Aunque Marco Calpurnio Bíbulo pronunció su discurso desde la tribuna para anunciar que se retiraba a su casa a contemplar el cielo ante una gran multitud de gente que en su mayoría se había congregado en Roma para los juegos de primavera, César decidió no contestarle públicamente. Convocó al Senado a sesión y llevó a cabo la reunión a puerta cerrada.
—Marco Bíbulo, muy correctamente, ha enviado las fasces al templo de Venus Libitina, y allí se quedarán hasta las calendas de mayo, cuando yo las recogeré, según es mi derecho. No obstante, no podemos permitir que este año sea uno de esos en que todo se reduce a que cualquier asunto público se vaya a pique. Es mi deber para con los electores de Roma cumplir el mandato que me otorgaron a mí, ¡y a Marco Bíbulo!, para que gobernase. Por lo tanto, pienso gobernar. La profecía que citó Marco Bíbulo desde la tribuna es una que conozco, y tengo dos argumentos que hacer en cuanto a la interpretación que ha dado Marco Bíbulo: primero, que el año concreto en que se cumplirá la profecía no está claro; y segundo, que puede interpretarse por lo menos de cuatro maneras. De modo que mientras los quindecimviri sacri faciundis examinan la situación y llevan a cabo las oportunas investigaciones, debo asumir que la acción de Marco Bíbulo está invalidada. Una vez más ha asumido por su cuenta la tarea de interpretar la mos maiorum religiosa de Roma para favorecer sus propios fines políticos. Igual que los judíos, nosotros llevamos nuestra religión como parte del Estado, y creemos que el Estado no puede prosperar si se profanan las leyes y costumbres religiosas. No obstante, somos únicos en el hecho de que tenemos contratos legales con nuestros dioses, con los cuales hacemos tratos de poder y regateamos concesiones. Lo importante es que mantengamos las fuerzas divinas debidamente canalizadas, y la mejor manera de hacerlo es ateniéndonos a nuestra parte del trato y haciendo todo lo que esté en nuestro poder por mantener la prosperidad y el bienestar de Roma. La acción de Marco Bíbulo consigue lo contrario, y los dioses no se lo agradecerán. Morirá lejos de Roma y sin consuelo.
¡Oh, ojalá Pompeyo diera la impresión de encontrarse algo más a gusto! ¡Después de una carrera tan larga como la suya cualquiera pensaría que habría de saber que las cosas no siempre vienen rodadas! Todavía le queda mucho de bebé mimado. Quiere que todo sea perfecto. Espera conseguir aquello que quiere y además que lo apruebe todo el mundo.
—Depende de esta Cámara decidir qué rumbo debo tomar yo —continuó el cónsul senior—. Lo pondré a votación. Aquellos que opinen que debe cesar toda actividad a partir de ahora porque el cónsul junior se ha retirado a su casa a contemplar el cielo, por favor, que formen a mi izquierda. Los que opinen que, por lo menos hasta que los Quince entreguen su veredicto, el gobierno debería continuar normalmente que formen a mi derecha. No haré más apelaciones al buen sentido y amor a Roma. Padres conscriptos, que la Cámara se pronuncie ahora.
Fue una jugada calculada que el instinto le decía a César que no debía posponer; cuanto más reflexionasen las ovejas senatoriales acerca de la acción de Bíbulo, más probable era que tuvieran miedo de desafiarla. En cambio si actuaba ya, cabía una posibilidad.
Pero el resultado sorprendió a todos; casi el Senado entero pasó a la derecha de César, lo cual indicaba la ira que sentían aquellos hombres ante la caprichosa determinación de Bíbulo de derrotar a César, aun a costa de arruinar a Roma. Los pocos boni que se pusieron a la izquierda permanecieron allí de pie atónitos.
—¡Yo tengo que hacer una enérgica protesta, Cayo César! —gritó Catón mientras los senadores volvían a sus lugares.
Pompeyo, con el ánimo muy alto ante aquella rotunda victoria del buen sentido y el amor a Roma, se volvió contra Catón con las garras sacadas.
—¡Siéntate y calla, remilgado mojigato! —rugió—. ¿Quién te has creído que eres para erigirte en juez y en jurado? ¡No eres más que un ex tribuno de la plebe que no llegará nunca a ser siquiera pretor!
—¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! —voceó Catón, que empezó a tambalearse como un mal actor atravesado por una daga de papel—. ¡Escuchad al gran Pompeyo, que fue cónsul antes de estar cualificado siquiera para presentarse a mero tribuno de la plebe! ¿Quién te has creído que eres tú? ¿Qué, ni siquiera lo sabes? ¡Pues permíteme que yo te lo diga! ¡Un anticonstitucional sin principios, un pedazo de arrogante no romano y caprichoso, eso es lo que tú eres! En cuanto a quién eres, eres un galo que piensa como un galo; un carnicero que es el hijo de un carnicero; un alcahuete que se la chupa a los patricios para que le permitan negociar matrimonios que quedan muy por encima de él; un chulo al que le gusta vestir bien para oír a la multitud extasiada y sentimental; un potentado del Este al que le gusta vivir en palacios; un rey que se pavonea; un orador capaz de dormir a un carnero en celo; un político que tiene que contratar a políticos competentes; un radical peor que los hermanos Graco; un general que, en veinte años, no ha luchado en una batalla sin tener por lo menos el doble de tropas que el enemigo; un general que llega haciendo cabriolas y recoge los laureles cuando en realidad otros hombres, mucho mejores que él, han hecho todo el auténtico trabajo; un cónsul que tenía que consultar un libro de instrucciones para saber cómo actuar. ¡Y UN HOMBRE QUE EJECUTÓ A CIUDADANOS ROMANOS SIN JUICIO, POR EJEMPLO A MARCO JUNIO BRUTO!
La Cámara no pudo contenerse. Prorrumpió en vítores, chirridos, silbidos, gritos de júbilo; los pies aporreaban el suelo hasta hacer temblar el techo, las manos aplaudían como tambores… Sólo César supo el esfuerzo tan duro que tuvo que hacer para permanecer sentado impasible, con las manos caídas a los costados y los pies recatadamente juntos. ¡Oh, qué diatriba gloriosa! ¡Oh, qué maestría! ¡Oh, haber vivido para oírla era un privilegio!
Luego vio a Pompeyo y se le hundió el corazón. ¡Oh, dioses, el tonto se estaba tomando a pecho aquel histérico aplauso! ¿No lo comprendía aún? A ninguno de los presentes le importaba a quién iba dirigida ni cuál era el objetivo de aquella diatriba. ¡Pero era la mejor diatriba improvisada que se había hecho desde hacía años! ¡El Senado de Roma aplaudiría a un mono tingitano que le echara una reprimenda a un burro sólo con que lo hiciera la mitad de bien que Catón! Pero Pompeyo estaba allí sentado, más abatido de lo que debió estar cuando Quinto Sertorio le dio quince y raya en Hispania. ¡Derrotado! Conquistado por una lengua descarada. Hasta aquel mismo momento César no comprendió qué grande era la inseguridad y el ansia de ser bien considerado que había dentro de Pompeyo el Grande.
Hora de actuar. Después de disolver la reunión permaneció de pie en el estrado curul mientras los extasiados senadores salían hablando unos con otros excitadamente, la mayoría de ellos apiñados alrededor de Catón dándole palmaditas en la espalda y vertiendo elogios sobre su cabeza. Lo peor de todo era que Pompeyo estaba sentado en su silla con la cabeza gacha, y eso significaba que él, César, no podía hacer lo que sabía que era lo correcto: felicitar tan calurosamente a Catón como si hubiera sido un leal aliado político. Pero tuvo que poner cara de indiferencia por si Pompeyo lo veía.
—¿Has visto a Craso? —le preguntó Pompeyo con tono exigente cuando estuvieron solos—. ¿Lo has visto? —Había levantado la voz hasta convertirla en un chillido estridente—. ¡Poniendo a Catón por las nubes! ¿De qué parte está ese hombre?
—De nuestra parte, Pompeyo. Si te tomas la reacción de la Cámara hacia Catón como una crítica personal, es que no tienes la piel lo suficientemente curtida, amigo mío. El aplauso ha sido para un discurso magnífico, nada más. Normalmente Catón es un aburrimiento aplastante, que no hace más que perorar sin fin. Pero esto de hoy ha sido muy bueno en su estilo.
—¡Iba dirigido a mí! ¡A mí!
—Ojalá hubiera ido dirigido a mí —dijo César aguantándose el mal genio—. Tu error ha sido no unirte a los vítores. Así habrías salido del trance con deportividad. Nunca muestres debilidad en política, Magnus, no importa cómo te sientas por dentro. Se te ha metido debajo de la armadura y has permitido que todos lo vean.
—¡Tú también estás con ellos!
—No, Magnus, no estoy con ellos, como tampoco lo está Craso. Digamos que mientras tú andabas por ahí consiguiendo victorias para Roma, Craso y yo estábamos haciendo nuestro aprendizaje en la arena política. —Se inclinó, le puso una mano debajo del codo a Pompeyo y lo hizo ponerse en pie haciendo gala de una fuerza que Pompeyo no se hubiera esperado en un individuo tan delgado—. Ven, creo que ya se habrán ido.
—¡No podré aparecer en la Cámara nunca más!
—Tonterías. Estarás allí en la próxima reunión con la cara tan radiante como siempre; te acercarás a Catón, le estrecharás la mano y le felicitarás. Exactamente igual que haré yo.
—¡No, no, yo no puedo hacerlo!
—Bueno, no convocaré al Senado hasta dentro de varios días. Cuando tengas que hacerlo, estarás preparado. Ahora ven a mi casa y cena conmigo. Si no, te irás a esa enorme casa vacía de las Carinae sin mejor compañía que tres o cuatro filósofos. Verdaderamente, deberías volver a casarte, Magnus.
—Ya me gustaría, pero no he visto ninguna mujer que me guste. No es tan urgente una vez que un hombre tiene un par de hijos y una hija que redondean la familia. ¡Además, mira quién va a hablar! Tampoco hay ninguna esposa en la domus publica, y ni siquiera tienes un hijo.
—Un hijo me gustaría, pero no es necesario. Tengo suerte con mi única hembra, mi hija. No la cambiaría ni por Venus y Minerva juntas, y no lo digo sacrílegamente.
—Está comprometida con el joven Cepión Bruto, ¿verdad?
—Sí.
Cuando entraron en la domus publica, el anfitrión se ocupó de instalar a Pompeyo en la mejor silla que había en el despacho y de ponerle el vino al alcance de la mano; luego se excusó para ir a buscar a su madre.
—Tenemos un invitado a cenar —dijo César asomando la cabeza por la puerta de Aurelia—. Se trata de Pompeyo. ¿Podéis reuniros Julia y tú con nosotros en el comedor?
Ni un destello de emoción cruzó por el rostro de Aurelia. Dijo que sí con la cabeza y se levantó del escritorio.
—Desde luego, César.
—¿Nos avisarás cuando esté la cena?
—Naturalmente —dijo Aurelia; y se alejó con pasos ligeros hacia la escalera.
Julia estaba leyendo y no oyó entrar a su abuela; por principio Aurelia nunca llamaba, pues pertenecía a esa escuela de padres que consideraban que los jóvenes deberían ser entrenados para continuar comportándose con propiedad aunque se encuentren a solas. Ello enseñaba autodisciplina y cautela. El mundo podía ser un lugar cruel; a un niño le iba mejor si estaba preparado para ello.
—¿Hoy no está Bruto?
Julia se levantó, sonrió, suspiró.
—No, avia, hoy no. Tiene una especie de reunión con los directores de sus negocios y creo que los tres van a cenar después en casa de Servilia. A ella le gusta enterarse de lo que pasa, aunque ahora ya permite que Bruto se ocupe de sus asuntos.
—Bueno, eso le gustará a tu padre.
—¿Oh? ¿Por qué? Creí que le caía bien Bruto.
—Le cae muy bien, pero hoy ha traído a un invitado a cenar con nosotros, y quizás quieran conversar en privado. A nosotras no se nos permite quedarnos en cuanto se haya retirado la comida, pero a Bruto no podrían hacerle eso, ¿no te parece?
—¿Quién es? —preguntó Julia, a quien en realidad eso no le interesaba.
—No lo sé, no me lo ha dicho.
—Hmm, esto va a ser difícil, pensó Aurelia. ¿Cómo la convenzo para que se ponga su túnica más atractiva sin descubrir la estratagema? Se aclaró la garganta—. Julia, ¿te ha visto tata con el vestido nuevo de tu cumpleaños?
—No, creo que no.
—Entonces, ¿por qué no te lo pones ahora? ¿Y las joyas de plata que te regaló? ¡Qué inteligente fue al regalarte plata en lugar de oro! No tengo ni idea de quién está con él, pero es alguien importante, así que le gustará que las dos estemos lo más guapas posible.
Parecía que todo aquello no había sonado demasiado forzado; Julia simplemente sonrió y asintió.
—¿Cuánto falta para la cena?
—Media hora.
—¿Qué significa exactamente para nosotros que Bíbulo se haya retirado a su casa a contemplar el cielo? —le preguntó Pompeyo a César—. Por ejemplo, ¿podrían ser invalidadas nuestras leyes el año que viene?
—No las que habíamos ratificado antes de hoy, Magnus, así que Craso y tú estáis a salvo. Es mi provincia la que corre gran peligro, pues tendré que utilizar a Vatinio y a la plebe, aunque la plebe no está sometida a restricciones religiosas, así que dudo mucho de que el hecho de que Bíbulo se dedique a contemplar el cielo pueda hacer que los plebiscitos y las actividades de los tribunos de la plebe parezcan sacrílegos. No obstante, tendríamos que defenderlo en juicio, y depender del pretor urbano.
El vino, el mejor de César —y el más fuerte—, estaba empezando a devolverle el equilibrio a Pompeyo, aunque su ánimo seguía bajo. La domus publica favorecía a César, reflexionó Pompeyo, todos aquellos colores oscuros y profundos, así como los suntuosos adornos dorados. Nosotros, los rubios, estamos más favorecidos contra fondos así.
—Desde luego, ya sabes que tendremos que legislar otra ley de tierras —dijo bruscamente Pompeyo—. Yo voy y vengo de Roma constantemente, así que he visto por mí mismo cómo les va a los comisionados. Necesitamos el Ager Campanus.
—Y los terrenos públicos de Capua. Sí, ya lo sé.
—Pero Bíbulo lo hace inútil.
—Puede que no, Magnus —dijo César tranquilamente—. Si lo redacto como una ley suplementaria adjunta a la ley original será menos vulnerable. Los comisionados y los hombres del comité no cambiarían, pero eso no es ningún problema. Ello significaría que veinte mil de tus veteranos pueden ser instalados allí durante este año, más cinco mil romanos del proletariado que serán la levadura del nuevo pan de la colonización. Y con la misma rapidez deberíamos ser capaces de instalar a veinte mil veteranos más en otras tierras. Lo cual nos deja con tiempo suficiente para desahuciar de sus terrenos a lugares como Aretio, y así ejercer mucha menos presión sobre el Tesoro para comprar tierras privadas. Ese es el argumento que tenemos para coger el ager publicus de Campania, el hecho de que el Estado ya es dueño de esas tierras.
—Pero entonces dejará de percibir las rentas —dijo Pompeyo.
—Cierto. Aunque tú y yo sabemos que las rentas no son tan lucrativas como deberían ser. Los senadores se muestran reacios a pagar.
—Y también las esposas de senadores con fortuna propia —dijo Pompeyo con una sonrisa.
—¿Ah, sí?
—Terencia. No quiere pagar ni un sestercio de renta, aunque tiene arrendados bosques enteros de robles para los cerdos. Muy provechoso. ¡Es dura como el mármol, esa mujer! ¡Oh, dioses, me da lástima Cicerón!
—¿Y cómo consigue ella salirse con la suya?
—Calcula que hay algún bosquecillo sagrado en alguna parte de sus tierras.
—¡Qué pájara más lista! —dijo César al tiempo que se echaba a reír.
—No está mal, pues el Tesoro no se está portando bien con el hermano de Cicerón, Quinto, ahora que va a regresar de la provincia de Asia.
—¿En qué sentido?
—Insiste en pagarle su último estipendio en cistophori.
—¿Y qué hay de malo en eso? Son de buena plata, y valen cuatro denarios cada uno.
—Siempre que consigas que alguien te los acepte —dijo Pompeyo riendo entre dientes—. Yo traje conmigo bolsas, bolsas y más bolsas de ellos, pero nunca pensé que fueran a pagarle a la gente con ellos. ¡Ya sabes lo recelosa que es la gente en lo referente a monedas extranjeras! Le sugerí al Tesoro que los fundiera y los convirtiera en lingotes.
—Eso significa que el Tesoro no le tiene simpatía a Quintó Cicerón.
—Me pregunto por qué.
En aquel momento Eutico llamó a la puerta para decir que la cena estaba servida, y los dos hombres recorrieron la corta distancia que los separaba del comedor. A menos que se utilizasen para acomodar a un grupo de personas más numeroso, cinco de los canapés estaban retirados para que no estorbasen; el canapé que quedaba, con dos sillas colocadas enfrente, al otro lado de una mesa larga y estrecha, a la altura de la rodilla, estaban situados en la parte más bonita de la sala, con vistas a la columnata y al peristilo principal.
Cuando César y Pompeyo entraron, dos sirvientes les ayudaron a quitarse las togas, que eran tan enormes y entorpecían tanto que con ellas puestas era completamente imposible reclinarse. Las doblaron cuidadosamente y las pusieron a un lado mientras los hombres se sentaban en el canapé, y se quitaban los zapatos senatoriales, con sus hebillas en forma de media luna, en espera de que los mismos dos sirvientes les lavasen los pies. Pompeyo, naturalmente, ocupó el locus consularis, uno de los extremos del canapé, que era el sitio de honor. Apoyaron la mitad del vientre y la mitad de la cadera izquierda, así como el brazo izquierdo y el codo en un cojín cilíndrico. Como tenían los pies en el borde de atrás del canapé, el rostro les quedaba por encima de la mesa, y todo lo que había en ella bien al alcance de la mano. Les presentaron palanganas para que se lavasen las manos y paños para secarse.
Pompeyo se sentía mucho mejor; ya no le dolía tanto el insulto. Contempló con aprobación el peristilo, con aquellos fabulosos frescos de vírgenes vestales, el magnífico estanque y las fuentes de mármol. Lástima que no entrase allí más sol. Luego empezó a recorrer con la mirada los frescos que adornaban las paredes del comedor, que desarrollaban la historia de la batalla del lago Regilus, cuando Cástor y Pólux salvaron Roma.
Y justo cuando llegó con la mirada a la puerta, la diosa Diana entró en la habitación. ¡Tenía que ser Diana! La diosa de la noche iluminada por la luna, medio etérea, moviéndose con tal gracia y belleza plateada que no hacía ruido. La diosa doncella desconocida por los hombres, quienes la miraban y sufrían de tan casta e indiferente como era ella. Pero esta Diana, que ahora avanzaba por la sala, lo vio mirándola fijamente y se tambaleó un poco y abrió mucho los ojos azules.
—Magnus, ésta es mi hija Julia. —César indicó con un gesto la silla que estaba enfrente, al lado del canapé que ocupaba Pompeyo—. Siéntate, Julia, y hazle compañía a nuestro invitado. ¡Ah, aquí está mi madre!
Aurelia se sentó enfrente de César mientras algunos de los criados empezaban a servir la comida y otros colocaban copas y servían vino y agua. A las mujeres, observó Pompeyo, solamente se les servía agua.
¡Qué hermosa era! ¡Qué deliciosa, qué encantadora! Y después de aquella ligera vacilación que tuvo al verlo, ella se comportaba como lo haría un ser de ensueño, indicándole cuáles eran los platos que los cocineros hacían mejor, sugiriéndole que probase esto o aquello con una sonrisa que no contenía indicio alguno de timidez, pero que tampoco era sensualmente invitadora. Pompeyo se aventuró a preguntarle cómo pasaba ella su tiempo —¿a quién le importaba cómo empleara ella el tiempo de día… qué era lo que hacía durante las noches, cuando la luna cabalgaba en lo alto y la transportaba en su carroza hasta las estrellas?—, y ella le explicó que leía libros, iba a dar paseos o visitaba a las vestales o a sus amigas, respuesta que dio con una suave voz profunda, como alas negras que se batieran en un cielo luminoso. Cuando Julia se inclinó hacia adelante, él pudo ver cuán tierno y delicado era su pecho, aunque no pudo verle los senos. Tenía los brazos frágiles pero redondos, con un hoyuelo en cada codo, y la piel de alrededor de los ojos tenía un leve tono violeta, y el brillo plateado de la luna en cada párpado. ¡Qué pestañas tan largas y transparentes! Y unas cejas tan rubias que apenas se veían. No llevaba pintura, y aquella boca de color rosa pálido lo volvió loco de deseo por besarla, tan llena de pliegues, con surcos en las comisuras que prometían risa.
Por lo que a ellos dos atañía, César y Aurelia podían no haber existido. Hablaron de Homero y de Hesíodo, de Jenofonte y de Píndaro, y de los viajes de Pompeyo al Este; Julia estaba pendiente de las palabras de él como si tuviera el don de la palabra, como Cicerón, y lo acosaba con toda clase de preguntas acerca de todo, desde los albaneses hasta los lagos cercanos al mar Caspio. ¿Había visto él el monte Ararat? ¿Cómo era el templo judío? ¿De verdad caminaba la gente sobre las aguas del Palus Asphaltites? ¿Había visto alguna vez a una persona negra? ¿Cómo era el rey Tigranes?
¿Era cierto que las amazonas habían vivido en la antigüedad en el Ponto, en la desembocadura del río Termodonte? ¿Había visto él alguna vez a una amazona? Se decía que Alejandro el Grande había conocido a la reina de las Amazonas en algún punto del curso del río Jaxartes. ¡Oh, qué maravillosos nombres eran aquéllos: Oxo y Araxes y Jaxartes…! ¿Cómo había lenguas humanas capaces de inventar unos sonidos tan raros?
Y el seco y pragmático Pompeyo, con aquel estilo tan lacónico y su escasa educación, se alegró profundamente de que su vida en el Este y Teófanes le hubieran iniciado en la afición a la lectura; pronunció palabras de las que no era consciente de que su mente hubiera asimilado, y expresó pensamientos que no había comprendido que pudiera tener. Habría preferido morir antes que decepcionar a aquella exquisita joven que le miraba el rostro como si fuera la fuente de toda sabiduría y la cosa más hermosa que ella nunca hubiera contemplado.
La comida permaneció en la mesa mucho más tiempo del que el atareado e impaciente César solía tolerar, pero cuando empezó a hacerse de noche en el peristilo le hizo una casi imperceptible señal con un movimiento de cabeza a Eutico y reaparecieron los criados. Aurelia se levantó.
—Julia, es hora de que nos vayamos —dijo.
Embebida en la conversación acerca de Esquilo, Julia se sobresaltó y volvió a la realidad.
—Oh, avia, ¿ya? —preguntó—. ¡Cómo ha pasado el tiempo!
Pero, según observó Pompeyo, Julia no dio la impresión de no querer marcharse ni de palabra ni por la expresión, y no pareció que le sentase mal la conclusión de lo que, según le había dicho ella, era una ocasión especial; a Julia no se le permitía estar en el comedor cuando su padre tenía invitados, pues todavía no había cumplido dieciocho años.
Se puso en pie y le tendió la mano a Pompeyo de un modo amistoso, esperando que él se la estrechase. Pero Pompeyo, aunque no era muy dado a ese tipo de cosas, le cogió la mano como si pudiera romperse en fragmentos, se la llevó a los labios y la besó suavemente.
—Gracias por tu compañía, Julia —le dijo al tiempo que le sonreía y la miraba a los ojos—. Bruto es una persona muy afortunada. —Y cuando las mujeres ya se habían marchado, le dijo a César—: Bruto es realmente un tipo afortunado.
—Eso creo yo —dijo César sonriendo, porque algo le estaba pasando por la cabeza a él.
—¡Nunca he conocido a nadie como ella!
—Julia es una perla que no tiene precio.
Después de lo cual no parecía que quedase mucho por decir. Pompeyo se despidió.
—Vuelve pronto, Magnus —le dijo César a la puerta.
—¡Mañana si quieres! Tengo que ir a Campania pasado mañana, y estaré ausente por lo menos ocho días. Tenías razón. No se puede vivir de una manera satisfactoria con sólo tres o cuatro filósofos por compañía. ¿Por qué crees que los tenemos en nuestras casas?
—Para tener una compañía masculina inteligente que no es probable que seduzcan a la mujer de la casa y se conviertan en sus amantes. Y para conservar puro nuestro idioma griego, aunque me han dicho que Lúculo se cuidó de introducir unos cuantos solecismos gramaticales en la versión griega de sus memorias para satisfacer a los literati griegos que no quieren creer que ningún romano hable y escriba griego perfectamente. En lo que a mí respecta, nunca me he sentido tentado de adoptar la costumbre de tener filósofos en mi casa. Son unos parásitos.
—¡Tonterías! Tú no los tienes porque eres un gato montés. Prefieres vivir y cazar solo.
—Oh, no —dijo César suavemente—. Yo no vivo solo. Soy uno de los hombres más afortunados de Roma, pues vivo con una Julia.
La cual subió a sus habitaciones exaltada y exhausta; sentía vivo en la mano el contacto de aquel beso de Pompeyo. Allí estaba el busto de Pompeyo en el estante; se acercó a él, lo bajó y lo tiró al cubo de basura que había en un rincón. La estatua no era nada, ya no la necesitaba ahora que había visto, había conocido y había hablado con el hombre auténtico. Era bastante alto, aunque no tanto como tata. Tenía unos hombros muy anchos y todo él era muy musculoso; mientras estaba reclinado en el canapé, su vientre permanecía tenso, no tenía una de esas barrigas propias de hombres de mediana edad que le estropeara la figura. Su rostro era maravilloso, con los ojos más azules que ella hubiera visto nunca. ¡Y qué pelo! Oro puro, en grandes cantidades. Cómo se lo peinaba desde la frente formando un tupé. ¡Qué guapo! No como tata, que era un romano clásico, sino bastante más interesante porque resultaba más fuera de lo corriente. Como a Julia le gustaban las narices pequeñas, no encontró nada que criticar en aquel órgano de Pompeyo. ¡Y también tenía las piernas bonitas!
La siguiente parada fue ante el espejo, un regalo de tata que avia no aprobaba, porque estaba montado sobre un pedestal encima de un pivote giratorio, y su elevada superficie de plata pulida reflejaba de la cabeza a los pies al que allí se miraba. Se quitó toda la ropa y se sometió a examen. ¡Demasiado delgada! ¡Apenas tenía pechos! ¡Ni hoyuelos! En vista de lo cual prorrumpió en llanto, se arrojó sobre la cama y estuvo llorando hasta que se quedó dormida, con la mano que él había besado debajo de la mejilla.
