando en los países inestables, coronel. Si eres un caudillo tribal, y eliminas al jefe de policía, de repente todos los oficiales de policía tienen una opción. Pueden jurarte alianza y conservar su arma y su placa, o pueden ver cómo cortas en pedazos a tu esposa y tus hijos. O, como sucede igual de a menudo, el caudillo ejecuta a todos los policías de todas formas y puebla el cuerpo policial con sus propios hombres leales.

Napatu se echó hacia atrás en su silla.

—El jefe de la Fuerza de Defensa me dijo que debo darle libertad para reclutar a cualquiera de mis hombres. Pleno acceso a todas nuestras instalaciones y tropas. El máximo nivel de acceso.

—Tengo aquí la carta oficial —dijo Wit, colocando el sobre encima de la mesa—, firmada por el jefe de la Fuerza de Defensa además de por el ministro de Defensa.

Napatu no miró el sobre.

—Usted y yo sabemos, capitán, que estas firmas no significan nada. Puedo poner todo tipo de excusas legítimas para que no se lleve a ninguno de mis hombres, y los peces gordos trajeados estarán todos de acuerdo. Asuntos familiares, asuntos de salud, asuntos emocionales. Le dan estos documentos porque tienen que hacerlo. Sería políticamente suicida hacer lo contrario. Pero no significan nada para mí. La única de que pueda usted llevarse a alguno de mis muchachos es si estoy de acuerdo con usted.

Napatu tenía razón. Las firmas eran más bien una formalidad. Wit se sintió aliviado al advertir que Napatu era también consciente de ello. Prefería que le entregara sus hombres porque quería y no porque alguien lo hubiera obligado.

—¿Qué le hace pensar que alguno de mis hombres querrá renunciar a su puesto aquí para unirse a usted? ¿Tiene idea, capitán, de lo casi imposible que es entrar en esta unidad? ¿Sabe lo que han sufrido estos hombres, la horrible tortura a la que los sometemos para que tengan la oportunidad de llevar la boina parda?

—Lo sé, señor. He estudiado su proceso de selección y su ciclo de entrenamiento. Estos hombres han ido al infierno y han vuelto, y solo una pequeña fracción de ellos pasó el corte.

—¿Ha estudiado? —dijo Napatu—. Con el debido respeto, capitán, abrir un libro por nuestro proceso difícilmente le dará una perspectiva adecuada de lo que significa convertirse en un hombre del SAS.

«No puede haber sido más difícil que mi entrenamiento SEAL», pensó Wit. Pero no dijo nada. No hacía falta convertir esto en una competición para ver quién meaba más lejos.

El coronel Napatu golpeó la mesa con un dedo.

—Estos hombres se ponen a una pulgada de la muerte para unirse a nosotros, capitán. Los forzamos hasta que pensamos que se romperán, y luego los forzamos el doble. Rechazamos a tantos en el proceso de entrenamiento que es un milagro que tengamos algún hombre aquí. Pero de algún modo, unos cuantos lo logran. Hombres que no se rinden. Hombres que soportarán todo tipo de sufrimiento físico, que harán cualquier sacrificio. Uno no se hace soldado del SAS para impresionar a las chicas solteras en los bares, capitán. La motivación tiene que ser sólida como una roca. Tienes que quererlo tanto que ni siquiera la amenaza de la muerte pueda quitártelo. Y cuanto están aquí, cuando estos hombres se han unido a nuestras filas, se convierten en parte de una hermandad tan fuerte que nada puede romperla. ¿Y cree que usted, un total desconocido, puede venir aquí y convencerlos de que dejen todo aquello que tanto han luchado por conseguir para que puedan unirse a usted? Me parece increíblemente arrogante.

Era la respuesta típica que Wit recibía siempre. No importaba en qué idioma hablaran o de qué rincón del mundo procedieran, todos los oficiales al mando de las unidades de fuerzas especiales tenían la misma reacción. Consideraban a sus soldados sus propios hijos. Y la idea de que alguno de sus hijos considerara marcharse a otra parte era impensable.

Pero Wit conocía a los soldados mejor que Napatu. Comprendía la mente del guerrero. La mayoría de los soldados de elite no se unían a las Fuerzas Especiales por formar parte de una hermandad o por el prestigio. Los hombres se unían a las Fuerzas Especiales porque querían acción. No se enrolaban para entrenarse durante cincuenta y dos semanas al año y dormir en cómodos camastros con almohadas de plumas. Se enrolaban para dormir bajo la lluvia con el dedo en el gatillo.

Pero Wit tenía que decirlo con delicadeza: los oficiales al mando tenían egos frágiles.

—Sus reservas son comprensibles, coronel. Sus hombres son un modelo de lealtad a su país y su unidad. Sin embargo, la POM les ofrece algo más. Acción. Y a raudales. Como somos tan pocos en número, nos desplegamos por todo el mundo mucho más a menudo que fuerzas más grandes como la suya, que a menudo requieren aprobación del congreso o el parlamento. La POM no está a merced de políticos preocupados por su autoconservación y lo que significará para ellos una acción militar en las urnas. Nosotros nos movemos por todas partes, señor.

