2
Lem
La Makarhu no estaba hecha para ser una nave científica, y desde luego no la habían construido para la guerra. Era una nave minera, propiedad de Juke Limited, la corporación minero-espacial más grande del sistema solar. Pero Lem Jukes, piadosa abreviatura de Lemminkainen Joukahainen, heredero de la fortuna de Juke Limited y capitán de la nave, estaba preparado para usar la Makarhu para cualquier propósito si eso significaba convertir una misión fallida en lo que el consejo de dirección considerara un éxito.
Era una hora después del final del turno de sueño, y Lem flotaba ingrávido en la sala de observación, esperando que un asteroide explotara. El asteroide era poca cosa, un «guijarro» no más grande que el propio Lem que se movía perezosamente por el espacio a medio kilómetro de la nave. Si no fuera por las luces láser de la nave que moteaban la superficie del asteroide y lo iluminaban, habría sido completamente invisible contra el fondo del espacio, incluso con la ayuda de las gafas de magnitud especial que Lem llevaba puestas.
Lem se bajó las gafas y miró por la ventanilla a su derecha. Las puertas de la bodega de carga estaban abiertas, y el láser de gravedad en posición, apuntando al guijarro en el cielo. Lem no podía ver a los ingenieros desde esta posición, pero sabía que estaban abajo en el laboratorio adyacente a la bodega de carga, preparando el láser para la prueba.
Según el equipo de investigación de Juke que lo desarrollaba, el láser de gravedad (o gláser, como habían dado en llamarlo) iba ser el futuro de la industria minero-espacial, un modo revolucionario de romper la superficie de roca y excavar profundamente a través del más duro de los asteroides. Estaba diseñado para configurar la gravedad del mismo modo que un láser daba forma a la luz, aunque siendo la gravedad no-reflectiva, actuaba siguiendo principios muy distintos: comprenderlos estaba muy por debajo el nivel salarial de Lem. La compañía había invertido miles de millones de créditos para construir este prototipo, y bastante más para mantenerlo en secreto. El trabajo de Lem era simplemente supervisar las pruebas de campo. Un dulce de misión.
Es decir, si el láser de gravedad llegaba a encenderse alguna vez. Era la primera prueba en espacio profundo, así que Lem esperaba los retrasos típicos de la cautela extrema. Pero empezaba a parecer que algo iba muy mal con el aparato y todo el mundo tenía miedo de decírselo.
—Estoy esperando, doctor Dublin —dijo Lem, manteniendo un tono agradable en la voz.
Un voz de hombre sonó en los auriculares de Lem.
—Solo unos instantes, señor Jukes. Estamos casi preparados para empezar.
—Estaban casi preparados para empezar hace diez minutos —dijo Lem—. ¿No ha impreso nadie la palabra «conexión» junto al botón adecuado?
—Sí, señor Jukes. Lamento el retraso. No debería tardar ya.
Lem se frotó la frente justo encima de los ojos, combatiendo los principios de una migraña. La nave llevaba ya seis semanas en el Cinturón de Kuiper, donde el fracaso no tendría testigos y no habría ningún objeto enorme que hacer pedazos si la reacción se salía de madre. Pero los ingenieros, que supuestamente estaban preparados incluso antes de que se lanzara este vuelo, no habían producido más que retrasos. Sus explicaciones podrían haber sido completamente legítimas, o una chorrada del tres. Debido al enorme lapso temporal entre el envío y la recepción de mensajes al consejo de dirección allá en Luna, Lem no tenía ni idea de qué pensaba el Consejo… o su padre, aunque estaba seguro de que no sentían alegría desatada. Si Lem quería conservar su reputación y regresar a Luna con algún sentido de la dignidad, necesitaba agitar las cosas y conseguir resultados rápidamente. Cuanto más larga era la espera, más grande era el suspense, y mayor la decepción si el gláser fracasaba.
Lem suspiró. El problema era Dublin. Era un ingeniero brillante pero un terrible jefe de ingenieros. No podía soportar la idea de que le achacaran ningún error, así que abortaba la pruebas al menor indicio de mal funcionamiento. A Dublin le preocupaba tanto dañar un prototipo caro o forzarlo más allá de su capacidad (costando por tanto su inversión a la compañía), que se paralizaba de miedo.
No, Dublin tenía que irse. Era demasiado cauteloso, demasiado lento para correr riesgos. En algún momento había que dar el salto, y Dublin no sabía cómo detectar ese momento. Lem necesitaba enviar resultados positivos al Consejo ahora. Hoy, si era posible. No tenía que ser mucho. Solo algunos datos que sugirieran que el láser de gravedad hacía algo como lo que estaba diseñado para hacer. Eso era todo lo que el consejo de dirección quería oír. Si hacían falta más desarrollos antes de que pudiera ser utilizado comercialmente, bien. Al menos eso daba la impresión de que Lem y el equipo estaban haciendo algo. «No es pedir demasiado, señor Dublin. Deme solo una prueba semiválida. El láser de gravedad funcionaba en el laboratorio allá en Luna, por el amor de Dios. No hemos venido hasta aquí sin probarlo primero. ¡El maldito trasto funcionaba antes de que partiéramos!».
