Luego transcurrió la larga y exasperante espera para el año nuevo, cosa empeorada aún más por el hecho de que Pompeyo tenía que mantenerse calladito mientras Bíbulo y Catón andaban por ahí pavoneándose, prometiéndole a todo el que estaba dispuesto a escucharles que César no lograría hacer nada. Su oposición se había hecho cosa del dominio público entre todas las clases de ciudadanos, aunque eran pocos, por debajo de la primera clase, los que comprendían exactamente qué pasaba. Lejanos truenos políticos retumbaban, nada más.
Sin inmutarse al parecer, César asistía a la Cámara todos los días en que había reunión en calidad de cónsul senior electo para dar su opinión acerca de muy pocas cosas; por lo demás, dedicaba su tiempo casi exclusivamente a redactar un nuevo proyecto de ley de tierras para los veteranos de Pompeyo. En noviembre le pareció que ya no había motivo para mantenerlo por más tiempo en secreto: que el núcleo irreductible se preguntase qué relación había entre Pompeyo y él, ya era hora de ejercer una cierta dosis de presión. Así que en diciembre envió a Balbo a ver a Cicerón en relación con el proyecto de ley de tierras. Si informar a Cicerón de lo que estaba tramando César no hacía que la noticia se extendiera a lo largo y a lo ancho, nada lo lograría.
El tío Mamerco murió, una pena personal para César, y dio origen a una vacante en el Colegio de los Pontífices.
—Lo cual puede resultarnos de cierta utilidad —le dijo César a Craso después del funeral—. He oído que Léntulo Spinther quiere ser pontífice desesperadamente.
—¿Y quizás lo logre si está dispuesto a ser un buen chico?
—Precisamente. Tiene influencia, será cónsul antes o después, y en Hispania Citerior no hay gobernador. He oído decir que le escuece no haber conseguido una provincia después de ser pretor, así que quizás nosotros podríamos ayudarle a ir a Hispania Citerior el día de año nuevo. Sobre todo si entonces ya es pontífice.
—¿Y cómo vas a conseguir eso, César? Hay una larga lista de esperanzados.
—Amañando el sorteo, naturalmente. Me sorprende que me lo preguntes. Ahí es donde ser un triunvirato resulta muy conveniente. Cornelia, Fabia, Velina, Clustumina, Teretina: ya tenemos de nuestra parte a cinco tribus sin movernos siquiera de sitio. Desde luego, Spinther tendrá que esperar hasta que sea aprobado el proyecto de ley de tierras antes de poder ir a su provincia, pero no creo que pongas objeciones a eso. El pobre hombre sigue aún representando papeles secundarios, los boni arrugan la nariz con desprecio porque presumen demasiado. No compensa mirar por encima del hombro a hombres que uno quizás pueda llegar a necesitar alguna vez. Pero si los boni han mirado a Spinther por encima del hombro, peor para ellos.
—Ayer vi a Celer en el Foro —dijo Craso al tiempo que resoplaba con satisfacción—, y me pareció que tenía muy mal aspecto.
Aquello provocó la risa de César.
—No es nada físico, Marco. La pequeña Nola, a la que tiene como esposa, le ha abierto de par en par todas las puertas que posee a Catulo, el tipo ese de Verona que es poeta. Quien, por cierto, parece que ahora está coqueteando con los boni. Sé de muy buena tinta que fue él quien inventó el cuento aquel del viñedo de Publio Servilio para Bíbulo. Eso tiene sentido si tenemos en cuenta que Bíbulo está permanentemente fundido con el empedrado de las calles de la ciudad de Roma. Hace falta ser alguien del campo para saberlo todo acerca del ganado y de las vides.
—Así que por fin Clodia se ha enamorado.
—¡Lo bastante en serio como para preocupar a Celer!
—Lo mejor que podría hacer es cesar a Pontino y marcharse pronto a su provincia. Para ser un Hombre Militar, Pontino no se ha defendido muy bien en la Galia Transalpina.
—Por desgracia Celer ama a su esposa, Marco, así que en modo alguno quiere irse a su provincia.
—Son tal para cual —fue el veredicto de Craso.
Si a alguien le pareció significativo que César eligiera pedirle a Pompeyo que actuase como augur suyo durante la vigilia nocturna en el auguraculum del Capitolio antes de que el día de año nuevo amaneciera, no se oyó que nadie lo comentase en público. Desde el crepúsculo hasta que la primera luz perló el cielo oriental, César y Pompeyo, ataviados con túnicas a rayas escarlatas y púrpuras, permanecieron de pie, espalda contra espalda, con los ojos fijos en el cielo. Por suerte para César, el año nuevo iba cuatro meses por delante de la estación del año, lo que significaba que las estrellas fugaces de la constelación de Perseo seguían trazando sus chispas por la bóveda celeste; había muchos presagios y auspicios, incluido el destello de un relámpago procedente de una nube situada a la izquierda. Por derecho, Bíbulo y su augur ayudante deberían haber estado presentes también, pero incluso en eso Bíbulo tuvo buen cuidado en demostrar que no estaba dispuesto a cooperar con César. En lugar de eso, recibió los auspicios en su casa: algo completamente correcto, pero no habitual.
Después de lo cual el cónsul senior y su amigo se dirigieron a sus respectivas casas para ponerse los atavíos propios del día. Por parte de Pompeyo las galas triunfales, que ahora le estaban permitidas en todas las ocasiones festivas y no sólo en los juegos; por parte de César, una toga praetexta recién tejida y blanquísima, cuya orla no era de púrpura de Tiro, sino de la misma clase de púrpura corriente que se había usado en los primeros tiempos de la República, cuando los Julios habían sido tan preeminentes como lo eran ahora de nuevo, quinientos años más tarde. Pompeyo había de ser quien llevase un anillo senatorial de oro, pero el anillo de César había de ser de hierro, como lo había sido el de los Julios en la antigüedad. Llevaba puesta la corona de hojas de roble y la túnica a rayas escarlata y púrpura de pontífice máximo.
No fue ningún placer subir caminando por el Clivus Capitolinus al lado de Bíbulo, que no dejaba de murmurar por lo bajo que César no lograría hacer nada, que aunque él tuviera que morir en el empeño se encargaría de que el consulado de César fuera un mojón más que se caracterizase por la inactividad y las cosas triviales. Tampoco fue ningún placer sentarse en la silla de marfil con Bíbulo al lado mientras la multitud de senadores y caballeros amigos los saludaban y los alababan. La suerte de César quiso que su inmaculado toro blanco fuera de buen grado al sacrificio, mientras que el toro de Bíbulo cayó torpemente, intentó ponerse de pie y salpicó de sangre la toga del cónsul junior. Un mal presagio.
Después, en el templo de Júpiter Óptimo Máximo, fue César, como cónsul senior, quien convocó a sesión al Senado, quien fijó las feriae Latinae y quien echó a suertes el reparto de las provincias para los pretores. Quizás no fue ninguna sorpresa que a Léntulo Spinther le tocase la Hispania Citerior.
—Hay algunos otros cambios —dijo el cónsul senior con aquella voz profunda y normal, pues la cella donde se alzaba la estatua de Júpiter Optimo Máximo, de cara al Este, era lo bastante buena acústicamente para que cualquier tipo de voz se oyera con claridad—. Este año volveré a la costumbre que se practicaba al comienzo de la República y ordenaré a mis lictores que me sigan en lugar de precederme durante los meses en que yo no posea las fasces.
Se elevó un murmullo de aprobación, que se transformó en una exclamación ahogada de sorprendida desaprobación cuando Bíbulo dijo con desprecio:
—¡Haz lo que quieras, César, a mí qué me importa! ¡Pero no esperes que yo haga lo mismo!
—¡No lo espero, Marco Calpurnio! —dijo César riéndose y poniendo así en evidencia la descortesía de Bíbulo, que había utilizado su cognomen.
—¿Alguna cosa más? —le preguntó Bíbulo, quien odiaba no ser un poco más alto.
—Nada que te concierna a ti directamente, Marco Calpurnio. Llevo en esta Cámara mucho tiempo, tanto como senador como al servicio de Júpiter Óptimo Máximo, en cuya casa está reunida esta Cámara en este preciso momento. Como flamen Dialis entré en ella a los dieciséis años, y luego, después de una interrupción de menos de dos años, regresé a ella porque gané la corona cívica. Ahora, a los cuarenta años de edad, soy cónsul senior. Lo cual me concede un total de más de veintitrés años como miembro del Senado de Roma. —El tono de la voz se le hizo ahora enérgico y formal—. A lo largo de estos veintitrés años, padres conscriptos, he visto algunos cambios para mejor en los procedimientos senatoriales, en particular la costumbre que tenemos ahora de registrar literalmente por escrito nuestras sesiones. No todos nosotros hacemos servir esas actas, pero yo ciertamente sí las utilizo, y lo mismo hacen otros muchos políticos serios. No obstante, esas actas desaparecen en los archivos. También he conocido ocasiones en las cuales dichas actas se parecían muy poco a lo que en realidad se dijo.
Se detuvo para mirar las apretadas filas de rostros; nadie se había tomado la molestia de poner gradas de madera especiales en el templo de Júpiter Optimo Máximo el día de año nuevo, porque aquella reunión siempre era breve y los comentarios se limitaban al cónsul senior.
—Consideremos también al pueblo. La mayoría de nuestras reuniones se celebran con las puertas abiertas de par en par, lo que permite que un pequeño número de personas interesadas se reúnan en el exterior para escucharnos. Lo que ocurre es inevitable. Aquel que mejor oye retransmite lo que ha oído a los que no pueden oír, y a medida que la onda se expande hacia fuera por todo el estanque que es el Foro, la exactitud disminuye. Lo cual es un fastidio para el pueblo, pero también lo es para nosotros.
»Ahora os pido que hagáis dos enmiendas en cuanto a las actas de las reuniones de esta Cámara. La primera se refiere a las dos clases de sesiones, a puertas abiertas y a puertas cerradas. A saber: que los escribas pasen sus anotaciones a papel, que los dos cónsules y todos los pretores, si se encuentran presentes en la reunión de la que se trate, naturalmente, lean con detenimiento el acta escrita y luego la firmen para dar fe de que es correcta. La segunda enmienda se refiere sólo a las sesiones celebradas a puertas abiertas. A saber: que el acta de las reuniones se exponga públicamente en una zona especial para anuncios del Foro Romano que esté resguardada de las inclemencias del tiempo. Fundo mis razones en algo que me preocupa por todos nosotros, no importa en qué lado de la valla faccional o política estemos situados. Es tan necesario para Marco Calpurnio como lo es para Cayo Julio. Es tan necesario para Marco Porcio como lo es para Cneo Pompeyo.
—En realidad es una idea muy buena, cónsul senior —dijo nada menos que Metelo Celer—. Dudo que yo en el futuro respalde tus leyes, pero ésta la respaldaré, y sugiero que la Cámara considere favorablemente la propuesta del cónsul senior.
Con el resultado de que todos los presentes, excepto Catón y Bíbulo, pasaron a la derecha cuando se puso a votación la propuesta. Poca cosa, sí, pero era lo primero que César proponía, y había tenido éxito.
—Y también tuvo éxito el banquete que vino a continuación —le explicó César a su madre al final de aquel larguísimo día.
Aurelia estaba rebosante de orgullo por él, naturalmente. Todos aquellos años habían valido la pena. Allí estaba él, cuando le faltaban siete meses para cumplir cuarenta y un años, y era cónsul senior del Senado y el pueblo de Roma. La Res Publica. El espectro de las deudas se había desvanecido cuando César regresó a casa de Hispania Ulterior con suficiente dinero en la parte del botín que le correspondía como para llegar a un acuerdo con sus acreedores que lo absolvió de la ruina futura. Aquel querido hombrecito, Balbo, había estado trotando de un despacho a otro armado con cubos de papeles y había negociado hasta conseguir sacar a César de su endeudamiento. Qué extraordinario. A Aurelia no se le hubiera pasado por la cabeza ni por un momento que César no habría de devolver hasta el último sestercio del interés compuesto acumulado durante años, pero Balbo sabía cómo hacer un trato. No quedaba nada para estar en guardia por si a César le daba otro ataque de derroche despilfarrador, pero por lo menos no debía dinero de gastos pertenecientes al pasado. Y, desde luego, tenía unos ingresos respetables procedentes del Estado, además de una casa maravillosa.
Aurelia rara vez se acordaba de su marido, que llevaba muerto veinticinco años. Había sido pretor, pero no había llegado a ser cónsul. Esa corona en la generación del marido de Aurelia había caído sobre su hermano mayor y sobre la otra rama de la familia. ¿Quién podía haber sabido el peligro que existiría en inclinarse para atarse una bota? Ni la impresión que producía un mensajero en la puerta poniéndole a ella en las manos un horrible tarrito: las cenizas de su marido. Y ella ni siquiera lo había visto muerto. Pero quizás si él hubiera vivido le habría puesto frenos a César, aunque Aurelia había sido siempre consciente de que su hijo no tenía freno alguno en su carácter. Cayo Julio, amadísimo esposo, nuestro hijo es hoy cónsul senior, y establecerá un hito para los Julios Césares que ningún otro Julio César ha establecido nunca. Y Sila, ¿qué habría pensado Sila? El otro hombre de su vida, aunque nunca se habían acercado a la indiscreción más que por un beso por encima de un cuenco lleno de uvas. ¡Cómo sufrí por él, pobre hombre atormentado! Los echo de menos a los dos. Pero qué buena ha sido la vida conmigo. Dos hijas bien casadas, nietos, y este… este dios que tengo por hijo.
Pero qué solo está. En otro tiempo yo esperaba que Cayo Matio, que ocupaba el otro apartamento de la planta baja de mi ínsula, sería el amigo y confidente que le falta. Pero César llegó demasiado lejos y demasiado de prisa. ¿Siempre hará lo mismo? ¿No hay nadie a quien él pueda acudir como a un igual? Cómo rezo para que algún día encuentre un amigo verdadero. Pero no en una esposa, ay. Nosotras, las mujeres, no tenemos la amplitud de visión ni la experiencia en la vida pública que él necesita en un verdadero amigo. Sin embargo, esa calumnia que han levantado sobre él y el rey Nicomedes ha hecho que no admita en su intimidad a ningún hombre, es demasiado consciente de lo que diría la gente. En todos estos años no ha habido ningún otro rumor. Cualquiera diría que eso es prueba suficiente de que no es cierto lo del rey Nicomedes. Pero en el Foro siempre hay algún Bíbulo. Y mi hijo tiene ahí a Sila como un aviso. ¡No deseo una vejez como la de Sila para César!
Por fin comprendo que nunca se casará con Servilia, él nunca haría una cosa así. Ella sufre, pero tiene a Bruto para pagar con él sus frustraciones. Pobre Bruto. Ojalá Julia lo amase, pero no lo ama. ¿Cómo puede funcionar ese matrimonio?
Aquel pensamiento hizo encajar en su lugar una de las bolas del ábaco que era su mente.
Pero lo único que dijo fue:
—¿Asistió Bíbulo al banquete?
—Oh, sí, allí estaba. Y también Catón, y Cayo Pisón y el resto de los boni. Pero el templo de Júpiter Óptimo Máximo es grande, y se colocaron en canapés lo más alejados de mí que pudieron. El querido amigo de Catón, Marco Favonio, era el centro del grupo; por fin ha logrado ser cuestor. —César soltó una risita—. Cicerón me ha informado de que a Favonio ahora se le conoce en el Foro como el Mono de Catón, un delicioso doble juego de palabras. Pues imita como un mono a Catón en todo lo que puede, incluso en lo de ir desnudo bajo la toga, pero además es tan zoquete que camina igual que un mono. Bonito, ¿verdad?
—Muy acertado, desde luego. ¿Y el mote lo ha acuñado el propio Cicerón?
—Eso me imagino, pero hoy sufría un ataque de modestia, probablemente debido al hecho de que Pompeyo le hizo jurar que se mostraría amable y educado conmigo, y eso es algo que odia después de lo de Rabirio.
—Pareces desconsolado —le dijo Aurelia con cierta ironía.
—Realmente preferiría tener a Cicerón de mi parte, pero no veo cómo pueda ocurrir eso, mater. Así que estoy preparado.
—¿Para qué?
—Para el día en que Cicerón decida unir su pequeña facción a los boni.
—¿Crees que llegará tan lejos? A Pompeyo Magnus no le gustaría nada. —Dudo que llegue a convertirse alguna vez en un ardiente miembro de los boni, a ellos les desagrada su engreimiento tanto como les desagrada el mío. Pero ya conoces a Cicerón. Es un saltamontes con la lengua indisciplinada, si es que tal animal existe. Aquí, allí, en todas partes y durante todo el tiempo, está muy ocupado metiéndose en líos por las cosas que dice. Yo fui testigo de lo que le dijo a Publio Clodio de las seis pulgadas. Terriblemente gracioso, pero a Clodio y a Fulvia no les hizo ninguna gracia.
—¿Cómo te las arreglarás con Cicerón si se convierte en adversario tuyo?
—Bueno, no se lo he dicho a Publio Clodio, pero he conseguido permiso de los colegios sacerdotales para permitir que Clodio se convierta en plebeyo.