—Nosotros también realizamos misiones encubiertas, capitán. No creerá que nuestras operaciones son solo lo que lee en la prensa.

—Soy consciente de sus operaciones, coronel. Tanto sus acciones encubiertas como las misiones que nunca llegan a su mesa porque uno de sus superiores las vetó simplemente porque no eran idea suya. Hay gente de carrera en este ejército, coronel, como los hay en todos. No es usted uno de ellos, pero los hay en abundancia más arriba.

El coronel Napatu no tenía respuesta para eso. Sin duda sabía que había hombres por encima de su nivel que encajaban con esa descripción. Había sufrido a sus órdenes durante toda su carrera. Lo que probablemente lo irritó fue saber que Wit sabía más que él de las operaciones clasificadas que circulaban entre el alto mando.

—También ofrecemos algo más —dijo Wit—. Le parecerá que sigue siendo arrogancia, coronel, pero la POM es indiscutiblemente la mejor fuerza de combate de elite del mundo. Al menos a pequeña escala. Reclutamos entre los mejores grupos de Fuerzas Especiales que hay. Los Alfa rusos, la Delta Force americana, el SAS británico, los Navy SEALS, la Shayetet 13 de Israel, los Boinas Verdes franceses. Estas unidades solo aceptan a los mejores soldados, señor, lo que llaman «el uno por ciento». Pero los POM son el cero coma uno por ciento. Solo aceptamos a los mejores de los mejores. Ser uno de nosotros es un honor increíble. Nuestros soldados no fingen amor a su país ni patriotismo cuando se unen a nosotros. Yo diría que el servicio en nuestra unidad es una demostración aún mayor de amor al país porque representan a su nación a escala global. Pregúntese a sí mismo, coronel, ¿si tuviera la oportunidad de representar a Nueva Zelanda, de ser uno de los pocos hombres que su gobierno considera el soldado perfecto de su país, el guerrero ideal, no le intrigaría al menos la idea?

—Concedo que algunos puedan querer aprovechar la oportunidad de tener más acción —dijo Napatu—, pero ¿por qué cederíamos a nuestros mejores soldados a otro ejército fuera de nuestra propia jurisdicción?

—Porque la POM permite que Nueva Zelanda tenga que ver en la estabilidad global sin preocuparse por las ramificaciones políticas, señor. Envíe una brigada de neozelandeses al norte de África, y el chaparrón político sería catastrófico. De repente Nueva Zelanda sería el matón del mundo. Pero envíe a unos pocos neozelandeses que formen parte de una unidad militar internacional que pretende proteger los derechos humanos, y no habrá ningún chaparrón. Nadie podrá acusar a Nueva Zelanda de imperialismo. Toda acción emprendida por la POM es claramente un acto de buena voluntad global.

—Hay quienes dicen que los POM son los perros de Occidente, capitán O’Toole, que sus muchachos no son más que matones de la inteligencia americana. Marionetas de la CIA disfrazados de coalición miniinternacional.

Wit se encogió de hombros.

—También hay quienes dicen que somos asesinos de niños que ejecutan venganzas particulares de la actual administración norteamericana. Es propaganda, coronel. Usted y yo sabemos quiénes somos y lo que hacemos.

Napatu guardó silencio un momento. Wit permaneció callado, dejando que el hombre se lo pensara, aunque sabía que acabaría por ceder.

—¿Qué tenía en mente? —preguntó Napatu por fin.

Wit sacó su palmar del bolsillo y lo colocó en la mesa ante él. Extendió los brazos y tocó los costados y la fina barra de la parte superior y encendió el holo. Una pared de datos con fotos e historiales de cinco soldados flotó en el espacio sobre él. Wit le dio la vuelta al aparato para que quedara mirando a Napatu.

—Hay cinco hombres suyos a quienes nos gustaría examinar.

—¿Examinar?

—Un test de capacidades, señor. Queremos a los candidatos mejores y más dispuestos. Si los cinco pasan nuestro examen y demuestran deseos de servir, alegremente los aceptaremos. Si ninguno lo pasa, les daremos las gracias y a usted por su tiempo y no los molestaremos más. Es así de simple.

El coronel Napatu escrutó los nombres y no mostró ninguna sorpresa hasta que llegó al último de los cinco, el más joven y más pequeño del grupo. Era la elección más improbable, debido sencillamente a su inexperiencia. Se merecía estar entre los SAS como cualquier otro hombre de la unidad, pero no tenía experiencia de combate como los otros cuatro. Solo llevaba cinco meses con los SAS y todavía estaba verde.

—Podía haber escogido a cualquiera de mis hombres —dijo Napatu—, algunos de los cuales son guerreros probados con intachables hojas de servicios y las más altas puntuaciones. ¿Y sin embargo elige a este, un novato?

—Sí, señor —respondió Wit—. Estamos muy interesados en el teniente Mazer Rackham.