Lem pulsó una orden en su pad de muñeca y ordenó al dispensador de bebidas que le preparara algo. Necesitaba un pelotazo, un combinado de fruta mezclado con algo que le quitara el dolor de cabeza y le diera energía.
Sorbió la bebida y pensó en Dublin. No podía despedirlo. Estaban en el espacio. No se puede mandar a un hombre a hacer las maletas cuando no tiene ningún sitio al que ir, aunque la idea de lanzarlo al espacio puso una sonrisa en sus labios. No, tenía que tomar medidas menos drásticas. Volverse un poco creativo.
Lem volvió a pulsar su muñeca, y la pared a su derecha se iluminó. Iconos y carpetas aparecieron en la pared-pantalla, y Lem fue parpadeando a través de una serie de carpetas, zambulléndose en los archivos de la nave hasta que encontró los documentos que estaba buscando. Una foto de una mujer nigeriana de cincuenta y tantos años apareció junto con un grueso dossier. La doctora Noloa Benyawe era una de las ingenieras de a bordo y llevaba treinta años con Juke Limited, o sea, tanto tiempo como hacía que Lem existía, lo que significaba que había soportado a Ukko Jukes, el padre de Lem, presidente y director ejecutivo, tanto tiempo como el propio Lem. Era como conocer a alguien que había sobrevivido a la misma horrible campaña militar, una hermana en el sufrimiento.
No, tal vez eso era demasiado duro. Lem no despreciaba a su padre, que había hecho grandes cosas, conseguido grandes riquezas y poder presionando a los que lo rodeaban para que innovaran, sobresalieran, y aplastaran cualquier obstáculo de su camino. Por desgracia, su padre había dirigido a la familia del mismo modo.
«¿Es otra de tus pruebas, padre? ¿Me diste un equipo de ingenieros dirigidos por un indeciso de corazón de mariposa para ver si podía manejar la situación y poner en su lugar a una persona que se lo mereciera más y fuera más fiable?». Era el tipo de cosas que haría su padre, poner trampas en el camino de Lem, crear obstáculos para que los superara. Siempre había actuado así, incluso cuando Lem era un niño. «No por crueldad —decía—, sino para enseñarte, Lem. Para endurecerte. Para recordarte que como niño privilegiado, nadie es tu amigo. Dirán que lo son, se reirán con tus chistes y te invitarán a sus fiestas, pero no te aprecian. Les gusta tu poder, les gusta lo que serás algún día». Así se educaba a un niño según su padre. Los padres no deberían mimar a sus hijos cuando los matones los acosan en el colegio, por ejemplo. Los padres de verdad como el suyo le pagan a los matones para que atormenten a su hijo. Eso le enseña al niño la dura verdad de la vida. Eso le enseña al niño a usar subterfugios, a ganarse aliados, a devolverle el golpe a los que son más fuertes que ellos, no necesariamente con violencia, sino con todas las otras armas que el niño tiene a su disposición: humillación pública, temor, el desprecio de tus iguales, aislamiento social, todo lo que rompe a un matón y lo convierte en un manojo de lágrimas.
Lem descartó el pensamiento. Su padre no lo estaba poniendo a prueba. Había demasiado en juego para eso. No, Lem no era tan engreído como para creer que su padre arriesgaría el desarrollo del láser de gravedad simplemente para enseñarle una de sus «lecciones vitales». Esto era puramente problema de Lem. Y se encargaría de él.
—Doctor Dublin —dijo al micrófono—, cuando dijo usted que la prueba empezaría en unos instantes, supuse que definía unos instantes del mismo modo que yo, simples minutos como máximo. Pero según mi reloj han pasado casi quince minutos adicionales. Reconozco que el gláser es de la mayor importancia para esta nave, pero hay otros asuntos que requieren la atención del capitán. Por mucho que me guste contemplar el espacio y reflexionar sobre el significado del universo, sinceramente no tengo tiempo. ¿Vamos a realizar la prueba o no?
La voz del doctor Dublin sonó débil y vacilante.
—Bueno, señor, parece que nos hemos encontrado con un problemilla.
Lem cerró los ojos.
—¿Y cuándo iba a informarme de este problemilla?
—Esperábamos poder arreglarlo rápidamente, señor. Pero ahora no parece probable. Estábamos a punto de llamarlo.
«Estoy seguro de que sí», pensó Lem. Dejó el vaso en el receptáculo.
—Voy a bajar.
Lem se abrió paso hasta el tubo de impulsión, uno de los muchos estrechos pozos que atravesaban la nave. Se metió dentro y se cruzó de brazos sobre el pecho. Las paredes, como el suelo y los laterales de la nave, producían un campo magnético ondulante. Los imanes atraían o repelían los avambrazos y las grebas que llevaba en las espinillas.
