Pero, desde luego, siete era su número de la suerte. A César le favorecía ser el iudex perfecto, muy escrupuloso en que no hubiera ningún defecto en el cumplimiento de las disposiciones de Glaucio en lo referente a la defensa. Les concedió sus tres horas para hablar; Luceyo y el joven Curión sacrificaron noblemente la parte de tiempo que les correspondía para permitir que Hortensio y Cicerón dispusieran de media hora completa cada uno. Pero el primer día el juicio empezó tarde y acabó temprano, lo cual permitió que Hortensio y Cicerón concluyeran la defensa de Cayo Rabirio el noveno día de aquel horrible diciembre, el último día del cargo de Tito Labieno como tribuno de la plebe.
Las reuniones que se celebraban en las Centurias estaban a merced del tiempo, pues no había ninguna clase de estructura con techo que protegiera a los quirites del sol, de la lluvia o del viento. El sol era con mucho lo más insoportable, pero en diciembre, aunque de hecho la estación fuera aún el verano, un día bueno podía ser bastante tolerable. El aplazamiento quedaba a criterio del magistrado que presidiera; algunos insistían en celebrar las elecciones —los juicios en las Centurias eran muy poco frecuentes— por mucho que lloviera a cántaros, lo cual hubiera podido ser el motivo por el que Sila había trasladado el mes electoral de noviembre, que era más propenso a ser lluvioso, a julio, y con ello al pleno calor del verano, que tradicionalmente era seco.
Los dos días en que se celebró el juicio de Cayo Rabirio resultaron ser perfectos: un cielo claro y soleado y una brisa ligeramente fría. Lo cual debería haber predispuesto al jurado, formado por cuatro mil hombres, a ser caritativo. Especialmente dado que el apelante era un sujeto digno de lástima, allí de pie, acurrucado dentro de la toga en maravillosa imitación de una trémola parálisis, con ambas manos semejantes a garras aferradas con fuerza a un soporte que uno de los lictores había improvisado para él. Pero la disposición de ánimo del jurado fue un mal presagio desde el comienzo, y Tito Labieno estuvo realmente brillante al exponer él solo el caso durante las dos horas que le fueron asignadas, exposición que complementó con actores que llevaban puestas las máscaras de Saturnino y Quinto Labieno, y con sus dos primos sentados a la vista de todo el mundo llorando todo el tiempo de manera ruidosa. También hubo muchas voces que cuchichearon entre la apretada multitud y les recordaron constantemente a la primera y a la segunda clase que el derecho a juicio estaba en peligro, que si declaraban culpable a Rabirio, eso les enseñaría a Cicerón y a Catón a andar con cautela en el futuro, y les servía de ejemplo a los cuerpos colectivos de hombres, como el Senado, a atenerse a los asuntos financieros, a las disputas y a los asuntos extranjeros.
La defensa peleó duramente, pero no tuvo dificultades para ver que el jurado no estaba dispuesto a escuchar, y no digamos a llorar, ante la vista del pobre viejo Cayo Rabirio agarrado a un palo. Cuando el proceso comenzó a la hora exacta al día siguiente, Hortensio y Cicerón sabían que tendrían que dar lo mejor de sí mismos si querían que Rabirio fuera exonerado. Desgraciadamente, ninguno de los dos hombres estaba aquel día en su mejor forma. La gota, que atormentaba a buena parte de aquellos individuos amantes de la vida placentera, adictos a los placeres de la buena mesa y del jarro de vino, se negaba a dejar en paz a Hortensio; además se había visto forzado a terminar el viaje desde Miseno a un paso que no resultó en nada beneficioso para el bienestar de aquel exquisitamente doloroso dedo gordo del pie. Habló durante la media hora que le correspondió sin moverse del mismo lugar y apoyado siempre en el bastón, lo cual no favoreció en absoluto su oratoria. Después de lo cual Cicerón pronunció uno de los discursos menos firmes de toda su carrera, constreñido por el límite de tiempo y porque era consciente de que lo que dijera, por lo menos una buena parte, tendría que estar dedicado a defender su propia reputación más que la de Rabirio de un modo cuidadosamente ingenioso.
Y así, aún quedaba la mayor parte del día cuando César echó a suertes qué Centuria de Juniors de la primera clase tendría la prerrogativa de votar en primer lugar; sólo las treinta y una tribus rurales podían participar en aquel sorteo, y cualquiera que fuera la tribu que saliera agraciada, era a ésta a la que se llamaba a votar antes de que empezase la rutina normal. Toda actividad quedaba entonces suspendida hasta que se contasen los votos de esa Centuria que tenía la praerogativa y se anunciase el resultado a la Asamblea, que permanecía a la espera. La tradición decía que fuera cual fuese el resultado de la votación de los Juniors de la tribu rural elegida reflejaría el resultado de la votación general. O del juicio. Por lo tanto, todo dependía en gran parte de la tribu a la que le tocara en suerte votar en primer lugar y sentar el precedente. Si se trataba de la tribu de Cicerón, la Cornelia, o de la tribu de Catón, la Papiria, habría problemas seguro.
—¡Clustumina iuniorum! Los Juniors de la tribus Clustumina.
La tribu de Pompeyo el Grande, un buen presagio, pensó César al abandonar el tribunal para entrar en los saepta y ocupar su puesto al final del puente que había a mano derecha y que comunicaba a los votantes con los cestos donde eran depositadas las tablillas de madera cubierta de cera.
Apodados el redil por su fuerte parecido con la estructura que los granjeros usaban para reunir las ovejas y marcarlas, los saepta eran un laberinto sin techo de empalizadas y pasillos de madera portátiles que se movían según conviniera a las funciones de una Asamblea concreta. Las Centurias siempre votaban en los saepta, y a veces las tribus celebraban también allí sus elecciones, si al magistrado que presidía le parecía que el Foso de los Comicios era demasiado pequeño para el número de votantes y le desagradaba utilizar el templo de Cástor.
«Y aquí me acerco a mi destino —pensó César con sobriedad mientras se acercaba a la entrada de aquel extraño complejo—. El veredicto irá según el resultado de la votación de los Juniors de Clustumina, lo noto en mis propios huesos. LIBERO para el perdón, DAMNO para declararlo culpable. DAMNO, tiene que ser DAMNO».
En aquel momento crucial se encontró con Craso, que andaba por allí, junto a la entrada, con aspecto menos impasible de lo que era habitual en él. ¡Buena señal! Si aquel asunto no conmovía al inconmovible Craso, entonces seguramente fracasaría en su propósito. Pero estaba afectado, claramente afectado.
—Algún día —dijo Craso cuando César se detuvo—, seguramente algún pastor paleto con una vara para teñir en la mano me estampará una mancha de color vermellón en la toga y me dirá que no puedo votar por segunda vez si lo intento. Ellos marcan las ovejas, ¿por qué no marcar romanos?
—¿Eso es lo que estabas pensando?
Un diminuto espasmo pasó por el rostro de Craso, una indicación de sorpresa.
—Sí, pero luego decidí que marcarnos no era propio de romanos.
—Tienes toda la razón —le dijo César, que necesitó ejercitar absolutamente toda su voluntad para no echarse a reír—, aunque eso quizá impidiera que las tribus votaran varias veces, sobre todo esos granujas urbanos de la Esquilina y la Suburana.
—¿Y eso qué más da? —preguntó Craso aburrido—. Ovejas, César, ovejas. Los votantes son ovejas. ¡Beeee!
César entró rápidamente, muerto de ganas de reírse. ¡Aquello le enseñaría a creer que los hombres —incluso sus amigos íntimos, como Craso— apreciaban la solemnidad de la ocasión!
El veredicto de los Juniors de la Clustumina fue DAMNO, y la tradición indicaba que tenían razón cuando, de dos en dos, las Centurias desfilaron por los pasillos que quedaban entre las empalizadas, por encima de los dos puentes, para depositar las tablillas que llevaban escrita la letra. El socio de César en el escrutinio fue su custos, Metelo Celer; cuando ambos hombres estuvieron seguros de que el veredicto final sería DAMNO, Celer le cedió el puente a Cosconio y se marchó.
Siguió una peligrosa larga espera: ¿se le habría olvidado a Celer lo del espejo, se habría ocultado el sol tras una nube, se habría quedado traspuesto el cómplice que había puesto en la colina del Janículo? ¡Vamos, Celer, date prisa!
—¡A LAS ARMAS! ¡A LAS ARMAS! ¡LOS INVASORES SE NOS VIENEN ENCIMA! ¡A LAS ARMAS! ¡A LAS ARMAS! ¡LOS INVASORES SE NOS VIENEN ENCIMA! ¡A LAS ARMAS! ¡A LAS ARMAS!
Justo a tiempo.
El juicio y la apelación del viejo Cayo Rabirio acabó en una enloquecida estampida de votantes que huían a refugiarse tras las murallas Servias, para allí armarse y dispersarse en Centurias militares hacia los lugares donde el deber los llamaba.
Pero Catilina y su ejército no llegaron nunca.
Si Cicerón regresó caminando al Palatino en lugar de ir corriendo, tenía excusa para hacerlo. Hortensio se había marchado en el momento en que terminó de pronunciar su discurso, lo llevaron quejumbroso hasta su litera; pero el orgullo le prohibía disfrutar de aquel lujo a Cicerón, menos seguro y de muy inferior cuna. Con el rostro muy serio, esperó a que votase su centuria, con la tablilla que tenía en la mano marcada con una firme L de LIBERO. ¡No había demasiados votantes aquel terrible día que llevaran la L! Ni siquiera pudo convencer a los miembros de su propia Centuria para que votasen la absolución. Y se vio obligado, con el rostro muy serio, a presenciar la opinión de los hombres de la primera clase: que hubieran pasado treinta y siete años no era suficiente para impedir una condena.
El sonido del clarín llamando a las armas había estallado como un milagro para él, aunque, como todos los demás, casi tenía la certeza de que Catilina habría conseguido pasar por encima de los ejércitos dispuestos contra él en el campo de batalla y se habría lanzado sobre Roma. A pesar de lo cual anduvo despacio y pesadamente. De pronto la muerte se le antojaba preferible al destino que ahora comprendía que César le tenía reservado. Algún día, cuando César o algún secuaz suyo tribuno de la plebe estimasen que era el momento oportuno, Marco Tulio Cicerón tendría que estar de pie donde aquel día había estado Cayo Rabirio, acusado de traición; lo mejor que podía esperar era que fuera por maiestas, y no por perduellio. Ello suponía el exilio y la confiscación de todos sus bienes, que su nombre fuera borrado de la lista de ciudadanos romanos, y que su hijo y su hija quedaran marcados como miembros de una familia que ha perdido el lustre. Él había perdido algo más que una batalla; había perdido la guerra. Él era Carbón, no Escipión.
«Pero no debo admitirlo nunca —se dijo mentalmente cuando por fin subía aquellos interminables escalones que conducían hasta el Palatino—. No debo permitir jamás que César ni ningún otro crean que soy un hombre derrotado. ¡He salvado a mi patria, y eso lo mantendré hasta que muera! La vida continúa. Seguiré comportándome como si nada en absoluto me amenazase, incluso en el interior de mi mente».
Y así, al día siguiente en el Foro saludó a Catulo con el ánimo alegre: iban a contemplar la primera actuación de los nuevos tribunos de la plebe.
—¡Doy gracias a los dioses por Celer! —dijo al tiempo que esbozaba una sonrisa.
—Me pregunto si Celer bajaría la bandera roja por iniciativa propia o se lo ordenaría César —dijo Catulo.
—¿Si se lo ordenaría César? —le preguntó Cicerón sin comprender del todo.
—¡Vamos, Cicerón, no seas ingenuo! Seguro que César no tenía intención de condenar a Rabirio como culpable, eso le habría echado a perder una dulce victoria. —Con el rostro chupado y agotado, Catulo parecía muy enfermo y viejo—. ¡Tengo un miedo terrible! Él es como Ulises, el hilo de su vida es tan fuerte que desgasta todo aquello que roza. Estoy perdiendo mi auctoritas, y cuando finalmente no me quede nada no tendré otro sitio adonde ir más que a la muerte.
—¡Tonterías! —exclamó afectuosamente Cicerón.
—Tonterías no, sólo una realidad desagradable. ¿Sabes? ¡Creo que yo podría perdonar a ese hombre si no se mostrara tan seguro de sí mismo, si no fuera tan arrogante, tan insufriblemente confiado! Mi padre fue todo un César, y en éste hay resonancias de él. Pero solamente resonancias. —Se estremeció—. Este tiene una mente mucho más clara, y no tiene frenos de ningún tipo. Tengo miedo.
—Es una lástima que Catón no se encuentre aquí hoy —dijo Cicerón para cambiar de tema—. Metelo Nepote no tendrá competidor en la tribuna. Es extraño que esos hermanos hayan adoptado de pronto ideas popularistas.
—La culpa la tiene Pompeyo Magnus —le confió Catulo con desprecio.
Como siempre había tenido un punto débil por Pompeyo desde que sirvieron juntos a las órdenes de Pompeyo Estrabón durante la guerra italiana, Cicerón habría podido salir en defensa del conquistador ausente; pero en cambio, se limitó a soltar una horrorizada y ahogada exclamación.
—¡Mira!
Catulo se dio la vuelta y vio a Marcio Porcio Catón, que marchaba decidido por el espacio abierto que quedaba entre el Estanque de Curtio y el Foso de los Comicios; llevaba puesta una túnica debajo de la toga. Todos los que se habían percatado de su presencia lo miraban boquiabiertos, y no por causa de la túnica. Desde lo alto de la frente hasta donde le nacía el cuello, y después por dentro de los hombros, a derecha e izquierda le corrían unas rayas irregulares de color carmesí, que, arrugadas, rezumaban.
—¡Por Júpiter! —graznó Cicerón.
—¡Oh, cómo lo amo! —gritó Catulo, que echó a correr al encuentro de Catón y le cogió la mano derecha—. Catón, Catón, ¿por qué has venido?
—Porque soy tribuno de la plebe y hoy es el primer día del período que dura mi cargo —dijo Catón en sus acostumbrados tonos estentóreos.
—Pero ¡tal como tienes la cara! —protestó Cicerón.
—Las caras tienen arreglo, las malas acciones no. Si no estuviera yo en la tribuna para contender con Nepote, éste abusaría de la situación.
Y mientras sonaban los aplausos subió a la tribuna para ocupar su lugar con los otros nueve hombres que estaban a punto de asumir el cargo. Catón no hizo caso de la aclamación; estaba demasiado ocupado en mirar lleno de furia a Metelo Nepote, el hombre de Pompeyo. ¡Escoria!
Como no era todo el pueblo —patricios y plebeyos— el que elegía a los tribunos de la plebe, y como éstos sólo servían a los intereses de la parte plebeya, las reuniones de la Asamblea Plebeya no eran «oficiales» del mismo modo que las reuniones de la Asamblea Popular o la de las Centurias. Por ello empezaban y acababan con poca ceremonia; no se interpretaban los auspicios ni se decían las oraciones de ritual. Estas omisiones contribuían considerablemente a la popularidad de la Asamblea Plebeya. Las cosas se reducían a un entusiasta principio, sin tener que aguantar aburridas letanías ni augures cluecos.
La convocatoria de aquel día de la Asamblea Plebeya gozaba de una extraordinaria asistencia, entre el dolor amargo de las ejecuciones sin juicio y el bálsamo de saber que iban a saltar chispas. Los viejos tribunos de la plebe hicieron su salida del cargo con cierto estilo, y Labieno y Rulo se llevaron todas las aclamaciones. Después de lo cual empezó la reunión propiamente dicha.
Metelo Nepote fue el primero en hablar, lo cual no sorprendió a nadie; Catón era más hábil en contestar que en iniciar un debate. El tema de Nepote fue jugoso —la ejecución de ciudadanos sin juicio—, y la presentación que hizo del mismo fue espléndida, tanto por el uso de la ironía como de metáforas o de hipérboles.
—¡Por lo tanto propongo un plebiscito tan suave, tan misericordioso, tan poco obstructivo que ninguno de los hombres aquí presentes pueda hacer otra cosa más que acceder a votarlo y convertirlo en ley! —dijo Nepote al final de un largo discurso que había causado en la audiencia ahora el llanto, ahora la risa, ahora los pensamientos profundos—. ¡Ninguna sentencia de muerte, ningún exilio, ninguna multa! Compañeros miembros de la plebe, lo único que propongo es que a cualquier hombre que haya ejecutado a ciudadanos romanos sin un juicio previo se le prohíba volver a hablar en público nunca más. ¿No es eso una dulce justicia? ¡Una voz acallada para siempre, el poder de mover a las masas convertido en impotencia! ¿Estáis conmigo? ¿Les pondríais un bozal a los megalómanos y a los monstruos?
Fue Marco Antonio el que lideró los vítores, que cayeron sobre Cicerón y Catulo como una avalancha. Solamente la voz de Catón hubiera podido superponerse a aquel clamor; y solamente la voz de Catón lo hizo.
—¡Yo interpongo mi veto! —aulló.
—¡Para proteger tu propio cuello! —le dijo Nepote con desprecio cuando el clamor amainó lo suficiente como para que todos pudieran oír lo que venía a continuación. Miró a Catón de arriba abajo con ostentosa sorpresa—. ¡Y no es que quede mucho de tu cuello, Catón! ¿Qué te ha pasado? ¿Se te olvidó pagarle a la puta antes de irte, o tuviste necesidad de que ella te hiciera eso antes de que ocurriera algo por debajo de tu ombligo?