—Ha tirado el busto de Pompeyo —le dijo Aurelia a César a la mañana siguiente.
—¡Edepol! Yo creía que le gustaba de veras.
—¡Tonterías, César, es una excelente señal! A ella ya no le satisface una réplica, quiere al hombre de verdad.
—Qué alivio. —César cogió la copa de agua caliente con jugo de limón y dio un trago con una expresión que parecía de alegría—. Hoy viene otra vez a cenar, utilizó un viaje a Campania que tiene que emprender mañana como excusa para volver tan pronto.
—Hoy se completará la conquista —dijo Aurelia.
César sonrió.
—Yo creo que la conquista se completó en el momento en que ella entró en el comedor. Hace años que conozco a Pompeyo, y está tan enganchado al anzuelo que no ha notado siquiera el pincho. ¿No te acuerdas del día en que llegó a casa de tía Julia para pedir a Mucia?
—Sí. Lo recuerdo muy bien. Apestaba a perfume de rosas y parecía tan tonto como un potro en un sembrado. Ayer no se comportó así, ni mucho menos.
—Ha crecido un poco. Mucia era mayor que él. La atracción no es la misma. Julia tiene diecisiete años, y él ya tiene cuarenta y seis —César se estremeció—. ¡Mater, eso son casi treinta años de diferencia! ¿Estoy actuando con demasiada sangre fría? No quisiera ver a Julia desgraciada.
—No lo será. Pompeyo parece poseer el don de agradar a sus esposas mientras continúa enamorado de ellas. Nunca dejará de estar enamorado de Julia, pues ello representa para él la juventud perdida. —Aurelia se aclaró la garganta y se puso un poco roja—. Estoy segura de que eres un espléndido amante, César, pero vivir con una mujer que no sea de tu propia familia te aburre. A Pompeyo le gusta la vida de casado… siempre que la esposa se ajuste a sus ambiciones. No puede poner las miras en nadie por encima de una Julia.
No parecía querer mirar a nadie más elevada que una Julia. Si algo salvó la reputación de Pompeyo después del ataque de Catón, fue el resplandor que Julia le infundió mientras se paseaba por el Foro aquella mañana, después de haber olvidado por completo que había resuelto no volver a aparecer en público. Por el contrario, anduvo de acá para allá hablando con todo el que se presentaba, y era tan evidente que no le importaba la diatriba de Catón que muchos decidieron que la reacción del día anterior había sido solamente la impresión. Hoy no quedaba nada de rencor ni de vergüenza.
Julia ocupaba todo el interior de los ojos de Pompeyo; su imagen se reflejaba en todos los rostros que éste miraba. Niña y mujer en una sola. Y también diosa. ¡Tan femenina, con unos modales tan hermosos, nada afectada! ¿Le habría gustado él a la muchacha? Parecía que sí, aunque nada en su conducta podía interpretarse como una señal, como una seducción. Pero ella estaba prometida con Bruto, que no sólo era inexperto, sino además francamente feo. ¿Cómo podía soportar una criatura tan pura e inmaculada todos aquellos asquerosos granos? Hacía años que estaban prometidos, naturalmente, así que no había sido ella quien había elegido ese matrimonio. En términos sociales y políticos era una unión excelente. Y también estaban los frutos producto del Oro de Tolosa.
Y aquella tarde, después de la cena en la domus publica, Pompeyo tuvo en la punta de la lengua pedírsela a César en matrimonio, a pesar de Bruto. ¿Qué le hizo contenerse? Aquel viejo temor a rebajarse a los ojos de un noble tan patricio como Cayo Julio César. El cual podía entregar a su hija en Roma a quien quisiera. Y se la había entregado a un aristócrata de influencia, riqueza y linaje. Los hombres como César no se paraban a pensar qué pudiera sentir la muchacha, o a tener en cuenta lo que ella desease. Lo mismo, suponía Pompeyo, que le ocurría a él. Su propia hija estaba prometida a Fausto Sila solamente por un motivo: Fausto Sila era producto de la unión entre un patricio, Cornelio Sila —el más grande que había habido en la familia—, y la nieta de Metelo Calvo, el Calvo, hija de Metelo Dalmático, que primero había sido esposa de Escauro, príncipe del Senado.
¡No, César no desearía romper un contrato legal con un Junio Bruto adoptado por los Servilios Cepiones para entregar a su única hija a un Pompeyo de Picenum! A pesar de morirse de ganas de pedirla, Pompeyo nunca la pediría. Así que sintiendo un amor tan profundo como el océano e incapaz de sacarse a aquella diosa de la cabeza, Pompeyo partió para Campania por asuntos propios del comité de tierras y no logró casi nada. Ardía por ella; la deseaba como no había deseado a nadie antes en toda su vida. Y el día después de su regreso a Roma asistió a una nueva cena en la domus publica.
¡Sí, ella se alegró de verle! En aquel tercer encuentro ya habían llegado a la etapa en que Julia le tendía la mano esperando que él se la besase ligeramente, y se sumían inmediatamente en una conversación que excluía a César y a su madre, los cuales evitaban mirarse a los ojos para que no les diera la risa. La cena fue transcurriendo hacia su fin.
—¿Cuándo te casas con Bruto? —le preguntó entonces Pompeyo en voz baja.
—En enero o en febrero del año que viene. Bruto quería casarse este año, pero tata le dijo que no. Tengo que tener cumplidos los dieciocho.
—¿Y cuándo cumples dieciocho?
—En las nonas de enero.
—Estamos a principios de mayo, así que faltan ocho meses.
A Julia le cambió la expresión del rostro, y una mirada de desconsuelo le asomó a los ojos. Pero pudo responder con absoluta compostura.
—No es mucho tiempo.
—¿Amas a Bruto?
Aquella pregunta provocó un pequeño pánico interior, que se reflejó en la mirada de Julia, porque ésta no podía —¿no podía?— mirar hacia otra parte.
—Él y yo somos amigos desde que yo era pequeña. Aprenderé a amarle.
—¿Y si te enamoras de otro?
Julia parpadeó para borrar lo que parecía ser humedad que le empañaba los ojos.
—No puedo permitir que eso ocurra, Cneo Pompeyo.
—¿No crees que podría ocurrir a pesar de las resoluciones que tú tomes?
—Sí, creo que podría ser —repuso Julia muy seria.
—¿Qué harías entonces?
—Me esforzaría por olvidar.
Pompeyo sonrió.
—Pues es una lástima.
—No sería honroso, Cneo Pompeyo, así que tendría que olvidarlo. Si el amor puede nacer, también puede morir.
Pompeyo parecía muy triste.
—He visto mucha muerte en mi vida, Julia. Campos de batalla, mi madre, mi pobre padre, mi primera esposa. Pero nunca ha sido algo que pudiera contemplar desapasionadamente. Por lo menos —añadió sinceramente—, no desde el momento de la vida en que me encuentro ahora. No me gustaría ver morir algo que naciera en ti.
Julia sentía las lágrimas muy cerca; tendría que marcharse.
—¿Me das tu permiso, tata? —le preguntó a su padre.
—¿Te encuentras bien, Julia? —quiso saber César.
—Me duele un poco la cabeza, nada más.
—Creo que debes excusarme a mí también, César —dijo Aurelia al tiempo que se levantaba—. Si le duele la cabeza, necesitará jarabe de amapolas.
Lo cual dejó a César a solas con Pompeyo. Una inclinación de cabeza, y Eutico se encargó de que se retiraran los platos. César le sirvió a Pompeyo vino sin agua.
—Julia y tú os lleváis bien —dijo César.
—Sería un estúpido el hombre que no se llevase bien con ella —le dijo Pompeyo, huraño—. Es única.
—A mí también me gusta —dijo César sonriendo—. En toda su vida nunca ha causado un problema, nunca me ha discutido nada, nunca ha cometido un peccatum. —Ella no ama a Bruto, ese desagradable y desastroso individuo.
—Soy consciente de ello —dijo César tranquilamente.
—Entonces, ¿cómo puedes permitir que se case con él? —exigió Pompeyo airado.
—¿Y cómo puedes permitir tú que Pompeya se case con Fausto Sila? —preguntó a su vez César.
—Eso es diferente.
—¿En qué sentido?
—¡Pompeya y Fausto están enamorados!
—Si no lo estuvieran, ¿romperías el compromiso?
—¡Claro que no!
—Pues ahí tienes.
César volvió a llenar la copa.
—Sin embargo —dijo Pompeyo tras una pausa mientras contemplaba las rosadas profundidades del vino—, parece especialmente una lástima con Julia. Mi Pompeya es una chica vigorosa y fornida, siempre está alborotando por la casa. Sabrá cuidar de sí misma. Mientras que Julia es muy frágil.
—Esa es la impresión que da —dijo César—. Pero en realidad es muy fuerte.
—Oh, sí, sí que lo es. No obstante, acusará todos los golpes que le de la vida.
César giró la cabeza para mirar a Pompeyo a los ojos.
—Ese comentario ha sido muy perspicaz, Magnus. Pero no viene a cuento.
—A lo mejor es porque yo la veo con más claridad a ella que a otras personas.
—¿Y por qué habría de ser así?
—Oh, no sé…
—¿Estás enamorado de ella, Magnus?
Pompeyo miró hacia otra parte.
—¿Qué hombre no lo estaría? —murmuró.
—¿Te gustaría casarte con ella?
El pie de la copa, de plata maciza, se quebró; el vino se derramó en la mesa y en el suelo, pero Pompeyo ni se dio cuenta. Se estremeció y tiró la parte de arriba de la copa.
—¡Daría todo lo que soy y todo lo que tengo con tal de casarme con ella!
—Pues entonces será mejor que me ponga en movimiento —dijo César plácidamente.
Dos ojos enormes se clavaron en el rostro de César; Pompeyo respiró hondo.
—¿Quieres decir que me la entregarías a mí?
—Sería un honor.
—¡Oh! —exclamó Pompeyo; se echó hacia atrás en el canapé y casi se cayó al suelo—. Oh, César… lo que tú quieras, cuando tú quieras… ¡La cuidaré, nunca lo lamentarás, estará mejor tratada que la reina de Egipto!
—¡Sinceramente, eso espero! —dijo César riendo—. Corre el rumor de que la reina de Egipto ha sido suplantada por su hermana, la hija de una concubina de Idumea.
Pero toda respuesta que se le diera a Pompeyo era un desperdicio, pues éste continuaba extasiado, tumbado sin dejar de mirar al techo. Luego se dio la vuelta.
—¿Puedo verla? —preguntó.
—Creo que no, Magnus. Vete a tu casa como un buen muchacho y déjame que desenrede yo los hilos que ha tenido a bien tejer este día. Seguro que la casa de Servilia Cepión cum Junio Silano organizará un escándalo.
—Yo puedo pagarle a Bruto la dote de Julia —dijo Pompeyo al instante.
—No, no lo harás —le indicó César al tiempo que le tendía la mano—. ¡Levántate, hombre, levántate! —Sonrió—. ¡Confieso que nunca pensé que tendría un yerno que fuera seis años mayor que yo!
—¿Soy demasiado viejo para ella? Quiero decir, dentro de diez años…
—Las mujeres son muy extrañas, Magnus —dijo César mientras conducía a Pompeyo hacia la puerta—. He observado a menudo que no son muy dadas a mirar hacia otra parte si son felices en su casa.
—Estás insinuando que Mucia…
—La dejaste sola mucho tiempo, ése fue el problema. No le hagas eso a mi hija, ella no te traicionaría ni aunque estuvieras ausente veinte años, pero con toda seguridad tampoco sería feliz.
—Mis días de militar han acabado —dijo Pompeyo. Se interrumpió y se humedeció los labios lleno de nerviosismo—. ¿Cuándo podremos casarnos? Julia me ha dicho que tú no le permitías casarse con Bruto hasta que ella cumpliera los dieciocho.
—Lo que conviene a Bruto y lo que conviene a Pompeyo Magnus son cosas diferentes. Mayo es un mes aciago para las bodas, pero si es dentro de los tres próximos días los auspicios no son demasiado malos. De aquí a dos días, pues.
—Volveré mañana.
—Tú no volverás aquí hasta el día de la boda… y no se lo cuentes a nadie, ni siquiera a tus filósofos —dijo César al tiempo que le cenaba con firmeza la puerta a Pompeyo en la cara.
—¡Mater! ¡Mater! —gritó el futuro suegro desde el pie de la escalera delantera.
Su madre bajó a un paso que no resultaba apropiado para una matrona romana de su edad. Tenía los ojos muy brillantes.
—¿Ya? —le preguntó Aurelia mientras apretaba con las manos el antebrazo derecho de César.
—Ya. ¡Lo hemos conseguido, mater, lo hemos conseguido! ¡Pompeyo se ha ido a su casa flotando en el éter y con el mismo aspecto de un colegial!
—¡Oh, César! ¡Ya es tuyo, pase lo que pase!
—Y no es ninguna exageración. ¿Qué hay de Julia?
—Se subirá a la luna cuando lo sepa. He estado arriba escuchando con paciencia una maraña de llorosas disculpas por haberse enamorado de Pompeyo Magnus y una serie de protestas por tener que casarse con un espantoso pelmazo como Bruto. Por lo visto Pompeyo le hizo una proposición de matrimonio durante la cena. —Aurelia suspiró en medio de una amplia sonrisa—. ¡Qué bonito, hijo mío! Hemos logrado lo que queríamos y además hemos hecho infinitamente felices a otras dos personas. ¡Hoy hemos hecho un buen trabajo!
—Mejor trabajo que el que traerá el día de mañana.
La expresión de Aurelia se derrumbó.
—Servilia.
—Yo iba a decir Bruto.
—¡Oh, sí, pobre joven! Pero no es Bruto quien se encargará de clavar la daga. Yo que tú vigilaría a Servilia.
Eutico tosió con delicadeza y disimuló astutamente el placer que sentía. ¡Los sirvientes principales de una casa tienen confianza suficiente para saber de qué lado sopla el viento!
—¿Qué ocurre? —le preguntó César.
—Cneo Pompeyo Magnus está en la puerta de la calle, César, pero se niega a entrar en la casa. Dice que le gustaría hablar un momento contigo.
—¡He tenido una idea brillante! —exclamó Pompeyo retorciéndole la mano a César febrilmente.
—¡No más visitas por hoy, Magnus, por favor! ¿Qué idea es ésa de que hablas?
—Dile a Bruto que estaré encantado de entregarle a Pompeya a cambio de Julia. Le daré la dote que pida, quinientos, mil, no me importa. Es más importante tenerlo contento a él que complacer a Fausto Sila, ¿no te parece?
Haciendo un hercúleo esfuerzo César consiguió mantener seria la expresión.
—Vaya, gracias, Magnus. Transmitirá tu ofrecimiento, pero no te precipites. Puede que Bruto no tenga ganas de casarse con nadie durante algún tiempo.
Y Pompeyo se marchó por segunda vez diciendo adiós alegremente con la mano.
—¿De qué se trataba? —preguntó Aurelia.
—Quiere entregarle su propia hija a Bruto a cambio de Julia. Fausto Sila no puede competir con el Oro de Tolosa, por lo visto. Pero es bueno ver que Magnus vuelve a estar en su papel. Ya estaba empezando a extrañarme esa recién descubierta sensibilidad y percepción suya.
—Tú no pensarás llevarles ese mensaje a Bruto y a Servilia, ¿verdad?
—No me queda más remedio que hacerlo. Pero por lo menos tengo tiempo para inventarme una respuesta llena de tacto que darle a mi futuro yerno. Fíjate, está bien que viva en las Carinae. Porque si viviera algo más cerca del Palatino, él mismo oiría los gritos de Servilia.
—¿Cuándo va a ser la boda? ¡Mayo y junio son unos meses tan aciagos!
—Dentro de dos días. Haz tus ofrendas, mater. Yo también las haré. Preferiría que fuera un hecho consumado antes de que Roma se entere. —Se inclinó para besarle la mejilla a su madre—. Ahora, si me disculpas, tengo que ir a ver a Marco Craso.
Como Aurelia sabía perfectamente por qué César iba en busca de Craso sin necesidad de preguntárselo, se marchó para hacerle jurar a Eutico que guardaría silencio y para preparar el banquete nupcial. Qué lástima que el hecho de tener que celebrar la boda en secreto supusiera que no habría invitados. Sin embargo, Cardixa y Burgundo podrían actuar como testigos, y las vírgenes vestales podían ayudar al pontífice máximo a oficiar la ceremonia.
—¿Qué, quemando el aceite de medianoche, como siempre? —preguntó César.
Craso se levantó de un salto, salpicando de tinta sus pulcras filas de Ms, Cs, Ls y Xs.
—¿Querrías tener la bondad de dejar de forzar la cerradura de mi puerta?
—No me dejas otra elección, aunque si quieres te instalaré una campanilla y una cuerda. Se me da muy bien ese tipo de cosas —dijo César mientras paseaba por la habitación.
—Ojalá lo hicieras, me cuesta dinero arreglar las cerraduras.
—Considéralo hecho. Mañana vendré con un martillo, una campanilla, algo de cuerda y grapas. Podrás presumir por ahí de tener la única campanilla instalada por el pontífice máximo.
César acercó una silla y se sentó dando un suspiro de pura satisfacción.
—Te pareces al gato que cogió la codorniz que había para cenar y se la comió, Cayo.
—Oh, he cogido más que una codorniz. He conseguido todo un pavo real.
—Me consume la curiosidad.
—¿Me prestarás doscientos talentos, que te devolveré en cuanto obtenga ingresos de mi provincia?
—¡Ahora sí que eres sensato! Sí, desde luego.
—¿No quieres saber por qué?
—Ya te lo he dicho, me consume la curiosidad.
De pronto César frunció el entrecejo.
—En realidad podría ser que no lo aprobaras.
—Si es así, te lo diré. Pero no puedo hacerlo mientras no lo sepa.
—Necesito cien talentos para pagarle a Bruto por romper su compromiso con Julia, y otros cien talentos para dárselos a Magnus como dote de Julia.
Craso dejó la pluma con lentitud y precisión, sin expresión alguna en el rostro. Aquellos astutos ojos grises miraron de reojo a la llama de una lámpara, luego se volvieron para posarse en el rostro de César.
—Siempre he creído que los hijos son una inversión que sólo se realiza por completo si pueden aportar a su padre lo que éste no podría conseguir de no ser por ellos —comenzó a decir el plutócrata—. Lo siento por ti, Cayo, porque sé que habrías preferido que Julia se casase con alguien de mejor linaje. Pero aplaudo tu valor y tu previsión. Aunque me gusta poco ese hombre, a Pompeyo lo necesitamos los dos. Si yo tuviera una hija quizás hubiera hecho lo mismo. Bruto es demasiado joven para servir a tus propósitos, y además su madre no le permitirá desarrollar el potencial que él pueda tener. Si Pompeyo se casa con tu Julia no podemos dudar de él, por mucho que los boni lo pongan mal de los nervios. —Craso soltó un gruñido—. Además, ella es un tesoro. Hará feliz al Gran Hombre. De hecho, si yo fuera más joven le envidiaría.
—Tertulia te asesinaría —dijo César riéndose entre dientes. Miró a Craso inquisitivamente—. ¿Y tus hijos? ¿Has decidido ya quién se los llevará?
—Publio es para la hija de Metelo Escipión, Cornelia Metela, así que tiene que esperar todavía unos años. Lo cual no está nada mal si tenemos en cuenta la estupidez del tata de ella. La madre de Escipión era la hija mayor de Craso el Orador, así que resulta muy apropiada. Y en cuanto a Marco, he estado pensando para él en la hija de Metelo Crético.
—Haces muy bien colocando un pie en el terreno de los boni —sentenció César.
—Eso creo yo. Me estoy haciendo demasiado viejo para todas estas peleas.
—Mantén en secreto lo de la boda, Marco —le dijo César mientras se levantaba.
—Con una condición.
—¿Cuál? —Que yo esté presente cuando Catón se entere.
—Es una pena que no podamos ver la cara de Bíbulo cuando lo sepa.
—No, pero siempre podemos mandarle un frasco de cicuta. Va a sentir ganas de suicidarse.
Después de enviar muy correctamente un mensaje por delante para cerciorarse de que lo esperaban, César subió a pie, muy temprano por la mañana, al Palatino, a la casa del difunto Décimo Junio Silano.
—Un placer inusitado, César —ronroneó Servilia, que inclinó la mejilla para recibir un beso.
Al ver aquello Bruto no dijo nada ni sonrió. Desde el día después de que Bíbulo se retiró a su casa a contemplar el cielo, Bruto presentía que algo malo iba a ocurrir. Por una parte, sólo había logrado ver a Julia dos veces desde entonces, y en una de esas ocasiones ella se había mostrado muy distraída. Por otra parte, estaba acostumbrado a cenar en la domus publica regularmente varias veces a la semana, pero últimamente cada vez que lo sugería le ponían la excusa de que tenían importantes invitados a cenar. Y Julia estaba radiante, tan hermosa, tan elevada; no exactamente falta de interés, sino más bien como si su interés radicase en otra parte, en alguna zona dentro de su mente que ella nunca le había querido abrir a él. ¡Oh, Julia había fingido escucharle! Pero no había oído ni una sola palabra, sólo había mirado al vacío, con una media sonrisa dulce y misteriosa. Y no le permitía besarla. En la primera de aquellas dos visitas, porque tenía dolor de cabeza. En la segunda, porque no tenía ganas de que la besase. Cariñosa y pidiéndole disculpas, pero no había beso y se acabó. De no haberla conocido mejor, Bruto habría pensado que había otro que la besaba.
Y ahora se presentaba su padre en una visita oficial, anunciado previamente por un mensajero y ataviado con las galas de pontífice máximo. ¿Habría estropeado las cosas al pedir que Julia se casase con él un año antes de lo acordado? Oh, ¿por qué presentía que todo aquello tenía que ver con Julia? ¿Y por qué no tenía él el mismo aspecto que César? No había ni un solo defecto en aquel rostro. Ni un solo defecto en aquel cuerpo. Si lo hubiera habido, mamá habría perdido el interés por César hacía mucho tiempo.
El pontífice máximo no se sentó, pero no se puso a pasear ni perdió la compostura.
—Bruto —le dijo—, no conozco ningún modo de dar una mala noticia que pueda aliviar el golpe, así que seré franco contigo. Rompo tu contrato de compromiso matrimonial con Julia. —Colocó sobre la mesa un delgado rollo de papel—. Esto es una orden de pago para mis banqueros por la cantidad de cien talentos, según lo acordado. Lo siento mucho.
La impresión hizo que Bruto cayera tambaleante sobre una silla, donde quedó sentado con la boca abierta y sin poder pronunciar palabra, con aquellos grandes ojos fijos en el rostro de César con la misma expresión que un perro viejo tiene cuando se da cuenta de que su amado amo va a hacer que lo maten porque ya no le es útil. Cerró la boca e intentó hablar, pero no salió de él palabra alguna. Luego la luz de los ojos se le apagó tan evidente y rápidamente como si se soplara una vela.
—Lo siento mucho —dijo César de nuevo, esta vez con más sentimiento.
La impresión había hecho que Servilia se pusiera en pie, y durante unos instantes ella tampoco encontró palabras. Sus ojos se posaron en Bruto a tiempo para presenciar cómo la luz de éste se apagaba, pero no tenía ni idea de qué le estaba pasando a su hijo en realidad, porque su carácter estaba tan alejado del de Bruto como Antioquía de Olisipo.
Así que fue César quien sintió el dolor de Bruto, no Servilia. Aunque nunca le había conquistado una mujer como Julia había conquistado a Bruto, sin embargo comprendía exactamente lo que Julia había significado para éste, y se preguntó si de haber sabido aquello, habría tenido el valor de matar de aquella manera. Pero sí, César, lo habrías hecho. Has matado antes y volverás a matar de nuevo. Aunque rara vez cara a cara, como ahora. ¡Pobre hombre! No se recuperará nunca. Quiere a mi hija desde que tenía catorce años, y nunca ha cambiado ni flaqueado. Yo lo he matado… o por lo menos he matado lo que su madre ha dejado de él con vida. Qué espantoso ser un pelele entre dos salvajes como Servilia y yo. Silano también sufrió, pero no de un modo tan terrible como Bruto. Sí, lo hemos matado. De ahora en adelante es uno de los lemures.
—¿Por qué? —le preguntó en tono áspero Servilia, que empezaba a jadear.
—Me temo que necesito a Julia para formar otra alianza.
—¿Una alianza mejor que con un Cepión Bruto? ¡Eso es imposible!
—No en términos de que sea un buen partido, eso es cierto. Tampoco en cuanto a simpatía, ternura, honor e integridad. Ha sido un privilegio tener a tu hijo en mi familia durante tantos años. Pero el hecho es que necesito a Julia para formar otra alianza.
—¿Quieres decir que tú sacrificarías a mi hijo para adornar con plumas tu propio nido político, César? —preguntó ella enseñando los dientes.
—Sí. Exactamente igual que tú sacrificarías a mi hija si ello sirviera a tus fines, Servilia. Tenemos hijos para que hereden la fama y el realce que nosotros traigamos a la familia, y el precio que han de pagar es estar ahí para servir a nuestras necesidades y a las necesidades de nuestras familias. Nuestros hijos nunca conocen las necesidades, nunca tienen dificultades, nunca les falta cultura y matemáticas. Pero es un padre tonto el que no educa a sus hijos de manera que comprendan el precio que han de pagar por su elevada cuna, su bienestar, su riqueza y su educación. El proletariado puede amar y malcriar a sus hijos con entera libertad. Pero nuestros hijos son los sirvientes de la familia, y a su vez ellos esperarán de sus hijos lo que nosotros esperamos de ellos. La familia es perpetua. Nosotros y nuestros hijos no somos más que una pequeña parte de ella. Los romanos crean a sus propios dioses, Servilia. Y todos los dioses verdaderamente romanos son dioses de la familia. El hogar, alacenas, los miembros de la casa, los antepasados, los padres y los hijos. Mi hija comprende su función como parte de la familia de un Julio. Exactamente como lo comprendí yo.
—¡Me niego a creer que haya alguien en Roma capaz de ofrecerte más, políticamente, de lo que te ofrece Bruto!
—Eso quizás sea cierto dentro de diez años. Y, desde luego, lo será dentro de veinte. Pero ahora, en este preciso momento, necesito influencia política adicional. Si el padre de Bruto estuviera vivo, las cosas serían diferentes. Pero el cabeza de tu familia tiene veinticuatro años, y eso se puede decir tanto en lo que se refiere a Servilio Cepión como a Junio Bruto. Necesito la ayuda de un hombre de mi misma edad.
Bruto no se había movido, ni había cerrado los ojos, ni había llorado. Incluso oyó todas las palabras que cruzaron César y su madre, aunque en realidad no las asimiló. Estaban allí y significaban cosas que él comprendía. Y las recordaría. Pero ¿por qué no estaba más enfadada su madre?