—¿No ha puesto objeciones Celer? Se negó a permitirle a Clodio que se presentase a tribuno de la plebe.
—E hizo lo correcto. Celer es un abogado excelente. Pero en lo que concierne a la situación de Clodio, a él tanto le da que sea una cosa u otra, ¿por qué iba a importarle? El único objeto de la vena desagradable de Clodio en este momento es Cicerón, que no tiene absolutamente ninguna influencia con Celer ni entre los colegios sacerdotales. No está mal visto que un patricio quiera convertirse en plebeyo. El cargo de tribuno de la plebe tiene atractivo para hombres que tienen una vena de demagogos, como Clodio.
—¿Por qué no le has dicho todavía a Clodio que has obtenido el permiso?
—No sé si se lo diré alguna vez. Es un hombre inestable; No obstante, si tengo que vérmelas con Cicerón, le echaré encima a Clodio. —César bostezó y se estiró—. ¡Oh, qué cansado estoy! ¿Está Julia?
—No, está en una fiesta para chicas, y como se celebra en casa de Servilia, le he dicho que podía quedarse a pasar la noche. Las muchachas a esa edad pueden pasarse días enteros hablando y riéndose como bobas.
—Cumple diecisiete en las nonas. ¡Oh, mater, cómo vuela el tiempo! Ya hace diez años que murió su madre.
—Pero no la hemos olvidado —dijo Aurelia.
—No, eso nunca.
Se hizo un silencio pacífico y acogedor. Sin preocupaciones económicas que la absorbiesen, Aurelia era un placer, reflexionó su hijo.
De pronto Aurelia tosió y miró a César con un brillo avaro en los ojos.
—César, el otro día tuve la necesidad de ir a la habitación de Julia para mirar entre su ropa. A los diecisiete años, los regalos de cumpleaños deberían ser de ropa. Tú le puedes regalar joyas: te sugiero pendientes y un collar de oro sin piedras. Pero yo le regalaré ropa. Ya sé que ella debería estar tejiendo la tela y haciéndose la ropa ella misma, yo ya lo hacía a su edad, pero por desgracia a Julia le gusta más leer que tejer. Hace años que desistí de intentar obligarla a que tejiera, no valía la pena gastar la energía. Lo que tejía era un desastre.
—¿Qué es lo que me quieres decir, mater? Realmente me importa un comino lo que haga Julia siempre que no esté por debajo de su condición de ser una Julia.
En respuesta, Aurelia se puso en pie.
—Espérame aquí —le dijo; y salió del despacho de César.
Éste la oyó subir la escalera hasta el piso superior y luego no oyó nada; más tarde le llegó el sonido de unos pasos que bajaban de nuevo. Aurelia entró con las dos manos situadas detrás de la espalda. Muy divertido, César intentó que ella perdiera la seriedad mirándola fijamente, pero no tuvo éxito. Luego Aurelia sacó rápidamente las manos de detrás de la espalda y puso algo encima del escritorio.
Fascinado, César se encontró mirando un pequeño busto nada menos que de Pompeyo. Este estaba considerablemente mejor realizado que los que él había visto en los mercados, pero seguía siendo de producción en serie, ya que se trataba de un vaciado de yeso; el parecido era bastante más elocuente, y la pintura había sido aplicada con mucha delicadeza.
—Lo encontré escondido entre la ropa de cuando era pequeña en un baúl que ella probablemente pensaba que nadie miraría. Te confieso que yo no habría mirado allí de no ser porque se me ocurrió que en Subura hay muchas niñas a las que les vendría muy bien usar la ropa que se le ha quedado pequeña a Julia. Siempre le hemos enseñado, para que no se malcríe, que tenía que pasarse con ropa vieja cuando había niñas como Junia que desfilaban con algo nuevo cada día, pero nunca hemos permitido que fuera con la ropa raída. El caso es que se me ocurrió vaciar el baúl y mandar a Cardixa a Subura con el contenido del mismo. Después de encontrarme con eso, lo dejé todo sin tocar.
—¿Cuánto dinero le damos a Julia, mater? —preguntó César mientras cogía el busto de Pompeyo y comenzaba a darle vueltas entre las manos; la sonrisa le había aparecido en una de las comisuras de la boca; estaba pensando en todas aquellas muchachas adolescentes que se apiñaban alrededor de los puestos de los mercados, suspirando y arrullando acerca de Pompeyo.
—Muy poco, tal y como acordamos tú y yo cuando ella alcanzó la edad de necesitar algo de dinero para sus gastos.
—¿Cuánto crees que le costaría esto, mater?
—Por lo menos cien sestercios.
—Sí, eso diría yo. De manera que ella estuvo ahorrando su precioso dinero para comprar esto.
—¿Y qué deduces tú de todo ello?
—Que está chiflada por Pompeyo, como casi todas las demás muchachas de su círculo. Me imagino que en este preciso momento hay una docena de chicas apiñadas alrededor de una imagen parecida a ésta, de la misma persona, Julia incluida, gimiendo y haciendo aspavientos mientras Servilia intenta dormir y Bruto se afana con su último epítome.
—Para ser alguien que en toda su vida ha sido indiscreta, mater, tu conocimiento acerca de la conducta humana es asombroso.
—Sólo porque siempre haya sido demasiado sensata como para no hacer el tonto yo misma, César, no significa que no sea capaz de detectar la tontería en los demás —dijo Aurelia austeramente.
—¿Por qué te molestas en enseñarme esto?
—Pues —empezó Aurelia mientras tomaba asiento de nuevo—, en general, yo tendría que decir que Julia no es tonta. ¡Al fin y al cabo, yo soy su abuela! Cuando encontré eso —dijo señalando el busto de Pompeyo—, empecé a pensar en Julia como no había pensado nunca hasta entonces. Tenemos tendencia a olvidarnos de que casi son ya adultos, y eso es una realidad. El año que viene por estas fechas Julia cumplirá los dieciocho y se casará con Bruto. No obstante, cuanto mayor se hace y más se acerca la boda, más recelos albergo yo al respecto.
—¿Por qué?
—Ella no lo ama.
—El amor no forma parte del contrato, mater —dijo César con suavidad.
—Ya lo sé, y tampoco soy propensa a ponerme sentimental. Y ahora no me estoy poniendo sentimental. Tu conocimiento de Julia es superficial porque tiene que ser superficial. La ves bastante a menudo, pero contigo presenta una cara diferente. Ella te adora, eso es así. Si tú le pidieras que se clavase una daga en el pecho, probablemente lo haría.
César se removió en la silla incómodo.
—¡Mater, por favor!
—No, lo digo en serio. Por lo que a Julia concierne, si tú le pidieras que hiciera eso, asumiría que era necesario para tu futuro bienestar. Ella es Ifigenia en Aulis. Si su muerte pudiera hacer que los vientos soplasen e hinchasen las velas de tu vida, iría hacia la muerte sin tener en cuenta el precio que suponía para ella. Y esa misma es su actitud al casarse con Bruto, estoy convencida de ello —dijo deliberadamente Aurelia—. Lo hará para complacerte, y será una esposa perfecta para él durante cincuenta años si él vive tanto. Pero nunca será feliz casada con Bruto.
—¡Oh, yo no podría soportar eso! —exclamó César; y dejó el busto sobre el escritorio.
—No pensaba que pudieras.
—Julia nunca me ha dicho ni una palabra.
—Ni lo hará. Bruto es el cabeza de una familia fabulosamente rica y antigua. Casándose con él traerá a tu dominio a esa familia, ella lo sabe bien.
—Hablaré mañana con ella —dijo César con decisión.
—No, César, no hagas eso. Julia supondrá que has visto cierta falta de disposición en ella, y te jurará que estás equivocado.
—Entonces, ¿qué hago?
Una expresión de satisfacción felina cubrió el rostro de Aurelia; sonrió y ronroneó con voz gutural.
—Yo que tú, hijo mío, invitaría al pobre y solitario Pompeyo Magnus a una agradable cena en familia.
Entre la boca que se le había abierto y la sonrisa que se esforzaba por esbozar para no estar boquiabierto, César tenía la misma cara que cuando era un muchacho. Luego venció la sonrisa y se convirtió en una sonora carcajada.
—Mater, mater —dijo cuando fue capaz de hablar—, ¿qué haría yo sin ti? ¿Julia y Magnus? ¿Tú crees que es posible? Me he devanado la sesera intentando encontrar una manera de ligarlo a mí, ¡pero esto jamás se me había pasado por la cabeza! Tienes razón, no los vemos como adultos. A mí me pareció que los había visto como adultos cuando regresé de Hispania. Pero allí estaba Bruto… y, sencillamente, lo di por hecho.
—Funcionará siempre que sea un matrimonio por amor, pero no de otro modo —dijo Aurelia—, así que no te apresures y no traiciones ni de palabra ni con la mirada a ninguno de los dos lo que está pendiente de su encuentro.
—Desde luego que no, no lo haré. ¿Cuándo te parece que lo hagamos?
—Espera hasta que se solucione lo del proyecto de ley, sea cual sea el resultado. Y no lo presiones, ni siquiera cuando se hayan conocido.
—Ella es guapísima, es joven, es una Julia. Magnus me la pedirá en el momento en que termine la cena.
—Magnus no te la pedirá —dijo Aurelia meneando la cabeza.
—¿Por qué no?
—Por algo que Sila me dijo en una ocasión. Que Pompeyo siempre ha tenido miedo de pedir la mano de una princesa. Porque eso es lo que es Julia, hijo mío, una princesa de la más alta cuna de toda Roma. Una reina extranjera no la igualaría a los ojos de Pompeyo. Así que no te la pedirá porque tendrá demasiado miedo de que se le rechace. Eso es lo que me dijo Sila; Pompeyo preferiría quedarse soltero antes que arriesgarse a que su dignitas resultase herida con una negativa. Así que está esperando a que alguien que tenga una princesa por hija se lo pida a él. Serás tú quien tenga que hacer la petición, César, no Pompeyo. Pero primero deja que lo desee con ansia. Sabe que Julia está prometida a Bruto. Veremos qué ocurre cuando se conozcan, pero no permitamos que se conozcan demasiado pronto. —Aurelia se levantó y cogió del escritorio el busto de Pompeyo—. Volveré a dejarlo donde estaba.
—No, ponlo en la repisa al lado de su cama y haz lo que pensabas hacer. Regala la ropa —la conminó César mientras se recostaba en su asiento y cerraba los ojos con satisfacción.
—A ella le resultará mortificante que yo haya descubierto su secreto.
—No si le riñes por aceptar regalos de Junia, que tiene demasiado dinero. Así podrá seguir contemplando a Pompeyo Magnus sin perder su orgullo.
—Acuéstate —le dijo Aurelia desde la puerta.
—Eso pienso hacer. Y gracias a ti, voy a dormir tan profundamente como un marinero hechizado por las sirenas.
—Eso, César, es exagerar un poco.
El segundo día de enero César presentó ante la Cámara el proyecto de ley que había estado preparando para someterlo a consideración, y la Cámara se estremeció a la vista de casi treinta grandes cubos de libros distribuidos alrededor de los pies del cónsul senior. Lo que hasta entonces solía ser la extensión normal de un proyecto de ley ahora parecía diminuto en comparación con ésta; la lex iulia agraria tendría más de cien capítulos.
Como la cámara de la Curia Hostilia no era un lugar con una acústica satisfactoria, el cónsul senior impostó la voz hasta sus tonos agudos y procedió a proporcionar al Senado de Roma una disertación admirablemente concisa, aunque completa, de aquel enorme documento que llevaba su nombre, y nada más que su nombre. Lástima que Bíbulo no se mostrase cooperativo; de lo contrario se habría llamado lex iulia Calpurnia agraria.
—Mis escribas han preparado trescientas copias del proyecto de ley; el tiempo ha impedido que se hicieran más —dijo Cesar—. No obstante, hay suficientes para que cada dos senadores compartan una copia, y hay otras cincuenta copias a disposición del pueblo. Instalaré una barraca a la puerta de la basílica Emilia con un secretario legal y un ayudante a fin de que estén de servicio para que aquellos miembros del pueblo que deseen leer el proyecto con detenimiento o quieran exponer sus dudas puedan hacerlo. Junto con cada copia va un resumen de referencias útiles a las cláusulas o capítulos pertinentes, por si algunos de los lectores o de los que tengan preguntas que hacer tienen más interés por algunas disposiciones que por otras.
—¡Debes de estar bromeando! —le dijo Bíbulo con burla—. ¡Nadie se molestará en leer algo ni la mitad de largo que eso!
—Sinceramente, espero que todos lo lean —dijo César al tiempo que levantaba las cejas—. Quiero críticas, quiero sugerencias útiles, quiero saber qué está mal en el proyecto. —Se puso serio—. Puede que la brevedad sea el meollo del ingenio, pero la brevedad en las leyes que requieren longitud significa que son leyes malas. Toda contingencia debe ser examinada, explorada y explicada. La legislación irrecusable es la legislación larga. Veréis pocos proyectos de ley bonitos y breves que procedan de mí, padres conscriptos. Pero cada uno de los proyectos de ley que pienso presentaros habrá sido redactado personalmente según una fórmula diseñada para cubrir todas las posibilidades previsibles. —Hizo una pausa para permitir que se hicieran comentarios, pero nadie se ofreció para ello—. Italia es Roma, no cometamos ningún error a ese respecto. Las tierras públicas de las ciudades, de los pueblos, de los municipios y de las comarcas de Italia pertenecen a Roma, y gracias a las guerras y a las migraciones hay muchos distritos de arriba abajo de esta península que se han despoblado tanto y están tan infrautilizados como cualquier parte de la moderna Grecia. Mientras que Roma se ha convertido ahora en una ciudad superpoblada. El subsidio del grano es una carga mayor de la que el Tesoro debería afrontar, y al decir esto no estoy criticando la ley de Marco Porcio Catón. En mi opinión, la suya fue una medida excelente. Sin ella habríamos visto disturbios y malestar general. Pero el hecho es que en lugar de subvencionar el subsidio del grano que crece de día en día, deberíamos estar aliviando la superpoblación dentro de la ciudad de Roma, ofreciendo para ello a los pobres de Roma algo más que la oportunidad de alistarse en el ejército.
»Tenemos además unos cincuenta mil soldados veteranos que vagan arriba y abajo por todo el país, ¡incluida esta ciudad!, sin los medios para establecerse, al llegar a la mediana edad, y convertirse en pacíficos y productivos ciudadanos capaces de procrear legítimamente y proporcionarle a Roma los soldados del futuro, en lugar de engendrar mocosos sin padres que van por ahí colgados de las faldas de mujeres indigentes. Si nuestras conquistas nos han enseñado algo, es, desde luego, que somos los romanos quienes mejor luchamos, quienes damos las victorias a nuestros generales, quienes sabemos mirar con ecuanimidad la perspectiva de un asedio de diez años de duración, quienes sabemos levantarnos después de sufrir pérdidas y sabemos empezar a luchar otra vez desde el principio.
»Lo que yo propongo es una ley que distribuya hasta el último iugerum de tierra pública de esta península, salvo las doscientas millas cuadradas del Ager Campanus y las cincuenta millas cuadradas de tierra pública adyacentes a la ciudad de Capua, que son el principal campo de entrenamiento de nuestras legiones. Ello incluye, pues, las tierras públicas adyacentes a lugares como Volaterra y Aretio. Cuando yo vaya a poner mojones a lo largo de las rutas del ganado trashumante de Italia, quiero saber que éstas son el único terreno público que quede en la península, aparte de Campania. ¿Y por qué no incluir también las tierras de Campania? Sencillamente porque llevan mucho tiempo en arrendamiento, y resultaría repugnante para aquellos que las tienen arrendadas tener que pasar ahora sin ellas. Eso, naturalmente, incluye al maltratado caballero Publio Servilio, el cual espero que ya haya vuelto a plantar sus viñas y les haya aplicado tanto estiércol como esas delicadas plantas sean capaces de tolerar.
Ni siquiera aquello suscitó ningún comentario. Como la silla curul de Bíbulo quedaba ligeramente detrás de la de César, éste no podía verle la cara, pero le resultaba interesante que permaneciera callado. También Catón estaba silencioso; volvía a no llevar túnica debajo de la toga desde que aquel Mono suyo, Favonio, había entrado en la Cámara para imitarlo. Como era cuestor urbano el Mono podía asistir a todas las sesiones del Senado.
—Sin desposeer a ninguna persona que en el presente ocupe nuestro ager publicus bajo las condiciones que establecía una lex agraria anterior, he calculado que las tierras públicas disponibles proporcionarán parcelas de diez iugera cada una para quizás treinta mil ciudadanos que cumplan los requisitos que les dan derecho a ello. Lo cual nos deja con la tarea de encontrar tierras suficientes que en la actualidad sean de propiedad privada para otros cincuenta mil beneficiarios. Estoy contando con que puedan establecerse cincuenta mil soldados veteranos más treinta mil pobres urbanos de Roma. Sin incluir a cuantos veteranos puedan encontrarse dentro de la ciudad de Roma, treinta mil habitantes urbanos pobres trasladados a productivas parcelas en áreas rurales supondrán un alivio para el Tesoro de setecientos veinte talentos al año en dinero de subsidios para el grano. Si añadimos veintitantos mil veteranos que están en la ciudad, el ahorro se aproxima a la carga adicional que la ley de Marco Porcio Catón echó sobre los fondos públicos.
