César se dirigió a grandes zancadas hacia la domus publica sintiendo una rabia muy violenta, y Tito Labieno iba casi a la carrera para mantenerse a su lado. Un perentorio gesto que César le había hecho con la cabeza le había indicado al domesticado tribuno de la plebe de Pompeyo que le acompañase, pero Labieno no sabía cuál era el motivo; iba porque en ausencia de Pompeyo, César era quien lo controlaba.

César le invitó a que se sirviera bebida con un nuevo movimiento de cabeza; Labieno se sirvió vino, tomó asiento y se quedó contemplando cómo César paseaba sin parar por los límites de su despacho.

Finalmente César habló:

—¡Haré que Cicerón se arrepienta de haber nacido! ¿Cómo se ha atrevido a interpretar la ley romana? ¿Y cómo llegamos a elegir a semejante cónsul senior, tan gandul?

—¿Cómo? ¿Tú no votaste por él?

—Ni por él ni por Híbrido.

—¿Votaste por Catilina? —le preguntó Labieno sorprendido.

—Y por Silano. Sinceramente, en realidad no había ninguno al que yo desease votar, pero uno no puede abstenerse de votar, eso es evitar el problema.

Los puntos rojos todavía ardían en las mejillas de César, y los ojos los tenía, pensó Labieno con desacostumbrada imaginación, helados aunque ardiendo.

—¡Siéntate, hombre, venga! Ya sé que tú no tocas el vino, pero esta noche es una excepción. Una copa te hará bien.

—Una copa nunca hace ningún bien —dijo César con énfasis; pero no obstante se sentó—. Si no estoy en un error, Tito, tu tío Quinto Labieno pereció bajo una teja en la Curia Hostilia hace treinta y siete años.

—Junto con Saturnino, Lucio Equitio y el resto, sí.

—¿Y qué opinas tú al respecto?

—¿Qué quieres que opine, sino que fue algo imperdonable e inconstitucional? Eran ciudadanos romanos y no los habían sometido a juicio.

—Cierto. No obstante, no fueron ejecutados oficialmente. Fueron asesinados para evitar conservarlos con vida y que así no pidieran ser sometidos a un proceso judicial del que ni Mario ni Escauro podían estar seguros de que no causaría una violencia mucho peor. Naturalmente, fue Sila quien resolvió el dilema mediante el asesinato. Era la mano derecha de Mario en aquel tiempo: muy rápido, muy inteligente, muy despiadado. Así que quince hombres murieron, no hubo incendiarios juicios por traición, llegó la flota que transportaba el grano y Mario lo distribuyó a un precio regalado. Roma se apaciguó con la barriga llena, y más tarde Escévola se llevó todo el mérito del asesinato de aquellos quince hombres.

Labieno frunció el entrecejo y añadió un poco más de agua al vino.

—Ojalá supiera yo adónde quieres ir a parar.

—Yo lo sé, Labieno, y eso es lo que importa —dijo César mostrando los dientes apretados al sonreír—. Piensa, por favor, en esa oportunidad republicana relativamente reciente, el senatus consultum de re publica defendenda, o, como Cicerón la ha llamado con nuevo y bonito nombre, senatus consultum ultimum, que fue inventado por el Senado cuando nadie quería que se nombrase a un dictador que tomase las decisiones. Y desde luego que sirvió al propósito del Senado en el período que siguió al de Cayo Graco, por no hablar de Saturnino, Lépido y algunos otros.

—Sigo sin saber qué quieres decir —dijo Labieno.

César respiró hondo.

—Ahora aquí está de nuevo el senatus consultum ultimum, Labieno. ¡Pero mira lo que le ha pasado! En la mente de Cicerón ello se ha convertido en algo respetable, inevitable y altamente conveniente. ¡Seduce al Senado para que lo apruebe y luego, amparándose en ello, procede a incumplir tanto la constitución como la mos maiorum! Sin alterarlo ante la ley en modo alguno, Cicerón ha utilizado su senatus consultum ultimum para aplastar las tráqueas romanas y romper los cuellos romanos sin un juicio previo, sin ceremonia, ¡sin la decencia más normal siquiera! ¡Esos hombres fueron a la muerte con más rapidez de la que caen los soldados en el campo de batalla! No de manera no oficial, bajo una lluvia de tejas arrojadas desde el tejado, ¡sino con la completa aprobación del Senado de Roma! ¡El cual, a instancias de Cicerón, ha asumido las funciones de juez y jurado! ¿Qué impresión crees que eso le habrá causado a la muchedumbre congregada esta tarde en el Foro, Labieno? Yo te diré qué efecto les ha producido. Que desde el día de hoy en adelante ningún ciudadano romano podrá estar seguro de que se le concederá su absolutamente inalienable derecho a un juicio antes de cualquier condena. ¡Y ese supuestamente brillante hombre, ese engreído e irreflexivo Cicerón, en realidad cree que ha librado al Senado de una situación dificilísima del mejor y más conveniente modo! Le concedo que para el Senado ése ha sido el camino más fácil. Pero para la inmensa mayoría de ciudadanos romanos de todo tipo, desde los de la primera clase hasta el proletariado, lo que Cicerón ha tramado hoy significa la muerte de un derecho inalienable en el caso de que el Senado tenga que decidir bajo un futuro senatus consultum ultimum que otros hombres romanos deban morir sin previo juicio. ¡Sin el proceso de la ley! ¿Qué va a impedir que ello ocurra de nuevo, Labieno? Dime, ¿qué?

Falto de aliento de repente, Labieno logró dejar la copa sobre el escritorio sin derramar el contenido y luego miró a César fijamente como si nunca lo hubiera visto antes. ¿Por qué veía César tantas ramificaciones cuando nadie más las veía? ¿Por qué él, Tito Labieno, no había entendido mejor lo que Cicerón estaba haciendo en realidad? ¡Oh, dioses, Cicerón no lo había comprendido! Sólo César lo había captado. Aquellos que votaron en contra de la ejecución lo habían hecho porque sus corazones no lo aprobaban, o bien habían buscado a tientas la verdad como ciegos que discuten acerca de cómo es un elefante.

—Cuando yo hablé esta mañana cometí un terrible error —continuó César con enojo—. Opté por ser irónico, no me pareció adecuado enardecer los sentimientos. Decidí ser inteligente y poner de manifiesto la locura de la propuesta de Cicerón hablando todo el tiempo de los reyes y diciendo que Cicerón estaba abrogando la República y arrastrándonos a los tiempos de los reyes. Pero no lo hice de forma lo suficientemente simple. Debería haber descendido al nivel de los niños, deletreando despacio las verdades manifiestas. Pero los consideré hombres adultos, educados y de cierta inteligencia, así que opté por ser irónico, sin darme cuenta de que no seguirían por entero adónde quería ir yo a parar con mi argumento, por qué empleaba aquella táctica. ¡Debería haber hablado con más franqueza de la que ahora te estoy hablando a ti, pero no quise que se les erizara el espinazo porque pensé que la rabia los cegaría! ¡Ellos ya estaban ciegos, yo no habría tenido nada que perder! No cometo errores a menudo, pero esta mañana cometí uno, Labieno. ¡Mira Catón! El único hombre del que yo estaba seguro de que me apoyaría, aunque me tenga poca simpatía. Lo que él dijo no tiene ningún sentido en absoluto. Pero ellos prefirieron seguirle a él como un montón de eunucos detrás de Magna Mater.

—Catón es un perro que da ladridos agudos.

—No, Labieno, sólo es un tonto de la peor clase que existe. Pero cree que no es tonto.

—Eso puede decirse de casi todos nosotros.

César alzó las cejas.

—Yo no soy un tonto, Tito.

El hecho de llamarlo Tito era con intención de suavizar la cosa, desde luego.

—Concedido. —¿Por qué sería que cuando uno se hallaba en compañía de un hombre que no bebía vino, el vino perdía su encanto? Labieno se sirvió un poco de agua—. De nada sirve darle vueltas al asunto ahora, César. Yo te creo cuando dices que harás que Cicerón lamente haber nacido, pero… ¿cómo?

—Muy sencillo. Haré que se trague ese senatus consultum ultimum suyo —dijo César con expresión soñadora, pero sin que la sonrisa le asomase a los ojos.

—Pero ¿cómo? ¿Cómo, cómo, cómo?

—Te quedan cuatro días de tu año como tribuno de la plebe, Labieno, y será suficiente si actuamos con rapidez. Podemos tomarnos el día de mañana para organizarnos y poner en claro nuestro modo de actuación. Pasado mañana llevaremos a cabo la primera fase. Los dos días siguientes son para la última fase. El asunto no habrá terminado para entonces, pero ya habrá llegado lo suficientemente lejos. ¡Y tú, mi querido Tito Labieno, dejarás tu cargo de tribuno envuelto en un absoluto resplandor de gloria! ¡Si no hay otra cosa que ensalce tu nombre para la posteridad, te prometo que los acontecimientos de los próximos cuatro días lo harán!

—¿Qué tengo que hacer?

—Esta noche nada, excepto quizá… ¿tienes acceso a…? No, no puedes tenerlo. Lo planearé de otro modo. ¿Puedes hacerte con un busto o una estatua de Saturnino? ¿O de tu tío Quinto Labieno?

—Puedo hacer algo mejor que eso —respondió rápidamente Labieno—. Yo sé dónde hay una imago de Saturnino.

—¿Una imago? ¡Pero si no fue nunca pretor!

—Cierto —dijo Labieno sonriendo—. El problema de ser un gran noble, César, es que no tienes ni idea de cómo trabajan nuestras mentes, las de los ambiciosos y emprendedores picentinos, samnitas, Hombres Nuevos de Arpinum y otros por el estilo. ¡Estamos, sencillamente, impacientes por ver nuestras facciones exquisitamente formadas y coloreadas como si estuvieran vivas en cera de abeja, con pelo auténtico, exactamente del mismo color y con el mismo peinado! Así que en cuanto tenemos dinero en el bolsillo nos vamos en secreto a uno de los artesanos del Velabrum y le encargamos una imago. Yo conozco a hombres que ni siquiera estarán nunca en el Senado que tienen imagines. ¿Cómo, si no, te crees que se ha hecho tan rico Magio, el de Velabrum?

—Bueno, dada la situación me alegro mucho de que vosotros, los Hombres Nuevos y emprendedores de Picenum, también encarguéis imagines —dijo con viveza César—. Consigue el retrato de Saturnino y encuentra a un actor que pueda ponérselo como máscara causando el efecto deseado.

—Mi tío Quinto también tenía una imago, así que contrataré a un actor para que la lleve puesta. También puedo conseguir bustos de ambos hombres.

—En ese caso no tengo ningún otro encargo para ti hasta mañana al amanecer, Labieno. Pero te prometo que a partir de entonces te haré trabajar sin descanso hasta que llegue el momento de dejar tu cargo de tribuno.

—¿Vamos a hacerlo solos tú y yo?

—No, seremos cuatro —le indicó César al tiempo que se levantaba para acompañar a Labieno hasta la puerta principal—. Para lo que tengo planeado somos necesarios cuatro: tú, yo, Metelo Celer y mi primo Lucio César.

Todo lo cual no sirvió para aclararle las cosas a Tito Labieno, quien se marchó de la domus publica intrigado, perplejo, y preguntándose cómo la curiosidad y la excitación que sentía iban a dejarle dormir.

César había abandonado toda idea de dormir. Volvió a su despacho tan sumido en sus pensamientos que Eutico, el mayordomo, tuvo que aclararse la garganta varias veces en la puerta antes de que César se percatase de su presencia.

—¡Ah, excelente! —dijo el pontífice máximo—. No estoy en casa para nadie, ni siquiera para mi madre. ¿Comprendido?

—¡Edepol! —gritó el mayordomo mientras se llevaba las rollizas manos a la cara, también rolliza—. Domine, Julia está muy ansiosa por hablar contigo inmediatamente.

—Dile que ya sé de qué quiere hablarme, y que estaré muy contento de estar con ella todo el tiempo que quiera el primer día del nuevo tribunato de la plebe. Pero ni un momento antes.

—¡César, para eso faltan cinco días! ¡Verdaderamente, no creo que la pobre niña pueda esperar tanto!

—Si yo digo que debe esperar veinte años, Eutico, entonces tiene que esperar veinte años —fue la respuesta que dio César con frialdad—. Cinco días no son veinte años. Todos los asuntos domésticos y familiares deben esperar cinco días. Julia tiene a su abuela, no depende sólo de mí. ¿Queda bien claro?

—Sí, domine —susurró el mayordomo; y se apresuró a cerrar la puerta con mucho cuidado y a alejarse sigilosamente por el pasillo hasta donde se encontraba Julia de pie, con la cara pálida y las manos cruzadas—. Lo siento, Julia, dice que no verá a nadie hasta que los nuevos tribunos de la plebe asuman el cargo.

—¡Eso no es cierto, Eutico!

—Sí lo es. Se niega a ver hasta a la señora Aurelia.

La cual apareció en aquel momento procedente del Atrium Vestae con la mirada dura y los labios apretados.

—Ven —le dijo a Julia llevándosela a las habitaciones que pertenecían a la madre del pontífice máximo.

—Has oído algo —dijo Aurelia mientras empujaba a Julia para que se sentase en una silla.

—No sé bien qué he oído —dijo Julia con aire distraído—. ¡He pedido hablar con tata y ha dicho que no!

Aquello le concedió una pausa a Aurelia.

—¿Eso ha dicho? ¡Qué raro! No es propio de César negarse a enfrentar los hechos o las personas.

—Eutico dice que tata no quiere ver a nadie, ni siquiera a ti, hasta dentro de cinco días, avia. Ha sido muy específico, todos debemos esperar hasta el día en que los nuevos tribunos de la plebe asuman el cargo.