A la mañana siguiente, justo después de amanecer, Wit se encontraba en un pequeño valle frondoso a dos horas al noreste de Papakura. En torno a él, más allá del valle, se extendía el tupido bosque Mataitai con sus altos árboles Tanekaha y sus vibrantes helechos de hojas anchas. Delante de Wit había cinco hombres en posición de firmes, la mirada al frente, los pies separados en un ángulo de cuarenta y cinco grados, los talones juntos. Llevaban camisetas militares, pantalones de faena, y tenían expresiones solemnes. Wit los había dejado en aquella posición, sin pestañear en el frío del amanecer, durante casi una hora.

Miró a cada hombre por turno. Todos eran físicamente fuertes, pero solo dos de ellos eran del tipo fornido y musculoso. Otros dos eran de constitución y altura media, y el último, un maorí, Mazer Rackham, era delgado y algo más pequeño.

No obstante, el tamaño importaba en las Fuerzas Especiales. De hecho, los torsos gruesos y los brazos grandes podían proporcionarte mayor fuerza, pero también te convertían en un blanco más fácil y más difícil de ocultar, por no mencionar el mayor peso y la agilidad menor. Wit, que era más grande que cualquiera de estos hombres, lo sabía por experiencia. Había sufrido suficientes narices rotas en combates de entrenamiento con hombres de la mitad de su tamaño para saber que los soldados más grandes no eran necesariamente mejores.

El palmar del bolsillo de Wit vibró, indicando que sus hombres estaban en posición. Hora de empezar el espectáculo.

Wit se dirigió a los cinco hombres.

—Buenos días, caballeros. Saben quién soy, y saben por qué están aquí. Esta mañana llevaremos a cabo un ejercicio preliminar. Si lo pasan, serán elegibles para un examen. Déjenme recalcar que, pasen ese examen o no, pueden enorgullecerse de haber sido seleccionados de entre toda la Fuerza de Defensa de Nueva Zelanda para participar en estos procedimientos. Representan ustedes el grado más alto de disposición y entrenamiento, y son un honor para su país.

Los hombres continuaron mirando al frente, sin mostrar ninguna emoción.

—Mientras hemos estado aquí disfrutando del fresquito de la mañana —dijo Wit—, mis compañeros de equipo se han escondido en el bosque a nuestro alrededor. Acabo de recibir confirmación de que están preparados para empezar y ansiosos por avergonzarlos haciéndolos fracasar. En el suelo ante ustedes hay mochilas de cuarenta kilos. Cada uno de ustedes cargará con ellas hasta una casa segura a cinco kilómetros de aquí. Las coordenadas de la casa así como un mapa y una brújula están en sus mochilas. También tienen delante su arma, un pequeño fusil automático que probablemente no habrán manejado nunca. Es exclusivo de los POM. Tiene muchos nombres, el Aplanador, el Hacedor de Ángeles, o mi favorito personal, el Billete al Infierno, ya que envía a tantos de nuestros desafortunados enemigos a un viaje de ida con el mismo diablo. No obstante, su nombre técnico es el P87, y si se unen ustedes a nosotros, caballeros, se convertirá en su compañero más fiel y devoto y no se apartará nunca de su lado. Mearán con él, comerán gachas con él, se ducharán con él, y dormirán con él. No piensen en él como en su arma. Piensen que es el apéndice que no sabían que tenían. En el SAS se entrenan ustedes con muchas armas poco convencionales, pero el P87, cuando aprendan sus características, puede sorprenderlos incluso a ustedes.

»Pero como esto es un ejercicio y no una situación real, sus P87 están cargados con veinte balas araña —Wit alzó un cartucho rojo—. Las balas araña no son letales, pero los incapacitarán. Si los alcanzan, recibirán una descarga eléctrica difícil de olvidar. Si alguno de ustedes tiene un marcapasos o está embarazado, les invito a retirarse.

Un par de hombres mostraron un atisbo de sonrisa.

—Ah —dijo Wit—. No son ustedes zombis, después de todo —les mostró de nuevo el cartucho—. Mis compañeros de equipo están equipados con estas mismas balas. Si son ustedes alcanzados, y créanme, lo sabrán, su participación en el ejercicio se habrá terminado. Al contrario que en la guerra real, tienen ustedes órdenes de dejar atrás a sus compañeros caídos. Si uno de ustedes cae, siga moviéndose. Su misión no es llevar a su equipo a la casa segura. Su misión es llevarme a mí a la casa segura. Yo representaré el papel de un diplomático a quien tienen ustedes que proteger. Si soy herido, el ejercicio se ha acabado. Como mis hombres ocultos en el bosque, llevo lo que se llama un traje amortiguador. Si me alcanzan, absorberá la descarga eléctrica de una bala araña sin hacerme daño. Como están todos ustedes tan preocupados por mi seguridad personal, pensé que sería mejor mencionarlo.

Otra sonrisa por parte de los hombres.

—Por favor, tengan sus cascos y visores puestos en todo momento. Tienen cinco horas para llevarme a la casa segura. —Wit se puso el casco y abrochó las correas—. Comencemos.

Los hombres inmediatamente se pusieron en acción, se pusieron los cascos y formaron un perímetro alrededor de Wit, dándole la espalda.

—Por favor, arrodíllese, señor —dijo uno de los hombres.

