Una Servilia en éxtasis era una experiencia agotadora. Lamía y besaba con frenesí, se abría y trataba de abrirlo a él, lo agotaba y luego exigía más.
Aquélla era la mejor y única manera de eliminar la torrencial tensión que le provocaban los días como aquél, pensó César tendido de espaldas mientras la mente se le enfriaba y se sumía en el sueño.
Pero aunque estaba saciada de momento, Servilia no tenía intención de dejar dormir a César. Era un fastidio que él no tuviera vello púbico del cual tirarle; como alternativa, le pellizcó la piel floja del escroto.
—Eso te ha despertado, ¿eh?
—Eres una bárbara, Servilia.
—Quiero hablar.
—Yo quiero dormir.
—¡Luego, luego!
Suspirando, César se volvió de lado y le echó una pierna por encima a ella para mantener la columna vertebral derecha.
—Habla.
—Creo que los has vencido —le dijo Servilia; y después de una pausa, añadió—: Por lo menos de momento.
—De momento ya está bien. Ellos nunca se darán por vencidos.
—Lo harían si no los humillases, si les dejases sitio a ellos también para su dignitas.
—¿Y por qué habría de hacer eso? Ellos no conocen el significado de la palabra dignitas. Si quieren conservar su propia dignitas, que dejen la mía en paz. —Hizo un ruido que era a la vez de desprecio y de exasperación—. Es una cosa detrás de otra, y cuanto más viejos se hacen, más de prisa tengo que correr yo. El genio se me crispa con demasiada facilidad.
—Eso creo. ¿No puedes arreglarlo?
—Ni siquiera sé si quiero hacerlo. Mi madre solía decir que eso y mi falta de paciencia eran mis dos peores defectos. Mi madre era un crítico despiadado, y muy estricta en cuanto a la disciplina. Cuando me fui al Este creí haber vencido ambos defectos. Pero entonces aún no había conocido a Bíbulo y a Catón, aunque sí que me encontré con Bíbulo poco después. Con él sólo no me las arreglaba mal. Pero aliado con Catón, resulta mil veces más intolerable.
—Catón está pidiendo que lo maten.
—¿Y dejarme a mí sin esos formidables enemigos? ¡Mi querida Servilia, yo no les deseo la muerte ni a Catón ni a Bíbulo! Cuanta más oposición tiene un hombre, mejor le trabaja la mente. A mí me gusta la oposición. No, lo que me preocupa está dentro de mí mismo. Es el mal genio.
—Yo creo que tú tienes una clase de mal genio muy peculiar, César —dijo Servilia acariciándole la pierna—. A la mayoría de los hombres los ciega la rabia, mientras que tú en ese estado parece que pienses con más lucidez. Es una de las razones por las que te amo. Yo soy igual.
—¡Tonterías! —dijo César riéndose—. Tú tienes la sangre fría, Servilia, pero tus emociones son fuertes. Crees que estás haciendo planes con lucidez cuando se provoca tu mal genio, pero esas emociones se interponen en tus proyectos. Un día tramarás, planearás y programarás algo para conseguir un fin u otro y te encontrarás con que, después de haberlo logrado, las consecuencias son desastrosas. El truco está en llegar exactamente hasta donde sea necesario, y ni una fracción ni una pulgada más. Haz que el mundo entero tiemble del miedo que siente por ti, y luego muestra clemencia y justicia. Eso es algo duro de entender para los enemigos de uno.
—Ojalá hubieras sido tú el padre de Bruto.
—Si hubiera sido yo su padre, él no sería Bruto.
—A eso me refiero.
—Déjalo en paz, Servilia. Suéltalo un poco más. Cuando tú apareces, él palpita como un conejo, pero no es del todo un muchacho débil, para que lo sepas. Oh, tampoco es ningún león, pero creo que tiene algo de lobo y algo de zorro. ¿Por qué verlo como un conejo porque en tu presencia se comporte como un conejo?
—Julia ya tiene catorce años —dijo Servilia saliéndose por la tangente.
—Cierto. Debo enviarle una nota a Bruto agradeciéndole el regalo que le ha hecho. A ella le ha encantado, ¿sabes?
Servilia se sentó en la cama atónita.
—¿Un manuscrito de Platón?
—¿Cómo, a ti te parece un regalo inapropiado? —César sonrió y la pellizcó con tanta fuerza como Servilia lo había pellizcado a él antes—. Yo le he regalado unas perlas, y le han gustado mucho. Pero no tanto como el manuscrito de Platón de Bruto.
—¿Celoso?
Eso hizo reír a César con ganas.
—Los celos son una verdadera maldición —dijo de pronto poniéndose serio—. Comen, corroen. No, Servilia, yo soy muchas cosas, pero no soy celoso. Estuve encantado de que a ella le gustase el regalo de Bruto, y a él le estoy muy agradecido. La próxima vez le regalaré yo algo de un filósofo. —Los ojos de César, llenos de malicia, escudriñaron a Servilia—. Además sale mucho más barato que las perlas.
—Bruto fomenta a la vez que cuida de su fortuna.
—Algo excelente en el joven más acaudalado de Roma —concedió César con solemnidad.
Marco Craso regresó a Roma, tras una larga ausencia para supervisar sus diversas empresas de negocios, justo después de aquel memorable día en el Foro; vio a César con nuevos ojos llenos de respeto.
—Aunque no puedo decir que yo lamente haber encontrado una buena excusa para ausentarme cuando Tarquinio me acusó en la Cámara —dijo—. Estoy de acuerdo en que ha sido un interludio interesante el que me he perdido, pero mi táctica es muy diferente de la tuya, César. Tú te tiras al cuello. Yo prefiero marcharme despacito y arar mis surcos como el buey al que siempre han dicho que me parezco.
—Con el heno bien atado en su sitio.
—Naturalmente.
—Bueno, como técnica ciertamente funciona. El que quiera hacerte caer a ti es un tonto, Marco.
—Y también es un buen tonto el que intente hacerte caer a ti, Cayo. —Craso carraspeó—. ¿A cuánto ascienden tus deudas?
César frunció el entrecejo.
—Si hay alguien que lo sepa, aparte de mi madre, ése eres tú. Pero si insistes en oír la cifra en voz alta, aproximadamente dos mil talentos. Es decir, cincuenta millones de sestercios.
—Ya sé que tú sabes que yo sé cuántos sestercios hay en dos mil talentos —dijo Craso con una sonrisa.
—¿Adónde quieres ir a parar, Marco?
—A que vas a necesitar una provincia realmente lucrativa el año que viene, a eso voy. No te permitirán amañar el sorteo, eres un hombre demasiado conflictivo. Por no mencionar que Catón andará revoloteando como un buitre por encima de tu cadáver. —Craso arrugó la frente—. Con toda franqueza, Cayo, no sé cómo te las vas a arreglar por mucho que la suerte te sea favorable en el sorteo de las provincias. ¡Todo está muy pacífico ahora! Magnus ha acobardado al Este, África ya no constituye peligro desde… oh, desde Yugurta. Las dos Hispanias están aún sufriendo a causa de Sertorio.
Y los galos tampoco tienen mucho que ofrecer.
—Y Sicilia, Cerdeña y Córcega ni siquiera vale la pena mencionarlas —dijo César haciendo bailar los ojos.
—Por supuesto.
—¿Has oído decir que piensan apremiarme legalmente para que pague mis deudas?
—No. Lo que sí he oído decir es que Catulo, que se encuentra mucho mejor, según dicen, y en breve volverá a dar la lata en el Senado y en los Comicios, está organizando una campaña para prorrogar en sus puestos a todos los gobernadores actuales durante el año próximo, lo que significa que dejará a los pretores de este año sin provincia alguna.
—¡Oh, comprendo! —César parecía pensativo—. Sí, yo debí haber tenido en cuenta una jugada así.
—Y podría conseguir que se aprobase.
—Desde luego, aunque lo dudo. Entre mis colegas hay unos cuantos pretores a los que no les sentaría nada bien que les privasen de gobernar una provincia, en particular Filipo, que puede que sea un epicúreo indolente, pero sabe muy bien lo que vale. Por no hablar de mí mismo.
—Estás advertido, eso es todo.
—Lo estoy, y te lo agradezco.
—Lo cual no te libra de tus dificultades, César. No acierto a ver cómo vas a poder empezar a pagar tus deudas porque estés en una provincia.
—Pues yo sí. Mi suerte proveerá, Marco —dijo César tranquilamente—. Yo quiero la Hispania Ulterior porque fui cuestor allí y la conozco bien. ¡Los lusitanos y los galaicos es lo único que necesito! Décimo Bruto Galaico, ¡con qué facilidad otorgan esos títulos vanos!, apenas si tocó los límites del noroeste de Iberia. Y del noroeste de Iberia, por si lo has olvidado aunque no deberías, pues tú has estado en Hispania es de donde procede todo el oro. Salamantica ha sido despojada, pero quedan lugares, como Brigantium, que todavía no han visto un romano. ¡Pero a este romano lo verán, eso te lo prometo!
—Así que te lo juegas todo en el sorteo de las provincias. —Craso movió la cabeza de un lado a otro—. ¡Qué tipo tan raro eres, César! Yo no creo en la suerte. En toda mi vida no le he ofrecido ni un don a la diosa Fortuna. Cada hombre forja su propia suerte.
—Estoy de acuerdo de forma incondicional. Pero también creo que la diosa Fortuna tiene a sus favoritos entre los hombres romanos. Ella amaba a Sila. Y me ama a mí. Algunos hombres, Marco, tienen la suerte que les concede la diosa, aparte de lo que hagan por sí mismos. Pero nadie tiene la suerte de César.
—¿Incluye tu suerte a Servilia?
—Te ha caído por sorpresa, ¿eh?
—Tú ya lo insinuaste una vez. Pero eso es jugar con una tea ardiendo.
—¡Ah, Craso, es maravillosa en la cama!
—¡Bah! —gruñó Craso. Apoyó los pies en una silla cercana y miró con mala cara a César—. Supongo que no cabe esperar otra cosa de un hombre que habla en público con su ariete. Incluso así, tendrás campo para ejercitar tu ariete en los meses venideros. Te pronostico que personas como Bíbulo, Catón, Cayo Pisón y Catulo se estarán lamiendo las heridas durante mucho tiempo.
—Eso es lo que dice Servilia —convino César con ojos centelleantes.
Publio Vatinio era un marso de Alba Fucentia. Su abuelo había sido un hombre humilde que había tomado la muy sabia decisión de emigrar de las tierras de los marsos mucho antes de que estallase la guerra italiana. Lo cual tuvo como consecuencia que su hijo, que entonces era un hombre joven, no fuese llamado a empuñar las armas contra Roma y, consecuentemente, al concluir las hostilidades pudo solicitar al praetor peregrinus la ciudadanía romana. El abuelo murió y su hijo volvió a Alba Fucentia en posesión de una ciudadanía tan poco importante que apenas valía lo que el papel en el que estaba escrita. Más tarde, cuando Sila se convirtió en dictador, distribuyó a todos esos nuevos ciudadanos entre las treinta y cinco tribus, y Vatinio Senior fue admitido en la tribu Sergia, una de las más antiguas de todas. La fortuna familiar prosperó rápidamente. Lo que había sido un pequeño negocio de comercio se convirtió en un gran latifundio, porque la región marsa alrededor del lago Fucino era rica y productiva, y Roma estaba lo bastante cerca, yendo por la vía Valeria, como para proporcionar un buen mercado para las frutas, verduras y gordos corderos que la propiedad de Vatinio producía. Después de lo cual Vatinio Senior se metió en la producción de uva, y fue lo bastante astuto como para pagar una enorme cantidad por unas cepas que daban un soberbio vino blanco. Cuando Publio Vatinio cumplió los veinte años, las tierras de su padre valían muchos millones de sestercios y no producían otra cosa más que el famoso néctar fucentino.
Publio Vatinio era hijo único, y la Fortuna no parecía favorecerle. De muchacho había sucumbido a la llamada «enfermedad estival», y salió de ella con todos los músculos por debajo de las rodillas de ambas piernas tan deteriorados que el único modo en que podía caminar era apretando con fuerza los muslos y echando la parte inferior de las piernas a cada lado; es decir, caminando recordaba a un pato. Luego le salieron unos hinchados bultos en el cuello que a veces se convertían en abscesos, se reventaban y le dejaban terribles cicatrices. Por ello no ofrecía un aspecto agradable. Sin embargo, lo que le había sido negado en el aspecto físico, le había sido concedido en cambio a su carácter y a su mente. Tenía un carácter verdaderamente delicioso, porque era ingenioso, alegre, y resultaba muy difícil conseguir que se alterase. Tenía una mente tan aguda que ya a muy temprana edad se había percatado de que su mejor defensa era llamar la atención hacia sus repugnantes enfermedades, así que hacía bromas de sí mismo y permitía que los demás las hicieran también.
Como Vatinio Senior era relativamente joven para tener un hijo tan mayor, a Publio Vatinio en realidad no se le necesitaba en casa, y además tampoco podía recorrer las propiedades a grandes zancadas, como hacía su padre. De manera que Vatinio Senior se concentró en preparar a parientes más lejanos para que se ocupasen del negocio y envió a su hijo a Roma para que se convirtiera en un caballero.
Las amplias convulsiones y trastornos que vinieron a continuación como consecuencia de la guerra italiana habían creado una situación de «antes de y después de» que dejó a aquellas familias de nuevos ricos —y eran muy numerosas— sin patrono. Todo senador emprendedor y todo caballero de las Dieciocho estaba buscando clientes, pero los abundantes clientes que podía haber en perspectiva pasaban inadvertidos. Como había ocurrido con la familia de los Vatinios. Pero no fue así una vez que Publio Vatinio, que estaba un poco viejo a los veinticinco años, llegase por fin a Roma. Después de adaptarse y de instalarse en unas habitaciones del Palatino, miró a su alrededor en busca de patrono. Que su elección recayera en César decía mucho acerca de sus inclinaciones y de su inteligencia. Lucio César era de hecho el miembro de más categoría de la rama familiar, pero Publio Vatinio acudió a Cayo porque su infalible olfato le dijo que Cayo iba a ser quien en el futuro tendría auténtica influencia.
Por supuesto, a César le había caído bien al instante, y lo había admitido como cliente de gran valía, lo cual significó que la carrera de Vatinio en el Foro comenzó de la manera más satisfactoria. El siguiente paso era encontrarle esposa a Publio Vatinio, ya que, como decía el mismo Vatinio: «Las piernas no me funcionan demasiado bien, pero a lo que cuelga entre ellas no le pasa nada malo».
La elección de César recayó en la hija mayor de su prima Julia Antonia, la única hija hembra, Antonia Crética. Dote no poseía ninguna, pero por su cuna podía garantizarle a su marido prominencia pública y la admisión entre las filas de las Familias Famosas. Por desgracia ella no era una fémina muy atractiva y tampoco era brillante ni inteligente. Su madre siempre se olvidaba de que la chica existía, tan dedicada estaba a sus tres hijos varones, y quizá también el tamaño y el tipo de Antonia Crética provocaban la vergüenza de su madre. Con seis pies de estatura, Antonia Crética tenía unos hombros casi tan anchos como los de sus hermanos más jóvenes, y aunque la naturaleza le dio un tonel a modo de pecho, se le olvidó añadirle los senos. La nariz y el mentón luchaban por encontrarse por encima de la boca, y tenía el cuello tan robusto como el de un gladiador.
¿Acaso le preocupó algo de todo eso al lisiado y diminuto Publio Vatinio? ¡En absoluto! Desposó a Antonia Crética con entusiasmo el año en que César fue edil curul, y a continuación engendró en ella un hijo y una hija. Además amaba a su enorme y fea esposa, y llevaba con perpetuo buen humor las oportunidades que tan estrafalaria unión ofrecía a los chistosos del Foro.
«Estáis todos verdes de envidia —solía decir él riéndose—. ¿Cuántos de vosotros os subís a la cama sabiendo que vais a conquistar la montaña más alta de Italia? ¡Yo os digo que cuando llego a la cima, estoy tan lleno de triunfo como lo está ella conmigo!».
Durante el año del consulado de Cicerón fue elegido cuestor y entró en el Senado. De los veinte candidatos que ganaron él había quedado el último en número de votos, lo cual no resultaba sorprendente dado que carecía de antepasados, y en el sorteo le correspondió el deber de supervisar todos los puertos de Italia excepto Ostia y Brundisium, que tenían sus propios cuestores. Se le envió a Puzol para impedir la exportación ilegal de oro y plata, y había desempeñado su cometido de forma muy respetable. Así, cuando al ex pretor Cayo Cosconio le fue concedida la Hispania Ulterior para que la gobernase, había solicitado personalmente como legado a Publio Vatinio.
Estaba todavía Publio Vatinio en Roma esperando a que Cosconio partiera para su provincia, cuando Antonia Crética resultó muerta en un espantoso accidente en la vía Valeria. Había llevado a los niños a ver a sus abuelos a Alba Fucentia, y regresaba a Roma cuando el carruaje en el que viajaba se salió de la carretera. Mulas y vehículo rodaron y dieron vueltas de campana por una empinada pendiente rompiéndolo todo.
—Trata de ver el lado bueno, Vatinio —le dijo César, que se sentía impotente ante tan genuino dolor—. Los niños iban en otro carruaje, todavía los tienes a ellos.
—¡Pero no la tengo a ella! —Vatinio lloraba desconsoladamente—. Oh, César, ¿cómo voy a poder vivir?
—Marchándote a Hispania y manteniéndote ocupado —le dijo su patrono—. Es el destino, Vatinio. Yo también me marché a Hispania después de perder a mi amada esposa, y eso fue mi salvación. —Le dio al pobre Vatinio otra copa de vino—. ¿Qué quieres que se haga con los niños? ¿Preferirías que se fueran con sus abuelos a Alba Fucentia, o que se quedasen aquí en Roma?
—Yo preferiría que se quedasen en Roma —dijo Vatinio enjugándose las lágrimas—, pero necesitan un pariente que los cuide, y yo no tengo parientes en Roma.
—Está Julia Antonia, que también es su abuela. No ha sido una buena madre, quizá, pero es muy adecuada para poner a su cuidado a unas criaturas tan pequeñas. Y eso le proporcionaría a ella algo que hacer.
—Lo que tú me aconsejes, entonces.
—Yo creo que es lo mejor… al menos de momento, mientras tú estés en la Hispania Ulterior. Cuando vuelvas a casa, creo que sería conveniente que te casaras otra vez. No, no estoy ofendiendo tu dolor, Vatinio. Nunca reemplazarás a esta esposa, no funciona así. Pero tus hijos necesitan una madre, y sería mejor que forjases otra unión con una nueva esposa y engendrases más hijos. Afortunadamente, tú puedes permitirte tener familia numerosa.
—Tú no has engendrado más hijos con tu segunda esposa.
—Cierto. Sin embargo, yo no estoy enamorado, mientras que tú sí eres dado a ser un marido enamorado. He observado que te gusta la vida hogareña. También tienes la afortunada habilidad de llevarte bien con una mujer que no está a tu altura mentalmente. La mayoría de los hombres son así por naturaleza. Yo no, supongo —César le dio unas palmaditas en el hombro a Vatinio—. Vete a Hispania de inmediato, y quédate allí por lo menos hasta el invierno que viene. Pelea en alguna guerrita si puedes… Cosconio no está por la labor, ése es el motivo por el que se lleva un legado. Y averigua cuanto puedas acerca de cómo está la situación en el noroeste.
—Como desees —dijo Vatinio mientras se ponía en pie con un esfuerzo—. Y, desde luego, tienes razón. Debo casarme de nuevo. ¿Me buscarás tú a alguien?
—Puedes estar seguro de que lo haré.
Llegó una carta de Pompeyo, escrita después de que Metelo Nepote hubiera llegado al redil de Pompeyo.
¡Sigo teniendo problemas con los judíos, César! La última vez que te escribí estaba planeando reunirme con los dos hijos de la reina en Damasco, cosa que hice la primavera pasada. Hircano me impresionó y me pareció más apropiado que Aristóbulo, pero no quise que supieran a cuál de los dos prefería yo hasta que me hubiera ocupado de ese viejo granuja, el rey Aretas de Nabatea. Así que envié a los hermanos de vuelta a Judea bajo órdenes estrictas de mantener la paz hasta que supieran cuál era mi decisión: no quería que el hermano perdedor empezase a intrigar a mis espaldas mientras yo marchaba sobre Petra.
Pero Aristóbulo supuso cuál era la respuesta correcta, que yo pensaba entregarle el lote a Hircano, así que decidió prepararse para la guerra. No es muy listo, pero claro, supongo que todavía no me tenía tomadas las medidas. Pospuse la expedición contra Petra y marché hacia Jerusalén. Monté el campamento para rodear por completo la ciudad, que está muy bien fortificada y naturalmente bien situada para la defensa: valles rodeados de precipicios alrededor de la ciudad y otros accidentes del terreno por el estilo.
No bien hubo visto Aristóbulo aquel magnífico ejército de romanos acampado en las colinas que rodean la ciudad, vino corriendo a ofrecerme la rendición. Junto con varios asnos cargados hasta los topes con bolsas llenas de monedas de oro. Muy amable por su parte el ofrecérmelas, le dije, pero ¿no comprendía que había echado a perder mis planes de campaña y le había costado a Roma una cantidad de dinero mucho mayor que la que contenían sus bolsas? Le expliqué que se lo perdonaría todo si él accedía a pagarme los gastos que supone trasladar tantas legiones hasta Jerusalén. Eso, le dije, haría que yo no tuviera que saquear el lugar para encontrar dinero con que sufragar dichos gastos. Me complació de muy buen grado.
Envié a Aulo Gabinio a recoger el dinero y a ordenar que abrieran las puertas de la ciudad, pero los seguidores de Aristóbulo optaron por resistirse. No quisieron abrirle las puertas a Gabinio e hicieron algunas cosas muy groseras encima de las murallas, un modo como cualquier otro de decir que iban a desafiarme. Yo retuve a Aristóbulo e hice avanzar al ejército. Aquello hizo que la ciudad se rindiera, pero no una parte de ella, donde se alza ese imponente templo, aunque más bien habría que llamarlo fortaleza. Unos cuantos miles de intransigentes se hicieron fuertes allí y se negaron a salir. Es un lugar difícil de tomar, y a mí nunca me ha entusiasmado el asedio. Sin embargo había que darles una lección, y se la di. Resistieron durante tres meses, luego me aburrí y tomé el lugar. Fausto Sila fue el primero en pasar por encima de las murallas; muy bonito en un hijo de Sila, ¿verdad? Buen chico. Pienso casarlo con mi hija cuando volvamos a casa, ella ya tendrá edad suficiente para cuando llegue ese momento. ¡Qué capricho tener al hijo de Sila como yerno! He subido en el mundo de lo lindo.
El templo era un lugar interesante, nada parecido a los nuestros. Ni estatuas ni nada de eso, y parece que te gruña cuando estás dentro. ¡Te digo que me puso los pelos de punta! Lenco y Teófanes —echo de menos terriblemente a Varrón— querían ir detrás de esa cortina y entrar en lo que ellos llaman el Sancta Sanctorum. También querían entrar Gabinio y algunos otros. Seguro que está lleno de oro, decían. Bueno, lo estuve pensando, César, pero al final dije que no. Nunca puse los pies allí dentro, ni dejé que los pusiera nadie. Pero para entonces ya les había tomado las medidas yo a ellos. Un pueblo realmente muy extraño. Como para nosotros, la religión forma parte del Estado también para ellos, pero son muy diferentes de nosotros en ese aspecto. Yo diría que son fanáticos religiosos, en realidad. Así que di órdenes para que nadie los ofendiera en cuestión de religión, desde los soldados rasos hasta mis legados de más categoría. ¿Por qué remover un avispero cuando lo que yo quiero de una punta a la otra de Siria es paz, orden y reyes clientes obedientes a Roma, sin trastocar las costumbres locales ni las tradiciones? Cada lugar tiene su mos maiorum.