—¿Cómo puedes llamarte a ti mismo noble, Cecilio Metelo? —le preguntó Catón—. ¡Vete a casa, Nepote, vete a casa y lávate la mierda de la boca! ¿Por qué hemos de escuchar esa podrida insinuación tuya en una sagrada asamblea de hombres romanos?
—¿Y por qué tenemos nosotros que vernos obligados a estar bajo un endeble decreto senatorial que proporciona a los hombres que ostentan el poder el derecho de ejecutar a hombres mucho más romanos de lo que ellos son? ¡Yo nunca he oído que Léntulo Sura tuviera a un esclavo por bisabuelo, ni que el padre de Cayo Cetego tuviera todavía mierda de cerdo detrás de las orejas!
—¡Me niego a tomar parte en una discusión violenta, Nepote, y no se hable más! ¡Puedes despotricar y desvariar desde ahora hasta diciembre del año que viene, que ello no supondrá ninguna diferencia! —bramó Catón, cuyos arañazos de la cara llamaban la atención como cuerdas de color rojo oscuro—. ¡Interpongo mi veto y no puedes decir nada más después de eso!
—¡Ya lo creo que interpones tu veto! ¡Si no lo haces, Catón, nunca volverás a hablar en público! ¡Fuiste tú y no otro quien indujo al Senado de Roma a cambiar de la clemencia a la barbarie! Lo cual no es demasiado sorprendente, en realidad. Tu bisabuelo fue un buen pedazo de bárbaro, según dicen. ¡Con mucho gusto para ser un viejo tonto de Túsculo que debería haberse quedado allí haciéndoles cosquillas a los cerdos en vez de venir a Roma a hacerle cosquillas al coño de una bárbara!
¡Y si eso no conseguía provocar una pelea, pensó Nepote, nada en este mundo lo conseguiría! Si yo fuera él insistiría en usar dagas en combate cuerpo a cuerpo. La plebe lame los insultos como los perros recogen con la lengua el vómito, y eso significa que yo estoy ganando. ¡Pégame Catón, dame un puñetazo en el ojo!
Catón no hizo nada por el estilo. Con un esfuerzo heroicamente estoico que sólo él supo lo que le costó, dio media vuelta y se retiró al fondo de la tribuna. Durante unos instantes la multitud estuvo tentada de abuchear ese acto de cobardía, pero Ahenobarbo se interpuso delante de Marco Antonio y empezó a vitorear como un loco ante aquella magnífica exhibición de desprecio y control de sí mismo.
Lucio Calpurnio Bestia salvó el día y la victoria para Nepote cuando empezó a atacar a Cicerón y a su senatus consultum ultimum del modo más salvajemente ingenioso. La plebe suspiraba, extasiada, y la reunión prosiguió con muchísimo empuje y vigor.
Cuando a Nepote le pareció que la audiencia ya tenía bastante de ejecución de ciudadanos, cambió de táctica.
—Hablando de cierto Lucio Sergio Catilina —dijo en tono desenfadado—, no me ha pasado por alto que no está ocurriendo absolutamente nada en el frente de guerra. Allí están esparcidos por Etruria, Apulia y Picenum, separados por muchas millas que hacen que Catilina y sus presuntos seguidores se encuentren deliciosamente libres de peligro. ¿A quiénes tenemos, pues? —preguntó; y levantó la mano derecha con los dedos muy separados—. Pues está Híbrido con su dedo del pie palpitante. —Dobló uno de los dedos—. Está el segundo Hombre de Tiza, Metelo, de la rama de las cabras —dobló otro dedo—. Y también hay allí un rey, Rex, el valiente enemigo de… ¿de quién? ¿De quién? ¡Oh, petunias, parece que no consigo recordarlo! —Los únicos dedos que quedaban ahora levantados eran el pulgar y el meñique. En ese punto abandonó la cuenta y utilizó la mano para golpearse la frente con fuerza—. ¡Oh! ¡Oh! ¿Cómo he podido olvidarme de mi propio hermano mayor? ¡Se supone que él está allí, pero vino a Roma para participar en una buena acción! Me atrevo a decir que tendré que perdonar a ese tipo tan travieso.
Aquella broma hizo que Quinto Minucio Termo se adelantase para intervenir.
—¿Adónde quieres ir a parar ahora, Nepote? —le preguntó—. ¿Qué travesura has tramado esta vez?
—¿Travesura? ¿Yo? —Nepote retrocedió de forma teatral—. ¡Termo, Termo, no permitas que el fuego que arde bajo ese gran culo tuyo te haga hervir, por favor! ¡Con un nombre como el tuyo, lo tibio te va muy bien a ti, querido mío! —dijo con voz de flauta mientras movía los párpados ofensivamente en dirección a Termo y la plebe aullaba de risa—. No, cariño, yo sólo intentaba recordarles a nuestros excelentes compañeros plebeyos aquí presentes que sí que tenemos a algunos ejércitos en el campo para luchar contra Catilina… cuando lo encuentren, claro está. El norte de nuestra península es un lugar grande, y es fácil perderse por allí. Especialmente si tenemos en cuenta la niebla matinal que se posa sobre el padre Tíber. ¡Esa niebla hace que les sea difícil encontrar un lugar hasta para vaciar sus orinales pórfidos!
—¿Tienes alguna sugerencia? —le preguntó Termo, que decidió arriesgarse. Se esforzaba con mucha valentía por seguir el ejemplo de Catón, pero ahora Nepote le estaba tirando besos, por lo que la multitud se había puesto histérica.
—¡Bueno, cerditos, pues en realidad sí que la tengo! —dijo Nepote con brillantez—. Yo estaba ahí de pie mirando los dibujos que lleva Catón en la cara, ¡pipinna, pipinna, pipinna!, cuando otro rostro apareció ante mis ojos. ¡No, querido, no era el tuyo! ¿Ves eso que hay allí? ¿Ese hombre con aire militar que está en la cuarta peana a partir del final, entre los bustos de los cónsules? ¡Una cara preciosa, pienso siempre que la veo! ¡Tan rubio, y con esos preciosos ojos azules! No tan hermosos como los tuyos, desde luego, pero tampoco están nada mal. —Nepote se puso las manos alrededor de la boca y empezó a vocear—: ¡Eh, ese de ahí, quiris… sí, tú, el que está al fondo, cerca de los bustos de los cónsules! ¿Puedes leer el nombre que hay en ese busto? ¡Sí, eso es, el que tiene el pelo dorado y unos enormes ojos azules! ¿Quién es, Pompeyo? ¿Has dicho Manus? ¿Magus, dices? ¡Oh, Magnus! ¡Gracias, quiris, gracias! ¡El nombre es Pompeyo Magnus!
Termo apretó los puños.
—¡No te atrevas! —dijo gruñendo.
—¿Que no me atreva a qué? —le preguntó Nepote con aire inocente—. Aunque admito que Pompeyo Magnus se atreve a cualquier cosa. ¿Acaso tiene igual en el campo de batalla? Yo creo que no. Y ahora está en Siria y se dispone ya a volver a casa, una vez que ha terminado todas sus batallas. El Este está conquistado, y Cneo Pompeyo Magnus ha llevado a cabo la conquista. ¡Lo cual es más de lo que podéis decir acerca del caprino Metelo y el regio Rex! ¡Ojalá hubiera ido yo a la guerra con cualquiera de ellos dos en lugar de haber ido con Pompeyo Magnus! ¡Qué enemigos más insignificantes deben de haber encontrado para haber conseguido esos triunfos! ¡Yo habría podido ser un auténtico héroe si hubiera ido a la guerra con ellos, habría podido ser como Cayo César y, como él, habría podido ocultar mi cada vez más escaso cabello debajo de una corona de hojas de roble! —Nepote se detuvo para saludar militarmente a César, que se encontraba de pie en los escalones de la Curia Hostilia con la corona de hojas de roble—. Sugiero, quirites, que promulguemos un pequeño plebiscito que haga volver a casa a Pompeyo Magnus y que le otorguemos un mando especial para que aplaste el motivo por el cual estamos aguantando todavía un interminable senatus consultum ultimum. Lo que digo es que traigamos a casa a Pompeyo Magnus para acabar con lo que el caprino no es capaz ni de empezar: ¡con Catilina!
Y los vítores empezaron a oírse de nuevo hasta que Catón, Termo, Fabricio y Lucio Mario interpusieron el veto.
El presidente del colegio, y por ello convocante de la reunión, Metelo Nepote, decidió que ya se había conseguido bastante. Levantó la sesión muy satisfecho con lo que había logrado y se marchó del brazo de su hermano Celer, agradeciendo alegremente los aplausos de la regocijada plebe.
—¿Qué tal te sentaría a ti quedarte calvo cuando tu cognomen significa cabeza con una estupenda y espesa mata de cabello? —le dijo César al reunirse con ellos.
—Tu tata no debió casarse con una Aurelia Cotta —le dijo Nepote con impertinencia—. Nunca he conocido a un Aurelio Cotta cuya parte superior de la cabeza no pareciera un huevo antes de los cuarenta años.
—¿Sabes, Nepote? Hasta hoy nunca me había dado cuenta de que tuvieras tanto talento para la demagogia. Ahí arriba, en la tribuna, se te veía cierto estilo. Han estado comiendo de tu mano. Y a mí me ha gustado tanto tu actuación que incluso te perdono por meterte con mi pelo.
—Yo me he divertido muchísimo, tengo que confesarlo. Sin embargo, nunca lograré nada con Catón ahí voceando a cada momento que interpone el veto.
—Estoy de acuerdo. Te espera un año completamente frustrante. Pero por lo menos cuando te llegue el momento de presentarte a un cargo más elevado, los electores te recordarán con gran cariño. Incluso puede que yo te de mi voto.
Los hermanos Metelo se dirigían al Palatino, pero fueron paseando la corta distancia que los separaba de la domus publica por la vía Sacra para acompañar a César.
—¿Debo suponer que vas a volver al frente en Etruria? —le preguntó César a Celer.
—Salgo para allá mañana mismo, al romper el día. Me gustaría pensar que tendré ocasión de pelear contra Catilina, pero nuestro comandante en jefe, Híbrido, quiere que yo mantenga una acción de contención en las fronteras de Picenum. Eso está demasiado lejos como para que Catilina avance hasta allí sin tropezarse antes con algún otro. —Celer le apretó a su hermano la muñeca en un gesto cariñoso—. Ese trozo de la niebla matinal sobre el padre Tíber fue maravilloso, Nepote.
—¿Dices en serio lo de hacer volver a Pompeyo a casa? —le preguntó César.
—En cuanto a la parte práctica no tiene demasiado sentido hacerlo —dijo Nepote hablando en serio—, y estoy dispuesto a confesarte que lo he dicho sobre todo para ver cómo reaccionaba el núcleo irreductible de conservadores. No obstante, si él dejase atrás su ejército y volviera solo a casa podría hacer el viaje en un mes o dos, según lo rápida que le llegase la llamada.
—Para dentro de dos meses incluso Híbrido habrá hecho entrar a Catilina en combate —dijo César.
—Tienes razón, desde luego. Pero después de escuchar hoy a Catón, no estoy seguro de querer pasar un año entero en Roma viendo cómo vetan todo lo que propongo. Tú lo has resumido muy bien al decir que tendré una temporada completamente frustrante —Nepote suspiró—. ¡No se puede razonar con Catón! Es imposible convencerlo para que adopte otro punto de vista que no sea el suyo por muy sensato que sea, y nadie es capaz de intimidarle tampoco.
—Dicen que incluso está bien entrenado para el día en que sus colegas tribunos de la plebe se encolericen tanto con él que lo sostengan en el aire sobre el borde del monte Tarpeyo —intervino Celer—. Cuando Catón tenía dos años, Silón, el líder de los marsios, solía sostenerlo en el aire por encima de un montón de rocas afiladas y lo amenazaba con dejarlo caer, pero el pequeño monstruo se limitaba a desafiarlo mientras estaba allí colgado.
—Sí, así es Catón —dijo César sonriendo—. Es una historia cierta, según asegura Servilia. Y ahora, volviendo a tu cargo de tribuno, Nepote. ¿Te interpreto bien? ¿Estás pensando en dimitir? —Más bien en crear un jaleo formidable que obligue al Senado a invocar el senatus consultum ultimum en mi contra.
—Machacando con lo de hacer volver a Pompeyo a casa.
—¡Oh, no creo yo que eso saque de sus casillas al núcleo de carcas de Catulo, César!
—Exacto.
—No obstante —dijo con aire tímido Nepote—, si yo le propusiera a todo el pueblo un proyecto de ley para quitarse de encima a Híbrido por incompetente y que al mismo tiempo sirviera para traer a casa a nuestro Magnus con el mismo imperium y disposiciones que ha tenido en el Este, eso empezaría a hacer temblar los cimientos de esa facción. Y luego, si consiguiera añadir un poco más al proyecto de ley, por ejemplo, que se le permitiera a Magnus conservar su imperium y sus ejércitos en Etruria y presentarse para cónsul el año que viene in absentia, ¿crees que eso bastaría para causar un revuelo de primera magnitud?
César se echó a reír.
—¡Yo diría que toda Italia se cubriría de nubes!
—Tú tienes fama de abogado meticuloso, pontífice máximo. ¿Estarías dispuesto a ayudarme a elaborar los detalles?
—Quizás.
—Pues tengámoslo en mente sólo por si enero va pasando y nos encontramos con que Híbrido sigue sin poder acabar con el asunto de Catilina. ¡Me gustaría finalizar mi etapa de tribuno de la plebe bajo interdicción!
—Apestarás más que el interior del casco de un legionario, Nepote, pero sólo lo notarán las personas como Catulo y Metelo Escipión.
—Ten en cuenta también, César, que tendrá que ser el pueblo en pleno, lo que significa que yo no puedo convocar la asamblea. Necesitaré por lo menos un pretor para que lo haga.
—Me pregunto en qué pretor estará pensando tu hermano —le preguntó César a Celer.
—Ni idea —dijo Celer con solemnidad.
—Y cuando te veas obligado a huir bajo interdicción, Nepote, te irás al Este a reunirte con Pompeyo Magnus.
—Efectivamente —convino Nepote—. Así no tendrán el valor de hacer valer la interdicción cuando yo vuelva a casa con el mismísimo Pompeyo Magnus.
Los hermanos Metelo se despidieron cariñosamente de César y siguieron su camino, mientras éste los seguía fijamente con la mirada. ¡Excelentes aliados! El problema era, pensó dando un suspiro al tiempo que entraba por la puerta principal, que uno nunca sabía cuándo podían cambiar las cosas. Los aliados de este mes podían resultar ser los enemigos del mes siguiente. Nunca se sabía.
Julia estaba tranquila. Cuando César la mandó llamar, se abalanzó hacia él y lo abrazó.
—Tata, lo comprendo todo, incluso el motivo por el que no has podido verme durante cinco días. ¡Qué inteligente eres! Has puesto a Cicerón en su sitio de una vez para siempre.
—¿Tú crees? Me parece que la mayoría de las personas no saben lo suficientemente bien cuál es su sitio como para encontrarlo cuando alguien como yo los pone en él.
—Oh —dijo Julia dubitativa.
—¿Y lo de Servilia?
La muchacha se le sentó en las rodillas y empezó a darle besos en las arrugas blancas en forma de abanico.
—¿Qué hay que decir de eso, tata? Hablando del sitio de cada cual, yo no soy quién para juzgarte a ti, aunque por lo menos sé cuál es mi sitio. Bruto opina igual que yo. Pensamos continuar como si nada hubiera ocurrido. —Julia se encogió de hombros—. En realidad, no ha ocurrido nada.
—¡Qué pajarito tan prudente tengo en mi nido! —César apretó los brazos; la abrazó con tanta fuerza que la muchacha se vio obligada a jadear para poder respirar—. ¡Julia, ningún padre podría haber pedido nunca una hija como tú! ¡Eres una bendición para mí! No te cambiaría ni por Minerva y Venus juntas.
En toda su vida ella no había sido nunca tan feliz como lo era en aquel momento, pero era un pajarito lo bastante prudente como para no llorar. A los hombres les desagradaban las mujeres que lloraban; preferían las mujeres que reían y les hacían reír a ellos. Ser hombre era dificilísimo: toda esa lucha pública, obligados a pelear con uñas y dientes por todo, con enemigos acechando por todas partes. Una mujer que les diera a los hombres de su vida más gozo que angustia nunca carecería de amor, y Julia era consciente de que a ella nunca le faltaría el amor. No en vano era hija de César; había algunas cosas que Aurelia no podía enseñarle, pero Julia las había aprendido por sí misma.
—Entonces, ¿debo entender que nuestro Bruto no me dará un puñetazo en el ojo cuando me vuelva a ver? —preguntó César con la mejilla apoyada en el cabello de su hija.
—¡Claro que no! Si Bruto tuviera peor concepto de ti por ello, también debería tenerlo de su madre.
—Muy cierto.
—¿Has visto a Servilia durante estos últimos cinco días, tata?
—No.
Se hizo un pequeño silencio; Julia se removió e hizo acopio de valor para hablar.
—Junia Tercia es hija tuya.
—Eso creo.
—¡Ojalá yo pudiera conocerla! —No es posible, Julia. Ni siquiera yo la conozco.
—Bruto dice que ha sacado el carácter de su madre.
—Si eso es verdad —dijo César al tiempo que bajaba a Julia de las rodillas y se ponía en pie—, será mejor que no la conozcas.