—Catorce —dijo Lem. De inmediato fue absorbido hacia abajo. Cuando llegó, el laboratorio estaba en tal estado que nadie reparó en él cuando entró flotando en la sala. La mayoría de los ingenieros flotaban ingrávidos alrededor de la pantalla-pared que se extendía por toda la sala. Contenía incontables ventanas de datos, diagramas, planos, mensajes, garabatos y ecuaciones. A Lem le lastimó los ojos solo de mirarlo. Los ingenieros discutían amablemente sobre algunos detalles técnicos que Lem no comprendía. El doctor Dublin y unos cuantos ayudantes se encontraban de pie ante la pantalla situada a la izquierda de Lem, contemplando un holograma del láser de gravedad que tenía un quinto del tamaño del real. A Lem le molestaba que en una habitación la gente no mantuviera la misma orientación vertical. Estar en perpendicular a todos los demás era indecoroso.
—Me encanta ver a los ingenieros jugando —dijo Lem, lo bastante alto para que todos lo oyeran.
La sala quedó en silencio. Los ingenieros se volvieron ante él. Sin mirar, Lem marcó en su muñeca, y el ataque a los ojos que era la pantalla-pared se redujo a la mitad de la luz.
Dublin se separó de la pared a la izquierda y se irguió en el suelo de Lem, doblándose torpemente mientras ajustaba sus avambrazos. Una mente tan brillante y sin embargo con la gracia de un nabo.
—Señor Jukes —dijo Dublin—, gracias por venir. Le pido de nuevo disculpas por este retraso. Parece que la fuente del problema…
—No soy ingeniero —replicó Lem con una sonrisa alegre—. Explicar el problema no acelerará su reparación. No quiero distraerlo más de lo necesario mientras resuelve el problema. Esa sería una forma mucho mejor de emplear su tiempo, ¿no cree?
Dublin tragó saliva e intentó sonreír.
—Oh, bueno, sí, es muy amable. Gracias. —Dio un paso atrás.
Lem los miró a la cara.
—Quiero darles las gracias a todos por sus incansables esfuerzos —dijo—. Sé que muchos de ustedes trabajan con solo unas pocas horas de sueño, y reconozco que los retrasos y contratiempos que hemos experimentado son más frustrantes para ustedes que para ningún otro. Así que agradezco su paciencia y perseverancia. Mi padre me aseguró que había reunido el mejor equipo posible, y sé que tenía razón. —Lem sonrió para indicar que hablaba en serio—. Así que hagamos un momento de pausa y respiremos hondo —continuó—. Sé que todavía es por la mañana, pero a excepción de la gente que trabaja físicamente en la reparación, tengamos un descanso de dos horas. Una siesta, para muchos de ustedes. Una comida para otros. Luego volveremos y haremos pedazos a ese asteroide como si fuéramos un estornudo en un pañuelo de papel.
Lem tuvo cuidado de no mirar a Dublin, aunque advirtió que algunos de los ingenieros lo hacían. Si el láser no iba a estar preparado dentro de las dos próximas horas, esta era la oportunidad de Dublin para armarse de valor y hablar.
Silencio en la sala.
—Magnífico —dijo Lem—. Dos horas.
Lem se impulsó desde el suelo y se dirigió al tubo de impulsión. Se detuvo en la entrada y se volvió, como si acabara de ocurrírsele algo que no tenía nada que ver.
—Oh, doctora Benyawe, ¿quiere venir a verme a mi oficina, por favor?
La doctora Benyawe asintió.
—Sí, señor Jukes.
Cinco minutos más tarde la doctora Benyawe estaba de pie frente a Lem en su oficina, anclada al suelo por sus grebas.
—Me ha puesto en una situación delicada, señor Jukes —dijo.
—¿Ah, sí?
—Al llamarme a su oficina. Los otros ingenieros pensarán que me reúno con usted para contarle el fracaso de las pruebas. Pensarán que he venido aquí a acusar con el dedo y repartir las culpas.
—He sido yo quien la ha llamado.
—Pensarán que he hablado con usted antes sin su conocimiento, dándole información a sus espaldas.
—Entonces son burócratas y no ingenieros, ¿es eso lo que me está diciendo, doctora Benyawe?
—Son seres humanos antes que nada, señor Jukes. E ingenieros segundo. Les preocupa su medio de vida.
—Si no regresamos a Luna con algo que no sea un éxito absoluto, doctora, creo que todas nuestras carreras se habrán acabado.
—Es una buena deducción, sí —dijo Benyawe—. Pero siempre es así, ¿no? Fracasa y acabarás buscando trabajo.
—Solo una pregunta, doctora Benyawe. Si estuviera usted al mando, ¿habría realizado ya la prueba?
—Quiere saber si responsabilizo al doctor Dublin por el retraso.
—Quiero saber si está dispuesta a seguir adelante a pesar de que exista algún grado de incertidumbre. Quiero saber si ha llegado al punto en que piensa que aprenderemos más del fracaso o de un éxito parcial que de seguir vacilando sobre posibilidades.
