A Cayo Julio César, procónsul en Hispania Ulterior, de Cneo Pompeyo Magnus, triumphator; escrito en Roma, en los idus de mayo, durante el consulado de Quinto Cecilio Metelo Celer y Lucio Afranio:
Pues bien, César, entrego la presente a los dioses y a los vientos con la esperanza de que los primeros doten a los segundos de velocidad suficiente para que tengas una oportunidad. Otros te están escribiendo, pero yo soy el único dispuesto a poner el dinero para alquilar el barco más veloz que pueda encontrar sólo parar transportar una carta.
Los boni se encuentran en el poder y nuestra ciudad se está desintegrando. Yo podría vivir con un gobierno dominado por los boni si ese gobierno en realidad hiciera algo, pero un gobierno de los boni se dedica sólo a una finalidad: a no hacer absolutamente nada y a bloquear a cualquier otra facción que quiera cambiar esa situación.
Se las arreglaron para retrasar mi triunfo hasta los dos últimos días de setiembre, y lo hicieron con mucha suavidad, además. ¡Anunciaron que yo había hecho tanto por Roma que me merecía desfilar triunfalmente el día de mi cumpleaños! Así que estuve perdiendo el tiempo en el Campo de Marte durante nueve meses. Aunque el motivo de su actitud me desconcierta, supongo que la principal objeción que tienen en mi contra es que he tenido tantos mandos especiales en mi vida que está definitivamente demostrado que soy un peligro para el Estado. Según ellos me propongo ser rey de Roma. ¡Eso es una absoluta tontería! No obstante, el hecho de que ellos sepan que es una absoluta tontería no les impide decirlo.
Sinceramente, César, no los entiendo. Si alguna vez ha habido un pilar de la clase dirigente, ése es con toda certeza Marco Craso. Es decir, comprendo que a mí, el presunto rey de Roma, me llamen advenedizo picentino y todo lo demás, pero ¿a Marco Craso? ¿Por qué convertirlo a él en blanco de sus puyas? Él no representa un peligro para los boni; está muy cerca de ser uno de ellos. De excelente cuna, terriblemente rico y además no es ningún demagogo, ciertamente. ¡Craso es inofensivo! Y lo digo yo, un hombre que no le tiene simpatía, que nunca se la tuve y nunca se la tendré. Compartir con él el consulado fue como acostarme en la misma cama que Aníbal, Yugurta y Mitrídates. Lo único que hizo fue trabajar para destruir mi imagen a los ojos del pueblo. A pesar de lo cual, Marco Craso no es ninguna amenaza para el Estado.
De modo que, ¿qué le habrán hecho los boni a Marco Craso para provocarme a mí precisamente a mí entre todos los hombres, para que yo dé la cara por él? Han creado una auténtica crisis, eso es lo que han hecho. Todo empezó cuando los censores hicieron públicos los contratos para recoger los impuestos de mis cuatro provincias orientales. ¡Oh, gran parte de la culpa la tienen los propios publicani! Vieron el enorme botín que yo había traído conmigo del Este, hicieron cuentas y decidieron que el Este era mucho mejor que una mina de oro. De manera que presentaron unas ofertas para dichos contratos que no eran en absoluto realistas. Le prometieron al Tesoro incontables millones, y pensaron que podían hacer eso al mismo tiempo que obtenían sustanciosas ganancias para ellos mismos. Naturalmente, los censores aceptaron las ofertas más elevadas. Es deber suyo hacerlo. Pero no pasó mucho tiempo antes de que Ático y los otros publicani plutócratas se dieran cuenta de que las cantidades que se habían comprometido a pagar al Tesoro no eran factibles. Mis cuatro provincias orientales de ninguna manera podían pagar lo que se les estaba pidiendo que pagasen, por mucho que quisieran exprimirlas los publicani.
Pero a lo que vamos: Ático, Opio y algunos otros acudieron a Marco Craso y le solicitaron que hiciera una petición al Senado para que cancelase los contratos de recaudación de impuestos del Este y luego diese instrucciones a los censores para que sacasen nuevos contratos que exigieran dos tercios de las sumas inicialmente acordadas. Pues bien, Craso hizo la petición. Ni soñar con que los boni quisieran —¡o pudieran!— convencer a la Cámara en pleno para decir NO. Pero eso fue lo que pasó. El Senado dio un sonoro NO.
A estas alturas confieso que me produjo risa; fue un gran placer ver a Marco Craso aplastado… ¡oh, qué aplastado estaba! Con todo aquel heno pegado alrededor de los cuernos, y, sin embargo, Craso el buey estaba allí de pie, atónito y derrotado. Pero luego comprendí qué jugada tan estúpida había sido por parte de los boni, y dejé de reírme. Parece que han decidido que ya va siendo hora de que los caballeros se enteren de una vez para siempre de que el Senado es supremo, de que el Senado gobierna Roma y de que los caballeros no pueden decirle lo que debe hacer. Bien, el Senado puede darse coba a sí mismo diciendo que gobierna Roma, pero tú y yo sabemos que no es así. Si no se les permite a los negociantes de Roma que hagan negocios provechosos, entonces Roma está acabada.
Cuando la Cámara le dijo NO a Marco Craso, los publicani se tomaron la revancha y se negaron a pagarle al Tesoro un solo sestercio. ¡Oh, qué tormenta provocó aquello! Me atrevo a decir que los caballeros esperaban que aquello obligase al Senado a dar instrucciones a los censores para que cancelasen los contratos porque éstos no se estaban respetando… y, naturalmente, cuando se convocaran nuevas ofertas las sumas ofrecidas habrían sido mucho más bajas. Sólo que los boni controlan la Cámara y, en consecuencia, la Cámara no quiere cancelar los contratos. Es un una situación sin salida.
El golpe asestado a la posición de Craso fue colosal, tanto ante la Cámara como entre los caballeros. Él ha sido el portavoz de estos últimos durante tanto tiempo y con tanto éxito que nunca se les pasó por la cabeza ni a los caballeros ni a él que no conseguiría lo que pidiera. En particular siendo como era tan razonable su solicitud de que se redujeran los contratos asiáticos.
¿Ya quién crees que habían logrado reclutar los boni como su principal portavoz en la Cámara? ¡Pues nada menos que a mi ex cuñado, Metelo Celer! Durante años Celer y su hermanito Nepote fueron mis más leales adictos. Pero desde que repudié a Mucia se han convertido en mis peores enemigos. Sinceramente, César, ¡cualquiera diría que Mucia ha sido la única esposa repudiada en la historia de Roma! Yo tenía todo el derecho a repudiarla, ¿no? Fue una adúltera, se pasó todo el tiempo que yo estuve ausente enredada en un asunto amoroso con Tito Labieno, ¡mi propio cliente! ¿Qué se suponía que tenía que hacer yo? ¿Cerrar los ojos y fingir que no me había enterado sólo porque la madre de Mucia sea también la madre de Celer y de Nepote? Bueno, pues yo no estaba dispuesto a cerrar los ojos. ¡Pero tal como Celer y Nepote han actuado a partir de entonces, cualquiera pensaría que fui yo quien cometió adulterio! ¿Su preciosa hermana repudiada? ¡Oh, dioses, qué insulto tan intolerable!
Desde entonces me han estado causando problemas todo el tiempo. ¡No sé cómo lo han hecho, pero incluso han logrado encontrar otro marido para Mucia de cuna y rango lo suficientemente elevados como para que parezca que fue ella la parte ultrajada! Mi cuestor Escauro, ¿qué te parece? Ella es lo bastante mayor como para ser su madre. Bueno, casi. El tiene treinta y cuatro años y ella cuarenta y siete. Qué pareja. Aunque yo creo que encajan en cuanto a inteligencia, pues ninguno de los dos posee ninguna. Tengo entendido que Labieno quería casarse con ella, pero los hermanos Metelo se ofendieron mucho ante esa idea. Así que se trata de Marco Emilio Escauro, el que me embrolló en todo aquel asunto de los judíos. Corre el rumor de que Mucia está preñada, otra mancha contra mí. Espero que se muera al dar a luz al mocoso.
Tengo una teoría en cuanto al motivo de que los boni se hayan vuelto de repente tan increíblemente obtusos y destructivos. La muerte de Catulo. Cuando éste desapareció, el irreductible núcleo conservador del Senado cayó por completo en las garras de Bíbulo y Catón. ¡Es caprichoso: volver hacia arriba los dedos de los pies y morirte porque no se te pidió que hablases el primero o el segundo entre los consulares en un debate de la Cámara! Pero eso fue lo que hizo Catulo. Dejarle su facción a Bíbulo y a Catón, los cuales no poseen el mismo mérito que Catulo, a saber: la habilidad para distinguir entre la mera negatividad y el suicidio político. También tengo una teoría sobre por qué Bíbulo y Catón se han vuelto contra Craso. Catulo dejó vacante un puesto de sacerdote, y Lucio Ahenobarbo, el cuñado de Catón, lo quería para sí. Pero Craso llegó primero y lo consiguió para su hijo Marco. Un insulto mortal para Ahenobarbo, pues no hay ningún Domicio Ahenobarbo en el colegio. Qué insignificancia. Por cierto, ya soy augur. Me hace mucha gracia, te lo aseguro. ¡Pero no me granjeé las simpatías de Catón, ni de Bíbulo ni de Ahenobarbo cuando fui elegido! Era la segunda elección en un breve espacio de tiempo en que Ahenobarbo perdía.
Mis propios asuntos —las tierras para mis veteranos, la ratificación de mis convenios en el Este, etcétera— han fracasado. Me gasté millones en sobornos para poner a Afranio en la silla de cónsul junior… ¡ha sido un dinero desperdiciado, te lo aseguro! Afranio ha resultado ser mejor soldado que político, pero Cicerón va por ahí diciéndole a todo el mundo que es mejor bailarín que político. Y eso porque Afranio se emborrachó de un modo asqueroso en su banquete inaugural del día de año nuevo y estuvo haciendo piruetas por todo el templo de Júpiter Optimo Máximo. Para mí fue una vergüenza, pues todo el mundo sabe que yo le compré el cargo en un intento de controlar a Metelo Celer, el cual, como cónsul senior, le ha pasado por encima a Afranio como si éste no existiera.
Cuando Afranio por fin logró que se debatieran mis asuntos en la Cámara durante el mes de febrero, Celer, Catón y Bíbulo lo echaron todo a perder. Sacaron de su retiro a Lúculo, que está medio imbécil con sus hongos y cosas por el estilo, y lo utilizaron para deshacerse de mí. ¡Oh, yo sería capaz de matarlos a todos! Cada día lamento haber hecho lo que debía hacer al licenciar a mi ejército, por no hablar de que les pagué a mis tropas la parte que les correspondía del botín mientras todavía nos encontrábamos en Asia. Por supuesto, eso también está siendo objeto de críticas. Catón afirmó que no entraba dentro de mis atribuciones repartir el botín sin el consentimiento del Tesoro —es decir, del Senado—, y cuando le recordé que yo poseía un imperium maius que me daba el poder suficiente para hacer lo que quisiera en nombre de Roma, dijo que yo había obtenido ese imperium maius de modo ilegal en la Asamblea Plebeya, que no me había sido otorgado por el pueblo. ¡Un puro disparate, pero la Cámara le aplaudió!
Luego, en marzo, acabó el debate sobre mis asuntos. Catón impulsó una votación en el Senado sobre la propuesta de que no se debatiera asunto alguno hasta que quedase resuelto el problema de la recaudación de impuestos… ¡y los muy idiotas lo votaron! ¡Sabiendo que Catón estaba a la vez bloqueando cualquier solución al problema de la recaudación de impuestos! El resultado es que ya no se ha debatido nada más. En el momento en que Craso saca a colación el problema de la recaudación de impuestos, Catón pone en marcha una maniobra obstruccionista. ¡Y los padres conscriptos están convencidos de que Catón es un fuera de serie! No logro comprenderlo, César, sencillamente no puedo. ¿Qué ha hecho Catón en su vida? Sólo tiene treinta y cuatro años, no ha ocupado ninguna magistratura senior, es un orador chocante y un pedante de primer orden. Pero en algún momento de la trayectoria los padres conscriptos se han convencido de que es completamente incorruptible, y eso lo convierte en una maravilla. ¿Por qué no pueden comprender que la incorruptibilidad es desastrosa cuando está aliada con una mente como la de Catón? En cuanto a Bíbulo, bueno, él también es incorruptible, según ellos. Y los dos no dejan de parlotear diciendo que han prometido ser enemigos implacables de todos aquellos hombres que sobresalgan aunque sea una fracción de pulgada por encima de sus iguales. Un objetivo muy laudable. Sólo que algunos hombres simplemente no pueden evitar sobresalir por encima de sus iguales porque son mejores. Si todos tuviéramos que ser iguales, todos seríamos creados exactamente de la misma manera. Pero no es así, y ése es un hecho que no se puede evitar.
Adonde quiera que yo me dirija, César, me aúlla una manada de enemigos. ¿No comprenden los muy tontos que mi ejército puede que esté licenciado, pero que sus miembros están aquí mismo, en Italia? Lo único que tengo que hacer es dar una patada en el suelo para que broten soldados deseosos de obedecer mis órdenes. Te lo aseguro, siento grandes tentaciones de hacerlo. Yo conquisté el Este, casi doblé los ingresos de Roma, y lo hice todo como es debido. Así que, ¿por qué están en contra mía?
Pero bueno, basta ya de hablar de mí y de mis problemas. Esta carta en realidad es para advertirte de que tú también vas a verte envuelto en problemas.
Todo empezó con esos estupendos informes que le mandas con regularidad al Senado: una perfecta campaña contra los lusitanos y los galaicos; montones de oro y tesoros; apropiada disposición de los recursos y funciones de la provincia; las minas están produciendo más plata, más plomo y más hierro que durante medio siglo; perdón para las ciudades que Metelo Pío castigó; los boni deben de haberse gastado una fortuna en enviar espías a la Hispania Ulterior para cogerte en alguna falta. Pero no han podido hacerlo y, según los rumores, nunca lo harán. No les ha llegado ni el más pequeño tufillo de extorsión o especulación de ningún tipo en los círculos próximos a ti, sino cubos de cartas de agradecidos residentes de Hispania Ulterior en las que dicen que a los culpables se les castiga y a los inocentes se les exonera. El viejo Mamerco, príncipe del Senado —se está deteriorando gravemente, por cierto—, se levantó en la Cámara y dijo que tu conducta como gobernador había proporcionado un manual de conducta gubernativa, y los boni no pudieron refutar ni una palabra de lo que dijo. ¡Cómo duele eso!
Toda Roma sabe que tú serás cónsul senior. Aunque dejemos aparte el hecho de que tú siempre eres quien saca más votos en las elecciones, tu popularidad está creciendo a pasos agigantados. Marco Craso va por ahí diciéndoles a todos los caballeros de las Dieciocho que cuando tú seas cónsul senior, el asunto de la recaudación de impuestos se arreglará en seguida. De lo cual deduzco que sabe que va a necesitar tus servicios… y también sabe que los tendrá.
Pues bien, yo también necesito tus servicios, César. ¡Mucho más de lo que los necesita Marco Craso! Lo único que está en juego en su caso es su influencia dañada, mientras que yo necesito tierras para mis veteranos y tratados que ratifiquen mis convenios en el Este.
Desde luego, hay muchas probabilidades de que tú ya te encuentres de camino, de regreso a casa —Cicerón, ciertamente, parece creer que así es— pero a mí me da en la nariz que tú eres como yo, propenso a quedarte hasta el último momento para que todo quede bien atado y cualquier enredo quede aclarado.
Los boni acaban de dar el golpe, César, y han sido extraordinariamente astutos. Todos los candidatos a las elecciones para cónsul tienen que presentar la candidatura como muy tarde antes de las nonas de junio, aunque las elecciones no se celebrarán hasta cinco días antes de los idus de quintilis, como es habitual. Animado por Celer, Cayo Pisón, Bíbulo —que es candidato él mismo, desde luego, pero que se encuentra a salvo dentro de Roma porque es como Cicerón, no quiere irse nunca a gobernar una provincia— y por el resto de los boni, Catón logró que se aprobase un consultum para poner la fecha de cierre de las candidaturas en las nonas de junio. Más de cinco nundinae antes de las elecciones, en vez de las tres nundinae que establecen la costumbre y la tradición.
Alguien debe de haber hecho correr el rumor de que tú viajas como el viento, porque luego han ideado otra estratagema para fustrarte: ésta por si llegas a Roma antes de las nonas de junio. Celer le pidió a la Cámara que fijase una fecha para tu triunfo. Se mostró muy afable, lleno de elogios para el espléndido trabajo que has hecho como gobernador. ¡Después de lo cual sugirió que la fecha de tu desfile triunfal se fijase en los idus de junio! Y a todos les pareció una idea espléndida, así que la moción se aprobó.
De manera, César, que si logras llegar a Roma antes de las nonas de junio, tendrás que solicitar al Senado que te permita presentar tu candidatura a cónsul in absentia. No puedes cruzar el pomerium y entrar en la ciudad para inscribir tu candidatura en persona sin renunciar a tu imperium y, por consiguiente, a tu derecho al triunfo. Añado que Celer tuvo buen cuidado en hacer notar a la Cámara que Cicerón había hecho aprobar una ley que prohibía que los candidatos al consulado presentasen su candidatura in absentia. Un suave recordatorio que yo interpreté como que quería dar a entender que los boni piensan oponerse a tu petición de presentar la candidatura in absentia. ¡Te tienen agarrado por las pelotas, exactamente como tú dijiste —con toda razón!— que me tienen agarrado a mí. ¿Me pondré a trabajar para convencer a nuestras senatoriales ovejas —por qué se dejan conducir por un simple puñado de hombres que ni siquiera tienen nada de especiales?— para que hagan que se te permita presentar la candidatura in absentia. Y lo mismo harán Craso, Mamerco, el príncipe del Senado, y muchos otros, yo lo sé.
Lo principal es que llegues a Roma antes de las nonas de junio. Oh, dioses, ¿podrás hacerlo aun cuando los vientos lleven a mi barco alquilado hasta Gades en un tiempo mínimo? Lo que espero es que estés ya bien adelantado en tu camino de regreso por la vía Domicia. He enviado un mensajero a tu encuentro para el caso de que sea así, sólo por si andas por ahí perdiendo el tiempo.
¡Tienes que conseguirlo, César! Te necesito desesperadamente, y no me avergüenza decirlo. Tú me has sacado de grandes apuros otras veces, y siempre de un modo acorde con la legalidad. Lo único que puedo decir es que si no estás a mano para ayudarme esta vez, quizás tenga que dar esa patada en el suelo. No quiero hacerlo. Si lo hiciera pasaría a los libros de historia como alguien que no fue mejor que Sila. Mira cómo todo el mundo lo odia a él. Es verdaderamente incómodo ser odiado, aunque a Sila nunca pareció importarle.