Con el entrecejo fruncido, Aurelia empezó a pasear por la habitación; no dijo nada durante un rato. Con los ojos empañados de lágrimas, pero aguantándolas resueltamente, Julia no dejaba de observar a su abuela. ¡El problema radica, pensó, en que los tres somos desalentadoramente diferentes!

La madre de Julia había muerto cuando ésta apenas tenía siete años, lo que significaba que Aurelia había hecho de madre al mismo tiempo que de abuela durante la mayor parte de los años en que Julia se había formado. No muy asequible, perpetuamente atareada, estricta e incansable, Aurelia, no obstante, le había dado a Julia lo que más necesitan los niños, un inquebrantable sentido de seguridad y de sentirse en el lugar que les corresponde. Aunque reía pocas veces, tenía un ingenio agudo que podía salir a flote en los momentos más inesperados, y no tenía en menos estima a Julia porque a ésta le encantase reír. En la educación de la niña se habían prodigado los cuidados, desde orientarla en temas como vestirse con gusto, hasta un despiadado entrenamiento en buenos modales. Por no hablar del modo nada sentimental y llano en que Aurelia le había enseñado a Julia a aceptar lo que la suerte le deparase, y a aceptarlo con gracia, con orgullo, sin desarrollar ningún sentido de la injuria o el resentimiento.

«De nada sirve desear un mundo diferente o mejor —era la moraleja perpetua de Aurelia—. Por el motivo que sea, este mundo es el único que tenemos, y debemos vivir en él tan feliz y tan agradablemente como podamos. No podemos luchar contra la Fortuna ni contra el Destino, Julia».

César no se parecía en nada a su madre excepto en la fortaleza de espíritu, y Julia se daba cuenta de las fricciones existentes entre ambos, a veces a la menor provocación. Pero para su hija, César era el principio y el fin de aquel mundo en cuya aceptación Aurelia la había disciplinado: no era un dios, pero decididamente sí un héroe. Para Julia no había nadie tan perfecto como su padre, tan brillante, tan educado, tan ingenioso, tan apuesto, tan ideal, tan romano. Oh, ella estaba muy bien familiarizada con los fallos de su padre —aunque éste nunca se los mostraba—, desde aquel terrible mal genio hasta lo que ella consideraba el pecado dominante en él, que era jugar con las personas como un gato juega con un ratón en todos los sentidos: despiadado y frío, y con una sonrisa de puro placer reflejada en el rostro.

—Existe una poderosa razón para que César se mantenga apartado de nosotras —dijo de pronto Aurelia dejando de pasear—. No es que le de miedo enfrentarse a nosotras, de eso estoy absolutamente segura. Pero me imagino que sus motivos no tienen nada que ver con nosotras dos.

—Y probablemente —dijo Julia animada de pronto—, tampoco tendrán que ver con lo que está atormentando nuestras mentes.

La hermosa sonrisa de Aurelia destelló.

—Desde luego, Julia, cada día eres más perspicaz.

—Entonces, avia, hasta que él disponga de tiempo para vernos tendré que hablar contigo. ¿Es cierto lo que he oído en el Porticus Margaritaria?

—¿Sobre tu padre y Servilia?

—¿Es eso? ¡Oh!

—¿Qué pensabas que era, Julia?

—No pude oírlo todo, porque en cuanto me veían dejaban de hablar. Lo que deduje es que tata anda metido en un gran escándalo con una mujer, y que todo salió a la luz en el Senado hoy.

Aurelia soltó un gruñido.

—Pues así ha sido, ciertamente.

Y sin remilgos le contó a Julia los acontecimientos que habían tenido lugar en el templo de la Concordia.

—Mi padre y la madre de Bruto —dijo Julia lentamente—. ¡Qué lío! —Luego se echó a reír—. ¡Pero qué reservado es, avia! Todo este tiempo, y ni Bruto ni yo hemos sospechado nunca nada. ¿Qué demonios ve en ella?

—A ti no te ha gustado nunca.

—¡No, ni hablar!

—Bueno, eso es comprensible. Tú estás de parte de Bruto, de manera que ella nunca podrá serte simpática.

—¿A ti te cae bien?

—Por lo que es, me cae muy bien.

—Pero tata me explicó que a él no le parecía simpática, y él no miente.

—Con toda seguridad a tu padre no le cae simpática. No tengo ni idea, y, francamente, quiero tenerla, de qué es lo que retiene a tu padre junto a ella, pero el lazo es muy fuerte.

—Imagino que Servilia es excelente en la cama.

—¡Julia!

—Ya no soy una niña —dijo Julia soltando una risita—. Y tengo orejas.

—¿Para oír lo que se dice por las tiendas del Porticus Margaritaria?

—No, para oír lo que se dice en las habitaciones de mi madrastra. Aurelia se puso peligrosamente rígida.

—¡Pronto pondré fin a eso!

—¡No, avia, por favor! —gritó Julia al tiempo que le ponía la mano en el brazo a su abuela—. No puedes culpar a la pobre Pompeya, y de todos modos no es ella, sino sus amigas. Yo sé que todavía no soy adulta, pero siempre me parece que soy mucho mayor y más prudente que Pompeya. Es como un cachorrito, sentado meneando la cola y sonriendo de oreja a oreja mientras la conversación flota muy por encima de su cabeza, terriblemente ansiosa por complacer y no sentirse fuera de lugar. Las Clodias y Fulvia la atormentan de un modo espantoso, y ella nunca se da cuenta de lo crueles que son. —Julia dejó de hablar con aire pensativo—. Yo quiero a tata hasta la muerte y nunca diré una palabra contra él, pero él también es cruel con ella. ¡Oh, ya sé por qué! Pompeya es demasiado estúpida para él. No debieron casarse nunca, ¿sabes?

—Yo tuve la culpa de ese matrimonio.

—Y por el mejor de los motivos, estoy segura —dijo Julia con cariño. Luego suspiró—. ¡Oh, pero ojalá hubieras elegido a alguien más inteligente que Pompeya Sila!

—La elegí porque me la ofrecieron para esposa de César, y porque me pareció que la única manera de asegurarme de que César no se casase con Servilia era metiéndome yo primero en medio —le confió Aurelia con aire lúgubre.

Después de cambiar impresiones en los días que siguieron, un buen número de miembros del Senado descubrieron que habían preferido no quedarse en el Foro inferior para presenciar la ejecución de Léntulo Sura y los demás.

Uno de ésos fue el cónsul senior electo, Décimo Junio Silano; otro fue el tribuno de la plebe electo, Marco Porcio Catón.

Silano llegó a su casa poco antes que Catón, al que las personas deseosas de felicitarle por su discurso y su postura contra las lisonjas de César le impidieron el avance.

El hecho de que él mismo tuviera que abrir la puerta principal para entrar en su casa advirtió a Silano de lo que encontraría en el interior: un atrio desierto, sin que se viera ni se oyera sirviente alguno. Lo cual significaba que todos los serviles ya sabían lo que había ocurrido durante el debate. Pero ¿lo sabría Servilia? ¿Lo sabría Bruto? Con el rostro descompuesto porque el dolor que tenía lo corroía y le formaba un nudo en las entrañas, Silano obligó a sus piernas a sostenerle y entró inmediatamente en la sala de estar de su esposa.

Servilia se encontraba allí, repasando meticulosamente unas cuentas de Bruto, y levantó la mirada con una expresión de simple irritación.

—Sí, ¿qué pasa? —gruñó.

—O sea, que no lo sabes —le dijo él.

—¿Que no sé qué?

—Que el mensaje que le enviaste a César cayó en otras manos que no eran las suyas.

Servilia abrió mucho los ojos.

—¿Qué quieres decir?

—Ese precioso individuo al que tanto estimas como para que te haga los recados porque te hace la pelota de un modo tan inteligente no es lo bastante hábil —le dijo Silano con más hierro en la voz de lo que Servilia le había notado nunca—. Entró haciendo cabriolas en la Concordia y no tuvo el buen sentido de esperar. Así que le entregó la nota a César en el peor momento, que fue el que tu estimado hermanastro Catón había reservado para acusar a César de ser el cerebro de la conspiración de Catilina. Y cuando, en medio de aquel drama, Catón vio que César estaba ansioso por leer el papel que le habían entregado, tu hermanastro exigió que César se lo leyera en voz alta a toda la Cámara. Suponía que contenía pruebas de la traición de César, ya ves.

—Y César lo leyó en voz alta —dijo Servilia con un tenue hilo de voz.

—Venga, venga, querida mía. ¿Es que no conoces a César después de tanta intimidad con él? —le preguntó Silano apretando los labios—. No es tan poco sutil, ni tiene tan poco dominio de sí mismo. No, si alguien salió del asunto con aire de vencedor, ése fue César. ¡Claro que fue César! Simplemente sonrió a Catón y dijo que le parecía que tu hermanastro preferiría que el contenido de la nota permaneciese en privado. Se levantó y le dio a Catón la nota con tanta cortesía, con un gesto tan agradable… ¡oh, qué bien lo hizo!

—Entonces, ¿cómo es que yo salí a la luz? —preguntó Servilia en un susurro.

—Catón, sencillamente, no creyó lo que veían sus ojos. Tardó siglos en descifrar aquellas pocas palabras, mientras todos esperábamos conteniendo el aliento. Luego arrugó el mensaje, hizo con él una bola y se lo lanzó a César como una flecha. Pero, claro, la distancia era demasiado grande. Filipo lo cogió del suelo y lo leyó. Luego se lo pasó a los pretores electos hasta que llegó al estrado curul.

—Y se murieron de risa —dijo Servilia entre dientes—. ¡Oh, ya lo creo!

Pipinna —se burló él.

Otra mujer se habría encogido de miedo, pero no Servilia, que dijo con desprecio:

—¡Tontos!

—La hilaridad le hizo difícil a Cicerón hacerse oír cuando pidió que diéramos el voto. Incluso en medio de aquel mal trago, su avidez por la política se hizo evidente.

—¿El voto? ¿Para qué?

—Para decidir el destino de nuestros conspiradores cautivos, pobres almas. La ejecución o el exilio. Yo voté por la ejecución, que es lo que me obligó a hacer tu nota. César había abogado por el exilio, y tenía a la Cámara de su parte hasta que Catón habló a favor de la ejecución. Catón hizo que todo el mundo cambiase de opinión. La votación de la ejecución ganó. Gracias a ti, Servilia. Si tu nota no hubiera hecho callar a Catón, habría seguido parloteando hasta la puesta del sol y no habríamos votado hasta mañana. Mi opinión es que la Cámara habría visto el sentido de los argumentos de César. Si yo fuera César, querida mía, te cortaría en pedazos y te echaría a los lobos.

Aquello la desconcertó, pero el desprecio que sentía por Silano hizo que no tuviera en cuenta aquella opinión.

—¿Cuándo se llevarán a cabo las ejecuciones?

—Están teniendo lugar en este preciso momento. A mí me pareció más oportuno venir a casa y advertirte antes de que pudiera llegar Catón.

Servilia se puso en pie de un salto.

—¡Bruto!

Pero Silano, no sin cierta satisfacción, había aguzado el oído en dirección al atrio, y ahora sonreía agriamente.

—Demasiado tarde, querida mía, demasiado tarde. Catón viene a lanzarse sobre nosotros.

Aun así Servilia intentó ir hacia la puerta, pero sólo para detenerse en seco a poca distancia de la misma cuando Catón entró violentamente llevando a Bruto sujeto por una oreja con los dedos índice y pulgar hasta producirle un dolor insoportable.

—¡Entra aquí y mira a la ramera de tu madre! —bramó Catón soltándole la oreja a Bruto y empujándolo con tanta fuerza por la cintura que el muchacho se tambaleó, y habría caído de no haber sido por Silano, que lo sujetó. Bruto parecía tan aterrado y perplejo que lo más probable era que ni siquiera hubiese empezado a comprender qué pasaba, pensó Silano mientras se alejaba.

«¿Por qué me siento tan extraño? —se preguntó entonces a sí mismo Silano—. ¿Por qué todo esto, en el fondo, me produce tanto deleite, por qué me siento tan vengado? Hoy el mundo al que pertenezco se ha enterado de que soy un cornudo, y sin embargo eso me parece algo de mucha menos trascendencia de la que encuentro en este delicioso desquite, el merecido justo castigo de mi esposa. Apenas encuentro en mí motivos para culpar a César. Fue ella, sé que fue ella. Él ni siquiera se toma la molestia con las esposas de hombres que no lo hayan irritado políticamente, y hasta hoy yo nunca lo he irritado en ese terreno. Fue ella, estoy seguro de que fue ella. Ella lo deseaba y fue a buscarlo. ¡Por eso le entregó a Bruto a su hija! Para tener a César en la familia. Pero él no quería casarse con ella, y ella se sintió herida en su orgullo ¡Toda una proeza, tratándose de Servilia! Y ahora Catón, el hombre a quien ella odia más en todo el mundo, está enterado de las dos pasiones de Servilia: Bruto y César. Los días de paz y de autosatisfacción de Servilia han terminado. De ahora en adelante habrá una guerra espantosa, igual que cuando era niña. ¡Oh, sí, ganará! Pero ¿cuántos vivirán para verla triunfar? Yo, por mi parte, no; de lo cual me alegro profundamente. Sólo pido ser yo el primero en morirme».

—¡Mira a la ramera de tu madre! —bramó Catón de nuevo al tiempo que le daba a Bruto una fuerte bofetada en la cabeza.

—Mamá, mamá, ¿qué pasa? —gimoteó Bruto mientras los oídos le zumbaban y los ojos se le llenaban de lágrimas.

—«¡Mamá, mamá!». ¡Qué imbécil eres, Bruto, no eres más que un perro faldero, una birria de hombre! ¡Bruto el bebé, Bruto el bobo! «¡Mamá, mamá!» —repitió golpeando la cabeza de Bruto con fuerza.