—¿Cómo puedes estar con alguien que te desagrada?
—¿Con Servilia?
—Sí.
César le dedicó a Julia aquella maravillosa sonrisa suya; los ojos se le arrugaron en los extremos exteriores y borraron aquellos abanicos blancos.
—Si supiera eso, pajarito, sería tan buen padre como buena hija eres tú. ¿Quién sabe? Yo no lo sé. A veces creo que ni los dioses lo comprenden. Puede ser que todos nosotros busquemos alguna clase de realización emocional en otra persona, aunque yo creo que nunca la encontramos. Y nuestros cuerpos tienen exigencias que se contradicen con nuestras mentes, sólo para complicar las cosas. En cuanto a Servilia —César se encogió de hombros con ironía—, ella es mi mal.
Y se fue. Julia se quedó de pie muy quieta durante unos instantes, con el corazón rebosante de felicidad. Aquel día ella había cruzado un puente, el puente que existe entre la niña y la mujer adulta. César le había tendido la mano y la había ayudado a cruzarlo hasta el lado en el que se encontraba él. Le había enseñado a ella lo más profundo de su ser, y de algún modo Julia sabía que su padre no lo había hecho con nadie antes; ni siquiera con la madre de Julia. Cuando por fin se movió, se puso a bailar, y todavía continuaba bailando cuando llegó al vestíbulo que había delante de los aposentos de Aurelia.
—¡Julia! ¡Bailar es una vulgaridad!
Así era avia, pensó Julia. De repente su abuela le inspiró tanta lástima que Julia le rodeó el cuello con ambos brazos y la besó sonoramente en ambas mejillas. Aurelia se puso muy rígida. ¡Pobre avia! ¡Cuánto se había perdido en la vida! No era de extrañar que ella y tata se peleasen con tanta regularidad.
—Sería más conveniente para mí que vinieras tú a mi casa en el futuro —le dijo Servilia a César mientras entraba decidida en las habitaciones que él tenía en el Vicus Patricii inferior.
—¡No es tu casa, Servilia, es la casa de Silano, y ese pobre infeliz tiene ya bastantes problemas encima, de manera que no voy a obligarle a mirar cómo le invado la casa para copular con su esposa! —respondió César con brusquedad—. Me gustó hacerle eso a Catón, pero no estoy dispuesto a hacérselo a Silano. ¡Para ser una gran dama patricia, Servilia, a veces tienes la misma ética que un mocoso callejero de Subura!
—Como gustes —dijo Servilia al tiempo que tomaba asiento.
Para César aquella reacción fue significativa; puede que le desagradase Servilia, pero después de tanto tiempo ahora ya la conocía bien, y el hecho de que ella optase por sentarse completamente vestida en lugar de quedarse de pie para desnudarse le dijo a César que aquella mujer no estaba tan segura del terreno que pisaba como aparentaba, como su actitud sugería. Así que él también se sentó en una silla desde la que podía observarla y en la cual ella podía verlo desde la cabeza hasta los pies. César adoptó una pose grácil y curul, con el pie izquierdo hacia atrás y el derecho extendido, el brazo izquierdo colgando a lo largo del respaldo de la silla, la mano derecha reposando en el regazo, el rostro sereno, pero con el mentón levantado.
—En justicia, debería estrangularte —le dijo César tras una pausa.
—Silano creía que me cortarías en pedazos y me echarías a los lobos.
—¿Ah, sí? Eso es interesante.
—¡Oh, se puso por completo de tu parte! ¡Hay que ver cómo hacéis piña los hombres unos con otros! ¡En realidad incluso tuvo la temeridad de enfadarse conmigo porque, aunque no comprendo bien por qué, la carta que te escribí le obligó a votar favorablemente sobre la ejecución de los conspiradores! ¡Una tontería como no había oído nunca otra!
—Tú te consideras una experta política, querida, pero la verdad es que eres una ignorante. No puedes observar nunca la política senatorial en acción, y hay una inmensa diferencia entre la política senatorial y la política de los comicios. Supongo que los hombres recorren su vida pública conscientes de que antes o después llevarán puestos un par de cuernos, pero ningún hombre espera lucir los cuernos en el Senado durante un debate crucial —le dijo César con dureza—. ¡Pues claro que le obligaste a votar la ejecución! De haber votado conmigo, toda la Cámara habría dado por supuesto que él era mi alcahuete. Silano no es un hombre que goce de buena salud, pero es orgulloso. ¿Por qué crees que guardó silencio cuando le informaste de lo que había entre nosotros? ¿Una nota leída por medio Senado, y precisamente por la mitad más importante? Desde luego se la frotaste por la nariz, ¿no?
—Veo que tú estás tan de su parte como lo está él de la tuya.
César lanzó un explosivo suspiro y volvió los ojos hacia el techo.
—De la única parte de la que yo estoy, Servilia, es de la mía.
—¡Ya lo creo!
Se hizo el silencio; César lo rompió.
—Nuestros hijos nos aventajan en madurez. Se lo han tomado muy bien y con mucha sensatez.
—¿Ah, sí? —comentó Servilia con indiferencia—. ¿No has hablado de ello con Bruto?
—No desde el día en que ocurrió todo y Catón llegó para informar a Bruto de que su madre era una marrana. «Ramera» es la palabra que utilizó, en realidad. —Sonrió pensando en lo ocurrido—. Le hice la cara picadillo, al muy idiota.
—¡Ah, ésa es la respuesta! La próxima vez que vea a Catón debo decirle que le acompaño en el sentimiento. Yo también he probado tus garras.
—Pero sólo en lugares que no se exhiben en público.
—Ya comprendo que debo estar agradecido por esas pequeñas mercedes.
Servilia se inclinó hacia adelante con avidez.
—¿Estaba horrible Catón? ¿Lo he señalado gravemente?
—De una forma espantosa. Parecía que le hubiera atacado una arpía. —César esbozó una sonrisa—. Pensándolo bien, «arpía» es una palabra que te va mejor que «marrana» o «ramera». No obstante, no te felicites a ti misma demasiado. Catón tiene buena piel, así que con el tiempo las marcas desaparecerán.
—A ti tampoco te quedan cicatrices con facilidad.
—Porque Catón y yo tenemos el mismo tipo de piel. La experiencia de la guerra le enseña a un hombre qué es lo que permanecerá y qué es lo que desaparecerá. —Dejó escapar otro suspiro—. ¿Qué voy a hacer contigo, Servilia?
—Quizás hacer esa pregunta sea como ponerte el zapato izquierdo en el pie derecho, César. Puede que la iniciativa me corresponda tomarla a mí, y no a ti.
Aquello provocó que César soltara una risita entre dientes.
—Eso es una tontería —dijo con suavidad.
Servilia se puso pálida.
—Lo que quieres decir es que yo te amo a ti más de lo que tú me amas a mí.
—Yo no te amo en absoluto.
—Entonces, ¿por qué estamos juntos?
—Porque me gustas en la cama, cosa bastante rara en las mujeres de tu clase. Me gusta la combinación. Y tienes más cerebro entre las orejas que la mayor parte de las mujeres, a pesar de que seas una arpía.
—¿Es ahí donde tú crees que está? —le preguntó ella, desesperada por alejar a César de sus fallos.
—¿El qué?
—Nuestro aparato pensante.
—Pregúntaselo a cualquier cirujano del ejército o a cualquier soldado, y te lo dirán. Son las heridas en la cabeza las que dañan nuestro aparato pensante. Cerebrum, el cerebro. Sobre lo que todos los filósofos discuten no es sobre el cerebrum, es sobre el animus. El espíritu animado, el alma. La parte de nosotros que puede concebir ideas no guarda relación con nuestros sentidos, desde la música hasta la geometría. Es la parte que se eleva por encima de todo. Ésa está en un lugar que desconocemos. La cabeza, el pecho, el vientre… —Sonrió—. Incluso podría estar en el dedo gordo de nuestro pie. Lo cual es lógico cuando uno piensa hasta qué punto la gota es capaz de destruir a Hortensio.
—Creo que ya has contestado a mi pregunta. Ahora sé por qué estamos juntos.
—¿Por qué?
—Por eso. Yo soy tu piedra de afilar. Tú afilas en mi tu ingenio, César.
Servilia se levantó del asiento y empezó a quitarse la ropa. De pronto César la deseó con locura, pero no para acunarla entre sus brazos ni tratarla con ternura, uno no domaba a una arpía como aquélla a base de bondad. Una arpía era algo grotesco que uno poseía tendida en el suelo, clavándole los dientes en el cuello y sujetándole las garras detrás de su propia espalda, y luego la poseía una y otra vez.
La brutalidad siempre acababa por dejar suave a Servilia; se volvió blanda y un poco gatuna cuando él la trasladó del suelo a la cama.
—¿Alguna vez has amado a alguna mujer? —le preguntó ella entonces.
—A Cinnilla —repuso César bruscamente; y cerró los ojos, que se le llenaron de lágrimas.
—¿Por qué? —quiso saber la arpía—. No había nada especial en ella, no era ingeniosa ni inteligente. Aunque era patricia.
A modo de respuesta, César se volvió de lado, le dio la espalda y fingió dormitar. ¿Hablar con Servilia de Cinnilla? ¡Nunca!
¿Por qué la amé tanto, si es que era amor lo que yo sentía? Cinnilla fue mía desde el momento en que la cogí de la mano y me la llevé a casa desde la casa de Cayo Mario en los días en que éste se había convertido en una sombra demente de sí mismo. ¿Cuántos años tenía yo, trece? Y ella a lo sumo siete. Era una niñita tan adorable. Tan morena, gordita y dulce… Cómo se le doblaba el labio superior cuando sonreía, y sonreía muy a menudo. Era la dulzura personificada. No tenía una causa propia, a menos que fuera yo la razón de su vida. ¿Acaso la amé tanto porque primero fuimos niños juntos? ¿O fue que al hacerme sacerdote y casarme con una niña a la que él no conocía, el viejo Cayo Mario me hizo un regalo tan precioso que nunca encontraré otro igual?
Se sentó convulsivamente y le dio un azote tan fuerte a Servilia en el trasero que ella llevó la marca el resto del día.
—Ya es hora de que te vayas —le dijo—. ¡Venga, Servilia, vete! ¡Vete ya!
Servilia se marchó sin decir palabra, y se dio mucha prisa en hacerlo, pues algo en el rostro de César la llenó del mismo tipo de terror que ella le inspiraba a Bruto. En cuanto se hubo marchado, César enterró el rostro en la almohada y se echó a llorar como no había llorado desde que muriera Cinnilla.
El Senado no volvió a reunirse más aquel año. No es que fuera un estado de cosas poco habitual, pues no existía un programa formal de reuniones establecido; las convocaba un magistrado, que solía ser el cónsul que tenía las fasces durante el mes en curso. Como era diciembre, se suponía que Antonio Híbrido ocupaba la presidencia, pero Cicerón estaba sustituyéndolo, y Cicerón ya había tenido bastante. Tampoco se había recibido noticia alguna procedente de Etruria que mereciera andar a la caza de los senadores para sacarlos de sus madrigueras. ¡Aquel hatajo de cobardes! Además, el cónsul senior no estaba seguro de qué otra cosa podía hacer César a la más mínima oportunidad que le diera. Cada día que se reunían los Comicios Metelo Nepote insistía en intentar echar a Híbrido, y Catón insistía en vetar a Nepote. Los demás caballeros de las Dieciocho que eran partidarios de Cicerón y de Ático estaban trabajando duro para convencer a la gente de que se pusiera de parte del Senado, pero todavía había muchas expresiones oscuras en los rostros, y miradas aún más oscuras por todas partes.
El único factor con el que Cicerón no había contado era con los hombres jóvenes; privados de su amado padrastro, los Antonios habían reclutado a los miembros del club de Clodio. En circunstancias normales nadie de la posición y de la edad de Cicerón los habría tenido en cuenta, pero la conspiración de Catilina y el resultado de la misma los había empujado a salir de las sombras a que su juventud los limitaba. ¡Y qué enorme influencia tenían! Oh, no entre los de la primera clase, por supuesto, pero ciertamente sí en todos los niveles inferiores.
El joven Curión era un caso que había que tener en cuenta. Exaltado al máximo, incluso había sido encerrado en su habitación por el anciano Curión, que se volvía loco por tener que vérselas con las consecuencias de la afición a la bebida del joven Curión, de su vicio por el juego y de sus proezas sexuales. Aquello no había servido de nada. Marco Antonio lo había liberado y a los dos se les había visto en una taberna de mala muerte perdiendo dinero a los dados, bebiendo y besándose apasionadamente. Ahora el joven Curión tenía una causa por la que luchar, y de repente había manifestado una parte de su carácter que no tenía nada que ver con el vicio ocioso. El joven Curión era mucho más inteligente que su padre, y también un brillante orador. Cada día estaba en el Foro causando revuelo. Luego estaba Décimo Junio Bruto Albino, hijo y heredero de una familia dispuesta por tradición a oponerse a toda causa popularista; Décimo Bruto Galaico había sido uno de los más inflexibles enemigos de los hermanos Graco, aliados con la rama no perteneciente a los Gracos del clan Sempronio, de cognomen Tuditano. La amicitia persistía de una generación a la siguiente, lo cual significaba que el joven Décimo Bruto debería haber estado apoyando a hombres como Catulo, no a agitadores destructivos como Cayo César. En cambio, allí estaba Décimo Bruto en el Foro animando a Metelo Nepote, vitoreando a César cuando aparecía por allí y mostrándose absolutamente encantador con toda clase de personas, desde esclavos manumitidos hasta la cuarta clase. Otro joven inteligente y capaz en extremo que aparentemente era un caso perdido según los principios que ostentaban los boni… ¡y que iba en malas compañías!
Y en cuanto a Publio Clodio… bueno… desde el juicio de las vestales, hacía ya diez años cumplidos, todo el mundo sabía que Clodio era el enemigo más ruidoso de Catilina. Pero allí estaba, sin embargo, en compañía de hordas y más hordas de clientes —¿cómo era que había llegado a tener más clientes que su hermano mayor, Apio Claudio?—, ¡causándoles problemas a los enemigos de Catilina! ¡Y solía acompañar del brazo a su despreciable esposa, lo cual en sí mismo era una afrenta colosal! Las mujeres no frecuentaban el Foro; las mujeres no escuchaban las reuniones de los Comicios desde un lugar prominente; las mujeres no levantaban la voz para dar ánimo a gritos e insultar soezmente. Y Fulvia hacía todo eso; y a la muchedumbre parecía que le encantaba, aunque sólo fuera porque ella era nieta de Cayo Graco, quien no había dejado descendientes varones.
Hasta la ejecución de su padrastro nadie se había tomado en serio a los Antonios. ¿O era que los hombres no miraban más que los escándalos que dejaban a su paso? Ninguno de los tres poseía la habilidad ni la brillantez del joven Curión, de Décimo Bruto o de un Clodio, pero tenían algo en su estilo que a la multitud le resultaba muy atractivo, la misma fascinación que ejercían los gladiadores sobresalientes o los conductores de carros: pura fuerza física, un dominio que surgía de la fuerza bruta. Marco Antonio tenía la costumbre de aparecer ataviado sólo con una túnica, prenda esta que permitía que la gente le viera las enormes pantorrillas y los enormes bíceps, la anchura de los hombros, el vientre plano, la bóveda del pecho, los antebrazos como de roble; además se ponía la túnica muy ajustada por delante, de manera que exhibía la silueta del pene tan claramente que el mundo entero sabía que no estaban mirando un relleno. Las mujeres suspiraban y se desmayaban; los hombres tragaban saliva con tristeza y deseaban estar muertos. Era muy feo de cara, con una nariz corva que se esforzaba por ir al encuentro de un agresivo y enorme mentón cruzando por encima de la boca pequeña, pero de labios gruesos; tenía los ojos demasiado juntos y las mejillas carnosas. Pero el cabello de color castaño rojizo era espeso, crespo y rizado, y las mujeres bromeaban con que era enormemente divertido buscarle la boca para besarle sin quedar aprisionadas entre la nariz y el mentón. En resumen, Marco Antonio —y sus hermanos, aunque en menor medida— no necesitaba ser un gran orador ni un astuto abogado de los tribunales; simplemente andaba por ahí como el terrible y pavoroso monstruo que era.
Por todos estos motivos Cicerón había optado por no reunir al Senado durante el resto de su año como cónsul… si es que el propio César no hubiera sido causa suficiente como para que Cicerón intentara pasar inadvertido.
Sin embargo, el último día de diciembre a la hora en que el sol estaba próximo a ocultarse, el cónsul senior fue a encontrarse con el pueblo en la Asamblea Popular y a entregar su insignia del cargo. Había trabajado larga y duramente en su despedida con intención de dejar la etapa consular con un discurso como nunca Roma hubiera oído otro igual. Su honor y su propia estima así lo exigían. Aunque Antonio Híbrido hubiera estado en Roma, no habría significado competencia alguna para Cicerón, pero tal como estaban las cosas, con Híbrido ausente, Cicerón tenía todo el escenario para él solo. ¡Qué bonito!
—Quirites —empezó a decir con su voz meliflua—, éste ha sido un año trascendental para Roma…
—¡Veto, veto! —dijo a voces Metelo Nepote desde el Foso de los Comicios—. ¡Veto cualquier discurso, Cicerón! A ningún hombre que haya ejecutado a ciudadanos romanos sin un juicio se le puede conceder la oportunidad de justificar lo que hizo. ¡Cierra la boca, Cicerón! ¡Presta juramento y bájate de la tribuna!