De hecho Servilia estaba furiosa, pero el tiempo le había enseñado que César podía vencerla en todos los enfrentamientos si ella se lanzaba directamente contra él. Al fin y al cabo, nada de lo que él pudiera decir podía hacerla enfadar más de lo que ya lo estaba. Contrólate, estáte preparada para encontrarle un punto débil, estáte preparada para meterte dentro y golpear.
—¿Qué hombre? —preguntó con la barbilla erguida y los ojos vigilantes.
César, a ti te pasa algo malo. Realmente estás disfrutando con esto. O estarías disfrutando si no fuera por ese joven destrozado de ahí. En el tiempo que tardarás en pronunciar el nombre de Pompeyo verás una escena mejor que la del día en que le dijiste que no te casarías con ella. El amor destruido no puede matar a Servilia. Pero el insulto que voy a infligirle podría…
—Cneo Pompeyo Magnus —dijo.
—¿Quién?
—Ya me has oído.
—¡No serás capaz! —movió la cabeza en ambos sentidos—. ¡No lo harás! —se le salían los ojos—. ¡No lo harás! —las piernas se le doblaron, se acercó vacilante a una silla lo más lejos de Bruto que pudo—. ¡No lo harás!
—¿Por qué no? —le preguntó César tranquilamente—. Dime un aliado político mejor que Magnus y romperé el compromiso entre Julia y él con la misma rapidez que he roto éste.
—¡Él es un… un… advenedizo! ¡Un ignorante! ¡No es nadie!
—En lo primero, estoy de acuerdo contigo. Pero en lo segundo y lo tercero que has dicho no puedo estarlo. Magnus no es ni mucho menos un don nadie. Él es el Primer Hombre de Roma. Y tampoco es un ignorante. Te guste o no, Servilia, el muchacho carnicero de Picenum ha excavado un camino más amplio a través del bosque de Roma de lo que logró Sila. Sus riquezas son astronómicas, y su poder aún mayor. Deberíamos agradecer la suerte que tenemos de que nunca llegará tan lejos como llegó Sila porque no se atreve. Lo único que quiere es ser aceptado como uno más de nosotros.
—¡El nunca será uno de nosotros! —dijo Servilia apretando los puños.
—Casarse con una Julia es dar un buen paso en la dirección adecuada.
—¡Habría que azotarte, César! Se llevan treinta años… ¡él ya es un viejo, y ella apenas una mujer todavía!
—¡Oh, cierra la boca! —le ordenó César con hastío—. Puedo aguantarte en la mayoría de tus estados de ánimo, domina, pero no tu justa indignación. Toma.
Le arrojó en el regazo un objeto pequeño y luego se acercó a Bruto.
—Lo siento de verdad, muchacho —dijo tocándole suavemente el hombro, aún encorvado. Bruto no intentó evitar el contacto; levantó los ojos hacia el rostro de César, pero de ellos había desaparecido cualquier rastro de luz.
¿Debería decir César lo que había tenido plena intención de decir, que Julia estaba enamorada de Pompeyo? No. Eso sería demasiado cruel. No había en él lo bastante del carácter de Servilia para pensar que valiera la pena hacer tanto daño. Luego pensó decir que Bruto ya encontraría a otra. Pero no.
Se produjo un remolino escarlata y púrpura; la puerta se cerró detrás del pontífice máximo.
El objeto que había en el regazo de Servilia era un gran guijarro de color fresa. Cuando iba a tirarlo por la ventana abierta, vio cómo se reflejaba en él la luz, de un modo fascinante, y se detuvo. No, no era un guijarro. Aquella forma de corazón regordete no era diferente de una fresa, igual que su color, pero era luminoso, brillante y tan sutilmente lustroso como una perla. ¿Una perla? ¡Sí, una perla! El objeto que César le había echado a Servilia en el regazo era una perla tan grande como la mayor de las fresas de cualquier campo de Campania, una maravilla del mundo.
A Servilia le encantaban las joyas, y las que más le gustaban eran las perlas del océano. La rabia se le fue disipando, como si aquella perla de rico color rojo y rosado la absorbiese y se alimentase de ella. ¡Qué tacto tan sensacional tenía! Suave, fresco y voluptuoso.
Un sonido vino a interrumpirla. Bruto había caído al suelo inconsciente.
Después de que a Bruto, semiinconsciente y delirante, lo metieran en la cama y le administraran una activa dosis de poción de hierbas soporíferas, Servilia se puso una capa y se fue a visitar a Fabricio, el mercader de perlas del Porticus Margaritaria. El cual recordaba bien aquella perla, sabía exactamente de dónde había salido y, en secreto, se maravilló de que un hombre pudiera regalarle aquella belleza a una mujer que no era llamativa, ni encantadora, ni siquiera joven. La valoró en seis millones de sestercios, y accedió a montarla en un engarce de alambre de oro fino unida a una cadena gruesa de oro. Ni Fabricio ni Servilia querían perforar el hoyuelo que tenía en la parte superior; una maravilla del mundo como aquélla debía permanecer intacta.
Desde el Porticus Margaritaria sólo había un par de pasos hasta la domus publica, donde Servilia pidió ver a Aurelia.
—¡Naturalmente, tú estás de parte de él! —le dijo con agresividad a la madre de César.
Las negras cejas finamente trazadas de Aurelia se alzaron, lo cual hizo que se pareciera mucho a su hijo.
—Naturalmente —repuso con calma.
—Pero ¿Pompeyo Magnus? ¡César es un traidor para su propia clase!
—¡Venga ya, Servilia, tú conoces a César mejor que eso! César reducirá sus pérdidas, no se cortará la nariz para hacerse daño en la cara. Él hace lo que quiere hacer porque lo que quiere hacer es lo que debe hacer. Si la costumbre y la tradición sufren, pues es una lástima. El necesita a Pompeyo, tú eres bastante aguda, políticamente hablando, como para comprender eso y para ver lo peligroso que sería depender de Pompeyo si no lo tuviera bien sujeto por un anda tan firme que ninguna tormenta pueda soltarlo. —Aurelia esbozó una mueca parecida a una sonrisa—. Cuando ha regresado a casa después de decírselo a Bruto, César me ha dicho que le ha costado mucho romper el compromiso. La aflicción de tu hijo lo ha conmovido profundamente.
A Servilia no se le había ocurrido pensar en la aflicción de Bruto porque ella lo consideraba como una posesión suya que había sido mortalmente insultada, no como una persona. Amaba a Bruto tanto como amaba a César, pero a su hijo lo veía como formando parte de ella, daba por hecho que Bruto sentía lo mismo que sentía ella, aunque no podía comprender por qué la conducta de su hijo era tan diferente de la suya. ¡Mira que caerse de bruces desmayado!
—¡Pobre Julia! —dijo Servilia, que ahora estaba pensando en su perla.
Aquello provocó una carcajada en la abuela de Julia.
—¡Nada de pobre Julia! Está absolutamente extasiada.
A Servilia se le retiró la sangre de la cara; la perla se desvaneció.
—¿No querrás decir…?
—¿Cómo, no te lo ha dicho César? ¡Debió de darle pena por Bruto! Es un matrimonio por amor, Servilia.
—¡No puede ser!
—Te aseguro que lo es. Julia y Pompeyo están enamorados.
—¡Pero ella ama a Bruto!
—No. Ella nunca ha amado a Bruto; ésa es la tragedia para él. Julia iba a casarse con él porque se lo decía su padre. Porque todos lo deseábamos y ella es una hija buena y obediente.
—Lo que busca en Pompeyo es a su propio padre —dijo llanamente Servilia.
—Quizás sea así.
—Pero Pompeyo no se parece a César en nada. Julia se arrepentirá de ello.
—Yo creo que será muy feliz. Comprende que Pompeyo es muy diferente de César, pero también existen ciertos parecidos entre ambos. Los dos son soldados, los dos son valientes, los dos son heroicos. Julia nunca ha sido especialmente consciente de su condición social, no venera el patriciado. Lo que tú encontrarías completamente repugnante en Pompeyo no consternaría a Julia lo más mínimo. Supongo que ella lo refinaría un poco, pero en realidad está muy satisfecha con él tal como es.
—Eso me decepciona en ella —murmuró Servilia.
—Entonces alégrate por Bruto, alégrate de que ahora esté libre.
—Aurelia se levantó porque el mismo Eutico trajo el vino dulce con pastas-El líquido siempre encuentra su propio nivel, ¿no te parece? —preguntó mientras servía vino y agua en preciosos vasos—. Si a Julia le gusta Pompeyo, ¡y así es!, entonces Bruto no le habría gustado. Y eso no es ninguna deshonra para Bruto. Mira el asunto positivamente, Servilia, y convence a Bruto para que haga lo mismo. Él encontrará a otra.
El matrimonio entre Pompeyo el Grande y la hija de César se celebró al día siguiente en el atrio del templo de la domus publica. Como era una época de mala suerte para las bodas, César ofreció por su hija todo lo que se le ocurrió que podría ayudarla, mientras que Aurelia había ido a ver a todas las deidades femeninas y les había hecho ofrendas también. Aunque hacía mucho tiempo que había pasado de moda casarse confarreatio, incluso entre los patricios, cuando César le sugirió a Pompeyo que aquella unión fuera confarreatio, a Pompeyo le faltó tiempo para decir que sí.
—No insisto, Magnus, pero me gustaría.
—¡Oh, a mí también! Esta es la última vez para mí, César.
—Eso espero. El divorcio de un matrimonio confarreatio es prácticamente imposible.
—No habrá ningún divorcio —dijo Pompeyo confiado.
Julia llevó la ropa nupcial que su abuela había tejido personalmente para su propia boda cuarenta y seis años antes, y la encontró más fina y más suave que nada de lo que se pudiera comprar en la calle de los Tejedores. El pelo de Julia —espeso, fino, liso y tan largo que podía sentarse sobre él— se dividió en seis trenzas y lo prendieron en alto debajo de una tiara idéntica a las que llevaban las vírgenes vestales, de siete salchichas de lana enrolladas. El vestido era color azafrán, los zapatos y el fino velo de un color llama vivo.
Los dos, novia y novio, tenían que llevar diez testigos, lo cual era una dificultad cuando se suponía que la ceremonia tenía que ser secreta. Pompeyo resolvió el dilema reclutando a diez clientes picentinos que estaban de visita en la ciudad, y César pudo contar con Cardixa, Burgundo, Eutico —hacía muchos años que todos ellos eran ciudadanos romanos— y las seis vírgenes vestales. Como el rito era confarreatio tuvo que hacerse un asiento especial juntando dos sillas y cubriéndolas con una piel de oveja; tanto el flamen Dialis como el pontífice máximo tenían que estar presentes, lo cual no fue problema, porque César era pontífice máximo y había sido flamen Dialis —no podía haber ningún otro hasta después de la muerte de César—. Y Aurelia, que era el décimo testigo por parte de César, actuó de pronuba, la dama de honor.
Cuando llegó Pompeyo vestido con la toga triunfal de color púrpura bordada en oro y la túnica triunfal con bordados de palmeras debajo de la toga, el reducido grupo suspiró sentimentalmente y lo acompañaron hasta el asiento de piel de oveja, donde ya estaba sentada Julia, cuyo rostro estaba oculto por el velo.
Acomodado al lado de ella, Pompeyo aguantó con resignación los pliegues de un enorme velo de color llama que ahora César y Aurelia tendieron por encima de las cabezas de ambos; Aurelia les cogió la mano derecha a cada uno y las ató con una correa de cuero color llama, que era lo que los unía en realidad. Desde aquel momento estaban casados. Pero uno de los pasteles sagrados hechos con espelta tenía que romperse, y el novio tenía que comerse una mitad y la novia la otra, mientras los testigos declaraban solemnemente que todo estaba en orden, que ahora eran marido y mujer.
Después de lo cual César sacrificó un cerdo en el altar y dedicó todas las partes suculentas a Júpiter Farreo, que era el aspecto de Júpiter responsable del crecimiento fructífero del trigo más viejo, y por ello, como el pastel nupcial de espelta se había hecho con eso, también era el aspecto de Júpiter responsable de los matrimonios fructíferos. Ofrecerle todo el animal complacería al dios y alejaría la mala suerte de casarse en mayo. Ningún sacerdote ni ningún padre había trabajado jamás tan duramente como César para exorcizar los malos agüeros de casarse en mayo.
El banquete fue alegre, el pequeño grupo de invitados estaba contento porque era evidente la felicidad de los novios; Pompeyo estaba radiante, no le soltaba la mano a Julia. Después fueron caminando desde la domus publica hasta la extensa y deslumbrante casa de Pompeyo, situada en las Carinae, y Pompeyo fue apresurándose a ir delante para prepararlo todo mientras tres niños acompañaban a Julia y a los invitados de la boda. Cuando llegaron, Pompeyo estaba esperando en el umbral para traspasarlo con la novia en brazos; dentro estaban las cacerolas de fuego y agua, a las cuales la condujo él y estuvo contemplando a Julia mientras ésta pasaba la mano derecha por las llamas y luego por el agua sin herirse. Ella era ahora el ama de la casa, la que mandaba en el fuego y en el agua de Pompeyo. Aurelia y Cardixa, que sólo se habían casado una vez, la llevaron a la habitación en la que estaba la cama, la desnudaron y la pusieron en el lecho.
Después de que las dos mujeres mayores se marcharon, la habitación quedó muy silenciosa; Julia se sentó en la cama y entrelazó las manos alrededor de las rodillas; una cortina de cabello le caía a cada lado de la cara. ¡Aquello no era un cubículo de dormir! Era más grande que el comedor de la domus publica. Apenas había alguna superficie que no tuviera un toque de dorado, la combinación principal de colores era el rojo y el negro, los cuadros de las paredes consistían en una serie de paneles que representaban a diversos héroes y dioses en actitud sexual. Estaba Hércules —que necesitaba ser fuerte para transportar el peso de su pene erecto— con la reina Omphale; Teseo con la reina Hipólita de las Amazonas —aunque ésta tenía dos pechos—; Peleo con Tetis, la diosa del mar —él le estaba haciendo el amor a una parte inferior femenina cuya mitad superior era una sepia—; Zeus atacando a una vaca de aspecto afligido —Io—; Venus y Marte colisionando como barcos de guerra; Apolo a punto de penetrar a un árbol que tenía un nudo parecido a las partes femeninas —¿Dafne?
Aurelia era demasiado estricta como para haber permitido semejante actividad pictórica en su casa, pero a Julia, una joven de Roma, ni le resultaban poco familiares ni la consternaba aquella erótica decoración. En algunas de las casas que solía visitar el erotismo no se limitaba en modo alguno a los dormitorios. De niña la hacían reír, un poco avergonzada, luego le había resultado imposible relacionar aquello en modo alguno con Bruto y ella; como era virgen, aquel arte la intrigaba y le interesaba sin que tuviera una auténtica realidad.
Pompeyo entró en la habitación con la tunica palmata y los pies descalzos.
—¿Cómo estás? —le preguntó con ansiedad mientras se acercaba a la cama con tanta cautela como un perro a un gato.
—Muy bien —repuso Julia con solemnidad.
—Hum,… ¿está todo bien?
—Oh, sí. Estaba admirando las pinturas.
Pompeyo se sonrojó e hizo un gesto con la mano.
—Es que no tuve tiempo de hacer nada al respecto. Perdona —dijo en un murmullo.
—Sinceramente, no me importa.
—A Mucia le gustaban.
Pompeyo se sentó en su lado de la cama.
—¿Tienes que volver a decorar tu dormitorio cada vez que cambias de esposa? —le preguntó ella sonriendo.
Aquello pareció tranquilizar a Pompeyo, porque le devolvió la sonrisa.
—Resulta prudente. A las mujeres les gusta poner un toque personal en las cosas.
—Eso haré yo. —Le tendió la mano—. No estés nervioso, Cneo… ¿quieres que te llame Cneo?
Pompeyo le cogió la mano con firmeza.
—Me gusta más Magnus.
Julia movió los dedos dentro de la mano de él.
—A mí también me gusta. —Se volvió un poco hacia él—. ¿Por qué estás nervioso?
—Porque todas las demás sólo eran mujeres —dijo él al tiempo que se pasaba la otra mano por el pelo—. Tú eres una diosa.
A lo cual ella no respondió; estaba llena por primera vez de conciencia de poder; acababa de casarse con un romano muy grande y famoso, y él le tenía miedo. Aquello era muy tranquilizador. Y muy bonito. La excitación empezó a surgir en ella de un modo delicioso, así que se tumbó sobre las almohadas y no hizo nada más que mirar a Pompeyo.
Lo cual significa que él tenía que hacer algo. ¡Oh, esto era tan importante! La hija de César, descendiente directa de Venus. ¿Cómo habría actuado el rey Anquises cuando el Amor se manifestó en persona ante él y le dijo que él le agradaba? ¿Habría temblado también como una hoja? ¿Se habría preguntado si estaría a la altura de semejante tarea? Pero luego recordó a Diana entrando en la habitación y se olvidó de Venus. Aún temblando, se inclinó hacia ella y retiró el tapiz que cubría la cama y la sábana de lino que había debajo. Y miró a Julia, blanca como el mármol con tenues venas azules, con miembros y caderas delgados, la cintura pequeña. ¡Qué hermosa!
—Te amo, Magnus —dijo ella con aquella voz ronca que él encontraba tan atractiva—, ¡pero soy demasiado delgada! Te desilusionaré.
—¿Desilusionarme? —Pompeyo la miraba ahora fijamente a la cara mientras se le disipaba el terror que sentía de desilusionarla a ella. ¡Qué vulnerable! ¡Qué joven era! Bueno, ya vería ella hasta qué punto lo desilusionaba.
La parte externa de un muslo era lo que le quedaba más cerca a Pompeyo; llevó los labios hacia allí, y notó que la carne de Julia saltaba y se estremecía. Sintió que Julia le tocaba el cabello, y él, con los ojos cerrados, apoyó la mejilla en la pierna de ella y se subió poco a poco a la cama. Una diosa, una diosa… Besaría hasta el último pedacito de ella con reverencia, con un deleite casi insoportable, a aquella flor inmaculada, aquella joya perfecta. Las mechas de plata caían por todas partes, y le ocultaban los pechos. Mechón a mechón, Pompeyo las fue retirando, las colocó alrededor de ella y contempló, embelesado, los suaves y pequeños pezones de un color rosa tan pálido que se le fundían con la piel.
—¡Oh, Julia, Julia, te amo! —exclamó—. ¡Mi diosa, Diana de la luna, Diana de la noche!
Ya habría tiempo de ocuparse de la virginidad. Hoy ella no conocería otra cosa que no fuera el placer. Sí, primero el placer, todo el placer que él pudiera proporcionarle con los labios, la boca y la lengua, con las manos y con su propia piel. Que ella supiera lo que el matrimonio con Pompeyo el Grande le depararía siempre: placer, placer y placer.
—Hemos establecido un hito —le dijo Catón a Bíbulo aquella noche en el peristilo de la casa de este último, donde estaba sentado el cónsul junior contemplando el cielo—. No sólo han repartido Campania e Italia como si fueran potentados del Este, sino que además ahora sellan sus impíos lazos con hijas vírgenes.
—¡Estrella fugaz, cuadrante izquierdo inferior! —le dijo Bíbulo al escriba que estaba sentado a cierta distancia de él esperando pacientemente para escribir los fenómenos estelares que su amo viera, con la luz de su diminuta lámpara enfocada sobre la tablilla de cera. Luego Bíbulo se levantó, dijo las plegarias que daban por concluida una sesión de contemplación del cielo y condujo a Catón al interior.
—¿Por qué te sorprende que César venda a su hija? —quiso saber Bíbulo, que no se había molestado en preguntarle a uno de los más empedernidos bebedores de Roma si quería agua en el vino—. Yo me había preguntado cómo lograría atar a Pompeyo a él. ¡Estaba seguro de que lo haría! Pero ésta es la mejor manera y la más inteligente. Se dice que ella es absolutamente exquisita.
—¿Tú tampoco la has visto?
—Nadie la ha visto, aunque sin duda eso cambiará. Pompeyo la exhibirá como un trofeo. ¿Qué edad tiene, dieciséis?
—Diecisiete.
—A Servilia no puede haberle hecho ninguna gracia.
—Oh, César también supo cómo arreglarlo con ella de un modo muy inteligente —dijo Catón mientras se levantaba para volver a llenar la copa—. Le regaló una perla que vale seis millones de sestercios… y le pagó a Bruto los cien talentos de la dote de la muchacha.
—¿Dónde te has enterado de todo eso?
—Me lo ha dicho Bruto cuando ha ido a verme hoy. Por lo menos ésa es una buena cosa que César ha hecho por los boni. De ahora en adelante Bruto estará firmemente en nuestro bando. Incluso va anunciando que en el futuro no será conocido como Cepión Bruto, sino como Bruto.
—Bruto no nos será ni mucho menos de la misma utilidad que lo que una alianza matrimonial le proporcionará a César —dijo Bíbulo con aire lúgubre.
—De momento, no. Pero tengo esperanzas en cuanto a Bruto ahora que se ha liberado de su madre. La lástima es que no quiere oír una palabra en contra de la chica. Le he ofrecido a mi Porcia una vez que ella tenga edad para casarse, pero la ha rechazado. Dice que no va a casarse nunca. —Se bebió el resto del vino; luego Catón se dio la vuelta con las manos apretadas alrededor de la copa—. ¡Marco, me dan ganas de vomitar! ¡Ésta es la maniobra política más aborrecible y hecha con más sangre fría que he oído nunca! Desde que Bruto vino a verme he intentado mantener la mente clara, he intentado hablar de un modo racional… ¡pero ya no puedo más! ¡Nada que yo haya hecho nunca iguala esto! ¡Y a César le será útil, eso es lo peor!
—¡Siéntate, Catón, por favor! Ya te he dicho antes que le será útil a César. ¡Cálmate! No lo derrotaremos despotricando ni demostrando el asco que nos produce este matrimonio. Continúa como empezaste, racionalmente.
Catón se sentó, pero no antes de servirse un poco más de vino. Bíbulo puso mala cara. ¿Por qué bebería tanto Catón? Y no es que eso pareciera debilitarle; quizás fuera su manera de conservar las fuerzas.
—¿Te acuerdas de Lucio Vetio? —preguntó Bíbulo.
—¿El caballero al que César hizo golpear con las varas y luego regaló sus muebles a la escoria?
—El mismo. Ayer vino a verme.
—¿Y?
—Odia a César —dijo Bíbulo con actitud meditabunda.
—No me sorprende. El incidente hizo de él un hazmerreír.
—Me ofreció sus servicios.
—Eso tampoco me sorprende. Pero ¿de qué puede servirte?
—Para meter una cuña entre César y su nuevo yerno.
Catón lo miró fijamente.
—Imposible.
—Estoy de acuerdo en que el matrimonio dificulta la cosa, pero no es imposible. Pompeyo es muy receloso de todo el mundo, incluido César. A pesar de Julia —dijo Bíbulo—. Al fin y al cabo, la chica es demasiado joven para ser un peligro de por sí. Agotará al Gran Hombre, entre sus exigencias físicas y las inevitables rabietas que cogen las hembras inmaduras. En particular si logramos animar a Pompeyo a que desconfíe de su suegro.
—La única manera de conseguirlo es haciendo creer a Pompeyo que César tiene intención de asesinarlo —dijo Catón volviendo a llenar la copa.
Esta vez fue Bíbulo quien se quedó mirándolo fijamente.
—¡Eso no lo haríamos nunca! Yo me refería a crear entre ellos cierta rivalidad política.
—Podríamos, claro que sí —dijo Catón asintiendo con la cabeza—. Los hijos de Pompeyo no son lo bastante mayores para sucederle en la posición que ocupa, pero César sí. Ahora que la hija de César está casada con él, muchos de los clientes de Pompeyo y de sus partidarios pasarían a César si él muriese.
—Sí, así sería probablemente. Pero ¿cómo te propones meterle esa idea en la cabeza a Pompeyo?
—A través de Vetio —dijo Catón sorbiendo el vino más lentamente, que ya estaba empezando a hacerle efecto, puesto que era capaz de pensar con lucidez—. Y de ti.
—No sé adónde quieres ir a parar —dijo el cónsul junior.
—Antes de que Pompeyo y su nueva esposa se marchen de la ciudad, te sugiero que lo mandes llamar y le adviertas de que hay una conspiración en marcha para matarlo.
—Puedo hacer eso, sí. Pero ¿por qué? ¿Para asustarlo?
—No, para alejar de ti las sospechas cuando salga a la luz el complot —dijo Catón sonriendo de un modo salvaje—. Un aviso no asustará a Pompeyo, pero lo predispondrá a creer que hay una conspiración.
—Ilumíname, Catón. Me gusta cómo suena esto —dijo Bíbulo.
Un Pompeyo idílicamente feliz se proponía llevar a Julia a Ancio a pasar lo que quedaba de mayo y parte de junio.
—Está muy ocupada con los decoradores en este momento, le transformarán mi casa de las Carinae —soltó un explosivo suspiro—. ¡Qué buen gusto tiene, César! Todo luminoso y bien ventilado, dice, nada de vulgar púrpura de Tiro y mucho menos adornos dorados. Pájaros, flores y mariposas. ¡No puedo creer que no se me ocurriera a mí! Aunque insisto en que la decoración de nuestro dormitorio sea un bosque iluminado por la luna.
¿Cómo mantener la cara seria? César lo logró, pero con considerable esfuerzo.
—¿Cuándo os marcháis? —preguntó.
—Mañana.
—Entonces necesitamos celebrar un consejo de guerra hoy.
—Para eso estoy aquí.
—Con Marco Craso.
Pompeyo puso mala cara.
—Oh, ¿tiene que ser con él?
—Sí. Vuelve después de cenar.
Para entonces César había logrado convencer a Craso de que abandonase una serie de importantes reuniones y las dejase en manos de sus inferiores.
Se sentaron al aire libre en el peristilo principal, porque era un día cálido y aquel lugar impedía que nadie pudiera oír lo que decían.
—El segundo proyecto de ley de tierras se aprobará, a pesar de la táctica de Catón y de que Bíbulo se dedique a contemplar el cielo —anunció César.
—Siendo tú el patrono de Capua, según observo —dijo Pompeyo, con la dicha nupcial evaporada ahora que había que hablar de asuntos duros.
—Sólo en el hecho de que el proyecto de ley es una lex iulia, y en que, como autor, les otorgo a los habitantes de Capua la condición plena de ciudadanos romanos. Sin embargo, Magnus, eres tú quien estará allí entregándoles las escrituras a los afortunados receptores, y serás tú quien desfile por la ciudad. Capua se considerará parte de tu clientela, no de la mía.
—Y yo estaré en la parte oriental del Ager Campanus, que me considerará como su patrono —dijo Craso con satisfacción.