Instauré a Hircano como rey y sumo sacerdote a la vez, e hice prisionero a Aristóbulo. Eso es porque conocí a Antípatro, el príncipe idumeo, en Damasco. Un tipo muy interesante. Hircano no resulta impresionante, pero confío en Antípatro para que lo maneje… en la dirección conveniente para Roma, desde luego. Ah, si, no se me olvidó informarle a Hircano de que él no está ahí por la gracia de su dios, sino por la gracia de Roma; que él no es más la marioneta de Roma y que estará siempre debajo del pulgar del gobernador de Siria. Antípatro me sugirió que le endulzase esa taza de vinagre diciéndole a Hircano que debería canalizar la mayor parte de sus energías en el sumo sacerdocio… ¡Muy inteligente, ese Antípatro! Y me pregunto, ¿sabrá él que yo estoy al corriente de cuanto poder civil ha usurpado sin levantar siquiera un dedo para guerrear?
No dejé Judea exactamente tan grande como era antes de que esos dos hermanos tan tontos atrajesen mi atención hacia ese lugar insignificante. A todos los lugares en los cuales los judíos eran minoría los obligué a formar parte oficialmente de la provincia romana de Siria: Samaria, las ciudades costeras, desde Jope a Gaza, y las ciudades griegas de la Decápolis, todas ellas consiguieron la autonomía y se convirtieron en sirias.
Todavía sigo poniendo orden, pero parece que por fin esto toca a su fin. Espero estar de regreso en casa a finales de este año. Lo cual me lleva al tema de los deplorables acontecimientos del año pasado y principios de éste. En Roma, me refiero. César, no puedo agradecerte bastante la ayuda que le has prestado a Nepote. Tú lo intentaste, pero… ¿por qué tuvimos que permitirle a ese pelma mojigato de Catón que ocupase su cargo? Lo ha echado todo a perder. Y, como sabes, no me queda ni un solo tribuno de la plebe que valga la pena ni para mear encima de él. ¡Ni siquiera puedo encontrar uno para el año que viene!
Me llevo conmigo a casa verdaderas montañas de botín, el Tesoro no tiene sitio ni para empezar a dar cabida a la parte de ese botín que le corresponde a Roma. A las tropas, sólo en primas, les han correspondido dieciséis mil talentos. Por ello me niego rotundamente a hacer lo que siempre he hecho en el pasado, conceder a mis soldados la ocupación de tierras de mi propiedad. Esta vez Roma puede darles las tierras. Ellos se lo merecen, y Roma se lo debe. Así que aunque muera en el intento, me encargaré de que reciban tierras del Estado. Confío en que tú hagas lo que puedas al respecto, y si por casualidad tienes a algún tribuno de la plebe que se incline a pensar como tú, con gusto compartiría lo que costase contratarle. Nepote dice que va a haber una gran pelea a causa de las tierras, y no es que yo no me lo esperase. Hay demasiados hombres poderosos que tienen alquiladas tierras públicas para sus latifundia. Algo que demuestra muy poca vista por parte del Senado.
Por cierto, he oído un rumor y me pregunto si tú también lo habrás oído. Que Mucia está siendo una niña mala. Le pregunté a Nepote, y se subió tanto por las ramas que me pregunté si volvería a bajar alguna vez. Bueno, los hermanos y las hermanas tienden a hacer bando juntos, así que es natural que a él no le gustase mi pregunta. De todos modos, estoy haciendo investigaciones. Si hay algo de verdad en ello, adiós a Mucia. Ha sido una buena esposa y madre, pero no puedo decir que la haya echado mucho de menos desde que me marché.
—Oh, Pompeyo —dijo César dejando la carta—. ¡Estás completamente solo en esta liga!
Frunció el entrecejo, pensando en primer lugar en la última parte de la misiva de Pompeyo. Tito Labieno se había marchado de Roma para regresar a Picenum poco después de dejar el cargo, y era de suponer que habría reanudado su asunto amoroso con Mucia Tercia. Una lástima. ¿Debería quizás escribir a Labieno para advertirle de lo que se le avecinaba? No. Las cartas eran propensas a ser abiertas por quienes no debían, y había algunos maestros consumados en el arte de volver a sellarlas. Si Mucia Tercia y Labieno estaban en peligro, tendrían que arreglárselas solos. Pompeyo el Grande era más importante; César empezaba a ver toda clase de atractivas posibilidades cuando el Gran Hombre regresase a casa con aquellas montañas de botín. No iba a haber tierras disponibles para sus hombres; los soldados se quedarían sin recompensa. Pero en menos de tres años, Cayo Julio César sería cónsul senior, y Publio Vatinio sería su tribuno de la plebe. ¡Qué manera tan excelente de poner al Gran Hombre en deuda con un hombre mucho más grande!
Tanto Servilia como Marco Craso habían estado en lo cierto; después de aquel asombroso día en el Foro, el año de César como pretor urbano se hizo muy pacífico. Uno a uno el resto de los adictos a Catilina fueron juzgados y declarados culpables, aunque Lucio Novio Níger no volvió a ser juez del tribunal especial. Después de un debate el Senado decidió trasladar los juicios al tribunal de Bíbulo, una vez que los cinco primeros hubieron sido sentenciados al exilio y a la confiscación de sus bienes.
Y, como César supo a través de Craso, Cicerón Consiguió una casa nueva. El pez más gordo de todos los catilinarios, que nunca había sido nombrado por ninguno de los informadores, era Publio Sila. No obstante la mayoría de la gente sabía que si Autronio había estado implicado, Publio Sila también. Sobrino del dictador y marido de la hermana de Pompeyo, Publio Sila había heredado enormes riquezas, pero no la perspicacia política de su tío y, desde luego, tampoco su sentido de la supervivencia. Al contrario que los demás, Publio Sila no había entrado en la conspiración para incrementar su fortuna, sino para complacer a sus amigos y aliviar su perpetuo aburrimiento.
—Le ha pedido a Cicerón que le defienda —le dijo Craso al tiempo que soltaba una risita—, y eso coloca a Cicerón en un espantoso aprieto.
—Sólo si tiene intención de consentir en ello, desde luego —le indicó César.
—Oh, ya ha consentido, Cayo.
—¿Cómo sabes todo eso?
—Porque el amante de la buena vida de nuestro ex cónsul acaba de venir a verme. De repente tiene dinero para comprarme la casa… o espera tenerlo.
—¡Ah! ¿Y cuánto pides?
—Cinco millones.
César se recostó en la silla y movió lúgubremente la cabeza a ambos lados.
—¿Sabes, Marco? Siempre me recuerdas a un constructor. Cada vez que construyes una casa para tu esposa y tus hijos juras por todos los dioses que no la venderás. Pero luego se presenta alguien con más dinero que sentido común, te ofrece unas sabrosas ganancias y ¡bang!, esposa e hijos se quedan sin hogar hasta que esté construida la próxima casa.
—Pagué un alto precio por ella —dijo Craso a la defensiva.
—¡Ni mucho menos cinco millones!
—Pues, sí —dijo Craso, que empezó a animarse—. En realidad Tertula le ha cogido manía a esa casa, así que no se le ha roto el corazón ante la idea de tener que mudarse. Esta vez voy a construírmela en el lado del Circus Maximus que da al Germalus, junto a ese palacio que Hortensio mantiene para albergar sus estanques de peces.
—¿Por qué le ha cogido manía Tertula después de todos estos años? —le preguntó César con escepticismo.
—Pues porque perteneció a Marco Livio Druso.
—Eso ya lo sé. También sé que lo mataron en aquel atrio.
—¡Allí hay algo! —dijo Craso en un susurro.
—Y te parece que lo que sea será bienvenido para que atormente a Cicerón y a Terencia, ¿eh? —César se echó a reír—. Ya te dije yo en su momento que era un error poner mármol negro en el interior, quedaban demasiados rincones oscuros. Y sabiendo lo poco que les pagas a tus sirvientes, Marco, apostaría a que alguno de ellos se lo pasa de primera gimiendo y suspirando entre las sombras. También estaría dispuesto a apostar que cuando os mudéis, vuestras presencias malignas os acompañarán… a menos que tú decidas desembolsar sólidos aumentos de sueldos, claro está.
Craso volvió al tema de Cicerón y Publio Sila.
—Parece ser que Publio Sila está dispuesto a «prestarle» a Cicerón la cantidad entera si lo defiende —dijo.
—Y consigue sacarlo libre —añadió César con suavidad.
—¡Oh, lo hará! —Esta vez fue Craso quien se echó a reír, cosa rara en extremo—. ¡Deberías haberle oído! Está ocupado escribiendo la historia de su consulado, nada menos. ¿Te acuerdas de todas aquellas reuniones de setiembre, octubre y noviembre? ¿Cuando Publio Sila se sentaba junto a Catilina para apoyarlo a grandes voces? Pues según Cicerón no era Publio Sila el que estaba allí sentado, ¡era Spinther que llevaba puesta la imago de Publio Sila!
—Espero que estés de broma, Marco.
—Sí y no. ¡Cicerón ahora insiste en que Publio Sila empleó la mayor parte de todos esos nundinae en el cuidado de sus intereses en Pompeya! Y que apenas estuvo aquí, en Roma, ¿sabías tú eso?
—Tienes razón, seguro que era Spinther, que llevaba puesta su imago.
—De todos modos, Cicerón convencerá de eso al jurado.
En ese momento Aurelia asomó la cabeza por la puerta.
—Cuando tengas tiempo, César, me gustaría hablar contigo —le dijo.
Craso se levantó.
—Me voy ya, tengo que ver a algunas personas. Y hablando de casas —dijo mientras César y él se dirigían a la puerta principal—, tengo que decir que la domus publica es el mejor lugar para vivir de toda Roma. Coge de camino para ir y volver de todas partes. Es agradable dejarse caer por aquí sabiendo que hay una cara amiga y un buen trago de vino.
—¡Tú podrías permitirte comprar todos los tragos de vino que quisieras, viejo tacaño!
—Me estoy haciendo viejo, ¿sabes? —le dijo Craso sin hacer caso del sustantivo «tacaño»—. ¿Cuántos años tienes tú, César? ¿Treinta y siete?
—Este año cumplo treinta y ocho.
—¡Brrr! Yo cumpliré cincuenta y cuatro. —Suspiró con melancolía—. ¿Sabes? ¡Yo quería de verdad una campaña antes de jubilarme! Algo para rivalizar con Pompeyo Magnus. —Según él, ya no quedan mundos por conquistar.
—¿Y los partos?
—¿Y Dacia? ¿Y Boiohaemum? ¿Y todas las tierras del Danubio?
—Es ahí donde tú vas a ir, ¿verdad, César?
—Lo he estado pensando, sí.
—Los partos —le recomendó Craso con mucha seguridad al cruzar la puerta—. Hay más oro en esa dirección que en el Norte.
—Todas las razas estiman el oro más que nada —dijo César—, así que de todas ellas se consigue oro.
—Lo necesitarás para pagar tus deudas.
—Sí, así es. Pero el oro no es el principal atractivo, al menos para mí. En ese aspecto Pompeyo Magnus tiene razón. El oro viene, sencillamente, por añadidura. Lo que es más importante es la longitud del alcance de Roma.
La respuesta de Craso fue un gesto de despedida con la mano; se encaminó al Palatino y desapareció.
Nunca servía de nada intentar evitar a Aurelia cuando quería tener una conversación, así que César se fue directamente desde la puerta principal hasta los aposentos de su madre, donde ahora se notaba por todas partes la huella de su mano: nada del atractivo decorado quedaba ya a la vista, pues estaba cubierto de casilleros, rollos, papeles, recipientes para libros y, en un rincón, un telar. Las cuentas del Subura ya no le interesaban; ahora estaba ayudando a las vestales en sus tareas de llevar los archivos.
—¿Qué hay, mater? —le preguntó César, de pie a la puerta.
—Se trata de nuestra nueva virgen —dijo ella al tiempo que le indicaba una silla.
César se sentó dispuesto ahora a escuchar.
—¿Cornelia Merula?
—La misma.
—Sólo tiene siete años, mater. ¿Qué problemas puede causar a esa edad? A menos que sea salvaje, y no me dio esa impresión.
—Hemos puesto a un Catón entre nosotros —le dijo su madre.
—¡Oh!
—Fabia no puede con ella, ni tampoco ninguna de las otras vestales. Junia y Quintilia la odian, y están empezando a pellizcarla y a arañarla.
—Trae a Fabia y a Cornelia Merula a mi despacho ahora mismo, por favor.
No muchos momentos después Aurelia acompañó a la jefa de las vestales y a la nueva pequeña vestal al despacho de César, un escenario inmaculado e imponente que resplandecía en apagados tonos de carmesí y púrpura.
Había algo que recordaba a Catón en Cornelia Merula, algo que hizo que a César le viniese a la memoria la primera vez que había visto a Catón, mirando desde la casa de Marco Livio Druso hacia la casa de Ahenobarbo, donde se había alojado Sila. Un niño flacucho y solitario a quien él había saludado con la mano con afecto. Esta niña también era alta y delgada; tenía el mismo colorido que Catón: pelo castaño y ojos grises. Y estaba de pie en la misma postura que adoptaba Catón: las piernas separadas, la barbilla erguida y los puños apretados.
—Mater, Fabia, podéis sentaros —dijo el pontífice máximo de manera muy formal. Luego le hizo un gesto con la mano a la niña—. Tú puedes quedarte aquí de pie —le indicó al tiempo que le señalaba un lugar concreto delante del escritorio—. Y ahora, ¿cuál es el problema, vestal jefe? —preguntó.
—¡Muchísimos, al parecer! —respondió Fabia con aspereza—. Vivimos con demasiado lujo; disponemos de demasiado tiempo libre; nos interesan más los testamentos que Vesta; no tenemos derecho a beber agua que no se haya traído del pozo de Juturna; no preparamos la mola salsa como se hacía durante los reinados de los reyes; no picamos las partes del caballo de octubre como es debido. ¡Y muchas otras cosas además!
—¿Y cómo sabes tú qué ocurre con las partes del caballo de octubre, pequeño mirlo? —le preguntó amablemente César a la niña, a la que prefirió llamar así y no Merula, que significaba mirlo—. Tú no llevas en el Atrium Vestae suficiente tiempo para haber visto alguna ceremonia de las partes del caballo de octubre.
¡Oh, qué difícil le resultaba no echarse a reír! Las partes del caballo de octubre, que se llevaban a toda prisa primero a las Regia para dejar que algo de sangre gotease sobre el altar y luego al sagrado hogar de Vesta para hacer lo mismo, eran los genitales, la cola y el esfínter anal. Después de la ceremonia todas aquellas partes se troceaban, se picaban, se mezclaban con lo que quedaba de sangre y luego se quemaban; las cenizas se utilizaban durante una fiesta Vestal celebrada en abril, la Parilia.
—Me lo ha dicho mi bisabuela —dijo Cornelia Merula con una voz que prometía ser algún día tan potente como la de Catón.
—¿Y cómo lo sabe ella, si no es una vestal?
—Tú estás en esta casa porque eres un impostor. Eso significa que no tengo que contestarte —dijo el pequeño mirlo.
—¿Quieres que te devuelva a tu bisabuela?
—No puedes hacer eso, ya soy una vestal.
—Puedo hacerlo, y lo haré si no respondes a mis preguntas.
La niña no parecía acobardada lo más mínimo; en cambio, pensó lo que decía con mucho cuidado.
—Sólo puedo ser expulsada de la orden si se me procesa ante un tribunal y se me encuentra culpable.
—¡Vaya un pequeño abogado que tenemos aquí! Pero estás equivocada, Cornelia. La ley es sensata, así que siempre lo tiene todo previsto, por si de vez en cuando resulta enjaulado un mirlo con pavas reales blancas como la nieve. Puedo enviarte a tu casa —César se inclinó hacia adelante con una expresión helada en los ojos—. ¡Por favor, no pongas a prueba mi paciencia, Cornelia! Sólo créeme. A tu bisabuela no le haría gracia que se te declarase no apta y se te devolviera a casa con deshonor.
—No te creo —dijo Cornelia con testarudez.
César se puso en pie.
—¡Me creerás cuando yo te lleve a tu casa, cosa que va a suceder en este mismo momento! —Se volvió hacia Fabia, que escuchaba fascinada—. Fabia, recoge sus cosas y luego mándamelas aquí.
Esa era la diferencia entre los siete y los veintisiete años; Cornelia Merula cedió.
—Contestaré tus preguntas, pontífice máximo —dijo ella en actitud heroica y con los ojos brillantes a causa de las lágrimas, pero sin permitir que cayera ninguna.
César estaba deseando apretujarla con besos y abrazos, pero claro, no se podía hacer una cosa así aunque hubiese sido una buena niña y hubiese aprendido a comportarse. Tuviese siete o veintisiete años, era una virgen vestal, y él no podía apretujarla ni darle besos y abrazos.
—Has dicho que estoy aquí porque soy un impostor, Cornelia. ¿Qué has querido decir con eso?
—Mi bisabuela lo dice.
—¿Y todo lo que dice tu bisabuela es verdad?
Los ojos grises se abrieron mucho, horrorizados.
—¡Sí, naturalmente!
—¿Te dijo tu bisabuela por qué soy un impostor, o fue simplemente una afirmación sin hechos en los que apoyarla? —le preguntó César con el semblante serio.
—Sólo lo dijo.
—Yo no soy ningún impostor, soy el pontífice máximo legalmente elegido.
—Tú eres el flamen Dialis —murmuró Cornelia.
—Fui el flamen Dialis, pero eso fue hace mucho tiempo. Me nombraron para ocupar el lugar de tu bisabuelo. Pero luego se observaron algunas irregularidades en la ceremonia de inauguración, y todos los sacerdotes y augures decidieron que yo no podía continuar sirviendo en calidad de flamen Dialis.
—¡Tú sigues siendo el flamen Dialis!
—Domine —la corrigió César con suavidad—. Yo soy tu señor, pequeño mirlo, lo que significa que tú debes comportarte con cortesía y llamarme domine.
—Bueno, pues domine.
—Yo ya no soy el flamen Dialis.
—¡Sí que lo eres, Domine!
—¿Por qué?
—¡Porque no hay otro flamen Dialis! —dijo Cornelia Merua con aire triunfal.
—Esa fue otra decisión de los Colegios Sacerdotal y Augural, pequeño mirlo. Yo no soy el flamen Dialis, pero se decidió no nombrar a otro hombre para ese puesto hasta después de mi muerte. Sólo para que todo en nuestro contrato con el Gran Dios fuera absolutamente legal.
—Oh.
—Ven aquí, Cornelia.
La niña dio la vuelta al escritorio de mala gana y se quedó de pie justo en el lugar donde César apuntaba con el dedo, a dos pies de la silla de éste.
—Extiende las manos.
Cornelia se encogió y palideció; César comprendió mucho mejor a la bisabuela cuando Cornelia Merula tendió las manos como lo hace un niño para recibir castigo.
César tendió también las manos hacia adelante y cogió las de la niña con firmeza.
—Me parece que ya es hora de que te olvides de que tu bisabuela es la autoridad de tu vida, pequeño mirlo. Tú has desposado la orden de vírgenes vestales de Roma. Has pasado de las manos de tu bisabuela a las mías. Siente su contacto, Cornelia. Siente mis manos.
Ella así lo hizo, con vergüenza y mucha timidez. Qué triste, pensó César; está claro que hasta ahora que ha cumplido los siete años nunca ha sido abrazada ni besada por el paterfamilias, y ahora yo, su nuevo paterfamilias, estoy sujeto por leyes solemnes y sagradas que me impiden besarla o abrazarla, aunque sea una niña. A veces Roma es un ama cruel.
—Son fuertes mis manos, ¿verdad?
—Sí —dijo la niña en un susurro.
—Y mucho más grandes que las tuyas.
—Sí.
—¿Sientes que tiemblen o suden?
—No, domine.
—Entonces no hay nada más que decir. Tú y tu destino estáis en mis manos, yo soy tu padre ahora. Me ocuparé de ti como un padre, el Gran Dios y Vesta así lo requieren. Pero sobre todo yo te cuidaré porque tú eres una niña. No se te abofeteará ni se te darán zurras, no se te encerrará en armarios oscuros ni se te enviará a la cama sin cenar. Eso no quiere decir que el Atrium Vestae sea un lugar donde no haya castigos, sólo que los castigos se pensarán cuidadosamente y siempre se ajustarán a la falta cometida. Si rompes algo, tendrás que arreglarlo. Si ensucias algo, tendrás que limpiarlo. Pero la única falta para la cual no hay otro castigo más que enviarte a casa como no apta es que te erijas en juez de tus superiores. No te corresponde a ti decir lo que la orden debe beber, ni de donde se obtiene la bebida, ni por qué lado de la taza hay que beber. No te corresponde a ti determinar cuál es exactamente la tradición Vestal ni las costumbres. La mos maiorum no es una cosa estática, no permanece siempre como era durante los reinados de los reyes. Como todo lo demás en este mundo, cambia para adaptarse a los tiempos. Así que nada de críticas, nada de erigirte en juez. ¿Lo has comprendido?
—Sí, domine.
César le soltó las manos, sin haber llegado a acercarse a ella más de aquellos dos pies.
—Puedes irte, Cornelia, pero espera fuera. Quiero hablar con Fabia.
—Gracias, pontífice máximo —dijo Fabia radiante.
—No me des las gracias, vestal jefe, sólo aprende a enfrentarte a estos altos y bajos con sensatez —le recomendó César—. Creo que en el futuro quizás sea más prudente que yo tome parte más activa en la educación de las tres niñas. Clases una vez cada ocho días desde una hora después del amanecer hasta el mediodía. Pongamos el tercer día después del nundinus.
La entrevista había llegado a su fin, estaba claro; Fabia se levantó, hizo una reverencia y se marchó.
—Lo has llevado extraordinariamente bien, César —le indicó Aurelia.
—¡Pobrecita!
—Demasiadas zurras.
—Qué horror de vieja debe de ser la bisabuela.
—Algunas personas viven hasta que son demasiado viejas, César. Espero que yo no.
—Lo importante es, ¿habré conseguido desterrar al Catón que hay en ella?
—Oh, creo que sí. Especialmente si le das clases. Ésa es una idea excelente. Ni Fabia, ni Arruntia, ni Popilia tienen un grano de sentido común, y yo no puedo intervenir demasiado. Yo soy una mujer, no el paterfamilias.
—¡Qué raro, mater! ¡En toda mi vida no he sido nunca paterfamilias para ningún varón!
Aurelia se puso en pie sonriendo.
—De lo cual me alegro mucho, hijo mío. Mira al joven Mario, pobre tipo. Las mujeres que tú tienes a tu cargo te están agradecidas por tu fuerza y autoridad. Si tuvieras un hijo, tendría que vivir bajo tu sombra. Porque la grandeza no se salta sólo una generación, sino usualmente muchas en todas las familias, César. Tú querrías que fuera como tú, y él se desesperaría.
El club de Clodio estaba reunido en la casa, grande y hermosa, que el dinero de Fulvia había comprado para Clodio justo al lado de la costosa ínsula de lujosos apartamentos que representaba la inversión más lucrativa que había hecho él. Todo aquel que era realmente importante estaba presente: las dos Clodias, Fulvia, Pompeya Sila, Sempronia Tuditani, Pala, Décimo Bruto —hijo de Sempronia Tuditani—, Curión, el joven Publícola —hijo de Pala—, Clodio y un afligido Marco Antonio.
—Ojalá fuera yo Cicerón —estaba diciendo con tono lúgubre—, así no tendría necesidad de casarme.