La carta de Pompeyo llegó a Gades el vigésimo primer día de mayo, una travesía extraordinariamente rápida. Y casualmente César se encontraba allí para recibirla.
—Hay mil quinientas millas por carretera desde Gades a Roma —le dijo a Lucio Cornelio Balbo el Viejo—, lo que significa que no puedo estar en Roma para las nonas de junio ni aunque consiga una media de cien millas al día. ¡Que se pudran los boni!
—Ningún hombre puede hacer una media de cien millas al día —le dijo el pequeño banquero gaditano con expresión ansiosa.
—Yo puedo hacerlo en un calesín rápido enganchado a cuatro buenas mulas, siempre que pueda cambiar de mulas con la suficiente frecuencia —dijo César tranquilamente—. No obstante, la carretera no es posible. Tendré que ir a Roma por barco.
—La estación del año no es buena. La carta de Magnus es prueba de ello. Cinco días con el viento soplando a favor.
—¡Ah, Balbo, pero yo tengo suerte!
César, desde luego, tenía suerte, reflexionó Balbo. Por muy mal aspecto que tuvieran las cosas, de alguna manera aquella suerte mágica —y desde luego era mágica— venía a sacarlo de apuros. Aunque parecía fabricársela él mismo a base de fuerza de voluntad. Como si, después de haber tomado una decisión, tuviera poder para obligar a las fuerzas naturales y sobrenaturales a obedecerle. El último año había sido la experiencia más regocijante y más estimulante de toda la vida de Balbo, se había esforzado y había corrido en pos de César desde una punta a la otra de Hispania. ¿A quién se le habría ocurrido pensar alguna vez que César se haría a la mar ante el viento del océano Atlántico en persecución de unos enemigos que estaban convencidos de que ya se encontraban fuera del alcance de Roma? Pero no era así. Los barcos salieron de Olisipo y las legiones se les echaron encima. Luego más travesías hasta la remota Brigantium, tesoros indecibles, un pueblo que por primera vez sentía el viento del cambio, una influencia del mar Mediterráneo que ya no se acabaría nunca. ¿Qué había dicho César? No era el oro, era el alcance de Roma lo que importaba. ¿Qué tenían los de aquella pequeña raza procedente de una pequeña ciudad en la ruta de la sal de Italia? ¿Por qué sería que barrían todo lo que se les ponía por delante? No en forma de ola gigantesca, más bien como una piedra de molino que muele con mucha paciencia todo lo que se le echa sacándole provecho a todo. Los romanos nunca se daban por vencidos.
—¿Y en qué consistirá esta vez la suerte de César?
—Para empezar, un solo myoparo. Dos equipos de los mejores remeros que Gades pueda proporcionar. Nada de equipaje y nada de animales. Como pasajeros sólo tú, Burgundo y yo. Y un fuerte viento del sudoeste —dijo César sonriendo.
—Pues no pides tú nada —dijo Balbo sin responder a la sonrisa. El rara vez sonreía; los banqueros gaditanos de impecable linaje fenicio no eran propensos a tomarse a la ligera la vida ni las circunstancias. Balbo parecía lo que era, un hombre sutil y plácido de extraordinaria inteligencia y capacidad.
César ya se encontraba a medio camino hacia la puerta.
—Voy a buscar el myoparo adecuado. Tu trabajo consiste en encontrarme un piloto capaz de navegar sin tener tierra a la vista. Nos vamos por la ruta directa: pasando por las Columnas de Hércules, una parada para recoger comida y agua en Nueva Cartago, luego la Balearis Minor. Desde allí pondremos rumbo directo al estrecho entre Sardinia y Corsica. Tenemos que recorrer mil millas de agua, y no podemos esperar que haya la clase de vientos que han empujado la carta de Magnus y nos la han hecho llegar en cinco días. Disponemos de doce días.
—Son algo más de ochenta millas entre la salida y la puesta de sol. Eso no es ninguna pequeñez —dijo Balbo al tiempo que se ponía en pie.
—Pero es posible, siempre que no tengamos vientos en contra. ¡Déjalo en manos de mi suerte y de los dioses, Balbo! Les haré ofrendas magníficas a los lares permarini y a la diosa Fortuna. Ellos me escucharán.
Los dioses escucharon, aunque cómo se las arregló César para apretar todo lo que hizo en cinco horas escasas antes de hacerse a la mar desde Gades era algo más de lo que Balbo era capaz de calcular. El cuestor de César era un joven muy eficiente que se lanzó con enorme entusiasmo a organizar el transporte de las pertenencias del gobernador por la ruta terrestre existente desde Hispania a Roma, la vía Domicia; el botín se había enviado hacía mucho tiempo, acompañado por la única legión que César había elegido para que marchase con él en su desfile triunfal. Con cierta sorpresa por su parte, el Senado había accedido a su petición de triunfo sin un solo murmullo de protesta por parte de los boni, pero aquel misterio quedó completamente explicado en la carta de Pompeyo. No tenían motivo para negarle lo que ellos tenían plena intención de hacer que fuera un asunto catastrófico. Y catastrófico sería. Sus tropas habían de llegar al Campo de Marte para los idus de junio: una irónica trampa, dado que Celer había asignado ese día para el desfile triunfal. De serle permitido a César que se presentase como candidato a cónsul in absentia y el desfile se llevase adelante, desde luego sería un triunfo verdaderamente pobre. Soldados cansados, ningún tiempo disponible para fabricar carrozas suntuosas y demostraciones militares, el botín metido de cualquier manera en carretas. No era la clase de triunfo que César esperaba. No obstante, el primer problema era llegar a Roma antes de las nonas de junio. ¡Recemos para que haya un fuerte viento del sudoeste!
Y de hecho los vientos soplaron procedentes del sudoeste, pero fueron suaves en lugar de fuertes. Un mar ligero con el viento de popa ayudó a los remeros, igual que ayudó un pequeño empuje de la vela, pero fue un trabajo como para romperse la espalda casi todo el camino. César y Burgundo remaron un turno completo de tres horas cuatro veces cada día, con lo cual, unido a la alegre animosidad de César, se ganaron la simpatía de los remeros profesionales. Las primas merecerían la pena, así que pusieron todos sus hombros en la tarea y remaron mientras Balbo y el piloto se afanaban en llevarles amphorae de agua débilmente condimentadas con un buen vino hispánico a aquellos que lo pedían.
Cuando el piloto condujo el myoparo ante la costa italiana y vieron que allí, delante de ellos, estaba la desembocadura del Tíber, la tripulación se animó a sí misma con voz ronca, luego se emparejaron en cada remo y dirigieron a velocidad forzada al pulcro y pequeño monorreme hacia el puerto de Ostia; la travesía había durado doce días, y se alcanzó el puerto dos horas después del amanecer del tercer día de junio.
Después de dejar que Balbo y Burgundo se encargasen de recompensar al piloto y a los remeros del myoparo, Cesar montó en un buen caballo alquilado y se dirigió a Roma a galope tendido. Su viaje acabaría en el Campo de Marte, pero no así sus esfuerzos penosos; tendría que buscar a alguien que se apresurase a entrar en la ciudad y localizase a Pompeyo, decisión que no agradaría a Craso, de eso César ya se daba cuenta, pero era la decisión correcta. Pompeyo tenía razón. Él necesitaba a César más que Craso. Y además Craso era un viejo amigo de César; se apaciguaría cuando éste le explicase las cosas.
La noticia de que César se encontraba a las puertas de Roma llegó a oídos de Catón y Bíbulo casi al mismo tiempo que a los de Pompeyo, porque los tres se encontraban en la Cámara soportando todavía otra sesión más para debatir el destino de los recaudadores de impuestos en Asia. El mensaje se le entregó a Pompeyo, quien dio un alarido tan fuerte que los amodorrados senadores que estaban en las gradas de atrás casi se cayeron de los taburetes y luego se pusieron en pie de un salto.
—Te ruego que me excuses, Lucio Afranio —le dijo Pompeyo riéndose muy satisfecho ya de camino hacia la salida—. ¡Cayo César está en el Campo de Marte, y yo debo ser el primero en ir a darle la bienvenida en persona!
Lo cual, en cierto modo, dejó tan aplanados a los que quedaban en la reunión, donde la concurrencia era escasa, como un publicanus de Asia. Afranio, que tenía las fasces durante el mes de junio, disolvió la asamblea por aquel día.
—Mañana, una hora después del amanecer —dijo, consciente de que tendría que oír la petición de César para presentar su candidatura in absentia, y consciente también de que el día siguiente era el último antes de las nonas de junio, cuando el oficial electoral (Celer) cerraría la barraca.
—Ya os dije que lo haría —comentó Metelo Escipión—. Es como un pedazo de corcho. Por mucho que se intente hundirle, siempre consigue salir a flote sin apenas mojarse.
—Bueno, siempre ha habido muchas probabilidades de que apareciera —dijo Bíbulo con los labios apretados—. Al fin y al cabo, ni siquiera sabemos cuándo salió de Hispania. Sólo porque hubiéramos oído que tenía planeado permanecer en Gades hasta últimos de mayo, eso no significa que lo hiciera de verdad. Pero no puede saber lo que le espera.
—Lo sabrá en cuanto Pompeyo llegue al Campo de Marte —dijo Catón con dureza—. ¿Por qué crees que el Bailarín ha convocado otra reunión para mañana? César hará la solicitud para presentar su candidatura in absentia, de eso no cabe la menor duda.
—Echo de menos a Catulo —dijo Bíbulo—. En ocasiones como la de mañana era cuando su influencia resultaba extraordinariamente útil. A César le ha ido en Hispania mejor de lo que ninguno de nosotros habíamos pensado, de manera que las ovejas se verán inclinadas a dejar que el muy ingrato se presente in absentia. Pompeyo lo recomendará así encarecidamente, y Craso también. ¡Y Mamerco! ¡Ojalá se hubiera muerto! Catón se limitó a sonreír y adoptó un aire misterioso.
Mientras tanto, en el Campo de Marte Pompeyo no tenía nada por lo que sonreír y ningún misterio que pensar. Encontró a César apoyado en la redondeada pared de mármol de la tumba de Sila, con la brida del caballo colgada de un brazo; por encima de la cabeza se leía aquel famoso epitafio: «NINGUN AMIGO MEJOR, NINGÚN ENEMIGO PEOR». Igual se podía haber escrito para César que para Sila. O para él mismo, Pompeyo.
—¿Qué demonios haces aquí? —exigió Pompeyo.
—Me pareció que era un lugar tan bueno como cualquier otro para esperar.
—¿No has oído hablar de una villa en Pincia?
—No pienso estarme aquí el tiempo suficiente como para alquilarla.
—Hay una posada que no queda lejos de aquí por la vía Lata; iremos allí. Minicio es un buen hombre, y tienes que poner la cabeza bajo algún techo, César, aunque sólo sea durante unos días.
—Me pareció que era más importante encontrarme contigo antes de pensar en dónde alojarme.
Aquello le derritió el corazón a Pompeyo; él también había desmontado —desde que había vuelto a ocupar su puesto en el Senado tenía un pequeño establo dentro de Roma—, y ahora dio media vuelta y echó a andar despacio por la perfectamente recta y amplia carretera que de hecho era el comienzo de la vía Flaminia.
—Supongo que nueve meses aquí perdiendo el tiempo te habrán proporcionado tiempo de sobra para averiguar dónde están todas las posadas.
—Yo eso lo averigüé antes de ser cónsul.
La posada era un establecimiento bastante cómodo y respetable, y su propietario estaba acostumbrado a ver por allí a famosos militares romanos; saludó a Pompeyo como a un amigo que hiciera mucho tiempo que no veía, e indicó con cierto encanto que se daba cuenta de quién era César. Los acompañaron a un salón privado y cómodo donde dos braseros calentaban el aire, lleno de humo, e inmediatamente les sirvieron agua y vino junto con manjares tales como cordero asado, salchichas, pan reciente, cuya corteza estaba crujiente, y ensalada aliñada con aceite.
—¡Estoy hambriento! —exclamó César sorprendido.
—Pues atibórrate. Te confieso que no me importa ayudarte. Minicio se enorgullece de su comida.
Entre bocado y bocado César logró hacerle a Pompeyo un escueto resumen de su travesía.
—¡Viento del sudoeste en esta época del año! —exclamó el Gran Hombre.
—No, no creo que a aquello se le pudiese llamar un viento noble. Pero bastó para darme un empujón en la dirección correcta. Supongo que los boni no se esperarían verme tan pronto, ¿no?
—Catón y Bíbulo se llevaron un desagradable sobresalto, en efecto. Mientras que otros, como Cicerón, se limitaron a aparentar que daban por sentado que tú ya haría mucho tiempo que te habrías puesto en camino; no obstante, no tenían espías en Hispania Ulterior que los mantuvieran informados de tus intenciones —Pompeyo frunció el entrecejo—. ¡Cicerón! ¡Qué hombre tan farsante! ¿Sabes que tuvo la desfachatez de levantarse en la Cámara y referirse al hecho de desterrar a Catilina como una «gloria inmortal»? Cada discurso que pronuncia contiene alguna clase de sermón sobre cómo salvó a la patria.
—He oído que estabas a partir un piñón con él —le dijo César mientras mojaba pan en el aceite de la ensalada.
—A él ya le gustaría. Tiene miedo.
—¿De qué? —César se recostó y dio un suspiro de satisfacción.
—Del cambio de situación de Publio Clodio. El tribuno de la plebe Herenio hizo que la Asamblea Plebeya trasladase a Clodio del patriciado a la plebe. Y ahora Clodio dice que piensa presentarse a tribuno de la plebe y exiliar a Cicerón para siempre por la ejecución de ciudadanos romanos sin haber celebrado previamente un juicio. Es el nuevo propósito que tiene Clodio en la vida. Y Cicerón está blanco de miedo.
—Bueno, comprendo que un hombre como Cicerón le tenga terror a nuestro Clodio. Clodio es una fuerza de la naturaleza. No está loco del todo, pero tampoco está completamente cuerdo. Sin embargo, Herenio se ha equivocado al utilizar a la Asamblea Plebeya. Un patricio sólo puede convertirse en plebeyo por adopción.
Minicio entró y se afanó en recoger los platos, lo que dio lugar a una pausa en la conversación que César agradeció. Era hora de ir al grano.
—¿Todavía está atascado el Senado en el asunto de los recaudadores de impuestos? —preguntó.
—Eternamente, gracias a Catón. Pero en cuanto Celer cierre la barraca electoral voy a enviar a mi tribuno de la plebe Flavio otra vez a la plebe con mi proyecto de ley de las tierras. ¡Mutilado, gracias a ese tonto oficioso de Cicerón! Logró que se quitara del proyecto de ley todo ager publicus anterior al tribunato de Tiberio Graco, y luego dijo que los veteranos de Sila, ¡los mismísimos que se aliaron con Catilina!, debían recibir la confirmación de sus concesiones de terrenos, y que Volaterra y Aretio debían ser autorizados a conservar los terrenos públicos. La mayor parte de la tierra de mis veteranos, por lo tanto, habrá que comprarla, y el dinero tendrá que salir de los tributos incrementados procedentes del Este. Lo cual le dio a mi ex cuñado Nepote una magnífica idea. Sugirió que los aranceles e impuestos portuarios debían eliminarse en toda Italia, y al Senado aquello le pareció maravilloso. Así que consiguió un consultum del Senado y logró que su ley fuera aprobada en la Asamblea Popular.
—¡Inteligente! —comentó César apreciativamente—. Eso significa que los ingresos estatales procedentes de Italia se han quedado reducidos a dos fuentes solamente: el cinco por ciento sobre la manumisión de esclavos y las rentas del ager publicus.
—Me deja bueno a mí, ¿no? El tesoro acabará por no ver ni un solo sestercio extra procedente de mi trabajo, entre la pérdida de los ingresos portuarios, la pérdida del ager publicus cuando se le conceda a mis veteranos y el coste de comprar más tierras.
—¿Sabes, Magnus? —le dijo César con aire irónico—, yo siempre estoy esperando que llegue el día en que esos brillantes tengan en más estima a su propia tierra de origen que a desquitarse con sus enemigos. Todo movimiento político que ellos hacen está dirigido a atacar a otro individuo o encaminado a proteger los privilegios de unos pocos, en lugar de hacerlo por el bien de Roma y de sus dominios. Tú te has esforzado enormemente por ensanchar el alcance de Roma y rellenarle su bolsa pública. Mientras que ellos se esfuerzan poderosamente por ponerte a ti en tu lugar… a expensas de la pobre Roma. Me decías en tu carta que me necesitabas. Y aquí me tienes, a tu servicio.
—¡Minicio! —bramó Pompeyo.
—¿Sí, Cneo Pompeyo? —preguntó el posadero, que apareció con gran prontitud.
—Tráenos material para escribir.
—Sea como sea —dijo César al terminar su breve carta—, yo creo que sería mejor que Marco Craso entregase mi petición para presentar mi candidatura in absentia para el consulado. Le enviaré esta carta con un mensajero.
—¿Por qué no puedo entregar yo tu petición? —le preguntó Pompeyo, molesto de que César prefiriera utilizar a Craso.
—Porque no quiero que los boni se den cuenta de que hemos llegado a ninguna clase de acuerdo —le explicó César con paciencia—. Ya les habrás dejado extrañados al salir precipitadamente de la Cámara anunciando que ibas a verme en el Campo de Marte. No los infravalores, Magnus, por favor. Ellos saben distinguir un rábano de un rubí. El lazo que existe entre nosotros debe mantenerse en secreto durante algún tiempo de ahora en adelante.
—Sí, ya me doy cuenta de eso —dijo Pompeyo un poco más suave—. Es que, sencillamente, no quiero que te comprometas más con Craso que conmigo. No me importa que le ayudes en lo de los recaudadores de impuestos y las leyes de soborno dirigidas a los caballeros, pero es mucho más importante conseguir tierras para mis soldados y ratificar mis acuerdos en el Este.
—Desde luego —dijo César con serenidad—. Envía a Flavio a la plebe, Magnus. Eso echará tierra a los ojos de muchos.
En aquel momento llegaron Balbo y Burgundo. Pompeyo saludó al banquero gaditano con grandes muestras de júbilo, mientras César dedicaba su atención a Burgundo, que parecía muy cansado. Su madre diría que había sido muy desconsiderado al esperar que un hombre tan viejo como Burgundo se esforzase ante un remo doce horas al día durante doce días.
—Me voy —dijo Pompeyo.
César acompañó al Gran Hombre a la puerta de la posada.
