1
Víctor
Víctor no salió a la cámara estanca para ver a Alejandra marcharse de la familia para siempre y casarse en el clan italiano. No se fiaba de sí mismo a la hora de decirle adiós a su mejor amiga, no sin revelar lo cerca que había estado de hacer que la familia cayera en desgracia al enamorarse de alguien de su propia nave minera en los asteroides.
Los italianos eran un conjunto de cuatro naves, y su nave insignia, una excavadora colosal llamada Vesubio, llevaba una semana acoplada a la Cavadora, mientras las familias intercambiaban artículos e información. A Víctor le caían bien los italianos. Los hombres cantaban, las mujeres reían con frecuencia, y la comida no se parecía a nada que hubiera comido jamás, con especias pintorescas y salsas cremosas y tallarines de formas extrañas. El invento de Víctor, un impulsor HVAC que podía aumentar la temperatura de calefacción central de las naves italianas hasta once grados, había sido un éxito inmediato entre ellos.
—¡Ahora todos llevaremos un solo jersey en vez de tres! —llegó a decir uno de los mineros italianos, entre grandes risas y estruendosos aplausos. De hecho, los italianos se quedaron tan impresionados con el impulsor de Víctor, que consiguió más artículos de intercambio y prestigio que ninguna otra cosa que hubiera ofrecido la familia. Así que cuando Concepción llamó a Víctor para hablar con él justo antes de que los italianos se desacoplaran, supuso que iba a felicitarlo.
—Cierra la puerta, Víctor —dijo Concepción.
Víctor así lo hizo.
La oficina de la capitana era un pequeño espacio adyacente al puente de mando. Concepción rara vez se encerraba aquí, prefiriendo en cambio estar fuera con la tripulación, igualándolos o superándolos en la cantidad de trabajo que hacían cada día. Tenía poco más de setenta años, pero disfrutaba de la energía de alguien de la mitad de su edad.
—Alejandra se marcha con los italianos, Víctor.
Este parpadeó, seguro de que había escuchado mal.
—Se marcha hacia la cámara estanca dentro de diez minutos. Discutimos si era aconsejable decírtelo antes y permitir que os despidierais, pensando tal vez que sería más fácil para ti enterarte más tarde. Pero creo que no podría perdonármelo jamás, y dudo que tú pudieras perdonármelo tampoco.
El primer pensamiento de Víctor fue que Concepción le estaba diciendo esto porque Alejandra, a quien él llamaba Janda para abreviar, era su amiga más querida. Eran íntimos. Obviamente, quedaría devastado por su marcha. Pero medio segundo después comprendió lo que estaba pasando en realidad. Janda tenía dieciséis años, dos años demasiado joven para casarse. Los italianos no podrían menearla. La familia la enviaba lejos. Y la capitana de la nave se lo estaba contando a Víctor en privado apenas unos minutos antes de que sucediera. Lo estaban acusando. La expulsaban por su causa.
—Pero no hemos hecho nada malo —dijo Víctor.
—Sois primos segundos, Víctor. Nunca podríamos comerciar con las otras familias si de repente empezáramos a tener fama de endogar.
Endogar, de endogamia, palabra inventada para designar la costumbre de casarse dentro del clan. Era como una bofetada.
—¿Endogar? Pero yo no me casaría con Alejandra ni en un millón de años. ¿Cómo puedes sugerir siquiera que haríamos una cosa así? —Era repugnante incluso pensarlo: para las familias del Cinturón, era peor que el tabú del incesto.
—Alejandra y tú habéis sido amigos íntimos desde vuestra infancia, Víctor —dijo Concepción—. Inseparables. Os he observado. Todos os hemos observado. En las reuniones siempre os buscáis el uno al otro. Conversáis continuamente. A veces ni siquiera necesitáis hablar. Es como si supierais exactamente qué está pensando el otro y os bastara con compartir una mirada de pasada para comunicarlo todo.
—Ella es mi amiga. ¿Vas a enviarla al exilio porque nos comunicamos bien?
—Vuestra amistad no es única, Víctor. Conozco varias docenas de amistades similares en esta nave. Y todas son entre marido y mujer.
—Enviáis lejos a Alejandra sobre la base de que ella y yo tenemos una relación romántica —argumentó él—. Cuando no la tenemos.
—Es una relación inocente, Víctor. Todo el mundo lo sabe.
—¿Todo el mundo? ¿A quién te refieres exactamente? ¿Ha habido una Reunión Familiar sobre nosotros?
—Solo un Consejo. Nunca tomaría esta decisión yo sola, Víctor.
No era un gran alivio. El Consejo estaba formado por todos los adultos de más de cuarenta años.
—Entonces ¿mis padres están de acuerdo con esto?
—Y los padres de Alejandra también. Fue una decisión difícil para todos nosotros, Víctor. Pero fue unánime.
Víctor imaginó la escena: todos los adultos congregados, tías y tíos y abuelos, gente que conocía y amaba y respetaba, gente cuya opinión valoraba, gente que siempre lo había tratado con cariño y cuyo respeto siempre había esperado mantener. ¡Todos ellos sentados juntos y discutiendo sobre Janda y él, discutiendo una vida sexual que Víctor ni siquiera tenía! Era repulsivo. Y sus padres habían estado presentes. Qué embarazoso para ellos. ¿Cómo podía Víctor mirar de nuevo a esta gente a la cara? Nunca podrían mirarlo sin pensar en esa reunión, sin recordar la acusación y la vergüenza.
—Nadie sugiere que vosotros dos hayáis hecho nada impropio, Víctor. Pero por eso actuamos ahora, antes de que vuestros sentimientos sigan floreciendo y os deis cuenta de que estáis enamorados.
Otra bofetada.
—¿Enamorados?
—Sé que es difícil, Víctor.
¿Difícil? No, «injusto» era una palabra mejor. Completamente injusto y sin fundamento. Por no decir humillante. ¿Enviaban lejos a su mejor amiga, quizás a su única amiga verdadera, solo porque «pensaban» que iba a suceder algo entre ellos? Como si Janda y él fuesen animales impelidos por impulsos carnales incontrolables. ¿Era demasiado imaginar que un chico y una chica adolescentes podían simplemente ser amigos? ¿Tan mal pensaban los adultos de los adolescentes que asumían que cualquier relación entre una chica de dieciséis años y un chico de diecisiete tenía que estar motivada por el sexo? Era exasperante e insultante. Estaba aquí, creando una contribución adulta en el comercio con los italianos, trayendo a la familia la porción más grande de ingresos, y ellos no lo consideraban lo bastante maduro para actuar con corrección con su prima segunda. Janda no estaba enamorada de él, y él no estaba enamorado de ella. ¿Por qué pensaba nadie lo contrario? ¿Qué había iniciado esto? ¿Había visto alguien del Consejo algo entre ellos y lo había malinterpretado como un signo de amor?
Y entonces Víctor recordó. Aquella ocasión en que Janda lo miró de forma extraña, y él lo descartó pensando que era fruto de su imaginación. Y una vez posó una mano en su brazo y se demoró un poco más de lo normal. No tenía la menor connotación sexual, pero a él le había gustado aquel contacto físico entre ambos. La conexión había estado lejos de repugnarle. La había disfrutado.
Advirtió que ellos tenían razón.
Él no se había dado cuenta, y ellos, en cambio, sí. Era verdad que estaba a punto de enamorarse de Janda. Y ella se había enamorado de él, o al menos sus sentimientos iban en esa dirección.