—Eso suena como una incongruencia, Antonio —le dijo Curión sonriendo—. Cicerón está casado, y además con una mujer verdaderamente astuta.
—Sí, pero tiene tanta fama de que es capaz de sacar a la gente absuelta en un juicio que incluso hay quien está dispuesto a «prestarle» cinco millones —insistió Antonio—. Si yo pudiera hacer que la gente saliera absuelta en los juicios, tendría mis cinco millones sin necesidad de casarme.
—¡Oh! —dijo Clodio mientras se erguía en su asiento—. ¿Y quién es la afortunada novia, Antonio?
—Mi tío Lucio, que ahora es nuestro paterfamilias porque mi tío Híbrido no quiere tener nada que ver con nosotros, se niega a pagar mis deudas. Las propiedades de mi padrastro pasan, al parecer, por dificultades económicas, y ya no queda nada de lo que tenía mi padre. Así que tendré que casarme con cierta chica horrible, pero que huele a negocio.
—¿Quién? —preguntó Clodio.
—Se llama Fadia.
—¿Fadia? Nunca he oído hablar de ninguna Fadia —dijo Clodilla, una muy satisfecha divorciada en aquellos días—. ¡Cuéntanos más, Antonio, venga!
Antonio encogió aquellos enormes hombros suyos.
—No hay más que decir, en realidad. Nadie ha oído nunca hablar de ella.
—Sacarte a ti información, Antonio, es como exprimir a una piedra para que de sangre —intervino Clodia, la esposa de Celer—. ¿Quién es Fadia?
—Su padre es un mercader asquerosamente rico de Placentia.
—¿Quieres decir que es gala? —preguntó Clodio ahogando una exclamación.
Otro hombre quizá hubiera picado y se hubiese puesto a la defensiva; Marco Antonio se limitó a sonreír.
—Mi tío Lucio jura que no. Dice que es una mujer impecablemente romana. Y supongo que lo dice de verdad. Los Césares son expertos en linajes.
—¡Bueno, sigue! —le animó Curión.
—No hay mucho más que contar. El viejo Tito Fadio tiene un hijo y una hija. Quiere que el hijo entre en el Senado, y ha decidido que la mejor manera para hacerlo es encontrarle a la hija un marido noble. Al parecer el hijo es un tipo espantoso, no hay quien lo aguante. Así que me ha tocado a mí. —Antonio le dedicó una sonrisa a Curión y mostró unos dientes sorprendentemente pequeños, pero muy iguales—. Estuvo a punto de tocarte a ti, pero tu padre dijo que antes preferiría prostituir a su hija que dar su consentimiento para que tú te casaras con Fadia.
Curión se desplomó al tiempo que lanzaba un chillido.
—¡Qué ocurrencia! Escribonia es tan fea que sólo le interesaría a Apio Claudio el Ciego.
—¡Oh, cierra la boca de una vez, Curión! —le dijo Pompeya—. Todos conocemos a Escribonia, pero ninguno conoce a Fadia. ¿Es bonita, Marco?
—Su dote es muy bonita.
—¿Cuánto? —preguntó Décimo Bruto.
—¡Trescientos talentos es el precio de salida para el nieto de Antonio el Orador!
Curión lanzó un silbido.
—¡Si Fadio se lo pidiese a mi tata otra vez, yo con mucho gusto dormiría con los ojos vendados! ¡Eso es una mitad más de los cinco millones de Cicerón! ¡Incluso te quedará un poco después de haber pagado todas tus deudas!
—¡Yo no soy mi primo Cayo, Curión! —le advirtió Antonio con una risita—. Yo no debo más que medio millón. —Luego se puso serio—. De todos modos, nadie me va a dejar poner las manos sobre el dinero contante y sonante. Mi tío Lucio y Tito Fadio están acordando los términos del matrimonio de tal manera que Fadia conserve el control de su fortuna.
—¡Oh, Marco, eso es espantoso! —gritó Clodia.
—Sí, eso es lo que dije yo después de negarme a casarme con ella en esas condiciones —dijo con aire satisfecho Antonio.
—¿Te has negado? —preguntó Pala, cuyas mejillas fláccidas se movían como las de una ardilla cuando mordisquea nueces.
—Sí.
—¿Y qué sucedió luego?
—Acabaron por ceder.
—¿Del todo?
—No del todo, pero bastante. Tito Fadio accedió finalmente a pagar todas mis deudas y me concedió además una liquidación de un millón en metálico. Así que me caso dentro de diez días, aunque ninguno de vosotros haya sido invitado a la boda. Mi tío Lucio quiere hacerme parecer puro.
—¡Ningún carota, ningún galo!
Todos se echaron a reír. La reunión prosiguió alegremente durante un rato, aunque no se dijo nada importante. Las únicas criadas que había en la habitación, que pertenecían a Pompeya, estaban muy compuestas detrás del canapé en el que se encontraba tumbada Pompeya junto con Pala. La más joven era su propia doncella, Doris, y la mayor era el valioso perro guardián de Aurelia, Polixena. Todos los miembros del club de Clodio eran conscientes de que Polixena informaría fielmente a Aurelia de todo lo que oyera cuando Pompeya regresara a la domus publica. Esto suponía un fastidio de grandísimas proporciones. De hecho, celebraban muchas reuniones sin Pompeya, bien porque la maldad que tramaban no era para que se la contaran a la madre del pontífice máximo, bien porque alguien iba a proponer una vez más que expulsasen del club a Pompeya. No obstante había un buen motivo por el que se permitía que Pompeya continuase formando parte del club: había ocasiones en que resultaba muy útil saber que un rígido y viejo pilar de la sociedad, que tenía una gran influencia en dicha sociedad, recibía información.
Aquel día Publio Clodio ya no pudo aguantar más.
—¡Pompeya —dijo con voz dura—, esa vieja espía que está detrás de ti es algo abominable! ¡No hay nada que se hable aquí de lo que no acabe enterándose toda Roma, no tenemos nada que ocultar, pero yo me opongo a los espías, y eso significa que tengo que oponerme a ti! ¡Vete a casa y llévate a esa miserable espía contigo!
Aquellos luminosos y asombrosamente verdes ojos se llenaron de lágrimas; a Pompeya le comenzaron a temblar los labios.
—¡Oh, por favor, Publio Clodio! ¡Por favor!
Clodio le volvió la espalda.
—Vete a casa —repitió.
Se hizo un embarazoso silencio mientras Pompeya se bajaba del canapé, se ponía los zapatos y salía de la habitación; Polixena iba detrás con su acostumbrada expresión de madera, y Doris gimoteaba y sorbía por la nariz.
—Eso ha sido una falta de amabilidad, Publio —dijo Clodia cuando se habían ido.
—¡La amabilidad no es una virtud que yo estime! —repuso Dodio con brusquedad.
—¡Es la nieta de Sila!
—¡Me da igual, como si es la nieta de Júpiter! ¡Estoy asqueado de tener que aguantar a Polixena!
—Mi primo Cayo no es tonto —intervino Antonio—. No tendrás acceso alguno a su esposa sin que haya alguien como Polixena presente, Clodio.
—¡Eso ya lo sé, Antonio!
—Él mismo tiene bastante experiencia —explicó Antonio esbozando una sonrisa—. Dudo que haya algún truco que él no conozca en lo que se refiere a ponerles los cuernos a los maridos. —Suspiró, contento—. ¡Él es el viento del norte, pero adorna nuestra remilgada familia! Ha hecho más conquistas que Apolo.
—¡Yo no quiero ponerle los cuernos a César, sólo quiero librarme de Polixena! —gruñó Clodio.
De repente Clodia se echó a reír con una risita tonta.
—Bueno, ahora que los Ojos y los Oídos de Roma se han marchado de una vez, puedo contaros lo que sucedió en la fiesta de Ático la otra noche.
—Eso debe de haber sido emocionante para ti, Clodia querida —dijo el joven Publícola—. ¡Con tanto protocolo!
—Oh, desde luego, sobre todo con Terencia presente.
—Entonces, ¿qué es lo que lo hace digno de mención? —preguntó Clodio malhumorado, todavía enfadado por lo de Polixena.
Clodia bajó la voz, que se le puso tensa y cargada de trascendencia.
—¡Yo estaba sentada enfrente de Cicerón! —anunció.
—¿Cómo pudiste soportar semejante éxtasis? —le preguntó Sempronia Tuditani.
—¡Querrás decir cómo pudo él soportar semejante éxtasis!
Todas las cabezas se volvieron hacia ella.
—¡No me digas, Clodia! —gritó Fulvia.
—Pues sí —dijo Clodia muy presumida—. Cayó enamorado de mí con tanta fuerza como cae una ínsula en un terremoto.
—¿Delante de Terencia?
—Bueno, ella estaba en otro lugar de la mesa, de cara al lectus imus, así que se encontraba de espaldas a nosotros. Sí, gracias a mi amigo Ático, Cicerón se soltó de la correa.
—¿Qué pasó? —preguntó Curión sin poder contener la risa.
—Coqueteé con él desde el principio al fin de la cena, eso es lo que pasó. Coqueteé de modo escandaloso. ¡Y a él le encantó! Yo también disfruté. Me dijo que no sabía que hubiera una mujer tan instruida en Roma. Eso fue cuando cité textualmente algunos fragmentos de Catulo, ese nuevo poeta. —Se volvió hacia Curión—. ¿Lo has leído? ¡Es glorioso!
Curión se limpió las lágrimas consecuencia de la risa.
—No he oído hablar de él.
—Nuevecito del todo… y lo publica Ático, naturalmente. Procede de la Galia Cisalpina, más allá del Po. Ático dice que está a punto de venir a Roma… ¡Estoy impaciente por conocerle!
—Volviendo a Cicerón —dijo Clodio, que veía posibilidades para el Foro—. ¿Cómo es en cuestiones amorosas? No creí que tuviera esas inclinaciones, francamente.
—Oh, muy tonto y picaruelo —dijo Clodia con voz aburrida. Se volvió de espaldas y dio patadas al aire—. Todo en él cambia. De pater patriae se convierte en rufián de Plauto. Por eso me resultó tan divertido. Yo no hacía más que pincharle para que cada vez se fuera poniendo más tonto.
—¡Eres una mujer malvada! —le dijo Décimo Bruto.
—Eso es lo que pensó Terencia también.
—¡Ah! ¿Así que ella se dio cuenta? —al cabo de un rato se dieron cuenta todos los presentes. Clodia arrugó la nariz hacia arriba y puso una cara adorable—. Cuando más rendido caía por mí, más vocinglero y tonto se ponía. Ático estaba casi paralizado de la risa. —Se estremeció de una forma muy teatral—. Terencia estaba casi paralizada por la rabia. ¡Pobre viejo Cicerón! Por cierto, ¿por qué consideramos que es viejo? Pero repito: ¡pobre viejo Cicerón! No creo que estuvieran a más de un pie de distancia de la puerta de Ático cuando Terencia ya debía de estar royéndole el cuello.
—No iba a roerle otra cosa —apuntó con un ronroneo Sempronia Tuditani.
El aullido de regocijo que se alzó hizo que los sirvientes que estaban en la cocina de Fulvia, en el otro extremo del jardín, sonrieran. ¡Qué casa tan feliz!
De repente la alegría de Clodia cambió de tono; se sentó muy erguida y miró con júbilo a su hermano.
—Publio Clodio, ¿te atreves con una maldad deliciosa que se me ha ocurrido?
—¿Es romano César?
A la mañana siguiente Clodia se presentó ante la puerta principal del pontífice máximo acompañada por varios miembros femeninos del club de Clodio.
—¿Está Pompeya? —le preguntó a Eutico.
—Sí está, domina —dijo el mayordomo haciendo una inclinación de cabeza al franquearles la entrada.
Y el grupo se fue escaleras arriba, mientras Eutico se apresuraba a seguir a sus tareas. No había necesidad de llamar a Polixena; el joven Quinto Pompeyo Rufo estaba ausente de Roma, así que no habría hombres presentes.
Era evidente que Pompeya se había pasado la noche llorando; tenía los ojos hinchados y enrojecidos, y el porte desconsolado. Cuando vio que Clodia y las demás entraban bulliciosas, se puso en pie de un salto.
—¡Oh, Clodia, estaba segura de que no volvería a verte! —le gritó.
—¡Querida, yo no te haría eso nunca! Pero en realidad no puedes culpar a mi hermano, ¿no es cierto? Polixena se lo cuenta todo a Aurelia.
—¡Ya lo sé, ya lo sé! Y lo siento muchísimo, pero… ¿qué puedo hacer?
—Nada, querida, nada —Clodia tomó asiento como un hermoso pájaro que se posara en una rama y luego sonrió al resto del grupo que había traído consigo: Fulvia, Clodilla, Sempronia Tuditani, Pala y otra mujer a la que Pompeya no reconoció—. Esta es mi prima Claudia, que ha venido del campo de vacaciones —la presentó Clodia, muy solemne.
—Ave, Claudia —dijo Pompeya Sila sonriendo con aquel habitual aspecto distraído suyo mientras pensaba que si Claudia era una palurda, se adaptaba mucho al molde de Pala y Sempronia Tuditani; fuera de donde fuera que procediese allí debían de considerarla verdaderamente espabilada, con todo aquel maquillaje y el pelo decolorado y exuberante. Pompeya trató de mostrarse—. Ya veo el parecido de familia.
—Eso espero —dijo la prima Claudia quitándose aquella fantástica mata de pelo dorado vivo.
Durante un momento dio la impresión de que Pompeya fuera a desmayarse: se quedó boquiabierta y jadeó en busca de aire.
Todo lo cual fue demasiado para Clodia y los demás. Chillaron de tanta la risa.
—¡Sssssh! —las conminó Publio Clodio al tiempo que avanzaba a grandes zancadas y de un modo muy poco femenino hasta la puerta que daba al exterior; al llegar allí echó el pestillo por dentro. Luego volvió hasta el asiento que ocupaba, frunció la boca e hizo aletear las pestañas—. ¡Querida mía, qué apartamento tan divino! —dijo con voz aflautada.
—¡Oh, oh, oh! —chilló Pompeya—. ¡No puedes!
—Puedo, porque aquí estoy —dijo Clodio con su voz normal—. Y tienes razón, Clodia. No está Polixena.
—¡Por favor, por favor, no te quedes aquí! —le dijo Pompeya en un susurro; la cara se le había puesto blanca y tenía las manos encogidas—. ¡Mi suegra!
—¿Qué, también te espía aquí?
—Normalmente no, pero la Bona Dea se celebra pronto, y va a ser aquí. Se supone que yo la estoy organizando.
—Querrás decir que la está organizando Aurelia, claro —dijo Clodio en un tono de mofa.
—¡Pues sí, claro, lo está haciendo ella! Pero es muy meticulosa en fingir que me consulta a mí, porque yo soy oficialmente la anfitriona, la esposa del pretor en cuya casa se celebra la Bona Dea. ¡Oh, Clodio, por favor, vete! Aurelia ahora entra y sale todo el tiempo, y si encuentra mi puerta cerrada con pestillo irá a quejarse a César.
—¡Mi pobre niñita! —canturreó Clodio envolviendo a Pompeya en un abrazo—. Me iré, te lo prometo.
Se acercó a un espejo de plata magníficamente pulida que había colgado en la pared, y con ayuda de Fulvia se colocó la peluca en su sitio.
—No puedo decir que estés guapo, Publio —le dijo su esposa mientras daba los últimos toques a la peluca—, pero pasas por una mujer muy aceptable —añadió con una risita tonta—. ¡Aunque de dudosa profesión!
—Venga, vámonos de aquí —dijo Clodio dirigiéndose a las demás—. Yo sólo quería demostrarle a Clodia que podía hacerse, ¡y puede hacerse!
Soltaron el pestillo de la puerta; las mujeres salieron agrupadas con Clodio en el centro.
Justo a tiempo. Aurelia apareció poco después; tenía las cejas levantadas.
—¿Quiénes eran esas que salían con tanta prisa y alboroto?
—Clodia, Clodilla y unas cuantas amigas más —repuso Pompeya con vaguedad.
—Será mejor que sepas qué clase de leche vamos a servir.
—¿Leche? —preguntó Pompeya atónita.
—¡Oh, Pompeya, sinceramente! —Aurelia se quedó de pie mirando a su nuera—. ¿Es que no hay nada más en esa cabeza que chucherías y ropa?
Y al oír esto Pompeya estalló en llanto. Aurelia —aunque con voz apagada— soltó una de sus infrecuentes palabrotas, todas muy suaves, y se marchó de allí a toda prisa para no darle unos cachetes a Pompeya.
Fuera, en la vía Sacra, los cinco artículos auténticos, más Clodio, corrieron calle arriba en lugar de dirigirse calle abajo hacia el Foro inferior; eso era más seguro si no querían encontrarse con cierto varón al que conocían muy bien. Clodio estaba encantado consigo mismo, e iba haciendo cabriolas para llamar la atención de las señoras acomodadas que hacían las compras habitualmente en la zona del pórtico Margaritaria y en el Foro superior. Fue por eso por lo que las mujeres sintieron gran alivio cuando consiguieron llevarlo a casa sin que nadie descubriera su disfraz.
—¡Van a estar días preguntándome quién era esa extraña criatura que iba conmigo esta mañana! —dijo Clodia con ira una vez que le quitaron los arreos y un ya lavado y respetable Publio Clodio se hubo instalado en un canapé.
—¡Fue todo idea tuya! —protestó él.
—¡Sí, pero no tenías por qué hacer de ti mismo un espectáculo público! ¡El trato era que tú irías y volverías bien camuflado, no que irías sonriendo y contorneándote para que todo el mundo se fijase en ti!
—¡Cállate, Clodia, estoy pensando!
—¿En qué?
—En una pequeña cuestión de venganza.
Fulvia se le arrimó amorosamente, notando el cambio de ánimo de su marido. Nadie sabía mejor que su esposa que Clodio llevaba una lista de víctimas dentro de la cabeza, y nadie estaba más dispuesto a ayudarle que su esposa. Ultimamente la lista había menguado; Catilina ya no existía y los árabes probablemente habían sido borrados del mapa definitivamente. Así que, ¿de quién se trataría?
—¿Quién es? —le preguntó Fulvia al tiempo que le chupaba el lóbulo de la oreja.
—Aurelia —repuso él entre dientes—. Ya va siendo hora de que alguien la ponga en su sitio.
—¿Y cómo piensas hacer eso? —le preguntó Pala.
—De paso fastidiaré un poco a Fabia —dijo Clodio pensativo—; ella también necesita una lección.
—¿Qué te propones, Clodio? —le preguntó Clodilla, que parecía un poco recelosa.
—¡Una maldad! —canturreó él alegremente; agarró a Fulvia y empezó a hacerle cosquillas sin compasión.
Bona Dea era la Diosa Buena, tan antigua como la propia Roma, y por ello no poseía ni rostro ni forma; era numen. Sí que tenía nombre, pero nunca se pronunciaba, pues era demasiado sagrado. Lo que ella significaba para las mujeres romanas ningún hombre podía entenderlo, y tampoco por qué la llamaban buena. Su culto quedaba completamente fuera de la religión oficial del Estado, y aunque el Tesoro sí le concedía un poco de dinero, ella no le respondía a ningún hombre ni a ningún grupo de hombres. Las vírgenes vestales se cuidaban de ella, pues no tenía sacerdotisas propias; las vestales contrataban a las mujeres que cuidaban su jardín medicinal sagrado, y tenían la custodia de las medicinas de la Bona Dea, que eran sólo para las mujeres romanas.
Como no tenía parte alguna en la Roma masculina, el enorme recinto donde se encontraba su templo quedaba fuera del pomerium, en la falda del monte Aventino, justo debajo de un saliente rocoso, el Saxum Sacrum o piedra sagrada, y cerca del depósito de agua del Aventino. Ningún hombre osaba acercarse, ni ningún arbusto de arrayán. Una estatua se alzaba en el interior del santuario, pero no era una efigie de la Bona Dea, sólo algo que se había puesto allí para engañar a las fuerzas del mal generadas por los hombres haciéndoles creer que era ella. Nada era lo que a primera vista parecía en el mundo de Bona Dea, quien amaba a las mujeres y a las serpientes. En su recinto abundaban las serpientes. Los hombres, se decía, eran serpientes. Y poseyendo tantas serpientes como poseía, ¿qué necesidad tenía la Bona Dea de hombres?
Las medicinas por las cuales la Bona Dea era famosa procedían de un jardín que rodeaba por completo el propio templo; allí había arriates de hierbas variadas, y por todas partes se extendía un mar de centeno enfermo que se plantaba cada primero de mayo y se cosechaba bajo la supervisión de las vestales, quienes cogían sus atizonadas espigas y hacían con ellas el elixir de Bona Dea… mientras miles de serpientes dormitaban o se deslizaban entre los tallos, ignoradas e ignorantes.
El primero de mayo las mujeres de Roma despertaban a su Diosa Buena del sueño invernal de seis meses en medio de flores y festejos que se celebraban dentro y alrededor del templo. Las ciudadanas romanas de toda condición social acudían en bandadas para asistir a los misterios, que empezaban al alba y acababan al crepúsculo. La exquisitamente equilibrada dualidad de la Diosa Buena se manifestaba en el nacimiento y en la muerte del centeno en mayo, en el vino y en la leche. Porque el vino era tabú, pero había que consumirlo en grandes cantidades. Se le llamaba leche y se guardaba en preciosas vasijas de plata llamadas mieleras, otra estratagema más para confundir a los varones. Mujeres cansadas dirigían sus pasos hacia sus casas repletas de leche servida de las mieleras, todavía estremeciéndose a causa del voluptuoso y seco deslizarse de las serpientes y recordando el poderoso oleaje de músculos de las mismas, el beso de una lengua bífida, la tierra abierta para recibir la semilla, una corona de hojas de cepa, el eterno ciclo femenino de nacimiento y muerte. Pero ningún hombre sabía ni quería saber qué ocurría en aquellas celebraciones de la Bona Dea en el primero de mayo.
Luego, a principios de diciembre, Bona Dea volvía a dormir, pero no públicamente, no mientras hubiera sol en el cielo o una mujer romana corriente estuviera ausente de casa. Porque lo que ella soñaba en invierno era su secreto, los ritos estaban abiertos sólo a las mujeres romanas de más alta cuna. Todas las hijas de la diosa podían presenciar su resurrección, pero sólo las hijas de reyes podían contemplar su muerte. La muerte era sagrada. La muerte era santa. La muerte era íntima.
Que aquel año la Bona Dea fuera puesta a descansar en la casa del pontífice máximo era algo inevitable; la elección del lugar para dicha celebración les correspondía a las vestales, que estaban obligadas por el hecho de que dicho lugar había de ser la casa de un cónsul o de un pretor titular. Desde la época de Ahenobarbo, el pontífice máximo, no había habido ocasión de celebrar los ritos en la propia domus publica. Aquel año sí se presentaba esa ocasión. Se eligió la casa del pretor urbano César, y su esposa, Pompeya Sila, sería la anfitriona oficial. La fecha señalada sería la tercera noche de diciembre, y en dicha noche ningún hombre ni niño varón podía permanecer en la domus publica, incluidos los esclavos.