»Pero incluso contando con la adquisición de tantas tierras como son ahora propiedad privada, el Tesoro puede proporcionar la ayuda financiera necesaria a causa de los ingresos, enormemente aumentados, que recibe ahora procedentes de las provincias orientales… aunque, por ejemplo, los contratos de recaudación de impuestos fueran reducidos, digamos, en una tercera parte. Yo no espero que los veinte mil talentos de beneficio neto que Cneo Pompeyo Magnus añadió al Tesoro alcancen para comprar tierras a causa de la relajación de las tarifas y aranceles impuesta por Quinto Metelo Nepote, un gesto munificente que ha privado a Roma de unos ingresos que necesita desesperadamente.
¿Obtuvo aquello alguna respuesta? No, no la obtuvo. El propio Nepote se encontraba todavía gobernando Hispania Ulterior, aunque Celer estaba sentado entre los consulares. Se tomaba tiempo para ir a gobernar su provincia, la Galia Ulterior.
—Cuando examinéis mi lex agraria, encontraréis que no es arrogante. No puede ejercerse presión de ningún tipo sobre los actuales propietarios de las tierras para que se las vendan al Estado, ni hay implícita una reducción de los precios de la tierra. Las tierras que compre el Senado deben pagarse según el valor que establezcan nuestros estimados censores Cayo Escribonio Curión y Cayo Casio Longino. Las escrituras de propiedad existentes deberán aceptarse como completamente legales, sin ningún recurso ante la ley que las desafíe. En otras palabras, si un hombre ha cambiado sus lindes y nadie se ha querellado por dicha acción, entonces esas piedras de linde son las que definen la extensión de su propiedad puesta en venta.
»Ninguno de los que reciban una concesión de terreno podrá venderla o abandonarla en un período de veinte años.
»Y por último, padres conscriptos, la ley propone que la adquisición y asignación de los terrenos resida en una comisión de veinte caballeros seniors y senadores. Si esta Cámara me concede un consultum para llevarlo al pueblo, entonces esta Cámara tendrá el privilegio de elegir a esos veinte caballeros y senadores. Si no me concede un consultum, entonces ese privilegio será para el pueblo. También habrá un comité de cinco consulares encargados de supervisar el trabajo de los comisionados. Yo, no obstante, no tomo parte en nada de ello. Ni en la comisión ni en el comité. No debe existir ninguna sospecha de que Cayo Julio César se propone enriquecerse o convertirse en el patrono de aquellos a quienes la lex iulia agraria conceda parcelas. —César suspiró, sonrió y levantó las manos—. Basta por hoy, honorables miembros de esta Cámara. Os doy doce días para leer el proyecto de ley y prepararos para el debate, lo cual significa que la próxima sesión para tratar de la lex iulia agraria tendrá lugar dieciséis días antes de las calendas de febrero. La Cámara, no obstante, se reunirá de nuevo dentro de cinco días, que es el día séptimo antes de los idus de enero. —César puso una cara aviesa—. Como no me gustaría pensar que ninguno de vosotros va sobrecargado de trabajo, he dado instrucciones para que doscientas cincuenta copias de la ley se entreguen en las casas de los doscientos cincuenta miembros de este cuerpo de mayor categoría. ¡Y, por favor, no os olvidéis de los senadores de categoría inferior! Aquellos de vosotros que leáis con rapidez, pasad la copia a otro en cuanto hayáis terminado. De lo contrario, ¿puedo sugerir que los hombres de categoría inferior acudan a sus superiores para pedirles que les dejen compartir la copia?
Después de lo cual disolvió la sesión y se marchó en compañía de Craso; al pasar junto a Pompeyo, saludó al Gran Hombre con una solemne inclinación de cabeza, nada más.
Catón tuvo más que decir mientras Bíbulo y él salían juntos de lo que había tenido que decir mientras se celebraba la reunión.
—Pienso leer hasta la última línea de esos innumerables rollos buscando las trampas —anunció—, y te sugiero que tú hagas lo mismo, Bíbulo, aunque odies leer leyes. En realidad, creo que todos debemos leerlo.
—No ha dejado mucho campo para que critiquemos la ley en sí, si es que es tan respetable como César nos quiere hacer ver. No habrá ninguna trampa.
—¿Estás diciendo que tú estás a favor? —rugió Catón.
—¡Pues claro que no! —repuso Bíbulo con brusquedad—. Lo que estoy diciendo es que si bloqueamos la ley parecerá una acción movida por el rencor más que constructiva.
Catón pareció perplejo.
—¿Y eso te importa?
—En realidad no, pero esperaba que Sulpicio o Rulo elaborasen una nueva versión… algo en lo que pudiéramos intervenir. De nada sirve hacernos más odiosos para el pueblo de lo necesario.
—Es demasiado bueno para nosotros —dijo Metelo Escipión con aire fúnebre.
—¡No, no lo es! —gritó Bíbulo—. ¡César no ganará, no ganará!
Cuando la Cámara se reunió cinco días después, el tema que salió a la palestra fue el de los publicani para Asia; esta vez no hubo cubos llenos de capítulos, simplemente un único rollo que César llevaba en la mano.
—Este asunto lleva estancado más de un año, durante el cual un grupo de hombres desesperados, recaudadores de impuestos, ha estado destruyendo el buen gobierno de Roma en cuatro provincias orientales: Asia, Cilicia, Siria y Bitinia-Ponto —dijo César en tono duro—. Las cantidades que los censores aceptaron en nombre del Tesoro no se han alcanzado, sin embargo. Cada día que este desgraciado estado de cosas continúe, es un día más durante el cual a nuestros amigos los socii de las provincias del Este se les exprime inexorablemente, un día más durante el cual nuestros amigos los socii de las provincias del Este maldicen el nombre de Roma. Los gobernadores de esas provincias se pasan el tiempo, por una parte aplacando delegaciones de airados socii, y por la otra teniendo que proporcionar lictores y tropas para ayudar a los recaudadores de impuestos a que puedan seguir exprimiendo.
»Tenemos que reducir nuestras pérdidas, padres conscriptos. Así de simple. Tengo aquí un proyecto de ley para presentárselo a la Asamblea Popular en el que le pido que reduzca los ingresos por impuestos procedentes de las provincias del Este en un tercio. Concededme un consultum hoy. Dos tercios de algo es infinitamente preferible a tres tercios de nada.
Pero, naturalmente, César no obtuvo su consultum. Catón prolongó la reunión e impidió que se pudiera llevar a cabo la votación; soltó un discurso sobre la filosofía de Zenón y las adaptaciones que había impuesto sobre ella la sociedad romana.
Poco después del amanecer del día siguiente César convocó a la Asamblea Popular, la llenó con los caballeros de Craso y sometió el asunto a votación.
—¡Porque si diecisiete meses de contiones sobre este tema no son suficientes, entonces diecisiete años de contiones tampoco bastarán! —dijo—. Hoy votamos, y eso significa que la liberación de los publicani no necesita tardar más de diecisiete días a partir de este momento en producirse.
Una mirada a los rostros que llenaban el Foso de los Comicios les dijo a los boni que oponerse resultaría tan peligroso como infructuoso; cuando Catón intentó hablar lo abuchearon, y cuando intentó hablar Bíbulo los puños se levantaron. En una de las votaciones más rápidas de la historia, los ingresos del Tesoro procedentes de las provincias del Este fueron reducidos en una tercera parte, y la multitud de caballeros vitoreó a César y a Marco Craso hasta quedarse roncos.
—¡Oh, qué alivio! —dijo Craso radiante.
—Ojalá todo fuera tan fácil —dijo César dejando escapar un suspiro—. Si yo pudiera actuar con tanta rapidez con la lex agraria, se aprobaría antes de que los boni pudieran organizarse. Este asunto tuyo era el único sobre el que yo no tenía que convocar contiones. Los tontos de los boni no comprendieron que yo, sencillamente… ¡lo haría!
—Hay una cosa que me desconcierta, César.
—¿Qué es?
—Pues que los tribunos de la plebe llevan un mes en el cargo, y sin embargo tú todavía no has utilizado a Vatinio para nada. Y aquí estás promulgando tus propias leyes. Yo conozco a Vatinio. Estoy seguro de que es un buen cliente, pero te cobrará todos sus servicios.
—Nos cobrará, Marco —le dijo César suavemente.
—Todo el Foro está confuso. Un mes entero de tribunos de la plebe sin una sola ley ni un solo alboroto.
—Tengo trabajo de sobra para Vatinio y Alfio, pero todavía no. Yo soy el auténtico abogado, Marco, y me encanta. Los cónsules legisladores son raros. ¿Por qué habría yo de dejar que Cicerón se llevase toda la gloria? No, esperaré hasta que tenga auténticos problemas con la lex agraria, y entonces les echaré a Vatinio y a Alfio. Sólo para confundir el tema.
—¿De verdad tengo que leerme todo ese montón de papel? —le preguntó Craso.
—No estaría mal, porque quizás tendrías algunas ideas brillantes. No hay nada malo en el documento desde tu punto de vista, desde luego.
—No puedes engañarme, Cayo. No hay manera de que puedas establecer a ochenta mil personas en diez iugera cada una sin utilizar el Ager Campanus y las tierras de Capua.
—Nunca pensé en engañarte a ti. Pero todavía no tengo intención de descorrer la cortina que abre la jaula de la bestia.
—Entonces me alegro de no estar metido en la agricultura y ganadería de los latifundia.
—¿Y por qué no te metiste en eso?
—Demasiados problemas y pocos beneficios. Todos esos iugera con unas cuantas ovejas y unos cuantos pastores, un montón de trifulcas para meter en vereda a las cuadrillas de trabajadores… los hombres que se dedican al campo son tontos, Cayo. Mira Ático. Por mucho que deteste a ese hombre, como lo detesto, es demasiado listo para tener medio millón de iugera en Italia. A ellos les gusta decir que poseen medio millón de iugera, y a eso es a lo que se reduce todo prácticamente. Lúculo es un ejemplo perfecto. Tiene más dinero que sentido común. O gusto, aunque él eso lo discutiría. No tendrás oposición por mi parte, ni por parte de los caballeros. Explotar las tierras públicas que el Estado les ha arrendado es una especie de diversión para senadores, no un negocio para caballeros. Puede que le de a un senador el censo de un millón de sestercios, pero ¿qué es un millón de sestercios, César? ¡Unos nimios cuarenta talentos! Yo puedo ganar eso en un día con… —Sonrió y se encogió de hombros—. Mejor no decirlo. A lo mejor vas y se lo cuentas a los censores.
César se recogió los pliegues de la toga y echó a correr por el Foro inferior en dirección al Velabrum.
—¡Cayo Curión! ¡Cayo Curión! ¡No te vayas a casa, ve a la barraca de los censores! ¡Tengo información!
Ante la fascinada mirada de varios cientos de caballeros y asiduos del Foro, Craso se recogió los pliegues de la toga y salió detrás de César gritando:
—¡No! ¡No lo hagas!
Luego César se detuvo, dejó que Craso lo alcanzase y los dos se estuvieron riendo a grandes carcajadas antes de echar a andar en dirección a la domus publica. ¡Qué extraordinario! ¿Dos de los hombres más famosos de Roma corriendo por todo el Foro? ¡Y la luna ni siquiera estaba en cuarto creciente, ni mucho menos había luna llena!
Durante todo el mes de enero el duelo entablado entre César y los boni a causa del proyecto de la ley de tierras continuó sin tregua. En cada reunión del Senado destinada a debatir el tema, Catón se ponía a lanzar peroratas. Al sentir interés por ver si la técnica aún funcionaba en alguna medida, César finalmente hizo que sus lictores sacasen a Catón del lugar y lo llevasen a las Lautumiae; los boni iban detrás aplaudiendo a Catón, que llevaba la cabeza alta y la expresión de un mártir en aquel rostro caballuno suyo. No, no iba a funcionar. César llamó a sus lictores, Catón volvió a su lugar y las maniobras obstruccionistas continuaron.
No había más remedio que llevar el asunto ante el pueblo sin aquel decreto senatorial elusivo. Ahora tendría que llevar el asunto a contio durante todo el mes de febrero, que era cuando Bíbulo tenía las fasces y podía oponerse de un modo más legal al cónsul que no las tenía. Así que, ¿cuándo sería la votación, en febrero o en marzo? Nadie lo sabía en realidad.
—¡Si estás tan en contra de esta ley, Marco Bíbulo, dime por qué! —le gritó César en la primera contio que se celebró en la Asamblea Popular—. ¡No es suficiente con que te pongas ahí de pie y ladres sin parar que te opones a ella, debes decirle a esta legítima asamblea del pueblo romano qué es lo que tiene de malo! ¡Yo estoy aquí ofreciéndoles una oportunidad a las personas que no la tienen, y lo estoy haciendo sin llevar para ello el Estado a la bancarrota y sin engañar ni coaccionar a aquellos que ya poseen tierras! ¡Pero tú sólo sabes decir que te opones, que te opones, y que te opones! ¡Dinos por qué!
—¡Me opongo sólo porque eres tú quien la promulga, César, por ningún otro motivo! ¡Todo lo que tú haces está maldito, es impío, es malo!
—¡Hablas en acertijos, Marco Bíbulo! ¡Sé más específico, no seas emocional; dinos por qué te opones a esta ley que es absolutamente necesaria! ¡Expón tus críticas, por favor!
—¡No tengo ninguna crítica que hacerle, pero me opongo!
Teniendo en cuenta que había varios miles de hombres apretujados en el Foso de los Comicios, el ruido procedente de aquella multitud era mínimo. Había entre la multitud caras nuevas, no estaba compuesta sólo por caballeros, ni por hombres jóvenes pertenecientes a Clodio, ni por profesionales asiduos del Foro; Pompeyo estaba llevando a sus veteranos a Roma a modo de preparación para una votación o para una pelea, nadie sabía para cuál de las dos cosas. Eran hombres elegidos a dedo, en igual número de todas las treinta y una tribus rurales, y por lo tanto inmensamente valiosos como votantes. Pero también útiles en una pelea.
César se volvió hacia Bíbulo y tendió las manos en actitud suplicante.
—Marco Bíbulo, ¿por qué obstruyes una ley que es muy buena y hace mucha falta? ¿No puedes encontrar dentro de tu persona un motivo para ayudar al pueblo en lugar de ponerle obstáculos? ¿No puedes ver en los rostros de todos estos hombres que no se trata de una ley que el pueblo vaya a rechazar? ¡Es una ley que toda Roma quiere! ¿Vas a castigar a Roma porque tú no eres como yo, un hombre único que se llama Cayo Julio César? ¿Es eso digno de un cónsul? ¿Es eso digno de un Calpurnio Bíbulo?
—¡Sí, es digno de un Calpurnio Bíbulo! —gritó el cónsul junior desde la tribuna—. ¡Soy augur, reconozco el mal cuando lo veo! ¡Tú eres malo, y todo lo que haces es malo! ¡Ningún bien puede venir de cualquier ley que tú promulgues! ¡Por ese motivo declaro aquí que todo día comicial de lo que queda de este año es feriae, festivo, y que por lo tanto no se puede celebrar ninguna reunión del pueblo ni de la plebe en lo que queda de año! —Se puso de puntillas y apretó los puños junto a los costados; los enormes pliegues de la toga que tenía sobre el brazo izquierdo empezaron a deshacerse porque no tenía el codo doblado—. ¡Hago esto porque sé que tengo derecho a recurrir a las prohibiciones religiosas! ¡Porque ahora te digo, Cayo Julio César, que no me importa que hasta la última alma ignorante de toda Italia quiera esta ley! ¡No la obtendrán en el año en que yo soy cónsul!
El odio era tan palpable que aquellos que no estaban adheridos políticamente a ninguno de los dos cónsules se estremecieron, y furtivamente escondieron el pulgar debajo de los dedos corazón y anular para dejar que el dedo índice y el dedo meñique sobresalieran en forma de cuernos: el signo para alejar el mal de ojo.
—¡Frotaos alrededor de él como animales serviles! —le chilló Bíbulo a la multitud—. ¡Besadlo, contaminadlo, ofreceos en ofrenda a él! ¡Si tanto deseáis esta ley, adelante, hacedlo! ¡Pero no la conseguiréis en el año en que yo soy cónsul! ¡Nunca, nunca, nunca!
Empezaron los abucheos, los insultos, los gritos, las maldiciones, los silbidos, una oleada cada vez más fuerte de violencia vocal, tan enorme y aterradora que Bíbulo recogió lo que pudo de la toga sobre el brazo izquierdo, dio media vuelta y se marchó de la tribuna. Pero sólo se alejó lo suficiente como para estar a salvo; él y sus lictores se quedaron de pie en la escalera de la Curia Hostilia para escuchar.
Luego, como por arte de magia, los insultos se cambiaron por vítores que podían oírse hasta incluso un lugar tan distante como el Forum Holitorium; César sacó del sombrero a Pompeyo el Grande y lo condujo a la parte delantera de la tribuna.
El Gran Hombre estaba enfadado, y la ira le proporcionó palabras, así como poder para poner en ellas. Lo que dijo no le gustó a Bíbulo, y tampoco a Catón, que ahora estaba de pie detrás de él.