Durante unos prolongados instantes se hizo el silencio más absoluto. Desde luego, el cónsul senior se esperaba que la concurrencia fuera lo suficientemente numerosa como para ordenar trasladar el lugar de la reunión desde el Foso de los Comicios a la tribuna del templo de Cástor, pero no fue así. Ático había trabajado para conseguir ciertos resultados; todos aquellos caballeros que apoyaban a Cicerón se hallaban presentes y parecían superar en número a la oposición. Pero que Metelo Nepote fuese a vetar algo tan tradicional como el derecho a hablar del cónsul saliente, ni siquiera se le había pasado por la cabeza a Cicerón. Y no había nada que hacer al respecto, fuera cual fuese el número de asistentes. Por segunda vez en un breve período de tiempo, Cicerón deseó con todo su corazón que la ley de Sila que prohibía el veto de los tribunos siguiera en vigor. Pero no era así. ¿Cómo, pues, podía él decir algo? ¿Algo? ¡Nada! Al final empezó a pronunciar el juramento de acuerdo con la antigua fórmula, y luego, al concluir, añadió:
—¡También juro que por mis propios esfuerzos yo solo he salvado a mi patria; que yo, Marco Tulio Cicerón, cónsul del Senado y del pueblo de Roma, he asegurado el mantenimiento del gobierno legal y he preservado a Roma de sus enemigos!
Tras lo cual Ático empezó a vitorear, y sus seguidores se le unieron a voz en grito. Y los jóvenes no estaban presentes para ladrar y abuchear; era el día de nochevieja, y por lo visto tenían mejores cosas que hacer que mirar cómo Cicerón dejaba el cargo. En cierto modo una victoria, pensó Marco Tulio Cicerón mientras descendía por los escalones de la tribuna y le tendía los brazos a Ático. A continuación alguien le puso una corona de laurel en la cabeza, y la multitud lo fue aclamando todo el camino por la escalera de los Fabricantes de Anillos. Lástima que César no estuviera allí para presenciarlo. Pero, igual que todos los magistrados entrantes, César no podía asistir. El día siguiente era su día, cuando a él y a los nuevos magistrados se les tomaría juramento en el templo de Júpiter Optimo Máximo y empezaría lo que —en el caso de César, de todos modos— Cicerón se temía que sería un año de calamidades para los boni.
La mañana siguiente confirmó aquel presentimiento. No bien hubo concluido la ceremonia formal del juramento y se hubo ajustado al calendario, cuando el nuevo praetor urbanus, Cayo Julio César, abandonó aquella primera reunión del Senado para marcharse apresuradamente al Foso de los Comicios y convocar a la Asamblea Popular a sesión. Resultaba obvio que aquello había sido organizado de antemano; sólo aquellos hombres de tendencias popularistas estaban esperándole, desde los más jóvenes hasta sus partidarios senatoriales, así como el inevitable enjambre de hombres poco mejores que el proletariado, reliquia de todos aquellos años que César había vivido en Subura: judíos, con sus solideos puestos, que poseían la ciudadanía romana, los cuales, en connivencia de César, habían logrado entrar en las listas de alguna tribu rural; esclavos manumitidos, una multitud de pequeños comerciantes y negociantes, también insertados en tribus rurales, y en los extremos las esposas, las hermanas, las hijas y las tías.
La voz por naturaleza profunda se desvaneció; César adoptó aquel claro y agudo tono de tenor que se hacía oír tan bien a medida que la muchedumbre aumentaba.
—¡Pueblo de Roma, os he convocado hoy aquí para que seáis testigos de mi protesta contra un insulto conferido a Roma de tal magnitud que los dioses están llorando! Hace más de veinte años el templo de Júpiter Óptimo Máximo quedó destruido en un incendio. En mi juventud fui flamen Dialis, el sacerdote especial de Júpiter Óptimo Máximo, y ahora, en mi madurez, soy pontífice máximo, dedicado una vez más al servicio del Gran Dios. Hoy he tenido que jurar mi cargo dentro de las nuevas instalaciones que Lucio Cornelio Sila Félix le encargó construir a Quinto Lutacio Catulo hace dieciocho años. ¡Y, pueblo de Roma, me ha dado vergüenza! Me he humillado delante del Gran Dios, he llorado bajo el amparo de mi toga praetexta, no he podido mirar al rostro de la exquisita nueva estatua del Gran Dios, encargada y pagada por mi tío Lucio Aurelio Cotta y su colega en el consulado, Lucio Manlio Torcuato. ¡Sí, hasta hace escasos días el templo de Júpiter Optimo Máximo incluso carecía de la efigie del Gran Dios!
Nunca insignificante, ni siquiera en medio de la más impresionante y apretada congregación de personas, ahora que César era pretor urbano parecía incluso haber crecido, tanto en estatura como en magnificencia; la pura fuerza que había dentro de él se derramaba al exterior y se apoderaba de todo el que lo escuchaba, lo dominaba, lo embelesaba.
—¿Cómo puede ser? —le preguntó a la multitud—. ¿Por qué está tan descuidado el espíritu que guía a Roma? ¿Por qué es tan insultado, tan denigrado? ¿Por qué las paredes del templo están desprovistas del mejor arte que nuestro tiempo pueda ofrecer? ¿Por qué no hay esplendorosos regalos de reyes y príncipes extranjeros? ¿Por qué Minerva y Juno existen como aire, como numiria, como nada? ¡No hay una estatua de ninguna de las dos, ni siquiera de arcilla barata cocida! ¿Dónde están los adornos de oro? ¿Dónde están los carros dorados? ¿Dónde están las gloriosas molduras, los suelos fabulosos? —Hizo una pausa, tomó aliento y adoptó una expresión de trueno—. ¡Yo puedo decíroslo, quirites! ¡El dinero destinado a todas esas cosas se encuentra en la bolsa de Catulo! ¡Todos los millones de sestercios que el Tesoro de Roma le ha proporcionado a Quinto Lutacio Catulo nunca han salido de su cuenta bancaria personal! ¡Yo he estado en el Tesoro, he pedido los expedientes y no hay ninguno! ¡Es decir, ninguno que describa el destino de las muchas cantidades pagadas a Catulo al cabo de los años! ¡Sacrilegio! ¡A eso es a lo que se remonta todo! ¡El hombre a quien se le confió la recreación de la casa de Júpiter Optimo Máximo con mayor belleza y gloria de la que nunca antes tuviera se ha escabullido con los fondos!
La diatriba continuó mientras la audiencia se mostraba cada vez más indignada; lo que César decía era cierto. ¿No lo habían visto todos por sí mismos?
Quinto Lutacio Catulo, Catón, Bíbulo y el resto de los boni llegaron corriendo del Capitolio.
—¡Ahí lo tenéis! —dijo César apuntándolo—. ¡Miradlo! ¡Oh, qué descaro! ¡Qué temeridad la de este hombre! Sin embargo, quirites, tenéis que concederle que tiene valor, ¿no? ¡Mirad cómo corre ese estafador descarado! ¿Cómo puede moverse tan de prisa con todo el peso del dinero del Estado tirando de él hacia abajo? ¡Quinto Lutacio Peculato el malversador! ¡Malversador!
—¿Qué significa todo esto, praetor urbanus? —exigió Catulo, sin aliento—. ¡Hoy es feriae, no puedes convocar una asamblea!
—¡Como pontífice máximo gozo de plena libertad para reunir al pueblo y tratar de un tema religioso a cualquier hora de cualquier día! Y éste, desde luego, es un tema religioso. Estoy explicándole al pueblo por qué Júpiter Óptimo Máximo carece de un hogar adecuado, Catulo.
Catulo había oído con claridad aquel despreciativo «¡malversador!», y no necesitaba más información para llegar a las conclusiones correctas.
—¡César, te haré pagar con el pellejo por esto! —gritó al tiempo que movía un puño en el aire.
—¡Oh! —César ahogó un grito y se encogió hacia atrás lleno de burlona alarma—. ¿Le oís, quirites? ¡Lo pongo en evidencia como un sacrílego devorador de los fondos públicos de Roma, y él amenaza con despellejarme! Venga, Catulo, ¿por qué no admites lo que toda Roma sabe ya que es una realidad? La prueba está ahí, a la vista de todos: ¡una prueba mucho mayor de la que presentaste tú cuando me acusaste de traición en la Cámara! ¡Lo único que cualquier hombre tiene que hacer es mirar las paredes, los suelos, los plintos vacíos y la ausencia de dones para ver qué humillación has infligido a Júpiter Óptimo Máximo!
Catulo se quedó de pie sin saber qué decir, porque en verdad no tenía idea de cómo expresar en aquella enojada reunión pública cuál era su posición. ¡La posición en la cual lo había puesto Sila! La gente no tenía un concepto real del horroroso gasto que implicaba la construcción de un edificio tan enorme y eterno como el templo de Júpiter Óptimo Máximo. Cualquier cosa que intentase decir en su propia defensa daría la impresión de ser un tejido de débiles e irrisorias mentiras.
—Pueblo de Roma —continuó diciendo César a las enojadas caras de la multitud—, hago una moción para que tomemos en contio la consideración de dos leyes, una para acusar a Quinto Lutacio Catulo por la malversación de los fondos del Estado, ¡y otra para juzgarle por sacrilegio!
—¡Y yo veto cualquier debate sobre cualquiera de esos dos temas! —rugió Catón.
Ante lo cual César se encogió de hombros, extendió las manos en un gesto con el que claramente se preguntaba qué podía hacer cualquier hombre una vez que Catón comenzaba a interponer el veto, y gritó con voz muy fuerte:
—¡Levanto la sesión! Id a casa, quirites, y ofreced sacrificios al Gran Dios. ¡Rogad porque permita que Roma continúe en pie mientras haya hombres que roban los fondos públicos e incumplen los contratos sagrados!
Bajó alegremente de la tribuna, les dedicó una feliz sonrisa a los boni y se alejó vía Sacra arriba rodeado de cientos de personas indignadas, que a todas luces irían rogándole que no diera todavía por cerrado el asunto, que siguiera adelante con él y procesase a Catulo.
Bíbulo se percató de que Catulo respiraba entrecortadamente, en medio de grandes jadeos, y se acercó para sujetarlo.
—¡De prisa! —les dijo bruscamente a Catón y a Ahenobarbo al tiempo que se quitaba la toga.
Los tres hombres hicieron unas parihuelas con la toga, obligaron a Catulo, a pesar de sus protestas, a tumbarse encima y, con Metelo Escipión sujetando la cuarta esquina, llevaron a Catulo a su casa. Tenía la cara más gris que azul, y aquello quizás fuera una buena señal, pero sintieron alivio cuando llegaron a casa del líder de los boni y lo metieron en su cama, mientras su mujer, Hortensia, revoloteaba por allí distraídamente. Se pondría bien… por esta vez.
—Pero ¿cuánto podrá aguantar el pobre Catulo? —preguntó Bíbulo cuando salían al Clivus Victoriae.
—¡Sea como sea tenemos que hacer callar a ese irrumator de César de una vez para siempre! —masculló Ahenobarbo entre dientes—. ¡Si no hay otra manera, que sea con el asesinato!
—¿No querrás decir fellator? —le preguntó Cayo Pisón, tan asustado por la expresión del rostro de Ahenobarbo que buscaba algo que aligerase el ambiente. Como normalmente no era hombre prudente, ahora presentía el desastre, y tenía una idea para su propio destino.
—¿César haciendo el papel del que da? —preguntó Bíbulo con desprecio—. ¡No, ni hablar, él no! ¡Los reyes no coronados no dan, toman!
—Y aquí estamos otra vez —intervino suspirando Metelo Escipión—. Paremos a César en esto, paremos a César en aquello. Pero nunca lo hacemos.
—Podemos y lo haremos —dijo el diminuto y plateado Bíbulo—. Un pajarito me ha dicho que muy pronto Metelo Nepote va a proponer que hagamos volver a Pompeyo del Este para que se encargue de Catilina… y que debería concedérsele para ello imperium maius. ¡Imaginaos eso! ¡Un general dentro de Italia en posesión de un grado de imperium nunca antes concedido a nadie excepto a un dictador!
—¿De qué nos sirve eso en lo que se refiere a César? —preguntó Metelo Escipión.
—Nepote no puede presentar un proyecto de ley así ante la plebe, tendrá que ir ante el pueblo. ¿Creéis por un momento que Silano o Murena consentirían en convocar una reunión destinada a concederle a Pompeyo un imperium maius? No, la convocará César.
—¿Y qué?
—Pues que entonces nosotros nos aseguraremos de que la reunión sea violenta. Luego, como César será responsable ante la ley por esa violencia, le acusaremos bajo la lex Plautia de vi. ¡Por si se te ha olvidado, Escipión, yo soy el pretor al cargo del Tribunal de Violencia! Y no sólo estoy dispuesto a pervertir la justicia con tal de hacer caer a César, sino que incluso iría a ver a Cancerbero y le daría una palmadita en cada una de sus cabezas.
—¡Bíbulo, ésa es una brillante idea! —dijo Cayo Pisón.
—Y por una vez no habrá protestas por mi parte de que no se ha hecho justicia —apuntó Catón—. ¡Si a César se le declara culpable, se habrá hecho justicia!
—Catulo se está muriendo —dijo Cicerón bruscamente.
Se había quedado cerca, alrededor del grupo, consciente de que ninguno de ellos lo consideraba lo suficientemente importante como para incluirlo en sus maquinaciones. Él, el huésped procedente de Arpinum. El salvador de la patria, pero un hombre del que se habían olvidado al día siguiente de haber dejado el cargo.
El resto del grupo lo miró sobresaltado.
—¡Tonterías! —ladró Catón—. Se pondrá bien.
—Yo diría que sí, esta vez. Pero se está muriendo —mantuvo Cicerón obstinadamente—. No hace mucho me dijo que César le estaba desgastando el hilo de la vida como la cuerda tosca desgasta un hilo de gasa.
—¡Entonces tenemos que librarnos de César! —gritó Ahenobarbo—. Cuanto más alto sube, más insoportable resulta.
—Cuanto más alto suba, más grande será la caída —dijo Catón—. Porque mientras él y yo vivamos, estaré empujando mi palanca para provocar esa caída, y así lo juro solemnemente por todos nuestros dioses.
Ignorante de toda aquella mala voluntad que los boni dirigían contra su persona, César se fue a casa, donde se celebraba una cena. Licinia había renunciado a sus votos, por lo que Fabia era ahora la vestal jefe. El relevo había sido señalado con ceremonias y un banquete oficial para todos los colegios sacerdotales, pero aquel día de año nuevo el pontífice máximo celebraba una cena mucho más pequeña: sólo las cinco vestales; y Aurelia, Julia y Terencia, la hermanastra de Fabia y esposa de Cicerón. A éste también se le había invitado, pero había declinado la invitación. Pompeya Sila también había rehusado asistir; como Cicerón, alegó un compromiso previo. El club de Clodio estaba de fiesta. Sin embargo, César tenía una buena razón para saber que ella no podría poner en peligro su buen nombre. Polixena y Cardixa estaban más pegadas a ella que los erizos a un buey…
Mi pequeño harén, pensó César algo divertido, aunque se le acobardó la mente al posar los ojos en la taciturna y lúgubre Terencia. ¡Resultaba imposible imaginarse a Terencia en aquel contexto, fuera una extravagancia o no!
Había transcurrido tiempo suficiente para que las vestales hubieran perdido la timidez. Eso era especialmente cierto en las dos niñas, Quintilia y Junia, quienes evidentemente lo veneraban. Él les tomaba el pelo, reía y bromeaba con ellas, nunca les mostraba toda su dignidad y parecía comprender todo lo que a ellas se les pasaba por la cabeza. Incluso las dos vestales más austeras, Popilia y Arruntia, tenían ahora un buen motivo para saber que, con Cayo César en la otra mitad de la domas publica, no habría pleitos que las acusasen de impureza.
Era asombroso, pensó Terencia mientras la comida transcurría alegremente, que un hombre con la reputación de mariposón que tenía César pudiera manejar con tanta destreza a aquel grupo de mujeres vulnerables en extremo. Por una parte se mostraba accesible, incluso afectuoso; por otra parte, no les daba absolutamente ninguna esperanza. Sin duda todas pasarían el resto de sus vidas enamoradas de él, pero no en un sentido torturado. César no les daba ninguna esperanza en absoluto. Y era interesante que ni siquiera Bíbulo hubiera sacado a la luz algún bulo sobre César y su racimo de mujeres vestales. Nunca, en más de un siglo, había habido un pontífice máximo tan puntilloso, tan dedicado a su trabajo; había gozado de la posición de pontífice máximo menos de un año hasta el momento, pero su reputación era ya irreprochable. Incluida su reputación en lo concerniente a la posesión más preciada de Roma, sus vírgenes consagradas.
Naturalmente la principal lealtad de Terencia era hacia Cicerón, y nadie había sufrido más por él durante todo el asunto referente a Catilina que ella, su esposa. Desde la noche del cinco de diciembre se despertaba para oír cómo su marido murmuraba víctima de las pesadillas, le había oído repetir el nombre de César una y otra vez, y nunca sin ira o dolor. Era César y no otro el que le había echado a perder el triunfo a Cicerón; era César el que había atizado el rescoldo del rencor del pueblo. Metelo Nepote era un mosquito que había criado colmillos por culpa de César. Y, sin embargo, su hermana Fabia le hablaba bien de César, y Terencia era una mujer lo bastante objetiva como para apreciar que la versión de Fabia le hacía realmente justicia a César, era auténtica. Cicerón era un hombre mucho más agradable, un hombre mucho más digno. Ardiente y sincero, ponía entusiasmo y energía sin límites en todo lo que hacía, y nadie podía poner en duda su honradez. Sin embargo, decidió Terencia al tiempo que dejaba escapar un suspiro, ni siquiera una mente tan enorme como la de Cicerón podía aventajar a una mente como la de César. ¿Por qué sería que estas familias increíblemente antiguas podían todavía producir hombres de la talla de Sila o de César? Tendrían que haberse extinguido hacía siglos.