Todo se hinchó en su interior al mismo tiempo: la ira por ser acusado; la vergüenza al saber que todos los adultos mayores de la nave habían hablado de él a sus espaldas, creyendo que se dirigía a una conducta desgraciada; la pena por perder a la persona que significaba más para él en la vida. ¿Por qué no podía Concepción haberle contado sus sospechas antes de ahora? ¿Por qué no podrían el Consejo y ella haber dicho «Víctor, tienes que controlarte. Parece que Alejandra y tú estáis intimando demasiado»? No tenían que enviar lejos a Janda. ¿No sabían que los dos eran lo bastante maduros para actuar adecuadamente cuando los temores de la familia hubieran sido expresados? Pues claro que obedecerían. Pues claro que Janda y él querían ceñirse al código exogámico. Víctor nunca querría hacer nada que la deshonrara a ella o a la familia. Ninguno de los dos había advertido siquiera que su relación pudiera encaminarse hacia aguas peligrosas. Ahora que lo sabían, las cosas serían distintas.
Pero discutir solo haría que quedara como un niño. Y además, discutiría por mantener a Janda aquí, cerca de él. ¿No era eso prueba de que la familia estaba en lo cierto? No, Alejandra tenía que marcharse. Era cruel, sí, pero no tan cruel como mantenerla allí delante de él todos los días. Eso sería una tortura. Ahora que su amor (o preamor, o lo que fuera) les había sido señalado de forma tan flagrante, ¿cómo podían Janda y él pensar en otra cosa cada vez que se vieran? Y se verían. Todo el tiempo, cada día. En las comidas, en el salón, mientras hacían los ejercicios. Sería inevitable. Y por su deber de honrarse el uno al otro y a la familia, se volverían distantes y fríos. Exagerarían para compensar. Se abstendrían de toda mirada, toda conversación, todo contacto. Sin embargo, mientras intentaran en vano evitarse mutuamente, estarían pensando en la necesitad de evitarse. Consumirían los pensamientos del otro, aún más que antes. Sería espantoso.
Víctor supo de inmediato que Alejandra comprendería esto también. Se sentiría desolada al enterarse de que dejaba a su familia, pero también advertiría la sabiduría inherente en ello, tal como que lo hacía Víctor. Era uno de los muchos motivos por los que la respetaba tanto. Janda podía ver siempre el panorama general. Si había que tomar una decisión, consideraba todas las ramificaciones: ¿Quién resultaría afectado y cuándo y durante cuánto tiempo? Y si la decisión la afectaba, siempre la consideraría de manera desapasionada, con ojo casi científico, sin dejar que sus emociones anularan cualquier sabiduría, siempre poniendo las necesidades de la familia por delante de las suyas propias. Ahora, allí en la oficina de Concepción, Víctor advirtió que quizá no era respeto lo que sentía por ella. Era otra cosa. Algo más grande.
Miró a Concepción.
—Sugeriría que fuera yo quien se marchara con los italianos en vez de Alejandra, pero eso no funcionaría. Los italianos se preguntarían por qué renunciamos a nuestro mejor mecánico —entendía que parecía vanidoso, pero los dos sabían que era verdad.
Concepción no discutió.
—Alejandra es inteligente y posee talento y es trabajadora, pero todavía tiene que elegir su especialidad. Pueden adaptarla a lo que necesiten. Tú, sin embargo, estás especializado ya. ¿Qué harían con su propio mecánico? Te pondría en competencia de inmediato. No, ellos no aceptarían la situación, y nosotros no podríamos pasarnos sin ti. Pero has sido muy generoso al considerarlo, aunque no sirva de nada.
Víctor asintió. Ahora era cuestión de aclarar unas cuantas preguntas.
—Alejandra solo tiene dieciséis, de modo que es dos años demasiado joven para casarse. Doy por hecho que los italianos accedieron a esperar al momento adecuado para presentarla formalmente a pretendientes potenciales de su familia. Comprenden que ahora no pueden menearla.
—Nuestro acuerdo con los italianos es muy claro. Alejandra se instalará con una familia que tiene una hija de su edad y ningún hijo varón. He conocido a la hija y me ha parecido simpática y agradable. Sospecho que Alejandra y ella se llevarán muy bien. Y, sí, los italianos comprenden que Alejandra no debe ser considerada para el matrimonio hasta que sea mayor de edad. Cuando llegue ese momento, no será obligada a ninguna relación ni a tener que decidir. Se moverá a su propio ritmo. La decisión de con quién casarse y cuándo hacerlo es enteramente suya. Conociendo a Alejandra, sospecho que tendrá donde elegir de una buena selección de solteros.
«Pues claro que Janda tendría dónde elegir», pensó Víctor. Cualquier pretendiente con ojo para la belleza (tanto física como en todos los demás aspectos) vería inmediatamente la vida de felicidad que le esperaba con Janda a su lado. Víctor lo sabía desde hacía años. Todo el que pasara cinco minutos con Janda sabría que un día sería una esposa atractiva. Todo lo que los hombres esperaban en una compañera estaba allí. Una mente brillante, una disposición amable, una devoción profunda hacia la familia. Y hasta este momento, Víctor no había considerado que esta opinión sobre ella fuera otra cosa que una observación inteligente. Ahora, sin embargo, detectaba otro sentimiento enterrado en su interior. Envidia. Envidia por el hombre que fuera lo bastante afortunado por tenerla. Era curioso, en realidad. Los sentimientos que había albergado todo el tiempo hacia Alejandra eran como emociones archivadas en un clasificador equivocado. Siempre habían estado allí. Solo que les había dado un nombre diferente. Ahora la verdad de su significado era amargamente obvia. Una larga amistad había evolucionado lentamente hacia otra cosa. No se había desarrollado del todo ni había provocado acción alguna, pero su rumbo estaba fijado. Era como si el límite entre amistad y amor fuera tan delgado e imperceptible que uno podía cruzarlo sin enterarse siquiera de que estaba allí.
—Los italianos nunca sabrán el motivo auténtico de la marcha de Alejandra —dijo Víctor—. No pueden saber que se dirigía hacia una relación inaceptable. Eso la mancharía para siempre y espantaría a los pretendientes potenciales. Tenéis que haberles dicho algún motivo inventado. Las familias no dejan marchar sin más a sus hijas de dieciséis años.
—Los italianos creen que Alejandra se marcha pronto para tener tiempo para adaptarse a estar lejos de su familia y así evitar la nostalgia del hogar que afecta a tantas esposas meneadas —dijo Concepción—. Esas emociones, aunque naturales, pueden causar tensión en un matrimonio joven, y les hemos explicado a los italianos nuestro deseo de evitarlo.
Era una tapadera inteligente. La nostalgia del hogar daba sus frutos. Víctor lo había comprobado. Sooman, una esposa que había llegado a la Cavadora unos cuantos años antes para casarse con su tío Lonzo, se había pasado las primeras semanas de su matrimonio llorando desconsoladamente en su habitación por la pérdida de su familia coreana. Había venido voluntariamente (ningún meneo es un matrimonio forzoso), pero la nostalgia se había apoderado de ella, y sus constantes llantos habían impresionado a Víctor hasta hacer que se sintiera responsable de un secuestro o una violación. Pero ¿qué podía hacerse? El divorcio o la anulación eran impensables. Su familia ya estaba a millones de kilómetros de distancia. Con el tiempo se recuperó, pero la experiencia fue una carga para todos.
—¿Qué seguridad tenemos de que los italianos cumplirán estas condiciones? —preguntó Víctor.