Wit hincó una rodilla en tierra, ocultándose tras el círculo de soldados.

Mazer se había quedado atrás y cargaba los cartuchos en los fusiles y se los iba lanzando al soldado que tenía más cerca en el perímetro. Ese hombre pasó dos fusiles a su izquierda y uno a su derecha hasta que todos los hombres del círculo estuvieron armados.

Wit se sintió impresionado. Toda la maniobra había tardado solo unos pocos segundos, y los hombres habían reaccionado con fluidez sin hablar entre sí, como si esto fuera una maniobra que hubieran ensayado cientos de veces.

Unos disparos desde los árboles al norte levantaron la tierra alrededor. Fallaban adrede. Algo para avivar la sangre.

Unas rudas manos levantaron a Wit, y los hombres se retiraron a la línea de los árboles al sur, manteniendo una muralla defensiva alrededor de ellos. Uno de los neozelandeses disparó fuego de cobertura, haciendo que su P87 descargara rondas de tres disparos. Mazer cogió tres mochilas y los siguió. Los hombres emplazaron una defensa en los árboles y vaciaron una de las mochilas. Mazer encontró las coordenadas y la brújula y trazó una ruta.

Cuando supieron su destino y se sintieron a salvo del fuego enemigo, comenzó la verdadera discusión. Lo tuvieron todo en cuenta. Había un francotirador al norte. Todavía quedaban dos mochilas en el campo. Las tres que habían recuperado tenían todas el mismo equipo, así que no era probable que encontraran nada nuevo en las otras dos. Tenían munición limitada. Los bosques se estrechaban en algunos puntos, que eran emplazamientos ideales para una emboscada. Tenían agua, sí, pero no comida. Y el reloj corría.

Wit advirtió cómo cada uno de ellos hablaba con calma e inteligencia, destacando peligros potenciales o posibles alteraciones en su ruta. No había considerado algunas de las sugerencias, y le gustó ver que los demás reconocían la sabiduría de estos comentarios. Nadie intentó dominar a los demás, y todos fueron lo bastante humildes para reconocer las ideas mejores que las suyas.

Naturalmente, todos eran conscientes de que Wit los observaba. Sabían que este momento era tan importante como cualquier acción que emprendieran por el camino. Y sin embargo Wit tenía claro que ninguno de ellos intentaba impresionarlo. Habían sido entrenados para actuar así. Ordenada, eficiente, cohesivamente, y sin ego.

Mazer Rackham se volvió hacia Wit.

—¿Es usted soldado en este ejercicio, señor, además de diplomático? Quiero decir, para el propósito de nuestro ejercicio, ¿sabe disparar este arma?

—Sí.

—¿Y la usará para defenderse lo mejor que pueda?

—Sí.

Mazer le entregó inmediatamente su fusil.

Un segundo soldado intervino.

—Señor, como diplomático familiarizado con este escenario hostil, ¿tiene información sobre los hombres que pretenden hacerle daño?

Wit sonrió. Los soldados normales tratarían a Wit como poco más que un cuerpo caliente del que ir tirando. Sonsacarle información iría contra las «normas». Estos hombres sabían qué se hacían.

—Conozco bien a nuestro enemigo —dijo Wit—. Sus habilidades y sus tácticas.

Las preguntas fueron rápidas. ¿Cuántos hombres? ¿Cuáles son sus fuerzas? ¿Qué armas poseen? ¿Dónde podían tomar posiciones? ¿Cómo se comunican?

El grupo se levantó dos veces y cambió de localización, sin quedarse en ningún punto demasiado tiempo. Cuando agotaron las preguntas modificaron su ruta e hicieron preparativos para moverse. El primer objetivo era recuperar las dos últimas mochilas.

En vez de aventurarse al descubierto, tres hombres pasaron media hora cazando al francotirador, que se había ocultado dentro de un árbol. El francotirador opuso poca resistencia. Cuando fue localizado, permitió que le dispararan, y su traje amortiguador brilló en rojo.

Los neozelandeses recuperaron las dos últimas mochilas y entonces, con Wit, se dirigieron al este, hacia la casa segura. Avanzaron con dos hombres por delante, cubriendo el terreno. Otros dos protegían a Wit en el centro, aunque uno de ellos, Mazer Rackham, iba ahora desarmado. El último hombre cubría la retaguardia.

La emboscada se produjo dos kilómetros más tarde.

Dos de los neozelandeses cayeron, retorciéndose, antes de que los demás pudieran devolver el fuego. Los POM estaban por todas partes, en los árboles, detrás de los troncos, en madrigueras.

Wit disparó tres veces, y tres trajes amortiguadores brillaron rojos en los árboles. Dos disparos más, y dos madrigueras quedaron en silencio. Los neozelandeses restantes abatieron a otros tres POM antes de empujar a Wit hacia el sur. Mazer Rackham, advirtió Wit, había recuperado un arma de uno de los soldados caídos. Las balas araña picoteaban en los árboles y matorrales alrededor.

Setenta metros más adelante, estuvieron despejados, corriendo hacia un barranco.