—Pasa inadvertido y haz ver que sigues peleando tu propia guerra sin ayuda.
—A Craso no le gustará que me mandases llamar a mí.
—Probablemente ni siquiera lo sepa. ¿Estaba en la Cámara?
—No —repuso Pompeyo sonriendo—. Dice que es demasiado nocivo para su salud. Escuchar a Catón le produce dolor de cabeza.
Cuando el Senado se reunió una hora después del amanecer el cuarto día de junio, Marco Craso pidió la palabra. Lucio Afranio le concedió su gracioso consentimiento y aceptó la petición de César de presentar su candidatura al consulado in absentia.
—Es una petición muy razonable que esta Cámara debería aprobar —dijo Craso al final de una concienzuda perorata—. Hasta el último de vosotros sabe muy bien que a César no se le puede achacar la más ligera insinuación de conducta impropia en su provincia, y la conducta impropia fue la causa de la ley de nuestro consular Marco Cicerón. Ahora se trata de un hombre que lo ha hecho todo correctamente, incluso solucionando un engorroso problema que Hispania Ulterior había padecido durante años: Cayo César introdujo la mejor y más justa legislación sobre deudas que yo haya visto nunca, y ni un solo individuo, deudor o acreedor, se ha quejado.
—Seguramente eso no te sorprende a ti, Marco Craso —dijo Bíbulo arrastrando las palabras—. Si hay alguien que sepa cómo vérselas con las deudas, ése es Cayo César. Probablemente debía dinero en Hispania también.
—Entonces bien podría ser que tuvieras que acudir a él en busca de información, Marco Bíbulo —le dijo Craso, como siempre sin alterarse—. Si logras hacer que te elijan cónsul, estarás hasta las cejas de deudas a base de sobornar a tus electores. —Se aclaró la garganta y aguardó una respuesta; al no recibir ninguna, continuó—: Repito, ésta es una solicitud muy razonable que la Cámara debería aprobar.
Afranio llamó a otros oradores consulares a hacer uso de la palabra, y todos indicaron que estaban de acuerdo con Craso. Muy pocos de los pretores titulares de aquel año quisieron añadir nada, hasta que Metelo Nepote se levantó.
—¿Por qué iba esta Cámara a otorgarle favores a un tristemente famoso homosexual? —preguntó—. ¿Es que todos habéis olvidado cómo perdió la virginidad nuestro magnífico Cayo César? ¡Boca abajo sobre un canapé en el palacio del rey Nicomedes, con un pene real metido por el culo! ¡Haced lo que os plazca, padres conscriptos, pero si queréis conceder a un maricón como Cayo César el privilegio de convenirse en cónsul sin enseñar su cara bonita dentro de Roma, no contéis conmigo! ¡Yo no le hago favores especiales a un hombre que tiene el ano bien hurgado!
El silencio era absoluto; nadie se atrevía ni a respirar.
—¡Retira eso, Quinto Nepote! —le dijo Afranio bruscamente.
—¡Vete a tomar por culo, hijo de Aulo! —exclamó Nepote; y salió a grandes zancadas de la Curia Hostilia.
—Escribas, borraréis los comentarios de Quinto Nepote —ordenó Afranio con el rostro enrojecido por los insultos que había recibido él mismo—. No se me ha pasado por alto que los modales y la conducta de algunos miembros del Senado de Roma han sufrido un marcado deterioro durante los años que yo llevo perteneciendo a lo que en otro tiempo era un cuerpo augusto y respetable. Por la presente prohíbo la asistencia de Quinto Nepote a las reuniones del Senado mientras me corresponda a mí tener las fasces. Y ahora, ¿quién más tiene algo que decir?
—Yo, Lucio Afranio —dijo Catón.
—Pues habla, Marco Porcio Catón.
Catón dio la impresión de tardar una eternidad en acomodarse; se removió, manoseó, se aclaró las vías respiratorias con unos ejercicios de respiración profunda, se alisó el cabello, se colocó la toga y, por fin, abrió la boca para ladrar las palabras.
—Padres conscriptos, el estado de la moral en Roma es una tragedia. Nosotros, los hombres que estamos por encima de todos los demás porque somos miembros del cuerpo gubernamental más importante de Roma, no estamos cumpliendo con nuestro deber de custodios de la moral romana. ¿Cuántos hombres de los aquí presentes son culpables de adulterio? ¿Cuántas esposas de hombres aquí presentes son culpables de adulterio? ¿Cuántos padres y madres de hombres aquí presentes son culpables de adulterio? ¿Cuántos hijos o hijas de hombres aquí presentes son culpables de adulterio? Mi bisabuelo el Censor, el mejor hombre que Roma haya dado nunca, sostenía opiniones rotundas acerca de la moralidad, y acerca de todo lo demás. El nunca pagó más de cinco mil sestercios por un esclavo. Nunca robó los afectos de ninguna mujer romana, ni se acostó con ella. Cuando murió su esposa, Licinia, se conformó con los servicios de una esclava, como corresponde a un hombre de setenta y tantos años. Pero cuando su propio hijo y su nuera se quejaron de que la esclava se había hecho la reina de la casa, él puso en su lugar a la chica y volvió a casarse. Pero no quiso elegir una esposa entre sus iguales, porque se consideraba demasiado anciano para ser un marido adecuado para cualquier noble romana. Así que se casó con la hija del liberto Salonio, su esclavo manumitido. Yo desciendo de esa estirpe, y me enorgullece decirlo. Catón el Censor era un hombre moral, un hombre recto, un adorno para este Estado. Le gustaban las tormentas y los truenos porque su esposa se abrazaba a él llena de terror y así podía permitirse a sí mismo abrazarla delante de los sirvientes y de los miembros libres de la casa. Porque, como todos sabemos, un marido romano decente y moral no debería darle gusto a sus sentidos en lugares y a horas que no son los adecuados para actividades íntimas. Yo he modelado mi propia vida y conducta según el ejemplo de mi bisabuelo, el cual, cuando le llegó la hora de la muerte, prohibió que gastasen grandes sumas en sus exequias. Fue a una pira modesta y sus cenizas se guardaron en una sencilla urna barnizada. Su tumba es aún más sencilla, aunque se encuentra al lado de la vía Apia y siempre está adornada con flores que le lleva algún ciudadano admirador. Pero ¿y si Catón el Censor tuviera que pasear por las calles de la Roma moderna? ¿Qué verían aquellos claros ojos? ¿Qué oirían aquellos oídos tan perceptivos? ¿Qué pensaría aquel lúcido y formidable intelecto? Me estremece hablar de ello, padres conscriptos, pero me temo que debo hacerlo. No creo que él soportase vivir en este estercolero que llamamos Roma. Las mujeres se sientan en las cunetas tan borrachas que vomitan, Los hombres acechan en los callejones para atracar y asesinar. Niños de ambos sexos se prostituyen a la puerta de Venus Euxina. ¡Incluso he visto a quienes parecían hombres respetables levantarse la túnica y agacharse para defecar en la calle cuando tenían a la vista una letrina pública! La intimidad para las funciones corporales y la modestia en la conducta se consideran algo pasado de moda, ridículo, risible. Catón el Censor lloraría. Luego se iría a casa y se colgaría. ¡Oh, cuántas veces he tenido yo que resistir la tentación de hacer lo mismo!
—¡No, Catón, no resistas ni un momento más esa tentación! —le gritó Craso.
Catón continuó dando la tabarra sin darse cuenta de aquello, por lo visto.
—Roma es un estofado. Pero ¿qué otra cosa puede esperarse uno cuando los hombres que se sientan en esta Cámara se dedican a saquear a las esposas de otros hombres, o que sólo piensan en la santidad de su carne para abrirse paso por indecibles orificios hacia actos que no se pueden ni mencionar? Catón el Censor lloraría. ¡Y miradme, padres conscriptos! ¿Veis cómo lloro? ¿Cómo puede ser fuerte un estado, cómo puede pensar en gobernar el mundo cuando los hombres que gobiernan ese estado son degenerados, decadentes, llagas asquerosas y rezumantes? ¡Debemos detener todo este interés por irrelevancias ajenas a nosotros, como los publicani de Asia, y dedicar un año entero a librar de malas hierbas el jardín de Roma! ¡A devolver la decencia a este lugar como nuestra más alta prioridad! ¡A promulgar leyes que hagan imposible que unos hombres violen a otros hombres, que delincuentes patricios fanfarroneen abiertamente de relaciones incestuosas, que los gobernadores de nuestras provincias exploten sexualmente a niños! Las mujeres que cometen adulterio deberían ser ejecutadas, como en los viejos tiempos. Las mujeres que beben vino deberían ser ejecutadas, como en los viejos tiempos. Las mujeres que aparecen en reuniones públicas en el Foro para abuchear y gritar insultos soeces deberían ser ejecutadas… aunque no como en los viejos tiempos, ¡porque en los viejos tiempos ninguna mujer habría osado ni en sueños hacer semejante cosa! ¡Las mujeres llevan en su seno y dan a luz hijos, no sirven para otra cosa! Pero ¿dónde están las leyes que necesitamos para reforzar una moral como es debido? ¡No existen, padres conscriptos! ¡Y, sin embargo, si Roma ha de sobrevivir, esas leyes deben ser promulgadas!
—Cualquiera diría que les está hablando a los habitantes de la República ideal de Platón, no a hombres que tienen que revolcarse en la mierda de Rómulo —le cuchicheó Cicerón a Pompeyo.
—Va a seguir perorando hasta que se ponga el sol —dijo Pompeyo con aire lúgubre—. ¡Qué sandeces más completas está diciendo! Los hombres somos hombres y las mujeres son mujeres. Empleaban los mismos trucos bajo el mandato de los primeros cónsules que utilizan hoy bajo el mandato de Celer y Afranio.
—Fijaos bien —rugió Catón—. ¡Las actuales condiciones escandalosas son resultado directo de una excesiva exposición a la laxitud oriental! ¡Desde que expandimos nuestro dominio por el Mare Nostrum hasta lugares como Anatolia y Siria, nosotros, los romanos, hemos caído en hábitos asquerosamente sucios importados de esos sumideros de iniquidad! Por cada cereza o cada naranja que hemos traído de allí para incrementar la productividad de nuestra amada tierra, hemos traído diez mil males. Es una mala acción conquistar el mundo, y no tengo reparos en decirlo. Que Roma continúe siendo lo que siempre fue en los viejos tiempos, un lugar moral y contenido lleno de ciudadanos trabajadores que se ocupaban de sus propios asuntos y no les importaba lo que sucediera en Campania o en Etruria, ¡y no digamos en Anatolia o en Siria! Todo romano era entonces feliz y estaba contento. El cambio vino cuando hombres avarientos y ambiciosos se levantaron por encima del nivel establecido para todos los hombres. ¡Debemos dominar Campania, debemos imponer nuestro gobierno en Etruria, todo italiano debe convertirse en romano! ¡Y todas las carreteras deben conducir a Roma! El gusano empezó a carcomer… lo que era bastante dinero ya no bastaba, y el poder se hizo más embriagador que el vino. ¡Mirad el número de funerales pagados por el Estado que soportamos en estos tiempos! ¿Con qué frecuencia en los viejos tiempos desembolsaba el Estado su precioso dinero para enterrar a hombres que bien podían pagarse sus propios funerales? ¿Con qué frecuencia hace eso el Estado ahora? ¡A veces da la impresión de que soportamos un funeral estatal cada nundinum! Yo fui cuestor urbano, ¡y sé cuánto dinero público se despilfarra en frivolidades como funerales y festines! ¿Por qué ha de contribuir el Estado a pagar banquetes públicos para que el proletariado pueda regalarse con anguilas y ostras y se lleve a su casa las sobras en un saco? ¡Yo os diré por qué! ¡Para que algún hombre ambicioso pueda comprarse el consulado! «¡Oh, grita ese hombre, pero si el proletariado no puede darme votos! ¡Yo soy un patriota romano, a mí simplemente me gusta dar placer a los que no pueden pagarse el placer!». ¡No, el proletariado no puede darles votos! ¡Pero todos los comerciantes que abastecen la comida y la bebida sí que pueden y le dan los votos! ¡Mirad las flores de Cayo César cuando fue edil curul! ¡Por no hablar de que repartió refrigerios suficientes para llenar doscientas mil barrigas que no se lo merecían! ¡Intentad sumar, si sabéis, el número de vendedores de pescado y de flores que le deben a Cayo César su primer voto! Pero es legal, nuestras leyes contra el soborno no pueden tocar a César…
En ese punto Pompeyo se levantó y salió, y a continuación dio comienzo un éxodo masivo de senadores. Cuando el sol se puso sólo quedaban cuatro hombres para escuchar una de las mejores peroratas de Catón: Bíbulo, Cayo Pisón, Ahenobarbo y el desventurado cónsul que tenía las fasces, Lucio Afranio.
Tanto Pompeyo como Craso le enviaron cartas a César al Campo de Marte, donde éste se alojaba en la posada de Minicio. Se encontraba muy cansado porque —a pesar de su enorme corpulencia y fuerza— ya no era lo bastante joven como para remar varios días seguidos; Burgundo estaba sentado en silencio en un rincón del salón privado de César mirando cómo su amado amo conversaba en voz baja con Balbo, que había preferido hacerle compañía antes que entrar en Roma sin César.
Las cartas llegaron transportadas por el mismo mensajero, y a César le llevó poco tiempo leerlas. César levantó la mirada hacia Balbo.
—Bueno, al parecer no voy a poder presentarme a cónsul in absentia —le dijo con calma—. La Cámara parecía dispuesta a concederme el favor, pero Catón estuvo hablando hasta que se puso el sol e impidió que se votase. Craso viene de camino para verme ahora. Pompeyo no vendrá porque cree que lo están vigilando, y es muy probable que tenga razón.
—¡Oh, César! —A Balbo se le empañaron los ojos, pero lo que hubiera dicho después nunca llegó a ser pronunciado; Craso irrumpió en la habitación echando chispas.
—¡El muy mojigato, remilgado y engreído! ¡Detesto a Pompeyo Magnus y desprecio a idiotas como Cicerón, pero a Catón es que lo mataría! ¡Vaya líder que ha heredado ese núcleo irreductible en su persona! ¡Catulo seguiría el ejemplo de su padre y se asfixiaría aspirando exhalaciones de yeso fresco si lo supiera! ¿Quién ha dicho que la incorruptibilidad y la honestidad son las virtudes que más importan? Yo prefiero tratar con el usurero más tramposo y más rastrero del mundo antes que mear en la dirección general de Catón! ¡Él es más advenedizo que cualquier Hombre Nuevo que haya pisado la vía Flaminia escarbándose los dientes con una espiga! ¡Mentula! ¡Verpa! ¡Cunnus! ¡Puaf!
Todo aquello lo escuchó César fascinado y con una deleitada sonrisa de oreja a oreja.
—Mi querido Marco, nunca creí que tuviera que decírtelo a ti, pero ¡cálmate! ¿Por qué sufrir un ataque por causa de alguien como Catón? Él no ganará, con toda su muy ensalzada integridad.
—César, ¡él ya ha ganado! Ahora no puedes ser cónsul en el año nuevo, y, ¿qué va a ser de Roma? Si no hay un cónsul lo bastante fuerte para aplastar a babosas como Catón y Bíbulo, ¡yo me desesperaré! ¡No habrá ninguna Roma! ¿Y cómo voy a proteger mi posición con las Dieciocho si tú no eres cónsul senior?
—No pasa nada, Marco, de verdad. Yo seré cónsul senior en el año nuevo, aunque me toque cargar con Bíbulo como colega.
La rabia de Craso se desvaneció; Craso, boquiabierto, miró a César.
—¿Quieres decir que estás dispuesto a renunciar a tu desfile triunfal? —graznó.
—Desde luego que sí. —César se dio la vuelta en su asiento—. Burgundo, ya empieza a ser hora de que vayas a ver a Cardixa y a tus hijos. Ve a la domus publica y quédate allí. Dale a mi madre dos recados: que llegaré a casa mañana por la noche, y que empaquete mi toga candida y me la envíe aquí esta noche. Mañana al amanecer cruzaré el pomerium y entraré en Roma.
—¡César, es un sacrificio demasiado grande! —protestó Craso, al borde de las lágrimas.
—¡Tonterías! ¿Qué sacrificio? Ya habrá otros triunfos para mí: no pienso irme a una provincia pacífica después de mi consulado, te lo aseguro. Ya deberías conocerme, Marco. Y si yo siguiera adelante y desfilase triunfalmente en los idus, ¿qué clase de espectáculo sería? Nada digno de mí. Es muy difícil competir con Magnus, quien tardó dos días en presentar todo el desfile. No, cuando yo triunfe será tomándome el tiempo que haga falta, y será algo nunca visto. Yo soy Cayo Julio César, no Metelo Pequeña Cabra Crético. Roma deberá hablar de mi desfile durante generaciones. Nunca consentiré ser un fracasado.
—¡No me creo lo que oigo! ¿Renunciar a tu triunfo? ¡Cayo, Cayo, ésa es la cima de la gloria de cualquier hombre! ¡Mírame a mí! ¡Durante toda mi vida el triunfo se me ha escapado, y es lo único que anhelo antes de morir!
—Entonces tendremos que conseguir que tengas tu triunfo. Anímate, Marco, venga. Siéntate y bébete una copa del mejor vino de Minicio, y luego cenemos. He descubierto que remar doce horas al día durante doce días le abre a cualquiera un enorme apetito.
—¡Yo sería capaz de matar a Catón! —dijo Craso; y se sentó.
—Como no hago más que repetir a oídos enormemente sordos, la muerte no es castigo apropiado ni siquiera para Catón. La muerte birla la mejor victoria, pues le ahorra a los enemigos de uno el verse derrotados. A mí me encanta medirme con los Catones y los Bíbulos. Nunca ganarán.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Simple —dijo César sorprendido—. Ellos no desean ganar con tanta pasión como lo deseo yo.
La rabia había desaparecido, pero Craso aún no había logrado adoptar su habitual semblante impasible cuando dijo, con cierta incomodidad;
—Tengo algo menos importante que contarte, pero quizás tú no lo veas igual que yo.
—¿Ah, sí?
Después de lo cual Craso realmente se acobardó.
—Lo dejaremos para más tarde. Hemos estado hablando como si tu amigo ahí presente no existiera.
—¡Oh, dioses! ¡Balbo, perdóname! —exclamó César—. Ven aquí que te presente a un plutócrata mucho más forrado que tú. Lucio Cornelio Balbo el Viejo, éste es Marco Licinio Craso.