—De lo que tenemos que hablar hoy no es del segundo proyecto de la ley de tierras —dijo César—. Hemos de dedicarle algo de tiempo al tema de mi provincia para el año que viene, pues no tengo intención de convertirme en un proconsular agrimensor. Además conviene que tengamos nuestros propios magistrados seniors el año que viene. Si no los tenemos, gran parte de lo que hemos promulgado como leyes este año será invalidado el año que viene.
—Aulo Gabinio —dijo Pompeyo al instante.
—De acuerdo. Los votantes lo quieren porque durante su año como tribuno de la plebe impuso medidas importantes, por no hablar de que te permitió a ti limpiar el Mare Nostrum. Si nosotros tres trabajamos a tal fin, deberíamos ser capaces de que fuera elegido cónsul senior. Pero ¿y el junior?
—¿Qué te parece tu primo, Lucio Pisón, César? —dijo Craso.
—Tendríamos que comprarlo —comentó Pompeyo—. Es un negociante.
—Pues les ofrecemos buenas provincias a los dos —dijo César—. Siria y Macedonia.
—Pero para más de un año —aconsejó Pompeyo—. Gabinio sería feliz con eso, yo lo sé.
—Yo no estoy muy seguro acerca de Lucio Pisón —dijo Craso frunciendo el entrecejo.
—¿Por qué salen tan caros los epicúreos? —preguntó Pompeyo en tono exigente.
—Porque cenan en platos y vasos de oro —dijo Craso.
César sonrió.
—¿Qué os parece un matrimonio? Mi primo Lucio tiene una hija de casi dieciocho años, pero no está muy solicitada que digamos. No tiene dote.
—Una chica guapa, por lo que yo recuerdo —dijo Pompeyo—. Ni señal de las cejas ni de los dientes de Pisón. Lo que no comprendo es lo de la falta de dote.
—En este momento Pisón lo está pasando mal —explicó Craso—. No hay guerras dignas de mención, y tiene todo su dinero invertido en armamento. Tuvo que utilizar la dote de Calpurnia para mantenerse a flote. Sin embargo, César, me niego a entregar a ninguno de mis dos hijos.
—¡Y si Bruto va a casarse con mi hija, no puedo permitirme entregar a ninguno de mis dos hijos yo tampoco! —dijo a gritos Pompeyo.
César contuvo la respiración, y casi se ahoga al hacerlo. ¡Oh, dioses, había estado tan trastornado que no se había acordado de hablarle a Bruto de aquella alianza!
—¿Que Bruto va a casarse con tu hija? —preguntó Craso sin acabar de creerse lo que oía.
—Probablemente no —intervino César con calma—. Bruto no se encontraba en condiciones de que yo le hiciera preguntas ni ofertas, así que no cuentes con ello, Magnus.
—Muy bien, no contaré con ello. Pero ¿quién puede casarse con Calpurnia?
—¿Por qué no yo? —preguntó César levantando las cejas.
Los otros dos hombres se lo quedaron mirando, y unas sonrisas de deleite les florecieron en los labios.
—Eso sería una respuesta perfecta —dijo Craso.
—Pues muy bien, entonces… Lucio Pisón es nuestro otro cónsul. —César dio un suspiro—. Pero, ay, no nos irá tan bien en cuanto a los pretores.
—Si tenemos a los dos cónsules, no nos harán falta los pretores —dijo Pompeyo—. Lo mejor de Lucio Pisón y Gabinio es que son hombres fuertes. Los boni no los intimidarán… ni podrán tirarse faroles con ellos.
—Queda el asunto de conseguirme a mí la provincia que quiero. La Galia Cisalpina e Iliria —dijo César pensativamente.
—Harás que Vatinio lo legisle en la Asamblea Plebeya —dijo Pompeyo—. Los boni ni soñaban con que tendrían que oponerse a nosotros tres cuando te asignaron las rutas de ganado trashumante de Italia, ¿no es cierto? —Sonrió—. Tienes razón, César. ¡Con nosotros tres unidos, podemos conseguir lo que queramos en las Asambleas!
—No olvides que Bíbulo está contemplando el cielo —dijo Craso con un gruñido—. Cualquier ley que consigas aprobar seguramente será desafiada, aunque sea dentro de años. Además, Magnus, a tu hombre, Afranio, le ha sido prorrogada la estancia en la Galia Cisalpina. A tus clientes no les parecerá bien que des tu visto bueno para quitársela y dársela a César.
Con el rostro de un rojo apagado, Pompeyo miró enojado a Craso.
—¡Muy bien expresado, Craso! —dijo con brusquedad—. Afranio hará lo que yo diga, se apartará a un lado para dejarle paso a César voluntariamente. ¡Me costó varios millones comprar para él el cargo de cónsul junior, y él sabe que no se ha ganado el dinero que me costó! ¡No te preocupes por lo de Afranio, que podría darte un ataque de apoplejía!
—Eso quisieras tú —dijo Craso al tiempo que esbozaba una amplia sonrisa.
—Voy a pedirte más que eso, Magnus —intervino César—. Quiero la Galia Cisalpina desde el momento en que Vatinio consiga que su ley sea ratificada, no desde el día de año nuevo. Hay cosas que tengo que hacer allí, cuanto antes mejor.
El león no experimentó escalofríos en el pellejo, pues lo tenía demasiado caliente a causa de las atenciones que le prodigaba la hija de César; Pompeyo se limitó a asentir con la cabeza y a sonreír, y ni siquiera se le ocurrió preguntar cuáles eran las cosas que quería hacer César.
—Ansioso por empezar, ¿verdad? No veo por qué no, César —empezó a removerse en el asiento—. ¿Es todo? ¡Verdaderamente debo irme a casa con Julia, no quiero que piense que tengo una amiguita!
Y allá se fue, riéndose de su propio chiste.
—No hay nada más tonto que un viejo tonto —dijo Craso.
—¡Sé bueno, Marco! Está enamorado.
—De sí mismo. —Craso se quitó de la cabeza a Pompeyo y fijó su atención en César—. ¿Qué te propones, Cayo? ¿Por qué necesitas la Galia Cisalpina de inmediato?
—Necesito reclutar más legiones, entre otras cosas.
—¿Sabe Magnus que estás decidido a suplantarlo como el mayor conquistador de Roma?
—No, he logrado ocultárselo muy bien.
—Bien, verdaderamente tienes suerte, lo admito. La hija de otro hombre habría tenido el aspecto de Terencia y habría hablado como Terencia, pero la tuya es tan encantadora por dentro como por fuera. Lo tendrá embelesado durante años. Y un día Pompeyo se despertará y se encontrará con que tú lo has eclipsado.
—Así será —dijo César sin la menor vacilación en la voz.
—Con Julia o sin ella, entonces se convertirá en tu enemigo.
—Ya me ocuparé de eso cuando ocurra, Marco.
Craso emitió un bufido.
—¡Eso dices! Pero te conozco, Cayo. Es cierto, tú no intentas saltar los obstáculos antes de que aparezcan. No obstante, no hay ninguna contingencia en la que tú no hayas pensado con años de anticipación antes de que ocurra. Eres astuto, habilidoso, creativo y valeroso.
—¡Muy bien expresado! —dijo César, cuyos ojos se habían puesto chispeantes.
—Comprendo lo que planeas para cuando seas procónsul —le dijo Craso—. Quieres conquistar todas las tribus y tierras del norte y del este de Italia recorriendo el curso del Danubio hasta el mar Euxino. ¡Sin embargo, el Senado controla las finanzas públicas! Vatinio puede hacer que la Asamblea Plebeya te conceda la Galia Cisalpina juntamente con Iliria, pero aun así tienes que recurrir al Senado en busca de fondos. Aunque los boni no chillasen ultrajados, el Senado tradicionalmente se niega a pagar guerras agresivas. Ahí es donde Magnus estuvo impecable. Todas sus guerras las ha librado contra enemigos oficiales de Roma: Carbón, Bruto, Sertorio, los piratas, los dos reyes. Mientras que tú te propones atacar primero, ser el agresor. El Senado no dará su visto bueno, y muchos de tus propios partidarios tampoco. Las guerras cuestan dinero. El Senado posee el dinero. Y tú no lo conseguirás.
—No me estás diciendo nada que yo no sepa ya, Marco. No tengo pensado acudir al Senado en busca de dinero. Lo encontraré por mi cuenta.
—De tus campañas. ¡Eso es muy arriesgado!
La respuesta de César fue extraña.
—¿Sigues determinado a anexionar Egipto? —preguntó—. Tengo curiosidad.
Craso parpadeó ante aquel cambio de tema.
—Me encantaría, pero no puedo. Todos los boni morirían, antes de permitírmelo.
—¡Bien! Entonces seguro que conseguiré esos fondos —dijo César sonriendo.
—Estoy completamente sorprendido.
—Todo se revelará a su debido tiempo.
Cuando César fue a ver a Bruto a la mañana siguiente sólo encontró a Servilia, quien le puso mala cara, advirtió él en seguida, más porque le parecía que debía ponérsela que porque le hubiera herido los sentimientos para siempre. Servilia llevaba alrededor del cuello una gruesa cadena de oro, y colgando de la misma, en una jaula de oro, estaba la enorme perla con forma de fresa. El vestido que llevaba puesto era un poco más claro, pero del mismo color.
—¿Dónde está Bruto? —le preguntó César después de besarla.
—Ha ido a casa de su tío Catón —respondió Servilia—. Me has jugado una mala pasada, César.
—Según Julia, la atracción entre Catón y Bruto ha existido siempre —le explicó César mientras se sentaba—. Tu perla tiene un aspecto magnífico.
—Soy la envidia de toda mujer de Roma. ¿Cómo está Julia? —le preguntó con dulzura.
—Bueno, yo no la he visto, pero si hay que creer lo que dice Pompeyo, está muy satisfecha consigo misma. Puedes considerar que tu hijo y tú habéis sido muy afortunados quedando fuera de ello, Servilia. Mi hija ha encontrado la horma conveniente, lo cual significa que su matrimonio con Bruto no habría durado mucho.
—Eso es lo que me dijo Aurelia. Oh, me dan ganas de matarte, César, pero Julia siempre fue idea de Bruto, no mía. Cuando tú y yo nos hicimos amantes, yo veía ese compromiso como un medio para retenerte, pero también se me hacía muy incómodo después de que la noticia salió a la luz. El incesto técnico no es algo que yo ambicione. —Hizo una mueca—. Es algo que rebaja.
—Las cosas suelen suceder para bien.
—Las perogrulladas no te favorecen, César.
—No le favorecen a nadie.
—¿Qué te trae por aquí tan pronto? Un hombre prudente se habría mantenido alejado durante algún tiempo.
—Se me olvidó transmitir un mensaje de parte de Pompeyo —dijo César con los ojos chispeantes de malicia.
—¿Qué mensaje?
—Que si Bruto quería, Pompeyo estaría contento de entregarle a su hija a cambio de la mía. Lo dijo con toda sinceridad.
Servilia se encabritó como un áspid egipcio.
—¡Sinceridad! —siseó ella—. ¿Sinceridad? ¡Puedes decirle que antes de aceptar a su hija Bruto se abriría las venas! ¿Crees que iba a consentir que mi hijo se casase con la hija del hombre que ejecutó a su padre? —Le transmitiré tu respuesta, pero con algo más de tacto, pues es mi yerno.
Extendió el brazo hacia Servilia, con una expresión en la mirada que le decía a ella que César estaba de humor para coqueteos.
Servilia se puso en pie.
—Hay mucha humedad para esta época del año —dijo.
—Sí. Algo menos de ropa serviría para aliviarlo.
—Por lo menos con Bruto ausente tenemos la casa para nosotros solos —dijo mientras yacía con él en la cama que no había compartido con Silano.
—Tienes la más bonita de las flores —comenzó a decir César lentamente.
—¿Ah, sí? Nunca me la he visto —dijo ella—. Además, una necesitaría un modelo para establecer comparación. Pero me siento halagada. Tú debes haber olido la mayoría de las flores de Roma en tus tiempos.
—He reunido muchos ramilletes —confesó César con solemnidad, muy atareado con los dedos—. Pero la tuya es la mejor, por no decir la más olorosa. Es tan oscura que podría decirse que parece de color púrpura de Tiro, y tiene la misma capacidad para cambiar de color según la luz. Y el vello de tu espalda es muy suave. No me gustas como persona, pero adoro esa flor tuya.
Ella separó más las piernas y le empujó la cabeza hacia abajo.
—¡Pues venérala, César, venérala! —exclamó—. ¡Ecastor, eres maravilloso!
Ptolomeo XI Theos Filopator Filadelfo, conocido por el apodo de Auletes el Flautista, había ascendido al trono de Egipto durante la dictadura de Sila, no mucho después de que los airados ciudadanos de Alejandría destrozaron literalmente al anterior rey de diecinueve días arrancándole los miembros uno a uno; aquélla fue la venganza de los ciudadanos por el asesinato que él cometiera en la persona de su esposa, la amada reina, que había sido su esposa durante diecinueve días.
Con la muerte de este rey, Ptolomeo Alejandro II, había acabado la estirpe legítima de los Ptolomeos. Complicado por el hecho de que Sila había tenido como rehén a Ptolomeo Alejandro II durante algunos años, se lo había llevado a Roma y le había obligado a hacer testamento, en el que le dejaba Egipto a Roma en el caso de que muriera sin descendencia. Un testamento irónico, pues Sila sabía bien que Ptolomeo Alejandro II era tan afeminado que nunca engendraría hijos. Roma heredaría Egipto, el país más rico del mundo.
Pero la tiranía de la distancia había derrotado a Sila. Cuando Ptolomeo Alejandro II pasó a mejor vida en el ágora de Alejandría, la camarilla de palacio sabía cuánto tiempo tardaría la noticia de su muerte en llegar a Roma y a Sila. La camarilla de palacio también sabía que había dos posibles herederos al trono que vivían mucho más cerca de Alejandría que Roma. Se trataba de los dos hijos ilegítimos del antiguo rey, Ptolomeo Latiro. Habían sido educados primero en Siria, y luego los enviaron a la isla de Cos, donde habían caído en manos del rey Mitrídates, del Ponto. Este se los llevó misteriosamente al Ponto y con el tiempo los casó con dos de sus muchas hijas: a Auletes con Cleopatra Tryphaena, y a Ptolomeo, más joven, con Mithridatidis Nisa. Ptolomeo Alejandro II había escapado del Ponto y había huido hacia Sila; pero los dos Ptolomeos ilegítimos habían preferido el Ponto a Roma, y siguieron en la corte de Mitrídates. Luego, cuando el rey Tigranes conquistó Siria, Mitrídates envió a los dos jóvenes con sus mujeres hacia el Sur, a Siria, con su tío Tigranes. Él también informó a la camarilla del palacio de Alejandría del paradero de los dos únicos Ptolomeos que quedaban.
Inmediatamente después de la muerte de Ptolomeo Alejandro II se le mandó apresuradamente la noticia al rey Tigranes de Antioquía, el cual con mucho gusto accedió a lo que se le pedía y envió a ambos Ptolomeos a Alejandría con sus esposas. Allí se nombró a Auletes, el mayor, rey de Egipto, y al menor —desde entonces conocido como Ptolomeo el Chipriota— se le envió como regente a la isla de Chipre, una posesión egipcia. Como las reinas de los dos Ptolomeos eran hijas suyas, el anciano rey Mitrídates, del Ponto, pudo felicitarse a sí mismo de que con el tiempo Egipto sería gobernado por sus descendientes.
El nombre de Auletes significaba flautista o gaitero, pero el Ptolomeo llamado Auletes no había recibido ese mote por sus innegables dones para la música; es que, casualmente, tenía una voz muy aguda y aflautada. Afortunadamente, sin embargo, no era tan afeminado como su hermano menor, el Chipriota, que nunca logró engendrar ningún hijo: Auletes y Cleopatra Tryphaena esperaban poder dar herederos a Egipto. Pero una educación no egipcia y nada ortodoxa no había inculcado en Auletes un verdadero respeto por los sacerdotes egipcios nativos que administraban la religión de aquel extraño país, una franja de no más de dos o tres millas de anchura que seguía todo el curso del río Nilo desde el delta hasta las islas de la primera catarata y más allá, hasta la frontera de Nubia. Porque eso no era suficiente para ser rey de Egipto; el gobernador de Egipto tenía que ser también faraón y eso no podía serlo si no daban su consentimiento los sacerdotes egipcios nativos. Sin lograr comprenderlo, Auletes no había hecho ningún intento por conciliarlos. Si eran tan importantes en el esquema de cosas, ¿por qué vivían allá abajo, en Menfis, donde se junta el delta con el río, en vez de vivir en Alejandría, la capital? Porque nunca llegó a comprender que para los egipcios nativos Alejandría era un lugar extranjero que no tenía lazos de sangre ni de historia con Egipto.
¡Fue en extremo exasperante enterarse de que toda la riqueza del faraón estaba depositada en Menfis bajo la custodia de los sacerdotes egipcios nativos! Oh, como rey Auletes tenía el control de los ingresos públicos, que eran enormes. Pero sólo como faraón podía pasar los dedos entre los extensos arcones de joyas, construir pilones con ladrillos de oro, deslizarse por verdaderas montañas de plata.
La reina Cleopatra Tryphaena, la hija de Mitrídates, era mucho más inteligente que su marido, que sufría la desventaja intelectual que traía consigo tanta mezcla de hermana con hermano y tío con sobrina. Cleopatra Tryphaena sabía que no podían engendrar ningún retoño hasta que Auletes fuera coronado por lo menos rey de Egipto, así que decidió ponerse a la tarea de camelarse a los sacerdotes. El resultado fue que cuatro años después de haber llegado ellos a Alejandría, Ptolomeo Auletes fue coronado de manera oficial. Desgraciadamente sólo como rey, no como faraón. Por ello las ceremonias se habían celebrado en Alejandría en lugar de celebrarse en Menfis. Al poco tiempo tuvo lugar el nacimiento del primer hijo, una niña llamada Berenice.
Luego, el mismo año en que se produjo la muerte de la anciana Alejandra, reina de los judíos, nació otra hija; se le dio el nombre de Cleopatra. El año de su nacimiento fue un año aciago, porque en el mismo se produjo el principio del fin de Mitrídates y Tigranes, exhaustos después de las campañas de Lúculo, y se produjo un renovado interés por parte de Roma en la anexión de Egipto como provincia del floreciente imperio. El ex cónsul Marco Craso merodeaba en las sombras. Cuando la pequeña Cleopatra sólo tenía cuatro años y Craso fue elegido censor, éste intentó asegurar la anexión de Egipto en el Senado. Ptolomeo Auletes se puso a temblar de miedo, y pagó enormes sumas de dinero a los senadores romanos para hacer que fracasara el intento de Craso. Los sobornos dieron su fruto. La amenaza de Roma disminuyó.
Pero con la llegada de Pompeyo el Grande al Este para poner fin a las carreras de Mitrídates y Tigranes, Auletes vio que sus aliados del Norte se desvanecían. Egipto estaba peor que solo; su nuevo vecino por cada lado era ahora Roma, que gobernaba Cirenaica y Siria. Aunque este cambio en el equilibrio del poder le resolvió un problema a Auletes. Llevaba algún tiempo con deseos de repudiar a Cleopatra Tryphaena, ya que su hermanastra por parte del antiguo rey, Ptolomeo Latiro, tenía ahora edad para casarse. La muerte del rey Mitrídates le dio la oportunidad de rechazarla. No es que a Cleopatra Tryphaena le faltase sangre de los Ptolomeos. Tenía buenas dosis por parte de padre y de madre, pero no la suficiente. Cuando llegase la hora de que Isis le dotase de hijos varones, Auletes sabía que tanto los egipcios como los alejandrinos aprobarían mucho más a esos hijos si eran de casi pura sangre de los Ptolomeos. Y quizás por fin le nombrasen faraón, y entonces podría poner las manos sobre tantos tesoros que estaría en condiciones de mantener a raya a Roma, sobornándola, para siempre.
Así que Auletes finalmente repudió a Cleopatra Tryphaena y se casó con su propia hermanastra. El hijo de ambos, que con el tiempo gobernaría como Ptolomeo XII, nació en el año del consulado de Metelo Celer y Lucio Afranio; su hermanastra Berenice tenía entonces quince años, y su hermanastra Cleopatra ocho. No es que a Cleopatra Tryphaena la asesinaran, ni siquiera la desterraron. Permaneció en el palacio de Alejandría con sus dos hijas y logró estar en buenas relaciones con la nueva reina de Egipto. Hacía falta algo más que el repudio para acabar con una hija de Mitrídates, y ella, además, estaba maniobrando para asegurar un matrimonio entre el bebé varón heredero del trono con su hija menor, Cleopatra. De ese modo el linaje del rey Mitrídates en Egipto no moriría.
Por desgracia Auletes llevó mal sus negociaciones con los sacerdotes egipcios nativos después del nacimiento de su hijo; veinte años después de su llegada a Alejandría se encontraba tan lejos de ser faraón como cuando llegó. Construyó templos arriba y abajo del Nilo; hizo ofrendas a todas las deidades, desde Isis a Horus y a Serapis; hizo todo lo que se le ocurrió excepto lo que debía.
Era, pues, hora de regatear con Roma.
Y así, a principios de febrero del año del consulado de César, una delegación de cien ciudadanos de Alejandría acudieron a Roma para hacer al Senado la petición de que confirmase la permanencia del rey de Egipto en el trono.
La petición se presentó debidamente en el mes de febrero, pero no obtuvieron respuesta. Frustrados y tristes, los delegados —que tenían órdenes de Auletes de hacer cuanto fuera necesario y quedarse tanto tiempo como hiciera falta— se pusieron a la monótona tarea de entrevistar a docenas de senadores e intentar convencerles para que les ayudasen en lugar de obstaculizarlos. Naturalmente, lo único que les interesaba a los senadores era el dinero. Si había suficiente dinero dispuesto a cambiar de manos, podrían asegurar suficientes votos.
El líder de la delegación era un tal Aristarco, que además era el canciller del rey y el líder de la actual camarilla de palacio. Egipto estaba tan enredado con la burocracia que llevaba doscientos o trescientos años debilitado por esa causa; una costumbre que la nueva aristocracia de Macedonia importada por el primer Ptolomeo no había sido capaz de romper. En cambio, la burocracia se había estratificado en nuevos aspectos, con aquellos de linaje macedonio en la cima, aquellos que tenían mezcla de sangre egipcia y macedonia en el medio, y los egipcios nativos —excepto los sacerdotes— en la capa inferior. Complicado todo aún más por el hecho de que el ejército era judío. Hombre astuto y sutil, Aristarco era descendiente directo de uno de los bibliotecarios más famosos del Museo de Alejandría, y el tiempo en que había sido funcionario civil le había permitido conocer perfectamente cómo funcionaba Egipto. Como no formaba parte de los propósitos de los sacerdotes egipcios permitir que el país acabase siendo propiedad de Roma, había logrado convencerlos para que aumentasen la porción de los ingresos de Auletes que quedaba después de pagar el gobierno de Egipto, así que tenía amplios recursos a su alcance. Más amplios, desde luego, de lo que le había dado él a entender a Auletes.
Cuando ya llevaba un mes en Roma adivinó que buscar votos entre los pedarii y los senadores que nunca llegarían más arriba del cargo de pretor no era la manera de lograr el decreto para Auletes. Necesitaba a algunos de los consulares… pero no de los boni. Necesitaba a Marco Craso, a Pompeyo el Grande y a Cayo César. Pero como llegó a tal decisión antes de que la existencia del triunvirato fuera generalmente conocida, no se dirigió al hombre adecuado de aquellos tres. Eligió a Pompeyo, que era tan rico que no le hacían falta unos cuantos miles de talentos de oro egipcio. Así que Pompeyo se había limitado a escuchar sin expresión alguna en el rostro, y había concluido la entrevista con una vaga promesa de que lo pensaría.
Abordar a Craso seguramente no serviría de nada, aunque la atracción de éste por el oro era legendaria. Era Craso quien había querido anexionar Egipto, y, por lo que sabía Aristarco, quizás siguiera deseando la anexión. Lo cual sólo dejaba a Cayo César, a quien el alejandrino decidió abordar en medio del torbellino producido por la segunda ley agraria, y justo antes de que Julia se casase con Pompeyo.
César era muy consciente de que una ley de Vatinio aprobada por la plebe podía otorgarle una provincia, pero no podía concederle fondos para hacer frente a ninguno de los gastos que tuviera. El Senado le daría una miseria de estipendio, que se reduciría a unos cuantos huesos en castigo por haber acudido a la plebe, y se aseguraría de que tal estipendio se demorase en el Tesoro el mayor tiempo posible. Eso no era en absoluto lo que César quería. La Galia Cisalpina poseía una guarnición de dos legiones, y dos legiones no bastaban para llevar a cabo lo que César se proponía hacer a toda costa. Necesitaba por lo menos cuatro, cada una de ellas en plena fuerza y debidamente equipada. Pero eso costaba dinero, dinero que él nunca conseguiría del Senado, especialmente si no podía alegar una guerra defensiva. César tenía intención de ser el agresor, y ésa no era la política senatorial ni la política romana. Era un placer tener provincias nuevas incorporadas al imperio, pero ello sólo podía ocurrir como resultado de una guerra defensiva como la que había librado Pompeyo en el Este contra los reyes.
César había sabido de dónde iba a salir el dinero para equipar a sus legiones en cuanto la delegación de Alejandría llegó a Roma, pero esperó el momento oportuno para actuar. E hizo sus planes, de los que formaba parte el banquero gaditano Balbo, hombre de su entera confianza.
Cuando Aristarco fue a verle a principios de mayo, César recibió a aquel hombre con gran cortesía en la domus publica, y le enseñó las partes más públicas del edificio antes de instalarlo en el despacho. Desde luego Aristarco se quedó admirado, pero no era muy difícil darse cuenta de que la domus publica en realidad no impresionaba al canciller de Egipto. Pequeña, oscura y mundana: se veía lo que Aristarco pensaba a pesar de mostrarse encantado. César sintió interés por aquel hombre.
—Puedo ser tan obtuso y dar todos los rodeos que desees —le dijo a Aristarco—, pero supongo que después de estar en Roma tres meses sin lograr nada, quizás agradecerías que abordásemos el tema de una forma más directa.
—Es cierto que me gustaría regresar a Alejandría lo antes posible, Cayo César —dijo el evidentemente macedonio puro Aristarco, que era rubio y tenía los ojos azules—. Sin embargo, no puedo marcharme de Roma sin llevarle al rey noticias positivas.
—Podrás llevarle noticias positivas si te avienes a aceptar mis condiciones —le dijo César secamente—. ¿Te resultaría satisfactorio una confirmación senatorial de la permanencia del rey en su trono más un decreto que le nombre a él amigo y aliado del pueblo romano?
—Sólo confiaba en conseguir lo primero —dijo Aristarco, fortalecido en su ánimo—. Conseguir que el rey Ptolomeo Filopator Filadelfo sea nombrado amigo y aliado va más allá de mis más disparatados sueños.