Se movían con rapidez, tomando una ruta circular hacia el barranco, permaneciendo cerca unos de otros y moviéndose con cautela. A pesar del peso de las mochilas y el subidón de adrenalina causado por el tiroteo, ninguno parecía sin aliento.

—¿Por qué me dio su arma? —le preguntó Wit a Mazer—. Al armarme, me ha metido en la lucha. Ha atraído más fuego hacia mí puesto que ahora soy una amenaza para el enemigo además de un blanco.

—Iban a dispararle de todas formas, señor. Y después de sopesar las ventajas, después de considerar todo lo que teníamos que ganar armándolo, corrí ese riesgo.

—¿Qué ventajas?

—Está usted más familiarizado con nuestros perseguidores. Es un soldado habilidoso y condecorado, así que al menos será tan vigilante como yo. También conoce la munición mejor que yo, y por eso está más familiarizado con su velocidad y otras consideraciones de objetivos. También conoce íntimamente el arma y todas sus capacidades. Yo no. Lo que significa que probablemente es mejor tirador que yo. Considerando cómo ha actuado ahí atrás, veo que tenía razón. Lo más importante, tiene la capacidad para defenderse solo. En el caos de un combate, puede que no veamos todas las amenazas que lo acosan. Si algo escapa a nuestra vigilancia, usted tiene la capacidad para eliminar esa amenaza. Nuestra misión no es sobrevivir, señor. Nuestra misión es llevarlo a la casa segura. Si está armado, podría alcanzarla aunque los demás hayamos muerto.

Wit se detuvo.

—Alto.

Los tres hombres se detuvieron.

—Deberíamos seguir moviéndonos, señor —dijo uno de los otros soldados—. La casa segura está solo a dos kilómetros, y nuestra posición ha quedado comprometida.

—No hay ninguna casa segura —dijo Wit—. Es un campo vacío. Ya hemos llegado bastante lejos.

—¿El ejercicio ha terminado?

—Así es. Vengan conmigo, caballeros.

Wit introdujo una orden en su palmar. Cinco minutos más tarde bajaron por el barranco, donde una docena de soldados de la POM estaban esperando. Los dos neozelandeses que habían sido abatidos en la emboscada estaban allí también, visiblemente decepcionados, convencidos de su fracaso.

—Enhorabuena, caballeros —dijo Wit—. Los cinco han pasado este ejercicio preliminar. Mi objetivo era evaluar cómo funcionan como equipo, y no me han decepcionado. Sus acciones fueron especialmente impresionantes considerando que cada uno de ustedes fue elegido de unidades diferentes y nunca habían trabajado juntos antes. Esto me sugiere que podrían integrarse fácilmente en nuestro equipo si pasan nuestro examen. Sin embargo he de advertirlos. El examen es difícil. Si se lo piensan mejor y prefieren no participar, ahora es el momento de decirlo.

Ninguno dijo nada.

—Muy bien —dijo Wit—. En cuanto despierten, empezaremos.

Uno de los neozelandeses parecía confuso.

—¿Despertar, señor?

Cinco POM alzaron sus pistolas y dispararon a los cinco neozelandeses con tranquilizantes. Los neozelandeses parecieron sorprendidos. Luego pusieron los ojos en blanco y se desplomaron.

Wit estaba sentado en la parte trasera de un camión semitráiler alquilado, dirigiéndose al noroeste por la Ruta 1 hacia Auckland. El tráiler era largo y bien ventilado, con espacio más que suficiente para los cinco hombres que dormían en las camillas.

A Wit no le gustaba especialmente disparar a los hombres con tranquilizantes. Sobre todo a soldados hábiles y capaces que habían servido bien a su país. Sin embargo, sabía que era necesario. Necesitaba hombres que fueran completamente implacables en la ejecución de su deber, y el examen, por feo que fuera, por inhumano que fuera, medía exactamente lo que Wit necesitaba saber.

Un soldado filipino de escasa altura llamado Calinga se acercó a las camillas, deteniéndose ante cada una para comprobar las constantes vitales de los hombres. Cuando terminó se sentó junto a Wit y señaló las camillas.

—¿Cree que pasarán el examen?

—Todos ellos, espero. Necesitamos muchos más que cinco.

—Apuesto por Mazer Rackham. El que le dio su arma.

—Entregar el arma difícilmente es la característica de un supersoldado, Calinga.

—Dadas las circunstancias, a mí me pareció inteligente.

—¿Entregaría alguna vez su arma?

Calinga se encogió de hombros.

—Depende. Si significa que a cambio obtendría un arma mejor y más poderosa, un arma más adecuada a la tarea a mano, entonces por supuesto. Entregaría ese cachorrillo en un plisplás. Y eso es lo que hizo Rackham. Al darle su arma, consiguió a cambio un arma mejor y más poderosa. Usted. Sabía que usted con su arma era mejor que él con la misma arma. Y dio resultado. Eliminó a varios hombres, incluido yo. Y no soy de los que caen fácilmente.

—No me necesito a mí mismo para abatir al enemigo. Necesito hombres que puedan abatir al enemigo sin mi ayuda.

—Necesita hombres que puedan pensar de manera no convencional y hacer cosas que los soldados tradicionales no considerarían nunca. Que él le entregara el arma me parece un pensamiento original.