»Y ése —pensó César— sí que es un apretón de manos entre iguales donde los haya. No comprendo qué placer les produce ganar dinero, pero entre los dos probablemente podrían comprar y vender toda la península Ibérica. Y qué encantados están de conocerse por fin. No es tan raro que no se hayan conocido antes. Los días de Craso en Hispania habían acabado cuando Balbo aún no era conocido allí. Y éste es el primer viaje de Balbo a Roma, donde tengo muchas esperanzas de que establezca su residencia».
Los tres hombres celebraron una alegre comida, porque al parecer una vez que el imperturbable Craso se veía catapultado fuera de su imperturbabilidad, le resultaba difícil recuperar ese estado mental. Hasta que no se retiraron los platos y se despabilaron las lámparas no se refirió Craso a la otra noticia que tenía para César.
—Tengo que decírtelo, Cayo, pero no te va a gustar —dijo.
—¿Que no me va a gustar qué?
—Nepote pronunció un breve discurso en la Cámara referente a tu solicitud de presentarte in absentia.
—No a mi favor.
—Todo lo contrario.
Craso dejó de hablar.
—¿Qué dijo? ¡Venga, Marco, no puede ser tan malo!
—Peor.
—Entonces será mejor que me lo digas.
—Dijo que no quería otorgarle ningún tipo de favor a un homosexual tristemente famoso como tú. Esa fue la parte amable. Ya conoces a Nepote, muy ácido, desde luego. El resto fue extraordinariamente gráfico y se refería al rey Nicomedes de Bitinia —Craso se detuvo de nuevo, pero como César no decía nada, se apresuró a seguir—. Afranio ordenó a los escribas que borrasen aquella declaración de las actas, y le prohibió a Nepote asistir a ninguna reunión del Senado mientras él tenga las fasces. Resolvió la situación muy bien, realmente.
Desde luego César no estaba mirando ni a Craso ni a Balbo; la luz era tenue. César no se movió, no había expresión alguna en aquel rostro suyo que pudiera producir alarma. Y, sin embargo, ¿por qué dio la impresión de que la temperatura de la habitación se había hecho de pronto muchísimo más fría?
La pausa no fue lo suficientemente prolongada como para calificarla de silencio antes de que César dijera, en un tono de voz normal:
—Esa fue una tontería por parte de Nepote. Les haría más servicio a los boni en la Cámara que desterrado de ella. Debe asistir a todos los consejos de los boni, y debe ser uña y carne con Bíbulo. He esperado años a que se removiese ese bulo. Bíbulo levantó gran parte de esa noticia falsa hace casi media vida, pero luego el rumor pareció apagarse. —La sonrisa de César destelló, pero no había diversión en ella—. Amigos míos, os predigo que éstas van a ser unas elecciones muy sucias.
—En la Cámara aquello no sentó bien —le explicó Craso—. Hubiera podido oírse el ruido que produce una polilla al posarse sobre una toga. Nepote debió de darse cuenta de que se había perjudicado a sí mismo más de lo que había logrado perjudicarte a ti, porque cuando Afranio lo conminó a marcharse, Nepote le soltó a él también una grosería, le dijo la vieja pulla de «hijo de Aulo», y salió de la Cámara.
—Me decepciona Nepote, creí que tenía más astucia.
—O quizás esté protegiendo una tendencia suya en ese mismo sentido —dijo ruidosamente Craso—. En su momento resultaba gracioso, pero si recuerdas cómo se comportaba él durante las reuniones de la plebe cuando él era tribuno, siempre movía mucho las pestañas y les tiraba besos a los zoquetes pesados como Termo.
—Todo lo cual está fuera del tema —dijo César poniéndose en pie al mismo tiempo que Craso—. Nepote ha perjudicado mi dignitas. Eso significa que yo tendré que perjudicar a Nepote.
Cuando volvió al salón después de acompañar a Craso a la salida, encontró a Balbo enjugándose las lágrimas.
—¿Afligido por algo tan vulgar como Nepote? —le preguntó.
—Conozco tu orgullo, así que sé cómo te duele.
—Sí —dijo César dejando escapar un suspiro—, me duele, Balbo, pero no lo admitiré ante ningún romano de mi propia clase. Otra cosa sería si fuera cierto, pero no lo es. Y en Roma una acusación de homosexualidad es muy dañina. La dignitas padece.
—Yo creo que Roma se equivoca —dijo Balbo con suavidad.
—En realidad, yo también. Pero eso no tiene importancia. Lo que importa es la mos maiorum, nuestras costumbres y tradiciones de siglos. Por la razón que sea, y no sé cuál es esa razón, la homosexualidad no se aprueba. Nunca se ha aprobado. ¿Por qué crees que hubo tanta resistencia en Roma a las cosas griegas hace dos siglos?
—Pero también debe de existir aquí, en Roma.
—A carretadas, Balbo, y no sólo entre aquellos que no pertenecen al Senado. Catón el Censor lo decía de Escipión el Africano, y de Sila desde luego era cierto. ¡No importa, no importa! ¡Si la vida fuera fácil, qué aburridos estaríamos!
El cónsul senior y oficial electoral, Quinto Cecilio Metelo Celer, había instalado su barraca en el Foro inferior bastante cerca del tribunal del pretor urbano, y allí presidía para tomar en consideración las numerosas solicitudes que le eran presentadas por aquellos que deseaban presentarse a las elecciones de pretores o de cónsules. Sus obligaciones abarcaban también las otras dos tandas de elecciones, que se celebraban más tarde, en el mes de quintilis, lo cual le había proporcionado a Catón excusa para adelantar el cierre de las candidaturas curules. De ese modo, decía Catón, el oficial electoral podía dedicar la atención y la consideración debidas a los candidatos curules antes de tener que entendérselas con el pueblo y la plebe.
El hombre que se presentaba como candidato para cualquier magistratura se ataviaba con la toga candida, una prenda de cegadora blancura lograda a base de blanquearla al sol y de darle un frotado final con yeso. En pos del candidato iban sus clientes y amigos, cuanto más importantes mejor. Aquellos que tenían mala memoria empleaban un nomenclator, cuya obligación consistía en susurrar el nombre de cada uno de los hombres con que se encontraba en el oído permanentemente inclinado del candidato, cosa que resultaba difícil últimamente, pues los nomenclatores habían sido declarados oficialmente ilegales.
El candidato inteligente hacía acopio incluso de la última onza de paciencia y se preparaba para escuchar a cualquiera, a todo aquel que quisiera hablar con él, por muy prolongada o prolijamente que fuera. Si por casualidad se encontraba con una madre y su bebé, le sonreía a la madre y besaba al pequeño; en eso no había votos, desde luego, pero bien podía ser que ella convenciera al marido para que lo votase. El candidato se reía ruidosamente cuando venía al caso, lloraba copiosamente si le contaban cuentos de infortunio, se ponía solemne y serio cuando se abordaban temas solemnes y serios; pero nunca ponía cara de aburrimiento o de falta de interés, y se cercioraba de no decirle alguna inconveniencia a quien no debía. Estrechaba tantas manos que tenía que meter la mano en agua fría cada noche. Convencía a sus amigos famosos por su oratoria para que se subieran a la tribuna o la plataforma de Cástor y se dirigieran a los asiduos del Foro para hablarles del hombre tan sublime que era él, de qué firme pilar del sistema era él, de cuántas generaciones de imagines llenaban su atrio… y de lo malísimos, reprensibles, deshonestos, corruptos, no patrióticos, viles, sodomizadores, comedores de heces, violadores de niños, incestuosos, bestiales, depravados, amantes de la buena vida, perezosos, glotones y alcohólicos que eran todos sus oponentes. Le prometía todo a todo el mundo, por muy imposible que resultase cumplir tales promesas.
Muchas eran las leyes que Roma había puesto en las tablillas para restringir al candidato: no debía contratar al necesario nomenclator, no podía ofrecer espectáculos de gladiadores, se le prohibía agasajar a la gente, con excepción de sus más íntimos amigos y familiares, no podía hacer regalos y, desde luego, no podía pagar dinero como soborno. De manera que lo que ocurría era que con algunas de las cosas que estaban prohibidas —el nomenclator, por ejemplo— se hacía la vista gorda, y otras, como lo de los gladiadores y los banquetes, habían caído en desuso y el dinero que habrían costado se utilizaba en cambio para sobornos en metálico.
Lo interesante de un romano era que si consentía en ser comprado, comprado quedaba. Lo tenían como un asunto de honor, y a un hombre que no cumpliera después de ser sobornado se le hacía el vacío. Casi nadie que estuviera por debajo del nivel de un caballero de las Dieciocho era impermeable al soborno, cosa que suponía una muy bienvenida pequeña cantidad de dinero que tanto se necesitaba. Los principales beneficiarios eran hombres de la primera clase inferiores al nivel de las Dieciocho Centurias senior, y, en menor medida, los hombres de la segunda clase. La tercera, cuarta y quinta clases no merecían el gasto, pues rara vez se les convocaba a votar en las elecciones centuriadas. Un hombre que tuviera de su parte a todas las Centurias no tenía verdadera necesidad de sobornar a la segunda clase, tanto peso tenían las Centurias en favor de los votantes de la primera clase, que también eran los más ricos, pues las Centurias estaban clasificadas basándose en los medios económicos.
Más difícil resultaba influir en las elecciones tribales mediante sobornos, pero no imposible. Ningún candidato a edil o a tribuno de la plebe se tomaba la molestia de sobornar a los miembros de las extensas cuatro tribus urbanas; en lugar de ello, dichos candidatos ponían el esfuerzo en las tribus rurales que tenían unos cuantos miembros dentro de Roma en época de elecciones.
La cantidad que cada hombre ofreciera dependía de él. Podían ser mil sestercios a cada uno de dos mil votantes, o cincuenta mil a cada uno de cuarenta votantes con suficiente influencia como para convencer a otros hombres. Los clientes tenían obligación de votar a sus patrones, pero un regalo en dinero en metálico también ayudaba en ese terreno. Un desembolso de dos millones de sestercios en total era la suma que un hombre extraordinariamente rico podía pensar en gastarse; a lo sumo. Algunas elecciones eran igualmente famosas porque los sobornantes eran muy tacaños, y aquellos que esperaban que les sobornasen criticaban dichas elecciones con dureza.
Los sobornos se distribuían en su mayor parte antes del día de las votaciones, aunque la mayoría de los candidatos que habían desembolsado grandes sumas de dinero para sobornar se aseguraban de poner interventores tan cerca como fuera posible de las cestas para comprobar lo que un votante había grabado en su tablilla. Y el peligro radicaba en sobornar a la persona inadecuada; Catón era famoso por reunir a un buen número de hombres para que aceptase sobornos y luego los utilizaba como testigos ante el Tribunal de Sobornos. Aquello no era deshonroso, pues el hombre sobornado votaba desde luego como debía, pero luego no tenía remordimientos para prestar declaración en un procesamiento porque había sido reclutado precisamente para hacer eso antes de haber aceptado el dinero. Por ese motivo la mayoría de los hombres que eran procesados por soborno electoral habían logrado ser elegidos, desde Publio Sila hasta Autronio o Murena. No solía juzgarse a los sobornados, sólo juzgaban a los que habían pagado sobornos y salían elegidos.
Normalmente había hasta un total de diez candidatos a cónsules, seis o siete era el número más frecuente, y por lo menos la mitad de ellos procedían de las Familias Famosas. El electorado solía tener un campo donde elegir rico y variado. Pero el año en que César se presentó a cónsul la Fortuna favoreció a Bíbulo y los boni. A la mayoría de los pretores del año de César les habían concedido una prórroga en sus respectivas provincias, así que no estaban en Roma para competir en unas elecciones donde el peso se inclinaba tanto en dirección a un hombre: todo romano al tanto de la política sabía que César no podía perder. Y ese hecho reducía las posibilidades de todos los demás. Sólo otro hombre aparte de César podía convertirse en cónsul, y si acaso sería cónsul junior. César, con toda seguridad, sacaría el máximo número de votos, lo cual lo convertiría en cónsul senior. Por tanto, muchos hombres que aspiraban a ser cónsules decidieron no presentarse en el año de César. Una derrota siempre era perjudicial.
Por consiguiente, los boni decidieron apostarlo todo a un solo hombre, Marco Calpurnio Bíbulo, e iban por todas partes convenciendo a los candidatos en potencia de familia noble o antigua para que no se presentase compitiendo con Bíbulo. ¡Él tenía que ser cónsul junior! Como cónsul junior estaría en posición de hacerle la vida a César como cónsul senior muy difícil y frustrante.
El resultado fue que sólo hubo cuatro candidatos, sólo dos de los cuales procedían de familias nobles: César y Bíbulo. Los otros dos candidatos eran Hombres Nuevos, y de los dos, sólo uno tenía alguna probabilidad: Lucio Luceyo, un famoso abogado y leal partidario de Pompeyo. Naturalmente Luceyo sobornaría, pues la fortuna de Pompeyo lo respaldaba, así como la considerable fortuna que él mismo poseía. La cantidad de dinero ofrecida en sobornos le daba a Luceyo una oportunidad, pero sólo una oportunidad remota. Bíbulo era un Calpurnio, le respaldaban los boni y sin duda él también recurriría a los sobornos.
César cruzó el pomerium y entró en Roma al romper el alba.
Acompañado sólo de Balbo, bajó por la vía Lata a pie hacia la colina de los Banqueros, entró en la ciudad por la puerta Fontinalis, y bajó al Foro; la prisión Lautumiae le quedaba a la derecha y la basílica Porcia a la izquierda.
Cogió desprevenido, hábilmente, a Metelo Celer, pues el oficial electoral curul estaba sentado en su barraca mirando con embeleso un águila que se encontraba posada en el tejado del templo de Cástor, y no advirtió movimiento alguno procedente de la dirección de la prisión.
—Un auspicio interesante —le dijo César.
Celer se sofocó, se atragantó, barrió todos los papeles, hizo un montón con ellos y se puso en pie de un bote.
—¡Llegas demasiado tarde, ya he cerrado! —exclamó.
—Venga ya, Celer, no creo que te atrevas a ser tan inconstitucional. Estoy aquí para presentar mi candidatura para el consulado antes de las nonas de junio. Hoy tienes abierto, el Senado así lo ha decretado. Cuando llegué a tu presencia, tú estabas sentado dispuesto a trabajar. Por lo tanto, aceptarás mi candidatura. No existe impedimento alguno.
De pronto el Foro inferior se había llenado de bote en bote; todos los clientes de César estaban allí, y era un hombre tan importante, al que Celer conocía, que no se atrevió a cerrar la barraca. Marco Craso avanzó con paso majestuoso hasta César y se colocó junto a su brillante y blanco hombro.
—¿Hay algún problema, César? —gruñó.
—Ninguno, que yo sepa. ¿Y bien, Quinto Celer?
—No has entregado las cuentas de tu provincia.
—Sí que lo he hecho, Quinto Celer. Llegaron al Tesoro ayer por la mañana, con instrucciones de que fueran revisadas inmediatamente. ¿Quieres que vayamos juntos dando un paseo hasta el templo de Saturno ahora y averigüemos si existe alguna discrepancia?
—Acepto tu candidatura para el consulado —le dijo Celer; y se inclinó hacia adelante—. ¡Eres un tonto! —le gruñó—. Has renunciado a tu desfile triunfal. ¿Y para qué? ¡Bíbulo te tendrá atado de pies y manos, eso te lo juro! Deberías haber esperado hasta el año que viene.
—Para el año que viene no existiría Roma si a Bíbulo se le dejase campar a sus anchas. No, ésa no es la expresión apropiada, habría que decir si Bíbulo estuviera sin hacer nada y prohibiéndolo todo. Sí, eso lo expresa mejor.
—¡Te lo prohibirá todo aunque tú seas su superior!
—Una pulga quizás lo intente.
César dio media vuelta, le echó un brazo por los hombros a Craso y se adentraron entre una multitud extasiada pero llorosa, tan disgustada por la pérdida del triunfo de César como rebosante de júbilo al verlo aparecer dentro de la ciudad.
Durante un momento Celer contempló aquel recibimiento emocionado y luego les hizo una breve seña a sus ayudantes.
—Esta barraca está cerrada —dijo; y se puso en pie—. ¡Lictores, a la casa de Marco Calpurnio Bíbulo, y daos prisa por una vez!
Como eran las nonas y no estaba fijada ninguna sesión del Senado, Bíbulo se encontraba en casa cuando llegó Celer.
—¿Adivinas quién acaba de declararse candidato? —le preguntó entre dientes mientras irrumpía en el despacho de Bíbulo.
El rostro huesudo y pelado que lo recibió se puso todavía más pálido, algo que cualquiera habría dicho que era imposible.
—¡Bromeas!
—No bromeo —dijo Celer mientras se dejaba caer en una silla y le echaba una mirada de desagrado al ocupante de la silla de las personas importantes, Metelo Escipión. ¿Por qué tenía que estar allí aquel lúgubre mentula?—. César ha cruzado el pomerium y ha renunciado a su imperium.
—¡Pero si tenía que desfilar en triunfo!
—Ya os advertí que él ganaría —dijo Metelo Escipión—. ¿Y sabéis por qué gana siempre? Porque no se detiene a contar el gasto. Él no piensa como nosotros. Ninguno de nosotros habría renunciado a un triunfo teniendo la posibilidad de ser cónsul cualquier otro año.
—Ese hombre está loco —dijo Celer; y frunció el entrecejo.
—Muy loco o muy cuerdo, nunca estoy seguro —dijo Bíbulo, y dio unas palmadas. Cuando apareció un criado le dio órdenes—: Manda a llamar a Marco Catón, Cayo Pisón y Lucio Ahenobarbo.
—¿Un consejo de guerra? —preguntó Metelo Escipión, que suspiraba como si tuviera delante la perspectiva de otra causa perdida.
—¡Sí, sí! ¡Aunque te lo advierto, Escipión, ni una palabra acerca de que César siempre gana! No nos hace falta un profeta fatalista entre nosotros; en lo referente a profetizar la fatalidad tú estás en la liga de Casandra.
—¡De Tiresias, muchas gracias! —dijo Metelo Escipión muy estirado—. ¡Yo no soy una mujer!
—Bueno, él lo fue durante algún tiempo —dijo Celer con una risita tonta—. ¡Y ciego también! ¿Has estado viendo copular serpientes últimamente, Escipión?
Cuando César entró en la domus publica era después del mediodía. Todo se había detenido, tanta era la gente que había afluido al Foro para verle, y también había tenido que ocuparse de Balbo; a Balbo había que concederle todas las atenciones distinguidas, y César le había ido presentando a todos los hombres preeminentes con que se encontraron.
Llevó algún tiempo instalar a Balbo en una de las habitaciones para invitados del piso de arriba, y más tiempo todavía saludar a su madre, a su hija y a las vestales. Pero por fin, no mucho antes de la cena, pudo cerrar la puerta del despacho al resto del mundo y quedarse solo para meditar.