—Alejandra no va sola. Faron la acompaña.
Una vez más, un movimiento inteligente. Faron había llegado a la familia cuando terminaba su adolescencia, cuando la familia lo rescató a él y a su madre de una nave minera a la deriva después de que unos piratas la hubieran saqueado, dejándolos librados a la muerte. La madre no sobrevivió por mucho tiempo, y Faron, aunque era trabajador y estaba agradecido, nunca se convirtió del todo en parte de la familia.
—Faron es un buen minero, Víctor. Ha estado esperando una oportunidad para contactar con un clan mayor. Quiere pilotar su propia cavadora algún día. No conseguirá eso aquí. Es su propia decisión. Cuidará a Alejandra y se encargará de que sus necesidades queden satisfechas, no como tutor, sino como protector y consejero. Si algún pretendiente trata de abordar a Alejandra demasiado pronto, Faron le recordará cuál es su sitio.
Víctor no tenía ninguna duda de eso. Faron era grande y musculoso. Defendería a Janda como si fuera su propia hermana si la ocasión lo requería, circunstancia que probablemente no se produciría nunca. Los italianos no eran tan estúpidos como para amenazar su reputación y aislarse de las demás familias. El meneo era crucial para mezclar el poso genético. Todas las familias consideraban que la práctica era sacrosanta. Casarse bien era preservar la familia y construir el clan. Cierto, había cinturoneros que endogaban y se casaban solamente dentro de su propio clan, pero eran considerados los más bajos de la clase más inferior y estaban aislados de todos los demás, siendo rara vez capaces de encontrar familias dispuestas a intercambiar artículos con ellos. No, con toda probabilidad Janda disfrutaría de todo el lujo y la protección que los italianos pudieran permitirse. Faron era solo un formalismo.
—Es una situación ideal —dijo Concepción—. Funciona bien para todo el mundo. Ahora, si te das prisa, podrás alcanzarla en la cámara estanca. Estoy seguro de que a ella le gustaría despedirse.
Víctor se mostró sorprendido.
—Pero no puedo ir a decirle adiós.
—Eres la persona de la que más querrá despedirse.
—Y por eso exactamente no puedo ir —dijo Víctor—. Los italianos estarán allí. Puede que capten algún signo de emoción especial en nuestra despedida. Alejandra y yo nunca advertimos que estábamos albergando ninguna emoción mutua, pero al parecer era así o vosotros no habríais tenido nunca la necesidad de celebrar un Consejo. Así que podríamos revelar algo que nosotros no detectamos pero que todos los demás sí. Y los italianos son agudos y recelosos. Me hicieron desmontar por tres veces el impulsor HVAC antes de convencerse de que funcionaba. No, por mucho que quisiera despedirme de Alejandra, le causaría un riesgo innecesario. Jamás sospecharían que ha habido algo entre nosotros. Te agradezco que vinieras antes y confiaras en mí lo suficiente para darme la oportunidad, pero debes comprender por qué, respetuosamente, declino.
Concepción esbozó una triste sonrisa.
—Tu razonamiento es claro, Víctor, pero también sé el dolor que hay detrás. Y el dolor que tu decisión causará en Alejandra —suspiró, se cruzó de brazos y lo examinó un momento—. No me decepcionas. Eres el hombre que siempre esperé que llegaras a ser. Ahora espero que nos perdones por lo que os hemos hecho a ti y a tu querida amiga.
—No hay nada que perdonar, Concepción. Soy yo quien pide perdón. He hecho que perdamos a Alejandra dos años antes de tiempo. La he arrebatado de sus padres y su familia. No era mi intención, pero eso no cambia el hecho de que haya sucedido.
Lo que no dijo fueron sus otros motivos para no ir a la cámara estanca. Simplemente, para empezar, no podía enfrentarse a Janda. No por vergüenza, aunque de esta sentía bastante. Era más bien la finalidad del hecho. No podía mirarla sabiendo que probablemente fuera la última vez que la veía. No podía soportarlo; no se fiaba lo suficiente de sus emociones. Podía hacer alguna tontería, como llorar o tartamudear o ponerse colorado como una bengala de señales. Y no quería que su parte débil fuese la última impresión que Janda tuviera de él. Tampoco estaba dispuesto a apretar los dientes y cuadrar los hombros y despedirla con un frío y severo apretón de manos, como esperaría el Consejo. Eso sería una afrenta a su amistad. Implicaría (para Víctor, al menos) que su relación no había significado nada para él después de todo, que podía ser terminada con tan poca pasión como dos conocidos que se marchan por caminos distintos. No podía permitir eso. No dejaría que su momento final fuera un ejercicio de fingimiento y torpeza.
Además, no despedirse de Janda era lo mejor para ella. Si lo amaba, entonces que la abandonara en su partida solo le facilitaría olvidarlo. Le estaría haciendo un favor. Y claro, Janda conocía a Víctor. Podría sospechar que no había venido por ese mismo motivo, y por tanto el plan saldría al revés. En vez de dispersar su amor, la acercaría más a ella.
O ella podía llegar a una conclusión completamente equivocada. Podría pensar que él no había ido a despedirse porque ahora que los verdaderos sentimientos habían quedado al descubierto, la encontraba repulsiva. Podría pensar: ahora me odia. Me desprecia. Yo soy quien lo miraba con amor en los ojos. Yo soy la que le tocó el brazo. Y ahora que sabe cuáles eran mis sentimientos, me considera vil y repulsiva.
Este pensamiento casi hizo a Víctor salir corriendo de la habitación y correr a la cámara estanca para decirle a Janda que no, que no pensaba mal de ella. Nunca podría.
Pero no hizo nada de eso. Se quedó exactamente donde estaba.
—Los miembros del Consejo serán absolutamente discretos en lo que a este asunto atañe —dijo Concepción—. Ni un atisbo de chismorreo escapará de nuestros labios. Por lo que a nosotros concierne, ni siquiera nos hemos reunido para hablar del tema.
Intentaba tranquilizarlo, pero oírla recalcar la confidencialidad de la situación hizo que Víctor se sintiera cada vez avergonzado. Significaba que estaban tan disgustados con Janda y con él, tan asqueados, que iban a fingir que no había sucedido nada. Iban a continuar a lo suyo como si el recuerdo hubiera sido borrado de sus mentes. Lo cual, por supuesto, era imposible. Nadie podría olvidar aquello. Fingirían haber olvidado, sí. Podrían sonreírle y continuar como si no hubiera sucedido nada, pero sus rostros solo serían una máscara.
No había nada más que decir. Víctor le dio las gracias a Concepción y se excusó y salió de la oficina. El pasillo que conducía a la cámara estanca estaba justo delante, pero Víctor le dio la espalda. Necesitaba trabajar. Necesitaba ocupar su mente, construir algo, arreglar algo, desmontar algo. Sacó el palmar de su cadera y comprobó el plan de reparaciones de hoy. Había una larga lista de reparaciones menores que necesitaban su atención, pero ninguna de ellas era una emergencia acuciante. Podría encargarse de ellas pronto. Aprovecharía mejor el tiempo instalando el estabilizador de la perforadora que había construido recientemente. Necesitaría permiso de los mineros antes de tocar la perforadora, pero podría conseguirlo si lo solicitaba hoy. Los italianos no se habían desacoplado todavía, así que los mineros no estarían listos para perforar durante otra hora como mínimo. Víctor cambió de pantallas en su palmar y recuperó el localizador. Mostraba que Mono estaba en el taller.
Víctor pulsó el botón de llamada.