—No es suficiente con pensar de manera original. Necesitamos hombres que sean capaces de darle la vuelta a la tortilla y hacerla trizas.

—¿Entonces tendría que haber roto su arma en pedacitos y ponerla al fuego?

—No estoy criticando su decisión —dijo Wit—. Dadas las circunstancias, puede que haya sido el curso de acción más inteligente. Pero habría sido mejor si hubiera conservado el arma y hubiera eliminado a todos esos hombres él mismo en vez de ponerme a mí a hacerlo por él. Además, saber a qué y dónde atacar es mucho más importante que saber cómo hacerlo.

—Pero Rackham fue lo bastante humilde para comprender que no era tan bueno como usted. Eso tiene que contar algo. He leído el historial del tipo. Es joven, pero tiene una cabeza sobre los hombros.

—Todos la tienen —respondió Wit—. Aunque un ejército sin cabeza desde luego intimidaría al enemigo. ¿Cómo deberíamos llamarnos, El Escuadrón Sleepy Hollow?

—La Banda Guillotina —dijo Calinga.

El ruido ante el camión aumentó a medida que se acercaron a Auckland y se sumaron al tráfico. Salieron por la autovía al norte de la ciudad y se dirigieron al oeste, hacia los muelles. Tras una serie de paradas y arranques, el camión aparcó. Wit oyó abrirse las puertas delanteras, y luego la puerta trasera del tráiler se alzó. Dos soldados POM con ropa de paisano esperaban fuera.

El semi estaba aparcado dentro de un almacén abandonado en el muelle. Wit había pagado en efectivo para alquilarlo durante un mes, pero no se había molestado con ninguna de las instalaciones. Aparte de una fila de pequeños generadores que zumbaban silenciosamente en el rincón, el almacén estaba vacío y silencioso.

Uno de los soldados POM habló con acento británico:

—¿Qué tal el viaje con los fiambres, capitán?

—No están muertos, Deen —dijo Wit—. Están durmiendo.

—Cuando despierten, lo mismo desean estar muertos —respondió Deen, riendo.

—Todo el que abra los ojos y vea tu cara, Deen, pensará que se ha muerto —dijo Calinga—. Y que no está en el cielo.

—Eres un saco de risas hoy, Cali —replicó Deen.

Deen pulsó un botón en la trasera del camión. Las ruedas se separaron, y el lecho del camión bajó hasta el suelo. Junto con otro POM, un israelí llamado Averbach, sacó las camillas y las depositó en el suelo del almacén. Mientras Wit comprobaba las constantes vitales de los candidatos una última vez, Deen y Averbach se pusieron el uniforme de combate. Armadura corporal negra, botas, casco, pistolas, fusiles de asalto. Cuando terminaron, parecían invencibles.

—¿Todo preparado? —preguntó Wit.

—La habitación está lista y acondicionada —dijo Averbach—. Díganos quién va primero, y los pondremos en posición.

Wit señaló.

—Ese. Mazer Rackham.

Deen y Averbach cogieron cada uno un extremo de la camilla y la llevaron hacia las oficinas administrativas situadas al fondo del almacén. Wit los siguió. Calinga se quedó atrás con las otras camillas.

Llevaron a Mazer a través de una serie de puertas hasta que llegaron a la habitación diseñada para las pruebas. Tenía unos diez metros cuadrados, probablemente fuera una antigua sala de reuniones. No había ventanas ni muebles. Paredes peladas. Una puerta. Techo alto. Como una celda, solo que para oficinistas trajeados.

Deen y Averbach llevaron la camilla hasta el centro de la habitación, soltaron las correas y luego levantaron a Mazer de la camilla y lo depositaron con cuidado en el suelo.

Wit sacó una corona metálica de la mochila que llevaba y la colocó en la frente de Mazer. La corona tenía tres bandas: dos que se envolvían alrededor de la cabeza de Mazer y una tercera que subía y se extendía tres cuartas partes hacia atrás. Wit introdujo un código en la parte delantera de la corona y luego alzó la cabeza de Mazer mientras las dos bandas de los lados se extendían y se unían por detrás, asegurando la corona. Wit le dio un tironcito para asegurarse de que estaba bien puesta. Mazer probablemente tendría migraña por la presión, pero ese era el menor de sus problemas. Wit sacó entonces un punto de inyección de su bolsa. El punto era un pequeño disco del tamaño de una moneda con adhesivo en la parte posterior. Lo pegó en las venas de la curva del brazo de Mazer, luego se incorporó y se volvió hacia Deen y Averbach.

—¿Estáis preparados?

Los soldados asintieron y ocuparon sus posiciones en la habitación, protegiendo la puerta. Wit colocó un holopad plano en el suelo y extendió dos finos postes verticales de las esquinas. Recogió entonces su bolsa y se llevó la camilla al pasillo, cerrando la puerta tras él. Moviéndose con rapidez, se dirigió a una pequeña oficina tres puertas más abajo, donde un holopad idéntico estaba emplazado y preparado. Wit encendió un monitor, y una imagen de Mazer Rackham dormido en el suelo apareció en la pantalla. Allí estaban Deen y Averbach, los fusiles al hombro, a cada lado de la habitación, bloqueando cualquier camino de huida.