El triunfo era cosa del pasado; no perdió mucho tiempo pensando en ello. Muchísimo más importante era decidir qué hacer a continuación… y adivinar qué pensarían hacer a continuación los boni. La veloz partida de Celer del Foro no le había pasado inadvertida, lo cual significaba sin duda que los boni en aquel momento estarían celebrando un consejo de guerra.
Era una gran lástima lo de Celer y Nepote. Ellos habían sido antes unos aliados excelentes. Pero ¿por qué se habían metido en el problema de convertirse ahora en mortales antagonistas suyos? Pompeyo era el blanco al que ellos apuntaban, y tampoco tenían ninguna prueba verdadera de que César, una vez que fuera cónsul, pensase convertirse en la marioneta de Pompeyo. Era cierto que César siempre había hablado en favor de Pompeyo en la Cámara, pero nunca habían sido amigos íntimos, ni les unía ningún parentesco de sangre. Pompeyo no le había ofrecido a César ningún cargo como legado suyo mientras estuvo conquistando el Este; no existía ningún estado de amicitia entre ellos. ¿Se habrían visto obligados los hermanos Metelo a hacer suyos todos los enemigos de los boni como precio por ser admitidos en sus filas? No era muy probable, dada la influencia que poseían los hermanos Metelo. No tenían necesidad de dar coba a los boni. Los boni hubieran acudido a ellos arrastrándose.
Lo más desconcertante de todo era aquel ataque absolutamente difamatorio de Nepote en la Cámara; aquello era indicio de un rencor colosal, de un odio muy personal. ¿Por qué? ¿Lo odiaban ya dos años atrás, cuando habían colaborado con él de un modo tan espléndido? Decididamente no. César no era Pompeyo, no era víctima de la clase de inseguridad que llevaba a Pompeyo a inquietarse por si la gente lo estimaba o lo despreciaba; ahora su sentido común le decía a César que hacía dos años aquel odio no existía. Entonces, ¿por qué se habían vuelto contra él los hermanos Metelo? ¿Por qué? ¿Mucia Tercia? ¡Sí, por todos los dioses, Mucia Tercia! ¿Qué les habría dicho ella a sus hermanos de madre para justificar su forma de obrar en ausencia de Pompeyo? Entregar su noble cuerpo a alguien como Tito Labieno no la habría dejado en buen lugar ante los ojos de los dos Cecilios Metelos más influyentes que quedaban vivos, y sin embargo ellos no sólo la habían perdonado, sino que habían salido en su defensa en contra de Pompeyo. ¿Le había echado ella la culpa a César, a quien conocía desde hacía veintiséis años, cuando ella se casó con el joven Mario? ¿Les habría dicho ella que César había sido su seductor? El rumor tenía que haber salido de alguna parte. ¿Qué mejor fuente que Mucia Tercia?
De manera que los hermanos Metelo eran ahora sus enconados enemigos. Bíbulo, Catón, Cayo Pisón, Ahenobarbo y una multitud de boni menos importantes, como Marco Favonio y Munacio Rufo, harían cualquier cosa menos asesinarlo con tal de hacerlo caer. Lo cual sólo dejaba a Cicerón. El mundo estaba ampliamente provisto de hombres que nunca podían tomar una decisión, flirteaban con este grupo, halagaban a aquel otro, y acababan por no tener ningún aliado y muy pocos amigos. Así era Cicerón. De qué parte estaría él en aquel momento era algo que cualquiera tendría que adivinar; probablemente ni el propio Cicerón lo sabía. En un momento dado adoraba a su queridísimo Pompeyo, y al momento siguiente odiaba todo lo que Pompeyo era o representaba. ¿Qué oportunidad tenía César, siendo amigo de Craso? Sí, César, abandona toda esperanza acerca de Cicerón…
Lo más sensato era formar una alianza política con Lucio Luceyo. César lo conocía bien porque habían trabajado en muchos juicios juntos, casi siempre con César en el estrado. Abogado brillante, orador espléndido y hombre inteligente que merecía ennoblecerse a sí mismo y ennoblecer a su familia. Luceyo y Pompeyo podían permitirse sobornar, y sin duda sobornarían. Pero ¿daría resultado? Cuanto más pensaba César en aquello, menos confiado se sentía. ¡Ojalá el Gran Hombre tuviera seguidores en el Senado y en las Dieciocho! El problema era que no los tenía, particularmente en el Senado, un sorprendente estado de cosas que podía atribuirse directamente a su antiguo desprecio por la ley y por la constitución no escrita de Roma. Les había pasado por la nariz al Senado sus propios excrementos con el fin de obligarlos a que le permitieran presentarse a cónsul sin siquiera haber sido senador. Y ellos no lo habían olvidado, ninguno de los padres conscriptos que hubiera pertenecido al Senado en aquella época lo había olvidado. Había sido en una época no muy lejana, en realidad. Una simple década. Los únicos partidarios senatoriales leales a Pompeyo eran sus paisanos picentinos como Petreyo, Afranio, Gabinio, Lolio, Labieno, Luceyo y Herenio, y ésos, precisamente, no tenían importancia. Entre todos no podían convencer a un senador de los bancos de atrás para que votase de determinada manera a menos que el senador de la parte de atrás fuera picentino. El dinero podía comprar algunos votos, pero la logística de distribuir bastante dinero entre los suficientes votantes derrotaría a Pompeyo y a Luceyo si los boni también decidían sobornar.
Por lo tanto los boni estarían sobornando. Oh, sí, decididamente. Y si Catón daba el visto bueno a los soborno, no habría manera de descubrirlo a menos que el propio César adoptase la táctica de Catón. Cosa que no haría. No por principios, sino simplemente por falta de tiempo y de saber a quién acudir para que actuase como informador. Para Catón aquello era un perfecto arte; llevaba años haciéndolo. Así que prepárate para la lucha, César, vas a tener a Bíbulo por colega junior, te guste o no…
¿Qué más podían hacer? Conseguir que a los cónsules del año siguiente se les negase después el acceso a las provincias. Y bien podía ser que lo lograsen. En aquel momento las dos Galias eran las provincias consulares que se asignaban a los cónsules, debido al malestar que existía en la provincia ulterior entre los alóbroges, los eduos y los secuanos. Las Galias solían trabajarse en tándem, la Galia Cisalpina servía como base de reclutamiento y abastecimiento para la Galia de más allá de los Alpes; un gobernador luchaba y el otro mantenía las fuerzas. A los cónsules del año en curso, Celer y Afranio, se les habían concedido ya las Galias para el año siguiente, y era Celer el que tenía que luchar más allá de los Alpes, y Afranio le respaldaría desde el lado de acá de los Alpes. Qué fácil sería prorrogarlos durante uno o dos años más. La pauta ya se había establecido, pues la mayor parte de los actuales gobernadores de provincias estaban en su segundo o incluso tercer año de permanencia.
Si los alóbroges ya se habían calmado auténticamente —y todos parecían pensar que así era—, entonces la lucha en la Galia Transalpina era un asunto entre tribus, más que una guerra dirigida contra Roma. Hacía más de un año que los eduos se habían quejado amargamente al Senado de que los secuanos y los arvernos estaban construyendo carreteras que se adentraban en territorio eduo; el Senado no les había hecho caso. Ahora les tocaba quejarse a los secuanos. Habían formado una alianza con una tribu germana del otro lado del Rin, los suevos, y le habían dado al rey Ariovisto de los suevos un tercio de sus tierras. Desgraciadamente Ariovisto no había considerado que un tercio fuese suficiente. Quería dos tercios. Luego los helvecios habían empezado a salir de los Alpes en busca de nuevos hogares en el valle del Ródano. Ninguno de estos pueblos le interesaba en realidad a César, que se alegraba de que Celer tuviera la responsabilidad de arreglar los estropicios que varias tribus guerreras de galos pudieran originar.
César quería la provincia de Afranio, la Galia Cisalpina. Él sabía hacia dónde iba: al interior de Nórica, Mesia, Dacia, las tierras de alrededor del río Danubio, todo el trayecto hasta el mar Euxino. Las conquistas que hiciera enlazarían Italia con las conquistas de Pompeyo en Asia, y las fabulosas riquezas de aquel enorme río le pertenecerían a Roma, él le proporcionaría a Roma una ruta terrestre hacia Asia y el Cáucaso. Si el viejo rey Mitrídates había creído que podía hacerlo moviéndose de este a oeste, ¿por qué no iba a hacerlo César avanzando de oeste a este?
Las provincias consulares las seguía asignando el Senado según una ley promulgada por Cayo Graco; esa ley estipulaba que las provincias que habían de concederse a los cónsules del año siguiente debían decidirse antes de que los cónsules hubieran sido elegidos. De ese modo los candidatos para los consulados del próximo año sabían por adelantado a qué provincia irían.
César la consideraba una ley excelente, pues estaba diseñada para impedir que los hombres hiciesen maquinaciones para asegurarse la obtención de la provincia que se les antojase después de haber sido elegidos cónsules y tener poderes consulares. Bajo las actuales circunstancias, lo mejor era saber lo más pronto posible qué provincia sería la suya. Si las cosas no iban como ellos querían —si a los cónsules del año siguiente no se les concedían las provincias, por ejemplo—, entonces la ley de Cayo Graco le permitía por lo menos diecisiete meses para maniobrar, para pensar y planear cómo acabar consiguiendo la provincia que quería. ¡La Galia Cisalpina, él tenía que conseguir la Galia Cisalpina! Resultaba muy interesante que Afranio pudiera resultar ser un obstáculo peor que Metelo Celer. ¿Estaría dispuesto Pompeyo a quitarle a Afranio un premio, a quien se lo había prometido, para dárselo a César si le ayudaba cuando fuese un cónsul senior?
Durante el tiempo que había pasado gobernando la Hispania Ulterior, la manera de pensar de César había cambiado un poco. La experiencia auténtica de gobernar había sido enriquecedora. Y también había contribuido a ello el hecho de encontrarse ausente de la propia Roma. A aquella distancia encajaban mejor muchas cosas que no había logrado comprender hasta entonces, y otras ideas habían sufrido modificaciones. Pero sus metas no habían cambiado: él no sólo sería el Primer Hombre de Roma, sino además el más grande de todos los que lo habían sido.
No obstante, ahora veía que aquellas metas eran imposibles de alcanzar a la manera antigua. Hombres como Escipión el Africano y Cayo Mario habían salido de una asombrosa y gigantesca zancada del consulado y se habían metido a ostentar un mando militar de tal magnitud que ello les valió el título, la influencia y la fama duradera. Catón el Censor había hecho pedazos a Escipión el Africano después de que éste se convirtió en el innegable Primer Hombre de Roma, y Mario se había destrozado solo cuando su mente se desgastó gracias a aquellos ataques de apoplejía. Ninguno de aquellos dos hombres se habían visto obligados a entendérselas con una oposición organizada y sólida como los boni. La presencia de los boni había cambiado la situación de raíz.
César comprendía ahora que no podría llegar a la meta él solo, que necesitaba aliados más poderosos que los hombres de una facción creada por sí mismo para sí mismo. Su facción se iba formando estupendamente, y en ella se contaban hombres como Balbo, Publio Vatinio —cuya riqueza e inteligencia lo hacían inmensamente valioso—, el gran banquero romano Cayo Opio, Lucio Pisón, desde que éste lo había salvado de los prestamistas, Aulo Gabinio, Cayo Octavio, marido de la sobrina de César y un hombre enormemente rico que era pretor además.
Necesitaba a Marco Licinio Craso, por una parte. Qué extraordinario que la suerte hubiera arrojado en sus brazos abiertos a Craso; los contratos de la recaudación de impuestos constituían una novedad que nadie hubiera podido predecir. Si cuando él fuera cónsul senior conseguía resolverle los asuntos a Craso, sabía que en adelante todas las buenas relaciones que tenía aquel hombre serían también suyas.
Pero también necesitaba a Pompeyo el Grande. Necesito a ese hombre, necesito a Pompeyo Magnus. ¿Pero cómo voy a ligarlo a mí cuando le haya conseguido sus tierras y haya hecho que sus convenios en el Este se ratifiquen? Él ni es un verdadero romano ni agradecido por naturaleza. ¡Como sea, sin quedar yo bajo su dominio, tengo que conservarlo de mi parte!
En ese momento Aurelia invadió su intimidad.
—Llegas justo a tiempo —le dijo César mientras sonreía y se levantaba para ayudarla a sentarse—. Mater, ya sé adónde voy.
—Eso no me sorprende, César. A las estrellas.
—Si no a las estrellas, sí a los confines de la tierra.
Aurelia frunció el entrecejo.
—Sin duda te habrán contado lo que Metelo Nepote dijo en la Cámara, ¿no es así?
—Pues sí. Me lo ha dicho Craso. Y estaba muy trastornado.
—Bueno, tenía que salir a la superficie tarde o temprano. ¿Cómo llevarás ese asunto?
Ahora le tocó a César fruncir el entrecejo.
—No estoy muy seguro. Aunque me alegro de no haber estado allí para oírle… habría podido matarle, lo cual no hubiese sido nada beneficioso para mi carrera. ¿Debería yo, por ejemplo, tirarle besos y trasladar la sospecha de mis hombros a los suyos? Craso cree que Nepote tiene inclinaciones en ese sentido.
—No —dijo Aurelia con firmeza—. Haz caso omiso de lo que dijo e ignóralo a él. Hay más cadáveres femeninos, bueno, metafóricamente hablando, sembrados a tu paso de los que hubo detrás de Adonis. Tú no has intrigado con ningún hombre, ni tus enemigos han sido capaces de sacar del aire ningún nombre de hombre por más que lo han intentado. No pueden conseguir nada mejor que el pobre viejo rey Nicomedes. Sigue siendo la única acusación casi veinticinco años después. El tiempo por sí solo lo va debilitando, César, si lo consideras con frialdad. Me doy cuenta de que tu paciencia se está agotando, pero te ruego que contengas el mal genio cuando salga a colación este tema. No hagas caso, ignóralo, no hagas caso.
—Sí, tienes razón. —César suspiró—. Sila solía decir que para un hombre no había una carretera más difícil que la que lleva al consulado ni lo pasaba nunca tan mal como cuando por fin era cónsul. Pero me temo que yo lo pasaré aún peor.
—¡Eso está bien! Sila sobresalió por encima de los demás, y todavía sobresale.
—A Pompeyo no le gustaría que lo odiasen como algunos hombres odiaron a Sila, pero pensando en ello, mater, yo preferiría que me odiasen antes que hundirme en el olvido. Uno nunca sabe qué le depara el futuro. Lo único que puede hacer es estar preparado para lo peor.
—Y actuar —dijo Aurelia.
—Eso siempre. ¿Está lista la cena? Todavía estoy reponiendo lo que perdí remando.
—En realidad había venido para decirte que la cena estaba preparada. —Aurelia se puso en pie—. Me cae bien ese Balbo. Un estupendo aristócrata, ¿me equivoco?
—Igual que yo, puede seguir su árbol genealógico hasta hace mil años. Es púnico. Su nombre verdadero es asombroso: Kinahu Hadasht Byblos.
—¿Tres nombres? Sí, es un noble.
Salieron al pasillo y torcieron en dirección a la puerta del comedor.
—¿No hay problemas con las vestales? —le preguntó César.
—Ninguno en absoluto.
—¿Y mi pequeño mirlo?
—Floreciente.
En ese momento Julia apareció procedente de la escalera, y César tuvo la suficiente presencia de ánimo para verla bien. ¡Oh, cuánto había crecido en su ausencia! ¡Qué hermosa! ¿O era que la veía con el prejuicio propio de un padre?
Pero no era así. Julia había heredado la estructura ósea de César, que él, a su vez, había heredado de Aurelia. Seguía siendo tan rubia que la piel brillaba transparente, y su rica mata de pelo casi no tenía color, una combinación que le otorgaba una fragilidad exquisita que se reflejaba en unos enormes ojos azules colocados en medio de tenues sombras violeta. Tan alta como un hombre de estatura media, tenía el cuerpo quizás demasiado delgado y los pechos un poco pequeños para el gusto masculino, pero la distancia ahora le mostraba a su padre que, desde luego, la muchacha tenía su propio encanto y embelesaría a cualquier hombre. ¿La habría deseado yo de no haber sido su progenitor? No estoy seguro de si la habría deseado, pero creo que la habría amado. Es una verdadera Julia, hará felices a los hombres de su vida.
—Cumplirás diecisiete años en enero —le dijo César una vez que hubieron puesto la silla de Julia enfrente de la de él, y la de Aurelia frente a Balbo, quien ocupaba el locus consularis en el canapé—. ¿Cómo está Bruto?
Julia respondió a la pregunta con toda compostura, aunque el rostro, observó César, no se le iluminó al oír mencionar el nombre de su prometido.
—Está bien, tata.
—¿Se está haciendo un nombre en el Foro?
—Más bien en los círculos editoriales. Sus epítomes son muy apreciados. —La muchacha sonrió—. En realidad me parece que lo que más le gusta son los negocios, así que es una pena que tenga rango senatorial.
—¿Teniendo como tenemos el ejemplo de Marco Craso? El Senado no le pondrá limitaciones si es listo.
—Sí, es listo. —Julia respiró profundamente—. Le iría mucho mejor en la vida pública sólo con que su madre lo dejase en paz. La sonrisa de César no contenía ni rastro de enojo.
—Estoy de acuerdo contigo de todo corazón, hija. Yo no hago más que decirle a ella que no lo convierta en un conejo, pero, ay, Servilia es Servilia.
El nombre captó la atención de Aurelia.
—Ya sabía yo que tenía otra cosa que decirte, César. Servilia desea verte.
Pero fue a Bruto a quien vio primero; llegó a la domus publica para visitar a Julia justo cuando los cuatro salían del comedor. Tan avergonzado como siempre, le dio la mano a César con flaccidez y miró a todas partes menos a los ojos de César, característica que siempre había irritado a éste, pues le parecía algo sospechoso. Aquel espantoso acné tenía aún peor aspecto que antes, aunque a los veintitrés años ya debería haber empezado a desaparecer. Si no hubiera sido tan moreno, quizás la barba corta que se le extendía descuidadamente por las mejillas, el mentón y la mandíbula no le habría dado un aspecto tan infame; no era de extrañar que prefiriera garabatear papeles a la oratoria. De no haber sido por todo aquel dinero y el impecable árbol genealógico que tenía, ¿quién habría podido nunca tomarse en serio a Bruto?