Terencia salió de su ensimismamiento cuando César ordenó a las dos niñas que se fueran a acostar.
—Hay que levantarse con los gorriones por la mañana, se acabó la fiesta. —Le hizo una indicación con la cabeza a Eutico, que revoloteaba por allí—. Ocúpate de que las señoritas lleguen sanas y salvas, y asegúrate de que las criadas estén despiertas para encargarse de ellas a la puerta del Atrium Vestae.
Y se fueron, la ágil Junia varios pies por delante de Quintilia, que caminaba como un ánade. Aurelia las contempló mientras se marchaban y suspiró mentalmente. ¡A aquella niña deberían ponerla a dieta! Pero cuando ella se había decidido a dar instrucciones a ese respecto unos meses antes, César se había enfadado y lo había prohibido.
—Déjala estar, mater. Si la pobre cachorrita es feliz comiendo, pues que coma. ¡Porque es feliz! No hay maridos esperándola entre bastidores, y a mí me haría feliz que a Quintilia continuase gustándole ser una vestal.
—¡Se morirá por comer en exceso!
—Pues que así sea. Sólo daré mi aprobación cuando la propia Quintilia elija morirse de hambre.
¿Qué podía una hacer con un hombre así? Aurelia había apretado los dientes y había desistido.
—Sin duda vas a escoger a Minucia entre las candidatas para ocupar el lugar de Licinia —dijo ahora con un matiz de acidez en la voz.
César alzó las rubias cejas.
—¿Qué te hace llegar a esa conclusión?
—Pareces tener debilidad por las niñas gordas.
Lo cual no surtió el efecto deseado; César se echó a reír.
—Tengo debilidad por las niñas, mater. Altas, bajas, delgadas, gordas… eso poco me importa. Sin embargo, ya que has sacado el tema, me complace decir que la crisis vestal ha terminado. De momento he tenido cinco ofertas de niñas muy apropiadas, todas ellas de buena cuna y todas provistas de excelentes dotes.
—¿Cinco? —Aurelia parpadeó—. Yo creía que eran tres.
—¿Se nos permite conocer sus nombres? —preguntó Fabia.
—No veo por qué no. La elección me corresponde a mí, pero yo no me muevo en un mundo femenino, y no pretendo ciertamente conocer todo acerca de las situaciones domésticas dentro de las familias. Dos de ellas, no obstante, no importan, no las estoy considerando en serio. Y una de ellas resulta que casualmente es Minucia —dijo César mirando a su madre con malicia.
—Entonces, ¿quiénes son las que estás considerando?
—A una Octavia de la rama que usa Cneo como praenomen.
—Esa será la nieta del cónsul que murió en la fortaleza del Janiculum cuando Mario y Cinna asediaron Roma.
—Sí. ¿Tiene alguien alguna información que ofrecerme?
Nadie lo hizo. César pronunció entonces el segundo nombre, una Postumia.
Aurelia frunció el entrecejo; lo mismo hicieron Fabia y Terencia.
—¡Ah! ¿Qué tiene de malo Postumia?
—Es una familia patricia —dijo Terencia—, pero… ¿estoy en lo cierto al suponer que la niña es de la rama de Albino, el último cónsul de la familia hace más de cuarenta años?
—Sí.
—¿Y ha cumplido los ocho años?
—Sí.
—Pues no la aceptes. Es una familia muy adicta al jarro de vino, y a todos los niños, ¡que son muchísimos, no comprendo en qué estaría pensando la madre!, les permiten dar lametazos de vino sin agua desde que los destetan. Esta niña ya ha bebido hasta quedarse sin sentido en varias ocasiones.
—¡Oh, dioses!
—Entonces, ¿quién queda, tata? —preguntó Julia sonriendo.
—Cornelia Merula, la bisnieta del flamen Dialis Lucio Cornelio Merula —dijo César solemnemente.
Todos los ojos lo miraron acusadoramente, pero fue Julia quien respondió.
—¡Nos has estado tomando el pelo! —dijo con una risita—. ¡Ya me parecía a mí!
—¿Ah, sí? —preguntó César contrayendo los labios.
—¿Para qué ibas a seguir buscando, tata?
—¡Excelente, excelente! —dijo Aurelia radiante—. La bisabuela todavía gobierna esa familia, y todas las generaciones han sido educadas de una forma muy religiosa. Cornelia Merula vendrá de buen grado, y será una honra para el colegio.
—Eso creo yo, mater —dijo César.
Tras lo cual Julia se levantó.
—Agradezco tu hospitalidad, pontífice máximo —dijo con aire serio—, pero solicito tu permiso para marcharme.
—¿Va a venir Bruto?
La muchacha se ruborizó.
—¡A estas horas no, tata!
—Julia cumplirá catorce años dentro de cinco días —comentó Aurelia cuando ella se hubo marchado.
—Perlas —respondió prontamente César—. A los catorce puede llevar perlas, mater, ¿no es así?
—Siempre que sean pequeñas. César pareció irónico.
—Perlas pequeñas es lo único que puedo comprarle. —Suspiró y se puso en pie—. Señoras, os doy las gracias por vuestra compañía. No hay necesidad de que os vayáis, pero yo debo marcharme ya. Tengo trabajo.
—¡Bien! ¡Una Cornelia Merula para el colegio! —estaba diciendo Terencia cuando César cerró la puerta.
Fuera, en el pasillo, César se apoyó en la pared y durante unos momentos se estuvo riendo en silencio. ¡En qué mundo tan pequeño vivían ellas! ¿Sería eso bueno o malo? Por lo menos eran un grupo agradable, aunque mater se estuviera volviendo un poco maniática con la edad; Terencia siempre lo había sido. ¡Pero, gracias a los dioses, él no tenía que hacer aquello a menudo! Era muchísimo más divertido idear la jugada para hacer que desterrasen a Metelo Nepote que estar hablando de aquellas trivialidades con mujeres.
Pero cuando César convocó la Asamblea Popular por la mañana temprano del cuarto día de enero, no tenía ni idea de que Bíbulo y Catón tuvieran intención de servirse de la reunión para causar una caída en desgracia mucho peor que la de Metelo Nepote: la del propio César.
Cuando sus lictores y él llegaron al Foro inferior muy temprano, era evidente que el Foso de los Comicios no sería suficiente para acomodar a toda la multitud; César se volvió inmediatamente en dirección al templo de Cástor y Pólux y dio órdenes al pequeño grupo de esclavos públicos que esperaban allí cerca por si se les necesitaba.
Muchos consideraban que el de Cástor era el templo más imponente del Foro, pues había sido reconstruido hacía menos de sesenta años por Metelo Dalmático, el pontífice máximo, y lo habían construido en un estilo realmente grandioso. Por dentro era lo suficientemente grande como para que el Senado completo celebrase las reuniones cómodamente, el suelo de su única cámara se alzaba veinticinco pies sobre el nivel del terreno, y dentro de su podio había un laberinto de salas. Un tribunal de piedra se había alzado en otro tiempo delante del templo original, pero cuando Metelo Dalmático lo echó abajo y empezó de nuevo, incorporó dicha estructura al conjunto, creando así una plataforma casi tan grande como la tribuna de los Comicios a unos diez pies sobre el suelo. En lugar de llevar el maravilloso tramo de escalones de mármol, de poca altura, todo el trayecto desde la entrada del templo hasta el nivel del Foro, había detenido los escalones en la plataforma. El acceso desde el Foro hasta la plataforma se hacía por medio de dos estrechos grupos de escalones, uno a cada lado. Esto permitía que la plataforma sirviera de tribuna, y que el templo de Cástor se pudiera utilizar como lugar de votaciones; el pueblo o la plebe reunidos en asamblea se ponían de pie debajo, en el foso, y miraban hacia arriba.
El templo en sí estaba rodeado por completo de columnas de piedra en forma de flauta pintadas de rojo, cada una de ellas rematada por un capitel jónico pintado en distintos tonos de azul intenso con bordes dorados en las volutas. Y Metelo Dalmático no había encerrado la cámara poniendo muros entre las columnas, sino que se podía mirar a través del templo de Cástor al otro lado; el templo se alzaba ventilado y libre como los dos jóvenes dioses a quienes estaba dedicado.
Mientras César se quedaba de pie contemplando cómo los esclavos públicos depositaban el enorme y pesado banco tribunicio sobre la plataforma, alguien le tocó en el brazo.
—A buen entendedor… —dijo Publio Clodio, cuyos oscuros ojos estaban muy brillantes—. Va a haber follón.
Los ojos del propio César ya habían advertido el hecho de que había muchas personas entre la multitud cuyas caras no eran conocidas salvo en un aspecto: pertenecían a la multitud de matones de Roma, a aquellos ex gladiadores que, después de quedar libres, venían a la deriva desde lugares como Capua para buscar empleo sórdido en Roma como gorilas, alguaciles o guardaespaldas.
—No son mis hombres —dijo Clodio.
—¿De quién son, entonces?
—No estoy seguro, porque son demasiado reservados para decirlo. Pero todos tienen bultos sospechosos debajo de la toga: lo más probable es que lleven porras. Yo que tú, César, haría que alguien llamase a la milicia a toda prisa. No celebres la reunión hasta que haya protección.
—Muchas gracias, Publio Clodio —le dijo César; y se dio media vuelta para hablar con el jefe de sus lictores.
No mucho tiempo después aparecieron los nuevos cónsules. Los lictores de Silano llevaban las fasces, mientras que la docena de lictores de Murena caminaban con el hombro izquierdo libre de toda carga. Ninguno de los dos hombres estaba contento, porque aquella reunión, la segunda del año, era también la segunda que convocaba un mero pretor; César se había adelantado a los cónsules, lo que se consideraba un gran insulto, y Silano no había tenido ocasión todavía de dirigirse al pueblo en su contio laudatorio. ¡Incluso a Cicerón le había ido mejor! Así pues, ambos se pusieron a esperar con el rostro pétreo lo más lejos de César que les fue posible, mientras sus sirvientes colocaban las esbeltas sillas de marfil a un lado del centro de la plataforma, ocupado por la silla curul perteneciente a César y —¡siniestra presencia!— el banco tribunicio.
Uno a uno fueron desfilando los demás magistrados, y todos ellos hallaron un lugar donde sentarse. Cuando llegó Metelo Nepote se encaramó en el mismísimo extremo del banco tribunicio, junto al sillón de César; le guiñó un ojo a éste y blandió en el aire un rollo que contenía su proyecto de ley para hacer que Pompeyo volviera a casa. Mirando a todas partes, el pretor urbano le contó lo de los grupos que formaban coágulos entre la multitud, ahora de tres o cuatro mil personas. Aunque la zona delantera estaba reservada para los senadores, los que quedaban justo detrás y a ambos lados eran ex gladiadores. En otros lugares había grupos que César creía que pertenecían a Clodio, incluidos los tres Antonios y el resto de jóvenes balas perdidas que pertenecían al club de Clodio. También se encontraba allí Fulvia.
El jefe de los lictores se aproximó y se inclinó junto a la silla de César.
—La milicia está empezando a llegar, César. Los he colocado detrás del templo, como has ordenado.
—Bien. Usa tu propia iniciativa. No esperes mis órdenes.
—¡No pasa nada, César! —dijo alegremente Metelo Nepote—. Ya me habían dicho que la multitud estaba llena de caras toscas y desconocidas, así que he puesto ahí fuera unas cuantas caras toscas de mi propiedad.
—No creo, Nepote, que ésa sea una idea muy inteligente —dijo César soltando un suspiro—. Lo último que quiero es otra guerra en el Foro.
—¿No va siendo ya hora? —le dijo Nepote sin dejarse impresionar—. No hemos tenido una buena reyerta desde antes de que yo dejara los pañales.
—Estás totalmente decidido a salir de tu cargo en medio de un buen alboroto.
—¡Y que lo digas! ¡Aunque me gustaría apalear a Catón antes de marcharme!
Los últimos en llegar, Catón y Termo, subieron los escalones del lado en el que Pólux estaba sentado sobre un caballo de mármol pintado, avanzaron entre los pretores dirigiéndole una sonrisa a Bíbulo y llegaron al banco. Antes de que Metelo Nepote supiera qué ocurría, los dos recién llegados lo habían levantado cada uno por debajo de un codo y lo habían depositado en medio del banco. Luego se sentaron ellos entre Nepote y César, Catón al lado de César y Termo al lado de Nepote. Cuando Bestia intentó sentarse al otro lado de Nepote, Lucio Mario se interpuso entre ellos. Así que Metelo Nepote quedó sentado en medio de sus enemigos, igual que César cuando Bíbulo de pronto trasladó su silla de marfil desde donde se encontraba el sobresaltado Filipo hasta el lado de César.
La alarma iba cundiendo; los dos cónsules parecían estar incómodos, y los pretores que no estaban implicados deseaban a todas luces que la plataforma estuviera el triple de lejos del suelo de lo que estaba.
Pero la reunión dio comienzo por fin con las oraciones y los augurios. Todo parecía estar en orden. César habló brevemente para anunciar que el tribuno de la plebe Quinto Cecilio Metelo Nepote deseaba presentar un proyecto de ley para someterlo a discusión en el pueblo.
Metelo Nepote se puso en pie y separó los dos extremos de su rollo.
—¡Quirites, es el cuarto día de enero del año del consulado de Décimo Junio Silano y Lucio Licinio Murena! Al norte de Roma se extiende el gran distrito de Etruria, donde el proscrito Catilina se pavonea con un ejército de rebeldes. En el campo contra él está Cayo Antonio Híbrido, comandante en jefe de una fuerza al menos el doble de grande que la que tiene Catilina. ¡Pero no sucede nada! ¡Hace casi dos meses ya desde que Híbrido se marchó de Roma para encargarse de esa patética colección de soldados veteranos, tan viejos que les crujen las rodillas, pero no ha ocurrido nada! ¡Roma continúa bajo un senatus consultum ultimum mientras el ex cónsul que está al frente de sus legiones se venda el dedo gordo del pie!
Leyó el contenido del rollo, pero con seriedad; Nepote no era tan tonto como para creer que aquella muchedumbre allí reunida fuera a apreciar a un payaso. Se aclaró la garganta y pasó inmediatamente a los detalles.
—¡Por la presente propongo que el pueblo de Roma releve a Cayo Antonio Híbrido de su imperium y de su mando! ¡Por la presente solicito al pueblo de Roma que instale en su lugar a Cneo Pompeyo Magnus como comandante en jefe de los ejércitos! ¡Por la presente solicito al pueblo de Roma que otorgue a Cneo Pompeyo Magnus un imperium maius que tenga efecto en toda Italia excepto en la propia ciudad de Roma! ¡Además dispongo que se le conceda a Cneo Pompeyo todo el dinero, tropas, equipo y legados que requiera y que su mando especial, junto con su imperium maius, no termine hasta que él considere que ha llegado el momento de dejarlos!
Catón y Termo estaban de pie cuando la última palabra salió de la boca de Nepote.
—¡Veto! ¡Veto! ¡Interpongo mi veto! —gritaron ambos hombres al unísono.
Una lluvia de piedras salió de la nada, zumbando peligrosamente alrededor de los magistrados allí reunidos, y los matones comenzaron a avanzar a la carga pasando entre las filas de los senadores en dirección a los dos tramos de escalones. Las sillas curules se volcaron cuando cónsules, pretores y ediles salieron huyendo por las anchas escaleras de mármol hacia arriba y entraron en el templo, con todos los tribunos de la plebe, excepto Catón y Metelo Nepote, detrás de ellos. Bastones y porras salieron a la luz; César se envolvió la toga alrededor del brazo derecho y se retiró entre sus lictores, arrastrando a Nepote consigo. Pero Catón se quedó rezagado más tiempo, al parecer milagrosamente intacto, y siguió gritando que él interponía su veto, repitiéndolo a cada escalón que subía, hasta que Murena salió precipitadamente de entre las columnas y lo metió dentro tirando de él a la fuerza. La milicia se metió vadeando entre la refriega rodeados de escudos y empujando con los bastones, y poco a poco aquellos gamberros que habían llegado a la plataforma fueron obligados a bajar de nuevo. Ahora los senadores correteaban por los dos tramos de escalones hacia arriba, en busca del refugio del templo. Y abajo, en el Foro, estalló un disturbio a gran escala cuando un vociferante Marco Antonio y su inseparable compañero Curión cayeron juntos sobre unos veinte oponentes, con todos sus amigos formando un montón detrás de ellos.
—¡Bien, éste es un buen comienzo de año! —dijo César mientras caminaba hacia el centro del templo lleno de luz, al tiempo que se arreglaba cuidadosamente los pliegues de la toga.
—¡Es un desgraciado comienzo de año! —dijo bruscamente Silano, cuya sangre le corría tan velozmente por las venas que le hacía desaparecer el dolor del vientre—. ¡Lictor, te ordeno que sofoques los suburbios!