—Cneo Pompeyo Magno, ¿me darás tu apoyo contra los que se oponen a esta ley? —le gritó César.
—¡Que cualquier hombre se atreva a desenvainar la espada en contra de tu ley, Cayo Julio César, y yo levantaré mi escudo! —bramó Pompeyo.
Sobre la tribuna también estaba Craso.
—¡Yo, Marco Licinio Craso, declaro que ésta es la mejor ley de tierras que Roma haya visto nunca! —gritó—. ¡A todos aquellos que estáis aquí reunidos y que pudierais veros afectados en lo referente a vuestras propiedades, os doy mi palabra de que ninguna propiedad de ningún hombre corre peligro, y de que todos aquellos hombres que estén interesados pueden esperar sacar provecho!
Conmocionado, Catón se dirigió a Bíbulo.
—Oh, dioses, Marco Bíbulo, ¿tú ves lo que yo veo? —dijo en voz baja—. ¡Los tres juntos! ¡No se trata de César, es Pompeyo! ¡Nos hemos equivocado de hombre!
—No, Catón, no es eso. César es la personificación del mal. Pero ya veo lo que tú ves. Pompeyo es el principal autor. ¡Claro que lo es! ¿Qué otra cosa tiene César que ganar excepto dinero? Trabaja para Pompeyo, lo ha estado haciendo todo el tiempo. Y Craso también está metido. Los tres, con Pompeyo como autor principal. Bueno, son sus veteranos los que salen ganando, eso ya lo sabemos. Pero César nos echó tierra a los ojos con esos pobres hombres urbanos… ¡sombras de los Graco y de Sulpicio!
El clamor resultaba ensordecedor; Bíbulo se llevó de allí a Catón, bajaron por la escalera de la Curia Hostilia y entraron en el Argileto.
—Vamos a cambiar nuestra táctica un poco, Catón —dijo cuando la distancia permitió que se oyeran mejor—. De ahora en adelante nuestro primer objetivo será Pompeyo.
—Que es más fácil de vencer que César —apuntó Catón entre dientes.
—Cualquiera es más fácil de vencer que César. Pero no te preocupes, Catón. Si vencemos a Pompeyo, romperemos la coalición. Cuando César tenga que pelear solo, también lo tendremos atrapado.
—Lo de declarar feriae el resto de los días comiciales del año ha sido un truco muy inteligente, Marco Bíbulo.
—Se lo he copiado a Sila. Pero pienso llegar mucho más lejos que él, te lo aseguro. Si no puedo impedir que aprueben leyes, sí puedo hacer que esas leyes sean ilegales —dijo Bíbulo.
—Empiezo a creer que Bíbulo está un poco mal de la cabeza —le dijo César a Servilia más tarde aquel mismo día—. Eso que le ha dado de repente de hablar sobre el mal es para poner los pelos de punta. El odio es una cosa, pero esto es algo más. No hay motivo para ello, no es lógico. —Los ojos pálidos de César parecían deslavazados: como los ojos de Sila—. El pueblo también lo notó y no le gustó. Las calumnias políticas son una cosa, Servilia, todos tenemos que enfrentarnos a ellas. Pero las cosas con las que salió Bíbulo hoy ponían las diferencias que hay entre él y yo en un plano inhumano. Como si fuéramos dos fuerzas: yo la del mal, él la del bien. Exactamente cómo salió con aquello es algo que me tiene perplejo, a no ser que Bíbulo piense que la falta total de raciocinio y de lógica debe parecerle al observador una manifestación del bien. Los hombres asumimos que las necesidades malas son razonables, lógicas. Así que sin darse cuenta de lo que hacía, creo que Bíbulo me ha puesto en desventaja. El fanático debe ser una fuerza del bien; el hombre que piensa, al ser objetivo, parece malo en comparación. ¿Es esto que estoy diciendo demasiado absurdo?
—No —dijo Servilia, que estaba de pie dándole un masaje en la espalda a César mientras estaba tumbado en la cama—. Comprendo lo que quieres decir, César. La emoción es algo muy poderoso que carece de toda lógica. Como si existiera en un compartimiento separado de la razón. Bíbulo no se doblegó cuando, según todas las reglas de conducta, debería haberse sentido avergonzado, en desventaja, humillado. No podía decirle a ninguno de los allí presentes por qué se oponía a tu proyecto de ley. Pero persistió en hacerlo. ¡Y además con qué empeño, con qué fuerza! Creo que las cosas van a empeorar para ti.
—Gracias por decirme eso —le dijo César, que volvió la cabeza para mirarla y sonreírle.
—No obtendrás consuelo en mí si se pone por medió la verdad; yo no puedo engañarte. —Dejó el masaje y se sentó en el borde de la cama hasta que César se movió y le dejó sitio para que se tumbase a su lado. Entonces Servilia continuó hablando—: César, comprendo que este proyecto de ley es en parte para gratificar a nuestro querido Pompeyo, hasta un ciego podría darse cuenta. Pero hoy, cuando estabais allí los tres juntos de pie, todo parecía mucho más que un desinteresado intento por resolver uno de los dilemas más persistentes de Roma: qué hacer con los soldados licenciados.
César levantó la cabeza.
—¿Tú estabas allí? —le preguntó.
—Sí. Tengo un escondite entre la Curia Hostilia y la basílica Porcia, así que no tengo que consultar a Fulvia.
—¿Qué te pareció a ti que ocurría, entonces? Quiero decir, ¿qué te parecía que había entre nosotros tres?
Servilia se tocó el mentón y lo notó una pizca velludo; tenía que empezar a depilárselo. Tomada tal decisión, devolvió su atención a la pregunta de César.
—Quizás el hecho de hacer salir a Pompeyo no fuera más que una astuta jugada política. Pero Craso hizo que me pusiera muy rígida, te lo aseguro. Me recordó cuando Pompeyo y él fueron cónsules juntos, sólo que se habían colocado uno a cada lado de ti. Sin mirarse con odio, sin sentirse incómodos en absoluto. Los tres parecíais tres pedazos de la misma montaña. ¡Resultó muy impresionante! La multitud se olvidó en seguida de Bíbulo, y eso estuvo muy bien. Te confieso que me extrañó. César, no habrás hecho un pacto con Pompeyo Magnus, ¿verdad? ¿O sí?
—Claro que no —repuso César con firmeza—. Mi pacto es con Craso y con una cohorte de banqueros. Pero Magnus no es ningún tonto, hasta tú admites eso. Me necesita para conseguir tierras para sus veteranos y ratificar sus convenios en el Este. Por otra parte, mi principal preocupación es solucionar la ruina económica que su conquista del Este ha traído consigo. En muchos aspectos Magnus ha sido un estorbo para Roma, no una ayuda. Todo el mundo está gastando demasiado y otorgando demasiadas concesiones a los votantes. Mi política para este año, Servilia, es sacar a suficientes pobres fuera de Roma y de la cola del subsidio de grano para aliviarle esa carga al Tesoro y poner fin al punto muerto en que se encuentra el asunto de los contratos de recaudación de impuestos. Ambas cosas puramente físicas, te lo aseguro. También tengo intención de llegar mucho más lejos que Sila en lo que se refiere a hacerles difícil a los gobernadores el hecho de que gobiernen las provincias como si fuesen sus dominios privados en lugar de pertenecer a Roma. Todo lo cual me convertiría en un héroe ante los caballeros.
Servilia quedó un tanto apaciguada, porque aquella respuesta tenía sentido. Pero cuando volvía caminando a su casa todavía tenía cierta conciencia de intranquilidad. César era habilidoso y despiadado. Si pensaba como un político, era muy capaz de mentirle a ella. Probablemente era el hombre más inteligente que Roma hubiera dado nunca; ella lo había observado durante los meses en que había estado redactando su lex agraria, y no podía creer aquella claridad de percepción de César. Había instalado a cien escribas en el piso superior de la domus publica, que garabateaban sin cesar en tablillas de cera haciendo copias de todo lo que él dictaba sin titubear. Una ley que pesaba un talento, no media libra. Tan organizada, tan decisiva.
Bueno, ella lo amaba. Ni siquiera el espantoso insulto de haberla rechazado en matrimonio había logrado alejarla de él. ¿Habría algo que pudiera alejarla? Por eso era necesario que Servilia creyese que él era más brillante, más dotado, más capaz que cualquier otro hombre que Roma hubiera producido; pensar así era salvaguardar su propio orgullo. ¿Ella, una Servilia Cepión, iba a ir arrastrándose ante un hombre que no fuera el mejor que Roma hubiera producido nunca? ¡Imposible! ¡No, un César no se aliaría con el advenedizo Pompeyo, un hombre de Picenum! En particular cuando la hija de César estaba comprometida en matrimonio con el hijo de un hombre a quien el mismo Pompeyo había asesinado.
Bruto la estaba esperando.
Servilia no se encontraba de humor para ocuparse de su hijo —en otro tiempo le habría dicho sin contemplaciones que se fuera—, pero últimamente lo soportaba con más paciencia, no porque César le hubiera dicho que era demasiado dura con él, sino porque el rechazo de César hacia ella había cambiado la situación en algunos aspectos muy sutiles. Por una vez la razón de Servilia —¿el mal?— no había sido capaz de dominar sus emociones —¿el bien?—, y cuando regresó a su casa después de aquella espantosa entrevista con César, ella había dado rienda suelta al dolor, a la rabia y a la pena que había en su interior. Toda la casa se había removido hasta las entrañas, los sirvientes habían salido huyendo, Bruto se había encerrado en sus habitaciones para escuchar desde allí. Luego ella había entrado como una tromba en el despacho de Bruto y le había contado lo que pensaba de Cayo Julio César, que no quería casarse con ella porque había sido una esposa infiel.
«¡Infiel! —chilló Servilia al tiempo que se tiraba de los cabellos, con el rostro y la parte del pecho que le quedaba fuera de la túnica arañados y hechos trizas por aquellas horribles uñas—. ¡Infiel! ¡Con él, sólo con él! ¡Pero eso no es lo bastante bueno para un Julio César, cuya esposa debe estar por encima de toda sospecha! ¿Puedes creértelo? ¡Yo no soy lo bastante buena!».
Aquel estallido había sido un error, y Servilia no tardó mucho en descubrirlo. Por una parte sirvió para afirmar más el compromiso de Bruto con Julia, pues ahora ya no había peligro de que la sociedad viera con malos ojos la unión de los padres de la pareja prometida en matrimonio, lo cual técnicamente era incesto aunque no hubiera de por medio lazos de sangre. Las leyes de Roma eran imprecisas acerca del grado de consanguinidad permisible en un matrimonio, y la mayoría de las veces era más una cuestión de la mos maiorum que una ley especificada en las tablillas. Por ello una hermana no podía casarse con un hermano. Pero cuando se trataba de que un niño o una niña se casase con su tía o con su tío, sólo la costumbre, la tradición y la aprobación social lo impedían. Los primos carnales se casaban con mucha frecuencia. Así pues, nadie habría podido condenar legal ni religiosamente el matrimonio de César con Servilia por una parte y de Bruto con Julia por la otra. ¡Pero sin duda alguna no habría estado bien visto! Y Bruto era hijo de su madre. Le gustaba que la sociedad aprobase lo que él hiciera. La unión no oficial de su madre con el padre de Julia no llevaba consigo al mismo grado de oprobio; los romanos eran pragmáticos acerca de cosas como aquélla porque, sencillamente, ocurrían con frecuencia.
El estallido de Servilia también había hecho que Bruto mirase a su madre como a una mujer corriente en vez de como la personificación del poder. Y había implantado un diminuto núcleo de desprecio hacia ella. No se había visto libre del miedo que le tenía a su madre, pero podía soportarlo con más ecuanimidad.
De modo que ahora Servilia le sonrió a su hijo, se sentó y se dispuso a tener una charla con él. ¡Oh, ojalá a Bruto se le limpiase un poco aquel cutis! Las cicatrices que había debajo de aquella impresentable barba sin afeitar debían de ser espantosas, y nunca desaparecerían aunque las pústulas sí que llegasen a eliminarse alguna vez.
—¿Qué ocurre, Bruto? —le preguntó en un tono amable.
—¿Tendrías algo que objetar a que yo le pidiese a César que Julia y yo nos casásemos el mes que viene?
Servilia parpadeó.
—¿A qué viene esto?
—No es que pase nada, sólo que llevamos prometidos muchos años y Julia ya ha cumplido los diecisiete. Muchas muchachas se casan a los diecisiete.
—Eso es cierto. Cicerón permitió que Tulia se casase a los diecisiete… aunque no es que sea ése un gran ejemplo. Sin embargo, los diecisiete años es una edad aceptable para verdaderos miembros de la nobleza. Ninguno de vosotros ha flaqueado. —Sonrió y le mandó un beso con la mano—. ¿Por qué no?
La antigua dominación se afirmó.
—¿Preferirías pedírselo tú, mamá, o debería hacerlo yo?
—Desde luego, debes pedírselo tú —dijo Servilia—. ¡Qué maravilla! Una boda el mes que viene. ¿Quién sabe? Puede que César y yo seamos abuelos pronto.
Y Bruto se fue a ver a su Julia.
—Le he preguntado a mi madre si tenía alguna objeción a que nos casásemos el mes que viene —le dijo después de haber besado a Julia con ternura y de haberla acompañado hasta un canapé donde podían sentarse uno al lado del otro—. A ella le parece maravilloso. Así que se lo voy a pedir a tu padre a la primera oportunidad.
Julia tragó saliva. ¡Oh, había contado tanto con otro año de libertad! Pero no había de ser así. Y, pensándolo bien, ¿no era mejor como Bruto sugería? Cuanto más tiempo pasase, más odiosa se le iría haciendo a ella la idea. ¡Mejor acabar de una vez! Así que dijo con voz suave:
—Me parece estupendo, Bruto.
—¿Crees que tu padre nos recibirá ahora? —le preguntó Bruto con ansiedad.
—Bueno, ya es de noche, pero de todos modos él nunca duerme. La ley de la distribución de tierras ya está terminada, pero ahora está trabajando en otro asunto enorme. Los cien escribas siguen instalados aquí. ¿Qué diría Pompeya si supiera que sus antiguas habitaciones se han convertido en oficinas?
—¿Tu padre nunca va a casarse otra vez?
—Me parece que no. Fíjate, no creo que quisiera casarse con Pompeya cuando lo hizo. Él amaba a mi madre.
Bruto frunció aquel pobre entrecejo suyo, todo mancillado de granos.
—Pues a mí me parece un estado muy feliz, el de casado, aunque me alegro de que tu padre no se casase con mamá. ¿Era tan encantadora, tu madre?
—Me acuerdo algo de ella, pero no con mucha claridad. No era terriblemente bonita, y tata pasaba mucho tiempo ausente. Pero yo no creo que tata la considerase como la mayoría de los hombres consideran a sus esposas. Quizás él nunca estimará a una esposa por el hecho de que sea una esposa. Mi mamá era más como su hermana, creo yo. Crecieron juntos, y ello estableció ciertos lazos. —Julia se puso en pie—. Ven, vamos a buscar a avia. Yo siempre la mando a ella primero, ella no tiene miedo de enfrentarse a mi padre.
—¿Y tú sí?
—Oh, él nunca me ha tratado con rudeza, ni siquiera con despego. ¡Pero está tan desesperadamente atareado, y yo lo quiero tanto, Bruto! Mis pequeños problemas deben parecerle un fastidio, siempre me da esa impresión.
Bueno, aquella sensibilidad prudente y gentil hacia los sentimientos de los demás era uno de los motivos por los que él la amaba con tanta fuerza. Ahora Bruto estaba empezando a saber entendérselas con su madre, y cuando estuviera casado con Julia, estaba seguro de que cada vez le resultaría más fácil llevarse bien con Servilia.
Pero Aurelia estaba resfriada y se había acostado ya; Julia llamó a la puerta del despacho de su padre.
—Tata, ¿puedes recibimos? —preguntó a través de la puerta.
Abrió la puerta él mismo, muy sonriente; le dio un beso en la mejilla a Julia y tendió la mano para estrecharle la suya a Bruto. Entraron en la habitación iluminada por la luz de las lámparas; estaba llena de muchísimas llamitas, aunque César utilizaba el mejor aceite y mechas buenas de lino, lo cual significaba que no había humo ni excesivo olor a estopa ardiendo.
—Esto es una sorpresa —dijo—. ¿Un poco de vino?
Bruto dijo que no con la cabeza; Julia se echó a reír.
—Tata —dijo ella—. Sé lo ocupado que estás, así que no te entretendremos mucho tiempo. Pero queríamos decirte que nos gustaría casarnos el mes que viene.
¿Cómo lograba César comportarse así? Su rostro no experimentó ni el más mínimo cambio, aunque sí se había producido un cambio. Los ojos que los miraban permanecieron exactamente igual.
—¿Qué ha provocado esto? —le preguntó a Bruto.
Este se encontró tartamudeando.
—Pues… César, llevamos comprometidos casi nueve años, y Julia tiene diecisiete. No hemos cambiado de idea y nos queremos mucho. Muchas muchachas se casan a los diecisiete años. Mamá dice que Junia lo hará. Y Junilla. Igual que Julia, están prometidas a hombres, no a chiquillos.