No obstante, era evidente que estaba tan enamorado de Julia como hacía años. Bueno, gentil, fiel, cariñoso. Al posar los ojos en ella se le llenaban de afecto, y le cogía la mano como si se le fuera a romper. ¡No había necesidad de preocuparse de que la virtud de Julia hubiera estado nunca sometida a asedio! Bruto esperaría hasta que estuvieran casados. De hecho, ahora se le ocurría a César que Bruto esperaría hasta que estuvieran casados… es decir, que él no había tenido ningún tipo de experiencia sexual. En cuyo caso el matrimonio le haría mucho bien en todos los sentidos, incluidos la piel y el espíritu. Pobre, pobre Bruto. La Fortuna no había sido buena con él cuando le dio por madre a aquella arpía de Servilia. Reflexión que le llevó a preguntarse cómo se las arreglaría Julia teniendo a Servilia por suegra. ¿Sería la hija de César otra persona sobre la que la arpía clavase uñas y dientes y la acobardase sometiéndola a obediencia perpetua?
César se reunió con su arpía al día siguiente al atardecer en las habitaciones del Vicus Patricii. Cuarenta y cinco años, aunque no los aparentaba. La voluptuosa figura no se había ensanchado, ni los maravillosos pechos se le habían caído; de hecho, tenía un aspecto magnífico.
Se esperaba un frenesí, pero Servilia le ofreció una languidez lenta y erótica que César encontró irresistible, una enredada telaraña de los sentidos que ella tejió formando dibujos tortuosos que lo redujeron a él a un éxtasis indefenso. Al principio de conocerla, César había sido capaz de aguantar una erección durante horas sin sucumbir al orgasmo, pero Servilia, ahora él lo admitía, lo había vencido por fin. Cuanto más tiempo hacía que la conocía, menos capaz era de resistirse al hechizo sexual de ella. Lo cual significaba que la única defensa que tenía César era ocultarle esos hechos a ella. ¡Nunca le daría información vital a Servilia! Ella roería esa información hasta dejarla seca.
—He oído decir que desde que cruzaste el pomerium y presentaste tu candidatura, los boni te han declarado una guerra total —le dijo Servilia cuando estaban tumbados juntos en el baño.
—No te esperarías otra cosa, ¿verdad?
—No, desde luego que no. Pero la muerte de Catulo ha soltado el freno. Bíbulo y Catón son una combinación terrible en el sentido de que tienen dos ventajas que ahora pueden utilizar sin miedo a la crítica o a la desaprobación: una es la habilidad de racionalizar cualquier acción atroz y convertirla en virtud, y la otra es una total falta de previsión. Catulo era un hombre vil porque tenía una pequeñez de carácter que su padre nunca tuvo; eso le venía de tener por madre a una Domicia. La madre de su padre era una Popilia de mucho mejor cepa. Pero Catulo sí que tenía cierta idea de lo que significa ser un noble romano, y de vez en cuando alcanzaba a ver el resultado de ciertas tácticas de los boni. Así que te lo advierto, César, su muerte es un desastre para ti.
—Magnus también me ha dicho algo así acerca de Catulo. No estoy pidiéndote consejo, Servilia, pero me interesa tu opinión. ¿Qué crees tú que debería hacer yo para contrarrestar a los boni?
—Me parece que ha llegado la hora de que admitas que no puedes ganar sin algunos aliados fuertes, César. Hasta ahora has librado una batalla en solitario. Desde ahora debe ser una batalla librada junto con otras fuerzas. Tu partido se ha quedado demasiado pequeño. Agrándalo.
—¿Con qué? O mejor dicho, ¿con quién?
—Marco Craso te necesita para recuperar su influencia entre los publicani, y Ático no es tan tonto como para adherirse ciegamente a Cicerón. Tiene debilidad por Cicerón, pero mucha mayor debilidad por sus actividades comerciales. No necesita dinero, pero anhela con fuerza tener poder. Quizás sea una suerte que nunca le haya llamado la atención el hecho de tener poder político, pues de otro modo tú te habrías encontrado con cierta competencia por su parte. Cayo Opio es el banquero más importante de Roma. Tú ya tienes a Balbo, que es el mayor banquero de todos los banqueros, en tu partido. Arréglatelas para convencer a Opio de que se pase a tu campo también. Bruto es tuyo, gracias a Julia.
Servilia estaba tumbada con aquellos hermosísimos pechos flotando suavemente en la superficie del agua; llevaba el abundante pelo negro recogido en rizos sin orden para que no se le mojase, y los grandes ojos negros miraban absolutamente hacia el interior de las capas de su propia mente.
—¿Qué me dices de Pompeyo Magnus? —le preguntó César como de pasada.
Servilia se puso rígida; de pronto sus ojos se clavaron en los de César.
—¡No, César, no! ¡Ese carnicero picentino no! El no entiende cómo funciona Roma, nunca lo ha entendido y nunca lo entenderá. Hay en él una mina de habilidad natural, una fuerza enorme para lo bueno o lo malo. ¡Pero no es romano! Si fuera romano, nunca le habría hecho al Senado lo que le hizo antes de ser cónsul. No tiene una vena sutil, no está convencido por dentro de ser invencible. Pompeyo cree que las normas y las leyes se han hecho para romperlas en su beneficio personal. Sin embargo ansía la aprobación de los demás, y se encuentra desgarrado perpetuamente por deseos conflictivos. Quiere ser el Primer Hombre de Roma para el resto de su vida, pero en realidad no tiene ni idea de cuál es la manera correcta de hacer eso.
—Es cierto que no manejó con mucho acierto su divorcio de Mucia Tercia.
—Eso se lo achaco yo a Mucia Tercia —dijo ella—. No hay que olvidar quién es ella. Hija de Escévola, amada sobrina de Craso el Orador. Sólo un patán picentino como Pompeyo la habría encerrado en una fortaleza a doscientas millas de Roma durante varios años seguidos. Así que cuando le puso los cuernos a Pompeyo lo hizo con un palurdo como Labieno. Mucho mejor habría sido si lo hubiera hecho contigo.
—Eso siempre lo he sabido.
—Y también sus hermanos. Por eso la creyeron.
—¡Ah! Ya me parecía.
—Sin embargo, Escauro le conviene.
—De manera que tú crees que yo debería mantenerme alejado de Pompeyo.
—¡Mil veces, sí! No puede jugar a este juego porque no conoce las reglas.
—Sila lo controló.
—Y él controló a Sila. No olvides eso nunca, César.
—Tienes razón, así fue. Incluso así, Sila lo necesitó.
—Más tonto fue Sila —dijo Servilia con desprecio.
Cuando Lucio Flavio llevó ante la plebe el proyecto de ley de tierras de Pompeyo, toda posibilidad de aprobación acabó de una vez para siempre. Celer estaba allí, en los Comicios, para atormentar y arengar; tan encarnizada fue la confrontación con el pobre Flavio que acabó por invocar su derecho a llevar las cosas sin que le pusieran obstáculos, e hizo conducir a Celer a las Lautumiae. Desde su celda, Celer convocó una reunión del Senado; luego, cuando Flavio atrancó la puerta de su casa con su propio cuerpo, Celer ordenó echar abajo la pared y personalmente supervisó la demolición. Nada le impedía salir de su celda, siendo como era una de las Lautumiae, pero el cónsul senior prefirió demostrarle a Lucio Flavio quién era él llevando sus asuntos de cónsul y de miembro del Senado desde la celda. Frustrado y muy enfadado, Pompeyo no tuvo más remedio que llamar al orden a su tribuno de la plebe. Con el resultado de que Flavio autorizó que pusieran en libertad a Celer, y no asistió a más reuniones de la Asamblea Plebeya. Fue imposible promulgar la ley de tierras.
Mientras tanto, se desarrollaba la campaña electoral para las elecciones curules a ritmo febril, estimulado enormemente el interés público por el regreso de César. De algún modo, cuando César no estaba en Roma todo tendía a ser aburrido, mientras que su presencia garantizaba que habría revuelo. El joven Curión se subía a la tribuna o a la plataforma del templo de Cástor cada vez que la una o la otra quedaba vacante, y parecía haber decidido sustituir a Metelo Nepote como el crítico más personal de César —Nepote había partido para Hispania Ulterior. El cuento del rey Nicomedes volvió a contarse con mucho embellecimiento chistoso, aunque, según le dijo Cicerón a Pompeyo preso de completa exasperación:
—Es al joven Curión a quien yo llamaría afeminado. Ciertamente fue el cachorro de Catilina, si es que no fue algo más que eso para Catilina.
—Yo creía que pertenecía a Publio Clodio, ¿no? —preguntó Pompeyo, al que siempre le costaba trabajo seguir el hilo de las intrincadas vueltas de las alianzas políticas y sociales.
Cicerón no consiguió reprimir un estremecimiento al oír aquel nombre.
—Él se pertenece en primer lugar a sí mismo —dijo.
—¿Estás haciendo todo lo que puedes para apoyar la candidatura de Luceyo?
—¡Naturalmente! —repuso con altivez Cicerón.
Y así era en efecto, aunque no sin constantes, casuales y embarazosos encuentros durante las ocasiones en que lo acompañaba por el Foro.
Gracias a Terencia, Publio Clodio se había convertido en un enemigo muy rencoroso y peligroso. ¿Por qué las mujeres harían la vida tan difícil? Si ella lo hubiera dejado en paz, Cicerón quizás habría podido evitar declarar contra Clodio cuando por fin se le juzgó por sacrilegio hacía doce meses. Porque Clodio anunció que durante la época de la celebración de la Bona Dea se encontraba en Interanno, y presentó algunos testigos respetables para confirmarlo. Pero Terencia sabía que no era así.
—Vino a verte el día de la Bona Dea para decirte que se iba como cuestor al oeste de Sicilia, y quería hacerlo bien —dijo con firmeza—. Era el día de la Bona Dea, ¡yo lo sé! Me dijiste que había venido a pedirte algunos consejos.
—¡Querida mía, estás equivocada! —había logrado decir Cicerón con voz ahogada—. ¡Las provincias ni siquiera se asignaron hasta tres meses después de eso!
—¡Tonterías, Cicerón! Tú sabes tan bien como yo que los sorteos se arreglan. ¡Clodio sabía adónde le iba a tocar ir! Es por esa ramera de Clodia, ¿verdad? No quieres declarar contra él por causa de ella.
—No quiero declarar porque el instinto me dice que ésta es una bestia durmiente que yo no debería despertar, Terencia. ¡Clodio nunca se ha preocupado mucho por mí desde que ayudé a defender a Fabia hace trece años! Entonces me caía mal. Ahora lo encuentro detestable. Pero tiene edad suficiente para estar en el Senado y es un patricio Claudio. Su hermano mayor, Apio, es un gran amigo mío y de Nigidio Figulo. La amicitia debe conservarse.
—Lo que sucede es que tú tienes una aventura con su hermana Clodia, y por eso te niegas a cumplir con tu deber —le dijo Terencia con aire terco.
—¡Yo no tengo una aventura con Clodia! Ella se está desgraciando a sí misma con ese poeta, Catulo.
—Las mujeres no son como los hombres, marido —dijo Terencia con una lógica espantosa—. No tienen tantas flechas en sus carcajs para disparar. Ellas pueden tenderse de espaldas y aceptar un arsenal entero.
Cicerón cedió y prestó declaración, destruyendo así la coartada de Clodio. Y aunque el dinero de Fulvia compró al jurado —que lo absolvió por treinta y un votos contra veinticinco—, Clodio no había perdonado ni olvidado. Además, cuando Clodio, inmediatamente después, ocupó su asiento en el Senado e intentó hacerse el gracioso a expensas de Cicerón, la lengua revoltosa de Cicerón había cubierto a éste de gloria y a Clodio de ridículo: un nuevo rencor que Clodio albergaba.
Al principio del año en curso el tribuno de la plebe Cayo Herenio —era picentino, así que, ¿estaría actuando según órdenes de Pompeyo?— había empezado a iniciar acciones para que la situación de Clodio cambiase de patricio a plebeyo a través de una ley especial en la Asamblea Plebeya. El marido de Clodia, Metelo Celer, había contemplado aquello con cierta diversión, y no había hecho nada para revocarlo. Ahora se le oía decir a Clodio por todas partes que en el momento en que Celer abriese la barraca para las inscripciones de las elecciones de la plebe, él se presentaría a solicitar que se le permitiera presentarse candidato a tribuno de la plebe. Y que una vez que tuviera el cargo haría procesar a Cicerón por ejecutar a ciudadanos romanos sin juicio. Cicerón estaba aterrorizado, y no se avergonzó de decírselo a Ático, a quien le rogó que utilizase la influencia que tenía sobre Clodia e hiciera que ésta convenciera a su hermano pequeño para que desistiera. Ático se negó, y se limitó a decirle que nadie podía controlar a Publio Clodio cuando le daba por llevar a cabo una de sus venganzas. Y Cicerón era la persona que había elegido en aquel momento para vengarse.
A pesar de lo cual, los encuentros fortuitos se producían. Si a un candidato a cónsul no le estaba permitido ofrecer espectáculos de gladiadores en su propio nombre y con su propio dinero, no había nada que impidiera que otra persona ofreciera un grandioso espectáculo en el Foro en honor del tata o del avus del candidato, siempre que ese tata o ese avus fuera también antepasado o pariente del que daba el espectáculo. Por lo tanto, nada menos que Metelo Celer, el cónsul senior, iba a celebrar unos juegos de gladiadores en honor de un antepasado común de Bíbulo y de él.
Clodio y Cicerón iban ambos dándole escolta a Luceyo mientras éste avanzaba por el Foro inferior lanzado poderosamente a hacer propaganda electoral, y se encontraron juntos debido a ciertos movimientos de los que iban rodeando a César, que se encontraba a su vez haciéndose propaganda electoral allí cerca. Y como no había más remedio que poner buena cara y comportarse agradablemente el uno con el otro, Cicerón y Clodio se pusieron a ello.
—He oído decir que ofreciste juegos de gladiadores a tu regreso de Sicilia —le dijo Clodio a Cicerón, cuya cara morena más bien encantadora se transfiguró con una gran sonrisa—. ¿Es cierto eso, Marco Tulio?
—Pues sí, así fue, en realidad —dijo animadamente Cicerón.
—¿Y reservaste sitio en los asientos de honor para tus clientes sicilianos?
—Esto… no —dijo Cicerón, que se ruborizó. ¿Cómo explicar que habían sido unos juegos modestísimos, con tan pocos asientos que no eran suficientes ni para sus clientes romanos?
—Bueno, pues yo pienso sentar a mis clientes sicilianos. El único problema es que mi cuñado Celer no coopera.
—¿Y por qué no se lo pides a tu hermana Clodia? Ella debe de tener asientos de sobra a su disposición, seguro. Es la esposa del cónsul.
—¿Clodia? —El hermano de ésta se encabritó; levantó tanto la voz que atrajo la atención de aquellos que estaban cerca y no se encontraban ya escuchando a los dos enemigos declarados que se comportaban con gran simpatía el uno con el otro—. ¿Clodia? ¡No me cedería ni una pulgada!
Cicerón emitió una risita.
—Bueno, ¿y por qué iba Clodia a darte a ti una pulgada cuando, según tengo entendido, tú le das a ella seis de las tuyas de vez en cuando?
¡Oh, buena la había hecho esta vez! ¿Por qué sería aquella lengua suya tan traicionera? Todo el Foro inferior se revolcó de pronto por el suelo en incontrolado paroxismo de carcajadas, César el primero, mientras Clodio se quedó de piedra y Cicerón sucumbía a la delicia de su propia ocurrencia incluso siendo presa de un pánico que le producía diarrea.
—¡Me las pagarás! —le dijo Clodio en un susurro; recogió lo poco que quedaba de su dignidad y se marchó a grandes zancadas, con Fulvia del brazo, cuyo rostro se había convertido en todo un tratado de rabia.
—¡Sí! —chilló ésta—. ¡Esto lo pagarás, Cicerón! ¡Algún día haré una pandereta con tu lengua!
Humillación insoportable para Clodio, que había de descubrir que junio no era su mes de la suerte. Cuando su cuñado Celer abrió la barraca a los candidatos plebeyos y Clodio inscribió su nombre como candidato para el tribunato de la plebe, Celer lo rechazó.
—Tú eres patricio, Publio Clodio.
—¡Yo no soy patricio! —dijo Clodio apretando los puños—. Cayo Herenio consiguió una ley especial en la plebe que me quitaba la condición de patricio.
—Cayo Herenio no conocería la ley ni aunque cayera de bruces sobre ella —le dijo tranquilamente Celer—. ¿Cómo va a poder despojarte la plebe de tu condición de patricio? No es prerrogativa de la plebe decir nada acerca del patriciado. Y ahora márchate, Clodio, me estás haciendo perder el tiempo. Si quieres ser plebeyo, hazlo como es debido: haz que te adopte un plebeyo.
Y Clodio se marchó echando humo. ¡Oh, cómo iba creciendo aquella lista! Ahora Celer ocupaba en ella un lugar preeminente.
Pero la venganza podía esperar. Primero tenía que encontrar a un plebeyo dispuesto a adoptarlo, puesto que ésa era la única manera de hacerlo.
Le pidió a Marco Antonio que fuera su padre, pero lo único que hizo Antonio fue rugir de risa.
—No necesito el millón que tendría que cobrarte por ello, Clodio, no ahora que estoy casado con Fadia y su tata tiene en camino un nieto que es un Antonio.
Curión se ofendió.
—¡Tonterías, Clodio! Si piensas que voy a ir por ahí llamándote hijo mío, ya puedes quitártelo de la cabeza. Yo parecería más tonto de lo que estoy intentando que parezca César.
—¿Y por qué intentas hacer quedar como tonto a César? —le preguntó Clodio, a quien se le había despertado la curiosidad—. A mí me gustaría mucho más que hasta el último miembro del club de Clodio lo apoyase.
—Estoy aburrido —dijo brevemente Curión—, y verdaderamente me gustaría verle perder los estribos; dicen que infunde pavor.
Y tampoco Décimo Bruto estuvo dispuesto a complacerle.
—Mi madre me mataría, si es que no me mataba mi padre antes —le dijo—. Lo siento, Clodio.
E incluso Publícola lo rechazó.
—¿Que tú me llames tata? ¡No, Clodio, ni hablar!
Y esto, naturalmente, había sido el motivo por el cual Clodio había preferido pagarle a Herenio parte de la ilimitada provisión de dinero de Fulvia para que solicitase aquella ley en la plebe. No se le había ocurrido que lo adoptasen; era demasiado ridículo.
Entonces Fulvia tuvo una inspiración.
—Deja de buscar ayuda entre tus iguales —le dijo—. Los recuerdos duran mucho en el Foro, y todos ellos lo saben. No van a hacer algo que provoque que después se rían de ellos. Así que busca a algún tonto.