Naturalmente, César estaba encantado con que su casa hubiera sido la elegida, y contento de poder dormir en sus habitaciones del Vicus Patricii; quizás hubiera preferido utilizar el antiguo apartamento de la ínsula de Aurelia, sólo que ahora estaba ocupado por el príncipe Masintha de Numidia, cliente suyo y perdedor en un juicio a principios de año. ¡Desde luego, aquel mal genio suyo cada vez estallaba con más facilidad en los últimos tiempos! En un momento dado se había irritado tanto por las mentiras que el príncipe Juba estaba contando muy afanado, que Masintha había alargado la mano y había obligado a Juba a ponerse en pie agarrándolo por la barba. Como no era ciudadano romano, Masintha se enfrentaba a los azotes y al estrangulamiento, pero César consiguió sacarlo de allí y lo puso bajo los cuidados de Lucio Decumio; y todavía lo mantenía escondido. Quizás, pensó el pontífice máximo mientras subía paseando colina arriba hacia Subura, precisamente aquélla noche podría probar una de aquellas deliciosamente terrenales mujeres de Subura que el tiempo y la elevación de su posición habían arrebatado del disfrute de César. ¡Sí, qué idea más buena! Primero una cena con Lucio Decumio y luego le enviaría un mensaje a Gavia, a Apronia o a Scaptia…
Era ya noche cerrada, pero por una vez aquella parte de la vía Sacra que serpenteaba por entre el Foro Romano estaba iluminada por antorchas; lo que parecía un interminable desfile de literas y lacayos convergía en las puertas principales de la domus publica procedentes de todas direcciones, y el humeante manto de luz desprendía destellos de las túnicas de maravillosos colores, chispas de las fabulosas joyas, vislumbres de rostros emocionados. Gritos de saludo, risitas, pequeños retazos de conversación flotaban en el aire a medida que las mujeres se apeaban y pasaban al vestíbulo de la domus publica, sacudiéndose las prendas que les arrastraban por el suelo de tan largas como eran, colocándose el pelo, ajustándose un pendiente o un broche. Muchos dolores de cabeza y muchas rabietas habían tenido lugar mientras se decidía qué ponerse, porque aquélla era la mejor ocasión del año para enseñar a las iguales con cuánto gusto y a la moda sabía una vestirse, y cuán caros eran los tesoros que había en el joyero. ¡Los hombres nunca se fijaban! Las mujeres, siempre.
La lista de invitadas era más larga de lo acostumbrado porque el local era muy espacioso; César había entoldado el jardín peristilo principal para ocultarlo de las miradas curiosas de la vía Nova, lo cual significaba que las mujeres podían congregarse allí, así como en el atrio, en el amplísimo comedor del pontífice máximo, en su sala de recepciones. Las lámparas brillaban con luz trémula por todas partes, las mesas estaban cargadas de los más suntuosos y exquisitos manjares, las mieleras de leche parecían no tener fondo y la leche en sí misma era de soberbia cosecha. Grupos de mujeres músicos estaban sentadas o paseaban tocando caramillos, flautas y liras, pequeños tambores, castañuelas, panderetas, cascabeles plateados; las criadas pasaban constantemente de un grupo a otro de invitadas con bandejas de exquisitos manjares y más leche. Antes de que empezasen los solemnes misterios, el estado de ánimo debía ser el correcto, lo cual significaba que la fiesta tenía que haber sobrepasado la etapa de la comida, la leche y la conversación. Nadie tenía prisa; había que ponerse al día en muchas cosas, pues se reconocían y se saludaban caras que hacía mucho tiempo que no se veían, y las amigas íntimas se apiñaban para intercambiar los últimos cotilleos.
Las serpientes no tomaban parte en los actos de poner a dormir a la Bona Dea; el soporífero que usaba en invierno era el látigo parecido a una serpiente, un objeto maligno que terminaba en un racimo de correas parecido a la Medusa, que se enrollaban alrededor de la carne de una mujer tan amorosamente como cualquier reptil. Pero la flagelación vendría más tarde, cuando el altar de invierno de la Bona Dea se iluminase y se hubiera bebido suficiente leche como para aliviar el dolor, y lo elevase en cambio a una especial clase de éxtasis. Bona Dea era un ama dura.
Aurelia había insistido en que Pompeya se pusiera junto a Fabia a la puerta para cumplir con su obligación de dar la bienvenida a las invitadas, y se alegró profundamente de que las señoras del club de Clodio estuvieran entre las últimas en llegar. ¡Pero bueno, cómo no iban a ser de las últimas! A unas furcias de mediana edad como Sempronia Tuditani y Pala debía de haberles llevado horas ponerse todas aquellas capas de pintura en la cara… ¡aunque habrían tardado sólo unos instantes en introducir aquellos fibrosos cuerpos suyos en tan poca ropa! Las Clodias, Aurelia tenía que admitirlo, estaban exquisitas: unos vestidos preciosos, exactamente las joyas adecuadas —y no demasiadas—, sólo unos ligeros toques de stibium y carmín. Fulvia, como siempre, iba un poco a su aire, desde la túnica de color fuego hasta varias vueltas de perlas negruzcas; tenía un hijo que contaba ya casi dos años, pero la figura de Fulvia no había sufrido, desde luego.
—¡Sí, sí, ahora puedes irte! —le dijo su suegra a Pompeya cuando Fulvia soltó un chorro de efusivos saludos; y sonrió agriamente para sus adentros cuando la frívola esposa de César se escabulló del brazo de su amiga, charlando feliz.
No mucho después Aurelia decidió que todas habían llegado ya y abandonó el vestíbulo. Su ansiedad por asegurarse de que todo iba bien no la dejaría descansar, así que se movía constantemente de un lugar a otro y de habitación en habitación, con los ojos moviéndose como dardos de acá para allá, contando a las criadas, comprobando el volumen de los alimentos, catalogando a las invitadas y los lugares donde se habían instalado. Incluso en medio de semejante caos, aunque un caos controlado, el ábaco que tenía por mente le advertía de esto y de aquello, y todo encajaba en su sitio. Pero había algo que no hacía más que darle la lata… ¿Qué era? ¿Quién faltaba? ¡Alguien faltaba! Dos mujeres músicos pasaron paseando a su lado; se refrescaban entre pieza y pieza. Llevaban los caramillos sujetos alrededor de la cintura, para tener las manos libres y poder sujetar la leche y los pasteles de miel.
—Chryse, ésta es la mejor Bona Dea que se haya celebrado nunca —dijo la más alta de las dos.
—¿Verdad que sí? —convino la otra, que mascullaba con la boca llena—. Ojalá todos nuestros contratos fueran la mitad de buenos que éste, Doris.
¡Doris! ¡Doris! ¡Esa era quien faltaba, Doris, la doncella de Pompeya! La última vez que Aurelia la había visto había sido hacía una hora. ¿Dónde estaría? ¿Qué tramaría? ¿Estaría llevando a escondidas leche al personal de la cocina, o habría engullido ella misma tanta leche que andaría durmiendo o vomitando por algún rincón?
Aurelia se fue, sin hacer caso de los saludos e invitaciones para unirse a diversos grupos, y siguió con el olfato un rastro que sólo ella era capaz de seguir.
En el comedor no estaba y tampoco la vio en ninguna parte del peristilo, ni en el atrio ni en el vestíbulo. Lo cual sólo dejaba por registrar la sala de recepción antes de empezar a buscar en otro territorio. El toldo de color azafrán que César había puesto en el peristilo era tal novedad que quizás por eso la mayor parte de las invitadas habían decidido congregarse allí, y las demás se habían instalado cómodamente en el comedor o en el atrio, que daban ambos directamente al jardín. Lo cual significaba que la sala de recepción, enorme y difícil de iluminar a causa de su tamaño, estaba completamente desierta. La domus publica había demostrado una vez más que doscientas visitantes y cien criadas no podían llenarla por completo.
¡Ajá! ¡Allí estaba Doris de pie a la puerta principal de la casa del pontífice máximo franqueándole la entrada a una mujer músico! ¡Pero qué músico! Una estrafalaria criatura ataviada con la más cara seda de Cos con hilos dorados, fabulosas joyas alrededor del cuello y entrelazadas entre un cabello asombrosamente amarillo. En la doblez del brazo llevaba acomodada una soberbia lira de concha de tortuga con incrustaciones de ámbar, cuyas clavijas eran de oro. ¿Acaso Roma poseía una mujer músico capaz de permitirse un vestido, unas joyas o un instrumento como los de aquella mujer? ¡Desde luego que no, pues de lo contrario habría sido famosa!
Y en Doris también había algo raro. La muchacha ponía posturas y sonreía embobada, tapándose la boca con la mano y volviendo los ojos hacia la mujer músico en una agonía de júbilo conspiratono. Sin hacer ningún ruido, Aurelia avanzó muy despacio hacia las dos con la espalda pegada a la pared, donde las sombras eran más densas. Y cuando oyó hablar al músico con voz de hombre, dio un brinco y atacó.
El intruso era un individuo ligero de mediana estatura, pero tenía la fuerza y la agilidad de un hombre joven. ¡Quitarse de encima a una mujer de avanzada edad como la madre de César no le supondría ninguna dificultad! ¡Aquel viejo cunnus! ¡Eso les enseñaría a ella y a Fabia a atormentarle a él! ¡Pero aquélla no era una mujer anciana! ¡Aquello era Proteo! Por mucho que él se retorcía y daba vueltas, Aurelia seguía colgada de él.
Aurelia tenía la boca abierta y gritaba:
—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Es una profanación! ¡Socorro, socorro! ¡Están profanando los misterios! ¡Socorro, socorro!
Acudieron mujeres corriendo de todas partes, moviéndose automáticamente para obedecer a la madre de César como le había obedecido la gente toda su vida. La lira de la mujer músico cayó al suelo y produjo un sonido discordante; le aprisionaron los dos brazos al músico y lo vencieron simplemente porque eran superiores en número. En ese momento, Aurelia lo soltó y se volvió para quedar de cara a las presentes.
—Esto es un hombre —dijo con dureza.
Ahora ya se habían reunido allí la mayoría de las invitadas, que contemplaron horrorizadas cómo Aurelia le arrancaba la peluca dorada, le rasgaba la tenue y costosa túnica y dejaba al descubierto el peludo pecho de un hombre. Publio Clodio.
Alguien empezó a chillar que aquello era un sacrilegio. Los lamentos, gritos y chillidos fueron subiendo de tono hasta alcanzar tal magnitud que toda la vía Nova se asomó a las ventanas en seguida; las mujeres salieron huyendo en todas direcciones, aullando que los ritos de Bona Dea habían sido contaminados y profanados, mientras las esclavas se iban a sus aposentos a toda prisa, las mujeres músicos se postraban, se arrancaban el cabello y se arañaban el pecho, y las tres vírgenes vestales adultas se pusieron los velos por delante de los asombrados rostros para ocultar el dolor y el terror que sentían de todas las miradas excepto de la mirada de la propia Bona Dea.
Ahora Aurelia le estaba frotando el rostro a Clodio, que reía como un demente, con un pedazo de túnica que, al mancharse de negro, blanco y rojo, se convirtió en un color marrón barro.
—¡Presenciad esto! —rugió Aurelia con una voz que nunca antes había poseído—. ¡Os llamo a todas para que seáis testigos de que esta criatura varón que se atreve a violar los misterios de Bona Dea es Publio Clodio!
Y de pronto se le acabó la diversión. Clodio dejó de carcajearse, miró fijamente aquel pétreo y hermoso rostro que tan cerca estaba del suyo y experimentó un miedo terrible. Volvía a encontrarse en aquella anónima habitación de Antioquía, sólo que esta vez lo que tenía que perder no eran los testículos, sino que lo que estaba en juego era su vida. El sacrilegio seguía siendo punible con la pena de muerte a la antigua usanza, y ni siquiera todo un olimpo compuesto por los mejores abogados que Roma hubiera dado al mundo en toda la historia sería bastante para hacer que saliera absuelto. La luz se hizo en él en un paroxismo de horror: ¡Aurelia era la Bona Dea!
Reunió hasta el último vestigio de fuerza que poseía, se liberó de los brazos que lo aprisionaban y salió huyendo precipitadamente por el pasillo que corría entre las habitaciones del pontífice máximo y el triclinium. Más allá estaba el jardín peristilo privado, y la libertad lo llamaba desde el fondo de un elevado muro de ladrillo. Como un gato se lanzó de un salto hacia la parte superior del mismo, escarbó y arañó para conseguir subirse a él, retorció el cuerpo para seguir a los brazos y cayó por encima del muro al suelo vacío.
—¡Traedme a Pompeya Sila, a Fulvia, a Clodia y a Clodilla! —dijo Aurelia con brusquedad—. ¡Son sospechosas y quiero verlas! —hizo un rollo con el vestido de tejido dorado y la peluca y se los entregó a Polixena—. Guárdalos a buen recaudo; son pruebas.
La gigantesca esclava manumitida gala se encontraba de pie, en silencio, en espera de órdenes, y se le pidió que se ocupase de que las señoras se marchasen de la casa con la mayor rapidez que fuera posible. Los ritos no podían continuar, y Roma ahora se hallaba sumida en la más grave crisis religiosa que se pudiese recordar.
—¿Dónde está Fabia?
Apareció Terencia, con una expresión que a Publio Clodio no le habría gustado ver.
—Fabia se está recuperando, pronto estará mejor. ¡Oh, Aurelia, esto ha sido espantoso! ¿Qué podemos hacer?
—Intentaremos reparar el daño, si no por nosotras mismas, por el bien de todas las mujeres romanas. Fabia es la vestal jefe, la Diosa Buena está a su cargo. Ten la bondad de decirle que vaya a los libros y averigüe qué podemos hacer para evitar el desastre. ¿Cómo podemos enterrar a Bona Dea a menos que expiemos este sacrilegio? Y si Bona Dea no es enterrada, no volverá a resucitar en mayo. Las hierbas curativas no brotarán, no nacerán bebés libres de malformaciones, todas las serpientes se marcharán o morirán, la semilla perecerá y perros negros se comerán los cadáveres en las cunetas de esta ciudad maldita.
Esta vez las mujeres presentes no chillaron. Se elevaron gemidos y suspiros que hablaron en susurros a la negrura situada detrás de las columnas y se perdieron allí, en el interior de los rincones, dentro de cada corazón. La ciudad estaba maldita.
Cien manos empujaron a Pompeya, a Fulvia, a Clodia y a Clodilla hasta la parte delantera del numeroso grupo, que ya había disminuido, y allí se quedaron de pie, llorando y mirando a su alrededor llenas de confusión; ninguna de ellas se encontraba cerca cuando se descubrió a Clodio, sólo sabían que la fiesta de la Bona Dea había sido profanada por un hombre.
La madre del pontífice máximo las miró de arriba abajo, tan justa como despiadada. ¿Habían tenido ellas algo que ver en la conspiración? Pero todas tenían los ojos muy abiertos, estaban asustadas, completamente abrumadas. No, decidió Aurelia, ellas no habían tomado parte. Ninguna mujer que estuviera por encima de una tonta esclava griega como Doris consentiría en algo tan monstruoso, tan inconcebible. ¿Y qué le habría prometido Clodio a aquella idiota muchacha esclava de Pompeya a fin de obtener su cooperación?
Doris estaba de pie entre Servilia y Cornelia Sila, llorando con tanta fuerza que le manaba más líquido de la nariz y la boca que de los ojos. A ella le tocaría el turno dentro de un momento, pero primero las invitadas.
—Señoras, todas vosotras excepto las de las cuatro primeras filas, por favor, salid. Esta casa es impía, vuestra presencia aquí es nefasta. Esperad en la calle vuestros medios de transporte, o marchaos a vuestras casas en grupos. A las de las filas delanteras las necesito para que sean testigos, porque si a esta muchacha no la ponemos a prueba ahora, tendrá que esperar a ser interrogada por hombres, y los hombres se comportan como tontos cuando interrogan a mujeres jóvenes.
Le llegó el turno a Doris.
—¡Límpiate la cara, muchacha! —ladró Aurelia—. ¡Venga, límpiate la cara y guarda la compostura! ¡Si no lo haces, te haré azotar aquí mismo!
La muchacha puso en juego la túnica tejida en casa; obedeció la orden porque la palabra de Aurelia era ley.
—¿Quién te ha metido en esto, Doris?
—¡Él me prometió una bolsa de oro y la libertad, domina!
—¿Publio Clodio?
—Sí.
—¿Fue sólo Publio Clodio, o hubo alguien más implicado?
¿Qué podía decir para que el castigo que se avecinaba fuera más leve? ¿Cómo podía sacarse de encima por lo menos parte de la culpa? Doris pensó con la velocidad y la astucia propias de alguien a quien se ha vendido como esclava después de que los piratas atacaron su aldea de pescadores licios; entonces ella tenía doce años, estaba madura para violarla y era apropiada para venderla. Entre aquel momento y Pompeya Sila había tenido que aguantar a otras dos amas, mayores y más frías que la esposa del pontífice máximo. La vida al servicio de Pompeya había resultado ser los Campos Elíseos, y el pequeño cofre que tenía Doris debajo del catre en su propio dormitorio, situado dentro de los aposentos de Pompeya, estaba lleno de regalos; Pompeya era tan generosa como descuidada. Pero ahora nada le importaba a Doris excepto la perspectiva del látigo. ¡Si le arrancaban la piel, Astianax nunca volvería a mirarla! Cuando los hombres la miraran sentirían un estremecimiento.
—Sólo hubo otra persona, domina —murmuró.
—¡Habla alto para que podamos oírte, muchacha! ¿Quién más está implicado?
—Mi ama, domina. La señora Pompeya Sila.
—¿De qué manera? —le preguntó Aurelia, sin hacer caso del grito ahogado de Pompeya y del enorme murmullo de las presentes.
—Si hay hombres presentes, domina, tú nunca permites que la señora Pompeya esté fuera de la vista de Polixena. Yo tenía que dejar entrar a Publio Clodio y llevarlo arriba, donde podrían estar juntos a solas.
—¡No es cierto! —gimió Pompeya—. ¡Aurelia, juro por todos nuestros dioses que no es cierto! ¡Lo juro por Bona Dea! ¡Lo juro, lo juro, lo juro!
Pero la esclava se aferró obstinadamente a su historia de la cita amorosa; no había manera de hacerla mover de ahí.
Una hora más tarde Aurelia se dio por vencida.
—Las testigos pueden irse a casa. Esposa y hermanas de Publio Clodio, vosotras también podéis iros. Estad preparadas para contestar preguntas mañana, cuando una de nosotras vaya a veros. Éste es un asunto exclusivamente de mujeres; serán mujeres quienes se encarguen de vosotras.
Pompeya Sila se había desplomado en el suelo hacía largo rato, y allí seguía tumbada, sollozando.
—Polixena, llévate a la esposa del pontífice máximo a sus propias habitaciones y no te apartes de su lado ni un instante.
—¡Mamá! —le rogó Pompeya a gritos a Cornelia Sila mientras Polixena la ayudaba a ponerse en pie—. ¡Mamá, ayúdame! ¡Por favor, ayúdame!
Otra cara hermosa, pero pétrea.
—Nadie puede ayudarte salvo Bona Dea. Ahora ve con Polixena, Pompeya.
Cardixa había regresado de cumplir con su deber ante las grandes puertas de bronce; había dejado salir a las llorosas invitadas, cuyas túnicas arrugadas y marchitas les azotaban el cuerpo agitadas por un viento cortante y frío, incapaces de caminar a causa del susto, pero condenadas a esperar largo rato unas literas y escoltas que se habían evaporado, pues estaban seguros de que no se necesitarían sus servicios hasta el amanecer. Así que se sentaron al borde de la vía Sacra y se acurrucaron juntas para combatir el frío, contemplando, horrorizadas, la ciudad que había sido maldecida.
—Cardixa, encierra a Doris.
—¿Qué me va a suceder a mí? —gritó la muchacha mientras la obligaban a marcharse de allí a paso de marcha—. Domina, ¿qué me va a pasar a mí?
—Responderás ante Bona Dea.
Las horas de la noche fueron avanzando poco a poco hasta la tenue tristeza del canto del gallo; quedaban Aurelia, Servilia y Cornelia Sila.
—Vamos al despacho de César y sentémonos. Beberemos un poco de vino —una risa triste—, pero no lo llamaremos leche.
El vino, de la provisión que tenía César en una mesa, les ayudó un poco; Aurelia se pasó una temblorosa mano por los ojos, irguió los hombros y miró a Cornelia Sila.
—¿Qué te parece a ti, avia? —preguntó la madre de Pompeya.
—Yo creo que Doris estaba mintiendo.
—Yo también —dijo Servilia.
—Yo siempre he sabido que mi pobre hija era muy estúpida, pero nunca ha sido maliciosa ni destructiva. Sencillamente, no tendría el valor de ayudar a un hombre a violar los ritos de la Bona Dea, de verdad que no.
—Pero no es eso lo que va a pensar Roma —dijo Servilia.
—¡Tienes razón, toda Roma creerá que se han producido citas amorosas durante una ceremonia sacratísima, y comenzarán las murmuraciones! ¡Oh, es una pesadilla! ¡Pobre César, pobre César! ¡Que tenga que pasar esto en su casa, con su esposa! ¡Oh, dioses, qué festín para sus enemigos! —se quejó Aurelia.
—La bestia tiene dos cabezas. El sacrilegio es más aterrador, pero es posible que el escándalo resulte más memorable —intervino Servilia.
—Estoy de acuerdo —dijo Cornelia Sila al tiempo que se estremecía—. ¿Podéis imaginar lo que se estará diciendo en este momento a lo largo de la vía Nova, entre el jaleo que se ha producido y todas las criadas muriéndose de ganas de ir por ahí con el cuento mientras andan por las tabernas a la caza de los portadores de las literas? Aurelia, ¿cómo podemos demostrarle a la Diosa Buena que la amamos?
—Espero que Fabia y Terencia, ¡qué mujer tan sensata y excelente es Terencia!, estén ocupadas averiguándolo en este momento.
—¿Y César? ¿Lo sabe ya? —quiso saber Servilia, cuya mente nunca dejaba de pensar en él.
—Cardixa ha ido a decírselo. Entre ellos hablan en galo de Arvernia si hay alguien presente.
Cornelia Sila se puso en pie e hizo un gesto con las cejas para indicarle a Servilia que era hora de que se marchasen.
—Aurelia, pareces muy cansada. No hay nada más que podamos hacer. Me voy a casa a acostarme, y espero que tú tengas intención de hacer lo mismo.
Actuando de un modo muy correcto, César no regresó a la domus publica antes del amanecer. En lugar de hacerlo fue primero a la Regia, donde estuvo rezando, ofreció un sacrificio sobre el altar y encendió un fuego en el hogar sagrado. Después se instaló en los dominios oficiales del pontífice máximo, situado justo detrás de la Regia, encendió todas las lámparas, mandó llamar a todos los acólitos de la Regia y se aseguró de que hubiera sillas suficientes para los pontífices que en aquel momento había en Roma. Luego avisó a Aurelia, pues sabía que ella estaría esperando esa llamada.
¡Parecía vieja! ¿Su madre, vieja?
—Oh, mater, cuánto lo lamento —dijo mientras la ayudaba a sentarse en la silla más cómoda.
—No lo sientas por mí, César. Siéntelo por Roma. Es una terrible maldición.
—Roma se arreglará, todos los colegios religiosos se ocuparán de que así sea. Más importante es que tú te recuperes. Sé cuánto significaba para ti celebrar la Bona Dea. ¡Qué asunto tan desgraciado, idiota y estrafalario!
—Una podría esperarse que algún tipo grosero de Subura trepara a una pared por la curiosidad producida por la borrachera. ¡Pero no puedo entenderlo tratándose de Publio Clodio! Oh, sí, ya sé que lo educó ese tonto complaciente de Apio Claudio, que lo adora; y me doy cuenta de que Clodio es un gamberro. Pero ¿disfrazarse de mujer para violar la celebración de la Bona Dea? ¿Cometer semejante sacrilegio conscientemente? ¡Debe de estar loco!
César se encogió de hombros.
—Quizá lo esté, mater. Es una familia antigua, y se han casado mucho entre ellos. ¡Los Claudios Pulcher tienen sus rarezas, desde luego! Siempre han sido irreverentes: mira el Claudio Pulcher que ahogó los pollos sagrados y luego perdió la batalla de Drepana durante nuestra primera guerra contra Cartago. ¡Por no hablar de cuando puso a su hija vestal en su carro triunfal ilegal! Una pandilla muy rara; brillante, pero inestable. Como es Clodio, creo yo.