—¡Oh, bobadas! —dijo César con hastío—. Ya tengo aquí la milicia, los mandé formar cuando vi algunas de esas caras entre la multitud. El problema no adquirirá grandes dimensiones ahora que nosotros ya no estamos en la tribuna.
—¡Esto es obra tuya, César! —gruñó Bíbulo.
—Oírte hablar, Pulga, siempre es obra mía.
—¿Queréis mantener el orden, por favor? —voceó Silano—. ¡He convocado al Senado a sesión y quiero orden!
—¿Y no crees que sería mejor que invocases el senatus consultum ultimum? —le preguntó Nepote mirando hacia abajo y viendo que todavía tenía el rollo en la mano—. Mejor aún, en cuanto amaine el alboroto ahí afuera, déjame terminar mi asunto ante el pueblo.
—¡Silencio! —dijo Silano intentando atronar con la voz; pero más que un rugido le salió un balido—. ¡El senatus consultum ultimum me concede poder, como cónsul que ostenta las fasces, para tomar todas las medidas que estime necesarias para proteger a la Res Publica de Roma! —Tragó saliva, y de pronto sintió que necesitaba sentarse. Pero la silla estaba tirada en la plataforma allí abajo, y tuvo que enviar a un sirviente a buscarla. Cuando alguien la desplegó y la puso en el suelo para que se sentase, se derrumbó en ella, gris y sudoroso—. ¡Padres conscriptos, yo le pondré fin a este espantoso asunto de inmediato! —luego añadió—: Marco Calpurnio Bíbulo, tienes la palabra. Ten la amabilidad de explicar ese comentario que le has hecho a Cayo Julio César.
—No tengo que explicar nada, Décimo Silano, es algo que resulta evidente —le dijo Bíbulo señalando una hinchazón que se le iba poniendo oscura en la mejilla izquierda—. ¡Acuso a Cayo César y a Quinto Metelo Nepote de violencia pública! ¿Quién más tiene algo que ganar si se producen disturbios en el Foro? ¿Quién más querría ver cómo se produce el caos? ¿A los fines de quién sirve todo esto más que a los fines de ellos?
—¡Bíbulo tiene razón! —gritó Catón, tan eufórico por aquella breve crisis que por una vez se olvidó del protocolo de los nombres—. ¿Quién más tendría algo que ganar? ¿Quién más necesita que corra la sangre en el Foro? ¡Se trata de volver a los viejos y buenos tiempos de Cayo Graco, de Livio Druso, de ese asqueroso demagogo de Saturnino! ¡Los dos sois secuaces de Pompeyo!
Gruñidos y ruidos se oyeron por todas partes, porque no había nadie entre los ciento y pico senadores que se hallaban dentro del templo que hubiera votado con César durante aquel fatídico del quinto día de diciembre, cuando cinco hombres fueron condenados a muerte sin un juicio.
—Ni el tribuno de la plebe Nepote ni yo como pretor urbano tenemos nada que ganar con la violencia —dijo César—, y tampoco tenían nada que ganar aquellos de entre los que tiraron las piedras que nosotros conozcamos. —Miró con desprecio a Marco Bíbulo—. De haber transcurrido la asamblea pacíficamente, Pulga, el resultado habría sido una resonante victoria para Nepote. ¿Crees sinceramente que los votantes serios que han venido hoy aquí querrían a un imbécil como Híbrido a cargo de las legiones si se les ofreciera poner en su lugar a Pompeyo Magnus? La violencia empezó cuando Catón y Termo interpusieron el veto, no antes. ¡Utilizar el poder del veto tribunicio para impedir que el pueblo debata leyes en contio o para impedirle que emita su voto es una absoluta violación de todo aquello que Roma representa! ¡Yo no le echo la culpa al pueblo por empezar a apedrearnos! ¡Hace meses que no se le reconocen sus derechos en absoluto!
—¡Hablando de derechos, todo tribuno de la plebe tiene derecho a ejercer su veto según su criterio! —bramó Catón.
—¡Vaya tonto estás hecho, Catón! —le gritó César—. ¿Por qué crees que Sila les quitó el veto a los que son como tú? ¡Porque el veto nunca estuvo pensado para servir a los intereses de unos cuantos hombres que controlan el Senado! ¡Cada vez que tú ladras un veto, insultas la inteligencia de todos esos miles de personas que están ahí afuera, en el Foro, a quienes tú intentas hacerles trampa impidiéndoles que escuchen, con toda tranquilidad, aquellas leyes que se les presentan, con toda tranquilidad, y luego que voten, con toda tranquilidad, en un sentido o en otro!
—¿Tranquilidad? ¡No fue mi veto lo que alteró la tranquilidad, César, fueron tus matones!
—¡Yo nunca me ensuciaría las manos con semejante chusma! —¡No tenías necesidad de hacerlo! Lo único que tuviste que hacer fue dar las órdenes.
—Catón, el pueblo es el soberano —le dijo César haciendo un gran esfuerzo por seguir mostrándose paciente—, no el núcleo irreductible del Senado y unos cuantos tribunos que actúan como portavoces suyos. Tú no sirves a los intereses del pueblo, tú sirves a los intereses de un puñado de senadores que creen que son los amos y que gobiernan un imperio de millones. ¡Tú despojas al pueblo de sus derechos y a esta ciudad de su dignitas! ¡Tú me avergüenzas, Catón! ¡Tú avergüenzas a Roma! ¡Tú avergüenzas al pueblo! ¡Incluso avergüenzas a tus amos los boni, que se valen de tu ingenuidad y se mofan de tu linaje a tus espaldas! ¿Y tú me llamas a mí secuaz de Pompeyo Magnus? ¡Pues no lo soy! ¡Pero tú, Catón, no eres ni más ni menos que un secuaz de los boni!
—¡César tú eres un cáncer en el colectivo de hombres romanos! —dijo Catón mientras avanzaba a grandes zancadas para detenerse con la cara tan sólo a unas pulgadas de la de César—. ¡Tú eres todo lo que detesto! —Se dio la vuelta hacia el atónito grupo de senadores y les tendió las manos, mientras los arañazos del rostro le conferían, a aquella luz filtrada, el salvajismo de un gato feroz—. ¡Padres conscriptos, este César nos arruinará a todos! ¡Destruirá la República, lo noto en mis huesos! ¡No le escuchéis cuando parlotea acerca del pueblo y de los derechos del pueblo! ¡Escuchadme a mí en su lugar! ¡Sacadlos a él y a su efebo Nepote fuera de Roma, prohibid que se les de el fuego y el agua dentro de los límites de Italia! ¡Yo haré que a César y a Nepote se les acuse del crimen de violencia, haré que sean declarados fuera de la ley!
—¡Escucharte, Catón —dijo Metelo Nepote—, sólo me recuerda que cualquier violencia en el Foro es mejor que permitir que corras a tus anchas y vetes toda reunión, toda propuesta, incluso cualquier palabra! —Y por segunda vez en un mes alguien cogió a Catón con la guardia baja para hacerle cosas en la cara. Metelo Nepote simplemente se acercó a él, puso en su mano hasta la última onza de su persona y abofeteó a Catón con tanta fuerza que los arañazos de Servilia se abrieron y volvieron a sangrar—. ¡No me importa lo que me hagas con ese precioso senatus consultum ultimum tuyo de poca monta! —le gritó Nepote a Silano—. ¡Vale la pena morir en el Tullianum sabiendo que le he pegado a Catón!
—¡Vete de Roma, vete con tu amo Pompeyo! —jadeó Silano, impotente para controlar la reunión, para controlar sus propios sentimientos, y para controlar el dolor.
—¡Oh, así pienso hacerlo! —dijo Nepote con desprecio; giró sobre sus talones y salió—. ¡Volveréis a verme! —dijo a voces mientras bajaba ruidosamente la escalera—. ¡Volveré con mi cuñado Pompeyo a mi lado! ¿Quién sabe? ¡Puede que para entonces Catilina esté gobernando Roma y hayáis muerto todos, que es lo que os merecéis, ovejas con el culo lleno de mierda!
Incluso Catón guardó silencio, otra de las togas de su escaso guardarropa estaba empapándose de sangre y echándose a perder sin remedio.
—¿Me necesitas para algo más, cónsul senior? —le preguntó César a Silano en tono desenfadado—. Parece que los ruidos de la trifulca se están apagando ahí fuera, y aquí no hay nada más que decir, ¿verdad? —Sonrió con frialdad—. Ya se ha dicho demasiado.
—Estás bajo sospecha de incitar a la violencia pública, César —le dijo Silano con voz muy baja—. Mientras el senatus consultum ultimum siga en vigencia, se te prohíbe ejercer en todas las reuniones y en todos los asuntos propios de magistrado. —Miró a Bíbulo—. Te sugiero, Marco Bíbulo, que empieces a preparar el caso para procesar a este hombre de vi hoy mismo.
Lo cual provocó la risa de César.
—¡Silano, Silano, a ver si haces bien las cosas! ¿Cómo va a procesarme esta pulga en su propio tribunal? Tendrá que buscarse a Catón para que le haga el trabajo sucio. ¿Y sabes una cosa, Catón? —le preguntó César suavemente mirando aquellos furiosos ojos grises que le miraban enojadísimos entre los pliegues de la toga—. No tienes la menor oportunidad de ganar el caso. ¡Yo tengo más inteligencia en mi ariete que tú en tu ciudadela! —Se separó la túnica del pecho y agachó la cabeza para hablar por el hueco que había quedado—. ¿No es cierto, ariete? —Dirigió una dulce sonrisa a los refugiados allí reunidos, y luego añadió—: Dice que sí, padres conscriptos. Que tengáis un buen día.
—¡Ésa ha sido una actuación asombrosa, César! —dijo Publio Clodio, que había estado escuchando a escondidas justo fuera del templo—. No tenía ni idea de que pudieras enfadarte tanto.
—Espera hasta que entres en el Senado el año que viene, Clodio, y verás muchas más cosas. Entre Catón y Bíbulo puede que yo nunca vuelva a ser capaz de dominar el genio en la vida. —Se detuvo en la plataforma, en medio de los escombros de las sillas de marfil rotas, y se quedó contemplando el Foro, casi desierto—. Veo que todos los sinvergüenzas se han ido a casa.
—Una vez que la milicia entró en escena perdieron la mayor parte del entusiasmo. —Clodio bajó delante de César por los escalones laterales que quedaban debajo de la estatua ecuestre de Cástor—. Sí que he averiguado una cosa, César. Los había contratado Bíbulo. Ése actúa también como un aficionado del montón incluso para cosas como ésa.
—La noticia no me sorprende.
—Tenía planeado comprometeros a Nepote y a ti. Tendrás que comparecer ante el tribunal de Bíbulo por incitar a la violencia pública, ya lo verás —le dijo Clodio mientras saludaba con la mano a Marco Antonio y a Fulvia, que estaban sentados juntos en la grada de más abajo del plinto de Cayo Mario, Fulvia estaba muy ocupada enjugándole los nudillos de la mano derecha a Marco Antonio con el pañuelo.
—¡Oh! ¿No ha sido estupendo? —preguntó Antonio con un ojo tan hinchado que no veía por él.
—¡No, Antonio, no ha sido estupendo! —le contestó César en tono agrio.
—Bíbulo piensa hacer procesar a César bajo la lex Plautia de vi: su propio tribunal, nada menos —dijo Clodio—. César y Nepote cargaron con la culpa —sonrió—. No es ninguna sorpresa, en realidad, siendo Silano el cónsul que tiene las fasces. Me imagino que no eres muy popular en ese barrio, si tenemos en cuenta que… —Y se puso a tararear una conocida cancioncilla acerca de un marido ofendido y con el corazón destrozado.
—¡Oh, venid a casa conmigo, todo el grupo! —dijo César riendo entre dientes al tiempo que le daba un cachete en los nudillos a Antonio y otro en la mano a Fulvia—. No podéis estar aquí sentados como ladrones barriobajeros hasta que la milicia os detenga, y en cualquier momento esos héroes que siguen deambulando por el interior del templo de Cástor van a asomar la nariz para olfatear el aire. Ya me han acusado de confraternizar con rufianes, pero si me ven con vosotros me mandarán hacer el equipaje para el destierro inmediatamente. Y como no soy cuñado de Pompeyo, tendré que ir a unirme a Catilina.
Y, desde luego, durante el breve trayecto hasta la residencia del pontífice máximo —sólo cuestión de momentos— el equilibrio de César se recuperó. Cuando hubo acompañado a sus disolutos invitados a una parte de la domus publica que Fulvia no conocía ni mucho menos tan bien como conocía las habitaciones de Pompeya, ya estaba listo para enfrentarse al desastre y para echarle por tierra todos los planes a Bíbulo.
Al día siguiente al amanecer el nuevo praetor urbanus se instaló en su tribunal, con sus seis lictores —que ya lo consideraban como el mejor y el más generoso de los magistrados— de pie a un lado con las fasces plantadas en el suelo como lanzas, la mesa y la silla curul de César dispuestas a su gusto, y un pequeño grupo de escribas y mensajeros esperando órdenes. Puesto que el pretor urbano se ocupaba de los preliminares de todo litigio civil, y también de solicitudes de procesamientos por acusaciones criminales, varios litigantes potenciales y abogados se habían apiñado ya en torno al tribunal; en el momento en que César indicó que abría la jornada, una docena de personas arremetieron hacia adelante para pelearse por ser los primeros en ser atendidos, pues Roma no era un lugar donde la gente hiciera cola de un modo ordenado y se contentasen con aguardar su turno. Y César tampoco intentó poner orden en aquel insistente clamor. Eligió la voz que más gritaba, le hizo señas para que se acercase y se preparó para escuchar.
Antes de que pudieran pronunciarse más que unas cuantas palabras, los lictores consulares aparecieron con las fasces, pero sin el cónsul.
—Cayo Julio César —dijo el jefe de los lictores de Silano mientras sus once compañeros empujaban a la pequeña multitud para que se alejasen del tribunal—, se te ha prohibido ejercer bajo el senatus consultum ultimum que sigue vigente. Por favor, desiste en este momento de todos los asuntos pretorianos.
—¿Qué quieres decir? —preguntó el abogado que había estado a punto de exponer su caso ante César: no era un abogado prominente, sino simplemente uno de los cientos que pululaban por el Foro en busca de asuntos—. ¡Yo necesito al pretor urbano!
—El cónsul senior ha designado a Quinto Tulio Cicerón para que asuma los deberes de pretor urbano —dijo el lictor, al que no le había gustado aquella interrupción.
—¡Pero yo no quiero a Quinto Cicerón, quiero a Cayo César! ¡Él es el pretor urbano, y no pierde el tiempo ni vacila sin saber cómo actuar, como suelen hacer la mayoría de los pretores de Roma! ¡Quiero que mi caso se resuelva esta mañana, no el mes que viene o el año que viene!
El apiñamiento en torno al tribunal iba creciendo ahora a pasos agigantados, pues a los asiduos del Foro les había atraído la súbita presencia de tantos lictores y de aquel enojado individuo que protestaba.
Sin decir palabra, César se levantó de la silla, le hizo señas a su criado personal para que la plegase y la cogiera del suelo, y se volvió hacia sus seis lictores. Sonriendo, se acercó a cada uno de ellos y les dejó caer un puñado de denarios en la palma de la mano derecha.
—Coged vuestras fasces, amigos míos, y llevadlas al templo de Venus Libitina. Depositadlas donde deben estar cuando el hombre que debería ser precedido por ellas se ve privado de su cargo por la muerte o por la prohibición del ejercicio. Siento que el tiempo que hemos pasado juntos haya sido tan breve, y os agradezco muy sinceramente vuestras amables atenciones.
De los lictores pasó a los escribas y a los mensajeros, dando a cada uno de ellos una cantidad de dinero y una palabra de agradecimiento.
Después de lo cual se desprendió los pliegues de la toga praetexta bordada de púrpura del brazo y el hombro izquierdos, y enrolló la amplia prenda en una bola floja cuando se despojó de ella; ni una esquina de la misma tocó el suelo, tanta fue la destreza con que se la quitó. El criado que sostenía la silla recibió el bulto; César le indicó con la cabeza que se marchase.
—Perdonadme —dijo luego dirigiéndose al gentío que iba en aumento—, pero por lo visto no se me va a permitir llevar a cabo los deberes para los que me elegisteis. —Y luego clavó el cuchillo—: Deberéis contentaros con medio pretor: Quinto Cicerón.
Quinto Cicerón, que acechaba a cierta distancia con sus propios lictores, ahogó un grito, ofendido.
—¿Qué significa esto? —preguntó a gritos Publio Clodio desde la parte de atrás de la multitud mientras se abría paso a empujones hacia la parte delantera al tiempo que César se disponía a abandonar el tribunal.
—Me han separado del cargo, Publio Clodio.
—¿Por qué?
—Porque estoy bajo sospecha de incitar a la violencia durante una reunión del pueblo que yo mismo había convocado.
—¡No pueden hacer eso! —gritó teatralmente Clodio—. ¡Primero han de juzgarte, y luego has de ser declarado culpable!
—Hay en vigencia un senatus consultum ultimum.
—¿Qué tiene eso que ver con la reunión de ayer?
—Resultó bastante práctico —dijo César mientras abandonaba el tribunal.
Y cuando caminaba vestido sólo con la túnica en dirección a la domus publica, toda la multitud congregada fue tras él para darle escolta. Quinto Cicerón ocupó su puesto en el tribunal de pretor urbano y se encontró con que no tenía parroquia; ni la tuvo en todo el día.