¡Bueno, de ésos había muchísimos a su disposición! Clodio se sentó a pensar y de pronto encontró el rostro ideal flotando delante de sus ojos. ¡Publio Fonteyo! Un hombre que se moría de ganas de entrar en el club de Clodio, pero al que constantemente se rechazaba. Rico sí; que se lo mereciera, no. Tenía diecinueve años, no tenía paterfamilias que se lo impidiera y era tan inteligente como un pedazo de madera.
—¡Oh, Publio Clodio, qué honor! —exclamó Fonteyo cuando se lo propuso Clodio—. ¡Sí, por favor!
—Naturalmente, has de comprender que no puedo reconocerte como mi paterfamilias, lo cual significa que cuando la adopción esté formalizada, tú tendrás que liberarme de tu autoridad. Es muy importante para mí conservar mi propio nombre, compréndelo.
—¡Claro, claro! Haré todo lo que tú quieras.
Y Clodio se fue a ver a César, el pontífice máximo.
—He encontrado a una persona dispuesta a adoptarme para que yo pertenezca a la plebe —anunció sin mayor preámbulo—, así que necesito permiso de los sacerdotes y augures para obtener una lex Curiata. ¿Puedes conseguírmelo?
Aquel hermoso rostro, que quedaba considerablemente más arriba que el de Clodio, no cambió la expresión, suavemente inquisitiva, ni hubo la menor sombra de duda ni de desaprobación en aquellos ojos penetrantes de color pálido rodeados de tonos oscuros. La boca irónica no se inmutó. Y durante un buen rato César no dijo nada. Por fin habló:
—Sí, Publio Clodio, puedo conseguírtelo, pero me temo que no a tiempo para las elecciones de este año.
Clodio se puso blanco.
—¿Por qué no? ¡Si es muy simple! —¿Has olvidado que tu cuñado Celer es augur? Él ya rechazó tu solicitud para presentarte al tribunato.
—Oh.
—No te desanimes, lo conseguirás con el tiempo. El asunto puede esperar hasta que él se vaya a su provincia.
—¡Pero yo quería ser tribuno de la plebe este año!
—Ya lo comprendo. No obstante, no es posible. —César hizo una pausa—. Pero todo tiene un precio, Clodio —añadió con suavidad.
—¿Qué precio? —preguntó Clodio con recelo.
—Convence al joven Curión para que deje de ir por ahí parloteando de mí.
Clodio le tendió la mano rápidamente.
—¡Hecho! —dijo.
—¡Excelente!
—¿Estás seguro de que no quieres nada más, César?
—Sólo gratitud, Clodio. Yo creo que tú serás un espléndido tribuno de la plebe, porque eres lo bastante rufián como para darte cuenta del poder dentro de la ley.
Y César dio media vuelta con una sonrisa.
Naturalmente, Fulvia estaba esperando por allí cerca.
—No hay nada que hacer hasta que Celer se vaya a su provincia —le dijo Clodio.
Fulvia le rodeó la cintura con los brazos y lo besó con lascivia, lo que provocó que varios transeúntes que pasaban por allí se escandalizaran.
—Tiene razón —dijo—. ¡Me gusta mucho César, Publio Clodio! Siempre me recuerda a un animal salvaje que finge estar domado. ¡Qué buen demagogo sería!
Clodio experimentó un pinchazo de celos.
—¡Olvídate de César, mujer! —dijo con desprecio—. ¿Te acuerdas de mí, el hombre con quien estás casada? ¡Yo soy quien será un gran demagogo!
En las calendas de quintilis, nueve días antes de las elecciones curules, Metelo Celer llamó al Senado a sesión para debatir la asignación de las provincias consulares.
—Marco Calpurnio Bíbulo tiene una declaración que hacer —le dijo a la muy concurrida Cámara—, así que le concederé la palabra.
Rodeado de los boni, Bíbulo se levantó con un aspecto tan majestuoso y noble como su diminuto tamaño le permitía.
—Gracias, cónsul senior. Mis estimados colegas del Senado de Roma, quiero contaros una historia que hace referencia a mi buen amigo el caballero Publio Servilio, el cual no pertenece a la rama patricia de esa gran familia, pero comparte el linaje del noble Publio Servilio Vatia Isáurico. Ahora Publio Servilio tiene el censo de cuatrocientos mil sestercios, pero para estos ingresos se basa completamente en un viñedo más bien pequeño en el Ager Falernus. Un viñedo, padres conscriptos, que es tan famoso por la calidad del vino que produce que Publio. Servilio lo deja reposar durante años antes de vendérselo por un precio fabuloso a compradores de todo el mundo. Se dice que tanto el rey Tigranes como el rey Mitrídates lo compraban, mientras que el rey Fraates de los partos todavía lo compra. Quizás el rey Tigranes también lo siga comprando, dado que Cneo Pompeyo, equivocadamente llamado Magnus, tomó sobre su propia autoridad absolver a aquel real personaje de sus transgresiones, ¡en nombre de Roma!, e incluso le permitió conservar el volumen de sus ingresos.
Bíbulo hizo una pausa para mirar a su alrededor. Los senadores estaban muy callados, y ninguno de los de la parte de atrás estaba sesteando. Catulo tenía razón: cuéntales un cuento y todos permanecen despiertos para escuchar igual que los niños escuchan a la niñera. César estaba sentado muy erguido, como siempre, en su asiento, con una expresión en el rostro de estudioso interés, truco que él sabía utilizar mejor que nadie, diciéndoles a los que lo veían que estaba absolutamente aburrido, pero que era demasiado bien educado para demostrarlo.
—Muy bien, tenemos a Publio Servilio, el respetado caballero, en posesión de una viña pequeña pero extraordinariamente valiosa. Ayer completamente cualificado para el censo de cuatrocientos mil sestercios que le corresponde a un caballero completo. Hoy un hombre pobre. Pero ¿cómo puede ser eso? ¿Cómo puede un hombre perder sus ingresos de forma tan súbita? ¿Estaba endeudado Publio Servilio? No, en absoluto. ¿Se murió? No, nada de eso. ¿Hubo una guerra en Campania de la que nadie nos ha hablado? No, en absoluto. ¿Un incendio, entonces? No, en absoluto. ¿Una sublevación de esclavos? No, en absoluto. ¿Quizás un trabajador de los viñedos negligente? No, en absoluto.
Ya los tenía interesados a todos, menos a César. Bíbulo se puso de puntillas y levantó la voz.
—¡Yo puedo deciros cómo mi amigo Publio Servilio perdió sus únicos ingresos, colegas senadores! La respuesta está en un gran rebaño de ganado al que se conducía desde Lucania a… oh, ¿cuál es ese lugar maloliente de la costa adriática al final de la vía Flaminia? ¿Licenum? ¿Ficenum? Pic… Pic… ¡lo tengo en la punta de la lengua! ¡Picenum! Se conducía el ganado desde los extensos terrenos que Cneo Pompeyo, equivocadamente llamado Magnus, heredó de los Lucilios, hasta los terrenos aún más extensos que heredó de su padre, el Carnicero, en Picenum. Las reses son criaturas inútiles, realmente, a menos que uno se dedique al negocio de las armas o a hacer zapatos y recipientes para libros para ganarse la vida. ¡Nadie se come el ganado! Nadie bebe su leche ni hace queso con ella, aunque yo creo que los bárbaros del norte, de la Galia y de Germania, hacen con ella una cosa que llaman mantequilla, que untan con la misma generosidad sobre ese pan oscuro y tosco que comen, como sobre los ejes chirriantes de sus carretas. Bueno, no saben de otra cosa mejor, y viven en tierras demasiado frías e inclementes como para nutrir nuestros hermosos olivos. Pero nosotros, en esta cálida y fértil península, cultivamos el olivo así como la vid, los dos mejores dones que los dioses hicieron a los hombres. ¿Por qué habría nadie de necesitar criar ganado en Italia, y mucho menos hacerlo recorrer cientos de millas desde unos pastos a otros? ¡Es algo que sólo un rey de los armamentos o un zapatero remendón harían! ¿Cuál de las dos cosas suponéis que es Cneo Pompeyo, equivocadamente llamado Magnus? ¿Hace la guerra o hace zapatos? Pero claro, a lo mejor hace botas militares y de guerra. ¡Podría ser a la vez rey de los armamentos y zapatero remendón!
Qué fascinante, pensó César sin dejar de mantener aquella expresión de estudioso interés. ¿Irá detrás de mí o irá detrás de Magnus? ¿O está matando dos pájaros de un tiro? ¡Qué desgraciado parece el Gran Hombre! Si pudiera hacerlo sin que se notase, ahora mismo se levantaría y se marcharía. Pero esto no me suena como una cosa propia de nuestro Bíbulo. ¿Quién le escribirá últimamente los discursos?
—El enorme rebaño de ganado se metió, sin mirar por dónde andaba, en Campania, atendido por unos cuantos pastores bribones, si es que a los que acompañan ganado se les puede llamar pastores —dijo Bíbulo muy al estilo de un narrador de historias—. Como sabéis, padres conscriptos, cada municipium de Italia tiene sus rutas y senderos especiales reservados para el movimiento de ganado de un lugar a otro. Incluso los bosques tienen pistas bien delimitadas para el ganado: para trasladar a los cerdos hasta las bellotas de los robledales durante el invierno; para trasladar a las ovejas desde los pastos altos hasta los bajos al cambiar las estaciones; y, sobre todo, para trasladar a las bestias al mayor mercado de Italia, los corrales del Vallis Camenarnm, en la parte exterior de las murallas servias de Roma. Estas rutas, senderos y pistas son todos ellos terrenos públicos, y el ganado que circule por ellos no puede adentrarse en terrenos de propiedad privada para destruir hierba de propiedad privada, ni cosechas ni… viñas. —Hizo una pausa muy larga esta vez—. Desgraciadamente —continuó diciendo Bíbulo al tiempo que suspiraba—, los bribones pastores que atendían aquel rebaño no conocían el paradero del sendero apropiado… aunque, añado, ¡siempre tienen esos senderos su buena milla de anchura! El ganado encontró suculentas vides para comer. Sí, mis queridos amigos, esas malvadas e inútiles bestias que pertenecían a Cneo Pompeyo, equivocadamente llamado Magnus, invadieron el precioso viñedo que le pertenecía a Publio Servilio. Lo que no se comieron lo pisotearon hasta enterrarlo. Y, por si no estáis familiarizados con los hábitos y características del ganado, os diré una cosa más al respecto: su saliva mata el follaje, o si no, si las plantas son jóvenes, impide que vuelvan a crecer durante un período de dos años. Pero las vides de Publio Servilio eran muy viejas. De manera que se murieron. Y mi amigo, el caballero Publio Servilio, es ahora un hombre arruinado. Incluso lloró por el rey Fraates de los partos, que nunca más volverá a beber ese noble vino.
Oh, Bíbulo, ¿será posible que quieras ir a parar adonde yo creo que vas?, se preguntó César en silencio, sin cambiar de postura ni de expresión.
—Naturalmente, Publio Servilio se quejó a los hombres que dirigen las amplias propiedades y posesiones de Cneo Pompeyo, equivocadamente llamado Magnus —continuó Bíbulo con un sollozo—, pero sólo para que le dijeran que no había posibilidad de compensarle pagándole por la pérdida del mejor viñedo del mundo. Porque… porque, padres conscriptos, ¡la ruta por la cual ese ganado se estaba transportando había sido supervisada hacía ya tanto tiempo que los linderos habían desaparecido! ¡Los bribones pastores no habían errado, porque no tenían ni idea de dónde se suponía que estaban! Seguramente los linderos no estarían en un viñedo, desde luego. Naturalmente. Pero ¿cómo podría probarse eso en un juicio o ante el tribunal de] pretor urbano? ¿Conoce alguien, en cada municipium siquiera, dónde están los mapas que muestran las rutas, pistas y senderos reservados para ganado trashumante? ¿Y qué hay del hecho de que hace unos treinta años Roma absorbiera el total de la península Itálica bajo su dominio a cambio de conceder a toda la población la plena ciudadanía? ¿Hace eso que Roma tenga el deber de delinear las rutas, senderos y pistas para ganado de una punta de Italia a la otra? ¡Yo creo que sí!
Catón estaba inclinado hacia adelante como un sabueso atado con una correa, Cayo Pisón había sucumbido a una risa silenciosa, Ahenobarbo estaba gruñendo; y los boni, evidentemente, se preparaban para una victoria.
—Cónsul senior, miembros de esta Cámara, yo soy un hombre pacífico que ha desempeñado lealmente sus deberes militares. No tengo deseo de marcharme en mis mejores años a una provincia para hacer la guerra a unos desventurados bárbaros con el fin de enriquecer mis propias arcas mucho más que las de Roma. Pero soy un patriota. Si el Senado y el pueblo de Roma dicen que debo aceptar obligaciones provinciales cuando acabe mi consulado, ¡porque yo seré cónsul! ¡Entonces obedeceré! ¡Pero que sean unas obligaciones verdaderamente útiles! ¡Que sean unas obligaciones calladas y modestas! ¡Que sean memorables no por el número de carrozas que se cuenten en el desfile triunfal, sino por una tarea que se necesitaba desesperadamente y ha sido bien hecha por fin! Yo pido que esta Cámara distribuya entre los cónsules del próximo año exactamente un año de servicio proconsular después, inspeccionando y demarcando debidamente las rutas, senderos y pistas públicas para el ganado trashumante en Italia. Yo no puedo devolverle a Publio Servilio las vides que le han sido asesinadas, ni espero calmar su rabia. Pero sí puedo convenceros a todos vosotros de que hay otros posibles servicios proconsulares además de hacerla guerra en países extranjeros, entonces, en cierto modo, habré llevado a cabo una especie de reparación al daño que se le ha causado a mi amigo Publio Servilio.
Bíbulo se detuvo, pero no se sentó, pues al parecer pensaba añadir algo más.
—Nunca le he pedido mucho a este cuerpo durante mis años como senador. Concededme este único favor y nunca pediré nada más. Tenéis la palabra de un Calpurnio Bíbulo.
El aplauso fue entusiasta y general; César también aplaudió de corazón, pero no la propuesta de Bíbulo. El discurso había sido genial. Aquello era mucho más efectivo que rechazarle a él la adjudicación de una provincia por adelantado. Asumir una tarea dolorosa e ingrata voluntariamente y dejar por mezquino a cualquiera que pusiera alguna objeción.
Pompeyo seguía sentado con expresión triste mientras muchos hombres lo miraban y se extrañaban de que un hombre tan rico y poderoso pudiera haber tratado al caballero Publio Servilio de un modo tan atroz; fue Lucio Luceyo quien contestó a Bíbulo con mucha fuerza y en voz muy alta, protestando de algo tan ridículo como que aquella tarea era más propia de agrimensores profesionales contratados por los censores. Hubo otros que hablaron, pero siempre para alabar la propuesta de Bíbulo.
—Cayo Julio César, tú eres el candidato favorito para estas elecciones —le dijo Celer dulcemente—. ¿Tienes algo que añadir antes de que pasemos a la votación?
—Nada en absoluto, Quinto Cecilio —respondió César sonriendo.
Lo cual sirvió más bien para desinflar las velas de los boni. Pero la moción para asignar los senderos y pistas de las tierras de pastos y bosques de Italia a los cónsules del año siguiente fue aprobada por abrumadora mayoría. Incluso César votó a favor, al parecer perfectamente contento. ¿Qué se proponía? ¿Por qué no había salido de su jaula rugiendo?
—Magnus, no pongas esa cara tan larga —le dijo César a Pompeyo, que había permanecido en la Cámara después del éxodo masivo.
—¡Nadie me ha hablado nunca de ese Publio Servilio! —exclamó Pompeyo—. ¡Espera a que les ponga las manos encima a mis administradores!
—¡Magnus, Magnus, no seas ridículo! ¡No hay ningún Publio Servilio! Bíbulo se lo ha inventado.
Pompeyo se quedó paralizado, con unos ojos tan redondos como su cara.
—¿Que se lo ha inventado? —graznó—. ¡Oh, eso lo aclara todo! ¡Mataré a ese cunnus!
—No harás tal cosa —le dijo César—. Ven conmigo a mi casa dando un paseo y bébete una copa de un vino mejor que el que nunca haya hecho Publio Servilio. Recuérdame que le mande un anuncio al rey Fraates de los partos, ¿quieres? Creo que le encantará el vino que yo hago. Quizás resulte un modo menos cansado de hacer dinero que gobernar las provincias de Roma… o que inspeccionar las rutas para el ganado trashumante.
Aquella actitud jovial sirvió para que a Pompeyo se le levantara el ánimo; se echó a reír, cogió a César por el brazo y empezó a pasear como éste le había indicado.
—Ya era hora de que tuviéramos una charla —le dijo César mientras servía los refrigerios.
—Te confieso que me he preguntado alguna vez cuándo íbamos a reunirnos.
—La domus publica es una residencia suntuosa, Magnus, pero tiene algunas desventajas. Todo el mundo la ve… y ve quién entra y sale. Lo mismo ocurre con tu casa; eres tan famoso que siempre hay turistas y espías acechando. —Una taimada sonrisa iluminó los ojos de César—. En realidad eres tan famoso que el otro día, cuando yo iba a casa de Marco Craso, me fijé en que hay puestos enteros en los mercados que venden pequeños bustos tuyos. ¿Te pagan una buena comisión? Esos pompeyos en miniatura se los quitaban de las manos a los vendedores antes de que pudieran sacarlos a la vista.
—¿De veras? —preguntó Pompeyo con ojos chispeantes—. ¡Bueno, bueno! Tendré que verlo. ¡Figúrate! ¿Pequeños bustos míos?
—Pequeños bustos tuyos.
—¿Y quiénes los compraban?
—Principalmente jovencitas —dijo César muy serio—. Oh, también había algunos clientes mayores de ambos sexos, pero en general eran jovencitas.
—¿De un viejo como yo?
—Magnus, tú eres un héroe. La simple mención de tu nombre acelera los latidos de los corazones femeninos. Además —añadió con una sonrisa—, no son grandes obras de arte. Alguien hizo un molde y pare pompeyos de yeso con la misma rapidez que una perra pare cachorros. Tiene un equipo de pintores que dan un brochazo de color en la piel, empapan el pelo de amarillo chillón y luego le encajan dos grandes ojos azules: no queda exactamente como tú eres.
En honor a la verdad, hay que reconocer que Pompeyo también sabía reírse de sí mismo una vez que comprendía que le estaban tomando el pelo sin malicia. Así que se recostó en la silla y se estuvo riendo hasta llorar porque sabía que podía permitírselo. César no mentía nunca. Por lo tanto aquellos bustos se estaban vendiendo. Él era un héroe, y media población femenina adolescente de Roma estaba enamorada de él.