—Violar la Bona Dea es peor que violar a una vestal.
—Bueno, según Fabia eso también lo intentó Clodio. Luego, cuando vio que no tenía éxito, acusó a Catilina. —César suspiró y se encogió de hombros—. Desgraciadamente, la locura de Clodio es de esa clase que parece cuerda. No podemos marcarlo con un hierro como maníaco y encerrarlo.
—¿Se le juzgará ante la ley?
—Puesto que tú lo desenmascaraste delante de las esposas y de las hijas de consulares, mater, tendrá que ser juzgado.
—¿Y Pompeya?
—Cardixa me ha dicho que tú la creías inocente de complicidad.
—Así es. Y también Servilia y la madre de Pompeya.
—Por lo tanto se reduce a la palabra de Pompeya contra la palabra de una esclava… a menos, claro está, que Clodio también la acuse a ella.
—No hará eso —dijo Aurelia con aire lúgubre.
—¿Por qué?
—Porque entonces no tendría otra opción más que admitir que él cometió sacrilegio. Clodio lo negará todo.
—Fuisteis demasiadas las que lo visteis.
—Con la cara cubierta de pintura. Yo la froté y puse al descubierto a Clodio. Pero yo creo que un puñado de los mejores abogados de Roma podría hacer que la mayor parte de los testigos dudasen de lo que vieron con sus propios ojos.
—Lo que estás diciendo es que sería mejor para Roma que Clodio fuera absuelto.
—Oh, sí. La Bona Dea es cosa de mujeres exclusivamente. Ella no les agradecerá a los hombres de Roma que apliquen ningún castigo en su nombre.
—No se puede dejar escapar a Clodio, mater. El sacrilegio es público.
—Nunca conseguirá escapar, César. Bona Dea lo encontrará y le dará su merecido cuando ella estime oportuno —Aurelia se levantó—. Los pontífices llegarán pronto, de manera que me marcho. Cuando me necesites, envía a buscarme.
Catulo y Vatia Isáurico entraron no mucho después; Mamerco lo hizo con tanta rapidez detrás de ellos que César no dijo nada hasta que los tres estuvieron sentados.
—Nunca dejo de asombrarme, pontífice máximo, de la gran cantidad de información que eres capaz de meter en una sola hoja de papel —le dijo Catulo—, y siempre expresado con tanta lógica, tan fácil de asimilar.
—Pero no resulta un placer leerlo —dijo César.
—No, esta vez, eso no.
Otros hombres iban pasando por la puerta: Silano, Acilio Glabrio, Varrón Lúculo, el cónsul para el año próximo, Marco Valerio Mesala Níger, Metelo Escipión y Lucio Claudio, el Rex Sacrorum.
—En estos momentos no hay más en Roma. ¿Estás de acuerdo en que comencemos, Quinto Lutacio? —preguntó César.
—Podemos comenzar, pontífice máximo.
—Ya tenéis un resumen de la crisis en la nota que os he enviado, pero haré que mi madre os cuente exactamente qué ocurrió. Me doy cuenta de que debería hacerlo Fabia, pero en este momento ella y las demás vestales adultas están buscando en los libros los rituales apropiados para la expiación.
—Aurelia nos resulta muy satisfactoria, pontífice máximo.
Así que Aurelia acudió y contó su historia secamente, sucintamente, con eminente buen sentido y gran serenidad. ¡Qué alivio! De pronto, hombres como Catulo se estaban dando cuenta de que César se parecía a su madre.
—¿Estarías dispuesta a declarar en el tribunal que ese hombre era Publio Clodio? —le preguntó Catulo.
—Sí, pero bajo protesta. Que Bona Dea se encargue de él.
Ellos le dieron las gracias incómodos; César le dijo que podía retirarse.
—Rex Sacrorum, solicito en primer lugar tu veredicto —dijo entonces César.
—Publio Clodio nefas esse.
—¿Quinto Lutacio?
—Nefas esse.
Y así sucesivamente, todos los hombres declararon que Publio Clodio era culpable de sacrilegio.
Aquel día no hubo corrientes subterráneas que brotasen de enemistades o rencores personales. Todos los sacerdotes estuvieron absolutamente de acuerdo, y agradecidos a la mano firme de César. La política exigía enemistad, pero una crisis religiosa no. Eso afectaba a todos por igual, era necesario que hubiera unión.
—Daré instrucciones para que los quince custodios miren inmediatamente los libros proféticos y consulten al Colegio de los Augures para pedirles su opinión —dijo César—. El Senado se reunirá y nos pedirá opinión, y debemos estar preparados.
—Clodio tendrá que ser juzgado —dijo Mesala Níger, a quien se le ponía la carne de gallina sólo de pensar en lo que se había atrevido a hacer Clodio.
—Eso requerirá un decreto de recomendación del Senado y un proyecto de ley especial en la Asamblea Popular. Las mujeres están en contra, pero creo que tienes razón, Níger. Hay que juzgarlo. Sin embargo, lo que queda de este mes será expiatorio, no retaliatorio, lo cual significa que los cónsules del año próximo heredarán el asunto.
—¿Y qué hay de Pompeya? —preguntó Catulo, pues ningún otro se atrevía a hacerlo.
—Si Clodio no la implica, y parece ser que mi madre piensa que no lo hará, entonces su parte en el sacrilegio se basa solamente en el testimonio de una esclava que a su vez se encuentra implicada en ello —respondió César con voz muy fría—. Eso significa que no se la puede condenar públicamente.
—¿Tú opinas que ella estuvo implicada en el asunto, pontífice máximo?
—No, yo no. Ni mi madre, que estaba allí. La esclava está ansiosa por salvar la piel, cosa que es comprensible. Bona Dea exigirá su muerte, de lo cual ella aún no se ha dado cuenta, pero eso no está en nuestras manos. Es asunto de mujeres.
—¿Y la esposa y las hermanas de Clodio? —quiso saber Vatia Isáurico.
—Mi madre dice que son inocentes.
—Tu madre tiene razón —dijo Catulo—. Ninguna mujer romana se atrevería a profanar los misterios de Bona Dea, ni siquiera Fulvia o Clodia.
—No obstante, todavía me queda algo por hacer con respecto a Pompeya —dijo César haciéndole una seña a un acólito escriba que sostenía las tablillas—. Toma nota: «A Pompeya Sila, esposa de Cayo Julio César, pontífice máximo de Roma: por la presente te repudio y te devuelvo a casa de tu hermano. No hago reclamación alguna sobre tu dote».
Nadie dijo ni una palabra, ni halló el valor para hablar siquiera después de que el lacónico documento le fue presentado a César para que lo firmase.
Luego, cuando el portador de la nota salió para entregarla en la domus publica, Mamerco habló.
—Mi esposa es la madre de Pompeya, pero ella no la admitirá en su casa.
—Ni nadie debería pedirle que lo hiciera —le advirtió César tranquilamente—. Por eso he dispuesto que se la envíe a casa de su hermano mayor, que es su paterfamilias. Está gobernando la provincia de África, pero su esposa se encuentra aquí. La quieran en su casa o no, deben aceptarla.
Fue Silano quien por fin formuló la pregunta que todos deseaban hacer.
—César, dices que crees que Pompeya es inocente de toda complicidad. Entonces, ¿por qué la repudias?
César alzó las rubias cejas; parecía sorprendido por la pregunta.
—Porque la esposa de César, como toda la familia de César, debe estar por encima de toda sospecha —dijo.
Y unos días más tarde, cuando se le hizo la misma pregunta en la Cámara, dio exactamente la misma respuesta.
Fulvia estuvo abofeteando a Publio Clodio a ambos lados de la cara hasta que a él se le partió el labio y comenzó a sangrar por la nariz.
—¡Eres tonto! —gruñía Fulvia a cada bofetada—. ¡Tonto! ¡Tonto! ¡Tonto!
Clodio no trató de luchar contra ella, ni apelar a sus hermanas, que estaban allí mirando con angustiada satisfacción.
—¿Por qué? —le preguntó Clodia cuando Fulvia hubo terminado de abofetearle.
Pasó cierto tiempo antes de que Clodio pudiera responder, y lo hizo cuando dejó de sangrar y las lágrimas dejaron de fluir. Entonces dijo:
—Quería hacer sufrir a Aurelia y a Fabia.
—¡Clodio, has destruido Roma! ¡Estamos malditos! —le gritó Fulvia.
—Oh, pero ¿qué os pasa? —gritó él—. Un puñado de mujeres librándose de su resentimiento contra los hombres. ¿Qué sentido tiene eso? ¡Yo he visto los látigos! ¡Sé lo de las serpientes! ¡No es más que un montón de tonterías!
Pero aquello sólo sirvió para empeorar las cosas; las tres mujeres se lanzaron contra él y volvieron a abofetearle y a darle puñetazos.
—¡Bona Dea no es una bonita estatua griega! —dijo Clodilla entre dientes—. Bona Dea es tan antigua como Roma, es nuestra, es la Diosa Buena. Toda mujer que se encontrase presente en tu profanación y que estuviese embarazada tendrá que tomar la medicina por haber formado parte.
—¡Y eso me incluye a mí! —dijo Fulvia echándose a llorar.
—¡No!
—¡Sí, sí, sí! —gritó Clodia mientras le propinaba un puntapié—. Oh, Clodio, ¿por qué? ¡Debe de haber miles de maneras de vengarte de Aurelia y de Fabia! ¿Por qué cometer sacrilegio? ¡Estás condenado a la perdición!
—¡No lo pensé, me pareció perfecto! —Intentó cogerle la mano a Fulvia—. ¡Por favor, no le hagas daño a nuestro hijo!
—¿Es que no lo entiendes todavía? —le gritó Fulvia apartándose de él—. ¡Tú eres quien le ha hecho daño a nuestro hijo! ¡Nacería deforme y monstruoso, tengo que tomar la medicina! ¡Clodio, estás maldito!
—¡Sal de aquí! —gritó Clodilla—. ¡Sobre el vientre, como una serpiente!
Clodio se arrastró sobre el vientre y salió de allí como una serpiente.
—Tendrá que celebrarse otra Bona Dea —le dijo Terencia a César cuando Fabia, Aurelia y ella entraron a verle en su despacho—. Los ritos serán los mismos, aunque con la adición de un sacrificio expiatorio. Esa muchacha, Doris, será castigada de cierta manera que ninguna mujer puede revelarle a nadie, ni siquiera al pontífice máximo.
Gracias a todos los dioses por eso, pensó César, que no tuvo ningún problema en imaginarse quién constituiría el sacrificio expiatorio.
—Así pues, ¿necesitáis una ley que convierta uno de los días venideros comiciales en nefastus, y le estáis pidiendo al pontífice máximo que lo solicite en la Asamblea Religiosa de las diecisiete tribus?
—Eso es —dijo Fabia pensando que debía hablar ella si no quería que César considerase que ella dependía de dos mujeres que no pertenecían al Colegio Vestal—. Bona Dea debe celebrarse en dies nefasti, y ya no hay ninguno hasta febrero.
—Tenéis razón, la Bona Dea no puede permanecer despierta hasta el mes de febrero. ¿Queréis que lo legisle para el sexto día antes de los idus?
—Eso sería excelente —dijo Terencia suspirando.
—Bona Dea se dormirá contenta —la consoló César—. Lamento que toda mujer que estuviera en la fiesta y que esté embarazada de poco tiempo tendrá que hacer un sacrificio muy especial y duro. No digo más, es un asunto de mujeres. Recordad también que ninguna mujer romana ha sido culpable de sacrilegio. Bona Dea fue profanada por un hombre y por una muchacha no romana.
—Tengo entendido que a Publio Clodio le gusta la venganza, pero a él no le gustará la venganza de Bona Dea —anunció Terencia mientras se levantaba.
Aurelia permaneció sentada, aunque no habló hasta que la puerta se cerró detrás de Terencia y de Fabia.
—He echado a Pompeya a cajas destempladas —le dijo entonces Aurelia.
—Supongo que habrás hecho lo mismo con todas sus pertenencias, ¿verdad?
—De eso se están ocupando en este momento. ¡Pobrecilla! Ha llorado tanto, César. Su cuñada no quiere acogerla, Cornelia Sila se niega… es muy triste.
—Ya lo sé.
—«La esposa de César, como toda la familia de César, debe estar por encima de toda sospecha» —citó textualmente Aurelia.
—Sí.
—A mí no me parece bien castigarla por algo de lo que no sabía nada, César.
—A mí tampoco me parece bien, mater. Sin embargo, no me quedaba otra opción.
—Dudo que tus colegas hubieran puesto objeciones si hubieras elegido mantenerla como tu esposa.
—Probablemente no. Pero era yo quien ponía objeciones.
—Eres un hombre duro.
—Un hombre que no sea duro, mater, es que está dominado por una mujer u otra. Mira Cicerón y Silano.
—Dicen que Silano está debilitándose rápidamente —dijo Aurelia ampliando el tema.
—Lo creo, si tengo que atenerme al Silano que he visto esta mañana.
—Puede que tengas motivos para lamentar divorciarte en el mismo momento en que Servilia enviuda. —El momento de preocuparse por eso será cuando le ponga el anillo nupcial en el dedo.
—En ciertos aspectos sería una unión muy buena —dijo Aurelia, que se moría de ganas de saber qué pensaba César en realidad.
—En ciertos aspectos —convino él sonriendo impenetrable.
—¿No puedes hacer nada por Pompeya, aparte de enviar su dote y sus pertenencias con ella?
—¿Y por qué iba a hacerlo?
—Por ningún motivo válido, excepto que su castigo es inmerecido y ella nunca volverá a encontrar otro marido. ¿Qué hombre querría desposar a una mujer cuyo marido sospeche que ella se confabuló para cometer un sacrilegio?
—Eso es una calumnia por tu parte, mater.
—¡No, César, no lo es! Tú sabes que ella no es culpable, pero al repudiarla no le has indicado eso al resto de Roma.
—Mater, te estás poniendo un poco pesada —le dijo César con suavidad.
Aurelia se puso en pie inmediatamente.
—¿Nada? —preguntó.
—Le buscaré otro marido.
—¿A quién podrías convencer de que se case con ella después de esto?
—Me imagino que Publio Vatinio estaría encantado de casarse con ella. La nieta de Sila es un gran premio para alguien cuyos propios abuelos fueron italianos.
Aurelia le estuvo dando vueltas a la idea y luego asintió con la cabeza.
—Ésa es una excelente idea, César —dijo—. Vatinio fue un marido amantísimo para Antonia Crética, y ella era por lo menos tan estúpida como la pobre Pompeya. ¡Oh, espléndido! Será un marido italiano, no la perderá de vista. Pompeya estará demasiado ocupada como para que le quede tiempo para el club de Clodio.
—¡Márchate, mater! —dijo César al tiempo que dejaba escapar un suspiro.
La segunda celebración de la Bona Dea transcurrió a pedir de boca, pero la población femenina de Roma tardó mucho en tranquilizarse, y hubo muchas mujeres recién preñadas en toda la ciudad que siguieron el ejemplo de aquellas que se encontraban presentes en la primera ceremonia; las vestales proporcionaron la medicina de centeno hasta que sus provisiones descendieron mucho. El número de bebés varones abandonados en los riscos del monte Testaceo no tenía precedentes, y por primera vez desde que alcanzaba la memoria ninguna pareja estéril los recogió para quedárselos y criarlos; hasta el último de ellos murió abandonado sin que nadie lo quisiera, La ciudad derramó lágrimas y llevó luto hasta el primero de mayo, y la situación se vio empeorada porque las estaciones estaban tan desfasadas con el calendario que las serpientes no despertarían hasta bastante más tarde. Así que, ¿quién sabría si la Buena Diosa había perdonado?
A Publio Clodio, el autor de toda aquella desgracia y pánico, se le marginó, ignoró y escupió. Sólo el tiempo curaría la crisis religiosa, pero la presencia de Publio Clodio era un perpetuo recordatorio, y no hizo lo que hubiera sido sensato, marcharse de la ciudad; Clodio decidió defenderse con cualquier argumento; alegó que era inocente y que nunca había estado allí.
También tardó en perdonarlo Fulvia, aunque lo hizo cuando hubo olvidado el gran sufrimiento que le supuso pasar por el aborto, pero sólo porque comprobó por sí misma que su esposo estaba tan lleno de dolor como ella misma. Entonces, ¿por qué lo había hecho?
—¡No lo pensé, es que no lo pensé! —levantó la cabeza para mirar a Fulvia con ojos enrojecidos e hinchados—. Quiero decir, todo eso no es más que una tonta juerga de viejas: todas se ponen apestosamente borrachas y hacen el amor o se masturban o lo que sea… ¡Es que no lo pensé, Fulvia!
—Clodio, la Bona Dea no es así. ¡Es sagrada! No puedo decirte qué es exactamente, pues si lo hiciera me marchitaría y daría a luz serpientes para el resto de mi vida cada vez que lo hiciera, si es que pudiera hacerlo. ¡Bona Dea es para nosotras! Todos los otros dioses de mujeres lo son también de hombres, Juno Lucina, Juno Sospita y las demás, pero Bona Dea es sólo nuestra. Ella se ocupa de todas esas cosas de las mujeres que los hombres no pueden saber, o no quieren saber. Si no se va a dormir como es debido, tampoco puede despertarse como es debido. ¡Y Roma es algo más que hombres, Clodio! ¡Roma es también sus mujeres!
—Me juzgarán y me declararán culpable, ¿verdad?
—Eso parece, aunque ninguna de nosotras lo quiere así. Eso significa que los hombres se están metiendo donde no los llaman, están usurpando la divinidad de Bona Dea. —Fulvia tiritaba de forma incontrolable—. No es un juicio a manos de los hombres lo que me aterra, Clodio, sino lo que te hará Bona Dea, y eso no puede comprarse con sobornos como se compra a un jurado.
—No hay dinero suficiente en toda Roma para comprar a este jurado.
Pero Fulvia se limitó a sonreír.
—Habrá suficiente dinero cuando llegue el momento. Nosotras, las mujeres, no queremos ese juicio. Quizás si puede evitarse, Bona Dea perdona. Lo que ella no perdonará es que el mundo de los hombres usurpe sus prerrogativas.
Recién llegado después de su período como legado en Hispania, Publio Vatinio se puso a dar saltos de alegría ante la oportunidad de casarse con Pompeya.
—César, te estoy muy agradecido —le dijo sonriendo—. Naturalmente, tú no podías conservarla como esposa tuya, eso lo comprendo. Pero también sé que no me la ofrecerías a mí si creyeses que había tomado parte en el sacrilegio.
—Puede que Roma no sea tan comprensiva, Vatinio. Hay mucha gente que cree que la repudié porque estaba mezclada en el asunto de Clodio.
—A mí Roma no me importa, me importa tu palabra. ¡Mis hijos serán Antonios y Cornelios! Sólo dime cómo puedo pagártelo.
—Eso es bastante fácil, Vatinio —le dijo César—. El año que viene me iré a una provincia, y al año siguiente me presentaré para cónsul. Quiero que te presentes para el tribunato de la plebe en esas mismas elecciones. —Suspiró—. Como Bíbulo se presentará el mismo año que yo, existen grandes posibilidades de que yo lo tenga por colega consular. El único noble que queda de cierta consideración ese año es Filipo, y creo que de momento el epicúreo que hay en él habrá vencido al político. No le ha gustado nada ser pretor. Los hombres que han sido pretores en años anteriores son patéticos. Por ello puede muy bien darse el caso de que yo necesite un buen tribuno de la plebe, si Bíbulo también tiene que ser cónsul. Y tú, Vatinio —terminó alegremente César—, serás un tribuno de la plebe extraordinariamente capaz.
—Un mosquito contra una pulga.
—Lo bueno de las pulgas es que crujen cuando uno las aplasta con la uña del pulgar —dijo César satisfecho—. Los mosquitos son criaturas mucho más elusivas.
—Dicen que Pompeyo está a punto de desembarcar en Brundisium.
—Eso dicen, es cierto.
—Y que busca tierras para sus soldados.
—En vano, te predigo yo.
—¿No sería, quizás, mejor que yo me presentase a tribuno de la plebe el año próximo, César? Así podría conseguirle las tierras a Pompeyo, y él estaría en deuda contigo. Los únicos tribunos de la plebe que tiene este año son Aufidio Lurco y Cornelio Cornuto, ninguno de los cuales hará valer su opinión. Se dice que tendrá a Lucio Flavio al año siguiente, pero ése tampoco funcionará.
—Oh, no —dijo César suavemente—, no le hagamos las cosas demasiado fáciles a Pompeyo. Cuanto más tiempo espere, más sincera será su gratitud. Tú eres mi hombre corpus animusque, Vatinio, y yo quiero que nuestro héroe Magnus así lo entienda. Ha pasado mucho tiempo en el Este, ya está acostumbrado a sudar.
Los boni también estaban sudando, aunque ellos tenían un tribuno de la plebe que asumía entonces el cargo mucho más satisfactorio que Aufidio Lurco y Cornelio Cornuto. Se trataba de Quinto Fufio Caleno, que resultó valer más que los otros nueve juntos. Al principio de su año, no obstante, fue difícil apreciar tal cosa, debido a cierto desánimo de los boni.
—Tenemos que coger a César como sea —les dijo Cayo Pisón a Bíbulo, Catulo y Catón.
—Será muy difícil, teniendo en cuenta la Bona Dea —dijo Catulo al tiempo que sentía un estremecimiento—. Actuó en todo como debía, y Roma lo sabe. Repudió a Pompeya sin reclamarle la dote, y ese comentario acerca de que la que fuera esposa de César tenía que estar por encima de toda sospecha fue tan acertado que ya ha pasado a formar parte del saber popular en el Foro. ¡Una jugada realmente brillante! Dice que cree que ella es inocente, pero que el protocolo exige que se marche. Si tú tuvieras en casa una esposa, Pisón, o tú, Bíbulo, sabríais que no hay una mujer en toda Roma dispuesta a permitir que se critique a César. Hortensia me marea tanto hablándome de eso como Lutacia marea a Hortensio. Por qué lo hacen, no acabo de comprenderlo, pero las mujeres no quieren que a Clodio se le someta a un juicio público, y todas saben que César está de acuerdo con ellas. Las mujeres son una fuerza infravalorada en el orden de las cosas —terminó lúgubremente Catulo.
—Pronto tendré otra esposa en casa —dijo Bíbulo.
—¿Quién?
—Otra Domicia. Catón me lo ha arreglado.
—Pues más bien parece que se lo estés arreglando tú a César —dijo con burla Cayo Pisón—. Yo que tú seguiría soltero. Y eso es lo que voy a hacer por mi parte.
A lo cual Catón no se dignó hacer ningún comentario, simplemente permaneció sentado con la barbilla apoyada en la mano y aspecto deprimido.
El año no había resultado ser un éxito para Catón, que se había visto obligado a aprender todavía otra lección más por el difícil camino: que agotar demasiado pronto la competencia que se tiene le deja a uno sin adversarios contra los cuales luchar y lucirse. Una vez que Metelo Nepote se marchó para ir a reunirse con Pompeyo el Grande, el período de Catón como tribuno de la plebe quedó reducido a la insignificancia. La única acción que emprendió después no gozó de popularidad, especialmente entre sus amigos boni más íntimos; cuando la nueva cosecha hizo que los precios del grano se pusieran por las nubes hasta llegar a alturas nunca alcanzadas, Catón legisló que se diera el grano al populacho a diez sestercios el modius… a costa de que el Tesoro pagase mucho más de mil talentos. Y César había votado a favor de aquello en la Cámara, donde Catón, con toda corrección, lo había propuesto primero. César hizo un discurso muy elegante en el que sugería que había habido un enorme cambio de corazón en Catón y le daba las gracias por ser tan previsor. Qué mortificante saber que hombres como César comprendían a la perfección que lo que él había propuesto era una cosa sensata y que se adelantaba a los acontecimientos, mientras que hombres como Cayo Pisón y Ahenobarbo se habían puesto a chillar como cerdos. ¡Incluso lo habían acusado de haberse convertido en un demagogo peor que Saturnino al mimar al proletariado!