Servilia, al atacar, se movió con la velocidad y el estilo de una serpiente; fue directa a por Catón, y tan súbitamente que estaba encima de él antes de que su hermanastro pudiera desviar su atención de Bruto. Se interpuso entre ambos con las dos manos levantadas y los dedos curvados como garras, agarró a Catón con ellos y le clavó las uñas en la carne hasta que se hundieron como anzuelos. De no haber sido porque Catón instintivamente cerró los ojos con fuerza, ella lo habría dejado ciego, pero sus garras lo rasgaron desde la frente hasta la mandíbula, tanto en el lado derecho como en el izquierdo, excavaron hasta el músculo y luego continuaron a lo largo del cuello y por los hombros.

Incluso un guerrero como Catón se batió en retirada; lanzaba débiles aullidos de dolor que se fueron apagando al abrir los ojos y captar una visión de Servilia más aterradora que nada excepto el rostro muerto de Cepión, una Servilia cuyos labios estirados hacia atrás dejaban al descubierto los dientes y cuyos ojos tenían un resplandor asesino. Entonces apartó la dilatada mirada de su hijo, de su marido y de su hermanastro, levantó los dedos que chorreaban sangre y lamió lascivamente la carne de Catón que había en ellos. Silano sintió arcadas y salió corriendo, y Bruto se desmayó, lo cual dejó a Catón mirándola ferozmente entre ríos de sangre.

—Sal de aquí y no vuelvas nunca más —le dijo ella en voz baja y suave.

—¡Tu hijo acabará siendo mío, no lo dudes!

—Si tan sólo lo intentas, Catón, lo que te he hecho hoy te parecerá el beso de una mariposa.

—¡Eres un monstruo!

—Sal de aquí, Catón. Y Catón salió, sujetándose los pliegues de la toga contra la cara y el cuello.

—Pero ¿cómo no se me ha ocurrido decirle que fui yo quien mandó a Cepión a la muerte? —se preguntó Servilia mientras se agachaba junto a la inanimada forma de su hijo—. Da igual —continuó diciendo para sí al tiempo que se limpiaba los dedos antes de empezar a administrar sus cuidados a Bruto—, así me queda esa cosita en reserva para otra ocasión.

El muchacho recobró la conciencia poco a poco, quizá porque en el fondo de su mente moraba ahora un terror absoluto hacia su madre, que era capaz de comerse la carne de Catón con deleite. Pero al final no tuvo más remedio que abrir los ojos y mirarla fijamente.

—Levántate y siéntate en el canapé.

Bruto se levantó y la obedeció.

—¿Sabes de qué se trataba todo eso?

—No, mamá —repuso él en un susurro.

—¿Ni siquiera cuando Catón me llamó ramera?

—No, mamá —susurró Bruto.

—No soy una ramera, Bruto.

—No, mamá.

—No obstante —dijo Servilia colocándose en una silla desde la cual podía acercarse rápidamente a Bruto si hacía falta—, desde luego ya eres lo bastante mayor como para comprender las cosas de la vida, así que ya es hora de que te abra los ojos sobre ciertos temas. De lo que se trababa —continuó en tono desenfadado— es del hecho de que desde hace algunos años el padre de Julia ha sido mi amante.

Bruto se inclinó hacia adelante y dejó caer la cabeza entre las manos, incapaz de combinar dos sensaciones distintas: una desventurada tristeza y un dolor perplejo. Primero, todo aquello que había sucedido en el templo de la Concordia mientras él estaba de pie a las puertas, escuchando; luego informó de ello a su madre; más tarde, un delicioso intervalo peleándose con los textos de Fabio Pictor; luego el tío Catón irrumpiendo violentamente en su habitación y agarrándolo por la oreja; a continuación el tío Catón dándole voces a su madre; luego mamá atacando al tío Catón, y… y… el más absoluto horror por lo que su madre había hecho después impresionó a Bruto de nuevo; comenzó a tiritar y se estremeció; estuvo llorando desconsoladamente con el rostro entre las manos.

Y además aquello. Mamá y César eran amantes, hacía años que eran amantes. ¿Cómo se sentía él por aquello? ¿Cómo se suponía que debía sentirse? A Bruto le gustaba que lo guiasen; odiaba la sensación de tener que tomar una decisión sin timón —sobre todo si era una decisión sobre emociones—, sin haber aprendido primero cómo personas como Platón y Aristóteles consideraban aquellos entes ingobernables, ilógicos y desconcertantes. De alguna manera no parecía ser capaz de sentir nada al respecto. ¿Toda aquella pelea de mamá y Catón por una cosa así? Pero ¿por qué? Mamá siempre obraba por su cuenta; seguramente el tío Catón se daba cuenta de eso. Si mamá tenía un amante, habría una buena razón para ello. Y si César era el amante de mamá, también habría una buena justificación. Mamá no hacía nada sin un buen motivo. ¡Nada!

No había logrado avanzar más en sus pensamientos cuando Servilia, cansada de aquel silencioso llanto, habló de nuevo.

—A Catón le falta un tornillo, Bruto —le dijo—. Siempre ha sido así, incluso cuando era muy pequeño. Marmolyce se apoderó de él. Y con el paso del tiempo no ha mejorado. Es torpe, estrecho de miras, un fanático, y se siente increíblemente satisfecho de sí mismo. No es asunto suyo lo que yo haga con mi vida, como tampoco eres tú asunto suyo.

—Nunca me había dado cuenta de lo mucho que lo odias —dijo Bruto al tiempo que apartaba las manos de la cara para mirar a su madre—. ¡Mamá, lo has dejado marcado con cicatrices para toda la vida!

—¡Estupendo! —dijo Servilia con cara de auténtica complacencia. Luego asimiló por completo con la mirada la imagen que ofrecía su hijo e hizo una mueca de desagrado. Este, a causa de los granos, no podía afeitarse, tenía que conformarse con recortarse mucho la densa barba negra; entre los enormes granos y los mocos esparcidos por toda la cara, estaba peor que feo. Estaba espantoso. Servilia buscó con la mano por detrás de ella hasta que localizó un trapito suave cerca de las jarras del agua y el vino; se lo arrojó a su hijo—. ¡Límpiate la cara y suénate, Bruto, por favor! No es que yo esté de acuerdo con las críticas que te hace Catón, pero hay ocasiones en que me decepcionas horriblemente.

—Ya lo sé —susurró él—, ya lo sé.

—¡Oh, bueno, da lo mismo! —dijo Servilia en tono vigoroso; se levantó, se acercó a él hasta situarse de pie detrás de su hijo y le pasó el brazo por encima de los abatidos hombros—. Tú posees cuna, riqueza, educación e influencia. Y todavía no tienes veintiún años. Seguro que con el tiempo mejoras, hijo mío, pero a Catón no le ocurrirá lo mismo. No hay nada, ni siquiera el tiempo, que pueda hacer que Catón mejore.

El brazo de Servilia le cayó a Bruto como un cilindro de plomo caliente, pero no se atrevió a hacer ningún movimiento para quitárselo de encima. Se incorporó un poco.

—¿Puedo irme, mamá?

—Sí, siempre que entiendas mi posición.

—La entiendo, mamá.

—Lo que yo haga es asunto mío, Bruto. No voy a darte ni una sola excusa para la relación que existe entre César y yo. Silano lo sabe desde hace mucho tiempo. Es lógico que César, Silano y yo hayamos preferido guardarlo en secreto. La luz se hizo en Bruto.

—¡Tercia! —dijo con un grito ahogado—. ¡Tercia es hija de César, no de Silano! Se parece a Julia.

Servilia contempló a su hijo con cierta admiración.

—Qué perspicaz de tu parte, Bruto. Sí, Tercia es de César.

—¿Y Silano lo sabe?

—Desde el principio.

—¡Pobre Silano!

—No malgastes tu compasión en quien no se la merece.

Una diminuta chispa de valor brotó lentamente en el pecho de Bruto.

—¿Y qué me dices de César? —preguntó—. ¿Lo amas?

—Más que a nadie en este mundo exceptuándote a ti.

—¡Oh, pobre César! —dijo Bruto; y escapó antes de que su madre pudiera decir otra palabra, con el corazón latiéndole con fuerza por aquella temeridad.

Silano se había ocupado de que aquel único hijo varón tuviera una grande y cómoda suite de habitaciones para él, con una agradable vista al peristilo. Allí huyó Bruto, pero no se quedó mucho tiempo. Después de lavarse la cara, de recortarse la barba todo lo que pudo, de peinarse y de llamar a su criado para que le ayudase a ponerse la toga, abandonó la siniestra casa de Silano. No recorrió las calles de Roma solo, no obstante. Como se había hecho de noche, iba escoltado por dos esclavos que llevaban antorchas.

—¿Puedo ver a Julia, Eutico? —le preguntó a éste cuando llegó a la puerta de César.

—Es muy tarde, domine, pero averiguaré si está levantada —le dijo el mayordomo con respeto; y lo dejó entrar en la casa.

Naturalmente, ella lo recibiría; Bruto subió la escalera y llamó a la puerta de la habitación de Julia.

Cuando ésta abrió la puerta cogió a Bruto entre los brazos y lo abrazó, con la mejilla pegada al cabello de él. Y los más exquisitos sentimientos de paz completa e infinito afecto brotaron en Bruto desde la piel hasta los huesos; por fin comprendió lo que algunas personas querían decir cuando aseguraban que no había nada tan bueno como llegar al hogar. Su hogar era Julia. Su amor hacia ella no paraba de crecer; las lágrimas le cayeron desde los entornados párpados en medio de una dicha que lo curaba todo; se agarró a Julia e inhaló su olor, delicado como todo en ella. Julia, Julia, Julia…

Sin desearlo conscientemente, deslizó las manos por detrás de la espalda de la muchacha, levantó la cabeza que tenía apoyada en el hombro de ella y le buscó a tientas la boca con la suya, con tanta torpeza e inexperiencia que Julia no comprendió sus intenciones hasta que fue demasiado tarde para retirarse sin herir los sentimientos de Bruto. Así que Julia experimentó el primer beso por lo menos llena de lástima por aquel que se lo daba, y no le pareció ni mucho menos tan desagradable como se había temido. Los labios de Bruto tenían un tacto muy agradable, suaves y secos, y como ella tenía los ojos cerrados no podía verle la cara. Bruto tampoco intentó mayores intimidades. Dos besos más y luego la soltó.

—¡Oh, Julia, cuánto te quiero!

¿Qué otra cosa podía decir ella más que «yo también te quiero, Bruto»?

Luego lo condujo hasta el interior y lo invitó a sentarse en un canapé, aunque ella, muy adecuadamente, fue a sentarse en una silla a cierta distancia y dejó la puerta un poco entreabierta.

La sala de estar de Julia era grande, por lo menos a los ojos de Bruto, especialmente hermosa. Se veía la mano de Julia allí, y ella no tenía una mano corriente. Los frescos eran de pájaros etéreos y frágiles flores pintados con pálidos colores transparentes, los muebles eran esbeltos y graciosos, y no se veía ni señal de púrpura de Tiro ni ningún adorno dorado.

—Tu madre y mi padre —dijo ella.

—¿Eso qué significa?

—¿Para ellos o para nosotros?

—Para nosotros. ¿Cómo vamos a saber nosotros lo que significa para ellos?

—Supongo que a nosotros no puede hacernos ningún daño —dijo Julia lentamente—. No hay ninguna ley que les prohíba a ellos el amor por causa nuestra, aunque supongo que estará mal visto.

—¡La virtud de mi madre está por encima de todo reproche, y este asunto no cambia eso! —dijo Bruto bruscamente, poniéndose de repente a la defensiva.

—Claro que no cambia eso. Mi padre representa una circunstancia única en la vida de tu madre. Servilia no es como Pala ni como Sempronia Tuditani.

—¡Oh, Julia, es maravilloso que siempre me comprendas!

—Comprenderlos es fácil, Bruto. Mi padre no puede ponerse en el mismo montón que los demás hombres, lo mismo que tu madre es una persona muy singular entre las demás mujeres. —Se encogió de hombros—. ¿Quién sabe? Quizás su relación fue inevitable, dado el tipo de personas que son.

—Tú y yo tenemos en común una hermanastra —dijo de pronto Bruto—. Tercia es de tu padre, no de Silano.

Julia se quedó parada y luego soltó una exclamación ahogada; se echó a reír, encantada.

—¡Oh, tengo una hermana! ¡Qué maravilla!

—¡No, Julia, por favor! Ninguno de nosotros dos podemos admitir eso nunca, ni siquiera en el seno de nuestras familias. La sonrisa de Julia se debilitó y desapareció.

—Oh. Sí, desde luego tienes razón, Bruto. —Las lágrimas se le agolparon en los ojos, pero no cayeron—. Nunca debo demostrárselo a ella. Pero de todos modos yo lo sé —dijo más animada.

—Aunque, sin duda, físicamente se parece a ti, en el carácter Tercia se parece mucho más a mi madre.

—¡Oh, tonterías! ¿Cómo puedes saber eso si sólo tiene cuatro años?

—Fácilmente —repuso Bruto con aire fúnebre—. Van a prometerla en matrimonio con Cayo Casio porque la madre de él y la mía compararon nuestros horóscopos. La vida de Casio y la mía están estrechamente entrelazadas, al parecer a través de Tercia.

—Y Casio nunca debe saberlo.

Aquello provocó que Bruto dejase escapar un bufido sarcástico.

—¡Oh, venga ya, Julia! ¿Crees que no habrá alguien que se lo diga? Aunque no creo que a él eso le importe. La sangre de César es mejor que la de Silano.

¡En eso, pensó Julia, era como si hablara la madre de Bruto! La muchacha volvió al tema original.

—Hablemos de nuestros padres —dijo.