—El doctor Dublin encontró inquietantes algunas de las lecturas previas a las pruebas —dijo Benyawe—. Aprecio su cautela. Sin embargo, si yo hubiera estado en su lugar, habría seguido adelante. El gláser está construido para acomodar un margen de error dentro de las lecturas que encontremos.
—De modo que si usted estuviera a cargo de este equipo, ya tendríamos nuestros resultados.
—El láser de gravedad, señor Jukes, no es un aparato que tomar a la ligera. La gravedad es la fuerza más poderosa de la naturaleza.
—Yo creía que era el amor.
Benyawe sonrió.
—Es usted muy distinto a su padre.
—Ha trabajado usted con él mucho tiempo.
—Me ha dado la posibilidad de formar parte de grandes cosas. También hizo que se me pusiera el pelo blanco a los cincuenta años.
—¿Entonces por qué no la puso mi padre al mando de este equipo, doctora? Tiene mucha más experiencia que Dublin. Y tanto conocimiento del láser de gravedad.
—¿Por qué no dirige usted su propia corporación? Desde luego, ha tenido montones de oportunidades para hacerlo. Ayudó a lanzar cuatro IPOs antes de tener veinte años, recuperó nueve divisiones y compañías distintas al borde de la bancarrota, y se rumorea que ha construido un imperio inversor privado que tiene pocos rivales. Y sin embargo está aquí, en cabeza de una expedición de pruebas en el Cinturón de Kuiper. Su padre no siempre toma decisiones basándose en resúmenes.
—Acepté este trabajo, doctora Benyawe, porque creo en el láser de gravedad.
—Pero esta prueba es peligrosa. Si sale mal en objetos con masa como este asteroide, esta nave podría desaparecer sin más.
—Estoy dispuesto a correr riesgos. ¿Lo está Dublin?
—Tal vez Dublin recibió órdenes estrictas de su padre para asegurarse de que volviera a casa con vida.
De repente las vacilaciones y retrasos de Dublin adquirieron un significado completamente distinto.
—¿Entonces mi padre me puso al mando pero le dio instrucciones a Dublin para que cuidara de mí?
—Su padre lo quiere.
—Pero no lo suficiente para dejarme tomar mis propias decisiones.
Lem sabía que parecía petulante, pero también que tenía razón. Su padre no confiaba en él. «Después de todos estos años, después de todo lo que hecho fuera de su sombra, de todos mis logros, de todas las formas en que he superado sus expectativas, sigue considerándome incapaz de tomar decisiones, sigue considerándome débil. Y no pensará lo contrario hasta que tome esta compañía». Esa era la solución. Lem lo sabía desde hacía mucho tiempo. Ocupar el trono de su padre era el único logro que este no podría discutir ni cuestionar. Era el único modo de que su padre lo viera como a un igual. Por eso Lem no dirigía su propia corporación en otra parte, como sugería Benyawe. Podría haberlo hecho fácilmente. Había recibido varias ofertas. Pero Lem las había rechazado. Cualquier otra corporación no era suficiente. Su padre siempre la despreciaría.
No, Lem iba a coger el mayor logro de su padre y lo iba a hacer suyo, e iba a hacerlo de manera tan convincente que el mundo entero e incluso su propio padre se darían cuenta de que se lo merecía. Ningún golpe. Ninguna traición. ¿Qué sentido tendría? Su padre tenía que ser un partícipe dispuesto. Tenía que saber que Lem se lo había ganado sin una pizca de ayuda suya. De lo contrario, siempre creería que era un logro suyo y no de Lem. No, tomar la compañía era la única manera de acabar con todo. Solo entonces comprendería su padre que no había más trampas que tender, no más juegos que jugar ni lecciones que enseñar. La escuela había terminado.
Pero ¿y si lo que Benyawe decía era verdad? ¿Y si la única motivación de su padre era el amor? Dudaba de su forma pura y destilada. Eso era algo que Lem no había visto nunca.
Lem sonrió para sí. «¿Ves lo que me haces, padre? —pensó—. Siempre me haces cavilar. Justo cuando creo que lo tengo resuelto, me haces cuestionarte otra vez».
Lem tenía que enfrentarse a Dublin. Si su padre le había dado órdenes referidas a él, entonces los retrasos no eran cosa de Dublin. Lem despidió a Benyawe y se dirigió al laboratorio. Encontró a Dublin en la sala de control adyacente a la bodega de carga. Dublin movía su punzón a través de un holo del gláser. Los bots de la bodega de carga seguían sus órdenes y ejecutaban ajustes diminutos en el gláser. Lem observó desde lejos, pues no quería interrumpir. Era obviamente un procedimiento delicado. Sin embargo, a pesar de lo sensible que era el trabajo, las manos de Dublin danzaban a través del holo y los comandos táctiles como un concertista de piano. Lem observó fascinado, experimentando una nueva sensación de asombro hacia Dublin. El gláser era para él una segunda naturaleza: cada componente, cada circuito, era tan conocido para él como sus propias manos. Su padre no había llevado a Dublin hasta allí para poner a Lem a prueba. Dublin tenía el trabajo porque se lo merecía.