Pero durante todo el día la multitud fue creciendo en el Foro, y a medida que crecía el ambiente se iba poniendo más feo. Esta vez no había a la vista ex gladiadores, sólo muchos habitantes respetables de la ciudad entremezclados con hombres como Clodio, los Antonios, Curión, Décimo Bruto… y Lucio Decumio y sus hermanos del colegio de encrucijada, pertenecientes a todas las esferas, desde la segunda clase hasta el proletariado. Dos pretores que estaban empezando juicios criminales miraron hacia aquel mar de rostros y decidieron que los auspicios no eran favorables; Quinto Cicerón recogió sus cosas y se fue temprano a casa.
Lo más desconcertante de todo fue que nadie abandonó el Foro durante la noche, el cual estuvo iluminado por numerosas y pequeñas hogueras que habían encendido para combatir el frío; desde las casas del Germalus, cerca del Palatino, el efecto tenía un misterioso parecido con un ejército acampado, y por primera vez desde que las masas con el estómago vacío habían ocupado el Foro durante los días que llevaron a la rebelión de Saturnino, aquellos que ostentaban el poder comprendieron cuánta gente corriente había en Roma… y qué pocos eran, en comparación, los poderosos.
Al alba, Silano, Murena, Cicerón, Bíbulo y Lucio Ahenobarbo se reunieron en lo alto de las escaleras Vestales y contemplaron los que parecían unas quince mil personas. Entonces alguien de allí abajo que se encontraba entre aquella horrorosa congregación los vio, gritó y los señaló; todo aquel océano de gente se dio la vuelta como si diera comienzo la primera gran espiral de un torbellino, lo que hizo que el pequeño grupo de hombres retrocediera instintivamente al comprender que lo que veían era una potencial danza de la muerte. Luego, mientras todos aquellos rostros los miraban fijamente, los brazos derechos se levantaron, y todo el mundo se puso a agitar el puño contra ellos, como algas que oscilasen en medio del oleaje.
—¿Todo eso por César? —preguntó en un susurro Silano, estremeciéndose.
—No —dijo el pretor Filipo, que se había unido a ellos—. Todo eso es por el senatus consultum ultimum y la ejecución de ciudadanos sin juicio. César sólo ha sido la gota que ha colmado el vaso —le dirigió a Bíbulo una furibunda y abrasadora mirada—. ¡Qué tontos sois! ¿No sabéis quién es César? ¡Yo soy su amigo, yo si lo sé! ¡César es la única persona en Roma que no os atrevéis a destruir públicamente! Os habéis pasado toda vuestra vida aquí, en las alturas, mirando a Roma desde arriba como dioses que contemplan una hirviente pestilencia, pero él se ha pasado toda su vida entre ellos y ha sido considerado como ellos. Apenas hay una persona en esta enorme ciudad que ese hombre no conozca… o quizá sería mejor decir que todos en esta enorme ciudad piensan que César los conoce. Es una sonrisa, un gesto con la mano y un alegre saludo donde quiera que va… y eso se lo hace a todo el mundo, no solamente a los votantes valiosos. ¡Ellos lo aman! César no es un demagogo… ¡no necesita ser un demagogo! En Libia atan a los hombres y dejan que los maten las hormigas. ¡Pero vosotros sois lo bastante estúpidos como para conseguir que las hormigas de Roma se alboroten! Y podéis estar tranquilos: ¡no es a César a quien matarán las hormigas!
—Ordenaré que salga a la calle la milicia —dijo Silano.
—¡Oh, bobadas, Silano! ¡La milicia está ahí abajo junto con los carpinteros y los albañiles!
—Entonces, ¿qué hacemos? ¿Hacer que el ejército vuelva a casa desde Etruria?
—¡Desde luego, si lo que quieres es que Catilina se lance detrás en una persecución sin tregua!
—¿Qué podemos hacer?
—Id a casa y atrancad bien las puertas, padres conscriptos —dijo Filipo mientras se daba la vuelta—. Por lo menos eso es lo que yo pienso hacer.
Pero antes de que nadie pudiera encontrar fuerzas para seguir aquel consejo, se elevó un enorme clamor; las caras y los puños dirigidos contra la parte superior de las escaleras Vestales cambiaron de dirección.
—¡Mirad! —graznó Murena—. ¡Es César!
La multitud estaba comprimiéndose como podía para formar un corredor que empezaba en la domus publica y se abría ante César mientras éste caminaba vestido con una sencilla toga blanca en dirección a la tribuna. No dio señales de agradecimiento ante la ensordecedora ovación, ni miró a ninguno de los dos lados, y cuando llegó a lo alto de la plataforma de los oradores no hizo movimiento alguno con el cuerpo ni gesto con la mano que los que observaban desde el Palatino pudieran calificar como de ánimo para las masas que ahora se habían vuelto hacia él.
Cuando empezó a hablar el ruido cesó por completo, aunque lo que dijo fue inaudible para Silano y el resto del grupo, que ahora estaban de pie acompañados de veinte magistrados y por lo menos cien senadores. César estuvo hablando quizá durante una hora, y a medida que hablaba la multitud parecía cada vez más calmada. Luego los despidió con un gesto de la mano y una sonrisa tan amplia que los dientes lanzaron destellos. Flojos a causa del alivio y de la perplejidad, el grupo de hombres que se hallaba en lo alto de las escaleras Vestales contemplaron cómo la enorme multitud comenzaba a dispersarse, para ir desfilando en torrentes que se adentraban en el Argileto y en la zona de alrededor de los mercados y subía por la vía Sacra hacia la Velia y hacia las partes de Roma que había más allá. Todos ellos evidentemente comentando el discurso de César, pero en ningún modo enfadados.
—Como príncipe del Senado —dijo Mamerco muy rígido—, convoco aquí y ahora al Senado en sesión en el templo de Júpiter Stator, un local apropiado, porque lo que ha hecho César ha sido detener una evidente revuelta. ¡Inmediatamente! —concluyó bruscamente mientras se volvía hacia un encogido Silano—. Cónsul senior, envía a tus lictores a buscar a Cayo César, ya que tú los enviaste a despojarlo de su cargo.
Cuando César entró en el templo de Júpiter Stator, Cayo Octavio y Lucio César empezaron a aplaudir; uno a uno se les fueron uniendo otros hasta que incluso Bíbulo y Ahenobarbo tuvieron, por lo menos, que fingir que aplaudían. De Catón no había ni señal.
Silano se levantó del asiento.
—Cayo Julio César, en nombre de esta Cámara deseo darte las gracias por haber puesto fin a una peligrosísima situación. Has actuado con perfecta corrección y mereces por ello toda clase de alabanzas.
—¡Qué pelma eres, Silano! —gritó Cayo Octavio—. ¡Pregúntale a ese hombre cómo lo hizo o todos nos moriremos de curiosidad!
—La Cámara desea saber qué dijiste, Cayo César.
Todavía vestido con su simple toga blanca, César se encogió de hombros.
—Les dije, sencillamente, que se fueran a sus casas y se dedicasen a sus asuntos. ¿Querían que los considerasen desleales? ¿Incontrolables? ¿Quiénes se habían creído que eran para congregarse en semejante número sólo porque un simple pretor había sido disciplinado? Les dije que Roma está bien gobernada, y que todo resultaría a entera satisfacción de los ciudadanos si tenían un poco de paciencia.
—¡La amenaza está debajo de las palabras hermosas! —le cuchicheó Bíbulo a Ahenobarbo.
—Cayo Julio César —dijo Silano con mucha solemnidad—, toma tu toga praetexta y regresa a tu tribunal como praetor urbanus. Esta Cámara tiene claro que has actuado en todos los aspectos como debías, y que así lo hiciste en la reunión del pueblo de anteayer al percatarte de los revoltosos que había entre la asamblea y tener la milicia lista para actuar. No habrá juicio bajo la lex Plautia de vi por los sucesos de ese día.
Ni una sola voz se alzó en el templo de Júpiter Stator para protestar.
—¿Qué te había dicho? —le dijo Metelo Escipión a Bíbulo cuando salían de la sesión senatorial—. ¡Ha vuelto a vencernos! ¡Lo único que hemos hecho ha sido gastar un montón de dinero contratando ex gladiadores!
Catón subía corriendo, sin aliento y con un aspecto realmente malo.
—¿Qué hay? ¿Qué ha pasado? —preguntó.
—¿Qué te ha pasado a ti? —quiso saber Metelo Escipión.
—Estaba enfermo —dijo Catón escuetamente, cosa que Bíbulo y Metelo Escipión interpretaron correctamente como una larga noche con Atenodoro Cordilión y el jarro de vino.
—César nos ha vencido, como siempre —dijo Metelo Escipión—. Envió a la multitud a sus casas y Silano lo ha rehabilitado. No habrá juicio en el tribunal de Bíbulo.
Catón chilló, literalmente, con tanta potencia que hasta el último de los senadores se sobresaltó a causa del susto; luego se volvió hacia uno de los pilares que había en la fachada del templo de Júpiter Stator y se puso a aporrearlo con el puño hasta que los otros lograron sujetarle el brazo y apartarlo de allí.
—No descansaré, no descansaré, no descansaré —seguía repitiendo mientras se lo llevaban Clivus Palatinus arriba y pasaban por la Porta Mugonia, llena de bigotes de líquenes—. ¡Aunque me cueste la muerte lo arruinaré!
—César es como el fénix —dijo Ahenobarbo con aire lúgubre—. Se levanta de las cenizas de todas las piras funerarias en las que lo ponemos.
—Algún día no volverá a levantarse. Yo estoy con Catón, no descansará hasta verlo arruinado —prometió Bíbulo.
—¿Sabes? —dijo pensativamente Metelo Escipión mirando la mano hinchada y la cara de Catón, que se le había abierto de nuevo—. A estas alturas debes de llevar en tu cuerpo más heridas debido a César que a Espartaco.
—¡Y tú, Escipión, estás pidiendo una paliza! —le dijo Cayo Pisón en un tono salvaje.
Enero casi había terminado cuando por fin llegaron noticias del Norte. Desde primeros de diciembre Catilina se había ido adentrando firmemente en los Apeninos, sólo para descubrir que Metelo Celer y Marcio Rex se interponían entre él y la costa adriática. No había escape posible de Italia: tendría que aguantar y pelear… o rendirse. Y rendirse era algo inconcebible, así que lo apostó todo a una única batalla dentro de un estrecho valle situado cerca de la ciudad de Pistoria. Pero Cayo Antonio Híbrido no salió de campaña contra él; ese honor se reservó para el hombre militar, Marco Petreyo. ¡Oh, aquel dolor que tenía en el dedo gordo del pie! Híbrido no abandonó nunca la seguridad de su acogedora tienda de mando. Los soldados de Catilina lucharon desesperadamente, y más de tres mil eligieron morir en sus puestos. Lo mismo que Catilina, que resultó muerto mientras sostenía el águila de plata que en otro tiempo había pertenecido a Cayo Mario. Los hombres decían que cuando se le encontró entre los cadáveres lucía la misma brillante sonrisa que les había dirigido a todos, desde Catulo a Cicerón.
No más excusas: el senatus consultum ultimum fue por fin derogado. Ni siquiera Cicerón pudo hacer acopio del coraje necesario para abogar porque se mantuviera vigente hasta que el resto de los conspiradores hubieran caído. A algunos pretores se les envió a apagar ciertas bolsas de resistencia, incluso Bíbulo fue a las tierras de los pelignos, en el montañoso Samnio, y Quinto Cicerón al igualmente escarpado Brucio.
Luego, en febrero, comenzaron los juicios. Esta vez no habría ejecuciones, ni ningún hombre sería condenado al exilio sin más; el Senado decidió instituir un tribunal especial.
Un ex edil, Lucio Novio Níger, fue nombrado presidente del mismo porque no pudo hallarse a ningún otro que estuviera dispuesto a aceptar el trabajo; los pretores que quedaban en Roma, desde César a Filipo, alegaron enormes cargas de trabajo en sus propios tribunales. El hecho de que Novio Níger estuviera dispuesto a hacerlo se debía a su carácter y a sus circunstancias, porque era una de esas irritantes criaturas que poseían más ambición que talento, y veía aquel trabajo como un camino seguro para llegar al consulado. Cuando publicó sus edictos, fueron de los más imponenetes: nadie quedaría sin inspeccionar, a nadie se le mimaría, nadie compraría favores mediante el soborno, la lista del jurado olería mejor que un campo de violetas en Campania. Su último edicto no gozó del favor de la gente. Anunció que pagaría una recompensa de dos talentos a cambio de cualquier información que condujera a la condena de los culpables; recompensa que sería pagada a costa de las multas y de la confiscación de propiedades, naturalmente. ¡Sin ningún gasto para el Tesoro! Pero, en la opinión de la mayoría de la gente, aquello se acercaba demasiado y de manera incómoda a las técnicas de las proscripciones de Sila. Así que cuando el presidente del tribunal especial lo inauguró, los asiduos profesionales del Foro tendían a tener una opinión bastante pobre de él.
Cinco hombres fueron a juicio en primer lugar, y todos ellos seguramente serían condenados: los hermanos Sila, Marco Porcio Leca y los dos que habían intentado asesinar a Cicerón, Cayo Cornelio y Lucio Vargunteyo. Para ayudar al tribunal, el Senado entró en sesión con Quinto Curio, el agente secreto de Cicerón, estableciendo la hora del interrogatorio de Curio de modo que coincidiera con el comienzo de las vistas de Novio Níger. Naturalmente, Novio Níger atrajo una congregación de público mucho mayor, pues se había instalado en la zona mayor del espacio que quedaba vacío en el Foro.
Un tal Lucio Vetio fue el primer informador… y el último. Siendo un caballero que apenas alcanzaba la posición de tribunus aerarius, acudió a Novio Níger y anunció que tenía información más que suficiente para ganar aquellos considerables cincuenta mil sestercios de recompensa. Al declarar ante el tribunal, confesó que en los primeros momentos de la conspiración había considerado la idea de unirse a ella. Pero…
—Yo sabía dónde debía poner mi lealtad —dijo suspirando—. Soy romano, no podía hacerle daño a Roma. Roma significa demasiado para mí.
Después de darle muchas vueltas a lo mismo, dictó una lista de hombres que juró que habían estado involucrados sin la menor sombra de duda.
Novio Níger suspiró también.
—¡Lucio Vetio, ninguno de estos nombres dice gran cosa! Me parece que las oportunidades de este tribunal de asegurarse pruebas suficientes para empezar con los procesamientos son muy escasas. ¿No hay nadie contra quien puedas presentar pruebas verdaderamente concretas? ¿Como una carta, o un testigo respetable aparte de ti mismo?
—Pues —dijo lentamente Vetio; luego, de pronto, se estremeció y dijo que no con la cabeza con mucho énfasis—. ¡No, nada! —aseguró en voz muy alta.
—Vamos, hombre, ahora estás bajo la completa protección de mi tribunal —le dijo Novio Níger, que empezaba a olerse algo—. Nada puede ocurrirte, Lucio Vetio. ¡Te doy mi palabra! Si realmente conoces alguna prueba concreta, ¡debes decírmelo!
—Un pez muy gordo —masculló Lucio Vetio.
—No hay pez demasiado gordo para mí y mi tribunal.
—Pues…
—¡Lucio Vetio, escúpelo de una vez!
—Sí que tengo una carta.
—¿De quién?
—De Cayo César.
El jurado se irguió en sus asientos, y los mirones empezaron a rumorear.
—De Cayo César. Pero ¿a quién va dirigida?
—A Catilina. Está escrita por César, de su puño y letra.
Al oír aquello un pequeño grupo de clientes de Catulo que había entre el público empezó a vitorear, pero su júbilo fue ahogado por abucheos, mofas e invectivas. Pasó algún tiempo antes de que los lictores del tribunal pudieran establecer el orden y permitir que Novio Níger continuase con su interrogatorio.
—¿Por qué no nos has dicho antes ni una palabra de todo esto, Lucio Vetio?
—¡Porque tengo miedo, por eso! —dijo bruscamente el informador—. No me gusta la idea de ser responsable de que se incrimine a un pez gordo como César.
—En este tribunal, Lucio Vetio, yo soy el pez gordo, no Cayo César —le aseguró Novio Níger—; y tú has incriminado a Cayo César. No estás en peligro. Por favor, continúa.
—¿Con qué? —inquirió Vetio—. Ya he dicho que tengo una carta.
—Entonces debes presentarla en este tribunal.
—César dirá que es una falsificación.
—Sólo el tribunal puede decidir eso. Presenta la carta.
—Bueno…
En aquel momento todo el que se encontraba en el Foro inferior estaba alrededor del tribunal de Novio Níger o iba corriendo hacia allí; se estaba corriendo la voz de que, como siempre, César estaba en apuros.
—¡Lucio Vetio, te ordeno que presentes la carta! —le dijo Novio Níger con voz irritada; luego continuó diciendo algo extremadamente tonto—: ¿Tú crees que los hombres como Cayo César están por encima del poder de este tribunal por el simple hecho de tener un linaje de mil años de antigüedad y multitudes de clientes? ¡Bueno, pues no! ¡Si Cayo César le escribió una carta a Catilina de su puño y letra, yo lo juzgaré en este tribunal y lo declararé culpable!
—Entonces iré a mi casa a buscarla —le contestó Lucio Vetio convencido.