—Mono, soy Víctor.
Respondió la voz de un niño.
—Épale, pana cambur. ¿Qué pasa, Vico?
—¿Puedes reunirte conmigo en la bodega de carga con las piezas del estabilizador de la perforadora?
Mono pareció entusiasmado.
—¿Vamos a salir a instalarlo?
—Si los mineros nos dejan. Voy para allá ahora.
Mono silbó y aulló.
Víctor cortó la comunicación, sonriendo. Siempre podía contar con el entusiasmo de Mono para aliviar su estado de ánimo.
A los nueve años, Mono era el aprendiz más joven de la nave, aunque llevaba ya varios años siguiendo a Víctor y viéndole hacer reparaciones. Seis meses atrás el Consejo había acordado que un interés tan agudo como el de Mono debería ser recompensado, no ignorado, y habían convertido su aprendizaje en oficial. Mono decía que aquel fue el día más feliz de su vida.
El verdadero nombre de Mono era José Manuel, como su padre, el tío de Víctor. Pero cuando Mono era un bebé había aprendido a subirse a los muebles y cajones de la guardería antes de saber andar, y su madre lo llamaba cariñosamente «mi mono pequeñín». El nombre se le había quedado.
Víctor voló por los diversos corredores y pozos hasta la bodega de carga, lanzándose recto como una flecha por cada pasadizo, moviéndose con rapidez en gravedad cero. Ahora que los italianos estaban desacoplando y el comercio y las celebraciones habían terminado la vida volvía a la normalidad y todo el mundo reemprendía la actividad que se le había asignado. Mineros, cocineros, trabajadores de la lavandería, operarios de las máquinas, pilotos, todos los deberes que mantenían en marcha las operaciones de la familia en el Cinturón de Kuiper.
Víctor llegó a la entrada de la bodega de carga y encontró a Mono esperándolo, con una gran mochila flotando en el aire a su lado.
—¿Lo tienes todo? —preguntó Víctor—. ¿Las tres piezas?
—Comprobado, comprobado y comprobado —respondió Mono, haciendo un signo con el pulgar hacia arriba.
Atravesaron la cámara estanca para entrar en la bodega de carga y luego se dirigieron a las taquillas de equipo, donde los mineros estaban ocupados reuniendo y preparando su material para la excavación del día. La nave estaba actualmente anclada a un asteroide, pero las perforaciones habían cesado desde que llegaron los italianos. Ahora los mineros parecían ansiosos por volver al trabajo.
Víctor observó a la multitud y advirtió que muchos de los hombres tenían más de cuarenta años, lo que significaba que eran miembros del Consejo y por lo tanto conocían el verdadero motivo de la marcha de Janda. Se preguntó si evitarían su mirada cuando lo vieran, pero ninguno de ellos lo hizo. Todos estaban muy ocupados haciendo sus preparativos y nadie pareció advertir que Mono y él estaban allí.
Víctor encontró a su tío Marco, el jefe del equipo perforador, junto al compresor de aire, comprobando los tubos de aire en busca de alguna fuga. Los mineros cuidaban al máximo su material, pero ninguna pieza del equipo recibía más cuidados que las mangueras de conexión, ya que eran su fuente de aire, energía y calor. Como rezaba el cartel sobre las taquillas: CUIDA TU MANGUERA. TU MANGUERA ES TU VIDA.
—Épale, Marco —dijo Víctor.
—Épa, Vico —respondió Marco, alzando la cabeza del trabajo y sonriendo.
Era miembro del Consejo, pero no mostró ningún indicio de ocultar nada. Parecía como siempre, tranquilo y feliz. Víctor desechó esos pensamientos. No podía vivir así, cuestionando continuamente los pensamientos de todos los tripulantes de más de cuarenta años de la nave.
—Buen trabajo ese que hiciste con el aparato calentador de los italianos —dijo Marco—. Conseguimos un buen equipo con ese cambalache. —Señaló una gran jaula de metal anclada al suelo, llenada con trajes de presión, cascos, lectores minerales y otro equipo esencial poco usado. La mayoría parecía más nuevo que nada de lo que los mineros de la Cavadora habían usado jamás, lo cual podía funcionar a favor de Víctor: iba a pedir permiso para acceder a la perforadora, y estar en gracia con los mineros podría serle de ayuda.
—¿A qué hora salís esta mañana? —preguntó Víctor.
Marco enarcó una ceja.
—¿Por qué lo preguntas?
—He estado trabajando en algo —dijo Víctor—, una mejora para una de las perforadoras. Todavía es un prototipo, pero me gustaría probarlo. Y como la perforadora no puede ponerse en marcha hasta que los italianos se marchen, he pensado que tal vez podría instalarlo antes de que vosotros salgáis y empecéis a perforar.
Marco miró la mochila.
—Es un estabilizador para la perforadora —dijo Víctor—, por si topamos con bolsillos de hielo. Es una forma de impedir que la nave se incline hacia delante y de estabilizar la perforadora.
Víctor advirtió que la curiosidad hacía que Marco picara el anzuelo.
—Bolsillos de hielo, ¿eh?
Nada resultaba más molesto a un minero del Cinturón de Kuiper que los bolsillos de hielo. Los asteroides que estaban tan lejos del sol eran sucias bolas de nieve, masas de roca rellenas de alguna bolsa ocasional de agua, metano o amoníaco congelados. La perforadora láser podía horadarlo, pero producía una reacción como un cohete. A menos que la nave estuviera anclada a la roca con los retrocohetes encendidos como fuerza contraria, el láser simplemente alejaba al asteroide de la nave.
Así que mientras que el láser excavara a través de roca (para lo que habían sido calibrados todos los retrocohetes), la nave se mantenía firme y la perforación no daba problemas. Pero en el momento en que el láser alcanzaba un bolsillo de hielo, lo atravesaba, perdiendo la fuerza de reacción de la nave. Los retrocohetes, sin embargo, seguían funcionando, así que toda la nave se abalanzaba hacia delante, causando caos para la tripulación de su interior. La gente se caía, los bebés no podían dormir.
Luego, después de que el láser hubiera atravesado el hielo y volviera a golpear roca, la fuerza de reacción regresaba, las dos fuerzas se equilibraban, y la nave volvía a su nivel. Todo el mundo lo llamaba el rodeo de los bolsillos de hielo.
—Sé lo que estás pensando —dijo Víctor—. La perforadora funciona. ¿Y si mi «mejora» lo daña?
—La idea se me ha pasado por la cabeza —respondió Marco—. No me gusta que nadie toque las perforadoras a menos que sea absolutamente necesario.
—Puedes observar todo lo que haga —dijo Víctor—. Paso a paso. Pero en realidad la instalación no es nada invasiva. El sensor principal sube con los retrocohetes. Otra pieza es inalámbrica y baja con el sitio de prospección en el asteroide. Todo lo que voy a hacer con la perforadora es instalar esta tercera pieza, el estabilizador. Hace ajustes menores en el objetivo de la perforadora cuando la nave se mueve porque encuentra un bolsillo de hielo. Está diseñado para mantener al láser apuntando directamente al sitio de prospección, en vez de temblar o cambiar a mitad de excavación.
Víctor sacó el aparato de la mochila y se lo tendió a Marco. Era pequeño e intrincado, y Marco claramente no tenía ni idea de lo que estaba mirando, aunque en realidad lo que se esperaba era que no se pareciera a nada ya existente. Víctor lo había construido a partir de chatarra, fragmentos de metal y plástico policarbonado.
Marco devolvió el estabilizador.