—¡Pues expande un poco el horizonte de tus sueños, Aristarco! Puede hacerse.
—A un precio.
—Naturalmente.
—¿Cuál es el precio, Cayo César?
—Por el decreto que confirma la permanencia en el trono, seis mil talentos de oro, dos tercios de los cuales deben pagarse antes de conseguir el decreto, y el último tercio dentro de un año. Por el decreto que lo nombra amigo y aliado, dos mil talentos de oro más, que se harán efectivos en una sola cantidad por adelantado —dijo César con ojos brillantes y penetrantes—. La oferta no es negociable. La tomas o la dejas.
—Veo que aspiras a ser el hombre más rico de Roma —dijo Aristarco, curiosamente decepcionado; no había considerado que César fuese una sanguijuela.
—¿Con seis mil talentos? —César se echó a reír—. ¡Créeme, canciller, eso no me haría el hombre más rico de Roma! No, parte de ese dinero tendrá que ser para mis amigos y aliados, Marco Craso y Cneo Pompeyo Magnus. Yo puedo obtener los decretos, pero no sin el apoyo de ellos. Y nadie espera favores de romanos concedidos a extranjeros sin una abultada recompensa. Lo que haga yo con mi parte es cosa mía, pero te diré que no tengo ningún deseo de instalarme en Roma y pasar mi vida como Lúculo.
—¿Los decretos serán irrecusables?
—Oh, sí. Yo mismo los redactará.
—Entonces el precio total son ocho mil talentos de oro, seis mil de los cuales deben pagarse por adelantado y dos mil dentro de un año —dijo Aristarco al tiempo que se encogía de hombros—. Muy bien entonces, Cayo César, así sea. Estoy de acuerdo con tu precio.
—Todo el dinero ha de pagarse directamente al banco de Lucio Cornelio Balbo en Gades, a su nombre —dijo César levantando una ceja—. Él lo repartirá de una manera que prefiero conservar en secreto. Debo protegerme, compréndelo, así que ningún dinero se pagará a mi nombre ni a nombre de mis colegas.
—Comprendo.
—Muy bien, entonces, Aristarco. Cuando Balbo me informe de que la transacción se ha llevado a cabo, tendrás tus decretos, y el rey Ptolomeo podrá por fin olvidarse de que el anterior rey de Egipto hizo alguna vez un testamento que dejaba Egipto en herencia a Roma.
—¡Oh, dioses! —dijo Craso cuando César le informó de aquellos hechos unos días después—. ¿Cuánto me toca a mí?
—Mil talentos.
—¿De oro o de plata?
—De oro.
—¿Y a Magnus?
—Lo mismo.
—¿Y tú te quedas con cuatro y dos más el año que viene?
César echó hacia atrás la cabeza al reírse.
—¡Abandona toda esperanza de los dos mil talentos pagaderos el año que viene, Marco! Una vez que Aristarco vuelva a Alejandría, se acabó. ¿Cómo vamos a cobrar sin ir a la guerra? No, seis mil talentos me pareció un precio justo para que Auletes pague por su seguridad, y Aristarco lo sabe.
—Con cuatro mil talentos de oro puedes equipar por lo menos a diez legiones.
—Sobre todo si las equipa Balbo. Pienso volver a nombrarlo praefectus fabrum mío otra vez. En cuanto llegue noticia de Gades de que el dinero egipcio ha sido depositado allí, se pondrá en camino hacia la Galia Cisalpina. Tanto Lucio Pisón como Marco Craso, por no decir el pobre Bruto, se verán de pronto ganando dinero procedente de la venta de armamento.
—Pero ¿diez legiones, Cayo?
—No, no, para empezar sólo dos más de las que hay. La mayor parte del dinero pienso invertirla. Éste va a ser un ejercicio que se financiará solo de principio a fin, Marco. Tiene que serlo. El que controla la bolsa controla la empresa. Ha llegado mi hora. ¿Acaso puedes creer, aunque sólo sea por un momento, que alguien que no sea yo va a controlar esta empresa? ¿El Senado?
César se puso en pie y levantó los brazos hacia el techo con los puños apretados; Craso vio de pronto lo espesos que eran los músculos en aquellos brazos engañosamente delgados, y notó que el pelo de la nuca se le erizaba. ¡Qué poder tenía aquel hombre!
—¡El Senado no es nada! ¡Los boni no son nada! ¡Pompeyo Magnus no es nada! ¡Yo voy a llegar tan lejos como tenga que llegar para convertirme en el Primer Hombre de Roma durante el resto de mi vida! ¡Y después de mi muerte se dirá de mí que fue el romano más grande que jamás ha vivido! ¡Nada ni nadie me detendrá! ¡Lo juro por todos mis antepasados, hasta la diosa Venus! —bajó los brazos; el fuego y el poder se apagaron. César se sentó en la silla y miró a su viejo amigo con tristeza—. ¡Oh, Marco, lo único que tengo que hacer es llegar al final de este año! —dijo.
Tenía la boca seca. Craso tragó saliva.
—Lo harás —aseguró.
Publio Vatinio convocó la Asamblea Plebeya y le anunció a la plebe que él legislaría para quitarle a César la mancha de ser agrimensor.
—¿Por qué estamos desperdiciando a un hombre como Cayo César en un trabajo que quizás encaje muy bien con el talento de nuestro Bíbulo, el contemplador de estrellas, pero que está infinitamente por debajo de un gobernador y general del calibre de Cayo César? Nos demostró en Hispania lo que es capaz de hacer, pero eso es una minucia. ¡Quiero ver cómo se le da la oportunidad de hundir los dientes en una empresa digna de su temple! Hay algo más en la tarea de gobernar que el mero hecho de hacer la guerra, y hay más en el oficio de ser general que el mero hecho de estar sentado en una cómoda tienda de campaña. Hace una década o más que la Galia Cisalpina no recibe un gobernador decente, con el resultado de que los dálmatas, los liburnos, los iapudes y todas las demás tribus de Iliria la han convertido en un lugar muy peligroso para que los romanos vivan en él. Por no hablar de que la administración de la Galia Cisalpina es un desastre. Las sesiones jurídicas no se celebran a tiempo, si es que se celebran, y las colonias con derechos latinos del otro lado del Po se están yendo a pique.
»¡Os estoy pidiendo que le concedáis a Cayo César la provincia de la Galia Cisalpina junto con Iliria desde el momento en que este proyecto de ley sea ratificado! —gritó Vatinio, cuyas atrofiadas piernas quedaban escondidas por la toga y cuyo rostro estaba tan abultado que el tumor de la frente parecía haber desaparecido—. ¡Además pido que Cayo César sea confirmado por este cuerpo como procónsul en la Galia Cisalpina y en Iliria hasta el mes de marzo de dentro de cinco años! ¡Y que se despoje al Senado de toda autoridad para alterar ni una sola de todas las disposiciones que hagamos en esta Asamblea! ¡El Senado ha abrogado el derecho que tenía de conceder provincias proconsulares porque no sabe hallar mejor trabajo para encomendarle a un hombre como Cayo César que el de medir las rutas del ganado trashumante de Italia! ¡Que el contemplador de las estrellas mida montones de estiércol, pero que Cayo César estudie otras perspectivas mejores!
El proyecto de ley de Vatinio había sido presentado ante la plebe y permaneció en la plebe contio tras contio; Pompeyo habló a favor, Craso habló a favor, Lucio Cotta habló a favor… y Lucio Pisón habló a favor.
—No logro convencer ni a uno solo de nuestros cobardes tribunos para que interponga el veto —le dijo Catón a Bíbulo temblando de ira—. Ni siquiera he podido convencer a Metelo Escipión. ¿Puedes creerlo? ¡Lo único que me contestan es que les gusta vivir! ¡Les gusta vivir! ¡Oh, ojalá siguiera yo siendo tribuno de la plebe! ¡Ya les enseñaría yo!
—Estarías muerto, Marco. El pueblo lo quiere así, no sé por qué. Sólo que yo creo que él es la apuesta arriesgada. Pompeyo fue una jugada segura. César es una apuesta arriesgada. ¡Los caballeros creen que tiene suerte, ese montón de supersticiosos!
—Lo peor de todo es que tú sigues atascado con lo de las rutas del ganado trashumante. Vatinio tuvo mucho cuidado en señalar que uno de los dos haría ese trabajo tan necesario.
—Y yo lo haré —dijo Bíbulo con altivez.
—¡Tenemos que detener a César como sea! ¿Hace algún progreso Vetio?
Bíbulo suspiró.
—No tantos como yo esperaba. Ojalá fueras un organizador de planes más eficaz, Catón, pero no lo eres. Era una buena idea, pero Vetio no es precisamente el material más prometedor con el que trabajar. —Hablaré con él mañana.
—¡No, no lo hagas! —intervino Bíbulo alarmado—. Déjalo de mi cuenta.
—Por cierto, Pompeyo va a hablar en la Cámara para abogar porque la casa le conceda a César todo lo que quiera. ¡Bah!
—No conseguirá la legión extra que quiere, eso seguro.
—¿Por qué será que a mí me parece que sí?
Bíbulo sonrió con acritud.
—¿Por la suerte de César? —preguntó.
—Sí, no me gusta esa actitud. Le hace parecer bendito. Pompeyo sí que habló en favor de los proyectos de ley de Vatinio para concederle a César un magnífico mando proconsular, pero sólo para pedir que incrementasen la dotación.
—Me ha llamado la atención el hecho de que, debido a la muerte de nuestro estimado consular Quinto Metelo Celer, la provincia de la Galia Transalpina no haya recibido ningún nuevo gobernador —le dijo el Gran Hombre a los senadores—. Cayo Pontino continúa teniéndola en nombre de este cuerpo, y al parecer con la satisfacción del mismo, aunque no con la aprobación de Cayo César, ni la mía, ni la de ningún otro experto comandante de tropas. A vosotros os pareció bien concederle un agradecimiento a Pontino por encima de nuestras protestas, pero yo os digo ahora que Pontino no es lo suficientemente competente para gobernar la Galia Transalpina. Cayo César es un hombre de enorme energía y eficiencia, como os ha demostrado su gobierno de Hispania Ulterior. Lo que sería una tarea demasiado grande para la mayoría de los hombres no es lo suficientemente grande para él, como tampoco lo sería para mí. Yo propongo a esta Cámara que a Cayo César se le conceda el gobierno de la parte más lejana a nosotros de la provincia de la Galia así como el de la más cercana, y que se le conceda también la legión que pide. Hay en ello muchas ventajas. Un solo gobernador para esas dos provincias será capaz de mover sus tropas por donde necesite en todo el territorio, sin verse obligado a hacer distinción entre las fuerzas de una u otra provincia. La Galia Transalpina lleva tres años en estado de revuelta, y que haya una sola legión para controlar esas turbulentas tribus es ridículo. Combinando las dos provincias bajo ese único gobernador, Roma se ahorrará el gasto de más legiones.
Catón estaba agitando la mano; César, en la silla presidencial, sonrió ampliamente y le concedió la palabra.
—Marco Porcio Catón, tú tienes la palabra.
—¿Es que estás tan confiado, César? —rugió Catón—. ¿Tan confiado que crees que puedes invitarme a hablar con impunidad? ¡Bien, puede que sea así, pero por lo menos mi protesta contra esta idea de forjar un imperio quedará permanentemente registrada en nuestras actas! ¡Con qué lealtad habla y qué espléndido se muestra el nuevo yerno en favor del suegro! ¿A esto es a lo que ha quedado reducida Roma, a la compraventa de hijas? ¿Es así como vamos a alineamos políticamente, comprando o vendiendo una hija? ¡El suegro en esta infame alianza ya ha usado a su valido, el que tiene el forúnculo, para asegurarse un proconsulado que yo y el resto de verdaderos patriotas de Roma nos esforzamos denodadamente porque se le negase! ¡Ahora el yerno quiere contribuir dándole otra provincia a tata! ¡Un hombre, una provincia! Eso es lo que dice la mos maiorum. Padres conscriptos, ¿no veis el peligro? ¿No comprendéis que si accedéis a la petición de Pompeyo estáis poniendo al tirano en esta fortaleza con vuestras propias manos? ¡No lo hagáis! ¡No lo hagáis!
Pompeyo había escuchado con cara de aburrido; César con aquella fastidiosa expresión de ligera guasa.
—A mí me da lo mismo —dijo Pompeyo—. Yo hago la sugerencia por el mejor motivo. Si el Senado de Roma ha de conservar su derecho a distribuir las provincias entre los gobernadores, pues entonces será mejor que así lo haga. Podéis ignorarme, padres conscriptos. ¡Haced libremente lo que os plazca! Pero si lo hacéis, Publio Vatinio llevará el asunto ante la plebe, y ésta le concederá a Cayo César la Galia Transalpina. Lo único que digo es que más vale que hagáis vosotros el trabajo en lugar de permitir que lo haga la plebe. Si le concedéis vosotros a Cayo César la Galia Transalpina, entonces seréis vosotros quienes controlaréis la concesión. Podréis renovar la comisión cada día de año nuevo, o no, como gustéis. Pero si el asunto va a la plebe, el mando de Cayo César en la Galia Transalpina será de cinco años. ¿Es eso lo que queréis? Cada vez que el pueblo o la plebe aprueba una ley en lo que antes solía ser competencia del Senado, están quitando un bocado de poder senatorial. ¡A mí no me importa! Sois vosotros los que decidís.
Aquélla era la clase de discurso que Pompeyo pronunciaba mejor, llano y sin adornos, y eran los mejores precisamente por eso. La Cámara pensó en lo que Pompeyo había dicho y reconoció que en ello había su parte de verdad, así que votó a favor de que se le concediese al cónsul senior la provincia de la Galia Transalpina durante un año, desde el próximo día de año nuevo hasta el siguiente, y que se renovaría o no a gusto del Senado.
—¡Tontos! —chilló Catón cuando la votación ya había terminado—. ¡Sois unos tontos redomados! ¡Hace unos momentos tenía tres legiones, ahora le habéis dado cuatro! ¡Cuatro legiones, tres de las cuales son veteranas! ¿Y qué va a hacer con ellas este canalla de César? ¿Utilizarlas para pacificar sus provincias, en plural? ¡No! ¡Las utilizará para marchar sobre Italia, para marchar sobre Roma, para nombrarse a sí mismo rey de Roma!
No fue un discurso inesperado, ni especialmente hiriente tratándose de Catón; en realidad ninguno de los presentes, ni siquiera entre las filas de los boni, creyó a Catón. Pero César se encolerizó, indicación de las tremendas tensiones bajo las que había vivido durante meses, que ahora se liberaban porque ya tenía lo que necesitaba.
Se puso en pie, con el rostro de piedra, los orificios nasales dilatados y los ojos destellantes.
—¡Puedes gritar todo lo que quieras, Catón! —dijo con voz de trueno—. ¡Puedes gritar hasta que el cielo se desplome y Roma desaparezca debajo de las aguas! ¡Sí, todos vosotros podéis chillar, balar, vociferar, gemir, gimotear, criticar, murmurar, quejaros! ¡Pero no me importa! ¡Tengo lo que quería y lo he conseguido a pesar de vuestra resistencia! ¡Ahora sentaos y callad, hombrecillos patéticos! ¡Tengo lo que quería, y si me obligáis, lo utilizaré para aplastar vuestras cabezas!
Se sentaron y se callaron, llenos de rabia.
Bien fuera porque aquella protesta contra lo que César consideraba injusticia fuera la causa, o bien lo fuera la acumulación de numerosos insultos, algunos referidos al matrimonio, el hecho fue que desde aquel día la popularidad del cónsul senior y de sus aliados empezó a declinar. La opinión pública que, muy enfadada porque el hecho de que Bíbulo se dedicase ahora a la contemplación del cielo le había dado a César las dos Galias, cambió ahora de rumbo hasta quedar revoloteando en actitud claramente de aprobación ante Catón y Bíbulo, que se apresuraron a aprovechar la ventaja.
También lograron comprar al joven Curión, a quien Clodio había liberado de su promesa y estaba deseando hacerle la vida difícil a César. A la menor oportunidad se subía a la tribuna o a la plataforma del templo de Cástor y se ponía a satirizar sin piedad a César y a su sospechoso pasado… y además de un modo irresistiblemente entretenido. Bíbulo también entró en la refriega haciendo exponer en el tablón de anuncios del Foro inferior ingeniosas anécdotas, epigramas, notas y edictos —añadiendo así insulto sobre injuria, pues el tablón de anuncios había sido idea de César.
Pero las leyes se promulgaron a pesar de todo; la segunda ley de tierras, las diversas leyes que juntas formaban las leges Vatiniae, por las cuales se le concedían a César las provincias, y muchas más medidas sin relevancia, aunque útiles, que César llevaba años impaciente por poner en práctica. Al rey Ptolomeo XI Theos Filopator Filadelfo, llamado Auletes, se le confirmó en el trono egipcio y se le nombró amigo y aliado del pueblo romano. Cuatro mil talentos permanecían en el banco de Balbo, en Gades, pues a Pompeyo y a Craso ya se les había pagado, y Balbo, junto con Tito Labieno, se apresuró a trasladarse al norte de la Galia Cisalpina para comenzar el trabajo. Balbo iba a ocuparse de adquirir armamento y equipo —comprándoselo, siempre que fuera posible, a Lucio Pisón y a Marco Craso—, mientras que Labieno empezó a reclutar la tercera legión para la Galia Cisalpina.
Con la idea de hacer una guerra en el nordeste y a lo largo de la cuenca del Danubio, a César la Galia Transalpina le parecía un fastidio. No había hecho volver a Pontino, aunque detestaba a aquel hombre, pues César prefería ocuparse de los problemas que surgían a lo largo del Ródano por medios diplomáticos. El rey Ariovisto de los suevos germanos era una nueva fuerza surgida en la Galia Transalpina; ahora tenía dominio sobre la zona comprendida entre el lago Leman y las márgenes del río Rin, que separaba la Galia Transalpina de Germania. Los secuanos originalmente habían invitado a Ariovisto a que cruzase a su territorio con la promesa de que recibiría un tercio de las tierras que ellos poseían. Pero los suevos cruzaban el gran río y llegaban en tales cantidades que Ariovisto en seguida exigió dos tercios del territorio secuano. El efecto dominó había llevado aquellos alborotos hasta los eduos, que hacía años que habían recibido el título de amigos y aliados de Roma. Luego los helvecios, un clan de la gran tribu de los tigurinos, comenzaron a salir del hermetismo de su montaña para buscar una vida más clemente a una altitud menor en la propia Galia Transalpina.
Amenazaba la guerra, tanto que Pontino estableció un campamento más o menos permanente no lejos del lago Leman y se instaló con su única legión a esperar los acontecimientos.
El ojo clínico de César discernió que la clave de aquella situación era Ariovisto, de modo que en nombre del pueblo romano empezó a parlamentar con los representantes del rey germano, con el objetivo de conseguir un tratado que haría que lo que era de Roma siguiera siendo de Roma, contendría a Armovisto y calmaría a las enormes tribus gálicas a las cuales estaban provocando la incursión germana. El hecho de que al hacer tal cosa estuviera infringiendo los tratados que Roma ya tenía con los eduos era algo que a César no le preocupaba lo más mínimo. Era más importante establecer una situación que significase el menor peligro posible para Roma.
El resultado fue un decreto senatorial que nombraba al rey Ariovisto amigo y aliado del pueblo romano; iba acompañado de abundantes regalos que César le hizo personalmente al líder de los suevos, y surtió el efecto deseado. Tácitamente confirmado en su actual posición, Ariovisto podía arrellanarse en su asiento y dar un suspiro de alivio, al ser su avanzadilla gálica un hecho reconocido por el Senado de Roma.
A César no le había resultado difícil obtener ninguno de los dos decretos de amistad y alianza; innatamente conservador y contrario a los enormes gastos que ocasionaba la guerra, el Senado rápidamente comprendió que confirmar a Ptolomeo Auletes en su trono significaba que hombres como Craso no podrían tratar de hacerse con Egipto, y que confirmar a Ariovisto suponía que la guerra en la Galia Transalpina se había evitado. Apenas fue necesario que Pompeyo hablase.
En medio de aquella decreciente popularidad, César adquirió su tercera esposa, Calpurnia, la hija de Lucio Calpurnio Pisón. Con sólo dieciocho años, resultó ser exactamente la clase de esposa que él necesitaba en aquel momento de su carrera. Igual que su padre, era alta y morena, una muchacha muy atractiva que poseía una calma y dignidad innatas que a César le recordaban a su madre, la cual era prima hermana de la abuela de Calpurnia, una Rutilia. Inteligente y muy instruida, enormemente agradable, nunca exigente, encajó en la vida de la domus publica con tanta facilidad como si hubiera estado allí siempre. De edad muy parecida a la de Julia, fue una compensación por haber perdido a ésta. En particular para César.
Este, desde luego, la había tratado con gran experiencia. Una de las grandes desventajas de los matrimonios concertados, en particular de aquellos que se concertaban de una manera rápida, era el efecto que causaban en la nueva esposa. Calpurnia llegó a su marido como una desconocida, y como era una persona reservada, la timidez y la vergüenza construyeron un muro. Al comprender esto César se propuso demoler aquel muro. La trató de un modo muy parecido a como había tratado a Julia, con la diferencia de que ella era su esposa, no su hija. Le hacía el amor con ternura, con consideración y con alegría; los demás contactos que tenía con ella también eran tiernos, considerados y alegres.
Cuando su padre, que estaba encantado, le había dado la noticia de que iba a casarse con el cónsul senior y pontífice máximo, Calpurnia se había amedrentado. ¿Cómo iba a arreglárselas? ¡Pero él era tan agradable, tan considerado! Cada día le hacía un regalo de alguna clase, un brazalete o un pañuelo, unos pendientes, unas sandalias bonitas que él hubiera visto brillar en un puesto del mercado. Una vez, al pasar, le dejó caer en el regazo una cosa —aunque ella no sabía cuánta práctica tenía César en hacer eso—. La cosa se movía y luego emitió un pequeño maullido… ¡Oh, le había regalado un gatito! ¿Cómo sabía César que ella adoraba los gatos? ¿Cómo sabía él que su madre, la de Calpurnia, los odiaba y nunca le había permitido tener uno?
Calpurnia se llevó aquella bolita de pelo color naranja a la cara y, con los ojos brillando, sonrió radiante a su marido.
—Es un poco pequeño todavía, pero dámelo en el año nuevo y lo haré castrar —dijo César, que se encontró a sí mismo absurdamente complacido por la expresión de gozo de la muy atractiva cara de Calpurnia.
—Lo llamaré Félix —dijo ella sin dejar de sonreír.
Su marido se echó a reír.
—¿Afortunado porque es fértil? En el año nuevo ese nombre será una contradicción, Calpurnia. Si no lo castramos, nunca se quedará en casa para hacerte compañía, y yo tendré un gato callejero más para darle un puntapié con la bota cuando vaya de noche por la calle. Llámalo Spado, es más apropiado.
Sin soltar el gatito, Calpurnia se levantó, rodeó el cuello de César con un brazo y le dio un beso en la mejilla.
—No, se llama Félix.
César volvió la cabeza de manera que el beso le cayera en la boca.
—Soy un hombre afortunado —dijo a continuación.
—¿De dónde lo has sacado? —dijo ella, que sin saberlo había imitado a Julia al besar uno de aquellos abanicos blancos que César tenía al lado de los ojos.
Parpadeando para alejar las lágrimas, César la rodeó con los dos brazos.
—Tengo ganas de hacer el amor contigo, esposa, así que deja a Félix en el suelo y ven conmigo. Tú me haces más fácil la vida.
Pensamiento que le repitió a su madre algo más tarde.
—Ella hace que sea más fácil vivir sin Julia.
—Sí, es verdad. Una persona joven en la casa es necesaria, por lo menos para mí. Me alegro de que para ti también lo sea.
—No son iguales.
—En absoluto, y eso es bueno.
—Le ha gustado el gatito más que las perlas.
—Ésa es una excelente señal. —Aurelia frunció el entrecejo—. Será difícil para ella, César. Dentro de seis meses tú te marcharás y pasará años sin verte.
—¿La esposa de César? —preguntó él.
—Si le ha gustado el gatito más que las perlas, dudo que su fidelidad flaquee. Lo mejor sería que la fecundases antes de marcharte: un bebé la mantendría ocupada. Sin embargo, esas cosas no pueden predecirse, y no he observado que tu devoción por Servilia haya disminuido. Cualquier hombre tiene energías limitadas, César, incluso tú. Acuéstate con Calpurnia más a menudo, y con Servilia con menos frecuencia. Parece que tú engendras niñas, así que me preocupa menos que sea un niño.
—¡Mater, eres una mujer dura! Éste es un consejo sensato que no tengo intención de seguir.
Aurelia cambió de tema.
—He oído que Pompeyo fue a ver a Marco Cicerón y le rogó que hiciera lo posible por convencer al joven Curión para que cese sus ataques en el Foro.
—¡Estúpido! —exclamó César frunciendo el entrecejo—. Le dije que sólo le diera a Cicerón una idea falsa de su propia importancia. El salvador de la patria está a favor de los boni últimamente. Le produce un placer exquisito rechazar cualquier ofrecimiento que nosotros le hagamos. No quiso ser uno de los hombres del comité, no quiso ser legado en la Galia el año que viene, ni siquiera aceptó mi ofrecimiento de enviarlo a realizar un viaje a expensas del Estado. ¿Y ahora qué hace Magnus? ¡Le ofrece dinero!
—Él rechazó el dinero, desde luego.
—A pesar de sus crecientes deudas. ¡Nunca he visto otro hombre tan obsesionado por poseer villas!
—¿Significa eso que tú le soltarás a Clodio el año que viene?
Los ojos de César se posaron con mucha frialdad en su madre.
—Desde luego que le soltaré a Clodio.
—¿Qué diablos le dijo Cicerón a Pompeyo para que estés tan enfadado?
—El mismo tipo de cosas que dijo durante el juicio de Híbrido. Pero, desgraciadamente, Magnus mostró las suficientes dudas sobre mí como para permitir que Cicerón crea que tiene oportunidad de alejarlo de mí.
—Eso lo dudo, César. No es lógico. Julia reina.
—Sí, supongo que tienes razón. Magnus se beneficia de todos los factores que hay en juego, no le convendría que Cicerón conozca todo lo que él piensa.
—Si yo estuviese en tu lugar me preocuparía más por Catón. Bíbulo es el más organizado de los dos, pero Catón es quien tiene la influencia —dijo Aurelia—. Es una lástima que Clodio no pudiera eliminar a Catón además de a Cicerón.
—¡Eso, con toda seguridad, me guardaría muy bien las espaldas durante mi ausencia, mater! Pero, por desgracia, no veo cómo puede hacerse.
—Piénsalo. Si pudieras eliminar a Catón te sacarías todos los dientes que tienes clavados en el cuello. Él es la fuente principal de tus males.