Mientras Vetio iba a hacer su recado, Novio Níger hizo un descanso. Todo aquel que no estaba hablando excitadamente —mirar a César se estaba convirtiendo en el mejor entretenimiento desde hacía años— corrió a comprar algo de comer o de beber; al jurado, que estaba cómodamente sentado, le sirvieron criados del tribunal, y Novio Níger se acercó paseando a charlar con el presidente del jurado, tremendamente complacido con aquella idea suya de pagar a cambio de información.
Publio Clodio estaba más ocupado. Atravesó el Foro y se dirigió hacia la Curia Flostilia, donde estaba reunido el Senado, y convenció a quien fuera para que lo dejasen entrar. No fue un asunto difícil para alguien que el año siguiente pasaría por aquellas puertas con pleno derecho.
Nada más entrar se detuvo, pues descubrió que el contralto de Vetio en el tribunal estaba en perfecta armonía con el barítono de Curio en el Senado.
—¡Te aseguro que lo oí de los propios labios de Catilina! —estaba diciéndole Curio a Catón—. ¡Cayo César era la figura central de toda la conspiración, desde el mismísimo principio al fin!
Sentado en el estrado curul —a un lado del cónsul que presidía, Silano, y un poco detrás de él—, César se puso en pie.
—Estás mintiendo, Curio —dijo con mucha calma—. Todos sabemos qué hombres de este reverenciado cuerpo son los que no se detendrían ante nada con tal de verme expulsado para siempre del mismo. ¡Pero, padres conscriptos, me permito deciros que yo nunca formé y nunca habría formado parte de un asunto tan espantosamente chapucero y furtivo! ¡Cualquiera que de crédito a la historia que cuenta este loco patético está más loco que él! ¿Yo, Cayo Julio César, consintiendo en asociarme con un montón de borrachos y cotillas? ¿Yo, tan escrupuloso en el cumplimiento del deber y en la atención a mi propia dignitas, rebajarme a maquinar un complot con hombres de la calaña de Curio, aquí presente? ¿Yo, el pontífice máximo, confabular para entregarle Roma a Catilina? ¿Yo, un Julio, descendiente de los fundadores de Roma, consentir en que Roma sea gobernada por gusanos como Curio y furcias como Fulvia Nobilioris?
Las palabras salían como el estallido de un látigo, y nadie trató de interrumpirle.
—Estoy muy acostumbrado al vilipendio de la política —continuó diciendo, todavía con aquella voz tranquila pero castigadora—, ¡pero no me voy a quedar de brazos cruzados mirando cómo alguien le paga a gente de la calaña de Curio para que ponga mi nombre en boca de todos en relación con un asunto en el que yo no tomaría parte ni muerto! ¡Porque hay alguien que le está pagando! ¡Y cuando yo averigüe quién es, senadores, serán ellos los que me las paguen a mí! ¡Aquí estáis todos sentados, tan brillantes y maravillosos como una colección de gallinas en un gallinero, escuchando los sórdidos detalles de una presunta conspiración, pero aquí hay también algunas gallinas que conspiran con más malicia para destruirme a mí y a mi buen nombre! ¡Para destruir mi dignitas! —tomó aliento—. Sin mi dignidad, yo no soy nada. Y os advierto solemnemente a todos y cada uno de vosotros: ¡no juguéis con mi dignitas! ¡Con tal de defenderla, yo sería capaz de echar abajo esta venerable Cámara alrededor de vuestros oídos! ¡Sería capaz de poner la montaña de Pelión encima de la de Ossa y le robaría el trueno a Zeus para golpearos con él a todos vosotros y daros así muerte! ¡No pongáis a prueba mi paciencia, padres conscriptos, porque os digo ahora que yo no soy Catilina! ¡Si yo conspirase para sacaros de vuestras sillas, seguro que iríais al suelo! —Se dio la vuelta y miró hacia Cicerón—. Marco Tulio Cicerón, ésta es la última vez que voy a hacerte esta pregunta: ¿te proporcioné o no te proporcioné yo ayuda para llegar a descubrir esta conspiración?
Cicerón tragó saliva; la Cámara estaba en absoluto silencio. Nadie había visto ni oído nada semejante a aquel discurso, y nadie quería llamar la atención. Ni siquiera Catón.
—Sí, Cayo Julio, sí que me ayudaste —reconoció Cicerón.
—En ese caso —dijo César con la voz menos acerada ahora—, exijo que esta Cámara se niegue a pagarle a Quinto Curio ni un solo sestercio del dinero que se le había prometido como recompensa. Quinto Curio ha mentido, por lo tanto no se merece ninguna consideración.
Y tal era el miedo que había dentro de cada senador que la Cámara acordó por unanimidad no pagarle a Quinto Curio ni un sestercio de la recompensa prometida.
Clodio se adelantó.
—Nobles padres —dijo en voz alta—, suplico vuestro perdón por ser un intruso, pero debo pedirle al noble Cayo Julio que me acompañe al tribunal de Lucio Novio Níger en cuanto pueda hacerlo.
César estaba a punto de sentarse y, en lugar de hacerlo, miró a Silano, que estaba mudo de asombro.
—Cónsul senior, por lo visto me necesitan en otra parte, y sospecho que por un asunto parecido. En cuyo caso, recordad lo que he dicho. ¡Recordad hasta la última palabra! Y ahora os ruego que me excuséis.
—Estás excusado —susurró Silano—, y todos los demás también.
Así que cuando César se marchó de la Curia Hostilia con Clodio trotando a su lado, toda la compañía de senadores fue en pos de ellos en tropel.
—¡Ése ha sido absolutamente el mejor rapapolvo que he oído en mi vida! —dijo Clodio, que jadeaba sin parar—. Debe de haber mierda por todo el suelo de la Cámara del Senado.
—No digas tonterías, Clodio, y cuéntame lo que está pasando en el tribunal de Níger —le conminó César, cortante.
Clodio le complació. César se detuvo.
—¡Lictor Fabio! —dijo llamando al jefe de sus lictores, que les metía prisa a sus cinco compañeros para que se mantuviesen por delante de César en formación.
Los tres pares de hombres se detuvieron y recibieron las órdenes oportunas.
Luego César descendió hacia el tribunal de Novio Níger, haciendo que los mirones se dispersasen en todas direcciones al pasar directamente entre las filas del jurado hasta donde Lucio Vetio se encontraba de pie con una carta en la mano.
—¡Lictores, detened a este hombre!
Con carta y todo, Lucio Vetio fue puesto bajo custodia y lo sacaron a paso de marcha del tribunal de Novio Níger en dirección al tribunal del pretor urbano.
Novio Níger se puso en pie con tanta rapidez que su muy apreciada silla de marfil se volcó.
—¿Qué significa esto? —preguntó con voz chillona.
—¿QUIEN TE CREES QUE ERES? —rugió César. Todo el mundo se echó hacia atrás; el jurado se removió, incómodo, y sintió un estremecimiento—. ¿Quién te crees que eres? —repitió César con más suavidad, pero con una voz que podía oírse desde el medio del Foro—. ¿Cómo te atreves tú, un magistrado con mero rango de edil, a aceptar pruebas en tu tribunal que conciernen a alguien superior a ti en jerarquía? ¿Pruebas, además, de boca de un informador pagado? ¿Quién te crees que eres? Si tú no lo sabes, Novio, te lo diré yo. Tú eres un ignorante de las leyes que no tiene más derecho a presidir un tribunal romano que la puta más sucia que pregona su entrepierna a la puerta del templo de Venus Erucina. ¿No comprendes que no se ha oído nunca que un magistrado de rango inferior actúe de un modo que pudiera tener como resultado el juicio de su superior? ¡Lo que le has dicho, estúpido, a ese pedazo de basura de alcantarilla llamado Vetio se merece un proceso de incapacitación contra ti! ¿Que tú, un mero magistrado edilicio, intentarías que se me declarase culpable a mí, el pretor urbano, en tu tribunal? Valientes palabras, Novio, pero imposibles de cumplir. Si tienes un motivo para creer que un magistrado de rango superior a ti está implicado criminalmente en un proceso que se lleva a cabo en tu tribunal, entonces estás obligado a suspender tu tribunal inmediatamente y a llevar todo el asunto ante los iguales de ese magistrado superior. Y puesto que yo soy el praetor urbanus, tú vas al cónsul que tiene las fasces. Este mes, Lucio Licinio Murena; pero hoy Décimo Junio Silano. La ávida muchedumbre no se perdía palabra mientras Novio Níger permanecía en pie, con el rostro ceniciento, viendo cómo sus esperanzas de llegar a ser cónsul en el futuro se desmoronaban alrededor de sus incrédulos oídos.
—¡Tú vas a llevar todo el asunto ante los iguales de tu superior, Novio —continuó diciendo César—, no te atreverás a continuar con el caso en tu tribunal! ¡No te atreverás a continuar admitiendo pruebas sobre tu superior, sonriendo de oreja a oreja! ¡Tú me has puesto en evidencia ante este colectivo de hombres como si tuvieras derecho a hacerlo! Y no lo tienes. ¿Me oyes? ¡No lo tienes! ¡Qué glorioso precedente sientas! ¿Es esto lo que han de esperar los magistrados superiores de sus inferiores en el futuro?
Novio extendió una mano, suplicante, se humedeció los labios e intentó hablar.
—¡Tace, inepte! —le gritó César—. Lucio Novio Níger, con el fin de recordarte a ti y a todos los demás magistrados de categoría inferior cuál es vuestro lugar en el esquema de los deberes públicos de Roma, yo, Cayo Julio César, praetor urbanus, te sentencio aquí a un período de ocho días en las celdas de las Lautumiae. Ese tiempo debería ser suficiente para que pienses cuál es el lugar que te corresponde, y para pensar en cómo lograrás convencer al Senado de Roma de que debería permitir que continuases siendo iudex en este tribunal especial. No abandonarás tu celda ni por un momento. No se te permitirá llevar comida de tu casa, ni recibir visitas de tu familia. No se te permitirá tener material de lectura ni de escritura. Y como soy consciente de que ninguna celda en las Lautumiae tiene puerta de ninguna clase, y mucho menos puerta con cerradura, harás lo que te digo. Cuando los lictores no te estén vigilando, media Roma lo estará haciendo. —Les hizo una brusca indicación con la cabeza a los lictores del tribunal—. Llevad a vuestro amo a las Lautumiae, y ponedlo en la celda más incómoda que podáis encontrar. Os quedaréis de guardia hasta que yo envíe lictores a relevaros. Pan y agua, nada más, y nada de luz después de oscurecer.
Luego, sin volver la vista atrás, cruzó hasta el tribunal que correspondía al pretor urbano, donde Lucio Vetio esperaba en lo alto de la plataforma con un lictor a cada lado. César y los cuatro lictores que permanecían con él para asistirle subieron los escalones, seguidos ahora ávidamente por todos los miembros del tribunal de Novio Níger, desde el jurado a los escribas pasando por los acusados. ¡Oh, qué divertido! ¿Qué podía hacer César con Lucio Vetio salvo ponerlo en la celda contigua a la de Novio Níger?
—Lictor —le dijo a Fabio—, desata tus varas. —Y a Vetio, que aún apretaba la carta en la mano—: Lucio Vetio, tú has conspirado contra mí. ¿De quién eres cliente?
La multitud se agitaba y se removía emocionada; estaba asombrada y atemorizada, sin saber si mirar a César mientras se encargaba de Vetio, o a Fabio el lictor, agachado para desmembrar el atijo de varas de abedul atadas con correas de cuero rojo que formaban un dibujo ritual en zigzag. Delgadas y ligeramente flexibles, las treinta, por las treinta Curias, estaban atadas en el pulcro haz circular, porque habían sido recortadas y torneadas hasta que cada una estuvo tan redonda como el cilindro que formaban todas juntas atadas llamado fasces.
A Vetio se le habían agrandado los ojos; parecía no poder apartarlos de Fabio y las varas.
—¿De quién eres cliente, Vetio? —repitió César cortante.
Vetio respondió atemorizado.
—De Cayo Calpurnio Pisón.
—Gracias, es todo lo que necesito saber. —César se volvió para ponerse de cara a los hombres reunidos debajo de él; las filas delanteras estaban llenas de senadores y de caballeros—. Compañeros romanos —dijo elevando el timbre de su voz—, este hombre que está en mi tribunal ha presentado falso testimonio contra mí en el tribunal de un juez que no tenía derecho a admitir sus pruebas. Vetio es tribunus aerarius, él conoce la ley. Sabe que no ha debido hacerlo, pero estaba hambriento por poner la suma de dos talentos en su cuenta bancaria… más lo que su patrono Cayo Pisón le hubiera prometido además, desde luego. No veo aquí a Cayo Pisón para responder, lo cual es mejor para él. Si estuviera aquí, iría a reunirse con Lucio Novio en las Lautumiae. Tengo derecho como praetor urbanus a ejercer el poder de coercitio sobre este ciudadano romano llamado Lucio Vetio. Y así lo hago. No se le puede azotar con un látigo, pero se le puede pegar con una vara. Lictor, ¿estás dispuesto?
—Sí, praetor urbanus —dijo Fabio, a quien en toda su larga carrera como uno de los diez prefectos del Colegio de los Lictores nunca antes se le había ordenado que desatase las fasces.
—Elige la vara.
Como los hambrientos parásitos roían las varas por muy cuidadas que estuvieran —y dichas varas se encontraban entre los objetos más reverenciados que Roma poseía—, las fasces se retiraban cada cierto tiempo en medio de gran ceremonia para quemarlas ritualmente, y eran sustituidas por haces nuevas. Por eso Fabio no tuvo dificultad en desatar sus varas, ni necesitó elegir entre ellas para encontrar una más fuerte que las demás. Simplemente cogió la que estaba más próxima a su temblorosa mano y se puso en pie lentamente.
—Sujetadlo y quitadle la toga —les dijo César a otros dos lictores.
—¿Dónde? ¿Cuántos? —dijo Fabio en voz baja y con cierto nerviosismo.
César no le hizo caso.
—Como este hombre es ciudadano romano, no rebajaré su posición despojándole de la túnica ni desnudándole la espalda. Lictor, seis golpes en la pantorrilla izquierda y seis golpes en la pantorrilla derecha —bajó la voz para imitar el mismo susurro de Fabio—. ¡Y dale fuerte o después te tocará a ti recibir, Fabio!
Le arrancó la carta a Vetio, que ahora la sujetaba sin fuerza, y miró brevemente el contenido de la misma; luego se acercó al borde del tribunal y se la enseñó a Silano, que aquel día estaba sustituyendo a Murena —y deseando haber tenido el suficiente sentido común como para haberse quedado él también en cama con un cegador dolor de cabeza.
—Cónsul senior, te entrego esta prueba a ti para que la sometas a cuidadoso examen. La letra no es mía. —César adoptó una expresión de desprecio—. Ni está escrita en mi estilo: ¡es inmensamente inferior! ¡Me recuerda al de Cayo Pisón, que nunca ha sido capaz de hilar cuatro palabras seguidas!
Los azotes se administraron con gritos y brincos por parte de Vetio; el jefe de los lictores, Fabio, le había tenido una enorme simpatía a César desde los días en que le había servido cuando César era edil curul y luego cuando fue juez en el Tribunal de Asesinatos. Creía conocer a César. Pero lo de aquel día había sido una revelación, así que Fabio golpeó con fuerza.
Mientras se llevaba a cabo la paliza, César bajó con paso lento del tribunal y se adentró en la parte de atrás de la multitud, donde estaban, embelesadas, las personas de origen humilde. A todo aquel que llevaba una toga gastada o tejida en casa, hasta llegar a un total de veinte individuos, César le dio un golpecito en el hombro derecho, y luego se llevó consigo al grupo y les mandó esperar junto a la plataforma.
El castigo había terminado; Vetio bailaba y resoplaba a causa de dos clases de dolor, uno el de las magulladuras en las pantorrillas y el otro el de las magulladuras en su propia estima. Un abundante número de los que habían presenciado aquella humillación lo conocían, y habían estado animando a Fabio con delirio.
—¡Tengo entendido que Lucio Vetio es una especie de aficionado a los muebles! —dijo César a continuación—. Ser apaleado con una vara no deja el recuerdo duradero de haber obrado mal, y Lucio Vetio tiene que recordar el día de hoy durante mucho tiempo. Por lo tanto, ordeno que parte de sus propiedades sean confiscadas. Esos veinte quirites que he tocado en el hombro están autorizados a acompañar a Lucio Vetio de regreso a su casa y a elegir cada uno de ellos un mueble. No se puede tocar ninguna otra cosa: ni esclavos, ni vajilla, ni oro, ni estatuas. Lictores, escoltad a este hombre hasta su casa y encargaos de que mis órdenes se cumplan.
Y allá se fue el quejumbroso y renqueante Vetio bajo vigilancia, seguido de veinte beneficiarios encantados de la vida, que ya iban riéndose alegremente entre ellos y repartiéndose los despojos. ¿A quién le hacía falta una cama, a quién un canapé, a quién una mesa, a quién una silla, quién tenía sitio para poner en su casa un escritorio?
Uno de los veinte hombres volvió hacia atrás cuando César bajaba de su tribunal.
—¿Podemos coger también los colchones de las camas? —le preguntó a gritos.
—¡Una cama de nada sirve sin colchón, eso nadie lo sabe mejor que yo, quirites! —repuso César riéndose—. Los colchones van con las camas y los almohadones van con los canapés, pero no la ropa que los cubre. ¿Entendido?
César se marchó a casa, pero sólo para ocuparse de su persona; había sido un día azaroso, el tiempo había pasado volando y él tenía una cita con Servilia.