—¿Crees que lo que existe entre ellos puede afectamos a nosotros?

—Oh, seguro que sí. Pero yo creo que lo que tenemos que hacer es ignorarlo.

—Entonces —dijo Bruto al tiempo que se ponía en pie—, eso es lo que haremos. Tengo que irme. Es muy tarde ya. —A la puerta le cogió la mano a Julia y se la besó—. Dentro de cuatro años nos casaremos. Resulta difícil esperar, pero Platón dice que la espera reforzará nuestra unión.

—¿Ah, sí? —preguntó Julia, con expresión de asombro—. Debo de haberme saltado ese trozo.

—Bueno, es que yo leo entre líneas.

—Claro. A los hombres se os dan mejor esas cosas, ya me he fijado.

La noche sólo estaba empezando a dar paso al día cuando Tito Labieno, Quinto Cecilio, Metelo Celer y Lucio César llegaron a la domus publica y se encontraron a César muy despierto y al parecer nada desmejorado por la falta de sueño. Agua, vino dulce suave, pan recién hecho, aceite de oliva virgen y una excelente miel procedente del Himeto se habían dispuesto encima de una consola, al fondo de la habitación; César aguardó con paciencia a que sus invitados se sirvieran. Él sorbió un poco de líquido humeante de una taza de piedra tallada, aunque no comió nada.

—¿Qué es eso que estás bebiendo? —le preguntó Metelo Celer con curiosidad.

—Agua caliente con un poco de vinagre.

—¡Oh, dioses, qué malo!

—Uno se acostumbra —le indicó César tranquilamente.

—¿Y para qué quiere uno acostumbrarse?

—Por dos motivos. El primero es que creo que es bueno para mi salud, que pienso mantener en vigorosas y excelentes condiciones hasta que sea viejo; y el segundo es que ello me endurece el paladar para soportar toda clase de insultos, desde el aceite rancio hasta el pan agrio.

—Te doy la razón en el primer motivo. Pero ¿qué virtud tiene el segundo a menos que hayas abrazado el estoicismo? ¿Por qué habrías de conformarte con comida pobre?

—En las campañas de guerra uno a menudo se ve forzado a hacerlo… por lo menos tal como yo hago la guerra. ¿Te permite Pompeyo Magnus darte lujos en campaña? ¿Es así, Celer?

—¡Pues claro que sí! ¡Y también todos los demás generales bajo cuyas órdenes he servido! ¡Recuérdame que no vaya nunca a la guerra contigo!

—Bueno, en invierno y en primavera la bebida no es tan mala; sustituyo el vinagre por zumo de limón.

Celer puso los ojos en blanco; Labieno y Lucio César se echaron a reír.

—Bien, ha llegado el momento de ir al grano —dijo César al tiempo que se sentaba detrás del escritorio—. Por favor, perdonadme por esta actitud de patrono, pero me parece más lógico sentarme aquí, donde puedo veros a todos y todos podéis verme a mí.

—Estás perdonado —le dijo Lucio César con solemnidad.

—Tito Labieno estuvo aquí anoche, así que conozco los motivos por los que votó conmigo ayer —dijo César—, y también comprendo por completo por qué votaste conmigo, Lucio. No obstante, no acabo de comprender cuáles fueron tus motivos, Celer. Dímelos ahora.

Al ser desde hacía mucho tiempo el sufrido marido de Clodia, su propia prima hermana, Metelo Celer era además cuñado de Pompeyo el Grande, pues la madre de Celer y de su hermano menor, Metelo Nepote, era también la madre de Mucia Tercia. Celer y Nepote, que se profesaban un gran cariño, eran hombres queridos y estimados, pues eran encantadores y sociables.

Para César, Celer nunca se había mostrado particularmente radical en sus inclinaciones políticas, hasta aquel momento respetablemente conservadoras. La manera en que respondiese era una cuestión crucial para el éxito; César no podía esperar llevar a cabo lo que tenía planeado a menos que Celer estuviera dispuesto a respaldarle incondicionalmente.

Con el atractivo rostro taciturno, Celer se inclinó hacia adelante con los puños apretados.

—Para empezar, César, no apruebo que unas setas como Cicerón dicten normas de conducta política a los auténticos romanos. ¡Y ni por un solo momento condonaré la ejecución de ciudadanos romanos sin un juicio! No se me escapa que el aliado de Cicerón resultó ser otro cuasi romano, Catón, el de los Salonianos. ¿Adónde vamos a llegar si cuando esos que presumen de interpretar nuestras leyes descienden de esclavos o de patanes sin linaje?

Una respuesta que —¿se habría dado cuenta Celer?— también hacía de menos a Pompeyo el Grande, su pariente de matrimonio. No obstante, ya que ninguno era lo bastante estúpido como para mencionarlo, aquello bien podía ignorarse convenientemente.

—¿Qué puedes hacer tú, Cayo? —le preguntó Lucio César.

—Mucho. Labieno, me perdonarás que haga una recapitulación de lo que te expliqué anoche. A saber, qué fue exactamente lo que hizo Cicerón. La ejecución de ciudadanos sin juicio previo no es el meollo de la cuestión, sino más bien algo que deriva de ella. El verdadero crimen está en la interpretación que hace Cicerón del senatus consultum de re publica defendenda. Yo no creo que este decreto último haya tenido nunca intención de ser una protección general que capacite al Senado o a cualquier otro cuerpo de hombres romanos para hacer lo que le plazca. Y ésa precisamente es la interpretación de Cicerón.

»El decreto último se ideó para actuar en caso de un disturbio civil de corta duración, el de Cayo Graco. Lo mismo puede decirse de su uso durante la revolución de Saturnino, aunque sus deficiencias fueron más obvias entonces que cuando se utilizó por primera vez. Fue invocado por Carbón contra Sila cuando éste desembarcó en Italia, y contra Lépido también. En el caso de Lépido se vio reforzada por la constitución de Sila, que dio al Senado plenos y transparentes poderes en todos los asuntos relativos a la guerra, aunque no en lo referente a disturbios civiles. El Senado decidió considerar a Lépido como un enemigo de guerra.

»Eso no es así ahora —continuó diciendo César con seriedad—. El Senado está obligado una vez más por los tres Comicios. Y ninguno de los cinco hombres a los que se ejecutó anoche habían conducido tropas armadas contra Roma. De hecho, ninguno de ellos había levantado siquiera un arma contra ningún romano, a no ser que consideremos como tal cosa la resistencia que ofreció Cepario a lo que quizás él creyó que era un simple asalto en el puente Mulvio en mitad de la noche. No se les declaró enemigos públicos. Y, por muchos argumentos que se den para probar sus intenciones de traición, incluso ahora que están muertos sus intenciones siguen siendo sólo eso: ni más ni menos que intenciones. ¡Intenciones, no acciones concretas! Las cartas simplemente expresaban intenciones, estaban escritas antes de los hechos.

»¿Quién puede ver lo que la llegada de Catilina a las puertas de Roma habría causado en aquellas intenciones? Y con Catilina ausente de la ciudad, ¿qué fue de sus intenciones de matar a los cónsules y a los pretores? Se dice que dos hombres, ¡ninguno de los cuales formaba parte de los cinco que murieron anoche!, intentaron entrar en casa de Cicerón para asesinarlo. ¡Pero nuestros cónsules y nuestros pretores siguen sanos y fuertes hasta el día de hoy! ¡No tienen ni un rasguño! ¿Es que ahora vamos a ser ejecutados sin juicio a causa de nuestras intenciones?

—¡Oh, ojalá hubieras dicho eso ayer! —suspiró Celer.

—Ojalá. Sin embargo, dudo mucho que ningún argumento hubiera tenido el poder de conmoverlos una vez que Catón se lanzó. Porque a pesar de sus buenas palabras acerca de que hiciéramos discursos cortos, Cicerón ni siquiera intentó detener la palabrería de Catón. Ojalá hubiera continuado hasta la puesta de sol.

—Échale la culpa a Servilia de que no fuera así —dijo Lucio César haciendo mención de lo que no se podía mencionar.

—No te preocupes, ya se la echo —repuso César apretando los labios.

—Bueno, si tienes planeado asesinarla, asegúrate de no decírselo en una carta —intervino Celer con una sonrisa en los labios—. La intención es lo único que hace falta en estos días.

—Ahí quiero ir a parar yo, precisamente. Cicerón ha convertido el senatus consultum ultimum en un monstruo que puede volverse contra cualquiera de nosotros.

—Pues no logro ver qué es lo que podemos hacer nosotros a posteriori.

—Podemos hacer que ese monstruo se vuelva contra Cicerón, quien sin duda en estos momentos está planeando hacer que el Senado ratifique su reclamación del título de pater patriae —dijo César curvando los labios—. Dice que ha salvado a la patria, pero yo mantengo que este país no se encuentra verdaderamente en peligro, a pesar de Catilina y de su ejército. Si alguna vez una revolución ha estado condenada al fracaso, es ahora. Lépido Fue lo bastante catastrófico. Yo diría que Catilina es un auténtico chiste, si no fuera porque algunos buenos soldados romanos tendrán que morir para vencerlo.

—¿Y qué intenciones tienes? —le preguntó Labieno—. ¿Qué puedes hacer?

—Pienso desprestigiar todo el concepto del senatus consultum ultimum. Ya ves, pienso juzgar por alta traición a alguien que actuó bajo la protección de dicho decreto —dijo César.

Lucio César ahogó una exclamación.

—¿A Cicerón?

—A Cicerón no, ciertamente… ni a Catón, por lo que a eso se refiere. Es demasiado pronto para intentar tomar represalias contra cualquiera de los hombres implicados en esta última utilización. Si lo intentásemos, nos encontraríamos con el cuello roto. Ya llegará el momento para eso, primo, pero todavía no. No, iremos a por alguien de quien es de todos sabido que actuó de forma criminal amparándose en un senatus consultum ultimum anterior. Cicerón fue lo bastante clarividente como para nombrar a nuestra presa en la Cámara. Cayo Rabirio.

Tres pares de ojos se abrieron mucho, pero ninguno de los tres hombres habló durante un rato.

—Seguramente querrás decir por asesinato —dijo al fin Celer—. Cayo Rabirio fue indiscutiblemente uno de los hombres que se subieron al tejado de la Curia Hostilia, pero eso no fue traición, sino que fue asesinato.

—Eso no es lo que dice la ley, Celer. Piénsalo. El asesinato se convierte en traición cuando se comete para usurpar las prerrogativas legales del Estado. Por lo tanto el asesinato de un ciudadano romano al que se tiene preso en espera de juicio acusado de alta traición es en sí mismo una traición.

—Empiezo a comprender adónde vas a parar —dijo Labieno, cuyos ojos se habían puesto brillantes—, pero nunca conseguirás llevarlo ante un tribunal.

—El perduellio no es un delito que se juzgue en un tribunal, Labieno. Debe ser juzgado en la Asamblea de las Centurias —le recordó César.

—Tampoco llegarás allí, aunque Celer sea el pretor urbano.

—No estoy de acuerdo. Hay una manera de llevar el caso ante las Centurias. Empezamos con un proceso judicial mucho más antiguo que la República, pero que es una ley no menos romana que cualquiera de las leyes de la República. Está todo en los documentos antiguos, amigo mío. Ni siquiera Cicerón será capaz de discutir la legalidad de lo que hagamos. Podrá contrarrestarlo remitiéndolo a las Centurias, pero nada más.

—Ilumíname, César; no soy ningún estudioso de las leyes antiguas —dijo Celer empezando a sonreír.

—Tú tienes renombre de ser un pretor urbano que ha cumplido escrupulosamente sus edictos —le dijo César, que optó por mantener a su audiencia sobre ascuas un poco más de tiempo—. Uno de tus edictos dice que accederás a juzgar a cualquier hombre si su accusator actúa dentro de la ley. Mañana al amanecer, Tito Labieno se presentará ante tu tribunal y exigirá que Cayo Rabirio sea juzgado perduellionis por los asesinatos de Saturnino y Quinto Labieno en la forma que se estableció durante el reinado del rey Tulo Hostilio. Tú estudiarás el caso, y, ¡qué perspicaz por tu parte!, casualmente tendrás debajo del brazo una copia de mi disertación acerca de los procesos antiguos por alta traición. Eso confirmará que la solicitud de Labieno de acusar a Rabirio perduellionis por esos dos asesinatos se atiene a la letra de la ley.

La audiencia estaba fascinada; César apuró lo que le quedaba del agua con vinagre, ya tibia, y continuó.

—El procedimiento, en el único juicio que ha llegado hasta nosotros, durante el reinado de Tulo Hostilio, el de Horacio por el asesinato de su hermana, exige una vista ante dos jueces solamente. Ahora bien, actualmente sólo hay cuatro hombres en Roma que estén cualificados para ser jueces, porque descienden de familias instaladas entre los padres en la época en que el juicio tuvo lugar. Yo soy uno de ellos y tú eres otro, Lucio. El tercero es Catilina, oficialmente declarado enemigo público. Y el cuarto es Fabio Sanga, que en estos momentos está de camino hacia las tierras de los alóbroges en compañía de sus clientes. Por tanto tú, Celer, nos nombrarás a Lucio y a mí jueces, y ordenarás que el juicio se celebre inmediatamente en el Campo de Marte.

—¿Estás seguro de todo lo que estás diciendo? —le preguntó Celer arrugando la frente—. Hay testimonios de que los Valerios datan de aquella época, y ciertamente los Servilio y los Quintilios vinieron de Alba Longa cuando la ciudad fue destruida, igual que los Julios.

Lucio César optó por responder.

—El juicio de Horacio tuvo lugar mucho antes de que Alba Longa fuera saqueada, Celer, lo cual descalifica a los Servilios y a los Quintilios. Los Julios emigraron a Roma cuando Numa Pompilio estaba todavía en el trono. Fueron desterrados de Alba por Clulio, que les usurpó la monarquía albana. En cuanto a los Valerios —aquí Lucio César se encogió de hombros—, eran sacerdotes militares de Roma, lo cual también los descalifica.