Las elecciones curules se celebraron en el mes de quintilis, un poco más tarde de lo habitual, y los candidatos favoritos fueron definitivamente Aulo Gabinio y Lucio Calpurnio Pisón. Hicieron una extenuante campaña electoral, pero fueron lo bastante astutos como para no darle a Catón la ocasión de que los acusase a gritos de haber sido sobornados. La caprichosa opinión pública se volvió de nuevo en contra de los boni; el resultado de las elecciones prometía ser bueno para los tres hombres que formaban el triunvirato.
En ese punto, a escasos días de las elecciones curules, Lucio Vetio salió sigilosamente de debajo de su piedra. Se acercó al joven Curión, cuyos discursos en el Foro iban principalmente dirigidos a Pompeyo por entonces, y le dijo que se había enterado de que había una conspiración para asesinar a éste. Luego continuó preguntándole al joven Curión si estaba dispuesto a unirse a la conspiración. Curión escuchó atentamente y fingió tener interés. Después de lo cual se lo contó a su padre, pues él no tenía índole de conspirador ni de asesino. El viejo Curión y su hijo estaban siempre picados, pero sus diferencias no iban más allá del vino, los desmanes sexuales y las deudas; cuando amenazaba el peligro, las filas de los Escribonio Curión se apretaban.
El viejo Curión informó inmediatamente a Pompeyo, y éste convocó a sesión al Senado. Al cabo de unos momentos Vatio fue llamado a declarar. Al principio el desgraciado caballero lo negó todo, pero luego se vino abajo y dio algunos nombres: el hijo del futuro candidato consular Léntulo Spinther, Lucio Emilio Paulo y Marco Junio Bruto, ahora conocido como Cepión Bruto. Aquellos nombres sonaron tan poco convincentes que nadie podía creerlo; el joven Spinther no era ni miembro del club de Clodio ni célebre por sus indiscreciones; el hijo de Lépido tenía un viejo historial de rebelión, pero no había hecho nada desde su vuelta del exilio, y la idea de Bruto como asesino resultaba ridícula en sí misma. Tras lo cual Vetio anunció que un escriba de Bíbulo le había llevado una daga de parte del cónsul junior, que estaba recluido en su casa. Después a Cicerón se le oyó decir que era una vergüenza que Vetio no tuviera otro sitio de donde sacar una daga, pero en la Cámara todos comprendieron la importancia de aquel gesto: era el modo que tenía Bíbulo de decir que el proyectado crimen contaba con su apoyo.
—Tonterías —gritó Pompeyo muy seguro—. El propio Marco Bíbulo se tomó la molestia de advertirme en el mes de mayo de que se estaba tramando una conspiración para asesinarme. Bíbulo no puede estar implicado.
Llamaron al joven Curión. Este les recordó a todos que Paulo se encontraba en Macedonia, y apostrofó todo el asunto como una sarta de mentiras. El Senado se inclinaba a estar de acuerdo, pero le pareció prudente detener a Vetio para someterlo a posteriores interrogatorios. Había allí demasiadas resonancias de Catilina; nadie quería cargar con el oprobio de ejecutar a ningún romano, ni siquiera a Vetio, sin antes someterlo a juicio, así que no se permitió que aquella conspiración aumentase y se saliese del control del Senado. Obediente a los deseos del Senado, César, como cónsul senior, ordenó a sus lictores que llevasen a Lucio Vetio a las Lautumiae y lo encadenasen a las paredes de la celda, pues ése era el único modo de impedir que escapase de aquella insegura prisión.
Aunque en la superficie el asunto parecía completamente incongruente, César experimentó cierto desasosiego; aquélla era una ocasión, le decía su instinto de conservación, en la que deberían hacerse todos los esfuerzos posibles por tener al pueblo informado de las novedades. Así que después de despedir a los padres conscriptos, reunió al pueblo y le informó de lo que había ocurrido. Y al día siguiente hizo llevar a Vetio a la tribuna para someterlo a un interrogatorio público.
Esta vez la lista de conspiradores que dio Vetio fue completamente diferente. No, Bruto no había estado involucrado. Sí, se le había olvidado que Paulo estaba en Macedonia, a lo mejor estaba equivocado en cuanto al hijo de Spinther, puede que se tratase del hijo de Marcelino… al fin y al cabo Spinther y Marcelino eran ambos Cornelios Léntulos, y también futuros candidatos consulares. Procedió a sacar a relucir nuevos nombres: Lúculo, Cayo Fanio, Lucio Ahenobarbo y Cicerón. Todos boni o personas que coqueteaban con los boni. Asqueado, César devolvió a Vetio a las Lautumiae.
No obstante, a Vatinio le pareció que había que tratar a Vetio con más dureza, así que lo llevó otra vez a la tribuna y lo sometió a una inquisición despiadada. Esta vez Vetio insistió en que tenía los nombres correctos, aunque añadió dos más: nada menos que aquel pilar, completamente respetable, del sistema, el yerno de Cicerón, Pisón Frugi, y el senador Juvencio, conocido básicamente por su vaguedad. La reunión se disolvió después de que Vatinio propuso presentar un proyecto de ley en la Asamblea Plebeya a fin de llevar a cabo una investigación formal de lo que estaba rápidamente dándose en llamar el caso Vetio.
Por entonces nada de aquello tenía sentido, aparte de que se infería la idea de que los boni estaban lo bastante hartos de Pompeyo como para conspirar para asesinarlo. No obstante, ni siquiera el más perceptivo análisis de la vida pública podía desenredar la confusión de los hilos que Vetio había… ¿tejido? No, atado en forma de complicados nudos.
El propio Pompeyo creía ahora en la existencia de una conspiración, pero no se convencía de que los boni fueran los responsables. ¿No le había advertido Bíbulo? Pero si los boni no eran los culpables, ¿quién lo era? Así que acabó como Cicerón, convencido de que una vez que Vatinio pusiera en marcha su investigación sobre el caso Vetio, la verdad saldría a la luz.
Había otra cosa que corroía a César, cuyo pulgar izquierdo le daba pinchazos. Si no sabía otra cosa, por lo menos sí era consciente de que Vetio lo odiaba. Así que, ¿adónde conduciría exactamente el caso Vetio? ¿Estaría dirigido a él de alguna manera tortuosa? ¿O a clavar una caña entre Pompeyo y él? Por ello César decidió no esperar el mes o más que había de transcurrir antes de que empezase la investigación oficial. Volvería a hacer subir a la tribuna a Vetio para otro interrogatorio público. El instinto le decía que era vital hacerlo cuanto antes. Puede que así el nombre de Cayo Julio César no saliera en aquel asunto.
Pero no había de ser así. Cuando los lictores de César se presentaron procedentes de las Lautumiae, venían solos, de prisa y con las caras lívidas. A Lucio Vetio lo habían encadenado a la pared de su celda, pero estaba muerto. Alrededor del cuello se le veían las marcas de unas manos grandes y fuertes, y alrededor de los pies las marcas de una desesperada lucha por aferrarse a la vida. Como estaba encadenado, a nadie se le ocurrió ponerle un centinela; quienquiera que fuera el que había ido por la noche para silenciar a Lucio Vetio, había entrado y salido sin ser visto.
Catón, que se encontraba en un estado de ánimo de agradable expectación, sintió que la sangre le desaparecía del rostro y se alegró profundamente de que la atención de la muchedumbre se centrase en el enojado César, que daba bruscas instrucciones a sus lictores para que investigaran a aquellos que se hubieran encontrado en las cercanías de la prisión. Cuando los que se encontraban a su alrededor habrían deseado volverse hacia él para pedirle opinión sobre lo que estaba sucediendo, se encontraron con que Catón había desaparecido. Y corría demasiado como para que Favonio pudiera mantenerse a su paso.
Entró violentamente en casa de Bíbulo y se encontró a aquel personaje sentado en el peristilo, con un ojo en el cielo sin nubes y el otro en sus visitantes, Metelo Escipión, Lucio Ahenobarbo y Cayo Pisón.
—¿Cómo te atreves, Bíbulo? —rugió Catón.
Los cuatro hombres se dieron la vuelta como uno solo, con la boca abierta.
—¿Cómo me atrevo a qué? —le preguntó Bíbulo, evidentemente atónito.
—¡A asesinar a Vetio!
—¿Qué?
—César acaba de mandar a buscarlo a las Lautumiae para llevarlo a la tribuna, y lo han encontrado muerto. ¡Estrangulado, Bíbulo! Oh, ¿por qué lo has hecho? ¡Yo nunca habría dado mi consentimiento, y tú lo sabías! ¡Los trucos políticos son una cosa, especialmente cuando van dirigidos en contra de un perro como César, pero el asesinato es despreciable!
Bíbulo había escuchado aquello como si estuviera a punto de desmayarse; cuando Catón terminó, él se puso en pie con poca firmeza y le tendió una mano.
—¡Catón, Catón! ¿Me conoces tan poco? ¿Por qué iba yo a asesinar a un desgraciado como Vetio? Si no he asesinado a César, ¿por qué iba a asesinar a nadie?
La rabia murió en los ojos grises de Catón, que parecía inseguro; luego tendió una mano a su vez.
—¿No has sido tú?
—No he sido yo. Estoy de acuerdo contigo, siempre lo he estado y siempre lo estaré. El asesinato es despreciable.
Los otros tres se estaban recuperando de la impresión; Metelo Escipión y Ahenobarbo se reunieron con Catón y Bíbulo, mientras Cayo Pisón se recostaba en la silla y cerraba los ojos.
—¿Vetio está muerto de verdad? —preguntó Metelo Escipión.
—Eso dijeron los lictores de César. Y yo les creí.
—¿Quién habrá sido? —preguntó Ahenobarbo—. ¿Y por qué?
Catón se acercó a una mesa en la que se hallaban un jarro de vino y unas copas y se sirvió un trago.
—Realmente creí que habías sido tú, Marco Calpurnio —dijo; y vació la copa—. Lo siento. Debí haberme dado cuenta de que no podía ser así.
—Bueno, sabemos que no hemos sido nosotros —dijo Ahenobarbo—, así que, ¿quién ha sido?
—Tiene que ser César —dijo Bíbulo mientras se servía vino.
—¿Y qué gana con ello? —preguntó Metelo Escipión frunciendo el entrecejo.
—Ni siquiera yo puedo decirte eso, Escipión —le respondió Bíbulo. En aquel momento su mirada se posó en Cayo Pisón, el único que seguía sentado. Un horrible miedo lo invadió; respiró tan hondo que se hizo audible—. ¡Pisón! —exclamó de pronto—. ¡Pisón, tú no!
Los ojos inyectados en sangre, hundidos en el carnoso rostro de Cayo Pisón, lanzaban llamaradas de desprecio.
—¡Oh, no seas ingenuo, Bíbulo! —dijo con hastío—. ¿De qué otro modo iba a tener éxito esta idiotez? ¿Creíais de verdad Catón y tú que Vetio tendría la desfachatez y las agallas de cumplir sin fallar nuestro plan? Odiaba a César, sí, pero también le tenía terror. ¡Sois unos aficionados! Llenos de nobleza y de elevados ideales, tejéis conspiraciones que no tenéis ni la astucia ni el talento necesarios para llevar a cabo… ¡A veces me dais asco!
—¡El sentimiento es recíproco! —dijo Catón con los puños doblados.
Bíbulo le puso la mano en el brazo a Catón.
—No lo empeores, Catón —dijo; la piel del rostro se le había vuelto gris—. Nuestro honor ha muerto junto con Vetio, y todo gracias a este ingrato. —Se puso en pie con trabajo—. Sal de mi casa, Pisón, y no vuelvas nunca.
Al levantarse bruscamente volcó la silla; Cayo Pisón paseó la mirada de un rostro a otro y luego escupió deliberadamente sobre las losas a los pies de Catón.
—¡Vetio era mi cliente —dijo—, y me considerasteis lo bastante bueno para que lo entrenase en su papel! Pero no lo bastante bueno para daros consejo. ¡Bueno, pues de ahora en adelante lucharéis vosotros solos vuestras propias peleas! Y no tratéis de incriminarme tampoco, ¿me oís? ¡Si soltáis aunque sea en voz baja una sola palabra, yo declararé contra todos vosotros!
Catón se dejó caer sentado sobre la albardilla de la fuente que jugaba al sol, cuyos chorros de agua reflejaban una miríada de arco iris; se cubrió la cara con las manos y se balanceó adelante y atrás, llorando.
—¡La próxima vez que vea a Pisón, lo aplastaré! —dijo Ahenobarbo con fiereza—. ¡El muy canalla!
—La próxima vez que veas a Pisón te mostrarás muy educado con él —le dijo Bíbulo mientras se limpiaba las lágrimas—. ¡Oh, nos hemos quedado sin honor! Ni siquiera podemos hacérselo pagar a Pisón. Si lo hacemos, nos veremos en el exilio.
La sensación que causó la muerte de Lucio Vetio fue mala porque fue misteriosa; el brutal asesinato le prestaba una aureola de verdad a lo que quizás de otro modo hubiera podido ser considerado una patraña y no se le habría concedido mayor importancia. Alguien se había confabulado para asesinar a Pompeyo el Grande, Lucio Vetio sabía quién era ese alguien, y ahora a Lucio Vetio lo habían silenciado para siempre. Aterrorizado porque Vetio había pronunciado su nombre —y también el nombre de su leal y cariñoso yerno—, Cicerón le echaba la culpa a César, y muchos de los boni de poca importancia siguieron su ejemplo. Bíbulo y Catón rehusaron hacer comentarios, y Pompeyo iba de consternación en consternación. La lógica decía en voz muy alta que el caso Vetio en realidad no tenía significado ni base, pero aquellos que se veían implicados no estaban nada predispuestos a pensar con lógica.
La opinión pública cambió una vez más y se puso en contra del triunvirato, y parecía probable que así permaneciera. Los rumores sobre César proliferaban. A su pretor Fufio Caleno lo abuchearon en el teatro durante los ludi Apollinares; las habladurías decían que César, por medio de Fufio Caleno, tenía intención de anular el derecho que tenían las Dieciocho a ocupar los asientos reservados justo detrás de los senadores. Los juegos de gladiadores organizados por Aulo Gabinio fueron escenario de más cosas desagradables.
Convencido ahora de que sus tácticas religiosas eran el mejor camino, Bíbulo atacó. Pospuso las elecciones curules y populares hasta el decimoctavo día de octubre, y lo publicó en un edicto sobre la tribuna, la plataforma del templo de Cástor y el tablón de anuncios para los avisos públicos. No sólo se estaba levantando un hedor en el Foro inferior por causa del cadáver de Lucio Vetio, dijo Bíbulo, sino que además él había visto una enorme estrella fugaz en la parte no idónea del cielo.
A Pompeyo lo invadió el pánico. Ordenó a su tribuno de la plebe domesticado que convocase una reunión de la plebe, y allí el Gran Hombre estuvo hablando largo y tendido acerca de la irresponsabilidad que Bíbulo estaba demostrando de un modo más descarado del que se muestran las estrellas en los cielos nocturnos. Como él era augur, informó a la pesimista muchedumbre, les juraría que no había nada malo en los auspicios. Bíbulo se lo estaba inventando todo para hacer caer a Roma. Luego, el Gran Hombre convenció a César para que convocase al pueblo y hablase en contra de Bíbulo, pero César no fue capaz de encontrar el entusiasmo necesario para poner el fuego acostumbrado en sus palabras y no logró situar de su parte a la multitud. Lo que hubiera debido ser una petición exaltada para que el pueblo lo siguiera hasta la casa de Bíbulo y allí suplicar que éste pusiera fin a aquella tontería, salió de la boca de César sin pasión alguna. El pueblo prefirió marcharse a su propia casa.
—Lo cual sencillamente manifiesta su buen juicio —le dijo César a Pompeyo durante la cena en la domus publica—. Estamos abordando esto de un modo equivocado, Magnus.
Muy deprimido, Pompeyo estaba reclinado con el mentón apoyado en la mano izquierda; se encogió de hombros.
—¿Equivocado? —preguntó con aire lúgubre—. Lo que pasa es que no hay modo alguno de abordarlo, ése es el problema.
—Lo hay, para que lo sepas.
Uno de aquellos ojos azules se volvió hacia César, aunque la mirada que lo acompañó fue escéptica.
—Dímelo ahora mismo, César.
—Estamos en quintilis y es época de elecciones, ¿correcto? Los juegos se están celebrando ahora, y media Italia ha venido para divertirse. Casi ninguno de esos que forman la multitud del Foro en el momento oportuno es de los asiduos. ¿Cómo saben lo que ha pasado? Oyen hablar de auspicios, de cónsules juniors que contemplan el cielo, de hombres asesinados en prisión y de unas estupendas trifulcas entre las facciones que ocupan los cargos de las magistraturas de Roma. Te miran a ti y me miran a mí y ven una parte. Luego miran a Catón y oyen hablar de Bíbulo, y ven otra parte. Debe de parecer más raro que un ritual pisidio.
—¡Huh! —murmuró Pompeyo mientras apoyaba otra vez la barbilla en una mano—. Gabinio y Lucio Pisón van a perder, eso es lo único que yo sé.
—Sin duda tienes razón, pero sólo si fueran a celebrarse ahora las elecciones —le dijo César, vivo y enérgico otra vez—. Bíbulo ha cometido un error, Magnus. Debería haber dejado en paz las elecciones. Si se hubiesen celebrado ahora, ambos cónsules, con toda seguridad, habrían sido de los boni. Al posponerlas nos ha concedido tiempo y la oportunidad de recuperar nuestra posición. —No podremos recuperar nuestra posición.
—Si producimos agitación acerca del último edicto, estoy de acuerdo. Pero dejemos de alborotar al respecto. Aceptemos la proposición como legítima, como si de todo corazón aprobásemos el edicto de Bíbulo. Luego nos ponemos a trabajar para recuperar nuestra influencia entre el electorado. En octubre volveremos a gozar de su favor, Magnus, espera y verás. Y en octubre tendremos los cónsules de nuestra facción, Gabinio y Lucio Pisón.
—¿Realmente lo crees así?
—Estoy absolutamente seguro de ello. ¡Vuelve a tu villa de Albana con Julia, Magnus, por favor! Deja de preocuparte por la política de Roma. Yo estaré atento hasta que le entregue a la Cámara mi legislación para impedir que los gobernadores de las provincias esquilen a sus rebaños, lo cual no sucederá hasta dentro de dos meses. Ahora intentaremos pasar inadvertidos, no diremos nada y no haremos nada. Eso hará que Bíbulo y Catón no puedan despotricar contra nosotros. También haré callar al joven Curión. El interés se apaga cuando no ocurre nada.
Pompeyo se echó a reír con disimulo.
—He oído que el joven Curión realmente te metió el puño por el culo el otro día.
—¿Al referirse a los acontecimientos del consulado de Julio y César en lugar del consulado de César y Bíbulo? —preguntó César sonriendo.
—Lo del consulado de Julio y César es verdaderamente bueno.
—¡Oh, sí, muy ocurrente! Yo también me reí mucho cuando lo oí. Pero hasta eso puede que funcione en nuestro favor, Magnus. Dice algo que el joven Curión hubiera debido detenerse a pensar antes de decir: que Bíbulo no es un cónsul y que yo he tenido que hacer de ambos cónsules a la vez. En octubre eso se hará muy evidente para los electores.
—Me animas enormemente, César —dijo Pompeyo suspirando. Luego pensó en otra cosa—. Por cierto, parece que Catón ha tenido una grave desavenencia con Cayo Pisón. Metelo Escipión y Lucio Ahenobarbo se han puesto de parte de Catón. Me lo ha dicho Cicerón.
—Tenía que suceder en cuanto Catón descubriera que Cayo Pisón hizo matar a Vetio —dijo César con seriedad—. Bíbulo y Catón son tontos, pero son unos tontos honorables en lo que se refiere al asesinato.
Pompeyo estaba boquiabierto.
—¿Cayo Pisón fue quien lo hizo?
—Claro. Y tuvo razón al hacerlo. Vetio no era amenaza para nosotros si estaba vivo. Pero con Vetio muerto, se me puede echar a mí la culpa. ¿No intentó Cicerón convencerte de eso, Magnus?
—Pues… —murmuró Pompeyo, que se puso colorado.
—¡Precisamente! El caso Vetio ocurrió para hacer que tú desconfiases de mí. Luego, cuando interrogué públicamente a Vetio, Cayo Pisón vio que la estratagema iba a fracasar. De ahí la muerte de Vetio, que evitaba cualquier conclusión excepto las que se basasen en la pura especulación.
—Pues sí que desconfié de ti —reconoció Pompeyo malhumorado.
—Y es muy natural. ¡No obstante, Magnus, recuerda que me eres mucho más útil vivo que muerto! Es cierto que si tú murieras yo heredaría gran parte de tu gente. Pero si vives, todos tus hombres me apoyarán. Yo no abogo por la muerte.
Como la plebe y los magistrados plebeyos no funcionaban bajo los auspicios, el edicto de Bíbulo no pudo impedir que se llevaran a cabo las elecciones de los ediles plebeyos ni de los tribunos de la plebe. Estas se celebraron a finales de quintilis, como estaba programado, y Publio Clodio resultó elegido presidente del nuevo Colegio de los Tribunos de la Plebe. Lo cual no fue ninguna sorpresa; la plebe era muy dada a admirar a un patricio que tenía tanto interés en renunciar a su condición de patricio y convertirse en tribuno de la plebe sólo para conseguir ese cargo. Además Clodio tenía abundantes clientes y seguidores debido a su generosidad, y su matrimonio con la nieta de Cayo Graco le había aportado muchos miles más. En él la plebe veía a alguien que la apoyaría en contra del Senado; si apoyase al Senado, nunca habría renunciado a su condición de patricio.
Desde luego los boni consiguieron que tres de sus tribunos de la plebe fueran elegidos, y Cicerón tuvo tanto miedo de que Clodio lograse juzgarle por el asesinato de ciudadanos romanos sin un juicio previo que había gastado abundantes cantidades de dinero para asegurar la elección de su devoto admirador Quinto Terencio Culeo.
—No es que me preocupe mucho ninguno de ellos —le dijo Clodio a César, sin aliento a causa de la excitación—. ¡Los tiraré a todos al Tíber!
—Estoy seguro de que lo harás, Clodio.
Aquellos oscuros y un poco enloquecidos ojos destellaban.
—¿Tú te crees que eres mi amo, César? —le preguntó Clodio con brusquedad.
Pregunta que provocó una carcajada de César.
—¡No, Publio Clodio, no! Yo no te insultaría, ni soñaría con eso, y mucho menos me lo creería. Un Claudio, ¡aunque sea plebeyo!, no se pertenece más que a sí mismo.
—En el Foro dicen que te pertenezco.
—¿Te importa a ti lo que digan en el Foro?
—Supongo que no, siempre que no me perjudique. —Clodio se desenroscó de un súbito brinco y se puso en pie—. Bueno, sólo quería estar seguro de que no te creías mi dueño, así que ya me voy.
—Oh, no me prives aún de tu compañía —le dijo César gentilmente—. Siéntate otra vez, anda.
—¿Para qué?
—Por dos motivos. El primero, que me gustaría saber qué planes tienes para tu año. El segundo, que me gustaría ofrecerte cualquier ayuda que pudieras necesitar.
—¿Es esto una artimaña?
—No, simplemente es un interés auténtico. Y también espero, Clodio, que tengas suficiente sentido común para darte cuenta de que mi ayuda podría suponer la diferencia entre que tus leyes sean legales o no.
Clodio lo pensó en silencio y luego hizo un gesto de asentimiento.
—Ya lo comprendo —dijo—, y hay una parte en la que me podrías ayudar.
—Di en cuál.
—Necesito establecer mejores contactos con romanos auténticos. Me refiero a los tipos insignificantes, al rebaño. ¿Cómo podemos saber los patricios lo que quieren si no conocemos a ninguno? Y esto precisamente es lo que te diferencia a ti tanto de los demás. Tú conoces a todo el mundo, desde los que se encuentran más arriba hasta los que están más abajo. ¿Cómo lo has conseguido? Enséñame cómo hacerlo —le pidió Clodio.
—Conozco a todo el mundo porque nací y crecí en Subura. Cada día me rozaba con los tipos insignificantes, como tú los llamas. Por lo menos no detecto en ti aires de superioridad ni paternalismo. Pero ¿por qué quieres conocer a los humildes? No te serán de utilidad, Clodio. Sus votos no tienen importancia.
—Pero son muchos.
¿Qué andaba buscando? Aparentando que su interés era sólo debido a la cortesía, César se recostó y se quedó contemplando a Publio Clodio. ¿Lo mismo que Saturnino? No, no era de ese tipo. ¿Malicia? Ciertamente. ¿Qué podía hacer Clodio? Pregunta para la que César confesó que no encontraba respuesta. Clodio era un innovador, una persona completamente fuera de la ortodoxia que quizás llegaría adonde nadie había llegado antes. Pero ¿qué podía hacer? ¿Esperaba arrastrar a miles y miles de seres insignificantes al Foro para intimidar al Senado y a la primera clase y obligarles a hacer lo que aquellos tipos insignificantes quisieran? Pero eso solamente ocurriría si tenían la barriga vacía, y aunque el precio del grano era elevado en aquel momento, la ley de Catón impedía que el precio fuera impuesto a los humildes. Saturnino había visto una multitud de grandes proporciones y había tenido la inspiración de utilizarla para fomentar su propio objetivo, que era gobernar Roma. Pero cuando llamó a la multitud para cumplir sus órdenes, ésta no acudió. Así que Saturnino murió. Si Clodio intentaba imitar a Saturnino, la muerte también sería su destino. Haber conocido a los tipos insignificantes durante mucho tiempo —¡qué manera tan extraordinaria de describirlos!— le proporcionaba a César una visión de las cosas que ninguno de los personajes importantes de su propia clase podría tener nunca. Incluido Publio Clodio, nacido y criado en el Palatino. Bien, quizás Claudio quisiera ser como Saturnino, pero si era así lo único que descubriría era que a los tipos insignificantes no se les podía agrupar en masa con fines destructivos. Sencillamente, ellos no tenían inclinaciones políticas.
—El otro día me encontré en el Foro con alguien a quien tú conoces —le comentó Clodio poco después—. Cuando intentabas convencer a la multitud para que te siguieran a la casa de Bíbulo.
César sonrió con ironía.
—Una estupidez por mi parte —dijo.
—Eso es lo que dijo Lucio Decumio.
El rostro impasible de César se iluminó.
—¿Lucio Decumio? ¡Pues ése sí que es un tipo insignificante maravilloso! Si quieres saber cosas de los tipos insignificantes, Clodio, acude a él.
—¿A qué se dedica?
—Es un vilicus, el custodio del colegio de encrucijada que mi madre ha albergado desde antes de que yo naciera. Está un poco deprimido últimamente porque él y su colegio no tienen una posición oficial.
—¿En casa de tu madre? —preguntó Clodio arrugando el entrecejo y la frente.