—¿Y esto se encargará de los bolsillos de hielo?
—No del todo —respondió Víctor—. Pero debería minimizarlos, sí. Suponiendo que funcione.
Víctor pudo ver la mente de Marco en funcionamiento. Lo estaba considerando. Finalmente, Marco alzó un dedo y dijo:
—Si dañas la perforadora haré que te chupen de vuelta a la nave a través de tu manguera.
Víctor sonrió.
Marco miró su reloj.
—Tienes cuarenta y cinco minutos. Nosotros estaremos comprobando el equipo hasta entonces.
—No es problema —dijo Víctor.
—Y eso incluye el tiempo que tardes en prepararte. Cuarenta y cinco minutos en total, a partir de este momento.
—Entendido.
—Y trabaja en la perforadora vieja —dijo Marco—. No en la nueva.
Víctor le dio las gracias, y Mono y él corrieron a las taquillas. Mientras se ponían sus trajes presurizados, Mono acribilló a Víctor a preguntas, como siempre solía hacer. La mayoría de ellas eran de naturaleza mecánica, así que Víctor pudo responderlas sin pensárselo mucho. El resto de su mente estaba en la cámara estanca. ¿Qué aspecto tenía Janda cuando se marchó? ¿Había reconocido la ausencia de Víctor o había fingido no advertirla? Probablemente lo segundo. Janda era demasiado lista para arriesgarse a revelar ahora sus sentimientos.
—Hola —dijo Mono, agitando una mano delante de la cara de Víctor—. Tierra a Vico. Tenemos luz verde, y el reloj corre.
Víctor parpadeó y salió de su ensimismamiento. Estaban en la cámara estanca, sellados y listos para actuar. La luz sobre la compuerta de la cámara estanca se había puesto verde, indicando que tenían permiso para salir.
Víctor introdujo el mando en el teclado. Hubo un siseo de aire, y la compuerta exterior se deslizó para abrirse. Mono no perdió el tiempo. La atravesó y se impulsó fuera del casco, lanzándose al espacio, aullando y vitoreando mientras volaba. Víctor se lanzó tras él, el tubo de conexión desenmarañándose tras él como si fuera un hilo de telaraña. El pulgar de Víctor encontró el disparador de su traje, y la propulsión de gas se puso en marcha, deteniendo gradualmente su movimiento hacia delante. Rotó el cuerpo de vuelta hacia la Cavadora y vio a la nave italiana Vesubio mientras maniobraba para alejarse.
Janda se marchaba.
Las otras tres naves del clan italiano (también llamadas como volcanes de Italia: Estrómboli, Mongibello y Vulture) estaban a poca distancia, esperando a la Vesubio. Pronto acelerarían y desaparecerían.
Víctor se negó a verlas marchar. Era mejor estar ocupado.
—Vamos, Mono. No hay tiempo para volar.
Víctor pulsó el gatillo de propulsión y se lanzó de vuelta hacia la nave, dirigiéndose hacia la cara que miraba al asteroide, donde estaba alojada la vieja perforadora láser. Varios gruesos cables de atraque se extendían desde la nave hasta sus anclajes en el asteroide. Víctor pasó de largo, cuidando de no enredar su manguera. Cuando llegó a la perforadora, se detuvo, alzó los pies y conectó los imanes de sus botas. Las suelas se pegaron la superficie, y Víctor se irguió.
Mono y él se pusieron a trabajar retirando los paneles de la perforadora y revelando sus componentes internos. El estabilizador era rápido de instalar. Solo era cuestión de atornillarlo y conectarlo a una de las tomas de salida de la perforadora. La mayoría de las grandes máquinas permitían bastantes modificaciones y tenían tomas de energía incorporadas para acomodarlas. Víctor tendría que reiniciar la perforadora antes de que reconociera el estabilizador, pero su manguera tenía cables de conexión con la nave, podría hacerlo desde allí empleando su pantalla de acceso. Parpadeó y recuperó la pantalla. El casco siguió sus ojos, y Víctor dio las necesarias órdenes parpadeando para reiniciar la perforadora. Cuando volvió a estar en línea, vio en la pantalla que reconocía el estabilizador.
—Estamos dentro, Mono. Ahora a por los retros.
Volvieron a colocar en su sitio los paneles de la perforadora y volaron hasta los retrocohetes. Víctor miró a la izquierda mientras volaban. Los italianos se habían marchado. Un puntito blanco en la distancia tal vez fueran sus impulsores, pero lo mismo podía ser una estrella. Víctor dejó de mirar. Volvió al trabajo.
La instalación de los retros fue más difícil ya que sus tomas eran muy antiguas, y Víctor tuvo que hacer un adaptador con los componentes que llevaba en su cinturón de herramientas. Mono le fue haciendo preguntas a lo largo de todo el proceso. ¿Por qué hacía Víctor esto o aquello? ¿Por qué no probaba esto otro?
—Así es como lo hacemos, Mono. Nos las apañamos con lo que tenemos. Los mineros corporativos tienen montones de repuestos y recursos en sus naves. Nosotros no tenemos nada. Si hay que reparar algo, tiramos la chatarra y usamos nuestra imaginación. Ahora déjame que te haga unas cuantas preguntas.
Fue entonces cuando empezó la instrucción. Víctor le pasó a Mono las piezas y herramientas y le hico preguntas que no le decían explícitamente al niño cómo terminar la instalación, pero que lo guiaban en el camino adecuado. De esa manera, Mono descubría los pasos por sí mismo y veía la lógica que había detrás de todo. Así había entrenado su padre a Víctor, dejándole no solo poner las manos en la reparación, sino también su mente, enseñándole cómo pensar mientras hacía una reparación.
Mientras Mono trabajaba, Víctor se permitió mirar otra vez al espacio. Ya no se veía ni rastro de los impulsores. Solo negrura y estrellas y silencio. Víctor no era piloto, pero conocía los grandes asteroides que estaban ahora en sus inmediaciones, y se preguntó qué podrían estar haciendo los italianos. No estarían en ningún lugar cercano, naturalmente. En el Cinturón de Kuiper se tardaban varios meses en viajar entre asteroides. Pero incluso así, tal vez Víctor pudiera deducirlo.
Cerró los ojos. Era absurdo. Había miles de objetos en el Cinturón de Kuiper. Podrían dirigirse a cualquier parte. Y de todas formas, ¿de qué le servía conocer su destino? Eso no cambiaría nada. Eso no traería a Janda de vuelta. Y, sí, la quería de vuelta. Lo advirtió ahora. Nunca se había mostrado físicamente afectuoso hacia ella de ningún modo que no fuera inocente. Y sin embargo, ahora, cuando no podía tenerla, de repente anhelaba tenerla cerca.
Amaba a su prima. ¿Por qué no lo había visto antes? «Soy exactamente lo que el Consejo temía. Sea lo que sea que piensen de mí ahora, me lo merezco».
Mono le estaba haciendo una pregunta. Víctor volvió a prestar atención a la tarea que los ocupaba. Terminaron la instalación y regresaron al sitio de prospección en el asteroide.
En términos mineros, el asteroide era un «terrón», o una roca rica en hierro, cobalto, níquel y otros minerales ferromagnéticos. Los mineros usaban escáneres para buscar concentraciones de metal en la piedra, que llamaban «terrones». Cuantos más terrones o vetas de metal encontraban, más alta era la proporción de metal a piedra. Que no hubiera metal significaba que la roca era una «escoria» o un «vertedero», un trozo de nada sin valor.