—¡Me doy por corregido —dijo Celer al tiempo que dejaba escapar una risita entre dientes, inmensamente divertido—, pero lo único que yo puedo alegar es que, al fin y al cabo, no soy más que un mero Cecilio!

—A veces vale la pena escoger a los antepasados, Quinto —dijo César encajando la pulla—. Es una suerte para César que nadie, desde Cicerón hasta Catón, pueda discutir tu elección de los jueces.

—Provocará furor —dijo Labieno con satisfacción.

—Así será, Tito.

—Y Rabirio seguirá el ejemplo de Horacio y apelará.

—Desde luego. Pero primero daremos un maravilloso espectáculo al exhibir todas las antiguas galas: la cruz hecha de un árbol de mal agüero; la estaca en forma de horquilla para los azotes; tres lictores que transporten las varas y las hachas en representación de las tres tribus de los orígenes de Roma; el velo para la cabeza de Rabirio y las ataduras rituales para las muñecas. ¡Todo un soberbio teatro! Spinther se morirá de envidia.

—Pero no harán más que encontrar excusas para retrasar la apelación de Rabirio en las Centurias hasta que el resentimiento público se apacigüe —dijo Labieno, que ahora se había puesto lúgubre—. Nunca se celebrará la vista de Rabirio mientras alguien recuerde el destino de Léntulo Sura y de los demás.

—No pueden hacer eso —intervino César—. La ley antigua se impone, así que la apelación hay que celebrarla de inmediato, exactamente igual que la apelación de Horacio se celebró en seguida.

—Deduzco que nosotros condenamos a Rabirio —dijo Lucio César—, pero no lo entiendo, primo. ¿Para qué?

—En primer lugar, nuestro juicio es muy diferente de un juicio moderno como lo establece Glaucia. Visto con ojos modernos parecerá una farsa. Los jueces determinan qué pruebas quieren oír y deciden cuando ya han oído bastante. Cosa que decidiremos nosotros una vez que Labieno haya expuesto el caso ante nosotros. Nos negaremos a permitir que el acusado presente prueba alguna en su propia defensa. ¡Es vital que se vea que no se hace justicia! Porque, ¿qué justicia recibieron esos cinco hombres ejecutados ayer?

—¿Y en segundo lugar? —preguntó Lucio César.

—En segundo lugar, la apelación se hace acto seguido, lo que significa que las Centurias todavía estarán en ebullición. Y Cicerón se verá invadido por el pánico. Si las Centurias condenan a Rabirio, el cuello de Cicerón está en peligro. Y Cicerón no es estúpido, ya sabéis, sólo un poco obtuso cuando su vanidad y su certeza de que tiene razón se llevan la mayor parte de su buen criterio. En el momento en que oiga lo que estamos haciendo, comprenderá exactamente por qué lo hacemos.

—En cuyo caso —dijo Celer—, y si tiene algo de sentido común, irá derecho a la Asamblea Popular y procurará hacer una ley que invalide el procedimiento antiguo.

—Sí, supongo que así es como lo abordará. —César le echó una mirada a Labieno—. Me fijé en que Ampio y Rulo votaron con nosotros ayer en el templo de la Concordia. ¿Crees que cooperarían con nosotros? Necesito un veto en la Asamblea Popular, pero tú estarás muy atareado en el Campo de Marte con Rabirio. ¿Crees que estarían dispuestos Ampio o Rulo a ejercer su derecho al veto en nuestro beneficio?

—Ampio seguro que sí, porque tiene relación conmigo y ambos la tenemos con Pompeyo Magnus. Y creo que Rulo también cooperaría. Haría cualquier cosa que imagine que hará sufrir a Cicerón y a Catón. Les echa la culpa a ellos del fracaso de su proyecto de ley sobre los terrenos.

—Entonces Rulo, y Ampio le apoyará. Cicerón le pedirá a la Asamblea Popular una lex rogata plus quam perfecta para poder castigarnos legalmente por instituir el procedimiento antiguo. Y tendrá que invocar a su precioso senatus consultum ultimum para que la ley se apruebe apresuradamente y entre en vigor, añado yo; así tendrá que centrar la atención pública en el decreto último cuando precisamente lo que él estará deseando será quemarlo para que se olvide. Después de lo cual Rulo y Ampio interpondrán sus vetos. Y después quiero que Rulo se lleve aparte a Cicerón y le proponga un pacto. Nuestro cónsul senior es un alma tan tímida que se agarrará a cualquier proposición que tenga probabilidades de impedir la violencia en el Foro… siempre que ello le permita salirse con la mitad de lo que se propone.

—Deberías oír lo que cuenta Magnus que hacía Cicerón durante la guerra italiana —dijo Labieno con desprecio—. Nuestro heroico cónsul senior se desmayaba al ver una espada.

—¿Qué trato ha de proponerle Rulo? —preguntó Lucio César mientras fruncía el entrecejo al mirar a Labieno, a quien consideraba un mal necesario.

—Primero, que la ley que Cicerón se procure no nos haga susceptibles de ser procesados más tarde. Segundo, que la apelación de Rabirio ante las Centurias tenga lugar al día siguiente para que Labieno pueda continuar como acusador mientras siga siendo tribuno de la plebe. Tercero, que la apelación se lleve a cabo según las normas de Glaucia. Cuarto, que la sentencia de muerte sea sustituida por el exilio y una multa. —César lanzó un suspiro, a sus anchas—. Y quinto, que se me nombre a mí juez de apelación en las Centurias, con Celer como mi custos personal.

Celer prorrumpió en carcajadas.

—¡Por Júpiter, César! ¡Qué inteligente!

—¿Y para qué molestarse en cambiar la sentencia? —preguntó Labieno, todavía dispuesto al pesimismo—. Las Centurias no han declarado jamás a ningún hombre culpable de perduellio desde que Rómulo era niño.

—Eres excesivamente pesimista, Tito. —César juntó las manos sin apretarlas sobre el escritorio—. Lo que tenemos que hacer es atizar los sentimientos que ya están a punto de estallar en el interior de la mayoría de los que vieron cómo el Senado negaba el inalienable derecho a juicio de un romano. Este es un tema en el que la primera y la segunda clases no consentirán seguir el ejemplo del Senado, incluso entre las filas de las Dieciocho. El senatus consultum ultimum concede al Senado excesivo poder, y no hay un caballero ni un hombre moderadamente acaudalado ahí afuera que no comprenda eso. Ha habido guerra entre las clases desde los hermanos Graco. Rabirio no goza de la menor simpatía, es un viejo villano. Por eso lo que le depare a él el destino no le importa nada a los votantes de las Centurias, lo que les importa es ver amenazado el derecho a un juicio. Creo que hay muchas probabilidades de que las Centurias opten por condenar a Cayo Rabirio.

—Y de que lo manden al exilio —dijo Celer con cierta tristeza—. Ya sé que es un viejo granuja, César, pero es viejo. El exilio lo mataría.

—No, si el veredicto no llega a emitirse —dijo César.

—¿Cómo puede ser que no se emita?

—Eso queda por entero en tus manos, Celer —dijo César sonriendo con malicia—. Como pretor urbano estás encargado del protocolo para las reuniones en el Campo de Marte. Y eso incluye tener vigilada la bandera roja que has de izar en lo alto del Janículo cuando las Centurias estén fuera de las murallas, por si acaso aparecen invasores.

Celer se echó a reír otra vez.

—¡No, César!

—Mi querido amigo, ¡nos encontramos bajo un senatus consultum ultimum porque Catilina está en Etruria con un ejército! El desgraciado decreto no existiría si Catilina no tuviera un ejército, y hoy cinco hombres estarían vivos. En condiciones normales nadie se molestaría siquiera en mirar hacia el Janículo, y menos que nadie el pretor urbano: él está muy atareado al nivel del suelo, no en un tribunal. Pero con Catilina y un ejército que se espera que caigan sobre Roma cualquier día, en el momento en que la bandera se arríe cundirá el pánico. Las Centurias dejarán de votar y saldrán huyendo a sus casas para armarse contra los invasores, igual que en los tiempos de los etruscos y de los volscos. Yo sugiero —continuó César con recato— que pongas a alguien en el Janículo dispuesto para bajar la bandera roja y establezcas algún sistema de señales: una hoguera quizás, si el sol no está lo bastante lejos en el Oeste, o un espejo que lance destellos si lo está.

—Todo eso está muy bien —dijo Lucio César—. Pero ¿qué se conseguirá con toda esa tortuosa sucesión de acontecimientos si a Rabirio no se le declara culpable y el senatus consultum ultimum continúa en vigor hasta que Catilina y su ejército sean derrotados? ¿Qué lección crees que le darás realmente a Cicerón? Catón es una causa perdida, es demasiado duro de mollera como para sacar alguna lección de algo.

—En cuanto a Catón, tienes razón, Lucio. Pero Cicerón es diferente. Como ya he dicho, es un alma tímida. En la actualidad está exaltado por la riada de éxito. Quería una crisis durante su período de cónsul y la ha tenido. Todavía no se le ha pasado por la cabeza que exista alguna posibilidad de desastre personal. Pero si le hacemos ver que las Centurias habrían declarado culpable a Rabirio, él comprenderá el mensaje, creedme.

—Pero ¿cuál es el mensaje exactamente, César?

—Que ningún hombre que actúe bajo el amparo del senatus consultum ultimum está a salvo de un justo castigo en algún momento del futuro. Que ningún cónsul senior puede engañar a un cuerpo de hombres tan importante como el Senado de Roma para que apruebe la ejecución de ciudadanos romanos sin un juicio, y no digamos sin apelación. Cicerón captará el mensaje, Lucio. Cada hombre de las Centurias que vote por condenar a Rabirio estará diciéndole a Cicerón que el Senado y él no son lo árbitros del destino de Roma. También le estarán diciendo que mediante la ejecución de Léntulo Sura y los demás sin juicio previo, ha perdido la confianza y la admiración que le tenían. Y eso último, para Cicerón, será peor que cualquier otro aspecto de todo este asunto —dijo César.

—¡Te odiará por esto! —le gritó Celer.

César alzó las rubias cejas; ahora había adoptado una pose altanera.

—¿Y a mí qué me importa? —preguntó.

El pretor Lucio Roscio Otón había sido tribuno de la plebe al servicio de Catulo y de los boni, y se había ganado la antipatía de casi todos los hombres romanos por devolverles a los caballeros de las Dieciocho las catorce filas de asientos que estaban justo detrás de los asientos senatoriales. Pero le había entregado su afecto a Cicerón el día en que un teatro lleno de gente le había silbado y abucheado a rabiar por reservar esos asientos tan apetecibles según derecho, y Cicerón se había visto obligado a hablar ante aquella airada muchedumbre de seres inferiores para intentar calmarlos y convencerlos.

Ahora pretor responsable de los litigios extranjeros, Otón se encontraba en el Foro inferior cuando vio a Tito Labieno, aquel individuo de aspecto salvaje, que avanzaba a grandes zancadas hacia el tribunal de Metelo Celer y empezaba a hablar con mucha insistencia. Picado por la curiosidad, Otón se acercó despacio a tiempo de oír la última parte de la exigencia de Labieno acerca de que Cayo Rabirio fuera juzgado por alta traición de acuerdo con la ley vigente durante el reinado del rey Tulo Hostilio. Cuando Celer sacó la gruesa disertación de César sobre leyes antiguas y empezó a comprobar la validez de las pretensiones de Labieno, Otón decidió que había llegado el momento de pagarle a Cicerón una parte de su deuda informándole de lo que ocurría.

Casualmente Cicerón había estado durmiendo hasta tarde, porque la noche siguiente a la ejecución de los conspiradores no había podido dormir casi nada; luego, al día siguiente, había recibido la visita de numerosísimas personas que acudían a felicitarlo, lo que le produjo una clase de excitación que lo condujo al sueño mucho más que la del día anterior.

Así que no había salido aún de su cubículo cuando Otón llegó y se puso a aporrear la puerta principal, aunque acudió en seguida al atrio cuando oyó el alboroto… ¡qué casa tan pequeña!

—¡Otón, querido amigo, lo siento! —gritó Cicerón sonriendo radiante al pretor al tiempo que se pasaba la mano por el desordenado pelo para alisárselo—. Hay que echar la culpa a los acontecimientos de los últimos días; esta noche por fin he descansado realmente bien. —Su burbujeante sensación de bienestar empezó a desvanecerse un poco cuando captó la expresión perturbada de Otón—. ¿Está ya en camino Catilina? ¿Ha habido una batalla? ¿Han sido derrotados nuestros ejércitos?

—No, no tiene nada que ver con Catilina —dijo Otón al tiempo que movía negativamente la cabeza—. Se trata de Tito Labieno.

—¿Qué pasa con Tito Labieno?

—En estos momentos se encuentra abajo, en el Foro, ante el tribunal de Metelo Celer; y le está pidiendo a éste que se le permita procesar al viejo Cayo Rabirio perduellionis por los asesinatos de Saturnino y Quinto Labieno.

—¿Qué estás diciendo?

Otón repitió su declaración.

A Cicerón se le quedó la boca seca; notó que la sangre se le retiraba del rostro y que el corazón se le tropezaba y tartamudeaba mientras el pecho se le quedaba sin aire. Alargó una mano y agarró con fuerza a Otón por un brazo.

—¡No me lo creo!