—¿Habéis sido indiscretos? —le preguntó César sin alterarse.
Aun a la rojiza luz de las lámparas el sonrojo de Julia fue evidente.
—¡Oh, tata, no, claro que no! —exclamó.
—¿Entonces lo que me estáis diciendo es que, a menos que os caséis, sucumbiréis a la indiscreción? —presionó el abogado.
—¡No, tata, no! —Julia retorció las manos y los ojos se le llenaron de lágrimas—. ¡No es eso!
—No, no es eso —dijo Bruto un poco enojado—. He venido con toda la honra, César. ¿Por qué nos imputas deshonra?
—No lo hago —dijo César en tono objetivo—. Un padre tiene que preguntar esas cosas, Bruto. Hace mucho tiempo que soy un hombre y ésa es la razón por la que la mayoría de los hombres se muestran a la vez protectores y defensivos con respecto a sus hijas. Siento haber erizado tus plumas, no era mi intención insultarte. Pero sólo un padre tonto no hace preguntas.
—Sí, lo comprendo —murmuró Bruto.
—Entonces, ¿podemos casarnos? —insistió Julia, ansiosa por acabar con el asunto y porque se decidiera su destino.
—No —dijo César.
Se hizo un largo silencio durante el cual empezó a parecer que a Julia se le quitaba un gran peso de los hombros; César no había perdido el tiempo en mirar a Bruto, sino que observó a su hija con mucha atención.
—¿Por qué no? —preguntó Bruto.
—Dije que a los dieciocho, Bruto, y lo dije en serio. Mi pobre primera esposa se casó a los siete años. No importa que ella y yo fuéramos felices cuando de hecho nos convertimos en marido y mujer. Yo hice la promesa de que cualquier hija mía tendría el lujo de vivir su infancia como una niña. A los dieciocho, Bruto. A los dieciocho, Julia.
—Lo hemos intentado —dijo ella cuando hubieron salido y la puerta estuvo cerrada de nuevo—. Procura que no te importe demasiado, querido Bruto.
—¡Sí que me importa! —dijo él; a continuación se vino abajo y se echó a llorar.
Después de acompañar al desconsolado Bruto a la puerta para que regresase todo el camino hasta su casa envuelto en llanto, Julia volvió a subir a sus habitaciones. Una vez allí se metió en su dormitorio —demasiado espacioso para llamarlo cubículo— y cogió el busto de Pompeyo el Grande del estante que estaba junto a su cama. Se lo puso junto a la mejilla y se lo llevó bailando hasta su cuarto de estar, casi sin poder soportar la felicidad. Ella seguía siendo suya, de Pompeyo.
Cuando llegó a la casa de Décimo Silano, en el Palatino, Bruto ya había recuperado la compostura.
—Pensándolo bien, prefiero que te cases este año a que lo hagas el año que viene —le anunció Servilia desde el cuarto de estar cuando él intentaba pasar de puntillas por delante del mismo.
Bruto se volvió hacia allí.
—¿Por qué?
—Pues porque si tu boda es el año que viene, le quitaría algo de lustre a la de Junia con Vatia Isáurico —dijo Servilia.
—Entonces prepárate para llevarte una decepción, mamá. César ha dicho que no. Tiene que ser a los dieciocho.
Servilia lo miró fijamente, paralizada.
—¿Qué?
—Que César ha dicho que no.
Servilia frunció el entrecejo y arrugó los labios.
—¡Qué raro! ¿Y por qué?
—Por algo que tiene que ver con su primera esposa. Dice que ella sólo tenía siete años. Por ello Julia debe tener cumplidos los dieciocho cuando se case.
—¡Eso es una absoluta tontería!
—César es el paterfamilias de Julia, mamá, puede hacer lo que guste.
—Ah, sí, pero este paterfamilias no hace nada por capricho. ¿Qué se propondrá?
—Yo me he creído lo que me ha dicho, mamá. Aunque al principio estuvo bastante desagradable. Quería saber si Julia y yo habíamos… habíamos…
—¿Ah, sí? —Los ojos negros de Servilia comenzaron a echar chispas—. ¿Y habéis…?
—¡No!
—Si me hubieras dicho que sí, me habrías hecho caer de la silla de la impresión, lo admito. Te falta seso, Bruto. Tenías que haberle dicho que sí. Entonces él no habría tenido más remedio que permitir que os casaseis ahora.
—¡Un matrimonio deshonroso está por debajo de nosotros! —dijo Bruto con brusquedad.
Servilia le dio la espalda.
—A veces, hijo mío, me recuerdas a Catón. ¡Márchate!
En un aspecto la declaración de Bíbulo que establecía como festivo todos los días comiciales durante el resto del año —las festividades, sin embargo, no prohibían el desarrollo de los negocios normales, desde los días de mercado hasta los juicios— resultó útil. Dos años antes el entonces cónsul Pupio Pisón Frugi había promulgado una ley, una lex Pupia, que prohibía que el Senado se reuniera en los días comiciales. Esto se había hecho para reducir el poder del cónsul senior, reforzado por la ley de Aulo Gabinio que prohibía los asuntos senatoriales normales durante el mes de febrero, que era el mes del cónsul junior; la mayor parte de los días de enero eran comiciales, lo cual significaba que ahora el Senado no podía reunirse en esos días gracias a la ley de Pisón Frugi.
César necesitaba las Asambleas. Ni Vatinio ni él podían legislar desde el Senado, el cual recomendaba las leyes, pero no podía aprobarlas. ¿Cómo saltarse, pues, aquel frustrante edicto de Bíbulo que convertía en festivos todos los días comiciales?
Convocó a sesión al Colegio de los Pontífices y mandó al quindecimviri sacris faciundis que buscase en los sagrados libros proféticos alguna evidencia que justificase que aquel año tuviera todos sus días comiciales convertidos en festivos. Al mismo tiempo el augur jefe, Mesala Rufo, llamó a sesión al Colegio de los Augures. El resultado de todo aquello fue que se consideró que Bíbulo se había excedido en su autoridad como augur; los días comiciales no podían ser abolidos porque lo dijera un solo hombre.
Mientras se iban celebrando las contiones sobre el proyecto de ley de tierras, César decidió abordar el asunto de los convenios de Pompeyo en el Este. Con una limpia maniobra convocó a sesión al Senado en un día comicial hacia finales de enero, lo cual era perfectamente legal a no ser que se reuniese la Asamblea. Cuando los cuatro tribunos de la plebe pertenecientes a los boni se apresuraron a convocar a la Asamblea Plebeya para estropearle a César la estratagema, se vieron detenidos por miembros del club de Clodio; éste se alegró de complacer al hombre que tenía el poder de convertirlo en plebeyo.
—Es imperioso que ratifiquemos los convenios y acuerdos establecidos por Cneo Pompeyo Magnus en el Este —dijo César—. Si han de fluir los tributos, tienen que ser sancionados por el Senado Romano o por una de las Asambleas Romanas. Los asuntos extranjeros nunca han sido competencia de las Asambleas, que ni entienden de eso ni de cómo se lleva a cabo. El Tesoro ha sufrido graves inconveniencias a causa de los dos años de inercia del Senado a la que yo ahora estoy dispuesto a ponerle fin. Los publicani fijaron los tributos provinciales en cantidades demasiado elevadas, y nadie protestó porque creyeron que se podrían pagar. Eso ahora ya es un asunto resuelto y acabado, pero esas contribuciones no son ni mucho menos las únicas en cuestión. Hay reyes y potentados en todos los nuevos territorios de Roma o en los estados que son clientes de Roma que han accedido a pagar grandes cantidades a cambio de su protección. Por ejemplo, el tetrarca Deiotaro de Galacia, que concluyó un tratado con Cneo Pompeyo que, cuando sea ratificado, supondrá unos ingresos de quinientos talentos al año para el Tesoro. En otras palabras, al ser negligente en ratificar este acuerdo, Roma hasta el momento ha perdido mil talentos de dinero solamente de los tributos de Galacia. Y tenemos otros: Sampsiceramus, Abgaro, Hircano, Farnaces, Tigranes, Ariobárzenes, Filopator, además de una multitud de principillos menores arriba y abajo de las tierras del Éufrates. Todos comprometidos a pagar grandes tributos que todavía no se han cobrado porque los tratados establecidos con ellos no han sido ratificados. ¡Roma es muy rica, pero debería serlo mucho más! Sólo para pacificar y colonizar Italia, Roma necesita más de lo que Roma tiene. Os he convocado aquí para pediros que pongamos a debate este tema hasta que todos los tratados se hayan examinado y las objeciones se hayan discutido largamente. —Respiró hondo y miró directamente a Catón—. Una palabra de aviso. Si esta Cámara se niega a tratar sobre la ratificación del Este, me encargaré de que la plebe lo haga inmediatamente. ¡Y yo, un patricio, no interferiré ni ofreceré consejos a la plebe! Esta es vuestra única oportunidad, padres conscriptos. O hacemos el trabajo ahora o miramos cómo la plebe lo reduce a la ruina. ¡A mí me da lo mismo, porque por uno de estos dos caminos se llevará a cabo!
—¡No! —gritó Lúculo, que se encontraba entre los consulares—. ¡No, no y no! ¿Y mis convenios en el Este? ¡Pompeyo no llevó a cabo la conquista, fui yo! ¡Lo único que el malvado Pompeyo hizo fue recoger la gloria! ¡Fui yo quien subyugó al Este, y yo tenía mi convenio preparado para llevarlo a cabo! ¡Te lo digo llanamente, Cayo César, no estoy dispuesto a permitir que esta Cámara ratifique ningún tipo de tratado concluido en nombre de Roma por un paleto sin antepasados procedente de Picenum! ¡Alguien que nos domina como si fuera un rey! ¡Alguien que se pasea por Roma con lujosas galas! ¡No, no y no!
César perdió la paciencia.
—¡Lucio Licinio Lúculo, ven aquí! —rugió—. ¡Ponte en pie delante de este estrado!
Nunca se habían tenido mutua simpatía, aunque habrían debido tenérsela: ambos eran grandes aristócratas y ambos habían estado comprometidos con Sila. Y quizás precisamente ésa fuera la causa, los celos por parte de Lúculo hacia aquel hombre más joven que era sobrino de Sila por matrimonio. Fue Lúculo el primero que había dado a entender que César era el efebo del viejo rey Nicomedes, fue Lúculo quien había puesto en marcha el rumor para que sapos como Bíbulo lo recogieran.
En aquellos días Lúculo era un gobernador y un general enjuto, elegante, extraordinariamente capaz y eficiente, pero el tiempo y la pasión por las sustancias soporíferas y que producen éxtasis —por no hablar del vino y de las comidas exóticas— habían causado terribles estragos, que se manifestaban en el cuerpo fláccido y barrigón, en el rostro abotargado, en los ojos grises que parecían casi ciegos. El Lúculo de antaño nunca habría respondido a aquella orden dada en forma de bramido; pero este Lúculo avanzó con paso inseguro por el suelo de mosaico para detenerse y mirar hacia arriba, a César, con la boca abierta.
—Lucio Licinio Lúculo —le dijo César con voz más suave, aunque no más bondadosa—, te aviso honradamente. ¡Retráctate de tus palabras o haré que la plebe te haga lo que le hizo a Servilio Cepión! Haré que te procesen bajo la acusación de fracasar en la misión que te fue encomendada por el Senado y el pueblo de Roma de que subyugases el Este y acabases con los dos reyes. Haré que te acusen y me encargaré de que seas enviado al destierro de por vida al pedazo de tierra más mezquino y más desolado que posea el Mare Nostrum, sin medios de vida ni para ponerte una túnica nueva sobre tu espalda. ¿Está claro? ¿Lo entiendes? ¡No me pongas a prueba, Lúculo, porque pienso hacer lo que te estoy diciendo!
La Cámara estaba en completo silencio. Ni Bíbulo ni Catón se movieron. De algún modo, cuando César se ponía así, no parecía que valiera la pena arriesgarse. Aunque este César señalaba el camino hacia aquello en lo que podía convertirse si no lo detenían. Más que un autócrata. Un rey. Pero un rey necesitaba ejércitos. Por ello a César no debía dársele nunca la oportunidad de tener ejércitos. Ni Bíbulo ni Catón tenían edad suficiente para haber participado en modo alguno en la vida política bajo el mandato de Sila, aunque Bíbulo lo recordaba; ahora era fácil reconocer a Sila en César, o lo que ellos creían que había sido Sila. Pompeyo no era nada, no tenía el linaje. ¡Oh, dioses, pero César sí!
Lúculo se desplomó en el suelo y empezó a llorar, moqueando y babeando, empezó a suplicar perdón como un vasallo le hubiera suplicado al rey Mitrídates o al rey Tigranes, mientras el Senado de Roma contemplaba aquel drama horrorizado. Aquello no era apropiado; era una humillación para todos los senadores que se hallaban presentes.
—Lictores, llevadlo a su casa —dijo César.
Nadie habló todavía; dos de los lictores de César de mayor categoría cogieron suavemente a Lúculo por los brazos, lo pusieron en pie y le ayudaron a salir de la Cámara, entre gemidos y lloros.
—Muy bien —dijo luego César—, ¿qué ha de ser? ¿Desea este cuerpo ratificar el convenio con el Este, o lo llevo a la plebe en forma de lex Vatiniae?
—¡Llévalo a la plebe! —gritó Bíbulo.
—¡Llévalo a la plebe! —aulló Catón.
Cuando César pidió la votación, casi nadie pasó a la derecha; el Senado había decidido que cualquier alternativa era preferible a que César se saliera con la suya. Si el asunto iba a la plebe, sería mostrado como lo que era: una arrogancia cuyo autor era Pompeyo y otra arrogancia que poner a la puerta de César. A nadie le gustaba que le dieran órdenes, y la actitud de César aquel día tenía resabios de soberanía. Mejor morir que vivir bajo otro dictador.
—No les ha gustado, y Pompeyo está extraordinariamente disgustado —dijo Craso después de lo que había resultado ser una reunión muy breve.
—¿Qué otra elección me dejan, Marco? ¿Qué podía hacer? ¿Nada? —exigió César exasperado.
—Pues en realidad, sí —repuso el buen amigo sin esperar que César hiciera caso de sus palabras—. Ellos saben que a ti te encanta trabajar, saben que te gusta hacer cosas. Tu año va a degenerar en un duelo de voluntades. Odian que los empujen, no les gusta que se les diga que son un montón de viejas indecisas y detestan cualquier clase de fuerza que tenga un tufillo a autoritarismo. No es culpa tuya ser un autócrata nato, Cayo, pero lo que está ocurriendo poco a poco se parece a dos carneros en un campo dándose trompazos con la cabeza. Los boni son tus enemigos naturales. Pero, en cierto modo, estás enemistándote con toda la Cámara. Yo estuve observando las caras mientras Lúculo se humillaba a tus pies. Él no tenía intención de poner un ejemplo, está demasiado ido para ser tan astuto, y, sin embargo, ha sido un ejemplo. Todos estaban viéndose a sí mismos allí abajo implorando tu perdón, mientras tú estabas de pie como un monarca.
—¡Eso no son más que tonterías!
—Para ti, sí. Para ellos, no. Si quieres un consejo, César; no hagas nada en lo que queda de año. Deja correr la ratificación del Este y deja correr el proyecto de ley de tierras. Recuéstate en tu asiento y sonríe, muéstrate de acuerdo con ellos y lámeles el culo. Entonces puede que te perdonen.
—¡Preferiría ir a reunirme con Lúculo en esa isla del Mare Nostrum que chuparles el culo a esta gente! —dijo César con los dientes apretados.
Craso suspiró.
—Sabía que dirías eso. En cuyo caso, César, que caiga sobre tu cabeza.
—¿Piensas abandonarme?
—No, soy demasiado buen negociante para eso. Tú significas ganancias para el mundo de los negocios, y por eso es por lo que conseguirás lo que quieras de las Asambleas. Pero será mejor que no pierdas de vista a Pompeyo, él está más inseguro que yo. Desea desesperadamente no estar fuera de lugar. Así pues, Publio Vatinio llevó a la Asamblea Plebeya la ratificación del Este en una serie de leyes que manaban de una ley inicial general que consentía en los convenios de Pompeyo. El problema fue que la plebe encontró aquella interminable legislación muy aburrida en cuanto se le pasó la excitación del principio, y obligó a Vatinio a darse prisa. Y, como carecía de la dirección por parte de César —el cual, tal como había dicho en el Senado, se negó a ofrecer cualquier clase de consejo a Vatinio—, el hijo de un nuevo ciudadano romano oriundo de Alba Fucentia no entendía nada de fijar tributos ni de definir las fronteras de los reinos. Así que la plebe avanzó dando palos de ciego ley tras ley, fijando sin parar unos tributos demasiado bajos y definiendo las fronteras de una manera excesivamente borrosa. Y, por su parte, los boni permitieron que todo ello ocurriese sin vetar ni un solo aspecto de la actividad de Vatinio, que duró todo un mes. Lo que querían era quejarse fuerte y prolongadamente cuando todo hubiese terminado, y utilizarlo como ejemplo de lo que ocurría cuando los cuerpos legislativos usurpaban las prerrogativas senatoriales.