Víctor y Mono se posaron en el asteroide. Los imanes de sus botas estaban fijos a máxima potencia, y los minerales de la roca eran suficientes para sujetar sus pies a la superficie. Caminaron hasta el borde del pozo minero y se asomaron. La perforadora láser había abierto un bonito círculo en el asteroide, aunque no con un movimiento cortante continuo. En realidad disparaba una serie de estallidos únicos que perforaban la roca a una profundidad predeterminada, creando un tenso anillo de agujeros. Los mineros rompían entonces las estrechas paredes entre los agujeros con los martillos, y luego sacaban la roca a pedazos, construyendo el pozo.
Pero este pozo no era lo bastante profundo. Los mineros no habían alcanzado todavía el terrón. Cuando lo hicieran, traerían los tubos de presión y refinarían y derretirían el metal del sitio, dándole forma de cilindros para que pudiera ascender hasta la nave. Era un trabajo duro y tedioso, pero si el terrón era lo bastante grande, merecía la pena el esfuerzo.
Víctor encontró un lugar en la pared interior del pozo donde podía instalarse el sensor de vapor, y entonces llamó a Marco.
—Casi estamos preparados para ponerlo a prueba. ¿Tienes un momento para venir a ayudarnos?
—Voy para allá —dijo Marco.
Víctor consideraba que era mejor que fuera Marco quien instalara el sensor. Era un procedimiento sencillo y permitiría que Marco se sintiera algo propietario del aparato. Además, los mineros serían los que movieran el sensor de vapor cada vez que movieran la perforadora, así que necesitaban saber cómo instalarlo en el sitio de perforación. Tenía sentido que Marco, como jefe de equipo, fuera el primero en probarlo.
Marco no vino solo. La noticia se había extendido, y todos los mineros de la familia se reunieron ahora en torno a la boca del pozo para mirar.
—Cuando el hielo se derrite produce vapor —dijo Víctor—. Este sensor entra en el pozo y lo detecta. En el momento en que el nivel de vapor en el detrito sube a cierta cantidad, le dice a los retros que reduzcan. Luego, cuando las partículas de roca suben de nuevo y el vapor disminuye, los retros aceleran. Mientras tanto, envía ajustes a la perforadora, para impedir que se sacuda cuando la nave se mueva. Así el rayo siempre está clavado en el sitio de perforación.
—¿No quemará el calor del láser el sensor de vapor? —preguntó Marco.
—Para eso es el bastidor —dijo Víctor—. Es un material muy duro. Creo que aguantará.
—¿Entonces no más bolsillos de hielo? —preguntó uno de los mineros.
—No librará por completo a la nave del movimiento —respondió Víctor—. Seguirá habiendo un ligero temblor ya que el sensor tardará un momento en detectar el vapor, pero el movimiento será mucho más suave, como ondas leves en vez de sacudidas bruscas.
Marco voló al interior del agujero y perforó el sensor de vapor en la pared interna de la roca, como Víctor sugería. Cuando regresó, hizo que todos retrocedieran a distancia segura y bajaran sus escudos sobre sus visores.
—Es todavía un prototipo —les recordó Víctor—. No puedo garantizar que el rayo no se desvíe del centro. Sin duda necesitará algunos ajustes serios.
—Calla y perfora —dijo Marco.
Víctor parpadeó las órdenes en la pantalla de su casco, y el láser cayó sobre la roca. En cuestión de segundos, alcanzó el hielo, y la nave empezó a escorarse. Los retros ajustaron y la perforadora compensó. No fue perfecto: el rayo todavía oscilaba un poco.
—Necesita afinamiento —dijo Víctor. Dio las órdenes en su pantalla. Sus ojos se movían con rapidez, y dio las órdenes parpadeantes adecuadas, haciendo los ajustes necesarios. Veinte segundos más tarde el láser alcanzó otro bolsillo de hielo. El vapor brotó por el agujero, pero los retros respondieron con rapidez y suavidad esta vez. La perforadora respondió también a la perfección, sin el menor movimiento de un lado a otro.
Todos vitorearon. Mono daba puñetazos al cielo, silbando.
Marco sonreía.
—Va bien. Muy bien.
—Así que estoy en buen camino —dijo Víctor—. Ahora puedo ponerme a trabajar en la versión real.
—¿Sabe esto Concepción? —preguntó Marco.
—No quería decírselo a nadie hasta que supiéramos si funcionaba. Ahora que muestra alguna promesa, implicaré a mi padre. Puede que se le ocurra alguna mejora.
—Pediré dos —dijo Marco, sonriente—. Una para la perforadora nueva también. —Le dio a Víctor un afectuoso pescozón en el casco.
Cuando Víctor y Mono regresaron por fin a la nave, el niño estaba entusiasmado.
—En la Tierra estarías forrado, Vico. Asquerosamente forrado. Todas esas ideas tuyas. Te pagarían millones de créditos.
—Tengo diecisiete años, Mono. Tendría suerte si consiguiera un trabajo en una línea de montaje. Nadie me tomaría en serio. Aquí fuera podemos hacer lo que queramos. En la Tierra es distinto. Además, esto lo hemos hecho tú y yo juntos. El estabilizador es de los dos.
—Yo ayudé soldando a alta y baja temperatura sin saber qué hacía en el taller. Las ideas eran tuyas.
—Tus manos son más firmes que las mías. Haces el microtrabajo mucho mejor que yo. Ni siquiera mi padre puede soldar como tú.
Mono sonrió.
Cuando salieron flotando de la cámara de descompresión y volvieron a la bodega de carga, Isabella los estaba esperando. Era chilena, meneada por la familia cuando Víctor era solo un niño, y estaba casada con el primo segundo de su madre. Más importante, era íntima de Janda.
—Tengo que hablar con Vico en privado, Mono —dijo Isabella—. ¿Quieres dejarnos un momento?
Mono se encogió de hombros.
—Tengo circuitos que reconstruir en el taller. Nos vemos, Vico.
Isabella esperó a que Mono se marchara, y entonces se volvió hacia Vico.
—Sé que estás molesto. Y no te lo reprocho.
Víctor se mantuvo inexpresivo. Isabella no era lo bastante mayor para estar en el Consejo, así que tal vez no se estuviera refiriendo a Janda.
Isabella hizo un gesto de fastidio.
—No te hagas el tonto, Vico. No soy idiota. Sé lo que acaba de suceder aquí. Han enviado lejos a Jandita. Y tú te escondiste con la maquinaria en vez de decirle adiós.
—Sí, fui un cobarde —dijo Víctor.
—No, no lo fuiste —repuso Isabella—. Intentabas asegurarte de que nadie en la Vesubio acusara jamás a Jandita de estar enamorada de su primo. Y no pongas cara de sorprendido. Que yo lo haya supuesto no significa que nadie más lo haya hecho. Jandita fue un modelo de compostura en la cámara estanca. No creo que nadie sospechara nada. Hasta hizo creer a los italianos que estaba emocionada con su marcha.
—¿Cómo lo dedujiste?
—Jandita es mi sobrina, Vico. Soy su tía favorita. Conozco sus pensamientos tal vez mejor que su propia madre. Además, soy observadora. Lo veo y lo oigo todo. —Le hizo un guiño a Víctor, y él frunció el ceño—. Relájate —dijo—. Nunca vi nada impropio entre vosotros dos. Lo que quiero decir es que conozco los signos. Jandita no es la primera chica que se enamora de su primo, ¿sabes?
Víctor leyó la triste expresión en su cara.
—¿Es una confesión propia?