—En su ínsula. Donde el Vicus Patricii se junta con Subura Minor. Hoy día el colegio se ha convertido en una taberna, pero siguen reuniéndose allí.
—Le haré una visita a Lucio Decumio —dijo Clodio con aires de gran satisfacción.
—Me gustaría que me contases lo que planeas hacer como tribuno de la plebe —le dijo César.
—Empezaré por hacer cambios en la lex Aelia y en la lex Fufia, eso seguro. Permitir que cónsules como Bíbulo utilicen las leyes religiosas como artimañas políticas es de lunáticos. Cuando yo acabe con ellas, la lex Aelia y la lex Fufia no tendrán ningún atractivo para los que son como Bíbulo.
—¡Eso lo aplaudo! Pero, de verdad, acude a mí para que te ayude a redactarlo.
Clodio sonrió con malicia.
—Quieres que haga una ley retrospectiva, ¿verdad? ¿Quieres que en el futuro sea ilegal contemplar el cielo tanto antes como después de la ley?
—¿Para reforzar mi propia legislación? —César adoptó una expresión altanera—. Ya me las arreglaré sin una ley retroactiva. ¿Qué más?
—Quiero condenar a Cicerón por ejecutar a ciudadanos romanos sin haberlos juzgado, y enviarlo al exilio permanente.
—Excelente.
—Además pienso reinstaurar los colegios de encrucijada y otras clases de hermandades que tu primo Lucio César hizo que quedaran fuera de la ley.
—Para eso es para lo que quieres ir a ver a Lucio Decumio. ¿Y qué más?
—Hacer que los censores se comporten como es debido.
—Eso es interesante.
—Prohibir que los empleados del Tesoro se metan en negocios de comercio privado.
—Ya era hora.
—Y darle grano al pueblo completamente gratis.
César dejó escapar el aire entre los dientes.
—¡Oh! Admirable, Clodio, pero los boni nunca permitirán que te salgas con la tuya.
—Los boni no tendrán más remedio que conformarse —dijo Clodio con el rostro lúgubre.
—¿Cómo te las arreglarás para financiar un subsidio de grano completamente gratis? El gasto sería prohibitivo.
—Legislando la anexión de la isla de Chipre. No olvides que Egipto y todas sus posesiones, principalmente Chipre, fueron legados a Roma en el testamento del rey Ptolomeo Alejandro. Tú revocaste lo de Egipto al lograr que el Senado concediese a Ptolomeo Auletes la permanencia en el trono egipcio, pero no hiciste el decreto extensivo a su hermano, el de Chipre. Eso significa que, según ese viejo testamento, Chipre sigue perteneciendo a Roma. Nunca hemos ejecutado el testamento, pero yo pienso hacerlo. Al fin y al cabo ya no hay reyes en Siria y Egipto no puede ir a la guerra solo. Debe de haber miles y miles de talentos por todo el palacio de Pafos esperando a que Roma los recoja.
Aquello le salió muy virtuoso, cosa que complació a Clodio inmensamente. César era un tipo muy agudo; él sería el primero en olerse la duplicidad. Pero César no sabía nada del antiguo rencor que Clodio le guardaba a Ptolomeo el Chipriota. Cuando los piratas capturaron a Clodio, éste les había dicho que le pidieran a Ptolomeo el Chipriota un rescate de diez talentos, tratando así de emular la conducta de César cuando los piratas lo habían capturado. Ptolomeo el Chipriota se había limitado a echarse a reír y luego se había negado a pagar más de dos talentos por el pellejo del almirante Publio Clodio, alegando que no valía más de eso. Un insulto mortal para Clodio.
Bien, Ptolomeo el Chipriota estaba a punto de pagar una suma considerablemente mayor de dos talentos para satisfacer la sed de venganza de Clodio. El precio sería todo, absolutamente todo lo que poseyera, desde su regencia hasta el último clavo dorado de las puertas.
De haber conocido César aquella historia, no le habría importado; estaba demasiado ocupado pensando en otro tipo de venganza.
—¡Qué idea tan espléndida! —dijo en tono afable—. Tengo precisamente la persona adecuada a quien confiar una misión tan delicada como la anexión de Chipre. No se puede enviar a alguien que le tenga afición a robar, pues si fuera así Roma acabaría recibiendo menos de la mitad de lo que allí se encuentra, y entonces el subsidio del grano no se podría llevar a cabo. Y no puedes ir tú en persona. Tendrás que legislar una misión especial para anexionar Chipre, y yo tengo la persona indicada para ese trabajo.
—¿Ah, sí? —preguntó Clodio cogido de improviso.
—Encomiéndaselo a Catón.
—¿A Catón?
—Desde luego que sí. ¡Tiene que ser Catón! ¡Él encontrará hasta el último dracma perdido en el rincón más oscuro, llevará las cuentas con una precisión inmaculada, hará inventario hasta de la última joya, de la última copa de oro, de cada estatua y de cada pintura… el Tesoro recibirá el lote completo! —le dijo César sonriendo como el gato que está a punto de romperle el cuello al ratón—. ¡Tienes que hacerlo, Clodio! ¡Roma necesita que Catón haga ese trabajo! ¡Tú necesitas que Catón haga ese trabajo! Encomiéndale la misión a Catón, y obtendrás gratis todo el dinero necesario para pagar el subsidio del grano.
Clodio se marchó dando alaridos y dejó a César pensando que acababa de lograr la obra que le resultaba personalmente más satisfactoria desde hacía años. Aquel que se oponía a toda misión especial, Catón, se encontraría acorralado en un rincón mientras Clodio le apuntaba con una lanza desde todas las direcciones. Aquello era la belleza de la Belleza, como solía referirse Cicerón a Clodio, haciendo un juego de palabras con su apodo, Pulcher. Sí, Clodio era muy inteligente. Había visto de inmediato las ventajas de encomendarle aquella misión a Catón. Otro hombre quizás le ofreciera a Catón algún pretexto, pero Clodio no lo haría. Catón no tendría más remedio que obedecer a la plebe, y estaría ausente durante dos o tres años. Catón, que últimamente aborrecía ausentarse de Roma por miedo a que sus enemigos se aprovechasen de su ausencia. Sólo los dioses sabían los estragos que Clodio planeaba para el año siguiente, pero aunque no hiciera nada más por complacer a César que eliminar a Cicerón y a Catón, César, por su parte, no se quejaría.
—¡Voy a obligar a Catón a anexionar Chipre! —le dijo Clodio a Fulvia cuando llegó a casa. Luego le cambió la expresión y puso mala cara—. Tendría que habérseme ocurrido a mí, pero ha sido idea de César.
A aquellas alturas Fulva ya sabía exactamente cómo manejar los cambios de humor más veleidosos de Clodio.
—¡Oh, Clodio, eres verdaderamente un hombre brillante! —lo arrulló ella al tiempo que lo adoraba con los ojos—. ¡César está acostumbrado a servirse de otras personas, pero ahora eres tú el que lo está utilizando a él! Creo que deberías seguir sirviéndote de César.
Interpretación que le pareció muy bien a Clodio, que sonrió muy satisfecho y empezó a felicitarse a sí mismo por ser tan perspicaz.
—Y lo utilizaré, Fulvia. César puede redactar algunas de mis leyes.
—Las religiosas, desde luego.
—¿Te parece que yo debería pagárselo haciéndole uno o dos favores?
—No —le dijo Fulvia con calma—. César no es tan tonto como para esperar favores de un patricio como él… y tú eres patricio de nacimiento, lo llevas en la sangre.
Fulvia se levantó de un modo un poco torpe para estirar las piernas; el nuevo embarazo empezaba a hacer que se sintiera pesada, cosa que ella encontraba que era un fastidio. Justo cuando Clodio estuviera en la cima de su cargo de tribuno, ella caminaría como un ánade. No es que tuviera intención de que las molestias de tener un bebé fueran a impedir su presencia en el Foro. De hecho, la idea de escandalizar a Roma de nuevo apareciendo en público embarazada de ocho o nueve meses se le hacía deliciosa. Y los dolores del parto tampoco la retendrían más de un día o dos. Fulvia era de las afortunadas: le resultaba fácil el embarazo y dar a luz. Después de haber estirado las doloridas piernas, sonrió y se tumbó de nuevo al lado de Clodio justo cuando Décimo Bruto entraba jubiloso a causa de la victoria de Clodio en las votaciones.
—Tengo un nombre: Lucio Decumio —dijo Clodio.
—¿Como fuente de información sobre los tipos insignificantes, quieres decir? —preguntó Décimo Bruto mientras se tumbaba en el canapé de enfrente.
—Eso es.
—¿Quién es?
Décimo Bruto se puso a picar de un plato de comida.
—El custodio de un colegio de encrucijada en Subura. Y un gran amigo de César, según dice Lucio Decumio, que jura que le cambiaba los pañales a César e hizo toda clase de diabluras con él cuando César era niño.
—¿Y qué? —preguntó Décimo Bruto en tono escéptico.
—Que conocí a Lucio Decumio y me cayó bien. Y yo también le caí bien a él —dijo Clodio, y bajando la voz hasta hablar en un conspiratorio susurro añadió—: Por fin he hallado el camino para introducirme en las filas de los humildes… o por lo menos en el segmento de los humildes que pueden sernos útiles.
Los otros dos se olvidaron de la comida y se inclinaron hacia adelante.
—Lo único que ha demostrado Bíbulo este año es hasta qué punto la constitucionalidad puede ser una mofa —continuó Clodio—. En nombre de la ley ha puesto al triunvirato fuera de ella. Toda Roma se da cuenta de que lo que ha hecho en realidad ha sido utilizar un truco religioso, pero ha funcionado. Las leyes de César están en peligro. ¡Pues bien, pronto yo haré que esa clase de trucos sea ilegal! Y una vez que lo haga, no habrá ningún impedimento para que yo promulgue mis leyes legalmente.
—Eso si convences a la plebe para que las apruebe primero —dijo con desprecio Décimo Bruto—. ¡Puedo nombrarte a una docena de tribunos de la plebe frustrados por ese factor! Por no hablar del veto. Hay por lo menos otros cuatro hombres en tu colegio a los que les encantará vetarte.
—¡Ahí es donde Lucio Decumio va a sernos de extraordinaria utilidad! —exclamó Clodio con evidente excitación—. ¡Vamos a conseguir entre los humildes tal número de seguidores que intimidarán a nuestros oponentes en el Senado y en el Foro hasta el punto de que nadie tendrá el valor suficiente para interponer el veto. Ninguna ley que a mí me interese promulgar dejará de aprobarse!
—Saturnino intentó eso y fracasó —dijo Décimo Bruto.
—Saturnino consideró a los humildes como una multitud, nunca supo cómo se llamaba ninguno de ellos ni bebió en su compañía —explicó Clodio con paciencia—. Dejó de hacer precisamente lo que un demagogo de éxito debe hacer: ser selectivo. Yo no quiero ni necesito enormes multitudes de humildes. Lo único que quiero son algunos grupos de auténticos granujas. Cuando le eché una mirada a Lucio Decumio me di cuenta de que había encontrado a un verdadero granuja. Nos fuimos a una taberna de la vía Nova y estuvimos charlando. Principalmente acerca de su resentimiento por haber sido descalificado como colegio religioso. Afirmó que había sido un asesino en su juventud, y yo le creí. Pero lo que a mí me resulta más inoportuno es que dejó escapar que bastantes colegios de encrucijada, incluido el suyo, han estado dirigiendo una especie de montaje de protección durante… ¡oh, durante siglos!
—¿Un montaje de protección? —preguntó Fulvia sin acabar de comprender.
—Venden protección contra robos y atracos a comerciantes y fabricantes.
—¿Protección contra quién?
—¡Contra ellos mismos, desde luego! —dijo Clodio riéndose—. Si no pagan, les dan una paliza. Si no pagan, les roban la mercancía. Si no pagan, les destruyen la maquinaria. Es perfecto.
—Estoy fascinado —dijo con voz pausada Décimo Bruto.
—Es muy simple, Décimo. Nosotros usaremos las hermandades de encrucijada como nuestras tropas. No hay necesidad de llenar el Foro con inmensas multitudes. Lo único que necesitamos es tener bastantes allí presentes en todo momento. Doscientos o trescientos a lo sumo, creo yo. Por eso tenemos que averiguar cómo están reunidos, dónde y cuándo se agrupan. Luego tenemos que organizarlos como un pequeño ejército: con listas y todo.
—¿Cómo les pagaremos? —preguntó Décimo Bruto. Era un joven astuto y capaz en extremo, a pesar de su aspecto de idiota vicioso; la idea de trabajar para hacerles la vida difícil a los boni y a todos los demás que tuvieran aburridas inclinaciones conservadoras le resultaba inmensamente atrayente.
—Les pagaremos comprándoles el vino con nuestro propio dinero. Una cosa que he aprendido es que un hombre sin educación hará cualquier cosa por ti si le pagas las copas.
—No basta —dijo con énfasis Décimo Bruto.
—Me doy buena cuenta de ello —dijo Clodio—. También les pagaré legislando dos cosas. Una: legalizar de nuevo todos los colegios, cofradías, clubs y fraternidades. Dos: imponer un subsidio para que obtengan el grano gratis. —Besó a Fulvia y se levantó—. Ahora vamos a aventurarnos por Subura, Décimo, donde veremos al viejo Lucio Decumio y empezaremos a establecer nuestros planes para cuando yo asuma el cargo el décimo día de diciembre.
César promulgó la ley para impedir las extorsiones de los gobernadores en las provincias durante el mes de sextilis, lo suficientemente después de los acontecimientos acaecidos el mes anterior como para que los ánimos se hubieran calmado. Incluido el suyo.
—No actúo por espíritu de altruismo ni le pongo objeciones a que un gobernador capaz se enriquezca de una manera aceptable —le dijo a la Cámara, que estaba medio llena—. Lo que hace esta lex iulia es impedir que un gobernador le haga trampas al Tesoro y proteger al pueblo de esa provincia de la rapacidad. Durante más de cien años el gobierno de las provincias en las provincias ha sido una deshonra. Se vende el derecho a la ciudadanía. Se venden exenciones de pagar impuestos, aranceles y tributos. El gobernador se lleva consigo a medio millar de parásitos para desangrar aún más los recursos de las provincias. Se libran guerras por el único motivo de asegurar un desfile triunfal al regreso del gobernador a Roma. Si se niegan a entregar a una hija o un campo de grano, a aquellos que no son ciudadanos romanos se les somete al azote de espinos, y a veces se les decapita. No se realiza el pago de las provisiones y del material militar. Se fijan los precios de manera que beneficien al gobernador, a sus banqueros o a sus secuaces. Se alienta la práctica de la usura. ¿Tengo que seguir? —César se encogió de hombros—. Marco Catón dice que mis leyes no son legales debido a las actividades de mi colega consular, que se dedica a contemplar el cielo. No he dejado que Marco Bíbulo se interpusiera en mi camino y tampoco dejaré que lo haga en este proyecto de ley. Sin embargo, si este cuerpo se niega a darle un consultum de aprobación, no lo llevaré ante el pueblo. Como podéis ver por el número de cubos que tengo a mis pies, es un cuerpo de ley enorme. Sólo el Senado tiene la fortaleza necesaria para leerlo con detenimiento, sólo el Senado aprecia la difícil situación que atraviesa Roma en lo concerniente a sus gobernadores. Esta es una ley senatorial, debe recibir la aprobación del Senado. —Sonrió mirando en dirección a Catón—. Podríais decir que le estoy entregando un regalo al Senado… Si lo rechazáis, el Senado morirá.
Quizás fuera que quintilis había actuado como catarsis, o quizás que el grado de rencor y rabia había sido tal que la pura intensidad de la emoción no podía mantenerse ni un momento más; fuera por el motivo que fuese, la ley de César contra la extorsión encontró aprobación universal en el Senado.
—Es magnífica —dijo Cicerón.
—No tengo ninguna queja ni con la más pequeña subcláusula —opinó Catón.
—Hay que felicitarle —reconoció Hortensio.
—Es tan exhaustiva que durará para siempre —fue la opinión de Vatia Isáurico.
Así que la lex iulia repetundarum fue a la Asamblea Popular acompañada de un senatus consultum de consentimiento, y se promulgó como ley a mitad de setiembre.
—Estoy complacido —le dijo César a Craso en medio del torbellino del Macellum Cuppedenis, lleno a rebosar de visitantes procedentes del campo que estaban en la ciudad para los ludi Romani.
—No es para menos, Cayo. Cuando los boni no pueden encontrar nada malo, debería uno exigir que se le concediera un nuevo tipo de triunfo sólo por haber hecho una ley perfecta.
—Los boni tampoco pudieron encontrar nada malo en mi ley de tierras, pero eso no impidió que se me opusieran a ella —le recordó César.
—Las leyes de tierras son diferentes. Hay demasiadas rentas y contratos de alquiler en juego. La extorsión por parte de los gobernadores en sus provincias encoge los ingresos del Tesoro. Me parece, sin embargo, que no debías haber limitado tu ley contra la extorsión solamente a la clase senatorial. Los caballeros también se dedican a la extorsión en las provincias.
—Pero sólo con el consentimiento de los gobernadores. Sin embargo, cuando yo sea cónsul por segunda vez promulgaré una ley dirigida a los caballeros. Es un proceso demasiado largo el de redactar leyes contra la extorsión como para poder hacer más de una por consulado.
—¿Es que piensas ser cónsul por segunda vez?
—Desde luego: ¿Tú no?
—Pues en realidad no me importaría —dijo Craso con aire pensativo—. Todavía me encantaría ir a la guerra contra los partos y ganarme por fin mi triunfo. Pero no podré hacerlo a menos que sea cónsul otra vez.
—Lo serás.
Craso cambió de tema.
—¿Te has decidido ya acerca de la lista completa de legados y tribunos para la Galia? —le preguntó a César.
—Más o menos, aunque no del todo.
—Entonces, ¿querrías llevarte a mi Publio contigo? Me gustaría que aprendiera contigo el arte de la guerra.
—Me encantará contar con él.
—Tu elección de legado con condición de magistrado más bien me tiene atónito… ¿Tito Labieno? Nunca ha hecho nada.
—Excepto ser mi tribuno de la plebe, es lo que me estás dando a entender —dijo César con ojos chispeantes—. ¡No te creas que poseo esa clase de estupidez, mi querido Marco! Conocí a Labieno en Cilicia cuando Vatia Isáurico era gobernador. Le gustan los caballos, cosa que es bastante rara en un romano. Necesito un comandante de caballería realmente capacitado, porque las tribus que van a caballo son muy numerosas allí donde voy. Labieno será un comandante de caballería muy bueno.
—¿Todavía tienes intención de marchar Danubio abajo hacia el Euxino?
—Cuando yo termine, Marco, las provincias de Roma llegarán hasta Egipto. Si tú ganas contra los partos cuando seas cónsul por segunda vez, Roma poseerá el mundo entero desde el océano Atlántico hasta el río Indo. —Dejó escapar un suspiro—. Supongo que eso significa que también tendré que someter a la Galia Transalpina en un momento u otro.
Craso pareció golpeado por un rayo.
—¡Cayo, estás hablando de algo que necesitará de diez años para llevarse a cabo, no cinco!
—Ya lo sé.
—¡El Senado y el pueblo te crucificarán! ¿Librar una guerra de agresión durante diez años? ¡No lo ha hecho nunca nadie!
Mientras estaban parados hablando, la multitud pasaba en remolinos a su alrededor, en una masa siempre cambiante y muchos saludaban alegremente a César, quien respondía con una sonrisa y a veces hacía alguna pregunta para interesarse por algún miembro de la familia, por un empleo o por un matrimonio. Aquello nunca había dejado de fascinar a Craso. ¿A cuántas personas de Roma conocía César? No siempre eran romanos. Esclavos con gorros de libertos, judíos que llevaban el solideo, frigios con turbante, galos de cabello largo, sirios con la cabeza rapada. Si toda aquella gente tuviera voto, César nunca dejaría el cargo. Pero César siempre trabajaba dentro de las formas tradicionales. ¿Sabrán los boni qué parte de Roma tiene César en la palma de la mano? No, no tienen ni la menor idea. Si lo supieran, Bíbulo no se habría dedicado a contemplar el cielo. Aquella daga que Bíbulo le había enviado a Vetio habría sido utilizada. César estaría muerto. ¿Pompeyo Magnus? ¡Nunca!
—¡Estoy harto de Roma! —gritó César—. Durante casi diez años he estado encarcelado aquí… ¡estoy impaciente por marcharme! ¿Diez años en el campo de batalla? ¡Oh, Marco, ésa es una perspectiva deliciosa! Hacer algo que es mucho más natural para mí que ninguna otra cosa, recogiendo una cosecha para Roma, ensalzando mi dignitas, y no tener que aguantar los gimoteos y las críticas de los boni. En el campo de batalla soy yo el que tiene la autoridad, nadie puede contradecirme. ¡Es maravilloso!
Craso se echó a reír entre dientes.
—Menudo autócrata estás hecho.
—Igual que tú.
—Sí, pero la diferencia es que yo no quiero gobernar el mundo entero, sólo la parte económica. Las cifras son tan concretas y exactas que los hombres se asustan sólo de verlas a menos que tengan un auténtico talento para ello. Mientras que la política y la guerra son muy difuminadas. Todo hombre piensa que si tiene suerte puede ser el mejor en cualquiera de ellas. Yo no me meto con la mos maiorum y dos tercios del Senado tienen mi misma clase de autocracia, así de simple.
Pompeyo y Julia regresaron a Roma con carácter más o menos permanente a tiempo de ayudar a Aulo Gabinio y a Lucio Calpurnio Pisón a hacer campaña para las elecciones curules el decimoctavo día de octubre. Como César no había visto a su hija desde que se casó con Pompeyo, se sorprendió un poco. Aquélla era una joven matrona confiada, vital, chispeante e ingeniosa, no la dulce y gentil adolescente que conservaba en su imaginación. Su compenetración con Pompeyo era asombrosa, aunque César no sabía quién era el responsable de aquello. El antiguo Pompeyo había desaparecido; el nuevo Pompeyo era un hombre muy instruido que se embelesaba con la literatura, que hablaba con mucha erudición de este pintor o de aquel escultor, y que no mostró el más mínimo interés en interrogar a César acerca de sus propósitos militares para los próximos cinco años. ¡Y encima Julia era la que mandaba! Por lo visto, y sin avergonzarse de ello lo más mínimo, Pompeyo se había rendido a la dominación femenina. ¡Nada de prisiones entre severos bastiones picentinos para Julia! Si Pompeyo iba a alguna parte, Julia también iba. ¡Como las sombras de Fulvia y Clodio!
—Voy a construir un teatro de piedra para Roma en un terreno que he comprado situado entre las saepta y las cuadras para carros —dijo el Gran Hombre—. Este asunto de instalar teatros temporales de madera cinco o seis veces al año siempre que hay juegos importantes es una absoluta locura, César. No me importa que la mos maiorum diga que el teatro es decadente e inmoral, el hecho es que Roma se vuelca para asistir a las representaciones, y cuanto más groseras mejor. Julia dice que el mejor monumento en memoria de mis conquistas que yo podría dejarle a Roma sería un enorme teatro de piedra con un precioso peristilo y una columnata adyacente, y una cámara lo bastante grande como para dar cabida al Senado en uno de los extremos. Así, dice ella, puedo saltarme la mos maiorum: un templo inaugurado para el Senado en uno de los extremos, y justo encima del auditorio un delicioso templito dedicado a Venus Victrix. Bueno, tiene que ser a Venus, puesto que Julia es descendiente directa de Venus, pero ella sugirió que sea la Venus victoriosa en honor a mis conquistas. ¡Qué pollita más inteligente! —terminó amorosamente Pompeyo al tiempo que acariciaba la mata de pelo de su esposa, que lucía un peinado muy a la moda. Y que estaba, pensó César muy divertido, insufriblemente orgullosa de sí misma.
—Parece ideal —dijo César, seguro de que no le escuchaban.
Y así fue. Julia habló.
—Mi león y yo hemos hecho un trato —dijo sonriéndole a Pompeyo como si compartieran muchos miles de secretos—. Yo elegiré los materiales y los decorados para el teatro, y mi león los del peristilo, la columnata y la nueva Curia.
—Y detrás vamos a construir una modesta villa, junto a los cuatro templos —añadió Pompeyo—, por si alguna vez vuelvo a quedarme plantado en el Campo de Marte durante nueve meses. Estoy pensando en presentarme a cónsul otra vez cualquier día de estos.
—Las grandes mentes piensan igual —dijo César.
—¿Eh?
—Nada.
—¡Oh, tata, deberías ver el palacio albano de mi león! —exclamó Julia con la mano dentro de la de Pompeyo—. Es verdaderamente asombroso, exactamente igual que la residencia de verano del rey de los partos, dice él. —Se volvió hacia su abuela—. Avia, ¿cuándo vas a venir allí a pasar una temporada con nosotros? ¡Tú nunca sales de Roma!
—¡Su león, por favor! —bufó Aurelia cuando habló con César después de que la dichosa pareja se marchó al recién decorado palacio de las Carinae—. ¡Lo adula de un modo desvergonzado!
—La técnica de Julia no se parece en nada a la tuya, mater —le dijo César con gravedad—. Dudo que yo te haya oído alguna vez dirigirte a mi padre por ningún otro nombre que no fuera el suyo: Cayo Julio. Ni siquiera lo llamabas César.
—Las palabras de amor son una tontería.
—Estoy tentado de apodar a Julia Leo Domitrix.
—La domadora de leones. —Eso hizo que por fin Aurelia sonriera—. ¡Bueno, desde luego está claro que es ella la que blande el látigo y la silla!
—Pero con mucha ligereza, mater. Se adviene en ella el carácter de los Césares, su descaro es realmente muy sutil. Ha convertido a Pompeyo en su esclavo.
—Hicimos un buen trabajo el día que los presentamos. Pompeyo te guardará bien las espaldas cuando tú estés ausente en campaña.
—Eso espero. Y también confío en que logre convencer a los electores de que Lucio Pisón y Gabinio deberían ser cónsules el año que viene.
Y se convenció a los electores; Aulo Gabinio salió elegido cónsul senior, y Lucio Calpurnio Pisón su colega junior. Los boni habían trabajado desesperadamente para evitar el desastre, pero César había estado en lo cierto. Tan firmemente a favor de los boni en quintilis, la opinión pública ahora estaba a favor de los hombres del triunvirato. Ni todos los bulos del mundo acerca de los matrimonios de hijas vírgenes con hombres lo bastante viejos como para ser sus abuelos pudieron hacer cambiar de opinión a los votantes, que prefirieron cónsules triunvirales a los sobornos, probablemente porque Roma estaba vacía de votantes rurales, que eran quienes tendían a contar con los sobornos para tener más dinero que gastar durante los juegos.