Ahora bien:
—¡No vengáis gritándome a mí! —fue lo que dijo César—. Tuvisteis vuestra oportunidad y os negasteis a aprovecharla. Quejaos a la plebe. O mejor aún, puesto que habéis renunciado a los deberes que os son propios, enseñadle a la plebe cómo se estructuran los tratados y se fijan los tributos. Por lo visto ellos serán quienes lo hagan a partir de ahora. Se ha sentado el precedente.
Todo lo cual palideció ante la perspectiva del voto en la Asamblea Popular del proyecto de ley de tierras de César. Como ya había transcurrido bastante tiempo y se habían celebrado contiones suficientes, César convocó la reunión para votar de la Asamblea Popular el día decimoctavo de febrero, a pesar del hecho de que Bíbulo tenía las fasces.
Para entonces habían llegado todos los veteranos elegidos a dedo por Pompeyo para votar, y le dieron a la lex iulia agraria el apoyo que le hacía falta para ser aprobada. La multitud que se reunió era tan grande que César no hizo intento alguno por celebrar la votación en el Foso de los Comicios; se instaló sobre la plataforma adyacente al templo de Cástor y Pólux y no perdió tiempo en preliminares. Con Pompeyo actuando como augur y él mismo dirigiendo las plegarias, mandó que se llevase a cabo el sorteo para ver en qué orden votarían las tribus no mucho después de que el sol salió por encima del Esquilmo.
En el momento en que a los hombres de la tribu Cornelia se les llamó a votar en primer lugar, los boni atacaron. Con los lictores que portaban las fasces precediéndole, Bíbulo se abrió paso entre la masa de hombres que rodeaban la plataforma acompañado de Catón, Ahenobarbo, Cayo Pisón, Favonio y los cuatro tribunos de la plebe que controlaba, con Metelo Escipión en cabeza. Los lictores se detuvieron al pie de los escalones de la parte de Pólux; Bíbulo se abrió paso entre ellos y se puso en pie en el primer escalón de abajo.
—¡Cayo Julio César, tú no posees las fasces! —chilló—. ¡Esta asamblea queda invalidada porque yo, el cónsul que ostenta el cargo este mes, no he dado mi consentimiento para que se celebre! ¡Disuélvela o haré que te procesen!
Apenas había salido de su boca la última palabra cuando la multitud bramó y arremetió hacia adelante, con demasiada rapidez como para que ninguno de los cuatro tribunos de la plebe pudiera interponer el veto, o quizás voceando tan fuerte que hizo imposible que se oyera veto alguno. Como Bíbulo era un blanco perfecto por el lugar donde se encontraba, recibió una verdadera lluvia de inmundicia, y cuando sus lictores avanzaron para protegerlo, sus sagradas personas fueron sujetadas; magullados y apaleados, tuvieron que contemplar cómo sus fasces eran aplastadas y hechas pedazos por cien pares de brazos desnudos y manos fornidas. Luego esas mismas manos se volvieron para arremeter contra Bíbulo y abofetearlo en vez de darle puñetazos, y Catón recibió el mismo tratamiento, mientras que el resto se batió en retirada. Después de lo cual alguien vació un enorme cesto de inmundicia sobre la cabeza de Bíbulo, aunque guardó un poco para Catón. Mientras la muchedumbre aullaba de risa, Bíbulo, Catón y los lictores se retiraron.
La lex iulia agraria fue aprobada y puesta en vigor como ley contundente, pues las primeras dieciocho tribus votaron todas a favor, y la reunión luego dedicó su atención a votar a los hombres que Pompeyo sugirió para que formasen la comisión y el comité. Una colección impecable: entre los comisionados se encontraban Varrón, el cuñado de César; Marco Acio Balbo y aquella gran autoridad en la cría de cerdos: Cneo Tremelio Scrofa; los cinco consulares que formaban el comité fueron Pompeyo, Craso, Mesala Niger, Lucio César y Cayo Cosconio —que no era consular, pero había que agradecerle los servicios prestados.
Convencidos de que podían ganar después de aquella asombrosa demostración de violencia pública durante una reunión convocada ilegalmente, los boni intentaron hacer caer a César al día siguiente. Bíbulo convocó al Senado a una sesión cerrada y le mostró sus heridas a la Cámara, junto con las magulladuras y vendajes que lucían sus lictores y Catón cuando caminaron arriba y abajo lentamente por el centro para que todos vieran qué les había pasado.
—¡No intento en modo alguno que Cayo Julio César sea acusado ante el Tribunal de Violencia por dirigir una asamblea ilegal! —le gritó Bíbulo a la nutridísima concurrencia—. Hacerlo sería inútil, pues nadie lo declararía culpable. ¡Lo que pido es mejor y más fuerte! ¡Quiero un senatus consultum ultimum! ¡Pero no en la forma en que se inventó para resolver el asunto de Cayo Graco! Yo quiero que se declare inmediatamente el estado de emergencia. ¡Y quiero que se me nombre dictador hasta que la violencia pública se haya erradicado de nuestro amado Foro Romano, y este perro rabioso de César sea expulsado de Italia para siempre! ¡No quiero ninguna medida a medias, como la que tuvimos que soportar mientras Catiina ocupaba Etruria! ¡Quiero que se haga todo como es debido! ¡Yo mismo quiero ser legalmente elegido dictador, con Marco Porcio Catón como mi segundo en el mando! Cualquier paso que se de será responsabilidad mía: a nadie de esta Cámara se le podrá acusar de traición, ni se le podrán pedir cuentas al dictador de lo que haga o de aquello que su segundo en el mando estime conveniente. ¡Pediré una votación!
—Sin duda la tendrás, Marco Bíbulo —dijo César—, aunque ojalá no fuera así. ¿Para qué ponerte en evidencia a ti mismo? La Cámara no te dará esa clase de autoridad a menos que consigas crecer unas cuantas pulgadas. No podrías ver por encima de las cabezas de tu escolta militar, aunque supongo que podrías reclutar enanos. La única violencia que brotó fue la que tú provocaste. No hubo disturbios. En el momento en que el pueblo te demostró lo que pensaba de tu intento de interrumpir sus procedimientos legalmente convocados, la asamblea recuperó la normalidad y se procedió a la votación. Fuiste maltratado, pero no herido de gravedad. El insulto principal fue un cesto de inmundicia, y ése fue un tratamiento que te merecías de sobra. El Senado no es soberano, Marco Bíbulo, pero el pueblo sí lo es. Tú intentaste destruir esa soberanía en nombre de menos de quinientos hombres, la mayoría de los cuales están sentados hoy aquí. La mayoría de los cuales espero que tengan el sentido común de negarte lo que pides, porque es una petición irrazonable y sin fundamento. Roma no está en peligro de malestar civil. No hay el menor atisbo de revolución que asome por el límite del horizonte más lejano que uno pueda alcanzar a ver desde la cima del Capitolio. Eres un hombrecito malcriado y vengativo que quiere salirse con la suya y no puede soportar que se le contradiga. Y en cuanto a Marco Catón, es más tonto que remilgado. Me fijé en que tus otros seguidores no se entretuvieron ayer para proporcionarte otra excusa más que este débil pretexto basándote en el cual exiges ser nombrado dictador. ¡El dictador Bíbulo! ¡Oh, dioses, qué chiste! Recuerdo demasiado bien tu comportamiento en Mitilene como para palidecer ante la idea del dictador Bíbulo. No serías capaz ni de organizar una orgía en el templo de Venus Erucina ni una bronca en una taberna. ¡Eres un incompetente y engreído gusanillo! ¡Adelante, pide tu votación! ¡De hecho, yo la pediré! Aquellos ojos tan parecidos a los de Sila pasaron de un rostro a otro, y se detuvieron en Cicerón con el fantasma de una amenaza que no sólo Cicerón percibió. ¡Qué poder tenía aquel hombre! Irradiaba de él, y apenas hubo ningún senador allí presente que no comprendiera que lo que funcionaría con cualquier otro, incluso con Pompeyo, no podría detener nunca a César. Si le pillaban en un farol, todos sabían que luego resultaría no ser tal farol. Era algo más que simplemente peligroso. Era el desastre.
Cuando se llevó a cabo la votación, sólo Catón se puso a la derecha de Bíbulo; Metelo Escipión y los demás cedieron.
En vista de lo cual César regresó ante el pueblo y exigió una cláusula adicional para la lex agraria: que todo senador fuera obligado a prestar juramento de acatarla en el momento en que fuera ratificada, cuando hubieran transcurrido los diecisiete días de espera. Existían precedentes, entre los que se encontraba la negativa de Metelo Numídico, que habían tenido como consecuencia un exilio de varios años de duración.
Pero los tiempos habían cambiado y el pueblo estaba enojado; se veía al Senado como deliberadamente obstruccionista, y los veteranos de Pompeyo querían desesperadamente sus tierras. Al principio cierto número de senadores se negaron a jurar, pero César permaneció en sus trece, y uno a uno todos juraron. Excepto Metelo Celer, Catón y Bíbulo. Y cuando Bíbulo cedió sólo quedaron Celer y Catón, que no querían.
—Sugiero que convenzas a ese par para que presten juramento —le dijo César a Cicerón, y sonrió dulcemente—. Tengo permiso de los sacerdotes y augures para obtener una lex Curiata que permite a Publio Clodio ser adoptado por un plebeyo. Hasta el momento no he utilizado ese permiso. Espero no tener que hacerlo nunca. Pero a largo plazo, Cicerón, depende de ti.
Aterrado, Cicerón puso manos a la obra.
—He hablado con el Gran Hombre —les dijo a Celer y a Catón, sin darse cuenta de que había aplicado aquel término irónico refiriéndose a otro que no era Pompeyo—, y está dispuesto a despellejarnos vivos si no juráis.
—Yo estaría muy guapo colgado desollado en el Foro —le dijo Celer.
—¡Te lo quitará todo, Celer! ¡Lo digo en serio! Si no juras, ello significa tu ruina política. No hay ningún castigo que pueda aplicarse por negarse a jurar, él no es tan estúpido. Nadie puede decir que hayas hecho nada particularmente admirable al negarte, no te acarreará ninguna multa ni el exilio. Lo que significará es un odio tal en el Foro que nunca más serás capaz de dar la cara. Si no juras, el pueblo te condenará por obstruccionista sin motivo. Se lo tomarán como cosa personal, no como un insulto a César. Bíbulo nunca debió decir a gritos en una asamblea del pueblo en pleno que jamás conseguirían esa ley aunque la necesitasen desesperadamente. Lo interpretaron como despecho y malicia. Dejó a los boni en muy mala posición. ¿No comprendes que los caballeros están a favor, que no se trata simplemente de los soldados de Magnus?
Celer parecía inseguro.
—No puedo entender por qué los caballeros están a favor —dijo malhumorado.
—¡Porque están muy atareados recorriendo Italia de arriba abajo comprando tierras para vendérselas a los comisionados con grandes beneficios! —dijo Cicerón bruscamente.
—¡Son asquerosos! —gritó Catón, que hablaba por primera vez—. ¡Yo soy bisnieto de Catón el Censor, no bajaré la cabeza ante uno de estos aristócratas de pura raza! ¡Aunque tenga de su parte a los caballeros! ¡Que se pudran los caballeros!
Sabiendo que su sueño de concordia entre las órdenes era cosa del pasado, Cicerón suspiró y tendió las dos manos.
—¡Catón, querido colega, jura! ¡Comprendo lo que dices acerca de los caballeros, de verdad! Siempre quieren salirse con la suya, y ejercen presiones completamente carentes de escrúpulos sobre nosotros. Pero ¿qué podemos hacer? Tenemos que aguantarlos porque no podemos prescindir de ellos. ¿Cuántos hombres hay en el Senado? Desde luego, no los suficientes como para hacer un gesto feo con el dedo medicus a los caballeros, y eso es lo que significa negarse a jurar. Estarías ofreciéndole un insulto anal a la ordo equester, y es demasiado poderosa para tolerar eso.
—Prefiero hacer frente al temporal —dijo Celer.
—Lo mismo digo —dijo Catón.
—¡No seáis infantiles! —exclamó Cicerón—. ¿Hacer frente al temporal? ¡Os hundiréis hasta el fondo, los dos! Pensadlo bien. Si juráis, sobreviviréis, pero si os negáis a jurar tendréis que aceptar la ruina política. —No veía ningún signo de rendición en ninguno de los dos rostros; Cicerón se preparó para luchar y continuó—: ¡Celer, Catón, jurad, os lo suplico! Al fin y al cabo, ¿qué es lo que está en juego, mirándolo friamente? ¿Qué es más importante, complacer al Gran Hombre esta única vez en una cosa que no os afecta personalmente, o caer en el olvido para siempre? Si os suicidáis políticamente, no estaréis para continuar la lucha, ¿no es cierto? ¿No veis que es más importante permanecer en la arena que no que os saquen de ella sobre un escudo con un aspecto maravilloso, pero muertos?
Y más, y más. Incluso después de que Celer se avino, el acosado Cicerón tardó otras dos horas, llenas de argumentos, en conseguir que el testarudísimo Catón cediera. Pero cedió. Celer y Catón prestaron juramento, y después de haberlo hecho no abjurarían de ello; César había aprendido de Cinna, y se había asegurado de que ninguno de los dos hombres tuviera una piedra metida en el puño para que el juramento fuera en vano.
—¡Oh, qué año tan espantoso es éste! —le dijo Cicerón a Terencia con auténtico dolor en la voz—. Es como contemplar a un equipo de gigantes golpeando con martillos una pared que es demasiado gruesa para romperla. ¡Ojalá no estuviera yo aquí para verlo!
Ella le dio unas palmaditas en la mano.
—Marido, pareces absolutamente agotado. ¿Por qué te quedas? Si lo haces, te pondrás enfermo. ¿Por qué no te vienes conmigo a Ancio y Formia? Podríamos tomarnos unas deliciosas vacaciones y no regresar hasta mayo o junio. ¡Piensa en las rosas tempranas! Sé que te encanta estar en Campania para el principio de la primavera. Y podríamos acercarnos a Arpinum a ver cómo van los quesos y la lana.
Aquella perspectiva se le hacía deliciosa a Cicerón, pero dijo que no con la cabeza.
—¡Oh, Terencia, daría lo que fuera por ir! Pero no es posible. Híbrido ha vuelto de Macedonia, y media Macedonia ha acudido a Roma para acusarlo de extorsión. El pobre hombre fue un buen colega en mi consulado, digan lo que digan. Nunca me causó ningún problema serio. Así que voy a defenderlo. Es lo menos que puedo hacer.
—Entonces prométeme que en cuanto se pronuncie el veredicto, te pondrás en camino —le pidió ella—. Yo me adelantaré, con Tulia y Pisón Frugi; a Tulia le gusta mucho ver los juegos en Ancio. Además, el pequeño Marco no se encuentra bien, se queja de dolores cada vez más fuertes y temo que haya heredado mi reumatismo. Todos necesitamos unas vacaciones. ¡Por favor!
Era tal novedad oír a una Terencia suplicante que Cicerón accedió. En el momento en que acabase el juicio de Híbrido, iría a reunirse con ellos.
El problema era que el hecho de que César le hubiera obligado a convencer a Celer y a Catón ocupaba todavía la parte principal de la mente de Cicerón cuando emprendió la defensa de Cayo Antonio Híbrido. Le escocía haber actuado como lacayo de César; aquello le sentaba mal a alguien cuyo valor y decisión había salvado a su patria.
Por ello no fue tan inexplicable que cuando llegó el momento de pronunciar el discurso final, antes de que el jurado se manifestase a favor o en contra de su colega Híbrido, Cicerón no lograra el control necesario para ceñirse al tema. Hizo su labor bien, como siempre, alabó a Híbrido, lo puso por las nubes y dejó claro para el jurado que aquel brillante ejemplo de nobleza romana nunca le había quitado las alas a una mosca cuando era niño, y mucho menos había cometido ninguno de los crímenes de que le acusaba la mitad de la provincia de Macedonia.
—¡Oh, cuánto echo de menos los días en que Cayo Híbrido y yo éramos cónsules juntos! —suspiró mientras subía el tono de su perorata—. ¡Qué lugar tan decente y honorable era Roma! Sí, teníamos a Catilina acechando al fondo, dispuesto a demoler nuestra hermosa ciudad, pero Híbrido y yo supimos arreglarlo, ¡él y yo salvamos a nuestra patria! Pero ¿para qué, caballeros del jurado? ¿Para qué? ¡Ojalá yo lo supiera! ¡Ojalá pudiera deciros por qué Cayo Híbrido y yo permanecimos en nuestros puestos y soportamos aquellos impresionantes acontecimientos! Todo para nada, si uno mira ahora a Roma en este terrible día durante el consulado de un hombre que no es adecuado para vestir la toga praetexta. Y no, no me refiero al gran y buen Marco Bíbulo. ¡Me refiero a ese lobo feroz que es César! ¡Él ha destruido la concordia entre las órdenes, se ha mofado del Senado, ha contaminado el consulado! ¡Nos frota por las narices la inmundicia que sale de la cloaca Máxima, nos la refriega desde nuestro trasero hasta los dedos de los pies, nos la tira por encima de nuestras cabezas! ¡En cuanto este juicio termine, yo me marcho de Roma, y no pienso regresar durante mucho tiempo porque, sencillamente, no puedo soportar mirar cómo César defeca sobre Roma! Me voy a la costa, y luego me iré en barco a ver lugares como Alejandría, puerto de saber y buen gobierno…
Terminado el discurso, el jurado votó. CONDEMNO. Cayo Antonio Híbrido se marchó al exilio en Cefalonia, un lugar que conocía bien… y que le conocía a él demasiado bien. En cuanto a Cicerón, hizo su equipaje y abandonó Roma aquella misma tarde; Terencia ya se había marchado antes.