—¿Ves lo que te pierdes por no visitar a Marco Craso?
Aquello hizo que Pompeyo se pusiera serio. Se irguió y puso una cara fúnebre.
—¡No puedo soportar a ese hombre!
—¿Quién dice que tenéis que caeros bien?
—¿Quién dice que yo tenga que aliarme con él?
—Lo digo yo, Magnus.
—¡Ah! —La hermosa copa que César le había dado se movió hacia abajo, y los astutos ojos azules se movieron hacia arriba para mirar a los ojos de César, más pálidos y menos consoladores—. ¿No podemos hacerlo tú y yo solos?
—Posiblemente, pero no probablemente. Esta ciudad, país, lugar, idea, llámalo como quieras, se está yendo a pique porque está gobernada por una timocracia que se dedica a deprimir los propósitos y ambiciones de cualquier hombre que quiera sobresalir sobre los demás. En algunos aspectos eso es admirable, pero en otros es fatal. Como lo será para Roma a menos que se haga algo. Debería haber lugar para que los hombres sobresalientes hagan lo que hacen mejor, así como para otros muchos hombres que están menos dotados, pero que no obstante tienen algo que ofrecer en lo referente al servicio público. Las mediocridades no pueden gobernar, ése es el problema. Si supieran hacerlo se darían cuenta de que poner toda su fuerza en la clase de ejercicio ridículo que Celer y Bíbulo llevaron a cabo hoy en el Senado no sirve de nada. Aquí me tienes a mí, Magnus, un hombre muy dotado y capaz, privado de la oportunidad de convertir a Roma en más de lo que es. Tengo que convertirme en agrimensor pisoteando arriba y abajo la península para vigilar equipos de hombres mientras utilizan sus gromae para marcar las rutas donde el ganado trashumante puede comer por un lado y cagar por el otro. ¿Y por qué he de convertirme yo en un funcionario de poca categoría y hacer un trabajo que es muy necesario, pero que podría ser hecho, como dijo Luceyo, con mucha más eficiencia por hombres contratados en las barracas de los censores? Porque, Magnus, igual que tú, yo sueño con mayores cosas y sé que tengo la capacidad para llevarlas a cabo.
—Celos. Envidia. —¿Es eso? Quizás en parte sean celos, pero es más complicado que eso. A la gente no le gusta que otros sean a todas luces superiores a ellos, y eso incluye a personas cuya cuna y condición debería hacerles inmunes. ¿Quiénes y qué son Bíbulo y Catón? El uno es un aristócrata a quien la Fortuna hizo demasiado pequeño en todos los sentidos, y el otro es un hipócrita rígido e intolerante que hace procesar a hombres por soborno electoral, pero aprueba ese mismo soborno electoral cuando conviene a sulex agrarias propias necesidades. Ahenobarbo es un oso salvaje, y Cayo Pisón un vacilante totalmente corrupto. Celer está infinitamente más dotado, pero viene a caer en lo mismo: preferiría canalizar sus energías en intentar hacerte caer a ti estrepitosamente antes que olvidar las diferencias personales y pensar en Roma.
—¿Intentas decir que ellos verdaderamente no son capaces de ver sus insuficiencias? ¿Que ellos realmente se creen a sí mismos tan capaces como nosotros? ¡No pueden ser tan engreídos!
—¿Por qué no? Magnus, un hombre sólo tiene un instrumento para medir la inteligencia: su propia mente. Así que mide a todos por el mayor intelecto que conoce. El suyo propio. Cuando tú barres del Mare Nostrum a los piratas en el breve espacio de un verano, lo único que estás haciendo en realidad es demostrarle a ese hombre que puede hacerse tal cosa. Ergo, él también hubiera podido hacerlo. Pero tú no se lo permitiste. Tú le negaste la oportunidad. Le obligaste a quedarse plantado mirando cómo lo hacías mediante la promulgación de una ley especial. El hecho de que lo único que se hubiera estado haciendo durante años fuera hablar no viene al caso. Tú le demostraste que puede hacerse. Si admite que él no podría hacerlo como lo hiciste tú, entonces se está diciendo a sí mismo que él no vale la pena, que él no serviría. No es puro engreimiento. Es una ceguera interior emparejada con recelos que él no se atreve a reconocer. Yo llamo a ese hombre la venganza de los dioses sobre hombres que son auténticamente superiores.
Pero Pompeyo se estaba poniendo nervioso. Aunque era muy capaz de asimilar conceptos abstractos, no le parecía que todo aquel ejercicio dialéctico fuera útil.
—Todo eso está muy bien, César, pero especular no nos conduce a ninguna parte. ¿Por qué tenemos que meter a Craso en esto?
Una pregunta lógica y práctica. Era una pena que al formularla Pompeyo estuviera rechazando una oferta de lo que hubiera podido convertirse en una amistad profunda y duradera. Lo que César había estado haciendo era tenderle una mano, de un hombre superior a otro. Era una lástima, pues, que Pompeyo no fuera el hombre superior adecuado. El talento y las aficiones que tenía residían en otra parte. El impulso de César se apagó.
—Tenemos que meter a Craso en esto porque ni tú ni yo tenemos la Influencia que tiene él entre las Dieciocho —le explicó César con paciencia—, ni conocemos una milésima parte del número de caballeros de menos categoría que conoce Craso. Sí, tú y yo conocemos a muchos caballeros, unos importantes y otros menos importantes, así que no te molestes en decirlo. ¡Pero no estamos a la altura de Craso! Él es una fuerza con la que hay que contar, Magnus. Ya sé que probablemente tú eres mucho más rico que él, pero no conseguiste tu dinero del mismo modo que lo gana él hasta el día de hoy. Es un ser completamente comercial, no puede remediarlo. Todo el mundo le debe a Craso algún favor. ¡Por eso es por lo que lo necesitamos! En el fondo todos los romanos son negociantes. Si no lo son, ¿por qué se levantó Roma para dominar el mundo?
—A causa de sus soldados y de sus generales —dijo Pompeyo al instante… y a la defensiva.
—Sí, eso también. Y ahí es donde entramos tú y yo. No obstante, la guerra es una situación temporal. Las guerras, además, pueden ser más inútiles y más costosas para un país que los malos negocios, por muchos que sean. Piensa en cuánto más rica podría ser Roma hoy si no hubiera ido a librar una serie de guerras civiles durante los últimos treinta años. Hizo falta tu conquista del Este para volver a poner en pie a Roma desde el punto de vista financiero. Pero la conquista ya está hecha. De ahora en adelante se trata de un negocio, como siempre. Tu contribución a Roma en relación al Este ya ha terminado. Mientras que Craso no ha hecho más que empezar. De ahí es de donde le viene su poder. Lo que ganan las conquistas, lo conserva el comercio. Tú ganas imperios para que Craso los conserve y los romanice.
—Muy bien, me has convencido —dijo Pompeyo mientras cogía la copa—. Digamos que nos unimos los tres, que formamos un triunvirato. ¿De qué servirá eso exactamente?
—Ello nos otorgará la influencia necesaria para derrotar a los boni, porque nos proporciona los números que necesitamos para promulgar leyes en las Asambleas. No conseguiremos que el Senado lo apruebe, básicamente es un cuerpo diseñado para que los ultraconservadores lo dominen. Las Asambleas son las herramientas adecuadas para el cambio. Lo que tienes que entender es que los boni han aprendido mucho desde que Gabinio y Manilio legislaron tus mandos especiales, Magnus. Mira a Manilio. Nunca lograremos traerlo a casa, así que él es el principal ejemplo para los futuros tribunos de la plebe de lo que puede suceder cuando se desafía demasiado a los boni. Celer hizo pedazos a Lucio Flavio, por eso fracasó tu proyecto de ley de tierras: no fue derrotado en una votación, ni siquiera llegó tan lejos. Murió porque Celer os destrozó a ti y a Flavio. Lo intentaste a la antigua usanza. Pero hoy en día no se les puede tirar faroles a los boni. De ahora en adelante, Magnus, la que irnos mejor que si somos dos, simplemente porque tres tienen más fuerza que dos. Todos podemos hacer cosas por los otros dos si estamos unidos, y conmigo como cónsul senior tendremos de nuestro lado al más poderoso legislador que posee la República. No infravalores el poder consular sólo porque normalmente los cónsules no acostumbren a legislar. Yo pienso ser un cónsul que legisle, y tengo un hombre excelente que será mi tribuno de la plebe: Publio Vatinio.
Con los ojos clavados en el rostro de Pompeyo, César dejó de hablar para considerar el efecto de sus argumentos. Sí, Pompeyo lo estaba asimilando. No era ningún tonto, aunque necesitaba mucho que le amasen.
—Piensa cuánto tiempo Craso y tú habéis estado esforzándoos denodadamente en vano. ¿Ha logrado algo Craso al cabo de casi un año de intentar conseguir que se enmienden los contratos de la recaudación de impuestos en Asia? No. ¿Has conseguido tú, después de un año y medio, que se ratifiquen los convenios que hiciste en el Este o las tierras para tus veteranos? No. Cada uno de vosotros dos habéis intentado con todas vuestras fuerzas y poder individuales mover la montaña de los boni, y cada uno de vosotros ha fallado. Unidos quizás hubierais tenido éxito. Pero Pompeyo Magnus, Marco Craso y Cayo César unidos pueden mover el mundo.
—Admito que tienes razón —dijo Pompeyo malhumorado—. Siempre me ha asombrado con qué claridad lo ves tú todo, incluso en el pasado, cuando yo creía que Filipo sería el que me conseguiría lo que yo quería. No fue así. Lo hiciste tú. ¿Tú eres político, matemático o mago?
—Mi mejor cualidad es el sentido común —le dijo César riendo.
—Entonces nos acercaremos a Craso.
—No, yo me acercaré a Craso —dijo suavemente César—. Después de la paliza que nos han dado hoy en el Senado a nosotros dos, no será una sorpresa para nadie que ahoguemos nuestras penas juntos en este momento. No se nos conoce como aliados naturales, así que dejemos que todo siga igual. Marco Craso y yo somos amigos desde hace años, parecerá lógico que yo forme una alianza con él. Y tampoco se alarmarán terriblemente los boni ante esa perspectiva. Si somos tres es cuando podremos ganar. Desde ahora hasta el final del año tu participación en nuestro triunvirato, ¡me gusta esa palabra!, es un secreto que sólo conoceremos nosotros tres. Deja que los boni crean que han ganado.
—Espero poder aguantarme el genio cuando tenga que tratar con Craso todo el tiempo.
—Pero si en realidad no tienes que tratar con él casi nada, Magnus. Eso es lo bueno de ser tres. Yo estoy ahí para hacer de intermediario, yo soy el eslabón que hace innecesario que Craso y tú os veáis con demasiada frecuencia. Ya no sois colegas en el consulado, sois privati.
—Muy bien, ya sabemos lo que quiero yo. Sabemos también lo que quiere Craso. Pero ¿qué es lo que quieres conseguir tú con este triunvirato, César?
—Quiero la Galia Cisalpina e Iliria.
—Afranio sabe desde hoy mismo que tiene una prórroga.
—No tendrá prórroga, Magnus. Eso tiene que quedar entendido.
—Es cliente mío.
—Y hace el papel secundario después de Celer.
Pompeyo frunció el entrecejo.
—¿La Galia Cisalpina e Iliria durante un año?
—Oh, no. Durante cinco años.
Aquellos vivos ojos azules de pronto se pusieron a mirar hacia otra parte; el león que tomaba el sol sintió que ese sol se escondía tras una nube.
—¿Qué te propones?
—Un mando grandioso, Magnus. ¿Me lo reprochas tú?
Lo que Pompeyo sabía de César se iluminó ahora con un nueva forma de apreciación: cierta historia acerca de que había ganado una batalla cerca de Trales hacía años, una corona cívica por valentía, un cuestorado bueno pero pacífico, una brillante campaña en el norte de Iberia recién terminada, pero nada en realidad fuera de lo corriente. ¿Adónde se proponía ir? A la cuenca del Danubio, era de suponer. ¿A Dacia? ¿A Mesia? ¿A las tierras de los roxolanos? Sí, ésa sería una gran campaña, pero no como la conquista del Este. Cneo Pompeyo Magnus había batallado con formidables reyes, no con bárbaros ataviados con pintura de guerra y tatuajes. Cneo Pompeyo Magnus había estado en la marcha a la cabeza de ejércitos desde que contaba veintidós años de edad. ¿Dónde estaba el peligro? No podía haber ninguno.
Un escalofrío erizó el cabello del león; Pompeyo sonrió ampliamente.
—No, César, no te lo reprocho en absoluto. Te deseo suerte.
Cayo Julio César pasó por delante de los puestos que exhibían aquellos toscos bustos de Pompeyo el Grande, entró en el Macellum Cuppedenis y subió los cinco tramos de escaleras estrechas para ver a Marco Craso, que aquel día no había estado en el Senado, pues rara vez se molestaba en asistir. Se sentía herido en el orgullo, su dilema no estaba resuelto. La ruina financiera nunca era algo que había que tener en cuenta, pero allí estaba él con toda su influencia y completamente incapaz de cumplir lo prometido en lo que de hecho era una menudencia. Su posición como la mayor estrella y la más brillante del firmamento de los negocios de Roma estaba en peligro, su reputación en ruinas. Cada día importantes caballeros venían a preguntarle por qué no había logrado que se enmendasen los contratos de la recaudación de impuestos, y cada día tenía que intentar explicar que un pequeño grupo de hombres estaban guiando al Senado de Roma como quien guía a un toro con una anilla atravesada en la nariz. ¡Oh dioses, se suponía que él era ese toro! Y algo más que su dignitas estaba menguando; muchos de los caballeros sospechaban ahora que él tramaba algo, que estaba atascando deliberadamente las negociaciones de aquellos desgraciados contratos. ¡Y se le estaba cayendo el pelo como a un gato en primavera!
—¡No te acerques a mí! —le gruñó a César.
—¿Y por qué no? —preguntó César sonriendo mientras se sentaba en una esquina del escritorio de Craso.
—Tengo la sarna.
—Estás deprimido. Bueno, anímate, tengo buenas noticias.
—Hay demasiada gente aquí, pero estoy tan cansado que no puedo moverme. —Abrió la boca y soltó un bramido a las numerosas personas que llenaban la habitación—. ¡Venga, marchaos a casa todos! ¡Venga, a casa! ¡Ni siquiera os rebajaré la paga, así que venga, marchaos!
Se marcharon a toda prisa, encantados; Craso los obligaba a todos a trabajar cada minuto mientras hubiera luz de día, y los días iban siendo cada vez más largos, pues se iba acercando el verano, aunque todavía faltaba mucho. Desde luego, cada octavo día tenían fiesta, y también eran fiestas no laborables las Saturnalia, las Compitalia y los juegos mayores, pero no tenían paga. Si no trabajabas, Craso no te pagaba.
—Tú y yo vamos a formar sociedad —le dijo César.
—No servirá de nada —respondió Craso moviendo la cabeza de un lado a otro.
—Servirá si somos un triunvirato Aquellos grandes hombros se pusieron tensos, aunque el rostro permaneció impasible.
—¡Con Magnus, no!
—Sí, con Magnus.
—No quiero, y ya está.
—Pues entonces despídete de todo el trabajo de años, Marco. A menos que tú y yo formemos una alianza con Pompeyo Magnus, tu reputación como patrono de la primera clase está completamente destruida.
—¡Tonterías! Una vez que seas cónsul lograrás que se reduzcan los contratos asiáticos.
—Hoy, amigo mío, me han adjudicado la provincia. Bíbulo y yo vamos a inspeccionar, medir y demarcar las rutas del ganado trashumante de Italia. Craso se quedó con la boca abierta.
—¡Eso es peor que no conseguir una provincia! ¡Es como para convertirte en el hazmerreír! ¡Un Julio… y un Calpurnio para ese asunto…! ¿Obligados a realizar el trabajo de funcionarios de poca monta?
—Me he fijado en que has dicho un Calpurnio. Así que tú crees que Bíbulo también lo hará. Pero sí, incluso está dispuesto a disminuir su dignitas sólo para ensuciarme a mí. Fue idea suya, Marco, y, ¿es que no te dice eso cuán seria es la situación? Los boni están dispuestos a tumbarse en el suelo para dejarse matar si ello significa que me matan a mí también. Por no decir a Magnus y a ti. Nosotros sobresalimos mucho en ese campo de amapolas, todo lo de Tarquinio el Soberbio se repite otra vez.
—Entonces tienes razón. Formaremos alianza con Magnus.
Y así de simple fue. No hubo necesidad de ahondar. Sólo hubo que ponerle debajo de la nariz los hechos y se dejó convencer. Incluso parecía que empezaba a ponerse contento acerca del proyectado triunvirato al darse cuenta de que, como tanto Pompeyo como él eran privati, no tendría que hacer ninguna aparición en público de la mano del hombre que más detestaba de toda Roma. Con César actuando de mensajero, las decencias se conservarían y aquella sociedad tripartita daría resultado.
—Será mejor que empiece yo a hacer campaña electoral en favor de Luceyo —dijo Craso cuando César se bajaba de la mesa donde estaba encaramado.
—No te gastes mucho dinero, Marco, ese caballo no galopará. Magnus lleva dos meses pagando fuertes sobornos, pero después de lo de Afranio nadie mirará a sus hombres. Magnus no es un político, no hace los movimientos adecuados en el momento adecuado. Labieno debería haber estado donde él puso a Flavio, y Luceyo debería haber sido su primer intento para asegurarse un cónsul dócil. —César le dio una alegre palmadita a Craso en la calva y se marchó—. Seremos Bíbulo y yo con toda seguridad.
Predicción que las Centurias confirmaron cinco días antes de los idus de quintilis: César arrasó y consiguió el consulado senior, pues tenía a su favor, literalmente, a todas las Centurias; Bíbulo tuvo que esperar mucho más, pues la pugna por el cargo de cónsul junior fue mucho más reñida. Los pretores fueron decepcionantes para los triunvires, aunque podían dar por seguro el apoyo del sobrino de Saturnino después del juicio de Cayo Rabirio, y nada menos que Quinto Fufio Caleno estaba haciendo propuestas, pues sus deudas empezaban ya a hacer que se viera metido en graves apuros. El nuevo Colegio de los Tribunos de la Plebe era una dificultad, porque Metelo Escipión había decidido presentarse, lo cual daba a los boni nada menos que cuatro aliados incondicionales: Metelo Escipión, Quinto Ancario, Cneo Domicio Calvino y Cayo Fanio. En la parte más brillante, los triunvires contaban definitivamente con Publio Vatinio y Cayo Alfio Flavio. Con dos buenos y fuertes tribunos de la plebe bastaría.