Dublin apartó el punzón, se desperezó, y advirtió a Lem.
—Señor Jukes. No le había visto entrar. Espero no haberlo hecho esperar.
—Admiro lo que ha conseguido con el gláser, doctor Dublin.
Dublin se encogió tímidamente de hombros.
—Seis años de mi vida.
Estaban solos. Lem se sintió cómodo para continuar.
—Mi padre depositó mucha confianza en usted cuando le pidió que dirigiera este proyecto.
Dublin sonrió.
—Su padre ha sido bueno conmigo.
—No tiene que hablar bien de él solo porque yo sea su hijo. Sé tan bien como cualquiera que puede ser un poco duro.
Dublin se echó a reír.
—Oh, no es tan malo como dicen. Un exterior duro, tal vez, pero por debajo de la superficie es un hombre agradable.
Lem tuvo que hacer un esfuerzo por no reírse. ¿Agradable? Había oído todo tipo de palabras pintorescas para describir a su padre. «Agradable» nunca había sido una de ellas. Sin embargo, Dublin parecía sincero.
—¿Me mencionó alguna vez mi padre en relación con esta misión antes de que partiéramos?
—Me dijo que iba a ser usted capitán de la nave —respondió Dublin—. Dijo que estaba «muy capacitado».
¿Un cumplido por parte de su padre? Un signo del apocalipsis. Naturalmente, lo que probablemente pretendía era tranquilizar a Dublin respecto a la tripulación.
—¿Le aconsejó que tomara alguna precaución por mi bien? —preguntó Lem—. ¿Sugirió de algún modo que cuidara usted de mí? ¿Que me echara un ojo?
Dublin pareció confuso.
—Su padre se preocupa por su bienestar, señor Jukes. No puede reprochárselo.
—Un sí o un no, doctor Dublin. ¿Le dio instrucciones especiales referidas a mi persona?
Dublin se quedó desconcertado. Vaciló, buscando las palabras adecuadas, tratando de recordar.
—Me dijo que me asegurara de que no le sucediera a usted nada.
Así que eso era. Menospreciado de nuevo por su padre. ¿No se daba cuenta de que esto añadiría otra capa de ansiedad a las indecisiones de Dublin? Lo advirtiera o no la mente consciente de Dublin, la amenaza de «algo le va a pasar a Lem» pendía cada vez que se disponía a encender el láser. Pues claro que era cauto. Todo lo que hacía conllevaba la posibilidad de incitar la furia y la decepción del jefazo. Pero más importante: ¿No se daba cuenta el padre de Lem que con este tipo de instrucciones lo hacía quedar como un niño? «Asegúrese de que no le pasa nada a mi chico, doctor Dublin». ¿Cómo podía Dublin respetarlo como capitán de la nave si le habían hecho creer que necesitaba una niñera, que necesitaba ser vigilado? Eso sugería que Lem no sabía cuidar de sí mismo. Y sí, su padre sabía lo que estaba haciendo. Sabía cómo esto disminuía a Lem ante los ojos de Dublin. Así era como trabajaba su padre. Se hace parecer un padre mimoso y amoroso que solo siente preocupación por su hijo, y sin embargo lo que hacía de verdad era minar la confianza que la gente había depositado en Lem. Era irritante porque nadie más lo veía. Nadie conocía a su padre como lo hacía Lem. No había duda de que si revelara su frustración a Dublin o a Benyawe, ellos le dirían que estaba exagerando y que su padre tenía en mente lo mejor para él. Demonios, probablemente su propio padre lo creía también. Pero Lem sabía la verdad. Estás a ocho mil millones de kilómetros de distancia, papá, y sigues tirando de los hilos.
Lem sacudió la cabeza. Y yo aquí me he permitido creer durante unos momentos que el amor podría ser su única motivación.
Dublin tenía que marcharse. O al menos ser privado de su poderes de toma de decisión. No era culpa suya, pero Lem tenía que enviar un mensaje claro a su padre: no necesito una niñera.
—Voy a ascender a la doctora Benyawe —dijo Lem—. Ella será nuestra nueva directora de Operaciones Especiales. Usted mantendrá su puesto como ingeniero jefe, pero dará cuentas a ella, que decidirá si continuamos con las pruebas o no. Por favor, no piense que esto es una degradación, doctor Dublin. Su trabajo ha sido impecable. Pero nuestros retrasos me obligan a realizar algunos cambios. El consejo de dirección lo esperará.
Dublin sin duda comprendió que lo estaban despojando de la autoridad para tomar las decisiones finales, pero también fue lo bastante prudente para comprender que era una baja temporal en una guerra por el poder entre padre e hijo. Era eso o que era aún más dócil de lo que Lem había imaginado. Fuera cual fuese el motivo, no discutió.
Lem fue a buscar a Benyawe al laboratorio, la llevó aparte, y le contó su ascenso. Ella se sorprendió.
—¿Directora de Operaciones Especiales? —dijo—. No estoy familiarizada con ese título.