Wit se inclinó hacia delante y metió la cara en el holoespacio sobre el holopad. En el monitor, un holograma de la cabeza de Wit apareció sobre el holopad del suelo junto a Mazer, como si un fantasma de una planta más abajo asomara la cabeza por el suelo para echar un vistazo alrededor.

Wit introdujo una orden en su palmar, y en la otra habitación el punto de inyección comenzó. Una aguja diminuta penetró la vena de Mazer e inyectó la droga para contrarrestar el tranquilizante. Mazer abrió los ojos. Dos segundos más tarde estaba en pie, en posición agazapada, una mano en el suelo ante él, ayudándolo a mantener el equilibrio. Parecía una posición débil e indefensa, pero Wit sabía que no: Mazer estaba preparado para saltar adelante y atacar. Durante un instante, Wit pensó que Mazer los atacaría y pondría fin a la prueba. Pero entonces Mazer se quitó el punto de inyección del brazo y lo arrojó a un lado, todavía parpadeando y obligándose a despertar.

El holograma de Wit habló.

—Teniente Rackham, si alguna vez es capturado, existe una alta probabilidad de que sea torturado para extraerle información. El aparato que lleva puesto en la cabeza estimula directamente varias zonas cerebrales. Con él, puedo hacer que experimente un dolor agónico, vea luces cegadoras que no puede evitar, o sienta tantas ganas de orinar que la vejiga le explotará. No es agradable. Sin embargo, si me da la información que quiero, detendré el dolor. Compliquemos más las cosas diciendo que la información que busco probablemente pondrá en peligro a miembros de su unidad y con toda certeza llevará a sus muertes. Ahora, finjamos que la información que quiero es el nombre de su primera mascota de cuando era niño. Dígame ahora el nombre o aténgase las consecuencias.

Mazer sonrió.

—¿En serio? ¿Tortura? ¿Ese es su examen especial? Me sorprende, capitán. Esperaba algo un poco más innovador.

Una luz en la parte delantera de la corona de Mazer parpadeó, y el teniente echó atrás la cabeza y gritó. Todo su cuerpo se encabritó, y se desplomó en el suelo, aturdido. Se quedó allí tendido intentando recuperar la respiración.

El holo de Wit permaneció impasible y frío.

—En una escala de dolor del uno al diez, Mazer, siendo diez la más dolorosa, la descarga que acabo de darle era un cinco. Y fue solo un estallido de dos segundos. Estoy preparado para ir mucho más allá y mucho más tiempo si se niega a cooperar. Ahora, el nombre de su mascota, por favor.

Mazer se apoyó en las manos y lentamente logró sentarse. Sacudió la cabeza, se puso en pie, y empezó a dar saltos de tijeras.

—La calistenia difícilmente me satisfará, Mazer. Dígame ahora el nombre del animal.

Mazer empezó a cantar una canción de marcha mientras continuaba haciendo los saltos de tijeras, algo procaz y tonto, sin duda aprendido en el SAS. Wit le permitió que terminara la primera estrofa simplemente porque le pareció entretenida, luego golpeó a Mazer con otra descarga y lo hizo caer de rodillas. Mazer se llevó las palmas de las manos a los ojos cerrados y rechinó los dientes.

Wit odiaba hacer esto. Todo el proceso lo asqueaba. Pero necesitaba hombres con suficientes recursos para coger cualquier situación y ver inmediatamente su salida.

—Sus ojos creen estar mirando directamente al sol, Mazer. Le suplican que ponga fin a esta inútil resistencia y entregue la información que quiero. Dígame el nombre, y pararé.

Con los ojos cerrados, los músculos tensos, Mazer volvió a ponerse en pie y continuó dando saltos, aunque con mucho menos fervor y coordinación.

—Muy bien —dijo Wit—. Volveremos luego con la mascota. Probemos con otra cosa. El apellido de soltera de su madre. Dígame eso. Sin duda recordará el apellido de soltera de su madre.

Mazer respondió contando sus saltos de tijera en voz alta.

—Empiezo a perder la paciencia, Mazer. Esto no es difícil. Entregue la información o lo haré pedazos.

Mazer continuó contando en voz alta, casi gritando.

El grito se convirtió en un alarido.

Mazer cayó, retorciéndose, todos los músculos tensos, la espalda arqueada, los dedos y las manos engarfiados torpemente, el rostro deformado en un rictus de agonía.

Wit dejó de infligir dolor e hizo una pausa, dándole a Mazer la oportunidad de moverse. Mazer no lo hizo.