—Tendremos que hacer que a César le embarguen por deudas —dijo Bíbulo.
—No podemos hacer eso con honor —dijo Catulo.
—Podemos, si nosotros no tenemos nada que ver en ello.
—¡Sueñas despierto, Bíbulo! —le dijo Cayo Pisón—. La única manera de hacerlo es impedir que los pretores de este año tengan provincias, y cuando intentásemos prorrogar a los gobernadores actuales nos harían callar a gritos.
—Hay otra manera —dijo Bíbulo.
Catón levantó la barbilla de la mano.
—¿Cómo?
—El sorteo para las provincias pretorianas se celebrará el día de año nuevo. He hablado con Fufio Caleno, y con mucho gusto vetará el sorteo basándose en que no puede decidirse nada oficial hasta que el tema del sacrilegio de la Bona Dea esté resuelto. Y, puesto que las mujeres no hacen más que machacar con que no se emprenda ninguna acción, y por lo menos la mitad del Senado es muy susceptible a las mujeres machaconas, eso significa que Fufio Caleno puede seguir vetando durante meses —añadió Bíbulo muy satisfecho—. Lo único que tenemos que hacer es susurrar al oído de unos cuantos prestamistas que los pretores de este año no llegarán a ir a provincias.
—Tengo que decir una cosa a favor de César —ladró Catón—, y es que él te ha aguzado el ingenio, Bíbulo. En los viejos tiempos no habrías logrado pensar así.
Bíbulo tuvo en la punta de la lengua una grosería para decírsela a Catón, pero no lo hizo; se limitó a sonreír débilmente a Catulo, un poco asqueado.
Catulo reaccionó de un modo más bien extraño.
—Estoy de acuerdo con el plan —dijo—, pero con una condición: que no se lo digamos a Metelo Escipión.
—¿Y por qué no? —preguntó Catón perplejo.
—Porque yo no podría soportar la eterna letanía: ¡destruir a César por aquí, destruir a César por allá, pero nunca llegamos a hacerlo!
—Esta vez no podemos fallar —dijo Bíbulo—. Publio Clodio nunca irá a juicio.
—Eso significa que él también sufrirá. Acaba de ser elegido cuestor y nunca entrará en servicio si no se celebra el sorteo —dijo Cayo Pisón.
La guerra en el Senado para juzgar a Publio Clodio estalló justo después del fiasco del día de año nuevo en el templo de Júpiter Óptimo Máximo —muy mejorado por dentro desde el año anterior; Catulo se había tomado en serio la advertencia de César—. Quizás porque el asunto se había detenido, se decidió elegir nuevos censores; se restableció en el cargo a dos conservadores, Cayo Escribonio Curión y Cayo Casio Longino, lo cual prometía una gran cooperación por parte de los censores siempre que los tribunos de la plebe los dejasen en paz, cosa que no era un resultado inevitable estando como estaba en el cargo Fufio Caleno.
El cónsul senior era un Pisón Frugi adoptado en el seno de la rama de Pupio que procedía de la rama Calpurnio de la familia, y era uno de esos que tenían una esposa machacona. Motivo por el cual se opuso obstinadamente a que se le celebrase juicio alguno a Publio Clodio.
—El culto de la Bona Dea queda fuera de la jurisdicción del Estado —dijo llanamente—, y yo dudo que sea legal hacer algo más de lo que ya se ha hecho: el Colegio de los Pontífices se ha pronunciado y ha dicho que Publio Clodio cometió sacrilegio. Pero su crimen no está en los estatutos. Clodio no ofendió a una virgen vestal, ni intentó manipular a las personas ni a los ritos de ningún dios romano. Nada puede quitarle importancia a la barbaridad que cometió, pero yo soy uno de los que están de acuerdo con las mujeres de la ciudad: que la Bona Dea lo castigue merecidamente y a su manera cuando lo estime oportuno.
Declaración que no le sentó nada bien a su colega junior, Mesala Níger.
—¡No descansaré hasta que se juzgue a Publio Clodio! —afirmó; y parecía decirlo en serio—. ¡Si no hay una ley en las tablillas, sugiero que redactemos una! ¡No basta con quejarse tristemente de que un hombre no puede ser juzgado porque nuestras leyes no tienen una casilla donde encaje su crimen! ¡Es muy fácil hacerle sitio a Publio Clodio, y yo propongo que así lo hagamos ahora!
Solamente Clodio, pensó César con ironía, era capaz de estar sentado en los bancos de atrás con cara de que aquel tema concerniera a todo el mundo menos a él, mientras la discusión iba subiendo de tono y Pisón Frugi estaba a punto de liarse a bofetadas con Mesala Níger.
En medio de lo cual Pompeyo el Grande se aposentó en el Campo de Marte después de licenciar a su ejército, porque el Senado no podía entrar a tratar sobre su triunfo hasta que el problema de la Bona Dea quedase resuelto. Su proyecto de ley para el divorcio lo había precedido en muchos días, aunque nadie había visto a Mucia Tercia. ¡Y el rumor decía que César era el culpable! Por lo cual a César le proporcionó un gran placer asistir a un contio en el Circus Flaminus, un lugar donde sí le estaba permitido hablar a Pompeyo. De una manera muy pobre, como se le oyó decir a Cicerón con aspereza.
A finales de enero Pisón Frugi empezó a echarse atrás cuando los nuevos censores entraron en la refriega y acordaron redactar una ley que permitiera el procesamiento de Publio Clodio por un nuevo tipo de sacrilegio.
—Eso es una completa farsa —dijo Pisón Frugi—, pero las farsas son muy apreciadas en el corazón de todos los romanos, así que supongo que es apropiada. ¡Todos vosotros sois tontos! Clodio saldrá libre, y eso lo deja en mejor posición que si continúa existiendo bajo una nube de incertidumbre.
Siendo un buen redactor legal, Pisón Frugi preparó en persona el proyecto de ley, que era severo si se consideraba desde el punto de vista de la pena: exilio de por vida y pérdida completa de todas las riquezas; pero también contenía una curiosa cláusula al efecto de que el pretor elegido para presidir el tribunal especial tenía que nombrar él mismo el jurado a dedo, lo cual significaba que el presidente del tribunal tenía el destino de Clodio en sus manos. Un pretor que estuviera a favor de Clodio supondría un jurado complaciente. Un pretor que estuviera a favor de que Clodio fuera declarado culpable, significaría el jurado más duro posible.
Aquello ponía a los boni entre la espada y la pared. Por una parte no querían en absoluto que se juzgase a Clodio, porque en el momento en que el proceso se pusiera en marcha podría hacerse el sorteo de las provincias pretorianas; y por otra parte no querían que Clodio fuera declarado culpable, porque Catulo pensaba que el asunto de la Bona Dea quedaba fuera de la incumbencia de los hombres y del Estado.
—¿Están algo preocupados los acreedores de César? —preguntó Catulo.
—Oh, sí —repuso Bíbulo—. Si logramos seguir vetando el proceso contra Clodio hasta marzo, parece que no podrá realizarse el sorteo. Y entonces ellos actuarán.
—¿Podemos seguir haciéndolo un mes más?
—Fácilmente.
En las calendas de febrero, Décimo Junio Silano despertó de un sopor inquieto vomitando sangre. Habían pasado muchas lunas desde que pusiera la campanilla de bronce al lado de su cama, aunque la utilizaba tan raramente que siempre que lo hacía toda la casa se despertaba.
—Así es como murió Sila —le dijo con cansancio a Servilia.
—No, Silano —le animó ella en tono reconfortante—, esto no es más que una crisis. El estado de salud de Sila era mucho peor. Tú te pondrás bien. ¿Quién sabe? A lo mejor es que tu cuerpo se está purgando solo.
—Mi cuerpo se está desintegrando. Ahora estoy sangrando también por los intestinos, y pronto no me quedará sangre. —Suspiró y trató de sonreír—. Por lo menos he logrado ser cónsul; mi casa tiene una imago consular más.
Quizás todos aquellos años de matrimonio contaban para algo; aunque no sentía pena, Servilia se conmovió lo suficiente para cogerle la mano a Silano.
—Fuiste un cónsul excelente, Silano.
—Eso creo. No fue un año fácil, pero sobreviví. —Apretó los dedos de ella, cálidos y secos—. Es a ti a quien no he logrado sobrevivir, Servilia.
—Tú ya estabas enfermo antes de que nos casásemos. Silano se quedó callado; las larguísimas pestañas rubias se extendieron sobre sus mejillas. Qué guapo es, pensó su esposa, y cómo me gustó este hombre la primera vez que lo vi. Voy a quedarme viuda por segunda vez.
—¿Está aquí Bruto? —preguntó Silano poco después al tiempo que levantaba los cansados párpados—. Me gustaría hablar con él —y cuando Bruto llegó, Silano miró más allá de la oscura y triste cara del joven, miró a Servilia—. Sal afuera, querida, ve a buscar a las niñas y esperad. Bruto os llamará para que entréis.
¡Qué rabia le dio a Servilia que la hiciera marcharse! Pero se fue, y Silano se cercioró de que ella se había ido antes de volver la cabeza hacia el hijo de Servilia.
—Siéntate a los pies de la cama, Bruto.
Éste obedeció; tenía los ojos negros brillantes por las lágrimas a la parpadeante luz de la lámpara.
—¿Es por mí por quien lloras? —le preguntó Silano.
—Sí.
—Llora por ti, hijo mío. Cuando yo no esté ella te será más difícil de manejar.
—No creo que eso sea posible, padre —dijo Bruto reprimiendo un sollozo.
—Se casará con César.
—Oh, sí.
—Quizás eso sea bueno para ella. Él es el hombre más fuerte que he conocido.
—Pues habrá guerra entre ellos —dijo Bruto.
—¿Y Julia? ¿Cómo os irá a vosotros dos si ellos se casan?
—Más o menos igual que ahora. Nos las arreglamos.
Silano dio un débil tirón de la ropa de la cama y pareció encogerse.
—¡Oh, Bruto, me ha llegado la hora! —exclamó—. Tantas cosas que tenía para decirte, y lo he dejado para cuando ya es demasiado tarde. Pero ¿no es ésa la historia de mi vida?
Llorando, Bruto salió precipitadamente de la habitación a buscar a su madre y hermanas. Silano logró sonreírles; luego cerró los ojos y murió.
El funeral, aunque no se celebró a expensas del Estado, fue un acontecimiento de gran importancia que no careció de su lado estimulante: el amante de la viuda presidió las exequias del marido y pronunció un magnífico elogio desde la tribuna como si él en su vida hubiera conocido a la viuda, pero en cambio conociera al marido extraordinariamente bien.
—¿Quién ha sido el responsable de que César pronuncie la oración fúnebre? —le preguntó Cicerón a Catulo.
—¿Quién crees tú?
—¡Pero ése es el lugar que le corresponde a Servilia!
—¿Acaso a Servilia le corresponde lugar alguno?
—Es una lástima que Silano no tuviera hijos.
—Yo más bien diría que es una bendición.
Volvían caminando despacio de la tumba de Junio Silano, que se encontraba al sur de la ciudad, junto a la vía Apia.
—Catulo, ¿qué vamos a hacer respecto al sacrilegio de Clodio?
—¿Qué le parece el asunto a tu esposa, Cicerón?
—Está destrozada. Nosotros, los hombres, nunca debimos meter la nariz en eso, pero ya que lo hemos hecho, creo que Publio Clodio debe ser condenado. —Cicerón hizo un alto—. Debo decirte, Quinto Lutacio, que me encuentro en una situación extraordinariamente difícil y delicada.
Catulo se detuvo.
—¿Tú, Cicerón? ¿Cómo?
—Terencia cree que tengo una aventura amorosa con Clodia.
Durante un momento Catulo no pudo hacer más que quedarse con la boca abierta; luego echó la cabeza hacia atrás y se puso a reír hasta que algunos de los demás acompañantes del duelo los miraron con curiosidad. Tenían un aspecto completamente ridículo, los dos con la toga negra de luto con la delgada raya color púrpura de caballero en el hombro derecho, vestidos de forma oficial para un entierro; pero uno de ellos aullaba de risa, y el otro estaba de pie, presa evidentemente de una furiosa indignación.
—¿Se puede saber qué te hace tanta gracia? —se arriesgó a preguntar Cicerón.
—¡Tú! ¡Y Terencia! —jadeó Catulo mientras se limpiaba las lágrimas—. Cicerón, ella no… tú… ¿Clodia?
—Te hago saber que Clodia lleva ya algún tiempo mirándome con ojos de cordero —dijo Cicerón muy tieso.
—Esa señora es más difícil de penetrar que Nola —dijo Catulo echando a andar de nuevo—. ¿Por qué te crees que la aguanta Celer? ¡Él sabe cómo se las gasta esa mujer! Hace arrumacos y risitas y agita las pestañas, convierte en un completo tonto a algún pobre hombre, y luego se retira detrás de sus murallas y echa el cerrojo a las puertas. Dile a Terencia que no sea tan tonta. Lo más probable es que Clodia se esté divirtiendo a tu costa.
—¿Por qué no se lo dices tú?
—Gracias, Cicerón, pero no. Haz el trabajo sucio tú mismo. Yo ya tengo bastante con vérmelas con Hortensia, no necesito cruzar espadas con Terencia.
—Ni yo tampoco —dijo Cicerón con tristeza—. Celer me escribió, ¿sabes? Bueno, ¡me ha estado escribiendo desde que se fue a gobernar la Galia Cisalpina!
—¿Y te ha acusado de ser el amante de Clodia? —quiso saber Catulo.
—¡No, no! Quiere que yo ayude a Pompeyo a conseguir tierras para sus hombres. Es muy difícil.
—¡Será si tú te alistas en esa causa, amigo mío! —le dijo Catulo con aire funesto—. ¡Puedo decirte ahora mismo que Pompeyo tendrá que pasar por encima de mi cadáver si quiere conseguir tierras para sus hombres!
—Sabía que dirías eso.
—Entonces, ¿por qué divagas?
Cicerón extendió los brazos e hizo rechinar los dientes.
—¡Yo no tengo por costumbre divagar! Pero ¿no sabe Celer que toda Roma está hablando de Clodia y de ese nuevo poeta, ese individuo llamado Catulo?
—Bueno —dijo Catulo en tono de consuelo—, si toda Roma está hablando de Clodia y cierto poeta, entonces no se puede tomar muy en serio lo vuestro, ¿no es cierto? Dile eso a Terencia.
—¡Grrr! —gruñó Cicerón; y entonces decidió seguir caminando en silencio.
De forma muy apropiada, Servilia dejó pasar algunos días después de la muerte de Silano antes de enviarle a César una nota en la que le decía que deseaba verse con él… en las habitaciones del Vicus Patricii.
El César que fue a reunirse con ella no era el César de siempre; si el hecho de saber que aquélla, probablemente, sería una confrontación problemática no hubiera sido suficiente para causar ese cambio, el saber que sus acreedores de pronto le estaban apremiando sí habría bastado. Se había corrido la voz por todo el Clivus Argentarius de que aquel año no habría provincias pretorianas, lo que convertía a César, de ser cierto el rumor, en una pérdida irrecuperable para los acreedores. Era cosa de Catulo, Catón, Bíbulo y el resto de los boni, desde luego. A fin de cuentas habían encontrado un modo de negarles las provincias a los pretores, y Fufio Caleno era un tribuno de la plebe muy bueno. Y por si aún quedara algo que pudiese agravar las cosas, la situación económica las empeoraba; cuando alguien tan conservador como Catón veía la necesidad de bajar el precio del grano hasta una miseria, es porque Roma se encontraba en verdaderos apuros económicos. La suerte, ¿qué había sido de repente de la suerte de César? ¿O era que simplemente la diosa Fortuna lo estaba poniendo a prueba?
Pero por lo visto Servilia no estaba de humor para solucionar la posición en que ella se encontraba; saludó a César completamente vestida y con bastante seriedad; luego se sentó en una silla y pidió vino.
—¿Echas de menos a Silano? —le preguntó él.
—Quizás sí. —Empezó a darle vueltas a la copa entre las manos, una y otra vez—. ¿Piensas algo acerca de la muerte, César?
—Sólo que es algo que ha de llegar. No me preocupa con tal de que sea rápida. Si yo tuviera que sufrir el destino de Silano, me atravesaría con la espada.
—Algunos griegos dicen que hay vida después.
—Sí.
—¿Tú crees eso?
—No en un sentido consciente. La muerte es un sueño eterno, de eso estoy seguro. No nos vamos flotando desprovistos de cuerpo y seguimos siendo nosotros mismos. Pero ninguna sustancia perece, y hay mundos de fuerzas que nosotros no vemos ni comprendemos. Nuestros dioses pertenecen a uno de esos mundos, y son lo suficientemente tangibles como para llevar a cabo contratos y pactos con nosotros. Pero nosotros nunca perteneceremos a ese mundo, ni en la vida ni en la muerte. Nosotros servimos para equilibrarlo. Sin nosotros, el mundo de los dioses no existiría. Así que si los griegos ven algo, eso es lo que deben de ver. Y, ¿quién sabe si los dioses son eternos? ¿Cuánto tiempo dura una fuerza? ¿Se forman más fuerzas nuevas cuando las viejas se apagan? ¿Qué le ocurre a una fuerza cuando ya no está? La eternidad es dormir sin soñar, incluso para los dioses. Eso es lo que yo creo.
—Y sin embargo —dijo Servilia lentamente—, cuando Silano murió algo salió de la habitación. Yo no vi cómo se marchaba, ni lo oí. Pero ocurrió, César. La habitación quedó vacía.
—Supongo que lo que se marchó fue una idea.
—¿Una idea?
—¿No es eso lo que todos nosotros somos, una idea?
—¿Para nosotros mismos o para los demás? —Para todos, aunque no necesariamente la misma idea para nosotros que para los demás.
—Lo único que sé es que tuve esa sensación. Lo que hacía que Silano viviera se marchó.
—Bébete el vino.
Servilia apuró la copa.
—Me siento de una forma muy extraña, pero no del mismo modo que me sentía cuando era niña y tantas personas morían. Ni del mismo modo como me sentí cuando Pompeyo Magnus me envió las cenizas de Bruto desde Mutina.
—Tu niñez fue abominable —le dijo César; se levantó, avanzó hacia Servilia y se situó a su lado—. En cuanto a tu primer marido, tú ni lo amabas ni lo elegiste. Sólo fue el hombre que engendró a tu hijo Bruto.
Servilia levantó el rostro para recibir el beso de él, y nunca antes había sido tan consciente de cómo era el beso de César porque siempre lo había deseado con demasiada avidez como para saborearlo y analizarlo. Una perfecta fusión de los sentidos y el espíritu, pensó ella; y le rodeó el cuello con los brazos. César tenía la piel curtida, un poco tosca, y olía débilmente a cierto fuego de los sacrificios, a cenizas en un hogar oscurecido por el fuego. Quizá, continuó divagando la mente de Servilia entre caricias y sabor, lo que yo intento es retener conmigo para siempre algo de la fuerza de él, y la única manera como puedo lograrlo es así, con mi cuerpo apretado contra el suyo, con él dentro de mí, los dos apartados durante unos momentos de todo conocimiento de otras cosas, existiendo sólo el uno en el otro…
Ninguno de ellos habló hasta que ambos se hubieron sumido en un pequeño sueño y hubieron despertado de él; y allí estaba de nuevo el mundo, con niños de pecho llorando, las mujeres gritando, los hombres carraspeando y escupiendo, el estruendo de los carros sobre el empedrado de la calle, la fábrica cercana, el débil temblor que era Vulcano en las profundidades subterráneas.
—Nada dura eternamente —dijo Servilia.
—Incluidos nosotros, como yo te decía.
—Pero tenemos nuestros nombres, César. Si nuestros nombres no se olvidan, es una especie de inmortalidad.
—La única que yo aspiro a alcanzar.
Un súbito rencor se apoderó de Servilia; se dio la vuelta y le dio la espalda a César.
—Tú eres un hombre, tienes oportunidad de conseguir eso. Pero ¿y yo?
—¿Tú? —le preguntó César tirando de ella para que se pusiera de frente a él.
—Esa no era una pregunta filosófica —dijo ella.
—No, no lo era. Servilia se sentó y se abrazó las rodillas; la cresta de vello que le bajaba por la columna vertebral quedaba oculta por una gran cascada de espeso cabello negro.
—¿Cuántos años tienes, Servilia?
—Pronto cumpliré cuarenta y tres.
Era ahora o nunca; César también se sentó.
—¿Quieres volver a casarte? —le preguntó él.
—Oh, sí.
—¿Con quién?
Servilia se volvió hacia César y lo miró fijamente con los ojos muy abiertos.
—¿Con quién va a ser, César?
—Yo no puedo casarme contigo, Servilia.
La impresión que ella sufrió fue perceptible; Servilia se encogió.
—¿Por qué?
—Por una parte, están nuestros hijos. No va contra la ley que nosotros nos casemos y que tu hijo se case con mi hija. El grado de parentesco es permisible. Pero sería demasiado embarazoso, y yo no quiero hacerles eso.
—Eso no es más que una evasiva —dijo ella tensamente.
—No, no lo es. Para mí es una razón válida.
—¿Y qué más?
—¿No has oído lo que dije cuando repudié a Pompeya? —le preguntó César—. «La esposa de César, como toda la familia de César, debe estar por encima de toda sospecha».
—Yo estoy por encima de toda sospecha.
—No, Servilia, no lo estás.
—¡César, eso no es así! Se dice de mí que soy demasiado orgullosa hasta para aliarme con Júpiter Óptimo Máximo.
—Pero no fuiste demasiado orgullosa para aliarte conmigo.
—¡Claro que no!
César se encogió de hombros.
—Pues ahí tienes.
—¿Ahí tengo qué?
—Que no estás por encima de toda sospecha. Eres una esposa infiel.
—¡No lo soy!
—¡Bobadas! Llevas siendo infiel años.
—¡Pero contigo, César, contigo! ¡Nunca antes lo había sido con nadie, y no he vuelto a serlo con nadie más desde que te conozco, ni siquiera con Silano!
—No importa que fuera conmigo —dijo César con indiferencia—. Eres una esposa infiel.
—¡No para ti!
—¿Cómo sé yo que eso es verdad? Le fuiste infiel a Silano. ¿Por qué no vas a serme infiel a mí más adelante? Aquello era una pesadilla; Servilia respiró profundamente y se esforzó por concentrarse en aquellas cosas increíbles que César le estaba diciendo.
—Antes de ti todo hombre era insulsus —dijo ella—. Y después de ti, todo hombre es insulsus.
—No me casaré contigo, Servilia. No estás por encima de toda sospecha, y tampoco libre de reproche.
—Lo que yo siento por ti no puede medirse en términos de si es correcto o incorrecto lo que se hace —dijo ella luchando aún—. Tú eres único. Por ningún otro hombre, ¡ni por ningún dios!, habría yo humillado mi orgullo ni mi buen nombre. ¿Cómo puedes utilizar lo que yo siento por ti en mi contra?
—No estoy utilizando nada en tu contra, Servilia, simplemente te estoy diciendo la verdad. La esposa de César debe estar por encima de toda sospecha.
—¡Yo estoy por encima de toda sospecha!
—No, no lo estás.
—¡Oh, no puedo creerlo! —exclamó ella al tiempo que empezaba a mover la cabeza adelante y atrás, con las manos entrelazadas—. ¡Eres injusto! ¡Injusto!
Estaba claro que la entrevista había terminado; César se levantó de la cama.