—Me lo acabo de inventar.
—Me asciende porque le dije que habría continuado con la prueba —dijo Benyawe—. Pero ¿cómo sabe que mi decisión de llevar a cabo una prueba cuando otro ingeniero decida abstenerse de hacerlo no será una temeridad? Por lo que sabemos, la cautela del doctor Dublin bien puede habernos salvado la vida. Es una máquina muy potente.
—He leído sus trabajos, doctora Benyawe, o al menos los que ha puesto a nuestro alcance a nivel interno, que no son pocos. Si usted fuera académica y permitiera hacer públicos sus descubrimientos, sospecho que sería una de las investigadoras más reverenciadas de su especialidad.
—El doctor Dublin es igualmente respetado.
—¿Rechaza el ascenso?
—En absoluto. Solo quiero asegurarme de que comprende que mis cualificaciones no superan las suyas.
—Usted asume riesgos cuando él no lo hace. —«Y, lo más importante, sus acciones no han sido influidas por mi padre»—. Ahora, demuéstreme que he tomado la decisión adecuada.
La prueba terminó en cuanto comenzó. En un segundo el asteroide se movía por el espacio. Al segundo siguiente quedó reducido a cenizas. El fragmento de roca más grande superviviente salió girando del estallido hacia la nave, pero el sistema de evitación de colisiones entró en funcionamiento y convirtió en polvo el fragmento de roca mucho antes de que alcanzara la nave.
Lem y Benyawe siguieron la prueba desde la sala de observación. Lem se quitó las gafas de alcance.
—Bueno, ha sido bastante teatral. ¿Lo consideraría un éxito, doctora Benyawe?
Benyawe estaba ya introduciendo datos en su palmar, recuperando el vídeo de la implosión del asteroide y viendo de nuevo las imágenes a velocidad reducida.
—Está claro que aún no sabemos cómo controlar el gláser hasta el punto en que nos gustaría —dijo Benyawe—. El campo de gravedad era obviamente demasiado amplio y demasiado potente. Todavía tenemos que hacer ajustes. —Miró a Lem—. Las vacilaciones de Dublin no carecían de motivos, Lem. El gláser crea un campo de gravedad centrífuga, un campo donde la gravedad deja de mantener unida a la masa porque se alinea con el láser. Crea un campo a través de la continuidad de la masa. El campo se extiende con la explosión de la masa, luego sigue destruyendo hasta que la masa está tan dispersa que ya no funciona como una unidad de masa. La cuestión a la que tenemos que responder es, ¿hasta dónde persiste el campo en relación a la masa? ¿Los asteroides más grandes generan un campo más grande? ¿Y se extendería ese campo lo suficientemente lejos para alcanzar la nave? Esperemos que no, porque si lo hiciera, lo mismo que le ha sucedido a ese guijarro nos sucedería a nosotros.
—A mí el campo me ha parecido contenido —dijo Lem.
—En una roca de este tamaño, sí —dijo Benyawe—. Pero ¿y con una masa mayor? Por eso tenemos que continuar haciendo pruebas, eligiendo objetivos que sean cada vez más grandes que los anteriores.
Lem no quería esperar. Quería enviar un mensaje muy claro a su padre ahora. Uno que le demostrara lo libre y a salvo que estaba de sus manipulaciones. Si su padre pensaba que podía controlarlo con los guijarros, entonces Lem se iría al extremo opuesto. Directo a las grandes ligas.
—En un mundo ideal, sí, iríamos paso a paso hasta los asteroides más grandes —dijo Lem—. Pero esta prueba acaba de demostrar que Dublin era innecesariamente cauteloso. Digo que pasemos directamente a una roca que tenga cien veces el tamaño de ese guijarro.
—Su padre no estaría de acuerdo con eso.
Y precisamente por eso lo hago, quiso decir Lem, pero no lo hizo.
—Mi padre me encargó que demostrara que el gláser podría ser una herramienta minera segura y efectiva. Quiere ponerlo en funcionamiento lo antes posible. Las naves de Juke explotarán grandes rocas mineras, no guijarros.
Benyawe se encogió de hombros.
—Mientras conozca los riesgos.
—Ha sido usted muy clara. Buscaré nuestro próximo objetivo mientras Dublin y usted preparan un informe breve pero concienzudo para mi padre y el Consejo. Solo texto. Envíe el vídeo en un mensaje posterior. Quiero que reciban la buena noticia en cuanto sea posible.
Lem sabía que los mensajes láser con mucha memoria se movían lentamente a través de los receptores de datos de la compañía. Si quería enviar rápido un mensaje a su padre, un breve mensaje de texto era lo mejor.