—Tal vez se está diciendo a sí mismo que puesto que estamos en el mismo bando —dijo Wit—, puesto que esto es simplemente una prueba no le causaré ningún daño serio y duradero. Es natural que llegue a esa conclusión, Mazer, pero se confunde. Yo no soy el ejército de Nueva Zelanda, soldado. No estoy atado por su código ético. Nuestro ejército es único. No nos preocupamos por ninguna supervisión. Hacemos lo que hay que hacer, por doloroso y horrible que pueda ser. Eso incluye torturar a hombres como usted hasta el punto de infligir daños neurológicos permanentes. Si acaba con un tic por mi manipulación de su cerebro o una pérdida de audición o de coordinación, o una parálisis, nadie nos tocará. Si convierto su cerebro en puré, ni siquiera me darán una palmada en la mano. Estamos por encima de la influencia de quienes podrían protegerlo. Así que por su propio bien y seguridad, dígame el apellido de soltera de su madre y el nombre de su primera mascota o este pequeño ejercicio se convertirá en extremadamente doloroso.

Nada de todo aquello era cierto. Los POM nunca torturaban al enemigo. No era necesario. Si hacían algún prisionero, estos estaban habitualmente tan aterrorizados que soltaban información sin que les preguntaran. Pero Mazer no lo sabía, y Wit quería causar un miedo profundo y lacerante en el hombre.

Mazer no dijo nada.

Wit volvió a golpearlo.

Mazer se sacudió, pero luego rodó sobre su estómago y logró sentarse. Wit cesó el dolor y vio, asombrado, cómo Mazer recuperaba el aliento. El hombre tendría que estar de espaldas, incapaz de levantarse, y sin embargo allí estaba, obstinado y erguido.

—¿Está dispuesto a cooperar, Mazer? —preguntó Wit—. ¿Podemos terminar ya con este ejercicio? Me gustaría. Estoy aburrido. Dígame los nombres y acabaremos con esto.

Mazer permaneció sentado con la cabeza gacha, callado e inmóvil. Sus labios empezaron a moverse, y al principio Wit pensó que lo había vencido, que estaba entregando los nombres pero ya no tenía fuerzas para pronunciarlos en voz alta. Entonces, lentamente, la voz de Mazer aumentó de volumen. Wit advirtió que no hablaba en inglés. Era maorí. Y las palabras no eran nombres. Eran una canción. Una canción guerrera. Wit no hablaba el idioma, pero había visto los cánticos tradicionales de los guerreros maoríes antes. Era medio gruñido media canción, con una danza donde se pisaba con fuerza el suelo y se hacían exageradas muecas faciales. La cara de Mazer ni siquiera se agitó, pero las palabras brotaron de él, ganando fuerza e intensidad. Pronto su voz llenó la habitación, áspera y resonante.

Wit continuó enviando agudas descargas de dolor. Mazer se revolvió cada vez, cayendo al suelo, la canción interrumpida, el cuerpo sacudiéndose. Pero en cuanto el dolor remitía, volvía a sentarse y empezaba a cantar de nuevo. Suavemente al principio, mientras buscaba la voz, y luego más fuerte cuando recuperaba su energía.

Una hora más tarde, Wit se detuvo. Apagó el holopad, desconectó la corona de Mazer, y fue directamente a la habitación de la prueba. Deen y Averbach se quitaron los cascos.

Mazer estaba a cuatro patas, la camisa empapada de sudor, sus brazos y piernas temblando.

—Hemos terminado, Mazer —dijo Wit. Tecleó una orden en la parte delantera de la corona. El aparato se desprendió y cayó en la mano de Wit.

La voz de Mazer sonó débil.

—¿Tan pronto? Estaba empezando a gustarme esto.

—Ya ha sido suficiente —respondió Wit.

—No me desmoroné, O’Toole.

—No se desmoronó. Muy bien.

—¿Podría haberme causado daños neurológicos permanentes de verdad? —preguntó Mazer.

—No. Eso fue un farol. El aparato no daña los tejidos. Simplemente anula los receptores sensoriales y los de dolor. No haría nada que pudiera lisiarlo. Es usted un soldado demasiado valioso para eso. También era un farol cuando dije que los POM no tienen supervisión y carecen de escrúpulos y de ética. Nada podría estar más lejos de la verdad. La libertad individual y los derechos humanos y civiles motivan todo lo que hacemos.

—¿Y sin embargo sus jefes les permiten torturar a los candidatos potenciales? Interesante ética.

—Nuestros enemigos suelen ser asesinos y terroristas, Mazer. A menudo requieren una muestra de fuerza y brutalidad igual a la suya antes de que cedan. Mi trabajo es encontrar a hombres lo bastante inteligentes para saber cuándo es necesaria la brutalidad.

Mazer pugnó por ponerse en pie, tambaleándose un poco, pero pronto estuvo de pie y erguido.

—¿Bien? —preguntó—. ¿Soy ese hombre? ¿Pasé su examen? ¿Estoy en su unidad?

—No —dijo Wit—. Porque nadie entra en mi unidad a menos que se desmoronen. Someterte a tortura significa que ya has perdido una vez. Tienes que odiar tanto perder que prefieres morir intentando escapar. Y luego ser lo bastante bueno para escapar sin morir. Cualquier hombre de mi unidad habría derrotado a los dos hombres que protegían la puerta y habría escapado de este almacén en tres minutos. Usted estuvo aquí esperando durante una hora.

Mazer lo miró, aturdido.

—Lo siento, soldado —dijo Wit—. Ha suspendido.