El juicio había terminado por la mañana, y César había permanecido discretamente detrás de la multitud para oír a Cicerón. Se había marchado antes de que el jurado emitiera el veredicto, y había enviado mensajeros en varias direcciones.
Había sido un juicio interesante para César en varios aspectos, empezando por el hecho de que él mismo había intentado derribar a Híbrido bajo cargos de asesinato y mutilación mientras fue comandante de un escuadrón del calvario de Sila en el lago Orcomenes, en Grecia. También había fascinado a César el joven acusador de Híbrido en esta ocasión, porque se trataba de un protegido de Cicerón que ahora tenía el valor de enfrentarse a éste desde el lado opuesto de la valla de la ley. Marco Celio Rufo, un individuo muy guapo y bien plantado que había preparado una brillante actuación y había arrojado por completo a Cicerón a las sombras.
Al cabo de unos momentos de haber iniciado Cicerón su discurso en defensa de Híbrido, César sabía que éste estaba acabado. La reputación de Híbrido era demasiado bien conocida para que nadie creyera que no le había arrancado las alas a una mosca cuando era niño.
Luego vino la digresión de Cicerón.
El mal genio de César se desató por completo. Se sentó en su despacho de la domus publica y se mordió los labios mientras esperaba que aparecieran aquellos a quienes había mandado llamar. De modo que Cicerón se creía inmune, ¿eh? ¿Así que Cicerón creía que podía decir exactamente lo que le diera la gana sin miedo a las represalias? ¡Bueno, Marco Tulio Cicerón, pues ahora se te avecina otra cosa! Te voy a hacer la vida muy difícil, y te lo mereces. Todas las proposiciones que te he hecho me las tiras a la cara, incluso ahora que tu amado Pompeyo te ha indicado que le gustaría que me apoyases. Y toda Roma sabe por qué amas a Pompeyo: porque te ahorró tener que empuñar una espada durante la guerra italiana cubriéndote con el manto de su protección cuando ambos erais cadetes que servíais a las órdenes del padre de Pompeyo, el Carnicero. Ni siquiera por Pompeyo pondrás tu confianza en mí. Así que me encargaré de utilizar a Pompeyo para que me ayude a tirar de ti y hacerte caer. Ya te puse en evidencia con lo de Rabirio pero más que eso, al juzgar a Rabirio, te demostré que tu propio pellejo no está a salvo. Ahora estás a punto de descubrir qué se siente al mirar a la cara el exilio.
¿Por qué parece que todos piensan que pueden insultarme con total impunidad? Bueno, quizás lo que estoy a punto de hacerle a Cicerón les haga comprender que no pueden hacerlo. No me falta poder para tomar represalias. El único motivo por el que no lo he hecho hasta ahora es que temo que, una vez que empiece, no voy a ser capaz de parar.
Publio Clodio llegó el primero, lleno de curiosidad; cogió la copa de vino que César le entregó y se sentó. Luego se puso en pie de un salto, volvió a sentarse, se movió inquieto.
—¿Es que no puedes estarte quieto, Clodio? —de preguntó César.
—Lo odio.
—Inténtalo.
Clodio presintió que había alguna clase de buena noticia en perspectiva, así que intentó tranquilizarse, pero cuando logró controlar el resto de sus apéndices, la barba de chivo continuó moviéndosele mientras el mentón le oscilaba al sacar y meter el labio inferior. Imagen que, por lo visto, César encontró muy divertida, pues acabó por estallar en carcajadas. Lo raro de César y su regocijo, sin embargo, era que no molestaba a Clodio del mismo modo que —por ejemplo— le molestaba a Cicerón.
—¿Por qué te empeñas en llevar ese ridículo mechón? —le preguntó César cuando la guasa se lo permitió.
—Todos lo llevamos —dijo Clodio, como si eso lo explicase.
—Ya me había fijado. Excepto mi sobrino Antonio, claro está.
Clodio soltó una risita.
—Al pobre Antonio no le funcionó, le rompió el alma. En lugar de salir hacia afuera, la barba le salía de punta hacia arriba y le hacía cosquillas en la nariz.
—¿Me permites que adivine por qué os dejáis crecer todos la barba al final de la cara?
—Oh, creo que ya lo sabes, César.
—Para fastidiar a los boni.
—Y a cualquier otro que sea lo bastante tonto como para molestarse.
—Insisto en que te la afeites, Clodio. Inmediatamente.
—¡Dame una buena razón para ello! —le preguntó Clodio con agresividad.
—Ser excéntrico puede resultar apropiado para un patricio, pero los plebeyos no son suficientemente antiguos. Los plebeyos tienen que seguir la mos maiorum.
Una enorme sonrisa de deleite se extendió por el rostro de Clodio.
—¿Quieres decir que has obtenido el consentimiento de los sacerdotes y de los augures?
—Oh, sí. Firmado, sellado y entregado.
—¿Incluso con Celer aún entre ellos?
—Celer se portó como un corderito.
Clodio se bebió el vino y se puso en pie de un salto.
—Será mejor que vaya a buscar a Publio Fonteyo, mi padre adoptivo.
—¡Siéntate, Clodio! Ya he mandado llamar a tu nuevo padre.
—¡Oh, puedo ser tribuno de la plebe! ¡Seré el más grande que haya habido en la historia de Roma, César!
Un Publio Fonteyo que también lucía aquella barba de chivo llegó mientras aún resonaban las palabras de Clodio y sonrió, fatuo, cuando le informaron de que él, a los veinte años, se convertiría en padre de un hombre de treinta y dos.
—¿Estás dispuesto a liberar a Publio Clodio de tu autoridad paterna y te afeitarás esa cosa? —le preguntó César.
—¡Cualquier cosa, César, lo que sea!
—¡Excelente! —dijo César de corazón, y dio la vuelta al escritorio para ir a darle la bienvenida a Pompeyo.
—¿Qué ocurre? —preguntó Pompeyo con una pizca de ansiedad; luego miró a los otros dos hombres que se encontraban presentes—. ¿Qué es lo que ocurre?
—Nada en absoluto, Magnus, te lo aseguro —dijo César volviendo a tomar asiento—. Necesito los servicios de un augur, eso es todo, y pensé que querrías hacerme el favor.
—Siempre que quieras, César. Pero ¿para qué?
—Pues, como estoy seguro de que ya sabes, Publio Clodio lleva algún tiempo deseoso de abrogar su condición de patricio. Este es su padre adoptivo, Publio Fonteyo. Me gustaría tener el asunto resuelto esta tarde si tú actúas como augur.
No, Pompeyo no era tonto. César no lo había sacado antes de comprender que hacerlo tenía un objeto. Él también había estado en el Foro escuchando a Cicerón, y a él le había dolido todavía más que a César, porque cualquier insulto que se echase sobre la cabeza de César se reflejaba en él. Durante años había soportado las vacilaciones de Cicerón; y no le había gustado el modo en que éste se había escaqueado cada vez que él le había pedido ayuda desde su regreso del Este. ¡Vaya un salvador de la patria! ¡Que sufriera un poco para variar, aquel engreído bobo! ¡Oh, cómo se iba a aterrorizar cuando supiera que Clodio iba pisándole el rabo!
—Me alegro de poder complacerte —dijo Pompeyo.
—Entonces reunámonos todos en el Foso de los Comicios dentro de una hora —dijo César—. Haré que estén presentes los treinta lictores de las curiae. Y procederemos. Desprovistos de las barbas.
Clodio se entretuvo a la puerta.
—¿Entra en vigor inmediatamente, César, o tengo que esperarme diecisiete días?
—Como todavía faltan meses para que se celebren las elecciones tribunicias, Clodio, ¿qué más da? —le preguntó César riéndose—. Pero para estar completamente seguros, celebraremos otra pequeña ceremonia cuando hayan transcurrido tres nundinae. —Hizo una pausa—. Supongo que estás sui iuris, no estarás todavía bajo la mano de Apio Claudio, ¿verdad?
—No, él dejó de ser mi paterfamilias cuando me casé.
—Entonces no hay ningún impedimento.
Y no lo hubo. Pocos de los hombres que tenían importancia en Roma estuvieron allí para presenciar los procedimientos de adrogatio, con sus plegarias, cánticos, sacrificios y rituales arcaicos. Publio Clodio, anteriormente miembro de la patricia gens Claudia, se convirtió en miembro de la plebeya gens Fonteya durante muy pocos momentos antes de volver a asumir su propio nombre y continuar siendo miembro de la gens Claudia… pero ahora de una nueva rama plebeya, distinta de la de los Claudios Marcelos. Estaba, en efecto, fundando una nueva Familia Famosa. Como no le estaba permitido entrar en el círculo religioso, Fulvia estuvo mirando desde el lugar más cercano que pudo, y luego fue a reunirse con Clodio para ir dando alaridos por todo el Foro inferior y diciéndole a todo el mundo que Clodio iba a ser tribuno de la plebe el año siguiente… y que Cicerón tenía los días contados como ciudadano romano.
Cicerón se enteró de ello en el pequeño poblado situado en un cruce de caminos llamado Tres Tabernae, cuando iba de camino hacia Ancio; allí se encontró con el joven Curión.
—Mi querido amigo —dijo afablemente Cicerón, que condujo a Curión a su salón privado en la mejor de las tres posadas—, lo único que me entristece de encontrarme contigo es que ello significa que no has reanudado aún tus brillantes ataques contra César. ¿Qué ha pasado? El año pasado tan ruidoso, y este año tan silencioso.
—Me aburrí —dijo Curión con tirantez.
Uno de los castigos que había que sufrir por coquetear con los boni era que se tenía que aguantar a personas como Cicerón, que también coqueteaban con los boni. Desde luego, él no estaba dispuesto a decirle a Cicerón ahora que había dejado de atacar a César porque Clodio lo había ayudado a salir de un apuro económico, y que el precio había sido guardar silencio sobre el tema de César. Así que, como también estaba resentido, se sentó en compañía de Cicerón y dejó que la conversación fluyera por donde Cicerón quería durante un rato. Luego le preguntó:
—¿Qué te parece la nueva condición de plebeyo de Clodio?
El efecto fue más de lo que se esperaba. Cicerón se puso blanco y se agarró al borde de la mesa con tal de no desmayarse.
—¿Qué has dicho? —susurró el salvador de la patria.
—Clodio es plebeyo.
—¿Desde cuándo?
—No hace muchos días… ya se nota que viajas en litera, Cicerón; te mueves a paso de caracol. Yo no lo vi por mí mismo, pero me enteré de todo por el propio Clodio, que estaba muy contento. Se va a presentar a tribuno de la plebe, según me dijo, aunque no sé bien por qué, aparte de para ajustar cuentas contigo. Tan pronto estaba alabando a César como a un dios porque le había conseguido su lex Curiata, como decía que en cuanto entrase en posesión de su cargo invalidaría todas las leyes de César. ¡Pero así es Clodio!
Ahora el color inundó el rostro de Cicerón, que enrojeció hasta tal punto que Curión se preguntó si no iría a darle un ataque de apoplejía.
—¿César lo ha convertido en plebeyo?
—El mismo día en que tú soltaste la lengua en el juicio de Híbrido. A mediodía todo era paz y tranquilidad, pero tres horas después allí estaba Clodio chillando y pregonando su nueva condición de plebeyo desde lo alto de los tejados. Y anunciando que te procesaría.
—¡La libertad de expresión está muerta! —gimió Cicerón sonriendo.
—¿Y ahora te das cuenta? —dijo Curión con socarronería.
—Pero si César lo ha convertido en plebeyo, ¿por qué amenaza con invalidar las leyes de César?
—Oh, no porque esté enfadado con César —dijo Curión—. Es a Pompeyo a quien odia. Las leyes de César están diseñadas para beneficiar a Magnus, así de simple. Clodio considera a Magnus como un tumor en las entrañas de Roma.
—A veces estoy de acuerdo con Clodio —murmuró Cicerón.
Cosa que no le impidió saludar con júbilo a Pompeyo cuando llegó a Ancio y encontró al Gran Hombre, que estaba alojado allí y se hallaba de regreso a Roma después de un viaje rápido a Campania como uno de los hombres del comité para la distribución de las tierras.
—¿Te has enterado de que Clodio es ahora plebeyo? —le preguntó Cicerón a Magnus en cuanto consideró educado acabar con las cortesías de los saludos.
—No es que me haya enterado, Cicerón, es que yo tuve que ver en ello —repuso Pompeyo, cuyos brillantes ojos azules chispeaban—. Yo interpreté los auspicios, y además fueron óptimos. ¡El hígado más limpio que puedas imaginar! Clásico.
—Oh, ¿qué va a pasarme a mí ahora? —gimió Cicerón, que empezó a retorcer las manos.
—¡Nada, Cicerón, nada! —le dijo Pompeyo con franqueza—. A Clodio se le va toda la fuerza por la boca, créeme. Ni César ni yo permitiremos que le haga daño ni siquiera a un pelo de tu venerable cabeza.
—¿Venerable? —graznó Cicerón—. ¡Tú y yo, Pompeyo, tenemos la misma edad!
—¿Y quién ha dicho que yo no sea venerable también?
—¡Oh, estoy perdido!
—¡Tonterías! —dijo Pompeyo al tiempo que alargaba una mano para darle a Cicerón unas palmaditas en la espalda, entre los hundidos hombros—. ¡Te doy mi palabra de que no te hará daño, de verdad!
Promesa a la que Cicerón quería agarrarse desesperadamente; pero ¿habría alguien que pudiera mantener a raya a Clodio una vez que tuviera el blanco a la vista?
—¿Cómo sabes tú que no me hará daño? —preguntó.
—Porque le dije que no lo hiciera en la ceremonia de adopción. ¡Ya era hora de que alguien se lo dijera! Me recuerda a un tribuno militar de categoría junior, realmente presuntuoso y engreído que confunde un poco de talento con un talento auténtico. ¡Bueno, yo estoy acostumbrado a tratar con esos tipos! Lo único que necesitaba era una reprimenda por parte del hombre que tiene el talento auténtico: el general.
Eso era. El rompecabezas de Curión estaba resuelto. ¿Es que Pompeyo no empezaba siquiera a comprenderlo? Un hombre de respetable cuna procedente del medio rural no osa decirle a un patricio romano cómo debe comportarse. Si Clodio no había decidido ya antes que odiaba a Pompeyo, el hecho de ser tratado como un tribuno militar de rango inferior por alguien como Pompeyo Magnus en el preciso momento de su victoria seguramente habría hecho que lo odiase.
Roma era un hervidero durante el mes de marzo, en parte por causa de la política y en parte por la muerte sensacionalista de Metelo Celer. Todavía se demoraba en Roma, y había dejado su provincia de la Galia Transalpina al cuidado de su legado Cayo Pontino; Celer no parecía saber qué era lo que más le convenía hacer. Ya había sido bastante malo que Clodia trazase una pincelada en el cielo de la sociedad romana en medio de la agonía de su apasionado romance con Catulo, pero aquello ya había terminado. El poeta de Verona había enloquecido de dolor; sus alaridos y sollozos podían oírse desde las Carinae hasta el Palatino, y sus maravillosos poemas siempre trataban de lo mismo. Eróticos, apasionados, sinceros, luminosos… si Catulo había buscado eternamente el objeto apropiado para un gran amor, no podía haber hallado nada mejor que su adorada Lesbia, Clodia. Su perfidia, astucia, dureza de corazón y rapacidad le inspiraban palabras que nunca se habría imaginado que él mismo fuera capaz de producir.
Clodia había licenciado a Catulo cuando descubrió a Celio, que estaba a punto de empezar su actuación como acusador en el juicio de Híbrido. Lo que la había atraído hacia Catulo estaba presente hasta cierto punto en Celio, pero dentro de un molde más romano; el poeta era demasiado intenso, demasiado volátil, demasiado dado a la melancolía y a la depresión. Mientras que Celio era sofisticado, ingenioso, alegre por naturaleza. Procedía de buen linaje y tenía un padre rico que estaba ansioso porque su brillante hijo aportase nobleza a la familia Celio alcanzando el consulado. Celio era un Hombre Nuevo, sí, pero no de la clase más odiosa. La sorprendente y turbulenta buena presencia de Catulo la había extasiado, pero los poderosos músculos y el rostro igualmente bello que tenía Celio complacían más a Clodia; ser la amante de un poeta podía convertirse en un duro sufrimiento.