Lem se metió en el tubo de impulsión, ajustó sus avambrazos, y dio la orden para que los imanes lo impulsaran hasta el puente de mando. De todas las salas de la Makarhu, el puente de mando era lo más difícil de acostumbrarse. En forma de cilindro, con la tripulación posicionada a lo largo de la pared circular interna, el puente de mando podía ser un poco mareante. Al entrar en la sala por un extremo, había tripulantes por todo tu alrededor: arriba, abajo, izquierda y derecha, todos de pie ante sus puestos de trabajo con los pies con grebas anclados a la pared. En el centro de la sala había una carta esférica del sistema, un gran holograma rodeado de proyectores. En el centro de la esfera había un pequeño holograma de la nave, y cuando esta se movía, también se movían los objetos celestiales del espacio alrededor, manteniendo el holo de la nave siempre en el centro. Lem se lanzó hacia la carta del sistema y se detuvo junto a su oficial jefe, un americano llamado Chubs.
—Buen disparo —dijo Chubs—. Podemos borrar oficialmente ese guijarro de la carta del sistema.
—Necesitamos un nuevo objetivo —replicó Lem—. Cien veces el tamaño de ese guijarro. Preferiblemente cerca y rico en minerales.
Chubs sacó su punzón del bolsillo frontal de su mono.
—Eso es fácil. —Chubs seleccionó un asteroide en la carta del sistema que estaba cerca de la nave y lo amplió de modo que la llenara entera—. Se llama 2002GJ166. No tiene el tamaño de los del Cinturón de Asteroides, pero es grande para los que hay ahí fuera.
—¿A qué distancia está? —preguntó Lem.
—Cuatro días.
Teniendo en cuenta que esto era el Cinturón de Kuiper y que la mayoría de los objetos grandes solían estar a meses de distancia unos de otros, eso era ridículamente cerca.
—Parece perfecto —dijo Lem.
Chubs pareció vacilante.
—Lo cierto es que no es perfecto. No si quiere volarlo con el gláser.
—¿Por qué?
—Mantenemos observación constante del movimiento a nuestro alrededor —dijo Chubs—. Nuestros chicos saben dónde están todas las otras naves mineras en las inmediaciones. Su padre insistió en que realizáramos estas pruebas de campo lejos de los ojos curiosos de WU-HU o MineTek o cualquier otro competidor. Así que si hay alguien cerca, nos encargamos de saberlo. Y este asteroide, 2002GJ166, está ocupado ahora mismo.
—¿Alguien lo está explotando?
Chubs hizo unos cuantos movimientos con el punzón. El asteroide se minimizó, y apareció un holo de una nave minera.
—Una familia minera libre. No es un clan grande. Una sola nave. Se llama la Cavadora. Según los archivos que tenemos del Departamento Comercial Lunar, son una familia venezolana. Su capitana es una mujer de setenta y cuatro años llamada Concepción Querales. Y la nave no es más joven. Probablemente la han remendado tantas veces que a estas alturas parecerá basura espacial. Alberga cómodamente a sesenta personas, pero conociendo a los mineros libres, probablemente habrá cerca de ochenta o noventa a bordo.
—No podemos realizar la prueba si están allí —dijo Lem.
—Estoy seguro de que agradecerían que no los redujéramos a cenizas —contestó Chubs—. Pero no espere que hagan las maletas y se marchen pronto. Llevan unas cuantas semanas en la roca perforando pozos. Han invertido un montón de tiempo y dinero en esa perforación. Y les está dando fruto. Ya han enviado dos envíos en naves rápidas a Luna.
Las naves rápidas en realidad no eran naves. Eran proyectiles impulsados por cohetes que llevaban los metales procesados de las familias mineras de camino a Luna. Los cohetes servían para maniobrar, y los pondedores insertados emitían el emplazamiento de la nave rápida, su trayectoria, su destino, y el nombre de la familia. La identidad de la familia estaba siempre insertada en la nave rápida para que no pudiera ser pirateada. Pero los piratas tenían pocas posibilidades de capturar las naves rápidas de todas formas. Se movían increíblemente veloces, mucho más de lo que podía hacerlo ninguna nave tripulada. Cuando las naves rápidas se acercaban a Luna, se entregaban a Luna Guía, o LUG, donde eran «lugeadas» hasta la órbita lunar para ser recogidas y distribuidas.
—Si esperáramos a que se marchen —dijo Lem—, ¿de cuánto tiempo estaríamos hablando? ¿Una semana? ¿Un año?
—Es imposible de decir —respondió Chubs—. Juke no ha hecho muchos escaneos de roca a esta distancia. Solemos ceñirnos al Cinturón de Asteroides. No tengo ni idea de cuánto metal han encontrado. Podría ser un mes. Podrían ser ocho meses.
—¿Cuál es el siguiente asteroide más cercano? —preguntó Lem.
Chubs volvió a consultar la carta y empezó a buscar.
—Si tiene prisa, no le gustará la respuesta. La siguiente roca más cercana está a cuatro meses y dieciséis días de distancia. Y son cuatro meses en la dirección equivocada, más lejos hacia el espacio profundo. Así que serían cuatro meses de ida y cuatro meses de vuelta, solo para regresar a este punto.
—Ocho meses. Demasiado tiempo.
Chubs se encogió de hombros.
—Así es el Cinturón de Kuiper, Lem. Espacio y más espacio.