—Yo tenía dieciocho años. Él también era mi primo segundo. Dudo que supiera siquiera que lo amaba. El año que me di cuenta vine a esta nave y me casé con tu tío Selmo.
Técnicamente, Selmo no era tío de Víctor. Era su primo en segundo grado por parte de abuelo, pero todos los hombres de la nave eran tíos, más o menos.
—¿Lo sabe Selmo? —preguntó Víctor.
Isabella se echó a reír.
—Pues claro que lo sabe. Ahora nos reímos. Yo era joven y soñadora. Entonces apenas sabía lo que quería en un marido.
—Así que Alejandra es ingenua y soñadora.
—En absoluto. Sospecho que pensará en ti durante el resto de su vida. Es mucho más madura a los dieciséis de lo que yo lo era a los dieciocho. Mi argumento es que tú no eres un villano, Vico. Te conozco. Te echarás la culpa por esto, y no deberías. Ella es tu prima segunda. En cualquier lugar de la Tierra os podríais haber casado, y nadie habría pestañeado siquiera.
—Tal vez por eso hay más tipos infames y retorcidos en la Tierra.
Isabella se rio.
—Son humanos, Vico. Igual que nosotros. No podemos evitar querer ser superiores. —Le puso una mano en el hombro—. Prométeme que no te torturarás con esto.
¿Qué esperaba de él? ¿Que pudiera quitarse esto de encima y archivarlo como una de esas experiencias vitales que tiene todo el mundo? Isabella tenía buena intención. Eso estaba claro. Lo quería como él quería a Janda. Pero las palabras de consuelo no podían dar el consuelo que ella quería dar. Víctor no iba a despertarse mañana y pensar: Qué valiosa lección vital ha sido. No iba a pasar página. No aquí, al menos. Se dio cuenta ahora. Allá donde se volviera, vería a Alejandra. Todo encendería la chispa de un recuerdo suyo. ¿Cómo podría casarse en esta nave? Aunque la familia meneara a alguien por él dentro de un año o dos, ¿cómo podría pasear a un esposa por los pasillos que le recordaban a otra persona? Naturalmente que el meneo había funcionado para Isabella. Naturalmente que pudo seguir adelante. Había dejado atrás su vida anterior. Había cerrado esa puerta. Nada en su nueva vida le recordaría la antigua. Víctor no tendría esa suerte. No si se quedaba aquí.
«Tengo que marcharme —comprendió—. Ir a Luna, tal vez. O a la Tierra o a Marte». —No sabía cómo conseguirlo, pero supo en este mismo instante que era lo que tenía que hacer.
Miró a Isabella y le dirigió la sonrisa que ella esperaba.
—Lo haré lo mejor que pueda.
Ella pareció alegrarse.
—Bien. Te estaré vigilando. Si siento algo de autorrepulsa, te daré una paliza que te dejará sin sentido.
—Estoy seguro de que serías capaz de hacerlo. Pero, sinceramente, estaré bien.
—No, no lo estarás. Pero me alegra que lo intentes.
Se despidieron entonces. Víctor fue a las taquillas y se quitó el traje espacial. Tendría que decirle a sus padres que se iba. Su madre discutiría con él, pero su padre le vería el sentido. Por mucho que odiara admitirlo, estaría de acuerdo con Víctor. No se marcharía inmediatamente, claro. No tenía los medios. Pasarían meses antes de que encontraran a otra familia dispuesta a darle a Víctor pasaje en esa dirección. Pero podía prepararse ahora. Podía empezar hoy. Luna, la Tierra y Marte tenían gravedad, y las piernas de Víctor no eran lo bastante fuertes para soportar ges. Necesitaba entrenamiento de fuerza. Necesitaba la fuga.
La cámara centrífuga estaba en el corazón de la nave. Solo dejaba de girar dos veces por hora, para dejar a la gente entrar o salir, así que Víctor tuvo que esperar unos minutos a que la compuerta se abriera. Dentro había una docena de personas dispersas por toda la sala, la mayoría de ellas de pie en la pared o en el suelo, esperando a que la fuga volviera a adquirir velocidad para poder continuar con sus ejercicios. Unos cuantos como Víctor acababan de entrar, y estos se dirigieron a la pared donde colgaban todas las grebas magnéticas. Víctor los siguió, sintiendo ya la fuerza centrípeta tirar de él hacia el suelo.
Encontró un par de grebas que parecían ser de su tamaño y se las ató a las espinillas. Pronto estuvo erguido, sus pies sujetos firmemente al suelo por los imanes. Las grebas no eran como la gravedad de verdad. Más bien como un sexto de g, o lo que se podía experimentar en la superficie de Luna. El truco con las grebas era que tenías que trabajar duro para mantener las piernas bajo tu cuerpo, empujando constantemente los pies hacia delante cuando dabas un paso, y tirando contra el tirón de las grebas.
Pero las grebas no eran suficientes para condicionar sus piernas, sobre todo si pensaba en Marte o la Tierra. Necesitaba también tiempo en las cintas sin fin. Se dirigió al centro de la sala hasta la escotilla que conducía a la fuga dentro de la fuga: la pista, la sala donde se guardaban las cintas sin fin. Notó que se hacía más pesado a medida que la fuga adquiría velocidad. Cuando estuviera a plena potencia, el tirón de los imanes combinado con el giro sería de medio g.
A su derecha estaba la guardería, una larga fila de salas de paneles de cristal donde vivían los niños menores de dos años. En una sala, un bebé daba unos pocos brazos vacilantes en brazos de un adulto, dirigiéndose a los brazos expectantes de otro. Sin la gravedad simulada de la fuga, los bebés nunca desarrollarían los músculos necesarios para caminar, ni aprenderían a hacerlo.
Había algunas familias de mineros libres que no tenían fugas ni grebas magnéticas y que preferían volar siempre en gravedad cero. Pero los murciélagos, como eran conocidos, eran completamente inútiles en los suelos planetarios. Sus niños no sabían andar ni mantenerse en pie, pues sus piernas eran delgadas y atrofiadas.
Concepción no quería oír hablar del tema. Se obligaba a todos ellos a pasar al menos dos horas al día allí abajo, para impedir que los músculos de las piernas se atrofiaran y que los huesos se volvieran quebradizos. Algunas personas se mantenían en la vertical dondequiera que se encontrasen en la nave, con las grebas puestas mientras trabajaban. Era cuestión de equilibrio y eficacia. La mayor parte del trabajo en la nave requería un asidero seguro para los pies. Era mucho más fácil empujar y tirar y levantar si tus pies estaban anclados.
Víctor llegó a la escotilla y bajó a la pista. Había menos personas allí que en la fuga principal, y todos eran más jóvenes que él y caminaban, corrían, escuchaban música en sus cascos, llevaban gafas de películas, leían. Sin embargo, todos estaban en vertical. Víctor se ató a una cinta sin fin y la calibró a tres cuartos de g. Caminó despacio al principio, luego gradualmente fue aumentando hasta una carrera ligera. Después de veinte minutos las pantorrillas le picaban y los muslos le ardían. Cuando bajó el nivel de gravedad y empezó a enfriarse, se preguntó cuánto tendría que entrenar cada día para prepararse para su partida.
Su palmar empezó a destellar.
Víctor paró la cinta sin fin. El mensaje era de Edimar, la hermana de catorce años de Janda. Era aprendiz de oteadora y observaba el movimiento en el espacio: cometas, asteroides, todo lo que pudiera suponer una amenaza de colisión para la nave. El mensaje decía: «Ven al nido del cuervo. ¡¡Urgente!!».