Aun careciendo de pruebas consistentes, Catón decidió procesar a Aulo Gabinio por corrupción electoral. Esta vez, no obstante, no tuvo éxito; aunque acudió a todos los pretores que simpatizaban con su causa, ninguno accedió a celebrar el juicio. Metelo Escipión le sugirió que lo llevase directamente ante la plebe y que reuniese una Asamblea para solicitar, y obtener, una ley que acusase a Gabinio de soborno.
—¡Como ningún tribunal ni pretor está dispuesto a acusar a Aulo Gabinio, es deber de los Comicios el hacerlo! —gritó Metelo Escipión a la multitud agrupada en el Foso de los Comicios.
Quizás porque aquel día hacía mucho frío y lloviznaba, había poca concurrencia, pero de lo que no se percataron ni Metelo Escipión ni Catón fue de que Publio Clodio pensaba utilizar aquella reunión como un ensayo de su organización, que estaba fructificando rápidamente, para convertir a los colegios de encrucijada en tropas de Clodio. El plan era utilizar sólo a aquellos miembros que tenían aquel día libre en sus trabajos, y limitar su número a menos de doscientos. Decisión que significaba que Clodio y Décimo Bruto habían necesitado proveerse únicamente de dos colegios, uno el que atendía Lucio Decumio y el otro el que atendía su más íntimo aliado.
Cuando Catón se adelantó para dirigirse a la Asamblea, Clodio bostezó y estiró los brazos, gesto que aquellos que llegaron a percibirlo interpretaron como que a Clodio le encantaba ser ahora miembro de la plebe y podía estar en el Foso de los Comicios durante una reunión de la plebe.
Pero no significaba nada parecido. En cuanto Clodio hubo terminado de bostezar, unos ciento ochenta hombres saltaron a la tribuna y arrancaron de ella a Catón, lo arrastraron al fondo del recinto y empezaron a apalearlo sin piedad. El resto de los setecientos miembros de la plebe captaron la indirecta y desaparecieron, dejando a un espantado Metelo Escipión con los otros tres tribunos de la plebe dedicados a la causa de los boni. Ningún tribuno de la plebe poseía lictores ni ninguna otra clase de guardaespaldas personales; horrorizados e indefensos, lo único que los cuatro podían hacer era mirar.
Las órdenes eran darle un buen escarmiento a Catón, pero dejarlo de una pieza, y éstas se obedecieron al pie de la letra. Los hombres desaparecieron entre la suave lluvia después de haber hecho bien su trabajo; Catón yacía inconsciente y ensangrentado, pero sin ningún hueso roto.
—¡Oh, dioses, creí que habían acabado contigo! —le dijo Metelo Escipión a Catón cuando Ancario y él consiguieron que Catón volviera en sí.
—Pero ¿qué he hecho? —preguntó Catón, a quien le zumbaba la cabeza.
—Has desafiado a Gabinio y a los triunvires sin tener nuestra inviolabilidad tribunicia. Hay un mensaje en todo esto, Catón: deja en paz a los triunvires y a sus marionetas —le dijo Ancario con aire lúgubre.
Mensaje que también recibió Cicerón. Cuanto más se acercaba el momento de que Clodio entrase en posesión de su cargo, más aterrorizado se sentía Cicerón. Las constantes amenazas de Clodio acerca de que iba a procesarle le llegaban regularmente, pero todas sus apelaciones a Pompeyo sólo encontraron ausentes afirmaciones de que Clodio no iba en serio. Privado de Ático —que se había marchado a Epiro y a Grecia—, Cicerón no pudo encontrar a nadie que se interesase por él lo suficiente como para ayudarle. Así que cuando Catón fue agredido en el Foso de los Comicios y se corrió la voz de que Clodio era el responsable, el pobre Cicerón perdió todas las esperanzas.
—¡La Belleza va a atraparme y a Sampsiceramus ni siquiera le importa! —se quejó a Terencia, cuya paciencia se iba agotando tanto que estuvo tentada de coger el objeto contundente más cercano y ponérselo por corona—. ¡No entiendo nada a Sampsiceramus! Siempre que hablo con él en privado me cuenta lo deprimido que está… pero luego lo veo en el Foro con esa infantil esposa suya colgada del brazo y se deshace en sonrisas.
—¿Por qué no pruebas a llamarle Pompeyo Magnus en lugar de ese ridículo nombre? —dijo Terencia en tono exigente—. Si sigues así, con esa lengua que tienes en la boca, un día seguro que se te va a escapar.
—¿Y qué importa? ¡Estoy acabado, Terencia, acabado! ¡La Belleza me mandará al exilio!
—Me sorprende que no te hayas puesto de rodillas para besarle los pies a esa ramera de Clodia.
—Conseguí que Ático lo hiciera por mí, pero fue inútil. Clodia dice que no tiene poder sobre su hermanito.
—Porque preferiría que le besases los pies tú personalmente, ése es el motivo.
—¡Terencia, no estoy y nunca he estado metido en un asunto con la Medea del Palatino! Tú que siempre eres tan sensata, ¿por qué insistes en seguir adelante con esa tontería? ¡Mira a sus amigos! Todos son lo bastante jóvenes como para ser sus hijos… ¡mi queridísimo Celio! ¡Aquel muchacho tan agradable! ¡Ahora contempla extasiado a Clodia y se le cae la baba por ella igual que la mitad de las mujeres de Roma se extasían y babean al contemplar a César! ¡César! ¡Otro patricio ingrato!
—Probablemente él tenga más influencia sobre Clodio que Pompeyo —le ofreció ella—. ¿Por qué no acudes a él?
El salvador de la patria se puso en pie.
—¡Preferiría pasarme el resto de mi vida en el exilio! —dijo entre dientes.
Cuando Publio Clodio asumió su cargo el décimo día de diciembre, toda Roma esperaba con el aliento entrecortado. También estaban así los miembros del círculo más íntimo del club de Clodio, en particular Décimo Bruto, que era el general de las tropas de los colegios de encrucijada de Clodio. El Foso de los Comicios no era lo bastante grande para dar cabida a la enorme multitud que se congregó en el Foro aquel primer día para ver lo que Clodio iba a hacer, así que éste trasladó la reunión a la plataforma del templo de Cástor y anunció que legislaría que cada ciudadano romano varón recibiera cinco modii de trigo gratis al mes. Sólo la parte de la multitud —una parte diminuta— perteneciente a los colegios de encrucijada que Clodio había reclutado sabía lo que se avecinaba; la noticia cayó por completa sorpresa en los oídos que escuchaban.
El clamor que se levantó se oyó hasta en las colinas y en las puertas Capena, y ensordeció a los senadores que estaban de pie en las escaleras de la Curia Hostilia al tiempo que captaban con la mirada la extraordinaria vista de miles de objetos que se lanzaban al aire: gorros de la libertad, zapatos, cinturones, trozos de comida, cualquier cosa que la gente, presa de júbilo, pudiera lanzar hacia arriba. Y el vitoreo continuó y continuó, y parecía que no cesaría nunca. De algún lugar aparecieron flores en todas las manos; Clodio y sus deslumbrados nueve colegas tribunos de la plebe quedaron de pie en la plataforma del templo de Cástor bajo una lluvia de flores; Clodio, radiante, apretaba las manos por encima de la cabeza. De pronto se agachó y empezó a arrojar las flores a la multitud, riéndose como un loco.
Catón lloraba; todavía mostraba las marcas de la brutal paliza recibida.
—Esto es el principio del fin —dijo entre lágrimas—. ¡No podemos permitir pagar todo ese trigo! Roma quedará en la bancarrota.
—Bíbulo está contemplando el cielo —dijo Ahenobarbo—. Esta nueva ley del grano de Clodio será nula, como todas las demás que se han aprobado este año.
—¡Oh, a ver si aprendes a tener sentido común! —le dijo César, que se encontraba lo bastante cerca para oírlo—. Clodio no es ni la décima parte de estúpido que tú, Lucio Domicio. Él lo mantendrá todo en contio hasta el día de año nuevo. Nada irá a votación hasta que acabe diciembre. Además, sigo albergando mis dudas acerca de la táctica de Bíbulo en lo que se refiere a la plebe. Sus reuniones no se celebran bajo los auspicios.
—Me opondré —dijo Catón mientras se secaba los ojos.
—Catón, si lo haces estarás muerto muy pronto —le dijo Gabinio—. Quizás por primera vez en su historia Roma tiene un tribuno de la plebe sin los escrúpulos que ocasionaron la caída de los hermanos Graco ni la soledad que llevó a la muerte a Sulpicio. No creo que nada ni nadie pueda acobardar a Clodio.
—¿Qué se le ocurrirá a continuación? —preguntó Lucio César, que tenía la cara blanca.
A continuación se le ocurrió un proyecto de ley para restablecer la completa legalidad a los colegios, hermandades, fraternidades y clubs de Roma. Aunque no gozó de tanta popularidad entre la multitud como lo del grano gratis, fue tan bien recibido que después de aquella reunión los hermanos de los colegios de encrucijada, que gritaban hasta quedarse roncos, sacaron a Clodio en hombros en medio de grandes vítores. Y después Clodio anunció que él haría completamente imposible que alguien como Marco Calpurnio Bíbulo molestase al gobierno nunca más. Las leyes Aelia y Fufia habían de ser enmendadas para permitir que se celebrasen reuniones del pueblo y de la plebe y la aprobación de leyes mientras un cónsul permaneciera en su casa contemplando el cielo; para invalidar esas leyes, o reuniones, el cónsul tendría que demostrar la aparición de un auspicio adverso dentro del día en que la reunión tuviera lugar. Los asuntos no podrían suspenderse debido a la posposición de las elecciones. Ninguno de los cambios sería retroactivo, no protegían al Senado ni a sus deliberaciones y tampoco afectaban a los tribunales.
—Está reforzando las Asambleas a costa del Senado —dijo Catón con tristeza.
—Sí, pero por lo menos no ha ayudado a César —repuso Ahenobarbo—. ¡Apuesto a que será una decepción para los triunvires!
—¡Nada de decepción! —intervino bruscamente Hortensio—. ¿No habéis reconocido todavía el sello de César en esa legislación? La ley llega lo bastante lejos, pero no más allá de lo que permite la tradición y las costumbres. César es mucho más listo que Sila. No hay impedimentos para que un cónsul se quede en su casa contemplando el cielo, sólo se define la manera de pasar por encima cuando lo haga. ¿Y qué le importa a César la supremacía del Senado? ¡En el Senado no es donde radica el poder de César, nunca fue así y nunca lo será!
—¿Dónde está Cicerón? —preguntó de pronto Metelo Escipión—. No lo he visto en el Foro desde que Clodio asumió su cargo.
—Y sospecho que no lo verás —dijo Lucio César—. Está convencido de que si va oirá cómo se le acusa.
—Lo cual es muy posible —dijo Pompeyo.
—¿Tú estás de acuerdo en que se le acuse, Pompeyo? —preguntó el joven Curión.
—No levantaré mi escudo para impedirlo, de eso puedes estar seguro.
—¿Por qué no estás ahí abajo lanzando vítores, Curión? —le preguntó Apio Claudio—. Creía que mi hermanito y tú erais uña y carne.
Curión suspiró.
—Me parece que estoy haciéndome mayor —repuso.
—Probablemente retoñarás como una alubia muy pronto —dijo Apio Claudio con una sonrisa agria.
Comentario que Curión comprendió en la siguiente reunión convocada por Clodio, en la que éste anunció que iba a modificar las condiciones bajo las cuales funcionaban los censores de Roma: el padre de Curión era censor.
Ningún censor, dijo Clodio, podrá borrar de las listas del censo a ningún miembro del Senado ni a ningún miembro de la primera clase sin un juicio completo y como es debido, y ha de existir además el consentimiento por escrito de los dos censores. El ejemplo que Clodio puso fue de mal agüero para Cicerón: afirmó que el padrastro de Marco Antonio, Léntulo Sura —quien se tomó considerables molestias en señalar que había sido ejecutado ilegalmente por Marco Tulio Cicerón con el consentimiento del Senado—, había sido borrado del censo senatorial por el censor Léntulo Clodiano por razones que se basaban en la venganza personal. «¡No habría más purgas senatoriales y ecuestres!», exclamó Clodio.
Con cuatro leyes diferentes para ser discutidas durante el mes de diciembre, Clodio dejó ahí su programa legislativo… y dejó a Cicerón en la antesala del terror, muy inseguro. ¿Acusaría o no acusaría a Cicerón? Nadie lo sabía, y Clodio no lo decía.
Desde abril la ciudad de Roma no le había puesto los ojos encima al cónsul junior, Marco Calpurnio Bíbulo. Pero el último día de diciembre, cuando el sol se deslizaba hacia su pequeña muerte diaria, salió de su casa y fue a dejar el cargo, que apenas lo había visto tampoco.
César lo miró mientras se acercaba con su escolta de boni y los doce lictores, que llevaban las fasces por primera vez desde hacía más de ocho meses. ¡Cómo había cambiado! Siempre había sido un hombre pequeño, pero ahora parecía haber encogido y haberse encorvado, y caminaba como si algo le estuviera royendo los huesos. Su rostro, pálido y afilado, no mostraba ninguna expresión, salvo una mirada de frío desprecio que brilló en aquellos ojos plateados cuando se posaron momentáneamente en el cónsul senior; hacía más de ocho meses que no veía a César, y lo que vio, evidentemente, lo consternó. Él había encogido. César había crecido.
—¡Todo lo que ha hecho Cayo Julio César este año es nulo y está vacío! —les gritó a los congregados en el Foso de los Comicios; pero la única respuesta que obtuvo fue que los miembros de aquella asamblea lo miraron fijamente con pétrea desaprobación. Se estremeció y no dijo nada más.
Después de las plegarias y los sacrificios, César se adelantó y prestó juramento de que había cumplido con sus deberes como cónsul senior lo mejor que había sabido, y que había hecho todo lo que había podido. Luego pronunció su despedida, acerca de lo cual llevaba días pensando y aún no sabía qué decir. De manera que decidió hacerlo breve y no decir nada que tuviera que ver con aquel terrible consulado que entonces terminaba.
—Soy un patricio romano de la gens Julia, y mis ancestros han servido a Roma desde los tiempos del rey Numa Pompilio. Yo, a mi vez, he servido a Roma: como flamen Dialis, como soldado, como pontífice, como tribuno de los soldados, como cuestor, como edil curul, como juez, como pontífice máximo, como praetor urbanus, como procónsul en Hispania Ulterior y como cónsul senior. Todo in suo anno. Me he sentado en el Senado de Roma exactamente durante un poco más de veinticuatro años, y he podido ver cómo su poder se debilitaba como inevitablemente la vida obliga a debilitarse a un hombre muy anciano. Porque el Senado es un hombre muy, muy anciano.
»La cosecha viene y va. Abundancia un año, hambruna el siguiente. De modo que he visto los graneros de Roma llenos y también los he visto vacíos. He conocido la primera dictadura auténtica de Roma. He visto a los tribunos de la plebe reducidos a meras cifras, y los he visto campando por sus fueros. He visto el Foro Romano bajo la tranquila y fría luz de la luna, blanqueado y silencioso como una tumba. He visto el Foro Romano bañado en sangre. He visto la tribuna erizada de cabezas de hombres. He visto la casa de Júpiter Optimo Máximo caer en llameantes ruinas, y la he visto volver a levantarse. Y he visto el surgimiento de un poder nuevo, el de los soldados empobrecidos, sin concesiones y sin tierras, que después de licenciarse han de mendigarle a su patria una pensión, y con demasiada frecuencia he visto cómo esa pensión se les negaba.
»He vivido momentos importantes, porque desde que nací, hace de ello cuarenta y un años, Roma ha padecido espantosas convulsiones. Las provincias de Cilicia, Cirenaica, Bitinia-Ponto y Siria se han añadido al imperio de Roma, y las provincias que ya poseía se han modificado tanto que son irreconocibles. Durante mi vida el mar Medio se ha dado en llamar el Mare Nostrum. Es Nuestro Mar de una punta a la otra.
»La guerra civil se ha paseado a grandes zancadas arriba y abajo de Italia, no una vez, sino siete veces. A lo largo de mi vida, por primera vez un romano condujo a sus tropas contra la ciudad de Roma, su patria, aunque Lucio Cornelio Sila no fue el último que lo hizo. Pero en toda mi vida ningún enemigo extranjero ha puesto el pie en suelo italiano. Un poderoso rey que peleó contra Roma durante veinticinco años sufrió la derrota y la muerte. Aunque le costó a Roma las vidas de cien mil ciudadanos. Aun así, no le costó a Roma tantas vidas como le han costado las guerras civiles.
»He visto morir a hombres de un modo heroico, los he visto morir desvariando, los he visto morir diezmados, los he visto morir crucificados. Pero siempre me conmueve muchísimo la aflicción de hombres excelentes y el infortunio de hombres mediocres.
»Lo que Roma ha sido, es y será depende de nosotros, los romanos. Amados de los dioses, nosotros somos el único pueblo de la historia del mundo que comprende que una fuerza se expande en dos direcciones: hacia adelante y hacia atrás, hacia arriba y hacia abajo, hacia la derecha y hacia la izquierda. Así los romanos han disfrutado de una clase de igualdad con sus dioses de la que ningún otro pueblo ha gozado. Porque ningún otro pueblo lo comprende. Debemos hacer, pues, un gran esfuerzo por comprendernos a nosotros mismos, por comprender lo que nuestra posición en el mundo exige de nosotros, por comprender que las rencillas internas y los rostros vueltos obstinadamente hacia el pasado nos harán caer.
»Hoy yo paso de la cima de mi vida, el año de mi consulado, para dedicarme luego a otras cosas. Diferentes cimas, porque nada permanece igual. Yo soy romano desde el principio de Roma, y antes de que yo muera el mundo conocerá a este romano. Le rezo a Roma. Rezo por Roma. Soy romano. —Se puso sobre la cabeza el borde de la toga bordada de púrpura—. Oh, todopoderoso Júpiter Optimo Máximo… si es que quieres que me dirija a ti por ese nombre; si no, te aclamaré con cualquier otro nombre que quieras oír; tú, que tienes el sexo que prefieras, tú que eres el espíritu de Roma; te ruego que continúes llenando a Roma y a todos los romanos con tus fuerzas vitales, rezo porque tú y Roma lleguéis a ser aún más poderosos, rezo porque siempre hagamos honor a las condiciones de nuestros acuerdos con vosotros, y te suplico de todos los modos que son legales que honres esos mismos tratados. ¡Viva Roma!
Nadie se movió. Nadie habló. Los rostros estaban impasibles.
César se dirigió al fondo de la tribuna y con elegancia inclinó la cabeza ante Bíbulo.
—Juro ante Júpiter Óptimo Máximo, Júpiter Feretrio, Sol Indigeta, Telo y Jano Clusivio que yo, Marco Calpurnio Bíbulo, cumplí con mi deber como cónsul junior de Roma al retirarme a mi casa como indicaban los Libros Sagrados, y que allí estuve verdaderamente contemplando el cielo. Juro que mi colega en el consulado, Cayo Julio César, es nefas porque él violó mi edicto…
—¡Veto! ¡Veto! —gritó Clodio—. ¡Ese no es el juramento!
—Entonces pronunciaré mi discurso sin jurarlo —dijo a voces Bíbulo.
—¡Veto tu discurso, Marco Calpurnio Bíbulo! —rugió Clodio—. ¡Interpongo mi veto para que salgas de tu cargo sin concederte la oportunidad de que justifiques todo un año de la más completa inercia! ¡Vete a tu casa, Marco Calpurnio, y contempla el cielo! ¡El sol acaba de ponerse sobre el peor cónsul de la historia de la República! ¡Y da gracias a tus estrellas de que yo no decida legislar que se borre tu nombre de los fasti y se sustituya por el consulado de Julio César!
Vil, tétrico, desabrido, pensó César asqueado; dio media vuelta para marcharse, sin esperar a que nadie lo alcanzara. A la puerta de la domus publica pagó generosamente a sus lictores, les agradeció aquel año de leales servicios y luego le preguntó a Fabio si él y los demás estarían dispuestos a acompañarle a la Galia Cisalpina durante su proconsulado. Fabio aceptó en nombre de todos.
La casualidad hizo que Pompeyo y Craso coincidieran juntos no mucho más atrás de la alta figura de César, que desaparecía entre la penumbra de un bajo y brumoso crepúsculo.
—Bueno, Marco, a nosotros nos fue mejor cuando fuimos cónsules juntos de lo que les ha ido a César y a Bíbulo, aunque no nos caíamos muy bien —dijo Pompeyo.
—Ha tenido mala suerte al heredar a Bíbulo como colega en todas las magistraturas senior. Tienes razón, a nosotros nos fue mejor a pesar de todas nuestras diferencias. Por lo menos acabamos nuestro año amigablemente, y ninguno de los dos cambió como hombre. Mientras que este año ha cambiado a César enormemente. Es menos tolerante, más despiadado, más frío, y no me gusta nada ver eso.
—¿Y quién puede culparle? Había algunas personas decididas a hacerlo pedazos como fuera. —Pompeyo anduvo despacio en silencio durante un breve trecho, y luego habló de nuevo—. ¿Has comprendido su discurso, Craso?
—Creo que sí. Por lo menos superficialmente. Pero lo que hay debajo, ¿quién sabe qué es? Todo lo que expone contiene muchos significados.
—Confieso que yo no lo he entendido. Me ha parecido… oscuro. Como si nos estuviera advirtiendo. ¿Y qué quiere decir eso de que él le enseñará al mundo quién es él?
Craso volvió la cabeza y esbozó una sonrisa asombrosamente grande y generosa.
—Tengo el presentimiento, Magnus, de que algún día lo averiguarás.
En los idus de marzo las señoras de la domus publica celebraron una cena. Las seis vírgenes vestales, Aurelia, Servilia, Calpurnia y Julia se reunieron en el comedor dispuestas a pasar un rato muy agradable.
Haciendo el papel de anfitriona —Calpurnia nunca habría soñado con usurpar esa función—, Aurelia sirvió toda clase de exquisiteces que consideró atractivas, incluyendo golosinas pegajosas de miel con muchas nueces para las niñas. Cuando acabó la cena enviaron a Quintilia, a Junia y a Cornelia Merula a jugar fuera, en el peristilo, mientras las damas arrimaban las sillas unas a otras para tener mayor intimidad y se relajaban ahora que no había áridos oídos infantiles escuchando.
—César lleva ya dos meses en el Campo de Marte —dijo Fabia, que parecía cansada y preocupada.
—Y lo que es más importante, Fabia, ¿cómo le va a Terencia? —le preguntó Servilia—. Ya hace varios días que Cicerón huyó. —Oh, bien, tan sensata como siempre, aunque yo creo que sufre más de lo que aparenta.
—Cicerón ha hecho mal en marcharse —dijo Julia—. Ya sé que Clodio hizo aprobar esa ley que prohíbe la ejecución de ciudadanos sin un juicio, pero mi le… Magnus dice que ha sido un error por parte de Cicerón marcharse voluntariamente. El cree que si Cicerón se hubiera quedado, Clodio no habría tenido el valor suficiente para promulgar una ley específica en la que se mencionara a Cicerón. Pero como Cicerón no estaba aquí, le ha resultado fácil. Magnus no logró convencer a Clodio para que no lo hiciera.
Aurelia tenía una expresión escéptica, pero no dijo nada: la opinión que tenía Julia de Pompeyo y la de Aurelia eran demasiado diferentes para que una joven enamorada la sometiera a examen.
—¡Qué raro que saqueasen y quemasen su hermosa casa! —dijo Arruntia.
—Ese ha sido Clodio, sobre todo ahora que va con toda esa gente rara de la que, al parecer, se rodea estos días —dijo Popilia—. ¡Es tan… loco!
Servilia habló.
—He oído que Clodio va a erigir un templo en el lugar donde estaba la casa de Cicerón.
—¡Con Clodio como sumo sacerdote, sin duda! ¡Bah! —dijo con enojo Fabia.
—El exilio de Cicerón no puede durar —dijo Julia muy convencida—. Magnus ya está trabajando para que se le perdone.
Servilia reprimió un suspiro y dejó que su mirada se encontrase con la de Aurelia. Se miraron con completo entendimiento, aunque ninguna de ellas era lo bastante imprudente como para exteriorizar la sonrisa que llevaban dentro.
—¿Por qué sigue César en el Campo de Marte? —preguntó Popilia mientras se ajustaba la gran tiara de lana sobre la frente, lo que hizo ver a las demás que la presión le dejaba una marca roja en la delicada piel.
—Todavía estará allí durante bastante tiempo —le contestó Aurelia—. Tiene que asegurarse de que sus leyes permanezcan en las tablillas.
—Tata dice que Ahenobarbo y Memmio están aplastados —añadió Calpurnia mientras alisaba el pelo naranja de Félix, que dormitaba en su regazo. Recordaba lo bueno que había sido César al pedirle que fuera a alojarse con él en el Campo de Marte de vez en cuando. Aunque ella estaba demasiado bien educada y era demasiado consciente de qué clase de hombre era su marido como para estar celosa, no obstante la complacía enormemente que no hubiera invitado a Servilia al Campo de Marte ni una sola vez. Lo único que le había dado a Servilia era una estúpida perla. Mientras que Félix estaba vivo; Félix podía corresponder a su amor.
Perfectamente consciente de lo que Calpurnia estaba pensando, Servilia se aseguró de que su rostro permaneciera enigmático. Yo soy mucho mayor y sé mucho más, conozco el dolor de la separación. Yo ya me he despedido. No lo veré durante años. Pero esa pequeña marrana nunca será tan importante para él como lo soy yo. ¡Oh, César!, ¿por qué? ¿Tanto significa la dignitas?
Cardixa entró sin ceremonias.
—Se ha ido —dijo llanamente al tiempo que apretaba los enormes puños.
La habitación quedó en silencio.
—¿Por qué? —preguntó Calpurnia, quien se puso muy pálida.
—Han llegado noticias de la Galia Transalpina. Los helvecios están emigrando. Se ha marchado a Ginebra con Burgundo, y viajan rápidos como el viento.
—¡No me he despedido! —gritó Julia, y empezó a derramar lágrimas—. ¡Estará ausente durante tanto tiempo! ¿Y si no volvemos a verlo nunca? ¡Con tantos peligros!
—César es como éste —dijo Aurelia al tiempo que le metía a Félix un dedo desolado en el costado—. Tiene cien vidas.
Fabia volvió la cabeza hacia donde las tres niñas vestidas de blanco jugaban entre risitas y se perseguían.
—Les prometió que les permitiría ir a decirle adiós. ¡Oh, cuánto van a llorar!
—¿Y por qué no habrían de llorar? —dijo Servilia—. Igual que nosotras, son mujeres de César. Condenadas a quedar atrás y esperar a que nuestro amo y señor vuelva a casa.
—Sí, así son las cosas —dijo Aurelia con firmeza, y se levantó para coger el jarro de vino dulce—. Como soy la de más edad entre las mujeres de César, propongo que mañana vayamos todas a cavar en el jardín de Bona Dea.