—Tú debes verlo de ese modo, naturalmente, pero eso no cambia las cosas, Servilia. La esposa de César debe estar por encima de toda sospecha.
Pasó un rato; Servilia oía a César en el baño, aparentemente en paz con el mundo. Y por fin ella se levantó con esfuerzo de la cama y se vistió.
—¿No te bañas? —preguntó César, sonriéndole de verdad cuando ella entró en la habitación que hacía de baño en la galería.
—Hoy me iré a bañar a mi casa.
—¿Estoy perdonado?
—¿Quieres estarlo?
—Me honra tenerte por amante.
—¡Creo que eso lo dices en serio!
—Así es —le aseguró él con sinceridad.
Servilia irguió los hombros y apretó los labios.
—Lo pensaré, César.
—¡Estupendo!
Con lo cual interpretó Servilia que César daba a entender que sabía que ella volvería.
Gracias a todos los dioses había una larga caminata hasta la casa de Servilia. «¿Cómo se ha atrevido a hacerme esto? ¡Con tanta habilidad, de un modo tan terriblemente civilizado! Como si mis sentimientos no tuvieran ninguna importancia… como si yo, una patricia Servilia Cepión, no importase nada. Ha hecho que yo le pidiera el matrimonio, y luego me lo ha tirado a la cara como el contenido de un orinal. Me ha rechazado como si yo fuera la hija de cualquier rico palurdo de la Galia o de Sicilia. ¡He razonado con él! ¡Le he suplicado! ¡Me he tendido en el suelo y he dejado que se limpiase los pies en mí! ¡Yo, una patricia Servilia Cepión! Todos estos años lo he tenido esclavizado, cuando ninguna otra mujer había conseguido hacerlo nunca… ¿Cómo iba yo a suponer que iba a rechazarme? Sinceramente, creí que se casaría conmigo. Y él sabía que yo pensaba que se casaría conmigo. ¡Oh, qué placer debe de haber experimentado mientras representábamos esa pequeña farsa! Creí que sabía ser fría, pero no lo soy del modo en que lo es él. ¿Por qué, entonces, lo amo tanto? ¿Por qué en este mismo momento continúo amándole? Insulsus. Eso es lo que me ha hecho. Después de él, todos los demás hombres son completamente insípidos. Él ha ganado. Pero yo nunca se lo perdonaré. ¡Nunca!».
Tener a Pompeyo el Grande viviendo en una mansión alquilada por encima del Campo de Marte era un poco como saber que la única barrera entre el león y el Senado era una hoja de papel. Antes o después alguien se cortaría un dedo y el olor de la sangre provocaría que asomara una garra exploratoria. Por ese motivo y no otro se decidió celebrar una contio de la Asamblea Popular en el Circus Flaminius para discutir el formato de Pisón Frugi para el procesamiento de Publio Clodio. Con el propósito de poner en evidencia a Pompeyo, pues Pompeyo no quería tener nada que ver con el escándalo de Clodio, Fufio Caleno, muy decidido, le preguntó qué le parecía la cláusula que indicaba que el propio juez nombrase a dedo a los miembros del jurado. Los boni estaban radiantes. ¡Cualquier cosa que pusiera en apuros a Pompeyo serviría para el propósito de empequeñecer al Gran Hombre!
Pero cuando Pompeyo se adelantó hasta el borde de la plataforma de los oradores, un enorme clamor se alzó de miles de gargantas; aparte de los senadores y unos cuantos caballeros importantes de las Dieciocho, todos habían acudido sólo para ver a Pompeyo el Grande, conquistador del Este. El cual, en el transcurso de las tres horas siguientes, logró aburrir tan concienzudamente a su audiencia que la gente acabó por irse a casa.
—Podría haberlo dicho todo en un cuarto de hora —le cuchicheó Cicerón a Catulo—. El Senado tiene razón, como siempre, y el Senado debe ser apoyado. ¡Eso es lo que ha dicho en realidad! ¡Oh, de qué interminable manera lo ha dicho!
—Es uno de los peores oradores de Roma —dijo Catulo—. ¡Me duelen los pies!
Pero la tortura no había terminado, aunque los senadores podían sentarse ahora; Mesala Níger convocó al Senado a sesión allí mismo cuando Pompeyo terminó.
—Cneo Pompeyo Magnus —dijo Mesala Níger con tonos resonantes—, ¿querrías por favor darle a esta Cámara tu sincera opinión sobre el sacrilegio de Publio Clodio y el proyecto de ley de Marco Pupio Pisón Frugi?
Tan fuerte era el miedo que inspiraba el león que nadie protestó por aquella petición. Pompeyo estaba sentado entre los consulares, al lado de Cicerón, quien tragó saliva con fuerza y se evadió soñando despierto con su nueva casa y su decoración. Esta vez el discurso duró solamente una hora; al final Pompeyo se sentó en la silla con un golpe tan sonoro que fue suficiente para que Cicerón se despertase sobresaltado.
El rostro bronceado se le había puesto de color carmesí por el esfuerzo de intentar recordar las técnicas de la retórica; el Gran Hombre hizo rechinar los dientes.
—¡Oh, creo que he dicho suficiente sobre el tema!
—Desde luego que has dicho suficiente —respondió Cicerón con una dulce sonrisa.
En el momento en que Craso se levantó para hablar, Pompeyo perdió el interés en el asunto y empezó a hacerle preguntas a Cicerón acerca de los principales acontecimientos dignos de comentarse ocurridos en Roma durante su ausencia, pero Craso no había entrado todavía bien en materia cuando Cicerón ya estaba sentado muy derecho y sin prestarle la menor atención a Pompeyo. ¡Qué maravilla! ¡Qué dicha! ¡Craso lo estaba alabando a él, lo estaba poniendo por las nubes! Qué trabajo tan bueno había hecho Cicerón cuando había sido cónsul para acercar mucho más las órdenes; caballeros y senadores debían estar felizmente unidos…
—¿Qué demonios te ha movido a hacer tal cosa? —le preguntó César a Craso mientras ambos caminaban a lo largo del camino de sirga del Tíber para evitar a los vendedores de verdura del Foro Holitorium, que estaban recogiendo después de un día agitado.
—¿Te refieres a ensalzar las virtudes de Cicerón?
—No me habría importado si no hubieras provocado que se lanzase a esa interminable respuesta acerca de la concordia entre las órdenes. Aunque, desde luego, admito que es un placer escucharle después de Pompeyo.
—Por eso es por lo que lo hice. Me repugna el modo en que todos le hacen reverencias y le dan jabón al odioso Magnus. Si los mira de reojo, se encogen como perros. Y allí estaba Cicerón, sentado al lado de nuestro héroe, completamente decaído. Así que pensé: voy a fastidiar al Gran Hombre.
—Y así lo has hecho. Deduzco que evitaste encontrarte con él en Asia.
—Continuamente. —Lo cual puede haber sido el motivo de que se haya oído decir a algunas personas que Publio y tú os mandasteis mudar a algún lugar al Este para evitar estar en Roma cuando Magnus llegase aquí.
—La gente nunca deja de sorprenderme. Yo estaba en Roma cuando Magnus llegó aquí.
—La gente nunca deja de sorprenderme. ¿Sabías que yo soy el motivo del divorcio de Pompeyo?
—¿Y qué, no lo eres?
—Por una vez soy absolutamente inocente. Hace años que no he estado en Picenum, y hace años también que Mucia Tercia no ha estado en Roma.
—Yo estaba bromeando. Pompeyo te honró con la más amplia de sus sonrisas. —La garganta de Craso produjo un ruido sordo, señal de que estaba a punto de embarcarse en un tema enojoso—. No te va muy bien con esos lobos prestamistas, ¿verdad?
—Los mantengo a raya.
—En los círculos financieros se dice que los pretores de este año nunca irán a provincias gracias a Clodio.
—Sí. Pero no gracias al idiota de Clodio. Gracias a Catón, a Catulo y al resto de la facción de los boni.
—Tú les has agudizado el ingenio.
—No temas, conseguiré mi provincia —le dijo César con serenidad—. La diosa Fortuna no me ha abandonado todavía.
—Te creo, César. Por eso ahora te voy a decir algo que nunca le he dicho a nadie. Otros hombres tienen que pedírmelo, pero si te encuentras con que no puedes quitarte de encima a tus acreedores antes de que se te presente esa provincia, acude a mí en busca de ayuda, por favor. Si lo hicieras yo estaría apostando mi dinero a un ganador seguro.
—¿Sin cobrarme intereses? ¡Venga, venga, Marco! ¿Cómo iba yo a devolverte el favor si tú eres lo bastante poderoso para obtener tus propios favores sin ayuda?
—De modo que eres demasiado terco para pedírmelo.
—Eso es.
—Me doy cuenta de lo estirado que es el cuello de un Julio. Por eso te lo he ofrecido yo, incluso he dicho «por favor». Otros hombres se ponen de rodillas para pedírmelo a mí. Pero tú antes te atravesarías con la espada, y eso sería una lástima. No volveré a hablarte de ello, pero recuérdalo. No me lo estarás pidiendo, porque yo me he ofrecido y te he pedido por favor que me lo aceptes. Hay una diferencia.
A finales de febrero, Pisón Frugi convocó la Asamblea Popular y puso a votación su proyecto de ley que serviría para procesar a Clodio. Con desastrosas consecuencias. El joven Curión habló desde el suelo del Foso de los Comicios con tal eficacia que toda la concurrencia lo aclamó. Luego se erigieron los puentes de la votación y las pasarelas, pero sólo para que arremetieran contra ellos varias docenas de ardientes jóvenes miembros del club de Clodio guiados por Marco Antonio. Se apoderaron de los puentes y desafiaron a los lictores y a los funcionarios de la Asamblea con tanto valor que aquello amenazaba con convenirse en una batalla campal en toda regla. Fue Catón quien tomó las cosas en sus propias manos: subió a la tribuna e insultó a Pisón Frugi por celebrar una reunión con tal desorden. Hortensio habló en apoyo de Catón; en vista de lo cual el cónsul senior disolvió la Asamblea y, en su lugar, convocó al Senado a sesión.
En el interior de la abarrotada Curia Hostilia —todos los senadores se habían presentado para votar—, Quinto Hortensio propuso una medida de solución intermedia.
—Desde los censores hasta el cónsul junior, para mí está claro que hay un significativo segmento en esta Cámara que está decidido a llevar a toda prisa a Publio Clodio ante un tribunal para que responda por lo que hizo en la celebración de la Bona Dea —dijo Hortensio en el tono más razonable y suave que fue capaz—. Por ello todos aquellos padres conscriptos que no estén a favor de un juicio para Publio Clodio deberían pensarlo de nuevo. Estamos a punto de acabar el segundo mes sin que seamos capaces de llevar adelante los asuntos con normalidad, lo cual es la mejor manera de que el gobierno se nos venga abajo de una forma estrepitosa. ¡Y todo a causa de un simple cuestor y su banda de jóvenes gamberros! ¡No podemos permitir que esto continúe! No hay nada en la ley de nuestro instruido cónsul senior que no pueda adaptarse para que convenga a todos los gustos. De manera que, si esta Cámara me lo permite, me tomaré los próximos días para volver a redactarla en compañía de los dos hombres que más se oponen a la forma que tiene actualmente: nuestro cónsul junior Marco Valerio Mesala Níger y el tribuno de la plebe Quinto Fufio Caleno. La próxima sesión de comicios es el cuarto día antes de las nonas de marzo. Sugiero que Quinto Fufio presente el nuevo proyecto de ley al pueblo como una lex Fufia. Y que esta Cámara acompañe el proyecto de ley con una severa orden para el pueblo: ¡Que se ponga a votación, y sin tonterías!
—¡Yo me opongo! —gritó Pisón Frugi, con el rostro blanco a causa de la ira.
—¡Oh, oh, oh, yo también! —se oyó en forma de agudo alarido procedente de la grada del fondo; y hacia abajo fue rodando Clodio para ir a caer de rodillas en mitad del suelo de la Curia Hostilia, con las manos juntas delante en actitud de súplica, servil y aullante. Tan extraordinaria fue aquella actuación que el Senado entero, que estaba lleno hasta los topes, quedó estupefacto de asombro. ¿Lo estaría haciendo en serio? ¿Estaría actuando? ¿Eran aquellas lágrimas de risa o de pena? Nadie lo sabía.
Mesala Níger, que tenía las fasces durante el mes de febrero, hizo señas a sus lictores.
—Sacad de aquí a esta criatura —dijo tajante.
Sacaron a Publio Clodio en volandas y pataleante y lo depositaron en el pórtico del Senado; lo que le pasó después fue un misterio, pues los lictores le cerraron la puerta en las narices y lo dejaron allí chillando.
—Quinto Hortensio —dijo Mesala Níger—, yo añadiría una cosa a tu propuesta. Que cuando el pueblo se reúna el cuarto día antes de las nonas de marzo para votar, llamemos a la milicia. Ahora quiero celebrar una votación para que se pronuncien los senadores.
Había cuatrocientos quince senadores en la Cámara. Cuatrocientos votaron a favor de la propuesta de Hortensio; entre los quince que votaron en contra se encontraban Pisón Frugi y César.
La Asamblea Popular captó bien la indirecta, y aprobó el proyecto de la lex Fufia, lo que lo convertía en ley, durante una reunión que se distinguió por la calma… y por el número de soldados de la milicia distribuida alrededor del Foro inferior.
—Bien —dijo Cayo Pisón cuando la reunión se disolvía—, entre Hortensio, Fufio Caleno y Mesala Níger, Clodio no habría de tener muchos problemas para salir absuelto.
—Ciertamente, le han quitado todo el hierro al proyecto de ley original —dijo Catulo, no sin satisfacción.
—¿Te fijaste en lo agobiado por la preocupación que parecía estar César? —preguntó Bíbulo.
—Los acreedores lo están apremiando sin compasión —apuntó Catón con júbilo—. Me he enterado por un corredor de bolsa en la basílica Porcia de que los alguaciles aporrean cada día la puerta de la domus publica, y que nuestro pontífice máximo no puede ir a ninguna parte sin que ellos le vayan detrás. ¡Ya lo tenemos!
—De momento sigue siendo un hombre libre —dijo Cayo Pisón, menos optimista.
—Sí, pero ahora tenemos unos censores peor dispuestos hacia César que su tío Lucio Cotta —recordó Bíbulo—. Ellos se dan cuenta de lo que está pasando, pero no pueden actuar hasta que no tengan pruebas ante la ley. Y eso no ocurrirá hasta que los acreedores de César desfilen hasta el tribunal del pretor urbano y exijan el pago de las deudas. Y eso no puede tardar mucho.
Y no tardó; a menos que las provincias pretorianas salieran a sorteo y se asignasen en los próximos días, César, en las nonas de marzo, vería su carrera arruinada. No le dijo ni una palabra de esto a su madre, y asumía una expresión tan severa siempre que ella se encontraba cerca de él que la pobre Aurelia no se atrevía a decirle nada que no tuviera que ver con las vírgenes vestales, con Julia o con la domus publica. ¡Qué delgado se estaba quedando su hijo! Perdía cada vez más peso, aquellos pómulos angulosos sobresalían afilados como cuchillos y la piel del cuello le colgaba cómo la de un viejo. Día tras día la madre de César iba al recinto de Bona Dea para darle leche de verdad a cualquier serpiente insomne que hubiera por allí, quitaba las malas hierbas del jardín, dejaba ofrendas de huevos en la escalera que llevaba a la puerta del templo cerrado de Bona Dea. ¡Mi hijo no! ¡Por favor, Diosa Buena, mi hijo no! ¡Yo soy tuya, llévame a mí! ¡Bona Dea, Bona Dea, sé buena con mi hijo! ¡Sé buena con mi hijo!
El sorteo se llevó a cabo.
A Publio Clodio le cayó en suerte el destino de cuestor en Lilibeo, al oeste de Sicilia, pero no podía abandonar Roma para hacerse cargo de sus obligaciones en aquel puesto hasta que hubiera sido sometido a juicio.
Al principio parecía que, al fin y al cabo, la suerte de César no le había abandonado. Le tocó como provincia la Hispania Ulterior, lo cual significaba que se le otorgaba imperium proconsular y que no tenía que rendir cuentas ante nadie, excepto ante los cónsules del año.
Con el nuevo gobernador iba su estipendio, la cantidad de dinero que el Tesoro apartaba para los desembolsos que el Estado tuviera que hacer durante aquel año a fin de mantener la provincia: para pagar a las legiones y a los funcionarios civiles, para mantener en buen estado las carreteras, los puentes, los acueductos, el alcantarillado, los edificios y las instalaciones públicas. La suma destinada a Hispania Ulterior ascendía a cinco millones de sestercios, y se le entregaba al gobernador de una sola vez; dicha suma pasaba a ser de su propiedad personal en cuanto le era pagada. Algunos hombres preferían invertir ese dinero en Roma antes de marcharse a las correspondientes provincias, confiando en poder exprimirle el jugo a la provincia lo suficiente como para que se sostuviera por sí sola mientras el estipendio rendía unas bonitas ganancias en Roma.
En la reunión del Senado en cuyo transcurso se celebró el sorteo, Pisón Frugi, que volvía a tener las fasces, le preguntó a César si pensaba hacer una declaración a la Cámara en relación con los acontecimientos sucedidos la noche de la primera celebración de la Bona Dea.
—Con mucho gusto te complacería, cónsul senior, si tuviera algo que decir. Pero no es así —respondió César con firmeza.
—¡Oh, vamos, Cayo César! —dijo con brusquedad Mesala Níger—. Te están pidiendo muy correctamente que hagas una declaración porque estarás en tu provincia para cuando se juzgue a Publio Clodio. Si algún hombre de los que nos hallamos aquí presentes sabe qué ocurrió, ése eres tú. —Mi querido cónsul senior, acabas de pronunciar la palabra clave: ¡hombre! Yo no me encontraba presente en la celebración de la Bona Dea. Una declaración es una testificación solemne hecha bajo juramento. Por lo tanto, debe contener la verdad. Y la verdad es que yo no sé absolutamente nada.
—Si no sabes nada, ¿por qué repudiaste a tu esposa?
Esta vez toda la Cámara le respondió a Mesala Níger.
—«¡La esposa de César, como toda la familia de César, debe estar por encima de toda sospecha!».
El día después de celebrarse el sorteo, los treinta lictores de las Curias se reunieron en su arcaica asamblea y aprobaron las leges Curiae que investían de imperium a cada uno de los nuevos gobernadores.
Y ese mismo día, durante la hora de la tarde que correspondía a la cena, un pequeño grupo de hombres con aspecto importante se presentaron ante el tribunal del praetor urbanus, Lucio Calpurnio Pisón, justo a tiempo de impedirle que se marchase a cenar, cosa en la que ya iba retrasado. Con ellos había un número mayor aún de individuos mucho más desaseados que se diseminaron alrededor del tribunal y con amabilidad, pero con firmeza, acompañaron a los curiosos hasta un lugar desde donde no pudieran oír lo que se decía en el tribunal. Asegurada de ese modo la intimidad, el portavoz del grupo exigió que los cinco millones de sestercios concedidos a Cayo Julio César fueran incautados en favor de ellos como parte del pago de las deudas.
Este Calpurnio Pisón no estaba cortado del mismo paño que su primo Cayo Pisón; nieto e hijo de dos hombres que habían hecho fortunas colosales a base de procurar armamento a las legiones de Roma, Lucio Pisón era también pariente cercano de César. Su madre y su esposa eran ambas Rutilias, y la abuela de César había sido una Rutilia de la misma familia. Hasta aquel momento el camino de Lucio Pisón no se había cruzado muy a menudo con el de César, pero solían votar en el mismo lado en la Cámara, y se tenían gran simpatía el uno al otro.
Así que Lucio Pisón, que ahora era pretor urbano, puso muy mala cara ante el pequeño grupo de acreedores y pospuso tomar una decisión hasta que hubiera examinado detalladamente cada uno de los papeles que había en el enorme fajo que le presentaban. Una mala cara de Lucio Pisón como la que puso entonces no era algo fácil de afrontar, porque era uno de los hombres más altos y más morenos de los círculos romanos nobles, con enormes y cerdosas cejas negras; y cuando fruncía el entrecejo a la vez que enseñaba los dientes en una mueca parecida a una sonrisa —dientes unos negros, otros de un color amarillo sucio—, la reacción instintiva de cualquiera que lo presenciase era echarse hacia atrás presa del terror, pues el pretor urbano adquiría para todo el mundo el aspecto de algo feroz capaz de devorar hombres.
Naturalmente, los usureros acreedores esperaban que se tomase una decisión allí y en aquel momento, pero aquellos miembros del grupo que habían abierto la boca para protestar, incluso para insistir en que el pretor urbano se diera prisa porque se las estaba viendo con hombres muy influyentes, ahora decidieron no decir nada y volver al cabo de dos días, como el pretor había dispuesto.
Lucio Pisón además de feo era inteligente, así que no cerró su tribunal en el momento en que los afligidos demandantes se marcharon; la cena tendría que esperar. Siguió resolviendo asuntos hasta que el sol se puso y su pequeño grupo de funcionarios empezó a bostezar. A aquella hora ya no quedaba apenas nadie en el Foso inferior, pero había unos cuantos personajes más bien sospechosos que acechaban en el Foso de los Comicios con las narices asomadas por encima de la grada más alta. ¿Serían alguaciles de los prestamistas? Sin lugar a dudas.
Después de una breve conversación con sus seis lictores, Lucio Pisón se marchó vía Sacra arriba en dirección a la Velia, con sus acompañantes avanzando con inusitada rapidez; cuando pasó junto a la domus publica no le echó ni una mirada. Se detuvo enfrente de la entrada del pórtico Margaritaria, se agachó para hacerse algo en el zapato y los seis lictores se arracimaron a su alrededor, al parecer para ayudarle. Luego él se puso en pie y continuó su camino, todavía muy por delante de aquellos personajes sospechosos, que se habían parado cuando vieron que él se detenía.
Lo que ellos no podían ver desde una posición tan rezagada era que ahora la alta figura con la toga bordada de color púrpura iba precedida sólo por cinco lictores; Lucio Pisón había cambiado su toga por la del lictor más alto y se había escabullido dentro del Porticus Margaritaria. Una vez dentro, buscó una salida en la parte que daba a la domus publica y fue a parar al descampado que los tenderos utilizaban como vertedero de basuras. Hizo un rollo con la sencilla toga blanca del lictor y la metió en una caja vacía; escalar el muro del jardín peristilo de César no era tarea apropiada para una toga.
—Espero que tengas un vino decente en ese jarro tan elegante —dijo al entrar pausadamente en el despacho de César ataviado sólo con una túnica.
Pocas personas vieron alguna vez a César asombrado, pero Lucio Pisón si lo vio.
—¿Cómo has entrado? —le preguntó César mientras le servía el vino.
—Del mismo modo que salió de aquí Publio Clodio, según el rumor que corre. —¿Es que vas esquivando maridos airados a tu edad, Pisón? ¡Qué vergüenza!
—No, esquivando a alguaciles de los prestamistas —dijo Pisón bebiendo con avidez.
—¡Ah! —César se sentó—. Sírvete cuanto quieras, Pisón, te has ganado todo el contenido de mi bodega. ¿Qué ha sucedido?
—Hace cuatro horas se presentaron en mi tribunal algunos de tus acreedores, los menos sanos, diría yo, para exigir que yo embargase tu estipendio de gobernador, y puedo decirte que lo hicieron además con mucho secreto. Sus secuaces ahuyentaron de allí a todo el mundo, y procedieron a exponer su caso en completa intimidad. De lo cual deduzco que no deseaban que lo que estaban haciendo llegase a tus oídos… cosa rara, por decir poco. —Pisón se levantó y se sirvió otra copa de vino—. Me tuvieron vigilado durante el resto del día, e incluso me han seguido cuando he salido para marcharme a casa. Así que cambié mi lugar con el más alto de mis lictores y me metí por las tiendas de aquí al lado. Tienen vigilada la domus publica, lo he visto al pasar por delante subiendo la cuesta.