—Pues será mejor que te lo creas, porque está ocurriendo; y Metelo Celen tenía cara de estar dispuesto a aprobar el caso. Ojalá pudiera decir que comprendí exactamente qué ocurría, pero no es así. Labieno no hacía más que citar al rey Tulo Hostilio, hablaba de algo relacionado con un antiguo proceso judicial, y Metelo Celen se puso muy afanoso a estudiar con detenimiento un enorme rollo que decía que tenía que ver con las leyes antiguas. No sé bien por qué el pulgar izquierdo empezó a darme pinchazos, pero así fue. ¡Se avecina un problema terrible! Me pareció que lo mejor que podía hacer era venir corriendo a decírtelo de inmediato.

Pero cuando terminó estaba hablándole al vacío; Cicerón había desaparecido al mismo tiempo que llamaba a voces a su ayuda de cámara. Regresó poco después, ataviado con toda la majestad de su toga bordada en color púrpura.

—¿Has visto a mis lictores a la puerta?

—Están ahí jugando a los dados.

—Entonces, vámonos.

Normalmente a Cicerón le gustaba caminar muy despacio detrás de los lictores; ello permitía que todo el mundo lo viera bien y lo admirase. Pero aquella mañana exhortó a la escolta a avanzar a paso rápido, y no sólo en una ocasión, sino que lo hizo cada vez que aflojaban el paso. La distancia hasta el Foro no era grande, pero a Cicerón le pareció la misma que había de Roma a Capua. Estaba deseando abandonar la majestuosidad y echar a correr, aunque conservó el suficiente buen sentido para no hacerlo. Recordaba perfectamente que había sido él quien había introducido en su discurso el nombre de Cayo Rabirio al iniciar el debate en el templo de la Concordia, para ilustrar la inmunidad de cualquier individuo a partir de las consecuencias de cualquier acto realizado mientras estaba vigente un senatus consultum ultimum. ¡Y ahora allí estaba Tito Labieno —el tribuno de la plebe sumiso de César, no de Pompeyo— solicitando procesar a Cayo Rabirio por los asesinatos de Quinto Labieno y Saturnino! Pero para ello no se basaba en una acusación de asesinato, sino en una antigua acusación de perduellio, el mismo perduellio que César había descrito durante su discurso en el templo de la Concordia.

Cuando el séquito de Cicerón atravesó apresuradamente el espacio que había entre el templo de Cástor y el tribunal del pretor urbano, una pequeña muchedumbre se había congregado alrededor del tribunal para escuchar con avidez. No es que se estuviera tratando de nada importante cuando llegó Cicerón; Labieno y Metelo Celer estaban hablando de mujeres.

—¿Qué pasa? ¿Qué ocurre? —exigió Cicerón sin aliento.

Celer levantó las cejas con expresión de sorpresa.

—El asunto normal de este tribunal, cónsul senior.

—¿Cuál es?

—Actuar de árbitro en las disputas civiles y decidir si las acusaciones criminales merecen un juicio —respondió Celer poniendo énfasis en la palabra «juicio».

Cicerón se ruborizó.

—¡No juegues conmigo! —dijo con tono desagradable—. ¡Quiero saber de qué se trata!

—Mi querido Cicerón —dijo lentamente Celer—, puedo asegurarte que tú eres la última persona en el mundo que yo elegiría para jugar con ella.

—¿Qué está ocurriendo?

—El tribuno de la plebe, Tito Labieno, aquí presente, ha presentado una acusación de perduellio contra Cayo Rabirio por los asesinatos de su tío Quinto Labieno y de Lucio Apuleyo Saturnino hace treinta y siete años. Desea celebrar el juicio según el procedimiento que estaba vigente durante el reinado del rey Tulo Hostilio, y después de leer con mucho detenimiento los documentos pertinentes, he decidido, de acuerdo con mis propios edictos publicados al comienzo de mi período como pretor urbano, que a Cayo Rabirio se le juzgue de ese modo —dijo Celer sin detenerse a respirar—. En este momento estamos esperando a que Cayo Rabirio se presente ante mí. En cuanto llegue le acusaré y nombraré a los jueces para el juicio, que pondré en marcha inmediatamente.

—¡Esto es ridículo! ¡No puedes hacerlo!

—Nada en los documentos pertinentes ni en mis propios edictos dice que no pueda hacerlo, Marco Cicerón.

—¡Esto va dirigido a mí!

El rostro de Celer registró un asombro teatral.

—¿Cómo, Cicerón? ¿Estuviste tú en el tejado de la Curia Hostilia arrojando tejas hace treinta y siete años?

—¿Quieres dejar de hacerte deliberadamente el tonto, Celer? ¡Estás actuando como marioneta de César, y yo tenía mejor concepto de ti, nunca pensé que te dejases comprar por aquellos que son como César!

—¡Cónsul senior, si tuviéramos alguna ley en las tablillas que prohibiera las alegaciones carentes de base y las castigase con la pena de una gran multa, tú ya la estarías pagando ahora mismo! —dijo Celer con fiereza—. ¡Yo soy pretor urbano del Senado y del pueblo de Roma, y haré el trabajo que me corresponde hacer! ¡Que es exactamente lo que estaba intentando hacer hasta que tú te me echaste encima para decirme cómo he de hacer mi trabajo! —Se dio la vuelta hacia uno de los cuatro lictores que le quedaban, que estaban escuchando aquella conversación con sonrisas en el rostro porque estimaban a Celer y les gustaba trabajar para él—. Lictor, te ruego que convoques a Lucio Julio César y a Cayo Julio César para que comparezcan ante este tribunal.

En aquel momento los dos lictores que le faltaban aparecieron procedentes de las Carinae. Entre ellos caminaba arrastrando los pies un hombrecillo que parecía ser diez años mayor de los setenta que admitía tener, arrugado, con un porte poco atractivo y el cuerpo descarnado. De ordinario tenía una expresión de agria y furtiva satisfacción, pero al aproximarse al tribunal de Celer bajo escolta oficial aquel rostro no dejaba traslucir más que una aturdida perplejidad. Cayo Rabirio no era un hombre agradable, pero aun así, en cierto modo era una institución romana.

Poco después comparecieron los dos Césares, con sospechosa prontitud; tenían un aspecto tan magnífico los dos juntos que la creciente multitud comenzó a lanzar exclamaciones de admiración. Ambos eran altos, rubios y muy apuestos; ambos vestían la toga a rayas escarlatas y púrpuras propia de los colegios religiosos de categoría superior; pero mientras que Cayo lucía la túnica a rayas escarlatas y púrpuras de pontífice máximo, Lucio llevaba el lituus de augur: un bastón curvo que estaba coronado por una lujosa voluta. Tenían un aspecto verdaderamente suntuoso. Y mientras Metelo Celer acusaba formalmente al estupefacto Cayo Rabirio de los cargos de asesinato de Quinto Labieno y de Saturnino bajo el perduellio del rey Tulo Hostilio, los dos Césares permanecían de pie a un lado mirando con expresión impasible.

—¡Sólo hay cuatro hombres que puedan ejercer como jueces en este juicio —gritó Celer con voz sonora—, y los convocaré ante mi presencia por turnos! ¡Lucio Sergio Catilina, da un paso al frente!

—Lucio Sergio Catilina está bajo interdicción —respondió el lictor jefe del pretor urbano.

—¡Quinto Fabio Máximo Sanga, da un paso al frente!

—Quinto Fabio Máximo Sanga se encuentra fuera del país.

—¡Lucio Julio César, da un paso al frente!

Lucio César dio un paso al frente.

—¡Cayo Julio César, da un paso al frente!

César dio un paso al frente.

—Padres —les dijo Celer con solemnidad—, se os encomienda aquí y ahora que juzguéis a Rabirio por los asesinatos de Lucio Apuleyo Saturnino y Quinto Labieno de acuerdo con la lex regia de perduellionis del rey Tulo Hostilio. Además ordeno que el juicio se celebre dentro de dos horas en el Campo de Marte, en los terrenos adyacentes a los saepta.

»Lictor, aquí y ahora te ordeno que convoques a tres colegas de tu colegio para que actúen como representantes de las tres tribus de hombres romanos, uno por los Tities, otro por los Ramnes y otro por los Luceres. Además dispongo que asistan al tribunal en calidad de servidores.

Cicerón volvió a intentarlo con más dulzura.

—Quinto Cecilio —le dijo muy formalmente a Celer—, ¡no puedes hacer esto! ¿Un juicio perduellionis en el día de hoy? ¿Dentro de dos horas? ¡El acusado debe disponer de tiempo para preparar su defensa! Tiene que elegir a sus abogados y buscar testigos que declaren en su favor.

—Bajo la lex regia de perduellionis del rey Tulo Hostilio no están previstas todas esas cosas —repuso Celer—. Yo soy meramente el instrumento de la ley, Marco Tulio, no soy su creador. Lo único que se me permite hacer es seguir el procedimiento, y el procedimiento, en este caso, está claramente definido en los documentos de aquella época.

Sin decir una palabra Cicerón giró sobre sus talones y se alejó del tribunal del pretor urbano, aunque no tenía ni idea de adónde iba a encaminar sus pasos desde allí. ¡Iban en serio! ¡Pensaban juzgar a aquel patético viejo bajo una ley arcaica que Roma, como era habitual, nunca había borrado de las tablillas! Oh, ¿por qué sería que en Roma todo lo arcaico se reverenciaba, nunca se tocaba nada que fuera arcaico? Desde toscas cabañas con el techo de paja hasta las leyes que databan de los primeros reyes, pasando por columnas que obstruían el paso dentro de la basílica Porcia, siempre era igual; lo que siempre había estado allí debía continuar estando.

César estaba detrás de aquello, desde luego. Había sido él quien había descubierto las piezas que faltaban y que daban sentido no sólo al juicio de Horacio —el juicio más antiguo del que se tenía noticia en la historia de Roma—, sino también a su apelación. Y los había citado, tanto al juicio como a la apelación, dos días antes en la Cámara. Pero ¿qué era lo que esperaba conseguir exactamente? ¿Y por qué un hombre de los boni como Celer le ayudaba y era cómplice? Lo de Tito Labieno y Lucio César era comprensible, pero lo de Metelo Celer resultaba inexplicable.

Sus pies le habían llevado en la dirección del templo de Cástor, así que decidió irse a casa, encerrarse allí y ponerse a pensar sin descanso. Normalmente el órgano que producía el pensamiento de Cicerón no tenía dificultad en el proceso, pero ahora Cicerón opinaba que ojalá supiera dónde se encontraba dicho órgano: ¿en la cabeza, en el pecho, en la barriga? Si lo supiera, quizás fuera capaz de ponerlo en funcionamiento golpeándolo, instigándolo o quizás purgándolo…

En aquellos precisos momentos casi se tropezó con Catulo, Bíbulo, Cayo Pisón y Metelo Escipión, que bajaban a toda prisa del Palatino. ¡Él ni siquiera los había visto acercarse! ¿Qué era lo que le estaba pasando?

Mientras subían la interminable escalera que llevaba a la casa de Catulo, la más cercana, Cicerón les contó a los otros cuatro su versión de los hechos, y cuando finalmente estuvieron instalados en el espacioso despacho de Catulo, Cicerón hizo algo que rara vez hacía: se bebió una copa entera de vino sin agua. Entonces, cuando empezaba a enfocar las cosas con la mirada, se dio cuenta de que faltaba una persona.

—¿Dónde está Catón?

Los otros cuatro dieron la impresión de estar más bien incómodos, y luego intercambiaron unas miradas resignadas que le indicaron a Cicerón que estaba a punto de ser informado de algo que los demás preferirían con mucho guardarse para sí.

—Supongo que tendrías que clasificarlo como un herido que puede caminar —dijo Bíbulo—. Alguien le arañó la cara y se la dejó hecha tiras.

—¿A Catón?

—No es lo que crees, Cicerón.

—¿Pues qué es?

—Tuvo un altercado con Servilia por lo de César, y ella lo atacó como una leona.

—¡Oh, dioses!

—No vayas diciéndolo por ahí, Cicerón —le recomendó Bíbulo con seriedad—. Ya será bastante duro para el pobre hombre cuando aparezca en público sin que toda Roma sepa quién y por qué.

—¿Tan malo es?

—Peor.

Catulo golpeó de un manotazo el escritorio con tanta fuerza que todos se sobresaltaron.

—¡No estamos aquí para hablar de Catón! —dijo con brusquedad—. Nos hemos reunido aquí con la intención de parar a César.

—Eso se está conviniendo en un refrán —intervino Metelo Escipión—. Parar a César en esto, parar a César en aquello… pero nunca lo paramos.

—¿Qué se propone? —preguntó Cayo Pisón—. Quiero decir, ¿por qué juzgar a un viejo bajo una ley antigua basándose en una acusación inventada que él no tendrá ningún problema en refutar?

—Es el modo que tiene César de llevar a Rabirio ante las Centurias —dijo Cicerón—. César y su primo condenarán a Rabirio, y él apelará ante las Centurias.

—Pues no veo qué utilidad tiene todo eso —comentó Metelo Escipión.

—Acusan a Rabirio de alta traición porque fue uno de los hombres que mataron a Saturnino y a sus confederados, y se libró de las consecuencias bajo el senatus consultum ultimum de aquella época —dijo Cicerón cargado de paciencia—. En otras palabras, César está intentando demostrar al pueblo que un hombre nunca está seguro ante una acción que se haya llevado a cabo bajo un senatus consultum ultimum ni siquiera treinta y siete años después. Es su modo de decirme que un día me acusará por el asesinato de Léntulo Sura y de los demás.

Aquello dio origen a un silencio que se quedó flotando pesadamente hasta que Catulo lo rompió levantándose de la silla y empezando a pasear.

—Nunca lo logrará.

—En las Centurias, estoy de acuerdo. Pero despertará mucho interés, y en la apelación de Rabirio estará presente una enorme multitud —dijo Cicerón con aire desgraciado—. ¡Oh, ojalá Hortensio estuviera en Roma!