Víctor no vaciló. Salió de la fuga en cuanto dejó de girar, luego se movió con rapidez por la nave, las piernas todavía ardiendo, la camisa empapada de sudor.
El nido del cuervo era una cúpula de cristal situada en lo alto de la cubierta superior, muy por encima del cuerpo principal de la nave. Víctor subió volando por el largo y estrecho tubo que conducía a la sala y luego se metió por el agujero para llegar a la planta. La sala estaba oscura, y los miles de millones de estrellas más allá de la cúpula de cristal brillaban con tal claridad y tan nítidamente que Víctor sintió como si estuviera fuera de la nave.
Edimar flotaba ingrávida por la sala, llevando sus gafas de datos. Los ordenadores eran enormemente sensibles a la luz, así que los oteadores llevaban gafas pegadas a la piel con pantallas interiores en vez de usar brillantes monitores informáticos.
—Épa, Mar. ¿Cuál es la emergencia? —preguntó Víctor.
Edimar se quitó las gafas.
—Siempre me has tomado en serio, Vico. Incluso cuando nadie más lo hacía. Siempre me has tratado como si fuera lista.
—Eres lista, Edimar. ¿Qué ocurre?
—Y Jandita dijo que si alguna vez necesitaba ayuda con algo, podía acudir a ti. Dijo que me tratarías justamente, que me ayudarías.
—Por supuesto, Mar. ¿Qué ocurre?
—Quiero enseñarte una cosa. Y quiero que seas sincero conmigo y me digas qué crees que es.
—De acuerdo.
Buscó otro par de gafas y se las tendió.
—El Ojo vio algo que no tiene sentido. Y no quiero que un montón de gente se ría de mí si no es nada.
El Ojo era el sistema informático que escaneaba constantemente el cielo en todas direcciones, buscando cualquier objeto que pudiera chocar con la nave. En términos de seguridad, era una de las piezas de equipo más importante a bordo. Incluso las rocas pequeñas, si se movían lo suficientemente rápido, podían lisiar la nave y resultar fatales.
—¿Se lo has enseñado a tu padre? —preguntó Víctor.
Ella pareció horrorizada.
—Pues claro que no.
—¿Por qué? Él es el oteador. Será mejor ayuda que yo interpretando lo que el Ojo ve.
—Mi padre cree que no valgo para este trabajo, Vico. Tiene confianza cero en mí. Quería hijos y tuvo tres hijas. El único motivo por el que soy su aprendiz y no algún chico es porque Concepción le obligó a aceptarme. No puedo acudir a él con algo que es un error. Nunca me lo dejaría pasar. Hasta puede que vaya a ver a Concepción con la prueba de que no soy adecuada para este trabajo.
Víctor conocía bien al padre de Janda y Edimar, y le parecía una descripción muy precisa. Sabía que no debería preguntar, pero lo hizo de todas formas.
—Entonces ¿por qué trabajas con tu padre, Mar? Si es tan difícil, tal vez te gustaría hacer otra cosa, estar con otra gente.
Ella pareció irritarse.
—Porque me gusta lo que hago, Vico. Me gusta trabajar en el Ojo. Y porque él es mi padre. ¿Por qué no trabajas tú en la lavandería o en la cocina, si es tan fácil cambiar?
Él alzó las manos en gesto de rendición.
—Lo siento. Olvida lo que he preguntado. ¿Qué ha visto el Ojo?
Ella pareció molesta y no dijo nada durante un momento, como si considerara si quería implicarlo después de todo. Entonces su rostro se suavizó y ella se relajó.
—Las gafas —dijo, poniéndose las suyas.
Víctor se puso las gafas y miró la pantalla en blanco.
—¿Se supone que debo ver algo?
—Todavía no. Primero déjame explicar. He programado el Ojo para que me notifique si algún movimiento exterior es eclíptico, aunque no parezca que vaya a haber una colisión. El movimiento ahí es más raro, pero me gustan los cometas fríos. Antes de que el sol los caliente y les dé cola, creo que molan mucho. Pienso que si soy la primera persona en divisar uno nuevo, podré ponerle mi nombre. Es una tontería, lo sé.
—En absoluto —dijo Víctor—. Que le pongan a un cometa tu nombre parece bastante chévere.
Pudo oír la sonrisa en su voz.
—Yo también lo creo —dijo, y entonces volvió al tema—. El Ojo estaba mirando más allá de la eclíptica, recibiendo datos realmente limpios.
Los datos limpios quería decir que había habido relativamente poco polvo espacial u otras partículas flotando ante el campo de visión del Ojo. Significaba que podía ver muy lejos.
—Entonces el Ojo detectó movimiento y me alertó —dijo Edimar—. Pedí una visual y recibí esto.
Una imagen del espacio apareció en las gafas de Víctor. No parecía muy distinta de cualquier otra imagen del espacio.
—¿Se supone que tengo que ver algo no habitual? —preguntó él.
—El movimiento fue aquí. —Edimar dibujó en la tableta con su punzón, y un círculo diminuto apareció en la imagen del espacio. Entonces hizo zoom hasta que el diminuto círculo llenó la pantalla.
Víctor entornó los ojos.
—Sigo sin ver nada.
—Ni yo tampoco. Lo que significa que lo que el Ojo vio está en el espacio profundo. Si estuviera cerca, tendríamos mejor resolución visual. Y si está ahí fuera y el Ojo detectó su movimiento, entonces debe moverse a una velocidad de locura. El problema es que el Ojo no me da suficientes datos para determinar la trayectoria del objeto. Todo lo que sé es que hay un movimiento rápido. Pero la velocidad disminuye con el tiempo. Significa que el objeto o bien cambia de velocidad o de dirección, una cosa o la otra. O bien frena, o bien se vuelve hacia nosotros o se aleja, haciendo que parezca que frena respecto a nosotros. Pero nada de eso es muy probable. He hecho análisis basándome en una docena de distancias diferentes y posibles direcciones de movimiento y lo único que explica los datos que me proporciona el Ojo es la deceleración.
—¿Está frenando? —dijo Víctor—. Los objetos naturales en el espacio no frenan por sí mismos, Mar.
—No, no lo hacen. Y cuando digo que se mueve rápido, Vico, quiero decir rápido. Al cincuenta por ciento de la velocidad de la luz de rápido. Y esa es su velocidad ahora, después de continuar decelerando. Los objetos interestelares no van tan rápido, no se giran sin un pozo de gravedad, y no deceleran. Así que dime, ¿me están gastando una broma?
—No lo creo.
—¿Debería olvidarlo?
—Edimar, creo que estamos viendo una nave espacial.
—Nada va tan rápido.
—Nada hecho por los humanos.
Con estas palabras de Víctor, Edimar se relajó visiblemente y una sonrisa tonta apareció en su cara.
—¿Entonces no estoy loca por pensar que tenemos una astronave alienígena? ¿Una nave que viaja casi a la velocidad de la luz y que entra en nuestro sistema y frena?
—O bien es una nave hiperlumínica o alguien ha rebatido un montón de leyes de la física. Y es alienígena o alguna corporación o gobierno está experimentando con una tecnología tan avanzada que los hará dueños del universo.
—Así que debería llamar a un adulto.
—Deberías llamar al Consejo. O lo haré yo. Esto no es solo importante: es tan importante que tienen que tomar decisiones al respecto ahora mismo.
—¿Por qué tanta prisa?
—Porque bien puede estar dirigiéndose a la Tierra.