En resumen, Catulo empezó a aburrir a Clodia en el preciso momento en que ésta descubrió a Celio. Así que fue dejar al viejo y empezar con el nuevo. ¿Y cómo encajaba un marido en aquella frenética actividad? La respuesta era que no muy bien. La pasión de Clodia por Celer había durado hasta que ella se acercó a los treinta años, pero allí acabó. El tiempo y la creciente seguridad en sí misma la habían ido alejando de su primo hermano y compañero de la infancia, y habían ido predisponiéndola a buscar lo que fuera que buscase en Catulo, su segundo ensayo en amor ilícito, por lo menos en cuanto se refería a un amor ilícito de descarado conocimiento público. El escándalo por incesto que ella, Clodio y Clodilla habían provocado había despertado un apetito que con el tiempo se hizo demasiado grande como para no sucumbir al mismo. Clodia se encontró con que adoraba ser despreciada por todas las personas a las que ella a su vez apreciaba. El pobre Celer se vio reducido al papel de importante observador.
Clodia era doce años mayor que Marco Celio Rufo, que tenía veintitrés años cuando ella le echó la vista encima, pero no era que él acabase de llegar a Roma entonces; Celio había estado yendo y viniendo desde que fuera a estudiar con Cicerón tres años antes de que éste fuera cónsul. Había coqueteado con Catilina, había sido enviado con deshonor para ayudar al gobernador de la provincia de África hasta que el escándalo se apaciguase porque casualmente Celio Senior era el dueño de una gran cantidad de las tierras que producían trigo junto al río Bagradas en aquella provincia. Hacía poco que Celio había vuelto a Roma para iniciar en serio su carrera en el Foro, y tan a lo grande como fuera posible. Así pues, eligió encargarse de la acusación del hombre a quien ni siquiera Cayo César había sido capaz de hacer que fuera declarado culpable, Cayo Antonio Híbrido.
Para Celer la tristeza no hacía más que aumentar al mismo ritmo que el interés de Clodia por él disminuía. Y luego, además de tener que aceptar que no tenía más remedio que jurar fidelidad y apoyo a la ley de tierras de César, se enteró de que Clodia tenía un nuevo amante: Marco Celio Rufo. Los habitantes de las casas de alrededor de la residencia de Celer oían sin ningún problema las terribles disputas procedentes del peristilo de éste a todas horas del día y de la noche. Marido y mujer se especializaron en proferir a voces amenazas de que se iban a asesinar el uno al otro, y se oían ruidos de bofetadas, proyectiles que aterrizaban, cerámica o cristal que se rompía, voces de sirvientes asustados, chillidos que helaban la sangre. Aquello no podía durar, todos lo vecinos lo sabían, y especulaban acerca de cómo acabaría.
Pero ¿quién habría podido predecir un final así? Inconsciente, con los sesos saliéndose de las astilladas profundidades de una espantosa herida en la cabeza, Celer fue sacado desnudo de la bañera por los sirvientes mientras Clodia, de pie, chillaba con la túnica empapada porque se había metido en el baño en un intento por sacarlo ella misma, y cubierta de sangre porque le había sostenido la cabeza fuera del agua. Cuando al horrorizado Metelo Nepote se unieron Apio Claudio y Publio Clodio, ella fue capaz de decirles lo que había ocurrido. Celer estaba muy borracho, les explicó, pero insistió en tomar un baño después de haber vomitado… ¿quién podía razonar con un borracho o convencerle de que no hiciera lo que estaba decidido a hacer? Repitiéndole una y otra vez que estaba demasiado borracho para bañarse, Clodia lo acompañó al cuarto de baño y continuó suplicándole mientras él se desnudaba. Luego, dispuesto en el escalón más alto y a punto de meterse en el agua tibia, su marido cayó y se golpeó la cabeza en el borde trasero del baño: un borde afilado, saliente, letal.
Desde luego, cuando los tres hombres entraron en el cuarto de baño para inspeccionar el escenario del accidente, allí, sobre el parapeto trasero, había restos de sangre, de hueso, de sesos. Los médicos y cirujanos introdujeron tiernamente al comatoso Metelo Celer en su cama, y Clodia, llorosa, se negó a moverse de su lado por ningún motivo.
Dos días después Celer murió sin haber llegado a recobrar el conocimiento. Clodia era viuda, y Roma se puso a llorar por Quinto Cecilio Metelo Celer. Su hermano, Nepote, era su principal heredero, pero Clodia había quedado en una excelente situación económica, y ningún pariente por línea masculina de Celer tenía intención de invocar la lex Voconia.
Cuando estaba afanado preparando la defensa de Híbrido, Cicerón había escuchado fascinado a Publio Nigidio Figulo, quien les contó a Ático —que estaba en Roma pasando el invierno— y a él los detalles que le había contado Apio Claudio confidencialmente.
Cuando hubo acabado el relato, a Cicerón le vino la idea a la mente; soltó una risita.
—¡Clitemnestra! —dijo.
Ante lo cual los otros dos no pronunciaron palabra, aunque parecieron claramente incómodos. No pudo probarse nada, no había habido testigos aparte de Clodia, pero era cierto que Metelo Celer tenía el mismo tipo de herida que el rey Agamenón después de que su esposa, la reina Clitemnestra, le clavó un hacha para asesinarlo en la bañera a fin de poder continuar su relación amorosa con Egisto.
De modo que, ¿quién fue el que propagó el nuevo apodo de Clitemnestra? Aquello tampoco quedó claro nunca. Pero desde entonces a Clodia se la conoció también como Clitemnestra, y muchas personas creyeron implícitamente que ella había asesinado a su esposo en la bañera.
El sensacionalismo no decayó después del funeral de Celer, porque dejó una vacante en el Colegio de los Augures, y había muchos aspirantes en Roma que querían presentarse a la elección. En los viejos tiempos, cuando los hombres eran nombrados para los colegios sacerdotales por cooptación, el nuevo augur habría sido Metelo Nepote, el hermano del hombre muerto. Pero ahora, ¿quién podía saberlo? Los boni tenían partidarios muy ruidosos, pero no constituían la mayoría. Quizás, al darse cuenta de ello, se le oyó decir a Nepote que probablemente él no se presentaría como candidato, pues tenía tan roto el corazón que pensaba pasar varios años viajando por el extranjero.
Las disputas por el puesto de augur quizás no alcanzaron la altura de aquellos espantosos altercados que se habían oído procedentes de la casa de Celer antes de que éste muriera, pero avivaron poderosamente el Foro. Cuando el tribuno de la plebe Publio Vatinio anunció que él iba a presentarse, Bíbulo y el augur jefe, Mesala Rufo, bloquearon su candidatura de una manera muy simple. Vatinio tenía un tumor que le desfiguraba la frente, por lo tanto, no era perfecto.
—¡Por lo menos tengo el quiste donde todo el mundo puede verlo! —se le oyó decir a Vatinio en voz muy alta, aunque al parecer de muy buen humor—. Pero Bíbulo lo tiene en el culo, aunque Mesala Rufo lo supera: él tiene dos donde antes tenía las pelotas. Voy a proponer moción en la plebe para que en el futuro todos los candidatos a un puesto de augur tengan como requisito desnudarse y desfilar así desnudos por el Foro.
En abril Bíbulo, el cónsul junior, pudo disfrutar por primera vez de la auténtica posesión de las fasces, dado que febrero estaba reservado para asuntos extranjeros. Empezó el mes muy consciente de que no iba todo bien con la ejecución de la lex agraria: los comisionados trabajaban con insólito entusiasmo y los cinco hombres del comité eran enormemente útiles, pero todos los poblados organizados de Italia que tenían en su poder terrenos públicos se mostraban obstruccionistas, y la venta de terrenos privados iba con retraso porque la adquisición de tierras por parte de los caballeros para vendérselas al Estado llevaba tiempo. ¡Pero, oh, la ley estaba tan bien pensada que las cosas se solucionarían solas con el tiempo! El problema era que Pompeyo necesitaba asentar a más veteranos a la vez de lo que era posible.
—Tienen que ver acción —le dijo Bíbulo a Catón, a Cayo Pisón, a Ahenobarbo y a Metelo Escipión—, pero la acción no asoma todavía por el horizonte. Lo que necesitan es una gran extensión de terreno público que ya se haya medido y haya sido repartida en parcelas de diez iugera por algún legislador de terrenos anterior que no viviera lo suficiente para ver cómo su ley entraba en vigor.
La enorme nariz de Catón se contrajo y los ojos comenzaron a echarle fuego.
—¡No se atreverían! —dijo.
—¿Atreverse a qué? —preguntó Metelo Escipión.
—Se atreverán —insistió Bíbulo.
—¿Atreverse a qué?
—A promulgar una segunda ley para utilizar el Ager Campanus y los terrenos públicos de Capua. Doscientas cincuenta millas cuadradas de terrenos parcelados por casi todo el mundo desde Tiberio Graco, listas para su ocupación y colonización.
—Se aprobará —dijo Cayo Pisón enseñando los dientes con los labios tensos.
—Estoy de acuerdo —apuntó Bíbulo—, se aprobará.
—Pero tenemos que impedirlo —dijo Ahenobarbo.
—Sí, tenemos que impedirlo.
—¿Cómo? —preguntó Metelo Escipión.
—Yo tenía la esperanza de que mi estratagema para convertir en feriae todos los días comiciales diera resultado, aunque debería haber sabido que César utilizaría su autoridad de pontífice máximo —dijo el cónsul junior—. Sin embargo, hay una estratagema religiosa que ni él ni los colegios pueden contrarrestar. Puede que me haya vencido en mi autoridad como un augur en solitario en el asunto de las feriae, pero no será excederme en mi autoridad como augur y cónsul a la vez si abordo el problema desde ambas funciones.
Todos estaban inclinados hacia adelante escuchando con avidez. Quizás Catón fuera el más eminente públicamente de entre ellos, pero no podía haber duda de que el heroísmo de Bíbulo al sugerir un cargo de procónsul doméstico y de muy poca importancia le había hecho pasar por encima de Catón en todas las reuniones privadas de los líderes de los boni. Y a Catón no le escocía aquello, puesto que él no tenía aspiraciones de líder.
—Tengo intención de retirarme a mi casa a contemplar el cielo hasta que finalice mi año de cónsul.
Nadie habló.
—¿Me habéis oído? —preguntó Bíbulo sonriendo.
—Te hemos oído, Marco Bíbulo —dijo Catón—. Pero ¿funcionará? ¿De qué puede servir?
—Se ha hecho anteriormente, y está firmemente establecido como parte de la mas maiorum. Además he organizado una pequeña búsqueda secreta en los Libros Sagrados, y he hallado una profecía que fácilmente podría interpretarse como que este año el cielo va a producir un presagio de extraordinaria importancia. Exactamente de qué signo se trata la profecía, no lo dice, y eso es lo que hace posible toda mi estratagema. Pero cuando el cónsul se retira a su casa a contemplar el cielo, todos los asuntos públicos deben suspenderse hasta que el cónsul vuelva a salir para asumir las fasces. ¡Lo cual no tengo intención de hacer!
—Eso no gozará de popularidad —dijo Cayo Pisón, que parecía preocupado.
—Al principio quizás no, pero todos vamos a tener que trabajar de firme para hacer que parezca más popular de lo que en realidad será. Pienso utilizar a Catulo, pues se le da muy bien la sátira, y ahora que Clodia ha terminado con él, no sabe qué hacer para fastidiarla a ella o a su hermanito pequeño. Ojalá pudiera yo conseguir a Curión otra vez, pero no querrá complacerme. Sin embargo, no vamos a centrarnos en César, él está inmunizado. Vamos a hacer de Pompeyo Magnus nuestro principal blanco, y durante el resto del año nos aseguraremos absolutamente de que no pase un solo día sin que haya en el Foro tantos partidarios nuestros como podamos reclutar. Los números en realidad no importan mucho. El ruido y el número en el Foro es lo que cuenta. La mayor parte de la ciudad y del campo quiere las leyes de César, pero ellos casi nunca van al Foro a menos que haya alguna votación o una contio de vital importancia. —Bíbulo miró a Catón—. A ti te encomiendo una tarea especial, Catón. En cada ocasión que tengas quiero que te pongas tan odioso que César pierda los estribos y te envíe a las Lautumiae. Por algún motivo los pierde con mayor facilidad si sois tú o Cicerón los que provocáis la agitación. Hay que suponer que vosotros dos tenéis la habilidad de meteros debajo de su silla de montar como erizos. Siempre que sea posible arreglaremos las cosas de antemano, de manera que podamos tener el Foro lleno de gente dispuesta a apoyarte y a condenar a la oposición. Pompeyo es el punto débil. Cualquier cosa que hagamos debe tener como fin hacer que él se sienta vulnerable.
—¿Cuándo piensas retirarte a tu casa? —le preguntó Ahenobarbo.
—El segundo día antes de los idus, el único día entre las Megalesia y las Ceriala, cuando Roma está llena de gente y el Foro repleto de turistas. Es inútil hacerlo si no hay la mayor audiencia posible.
—¿Y tú crees que todos los asuntos públicos cesarán cuando tú te retires a tu casa? —preguntó Metelo Escipión.
Bíbulo levantó las cejas.
—¡Sinceramente, espero que no! Todo el objetivo de la estratagema es obligar a César y a Vatinio a legislar en contra de los auspicios. Ello significa que en cuanto dejen sus cargos podemos invalidar sus leyes. Por no hablar de que también los haremos procesar por maiestas. ¿No os parecería maravilloso que los declarasen a los dos culpables de traición?
—¿Y si Clodio se convierte en tribuno de la plebe?
—No veo cómo puede cambiar eso las cosas. Clodio siente un enorme desagrado por Pompeyo Magnus, ¡el motivo no lo sé!, así que si el año que viene sale elegido se convertirá en nuestro aliado, no en nuestro enemigo.
—Él también va detrás de Cicerón.
—¿Y eso qué tiene que ver con nosotros? Cicerón no es de los boni, es una úlcera. ¡Oh, dioses, yo votaría cualquier ley que pudiera cerrarle la boca cuando se pone a echar peroratas acerca de cómo salvó a la patria! Cualquiera diría que Catilina era peor que Aníbal y Mitrídates juntos.
—Pero si Clodio anda detrás de Cicerón, también va a por ti, Catón —le dijo Cayo Pisón.
—¿Cómo puede ser? —preguntó Catón—. Yo me limité a dar mi opinión en la Cámara. Ciertamente, yo no era el cónsul senior, ni siquiera había asumido el cargo como tribuno de la plebe. La libertad de expresión se está convirtiendo en algo peligroso, pero todavía no hay ninguna ley en las tablillas que le prohíba a un hombre decir lo que piensa durante una sesión del Senado.
Fue a Ahenobarbo a quien se le ocurrió la mayor dificultad.
—Comprendo cómo podemos invalidar cualquier ley que César o Vatinio promulguen desde ahora hasta el final del año —dijo—, pero primero tenemos que saber las cifras de la Cámara. Eso significa que tendrán que ser hombres de los nuestros los que ocupen las sillas curules el año que viene. Pero ¿quiénes podemos lograr que sean elegidos cónsules, por no hablar de praetor urbanus? Tengo entendido que Metelo Nepote piensa marcharse de Roma para curar su aflicción, así que él queda descartado. Yo seré pretor, y también lo será Cayo Memmio, que odia a su tío Pompeyo Magnus de una forma terrible. Pero ¿y para cónsul? Filipo se le sienta en las rodillas a César. Y también Cayo Octavio, que está casado con la sobrina de César. Lentulo Níger no saldría elegido. Y tampoco el hermano pequeño de Cicerón, Quinto. Y todos los que fueron pretores antes de esa tanda tampoco pueden tener éxito.
—Tienes razón, Lucio, tenemos que hacer que sean elegidos cónsules hombres de los nuestros —dijo Bíbulo frunciendo el entrecejo—. Aulo Gabinio se presentará, y también Lucio Pisón. Los dos tienen un pie en el campo popularista, y los dos poseen mucha influencia electoral. Tendremos que convencer a Nepote para que se quede en Roma y se presente a augur y luego a cónsul. Y será mejor que el otro candidato nuestro sea Mesala Rufo. Si no tenemos magistrados curules que estén de nuestra parte el año que viene, no conseguiremos invalidar las leyes de César.
—¿Y qué me decís de Arrio? —quiso saber Catón—. Según tengo entendido, está muy molesto con César porque éste no quiere respaldarlo como candidato consular.
—Es demasiado viejo y no tiene influencia —fue la despreciativa respuesta.
—Yo he oído otra cosa —dijo Ahenobarbo, molesto; nadie había mencionado su nombre en relación con la vacante de augur.
—¿Qué? —preguntó Cayo Pisón.
—Que César y Magnus están pensando pedirle a Cicerón que ocupe el lugar de Cosconio en el Comité de Cinco. ¡Muy conveniente que se cayese muerto! Cicerón les hará mejor servicio.
—Cicerón es demasiado tonto para aceptar —dijo Bíbulo, muy estirado y arrugando la nariz.
—¿Ni siquiera aunque se lo implore su querido Pompeyo?
—En este momento tengo entendido que Pompeyo no le resulta demasiado querido —dijo Cayo Pisón riéndose—. ¡Se ha enterado de quién fue el que interpretó los auspicios en la adopción de Publio Clodio!
—Cualquiera diría que eso puede indicarle a Cicerón algo acerca de su verdadera importancia en el plan general de las cosas —dijo con sorna Ahenobarbo.
—¡Bueno, corre el rumor, procedente de Ático, de que Cicerón dice que Roma está harta de él!
—No se equivoca —dijo Bíbulo suspirando teatralmente.
La reunión se disolvió con gran hilaridad; los boni estaban contentos.