—Entonces me voy por donde tú has venido. Cruzaré el pomerium esta noche y asumiré mi imperium. Una vez que yo tenga imperium nadie puede tocarme.
—Dame autorización para que yo retire tu estipendio mañana a primera hora y te lo llevaré al Campo de Marte. Sería mejor que lo invirtieras aquí, pero ¿quién sabe qué será lo siguiente que se les ocurra a los boni? Desde luego, están a la que salta con tal de cogerte, César.
—Me doy buena cuenta de ello.
—No creo que puedas pagarles a esos desgraciados algo a cuenta, ¿verdad? —dijo Pisón volviendo a fruncir el entrecejo.
—Iré a ver a Marco Craso cuando salga de aquí esta noche.
—¿Quieres decir que puedes acudir a Marco Craso? —preguntó Lucio Pisón con incredulidad—. Si puedes hacerlo, ¿por qué no lo has hecho hace meses… hace años?
—Es amigo mío, no podía pedírselo.
—Sí, lo comprendo, pero yo no sería tan estirado si se tratase de mí. Pero claro, yo no soy un Julio. Se hace muy duro para un Julio estar en deuda con alguien, ¿no?
—Así es. Sin embargo, él me lo ofreció, y eso me lo pone más fácil.
—Pon esa autorización por escrito, César. No puedes llamar para que me traigan comida aquí, y estoy hambriento. Así que me voy a casa. Además, Rutilia estará preocupada.
—Si tienes hambre, Pisón, puedo darte algo de comer —le dijo César, que ya se había puesto a escribir—. Mis criados son de toda confianza.
—No, tienes mucho que hacer. César terminó de escribir la carta, la enrolló, la cerró con cera derretida caliente y la selló con el anillo.
—No tienes necesidad de saltar por encima del muro, si quieres puedes hacer una salida más digna. Las vestales están en sus aposentos, puedes salir por la puerta lateral.
—No, no puedo —rehusó Pisón—. He dejado la toga de mi lictor ahí al lado. Puedes ayudarme a subir al muro.
—Estoy en deuda contigo, Lucio —le dijo César cuando entraron en el jardín—. Puedes estar seguro de que no olvidaré esto.
Julia se había acostado, así que César tenía que hacer una dolorosa despedida menos. Sólo con su madre ya lo tenía bastante difícil.
—Debemos estarle agradecidos a Lucio Pisón —dijo ella—. Mi tío Publio Rutilio estaría muy contento, si viviera.
—Así sería. Pobre viejo.
—Tendrás que trabajar mucho en Hispania para poder salir de deudas, César.
—Sé cómo hacerlo, mater, así que no te preocupes. Y mientras tanto, estarás a salvo por si a tipos abominables como Bíbulo les da por intentar aprobar una ley u otra que permita a los acreedores cobrar de los familiares de un hombre. Voy a ver a Marco Craso esta noche.
Aurelia se quedó mirándolo.
—Creí que no lo harías.
—Él me lo ha ofrecido.
«¡Oh, Bona Dea, Bona Dea, gracias! Tus serpientes tendrán huevos y leche todo el año», pensó Servilia. Pero en voz alta lo único que dijo fue:
—Entonces es un verdadero amigo.
—Mamerco hará las funciones de pontífice máximo. Vigila a Fabia y asegúrate de que el pequeño mirlo no se convierta en Catón. Burgundo sabe lo que tiene que poner en mi equipaje. Estaré en la villa alquilada de Pompeyo, no le importará tener un poco de compañía ahora que no tiene nada que hacer.
—¿Así que no fuiste tú el que tuvo un lío con Mucia Tercia?
—¡Mater! ¿Cuántas veces he estado yo en Picenum? Busca a un picentino y estarás cerca del objetivo.
—¿Tito Labieno? ¡Oh, dioses!
—¡Qué lista eres! —César le cogió la cara entre las manos y la besó en la boca—. Cuídate, por favor.
Trepó por el muro con más ligereza que Lucio Pisón y que Publio Clodio; Aurelia permaneció de pie durante bastante rato contemplándolo, luego dio media vuelta y entró. Hacía frío.
Frío hacía, pero Marco Licinio Craso estaba exactamente en el lugar donde César pensaba que estaría: en sus oficinas detrás del Macellum Cuppedenis, trabajando diligentemente a la luz de tan pocas lámparas como le permitían sus ojos de cincuenta y cuatro años; llevaba una bufanda alrededor del cuello y un chal echado por los hombros.
—Te mereces cada sestercio que ganas —dijo César al entrar en la amplia habitación con tanto sigilo que Craso dio un salto al oírlo hablar.
—¿Cómo has entrado?
—Exactamente la misma pregunta le he hecho yo a Lucio Pisón hace un rato. Él había trepado por el muro de mi peristilo. Yo he forzado la cerradura.
—¿Que Lucio Pisón ha trepado por el muro de tu peristilo?
—Sí, para poder darles esquinazo a los alguaciles que rodean mi casa por todas partes. Todos aquellos acreedores que no me fueron recomendados ni por ti ni por mi amigo gaditano Balbo se han presentado hoy en el tribunal de Pisón y han solicitado que se embargase mi estipendio.
Craso se recostó en la silla y se frotó los ojos.
—Tienes una suerte verdaderamente fenomenal, Cayo. Te corresponde en el sorteo la provincia que querías, y tus acreedores más sospechosos van a presentarle esa demanda precisamente a tu primo. ¿Cuánto quieres?
—Sinceramente, no lo sé.
—¡Tienes que saberlo!
—Esa fue la única pregunta que olvidé hacerle a Pisón.
—¡Vaya, qué típico de ti! Si fueras cualquier otro, te echaría al Tíber pensando que eras la peor apuesta del mundo. Pero en cierto modo noto en mis huesos que tú vas a ser más rico que Pompeyo. No importa desde qué altura caigas, siempre aterrizas de pie.
—Deben de ser más de cinco millones, porque han pedido la cantidad entera del estipendio.
—Veinte millones —dijo Craso al instante.
—Explícate.
—Un cuarto de veinte millones les proporcionaría unas ganancias que merecerían la pena, puesto que tú estás sometido a interés compuesto desde hace por lo menos tres años. Probablemente pediste prestado tres millones en total.
—¡Tú y yo, Marco, nos hemos equivocado de profesión! —le dijo César echándose a reír—. Nosotros tenemos que recorrer medio mundo, hacer ondear nuestras águilas y espadas ante bárbaros salvajes, exprimir a los plutócratas autóctonos con más fuerza que un niño estruja a un cachorrito, hacernos completamente odiosos a las personas que deberían estar prosperando debajo de nosotros, y luego responder ante el pueblo, el Senado y el Tesoro en el momento en que llegamos a casa. Y todo ese tiempo podríamos estar ganando más dinero aquí, en Roma.
—Yo gano muchísimo en Roma —dijo Craso.
—Pero tú no prestas dinero con intereses.
—¡Yo soy un Licinio Craso!
—Precisamente.
—Veo que estás vestido para un viaje. ¿Significa eso que te marchas?
—Hasta el Campo de Marte. Una vez que asuma mi imperium mis acreedores no podrán hacer nada. Pisón cobrará mi estipendio mañana por la mañana y me lo llevará.
—¿Cuándo verá a tus acreedores de nuevo?
—Pasado mañana a mediodía.
—Muy bien. Yo estaré en el tribunal cuando lleguen los prestamistas. Y no sufras demasiado, César. Muy poco dinero mío se llevarán esos tipos consigo, si es que se llevan algo. Seré fiador de cualquier cantidad que Pisón estipule. Con Craso respaldándote, no les quedará más remedio que esperar.
—Entonces te dejo en paz. Te estoy muy agradecido.
—No le des importancia. Puede que algún día yo te necesite a ti con la misma desesperación. —Craso se levantó, cogió una lámpara y acompañó a César toda la escalera abajo hasta la puerta—. ¿Cómo has podido ver para subir? —le preguntó.
—Siempre hay algo de luz, incluso en la escalera más oscura.
—Pues eso me lo pone más difícil.
—¿Qué?
—Pues, verás —dijo el imperturbable—, yo había pensado erigirte una estatua en un lugar muy público el día que seas elegido cónsul por segunda vez. Iba a encargarle al escultor que hiciera una bestia con parte de león, parte de lobo, parte de anguila, parte de comadreja y parte de ave fénix. Pero entre que aterrizas de pie, que puedes ver en la oscuridad y que vagas como un gato en celo por Roma, tendré que hacer que pinten toda la estatua a rayas, como un tigre.
Como nadie tenía un establo dentro de las murallas Servias, César salió de Roma a pie, aunque no siguió ninguna ruta que a ningún avispado usurero se le ocurriera vigilar. Ascendió por el Vicus Patricii hasta el Vicus Malum Punicum, giró por el Vicus Longus y salió de la ciudad por la puerta Colline. Desde allí atajó por la cima Pincia, donde una colección de animales salvajes divertían a los niños cuando hacía buen tiempo, de modo que llegó a la morada temporal de Pompeyo desde arriba. Esta, desde luego, tenía establos debajo; en lugar de despertar al soldado, se hizo una cama con paja limpia y se tumbó allí, aunque permaneció completamente despierto hasta que salió el sol.
Cada vez que salía para las provincias tenía que hacerlo de un modo poco ortodoxo, reflexionó con una ligera sonrisa. La última vez había ido a Hispania Ulterior envuelto en una bruma de dolor por la pérdida de tía Julia y de Cinnilla, y esta vez se iba a la Hispania Ulterior como un fugitivo. Un fugitivo con imperium proconsular, nada menos. Ya lo tenía todo planeado en la cabeza: Publio Vatinio había resultado ser un eficiente buscador de información, y Lucio Cornelio Balbo el Viejo lo estaba esperando en Gades.
Balbo se aburría, según le había dicho a César en una carta. Al contrario que Craso, no se sentía realizado ganando dinero sólo como un fin; Balbo ansiaba algún nuevo desafío ahora que él y su sobrino eran los dos hombres más ricos de Hispania. ¡Que se ocupase Balbo el Joven del negocio! Balbo el Viejo era aficionado a estudiar logística militar. Así que César había nombrado a Balbo praefectus fabrum, elección que había sorprendido a algunos en el Senado, aunque no a aquellos que conocían a Balbo el Viejo. Aquella persona nombrada era, por lo menos a los ojos de César, mucho más importante que un legado senior —él no había pedido ningún legado—, pues el praefectus fabrum era el ayudante de más confianza de un jefe militar, responsable del material y del abastecimiento del ejército.
Había dos legiones en la provincia ulterior, ambas formadas por veteranos romanos que habían preferido no volver a casa cuando por fin terminó la guerra contra Sertorio. Ahora rondarían los treinta y tantos años de edad, y estaban muy ansiosos de comenzar una buena campaña. Sin embargo, dos legiones no le bastarían en modo alguno; la primera cosa que César tenía intención de hacer cuando llegase a su dominio era alistar una legión completa con las tropas hispánicas auxiliares que habían luchado con Sertorio. Una vez que hubieran visto cómo se las gastaba César, lucharían por él del mismo buen grado que habían luchado por Sertorio. Y entonces sólo sería cosa de adentrarse en territorio inexplorado. Al fin y al cabo, era ridículo pensar que Roma consideraba suya toda la península Ibérica cuando aún no había subyugado una buena tercera parte de la misma. Pero César lo haría.
Cuando César apareció en lo alto de la escalera que bajaba desde los establos, se encontró con que Pompeyo el Grande estaba sentado en la logia admirando el paisaje del otro lado del Tíber, en dirección hacia la colina Vaticana y el Janículo.
—¡Bien, bien! —exclamó Pompeyo al tiempo que se ponía en pie de un salto y le estrechaba la mano al inesperado visitante—. ¿Dando un paseo a caballo?
—No. He salido caminando de la ciudad, y demasiado tarde para molestar despertándote, así que me he hecho una cama de paja. Es posible que tenga que pedirte prestados un par de caballos cuando me vaya, pero sólo hasta que llegue a Ostia. ¿Puedes darme alojamiento por unos días, Magnus?
—Encantado de hacerlo, César.
—Entonces, ¿tú no crees que yo sedujera a Mucia?
—Ya sé quién hizo ese trabajo —le confió Pompeyo con aire lúgubre—. ¡Labieno, el muy ingrato! ¡Que se vaya a paseo! —Le indicó con la mano una cómoda silla a César—. ¿Es por eso por lo que no has venido a verme? ¿O porque no me dijiste más que ave en el Circus Flaminius?
—¡Magnus, yo soy un simple ex pretor! Tú eres el héroe del siglo, uno no puede acercarse más que los consulares, y para eso lo hacen de cuatro en cuatro.
—Sí, pero por lo menos yo puedo hablar contigo, César. Tú eres un verdadero soldado, no un comandante de salón. Cuando llegue el momento, sabrás morir con el rostro cubierto y las botas puestas. La muerte no encontrará en ti nada que dejar al descubierto que no sea hermoso.
—Homero. ¡Qué bien dicho, Magnus!
—He leído mucho en el Este, y le he cogido mucha afición. Fíjate, tenía conmigo a Teófanes, de Mitilene.
—Un gran erudito.
—Sí, eso para mí era más importante que el hecho de que sea más rico que Creso. Me lo llevé a Lesbos conmigo, lo hice ciudadano romano en el ágora de Mitilene delante de todo el pueblo. Luego, en su nombre, liberé a Mitilene de pagar tributos a Roma. Aquello les cayó muy bien a los lugareños.
—Como debe ser. Creo que Teófanes es pariente cercano de Lucia Balbo, de Gades.
—Sus madres eran hermanas. ¿Conoces a Balbo?
—Muy bien. Nos conocimos cuando yo era cuestor en Hispania Ulterior.
—Me sirvió como explorador cuando estuve luchando contra Sertorio. Yo le concedí a él la ciudadanía y también a su sobrino, pero había tantos a quienes dársela que los repartí entre mis legados para que el Senado no pensase que yo estaba concediéndole la ciudadanía a la mitad de los hispanos. Balbo el Viejo y Balbo el Joven le tocaron a un Cornelio… Léntulo, creo, aunque no al que ahora llaman Spinther. —Se echó a reír gozosamente—. ¡Me encantan los apodos inteligentes! ¡Es curioso que a uno lo apoden por el nombre de un actor famoso por representar papeles secundarios! Eso dice lo que el mundo opina de un hombre, ¿no es así?
—Así es. He nombrado a Balbo el Viejo mi praefectus fabrum.
Los vivos ojos azules de Pompeyo chispearon.
—¡Muy astuto de tu parte!
César miró a Pompeyo de arriba abajo con descaro.
—Pareces estar muy en forma para ser un viejo, Magnus —le dijo con una sonrisa.
—Cuarenta y cuatro —dijo Pompeyo mientras se golpeaba el vientre liso, muy complacido.
Desde luego, daba la impresión de estar en muy buena forma. El sol del Este había hecho que casi se le juntasen las pecas unas con otras y había intentado aclararle la mata de pelo de vivo color dorado: tan espeso como siempre, notó César con tristeza.
—Tendrás que darme una relación detallada de todo cuanto ha ocurrido en Roma en mi ausencia.
—Creí que tus oídos se habrían quedado sordos de tanto oír esa clase de noticias. —¿Cómo, crees que yo iba a dejar que me las contasen charlatanes engreídos como Cicerón?
—Creía que erais buenos amigos.
—Un hombre metido en política no tiene verdaderos amigos —le dijo deliberadamente el Gran Hombre—. Cultiva sólo lo que le resulta conveniente.
—Absolutamente cierto —convino César riendo entre dientes—. Habrás oído por ahí lo que le hice a Cicerón con Rabirio, naturalmente.
—Me alegro de que le clavases el cuchillo. ¡De otro modo estaría parloteando de cómo hacer desaparecer a Catilina es más importante que conquistar el Este! Fíjate, Cicerón tiene sus aspectos útiles. Pero parece que siempre piense que todos los demás tienen el mismo tiempo que él para escribir cartas de mil páginas. Me escribió el año pasado, y logré contestarle con unas cuantas líneas de mi puño y letra. ¿Y qué hace él? ¡Se ofende y me acusa de que lo trato con frialdad! Debería salir a gobernar una provincia, y así aprendería lo que es ser un hombre ocupado. En cambio se tumba cómodamente en su canapé, en Roma, y nos da consejos a los militares sobre cómo llevar nuestros asuntos. Al fin y al cabo, César, ¿qué hizo él? Soltó unos cuantos discursos en el Senado y en el Foro y envió a Marco Petreyo para que aplastase a Catilina.
—Lo has expresado muy sucintamente, Magnus.
—Bueno, ahora que ya han decidido qué hacer con Clodio deberían darme fecha a mí para mi triunfo. Por lo menos esta vez he hecho lo que es inteligente y he licenciado a mi ejército en Brundisium. No pueden decir que estoy en el Campo de Marte intentando hacerles chantaje.
—No cuentes con que te den fecha para tu triunfo.
Pompeyo se irguió en su asiento.
—¿Qué?
—Los boni están trabajando en contra tuya, han estado haciéndolo desde que se enteraron de que volvías a casa. Piensan negártelo todo: la ratificación de los acuerdos que concertaste en el Este, las concesiones de ciudadanía que hiciste, la tierra que pides para tus veteranos; y sospecho que una de las tácticas que emplearán será tenerte fuera del pomerium el mayor tiempo posible. Una vez que puedas ocupar tu asiento en la Cámara estarás en situación de contrarrestar sus jugadas con más efectividad. Tienen un brillante tribuno de la plebe en la persona de Fufio Caleno, y creo que él está dispuesto a vetar cualquier propuesta que pueda agradarte.
—¡Oh, dioses, no pueden hacer eso! Oh, César, ¿qué es lo que les pasa? Yo he incrementado los tributos de Roma que proceden de las provincias del Este. ¡He convertido dos en cuatro! ¡De ocho mil talentos al año a catorce mil! ¿Y sabes cuál es la parte del botín que se lleva el Tesoro? ¡Veinte mil talentos! ¡Mi desfile triunfal tardará dos días en pasar, ya que el botín que he traído es muy grande y son muchas las campañas que tengo para enseñar sobre espectaculares carrozas! ¡Con este triunfo de Asia habré celebrado triunfos en tres continentes enteros, y nadie ha hecho eso antes! Hay docenas de ciudades que llevan mi nombre o el de mis victorias… ¡ciudades que yo he fundado! ¡Tengo reyes entre mi clientela!
Con los ojos bañados de lágrimas, Pompeyo se inclinó hacia adelante en la silla hasta que las lágrimas le empezaron a caer, incapaz de creer que todo lo que había logrado no se le fuera a reconocer.
—¡No pido que me hagan rey de Roma! —dijo mientras se limpiaba las lágrimas con gesto impaciente—. ¡Lo que pido es una meada de perro en comparación con lo que doy!
—Sí, estoy de acuerdo —convino César—. El problema es que todos saben que ellos no podrían hacerlo, pero odian conceder méritos cuando realmente existen.
—Y además, soy picentino.
—Eso también.
—Entonces, ¿qué es lo que quieren?
—Como poco, Magnus, tus pelotas —dijo César con suavidad.
—Para ponerlas donde ellos no tienen las propias.
—Exactamente.
Aquel hombre no se parecía en nada a Cicerón, pensó César mientras observaba cómo la rubicunda cara de Pompeyo se endurecía y se ponía seria. Aquél era un hombre que podía aplastar a los boni hasta hacerlos papilla de un solo zarpazo. Pero no lo haría. Y no porque le faltaran cojones para hacerlo. Una y otra vez le había demostrado a Roma que él se atrevería… a casi todo. Pero en algún lugar secreto, en un rincón de su persona, acechaba cierta conciencia, no reconocida por él, de que no era del todo romano. Todas aquellas alianzas con parientes de Sila significaban mucho, como el patente placer con que él alardeaba de ello. No, no se parecía en nada a Cicerón. Pero sí que tenían cosas en común. Y yo, que soy Roma, ¿qué haría yo si los boni me empujasen con tanta fuerza como van a empujar a Pompeyo Magnus? ¿Sería yo Sila o sería Magnus? ¿Qué me detendría a mí? ¿Habría algo que pudiera detenerme?
En los idus de marzo, César por fin partió para Hispania Ulterior. Reducido a unas cuantas palabras y cifras en una sola hoja de papel, Lucio Pisón en persona le llevó su estipendio, y se quedó a continuación haciéndole una alegre visita a Pompeyo, a quien César le hizo comprender con mucho esmero que Lucio Pisón era una persona cuya amistad bien merecía la pena cultivar. El fiel Burgundo, canoso ya, le llevó a César las pocas pertenencias que necesitaba: una buena espada, una buena armadura, buenas botas, un buen equipo para el tiempo lluvioso, buen equipo para la nieve y buen equipo para cabalgar. Dos hijos de su viejo caballo de guerra Toes, cada uno de los cuales tenía dedos de los pies en lugar de cascos sin herradura. Afiladeras, navajas de afeitar, cuchillos, herramientas, un sombrero que le diera sombra como el de Sila, para el sol del Sur de Hispania. No, no mucho, en realidad. En tres cofres de tamaño mediano cabía todo. Habría lujos suficientes en las residencias del gobernador en Castulo y en Gades.
Así pues, con Burgundo, algunos valiosos criados y escribas, Fabio y otros once lictores ataviados con túnicas de color carmesí y portando las hachas en sus fasces, y además con el príncipe Masintha camuflado dentro de una litera, Cayo Julio César navegó desde Ostia en un buque alquilado lo bastante grande como para dar cabida al equipaje, las mulas y los caballos que su séquito necesitaba. Pero esta vez no tendría ningún encuentro con piratas. Pompeyo el Grande los había barrido de los mares.
Pompeyo el Grande… César se apoyó en la barandilla de popa, que quedaba entre los dos enormes remos de timón, y contempló la costa de Italia que se iba deslizando por el horizonte mientras el espíritu se le elevaba y la mente, poco a poco, iba a parar a su tierra y a su gente. Pompeyo el Grande. El tiempo que había pasado con él había resultado útil y fructífero; su simpatía hacia aquel hombre crecía con los años, de eso no cabía la menor duda. ¿O era Pompeyo el que había crecido?
—No, César, no seas poco generoso. Él no se merece que le escatimen nada. No importa cuán mortificante pueda resultar ver a un Pompeyo conquistar a lo ancho y a lo largo, el hecho es que Pompeyo ha conquistado a lo ancho y a lo largo. Dale al hombre lo que se le debe, admite que quizás seas tú quien ha crecido. Pero el problema de crecer es que uno deja atrás lo demás, exactamente igual que la costa de Italia. Por eso pocas personas crecen. Sus raíces topan con lechos de piedra y se quedan como están, satisfechos. Pero debajo de mí no hay nada que yo no pueda apartar a un lado, y por encima de mi se encuentra el infinito. La larga espera ha terminado. Por fin voy a Hispania a mandar legalmente un ejército; pondré mis manos sobre una maquina viviente que, en las manos adecuadas —mis manos—, no puede ser detenida, ni deformada, ni descoyuntada ni desgastada. He anhelado un supremo mando militar desde que me sentaba, de niño, en las rodillas del viejo Cayo Mario y escuchaba hechizado las historias que me contaba un maestro del arte de la guerra. Pero hasta este momento no he comprendido con qué pasión, con qué fiereza he deseado ese mando militar. Pondré mis manos sobre un ejército romano y conquistaré el mundo, porque yo creo en Roma, creo en nuestros dioses. Y creo en mí mismo. Yo soy el alma de un ejército romano. No se me puede detener, ni alabear, ni descoyuntar, ni desgastar.