—En realidad ya está de vuelta —dijo Catulo—. Alguien en Miseno ha levantado el rumor de que iba a producirse un levantamiento de esclavos en Campania, así que hizo el equipaje hace dos días. Enviaré un mensajero para que le salga al encuentro en la carretera y le diga que se apresure.

—Entonces estará aquí conmigo para defender a Rabirio cuando apele.

—Sólo tendremos que posponer la apelación —dijo Pisón.

El superior conocimiento de Cicerón de los documentos antiguos provocó que le dirigiera a Pisón una mirada despreciativa.

—¡No podemos posponer nada! —dijo con un gruñido—. Tiene que celebrarse en cuanto el juicio ante los dos Césares termine.

—Bueno, a mí todo esto me parece una tempestad en un vaso de agua —dijo Metelo Escipión, cuyo linaje era mucho mayor que su intelecto.

—Está muy lejos de ser así —dijo sobriamente Bíbulo—. Ya sé que tú generalmente no ves nada aunque te lo pongamos debajo de tu presumida nariz, Escipión, pero seguramente te habrás fijado en el estado de ánimo que reina entre el pueblo desde que ejecutamos a los conspiradores, ¿no? ¡No les ha gustado! Nosotros somos senadores, estamos en la parte de dentro, comprendemos todos los matices de situaciones como la de Catilina. Pero incluso muchos caballeros de las Dieciocho se quejan de que el Senado haya usurpado poderes que ni los tribunales ni las Asambleas tienen ya. Este juicio que se ha inventado César le da al pueblo la oportunidad de congregarse en un lugar público y demostrar a voces su descontento.

—¿Condenando a Rabirio en la apelación? —preguntó Lutacio Catulo sin comprender del todo—. ¡Bíbulo, a ellos no les hace falta eso! Los dos Césares pueden, y sin duda lo harán, pronunciar una sentencia de muerte para Rabirio, pero las Centurias se niegan por completo a condenar, siempre ha sido así. Sí, ellos se quejarán, quizás, pero el asunto «morirá» de muerte natural. César no tendrá éxito en las Centurias.

—Estoy de acuerdo en que no debería tenerlo —dijo Cicerón con tristeza—. Pero ¿por qué me obsesiona el presentimiento de que sí lo tendrá? Seguro que tiene algún otro truco guardado en el seno de su toga, y no puedo adivinar qué es.

—Muera el asunto de muerte natural o no, Quinto Catulo, ¿estás dando a entender que nosotros tenemos que sentarnos sumisamente a un lado del campo de batalla y contemplar cómo César arma todo ese jaleo? —preguntó Metelo Escipión.

—¡Claro que no! —le contestó Cicerón con enojo. ¡Metelo Escipión era verdaderamente duro de mollera!—. Estoy de acuerdo con Bíbulo en que el pueblo no está contento en estos momentos. Por eso no podemos permitir que la apelación de Rabirio se produzca inmediatamente. El único modo de impedirlo es invalidar la lex regia de perduellionis del rey Tulo Hostilio. Así que esta mañana convocaré una reunión del Senado y pediré un decreto que ordene a la Asamblea Popular que anule dicha ley. No tardaré mucho en conseguir el decreto, ya me encargaré yo de eso. Acto seguido convocaré a la Asamblea Popular. —Cerró los ojos y se estremeció—. Me temo, no obstante, que tendré que utilizar el senatus consultum ultimum para prescindir de la ley Didia. Sencillamente, no podemos permitimos el lujo de esperar diecisiete días para la ratificación del decreto. Ni podemos permitir contiones.

Bíbulo frunció el entrecejo.

—No pretendo tener tus conocimientos de derecho, Cicerón, pero seguramente el senatus consultum ultimum no alcanza a la Asamblea Popular a menos que ésta se reúna para tratar algo concerniente a Catilina. Lo que quiero decir es que nosotros sabemos que el juicio de Rabirio tiene mucho que ver con Catilina, pero los únicos votantes de la Asamblea Popular que comparten ese conocimiento nuestro son senadores, y no habrá suficientes en los Comicios como para conseguir los votos necesarios.

—El senatus consultum ultimum funciona del mismo modo que lo haría un dictador —dijo Cicerón con firmeza—. Sustituye todas las actividades de los Comicios y del pueblo.

—Los tribunos de la plebe te vetarán —le dijo Bíbulo.

Cicerón asumió un aire de suficiencia.

—Bajo un senatus consultum ultimum, los tribunos de la plebe no pueden ejercer el veto.

—¿Qué quieres decir, Marco Tulio? ¿Cómo que no puedo interponer el veto? —preguntó Publio Servilio Rulo tres horas más tarde en la Asamblea Popular.

—Mi querido Publio Servilio, Roma se halla bajo un senatus consultum ultimum, lo cual significa que el veto de los tribunos queda suspendido —dijo Cicerón.

La asistencia era mediocre, pues muchos de los asiduos del Foro habían preferido ir a toda prisa al Campo de Marte para ver lo que los Césares le estaban haciendo a Cayo Rabirio. Pero los que se habían quedado dentro del pomerium para ver cómo iba a manejar Cicerón el ataque de César no eran solamente senadores y los clientes de la facción de Catulo. Quizá más de la mitad de los congregados, que eran unos setecientos, pertenecían a la oposición. Y entre ellos, observó Cicerón, había gente de la calaña de Marco Antonio y sus robustos hermanos, el joven Publícola, Décimo Bruto y nada menos que Publio Clodio, quienes estaban muy afanados hablando con cualquiera que estuviera dispuesto a escucharlos. A su paso dejaban inquietud, miradas oscuras y audibles expresiones de descontento.

—Espera un momento, Cicerón —dijo Rulo dejando de lado las formalidades—. ¿Qué es todo esto del senatus consultum ultimum? Hay uno, sí, pero sólo afecta a la revuelta de Etruria y a las actividades de Catilina. ¡No está pensado para obstaculizar el funcionamiento normal de la Asamblea Popular! Estamos aquí para considerar la aprobación de una ley que invalide la lex regia de perduellionis del rey Tulo Hostilio. ¡Un asunto que no tiene nada que ver con la revuelta de Etruria ni con Catilina! Primero nos informas de que piensas invocar tu senatus consultum ultimum para darle la vuelta al procedimiento normal de los Comicios. Quieres prescindir de contiones, quieres saltar por encima de la ley Didia. ¡Y ahora nos informas de que los tribunos de la plebe legalmente elegidos no pueden ejercer la fuerza de su veto!

—Precisamente —dijo Cicerón al tiempo que levantaba el mentón.

Desde el suelo del Foso de los Comicios la tribuna se veía como una estructura imponente que se elevaba unos diez pies por encima del nivel del Foro. Su parte superior era lo bastante grande como para dar cabida a cincuenta hombres de pie, y aquella mañana el espacio estaba ocupado por Cicerón y sus doce lictores, por el pretor urbano Metelo Celer y sus seis lictores, por los pretores Otón y Cosconio y los doce lictores de ambos, y por tres tribunos de la plebe: Rulo, Ampio y un hombre de la facción de Catulo, Lucio Cecilio Rufo.

Soplaba uno de aquellos vientos fríos que eran propios del Foro, lo cual podría explicar quizá el hecho de que Cicerón se viera muy pequeño acurrucado entre los enormes pliegues de su toga bordada de púrpura; aunque se le consideraba el más grande orador que Roma había producido nunca, la tribuna no favorecía su estilo, ni mucho menos, como los otros escenarios más íntimos de la cámara del Senado y los tribunales, y se daba cuenta de ello con tristeza. El estilo florido y exhibicionista de Hortensio le iba mucho mejor a la tribuna, pero Cicerón no se sentía cómodo haciendo su estilo más grandilocuente, como el de Hortensio. Y tampoco era aquél el momento para lanzarse a la oratoria de una manera formal. Sencillamente, tendría que seguir batallando.

Praetor urbanus —le gritó Rulo a Metelo Celer—, ¿tú estás de acuerdo con la interpretación que el cónsul senior hace del senatus consultum ultimum actualmente en vigencia para afrontar la revuelta de Etruria y la conspiración en Roma?

—No, tribuno, no lo estoy —respondió Celer con una sólida convicción.

—¿Por qué?

—¡Porque no puedo estar de acuerdo con nada que impida que un tribuno de la plebe ejerza los derechos que le concede la plebe Romana!

Cuando Celer dijo aquello, los partidarios de César elevaron un clamor de aprobación.

—Entonces, praetor urbanus —continuó diciendo Rulo—, ¿eres de la opinión de que el senatus consultum ultimum que actualmente está en vigencia no puede prohibir el veto de un tribuno en esta Asamblea esta mañana?

—Sí, ésa es mi opinión —gritó Celer.

Al tiempo que la inquietud de la muchedumbre crecía, Otón se acercó a Rulo y a Metelo Celer.

—¡Es Marco Tulio quien tiene razón! —dijo a gritos—. ¡Marco Cicerón es el abogado más grande de nuestro tiempo!

—¡Marco Cicerón es un cagajón! —dijo alguien a voz en grito.

—¡El dictador Cagajón! —gritó otro—. ¡El dictador Cagajón!

—¡Cicerón es un ca-ga-jo-ón, Cicerón es un ca-ga-jo-ón, dictador Ca-ga-jo-ón!

—¡Orden! ¡Orden!

—¡El orden será restaurado cuando a los tribunos de la plebe se les permita ejercer sus derechos sin interferencias por parte del cónsul senior! —chilló Rulo, y se acercó al borde de la tribuna y miró hacia abajo, al foso—. ¡Quirites, propongo aquí y ahora que promulguemos una ley para investigar a naturaleza del senatus consultum ultimum que nuestro cónsul senior ha utilizado con efectos tan enérgicos durante los últimos días! ¡Han muerto varios hombres a causa del mismo! ¡Ahora se nos dice que a los tribunos de la plebe no se nos permite ejercer el veto a causa de ese decreto! ¡Ahora se nos dice que los tribunos de la plebe somos una vez más los ceros a la izquierda que éramos bajo la constitución de Sila! ¿Será la debacle de hoy el preludio de otro Sila en la persona de este charlatán defensor de ese senatus consultum ultimum? ¡Lo esgrime como si fuera una varita mágica! ¡Plaf! ¡Y los inconvenientes se desvanecen en el aire! Impone un senatus consultum ultimum; encadena y amordaza a los hombres a los que no ha dado muerte; acaba con los derechos de los romanos para reunirse con los miembros de su tribu para promulgar leyes o vetarlas. ¡Y prohíbe por entero el proceso judicial! ¡Cinco hombres han muerto sin juicio, a otro hombre se le está juzgando en este momento en el Campo de Marte, y nuestro dictador Cagajón el cónsul senior está utilizando su putrefacto senatus consultum ultimum para trastornar la justicia y convertirnos a todos en esclavos! ¡Nosotros gobernamos el mundo, pero el dictador Cagajón quiere gobernarnos a nosotros! ¡Tengo derecho a ejercer el veto que me fue concedido por un verdadero congreso de hombres romanos, pero el dictador Cagajón dice que no puedo hacerlo! —De repente se dio la vuelta hacia Cicerón con violencia—. ¿Cuál será tu próxima jugada, dictador Cagajón? ¿Vas a mandarme al Tullianum para que me aplasten el cuello hasta hacérmelo papilla sin un juicio? ¡Sin un juicio, sin un juicio, sin un juicio, SIN UN JUICIO!

Alguien en los Comicios cogió el estribillo y, ante los aterrados ojos de Cicerón, incluso la facción de Catulo se unió al coro:

—¡Sin un juicio! ¡Sin un juicio! ¡Sin un juicio! —repetían una y otra vez.

Pero no hubo violencia. Como poseían un temperamento volátil, Cayo Pisón y Ahenobarbo en justicia ya debían haber atacado a alguien, pero en lugar de eso estaban allí de pie, pasmados. Quinto Lutacio Catulo los miraba a ellos y a Bíbulo presa de un horror enfermizo, pues al fin comprendía el verdadero alcance de la oposición a la ejecución de los conspiradores. Sin apenas darse cuenta de que lo hacía, levantó la mano derecha hacia Cicerón, que se encontraba sobre la tribuna, y de esta manera le dio una orden muda para que cejase, para que se echase atrás inmediatamente.

Cicerón avanzó hacia adelante con tanta rapidez que estuvo a punto de tropezarse; llevaba las manos extendidas con las palmas hacia afuera para implorar calma y silencio. Cuando el ruido se hubo acallado lo suficiente como para hacerse oír, se humedeció visiblemente los labios con la lengua y tragó saliva.

—¡Praetor urbanus —gritó—, acepto tu posición superior como intérprete de la ley! ¡Que se adopte tu opinión! ¡El senatus consultum ultimum no alcanza al derecho al veto de los tribunos en un asunto que no tiene que ver con la revuelta de Etruria ni con la conspiración en Roma!

Aunque por mucho que viviera nunca dejaría de pelear, en aquel momento Cicerón sabía que había perdido.

Aturdido y entumecido, aceptó la propuesta de Rulo, al que César había dado instrucciones, para que expusiera lo que tenía que decir, sin ver con claridad por qué le dejaban en paz con tanta ligereza una vez que había cedido. Rulo incluso accedió a prescindir de las discusiones preliminares y del período de diecisiete días de espera estipulado por la lex Caecilia Didia. Pero ¿es que no veían aquellos idiotas de la multitud que si el senatus consultum ultimum no podía prohibir el veto de los tribunos tampoco podía prescindir de contiones ni del período de espera que exigía la ley Didia? Oh, sí, desde luego la mano de César se veía en todo aquello. ¿Por qué, si no, iba César a ser juez en la apelación de Rabirio? Pero ¿qué sería exactamente lo que pretendía César?

—No todo el mundo está en tu contra —dijo Ático mientras subían el Alta Semita hacia la magnífica casa de Ático, justo en lo alto de las cumbres del Quirinal.