Lem miró la carta. Necesitaban tomar el asteroide más cercano. Y cuanto antes, mejor. Lem no quería que los mineros se llevaran todos los metales. El tema era demostrar al consejo de dirección la viabilidad económica del gláser. Lem no pretendía destruir la roca. Iba a romperla, recoger los metales que pudiera, vender el alijo, y colocar de golpe el estadillo de cuentas en la mesa del Consejo allá en Luna.
Pero ¿cómo expulsar a los mineros libres de una mina que daba beneficios? No podía pagarles, cosa que, en un hombre rico, había sido siempre su estrategia por defecto para cualquier cosa. Los mineros libres estaban posados en su fuente de ingresos, posiblemente una fuente de ingresos durante mucho tiempo. No querrían renunciar a ella. Lo que significaba que la única opción real era tomarla por la fuerza.
—¿Y si los empujamos de ahí?
Lem nunca había visto llevar a cabo la práctica, pero sabía que existía. «Empujar» era una técnica corporativa, aunque nadie la encontraría documentada en ninguna corporación. Era la versión en asteroide de reclamar un lugar al salto. Las naves corporativas se cernían sobre los sitios operados por los mineros libres y expulsaban a los mineros. Eran ataques coordinados que requerían muchos técnicos, pero funcionaba. Así, los mineros libres hacían la mayor parte del trabajo, pero los corporativos saqueaban todos los beneficios. Era artero, sí, y a Lem no le gustaba pensar en hacerlo, pero un viaje de ocho meses al segundo asteroide más cercano quedaba descartado como opción. Además, si los rumores eran ciertos, su padre había empujado lo suyo en sus primeros días, lo que sugería que apenas podía poner pegas si Lem lo hacía también… mientras no se hiciera público.
Chubs alzó una ceja.
—¿Lo dice en serio, Lem? ¿Quiere empujarlos?
—Si ve otra opción, me encantaría oírla. No me gusta la idea tampoco, pero no podemos pedirles que se marchen. No lo harían. Y la Makarhu puede claramente con ellos. Mi preocupación es con el gláser. No quiero ponerlo en peligro en una escaramuza. ¿Podríamos empujarlos sin sacudir el gláser?
—Depende de cómo lo haga —dijo Chubs—. Están atracados en el asteroide. Si los pillamos desprevenidos, cortamos sus amarras y estropeamos su energía, podremos expulsarlos con suavidad, como si fueran un gatito. A esas alturas estarían completamente indefensos. El verdadero peligro son sus mata-guijarros.
Mata-guijarros, argot para «láseres para evitar colisiones».
—No podríamos acercarnos a ellos hasta que desconectáramos su energía —dijo Chubs—. De lo contrario, podrían alcanzarnos con sus láseres.
—¿No los mataría eso? —preguntó Lem—. Si les cortamos la energía les cortaríamos los sistemas de soporte vital.
—Tendrán potencia auxiliar para eso —dijo Chubs—. Eso no me preocupa. El verdadero problema es acercarse lo suficiente para golpearlos. Puede que sepan ya que estamos aquí. Tienen un escáner celestial. Si avanzamos ahora hacia ellos, incluso a cuatro días de distancia, lo sabrán. Sobre todo si nos apresuramos. Detectarán ese movimiento inmediatamente y tendrán tiempo de sobra para construir una posible defensa.
—Ha hecho usted esto antes, Chubs. Sin duda habrá tácticas para colarse en un asteroide.
Chubs suspiró.
—Hay una maniobra de aproximación que suele funcionar si se hace bien. La llamamos «Luz Roja Luz Verde». ¿Conoce el juego?
Lem lo conocía, y pudo imaginar lo que implicaba el nombre.
—Nos acercamos a ellos cuando no están mirando.
—Cuando no pueden mirar —dijo Chubs—. Recuerde, están atracados al asteroide. Así que rotan con él. Nosotros solo avanzamos hacia ellos cuando están en la cara opuesta del asteroide desde nuestra posición. Cuando rotan hacia nosotros, nos quedamos quietos como una estatua antes de entrar en su línea de visión, con todas nuestras luces apagadas. Punto muerto. Totalmente invisibles. Entonces, en cuando rotan con el asteroide, en cuanto nos dan la espalda, como si dijéramos, metemos caña y salimos disparados hacia delante. Son necesarias un montón de paradas y arranques con los impulsores y retros, y consume demasiado combustible, pero es factible. Aunque se tardará mucho más tiempo en llegar.
—Fije el curso —dijo Lem—. Y prepare todo lo que necesitamos para el empujón. Si nos detectan antes de lo que nos gustaría, quiero estar preparado para abalanzarnos y ocuparlos.
Chubs sonrió, sacudiendo la cabeza, y empezó a teclear en su pad de muñeca.
—Me sorprende, Lem. Le había tomado por alguien de gran altura moral. Ir a la guerra no parece su estilo.
—Somos hombres de negocios, Chubs. La altura moral es la que nosotros establezcamos.