—Pero hay demasiados que sí lo están —repuso Cicerón con tristeza—. ¡Oh, Tito, teníamos que deshacernos de esos desgraciados conspiradores!

—Ya lo sé. —Ático se detuvo en un lugar donde una gran extensión de terreno vacío permitía una maravillosa vista del Campo de Marte, la sinuosa curva del Tíber, la llanura Vaticana y la colina que se encontraba detrás—. Si el juicio de Rabirio aún continúa, lo veremos desde aquí.

Pero el espacio cubierto de hierba adyacente a los saepta estaba completamente desierto; cualquiera que fuese el destino de Rabirio, ya estaba decidido.

—¿A quién mandaste para que oyera a los dos Césares? —le preguntó Ático.

—A Tirón, disfrazado con una toga.

—Algo arriesgado para Tirón.

—Sí, pero puedo fiarme de él para que me haga un informe exacto, y no puedo decir lo mismo de nadie más que de ti y de él. Y a ti te necesitaba en la Asamblea Popular. —Cicerón emitió un gruñido que tanto podía ser de risa como de pena—. ¡La Asamblea Popular! Vaya parodia.

—Tienes que admitir que César es inteligente.

—¡Ya lo hago! Pero ¿por qué lo dices ahora, Tito?

—Por la condición que ha puesto de que el castigo de las Centurias se cambie de la pena de muerte al exilio y a una multa. Ahora que no tienen que ver a Rabirio azotado y decapitado, creo que cuando las Centurias voten lo declararán culpable.

Ahora le tocó a Cicerón el turno de detenerse.

—¡Eso no lo harán nunca!

—Lo harán. ¡Un juicio, Marco, es un juicio! Los hombres de fuera del Senado no poseen una auténtica visión política de los acontecimientos, consideran la política en cuanto que afecta a sus propios pellejos. Así que no tienen ni idea de lo peligroso que habría sido para Roma mantener vivos a esos hombres y someterlos a un juicio en el Foro a plena luz del día. Lo único que ven es cómo sus propios pellejos están amenazados cuando se ejecuta a los ciudadanos, ¡incluso a los que se confiesan a sí mismos traidores!, sin el beneficio de un juicio y una apelación.

—¡Mis acciones han salvado a Roma! ¡He salvado a mi patria!

—Y hay muchísimos que están de acuerdo contigo, Marco, créeme. Espera a que los ánimos se calmen y verás. En este momento los sentimientos están atizados por algunos auténticos expertos, desde César hasta Publio Clodio.

—¿Publio Clodio?

—Oh, sí. Ya lo creo que sí, y mucho. Está haciéndose con muchos seguidores, ¿no lo sabías? Desde luego, se ha especializado en atraerse a los humildes, pero también tiene una considerable influencia entre los negociantes más pequeños. Los recibe en casa y les proporciona muchas ventas; por ejemplo, les compra regalos para los humildes —dijo Ático.

—¡Pero si ni siquiera está en el Senado todavía!

—Lo estará dentro de doce meses.

—El dinero de Fulvia debe serle de gran ayuda.

—En efecto.

—¿Cómo sabes tú tanto de Publio Clodio? ¿Por tu amistad con Clodia? ¿Y por qué eres amigo de Clodia?

—Clodia es una de esas mujeres a las que me gusta llamar vírgenes profesionales —dijo Ático deliberadamente—. Jadean, palpitan y les hacen mohínes a todo hombre que se encuentran, pero cuando un hombre intenta atacar su virtud, salen corriendo y chillando, normalmente hacia un marido que está loco por ellas. Así que prefieren relacionarse íntimamente con hombres que no constituyan un peligro para su virtud: con homosexuales como yo.

Cicerón tragó saliva e intentó en vano no ruborizarse, sin saber adónde mirar. Aquélla era la primera vez que le oía a Ático pronunciar esa palabra, y mucho menos aplicada a él mismo.

—No te sientas apurado, Marco —le dijo Ático al tiempo que soltaba una carcajada—. Hoy no es un día corriente, eso es todo. Olvida que lo he dicho.

Terencia no se anduvo con remilgos, pero las palabras que empleó fueron todas de una variedad que sólo le estaba permitida a las mujeres de su categoría.

—Tú has salvado a tu patria —dijo con voz dura al acabar de hablar.

—No hasta que Catilina sea derrotado en el campo de batalla.

—¿Cómo puedes pensar que no será así?

—¡Bueno, mis ejércitos no dan la impresión de estar haciendo gran cosa de momento! La gota es lo único que Híbrido sigue teniendo en la cabeza, Rex ha encontrado un cómodo alojamiento en Umbría, sólo los dioses saben lo que puede estar haciendo Metelo Crético en Apulia, y Metelo Celer está dedicado con todas sus fuerzas a atizar el fuego de César aquí, en Roma.

—Todo habrá terminado antes de año nuevo, espera y lo verás.

Lo que más deseaba hacer Cicerón era apoyar la cabeza en el muy agradable pecho de su esposa y llorar hasta que le escocieran los ojos, pero eso, a su entender, no le estaba permitido. Así que procuró sujetar el labio que le temblaba y respiró larga y profundamente, incapaz de mirar a Terencia por miedo a que ésta hiciera algún comentario sobre las lágrimas que hacían que a Cicerón le brillasen los ojos.

—¿Te ha informado Tirón? —le preguntó ella.

—Oh, sí. Los dos Césares han pronunciado una sentencia de muerte sobre Rabirio después de la más lamentable exhibición de fanatismo de toda la historia de Roma. A Labieno se le permitió ponerse agresivo; incluso llevó actores que tenían puestas máscaras de Saturnino y de su tío Quinto, que salieron bien parados después del juicio, como vestales en lugar de como los traidores que fueron. ¡E hizo que los hijos de Quinto, ambos de más de cuarenta años, salieran allí llorando como niños pequeños porque Cayo Rabirio les había dejado sin su tata! El público aullaba de compasión y les arrojaba flores. No resulta nada sorprendente, fue una actuación muy brillante. Los dos Césares se sabían la jerga al dedillo:

»¡Ve, lictor, átale las manos! ¡Ve, lictor, átalo a la estaca y azótalo! ¡Ve, lictor, amárralo a un árbol seco!». ¡Puaf!

—Pero Rabirio apeló, ¿no?

—Desde luego.

—Y mañana se celebrará la apelación en las Centurias. Según Glaucia, he oído, pero se limitará a una vista solamente por falta de testigos y de pruebas. —Terencia emitió un bufido—. ¡Si eso por sí mismo no consigue decirle al jurado en qué gran montón de tonterías consiste toda la acusación en sí, entonces desespero de la inteligencia romana!

—Yo ya desesperé de eso hace tiempo —dijo Cicerón con ironía. Se puso en pie, se sentía muy viejo—. Si me excusas, querida mía, preferiría no comer. No tengo hambre. Se acerca la puesta del sol, así que será mejor que vaya a ver a Cayo Rabirio. Yo me encargaré de su defensa.

—¿Con Hortensio?

—Y con Lucio Cotta, espero. Él constituye un útil primer ayudante, y además trabaja especialmente bien en compañía de Hortensio.

—Tú hablarás el último, naturalmente.

—Naturalmente. Una hora y media sería suficiente, si Lucio Cotta y Hortensio acceden a hablar menos de una hora cada uno.

Pero cuando Cicerón vio al hombre condenado en su lujosa residencia, parecida a una fortaleza, situada en las Carinae, descubrió que Cayo Rabirio tenía en la cabeza otras ideas para su defensa.

El día había agotado al viejo; temblaba y parpadeaba, legañoso, mientras instalaba a Cicerón en un cómodo sillón en su enorme y deslumbrante atrio. El cónsul senior miraba a su alrededor como un paleto rústico el primer día de su estancia en Roma, preguntándose si él podría permitirse adoptar aquella clase de decoración en su nueva casa cuando encontrase el dinero suficiente para comprarse una; la habitación pedía a gritos que la copiasen en la residencia de un consular, aunque quizá no con tanta ostentación. El techo estaba cubierto de estrellas doradas tachonadas de brillantes piedras preciosas, las paredes estaban forradas de paneles de oro auténtico, las columnas también estaban cubiertas de paneles de oro, e incluso el alargado y poco profundo impluvium estaba alicatado con baldosas cuadradas de oro.

—Te gusta mi atrio, ¿eh? —le preguntó Cayo Rabirio con cara de lagarto.

—Muchísimo —dijo Cicerón.

—Lástima que yo no reciba huéspedes, ¿eh?

—Una gran lástima. Aunque comprendo por qué vives en una fortaleza.

—Recibir huéspedes es un despilfarro de dinero. Yo pongo mi fortuna en las paredes, que es más seguro que ponerla en un banco viviendo como vivo en una fortaleza.

—¿Y no intentan los esclavos pelar las paredes?

—Sólo si les apetece ser crucificados.

—Sí, supongo que eso les hace desistir.

El viejo apretó ambas manos alrededor de la cabeza de león que remataba ambos brazos dorados del sillón dorado que ocupaba.

—Me encanta el oro —dijo—. Tiene un color muy bonito.

—Sí, en efecto.

—Así que quieres dirigir mi defensa, ¿eh?

—Sí.

—¿Y cuánto vas a cobrarme por eso? Cicerón tuvo en la punta de la lengua decir que una lámina de oro de diez por diez iría divinamente, gracias, pero en lugar de eso sonrió y dijo:

—Considero tu caso tan importante para el futuro de la República, Cayo Rabirio, que te defenderé gratis.

—Pues eso es lo menos que deberías hacer.

Y ésa fue toda la gratitud que mostró por obtener gratis los servicios del mejor abogado de Roma. Cicerón tragó saliva.

—Como todos mis compañeros senadores, Cayo Rabirio, hace años que te conozco, pero no sé gran cosa de ti aparte de… —se aclaró la garganta—, ejem… de lo que podríamos llamar las habladurías que circulan por ahí. Necesitaré hacerte algunas preguntas ahora con el fin de preparar mi discurso.

—No te darán ninguna respuesta, así que ahórrate la saliva. Invéntatelo.

—¿Basándome en las habladurías?

—¿Como esa que dice que yo estuve implicado en las actividades de Opiánico, quieres decir? Tú defendiste a Cluencio.

—Pero nunca te mencioné a ti, Cayo Rabirio.

—Estuvo bien que no lo hicieras. Opiánico murió mucho antes de que se juzgase a Cluencio, ¿cómo iba nadie a conocer la verdadera historia? Tú tejiste un precioso bordado de mentiras, Cicerón, y precisamente por eso no me importa que dirijas mi defensa. ¡No, no, no me importa en absoluto! Lograste dar a entender que Opiánico asesinó a un número mayor de parientes de los que ha asesinado Catilina. ¡Todo sea por el triunfo! Sin embargo, Opiánico no tenía paredes de oro en su casa. Interesante, ¿eh?

—No sabría decirlo —repuso Cicerón con voz débil—. Nunca vi su casa.

—Yo poseo media Apulia y soy un hombre duro, pero no merezco ser enviado al exilio por algo en lo que me metieron Sila y otros cincuenta individuos. Peces mucho más gordos que yo estuvieron en el tejado de la Curia Hostilia. Muchos nombres, como Servilio Cepión y Cecilio Metelo, pertenecían al banco delantero del Senado, o formarían parte de él en el futuro.

—Sí, ya me doy cuenta de eso.

—Tienes que hablar en último lugar, antes de que el jurado emita su votación.

—Siempre lo hago. Había pensado que primero hablase Lucio Cotta, luego Quinto Hortensio y por último yo.

El viejo se espantó, ofendido:

—¿Sólo tres? —preguntó con una exclamación ahogada—. ¡Oh, no, ni hablar! Quieres quedarte con toda la gloria, ¿eh? Quiero siete abogados defensores. Siete es mi número de la suerte.

—El juez de tu caso será Cayo César, y él dice que según el formato de Glaucia hay una actio solamente: no hay testigos dispuestos a presentarse a declarar, así que de nada sirve que haya dos actiones —le dijo Cicerón, quien le hablaba despacio y con claridad—. César concederá una duración de dos horas para la acusación y tres horas para la defensa. ¡Pero si han de hablar siete abogados, cada uno de nosotros apenas habrá tenido tiempo de coger el hilo y entrar al ataque cuando sea hora de acabar!

—Es más probable que al disponer de menos tiempo nuestra defensa sea más aguda —dijo obstinadamente Cayo Rabirio—. ¡Ese es el problema con todos los tipos que, como vosotros, queréis ser la estrella siempre que podéis! Os encanta oír el sonido de vuestra propia voz. Dos tercios de las palabras que soltáis sería mejor que no se pronunciasen; y eso va también por ti, Marco Cicerón. Paja, y nada más que paja.

«¡Quiero marcharme de aquí! —pensó Cicerón frenético—. ¡Me dan ganas de escupirle en el ojo y decirle que se vaya a contratar a Apolo para que lo defienda! ¿Por qué se me ocurriría meterle la idea en la cabeza a César al utilizar a este horrible viejo mentula como ejemplo?».

—¡Cayo Rabirio, por favor, reconsidéralo!

—No quiero. ¡De ninguna manera, así que ahí tienes! Me defenderéis Lucio Luceyo y el joven Curión, Emilio Paulo, Publio Clodio, Lucio Cotta, Quinto Hortensio y tú. Lo tomas o lo dejas, Marco Cicerón, pero así es como lo quiero. Siete es mi número de la suerte. Todo el mundo dice que estoy perdido, pero yo sé que no será así si mi equipo de defensores está formado por siete abogados. —Se puso a bufar de risa—. ¡Y sería mejor aún si cada uno de vosotros sólo hablase durante la séptima parte de una hora! ¡Ji, ji, ji!

Cicerón se levantó y se marchó sin pronunciar palabra.