Aproximadamente cinco horas antes del amanecer del séptimo día de noviembre, Tirón despertó de nuevo a Cicerón y a Terencia de un sueño profundo.
—Tienes una visita, domina —dijo el amado esclavo.
Famosa por su reumatismo, la esposa del cónsul senior no dio ninguna muestra de ello al saltar de la cama —decentemente ataviada con un camisón, desde luego… ¡nada de dormir desnudos en casa de Cicerón!
—Es Fulvia Nobilioris —dijo ella al tiempo que empezaba a zarandear a Cicerón—. ¡Despierta, marido, despierta!, ¡oh, qué gozo! ¡Por fin ha estado en una reunión de guerra!
—Me envía Quinto Curio —anunció Fulvia Nobilioris, cuyo rostro se veía viejo y desnudo, pues no había tenido tiempo de aplicarse maquillaje.
—¿Ha cambiado de idea?
—Sí. —La visitante cogió la copa de vino sin agua que Terencia le ofreció y dio un sorbo; se estremeció—. Se reunieron a medianoche en casa de Marco Porcio Leca.
—¿Quiénes se reunieron?
—Catilina, Lucio Casio, mi Quinto Curio, Cayo Cetego, los dos hermanos Sila, Gabinio Capitón, Lucio Statilio, Lucio Vargunteyo y Cayo Cornelio.
—¿Léntulo Sura no?
—No.
—Entonces parece que yo estaba equivocado acerca de él. —Cicerón se inclinó un poco hacia adelante—. ¡Sigue, mujer, sigue! ¿Qué ocurrió?
—Se reunieron para planear la caída de Roma y adelantar la rebelión —le dijo Fulvia Nobilioris, cuyo rostro ahora recuperaba un poco de color al surtir efecto el vino—. Cayo Cetego quería tomar Roma de inmediato, pero Catilina quiere esperar hasta que los levantamientos estén ya en marcha en Apulia, Umbría y el Brucio. Sugirió la noche de las Saturnales, y dio como motivo que es la única noche del año en que Roma está patas arriba, los esclavos gobiernan, las personas libres sirven y todos están borrachos. Y cree que eso es lo que tardará la revuelta en crecer.
Cicerón asintió; vio la lógica de todo aquello: las Saturnales se celebraban el decimoséptimo día de diciembre, seis semanas después. Pero para entonces toda Italia podía estar hirviendo.
—¿Y quién ganó, Fulvia? —preguntó.
—Catilina, aunque Cetego venció en una cosa.
—¿En cuál? —la animó suavemente el cónsul senior cuando ella se detuvo y empezó a temblar violentamente.
—Acordaron que tú debías ser asesinado de inmediato.
Desde el momento en que viera las cartas, Cicerón había sabido que no tenían intención de dejarlo con vida; pero oírlo de labios de aquella pobre mujer aterrorizada le daba un matiz de horror que Cicerón experimentó por primer vez. ¡Habían de asesinarlo inmediatamente!
—¿Cómo y cuándo? —le preguntó—. ¡Vamos, Fulvia, dímelo! ¡No voy a llevarte a juicio, tú te has ganado una recompensa, no un castigo! ¡Dímelo!
—Lucio Vargunteyo y Cayo Cornelio se presentarán aquí al alba junto con tus clientes —dijo ella.
—¡Pero ellos no son clientes míos! —le indicó Cicerón perplejo.
—Ya lo sé. Pero se decidió que vendrían a pedirte que los aceptases como clientes con la esperanza de que apoyases su regreso a la vida pública. Una vez aquí, pedirán una entrevista en privado en tu despacho para exponer su caso. Pero en lugar de eso, te apuñalarán hasta matarte y escaparán antes de que tus clientes se percaten de lo que ha ocurrido —le explicó Fulvia.
—Entonces eso tiene fácil solución —dijo Cicerón suspirando con alivio—. Atrancaré las puertas, pondré vigilancia en el peristilo y me negaré a recibir a mis clientes alegando que estoy enfermo. Y no saldré a la calle en todo el día. Ha llegado el momento de celebrar consejos. —Se puso en pie para darle palmaditas en la mano a Fulvia Nobilioris—. Te lo agradezco muy sinceramente, y dile a Quinto Curio que con su intervención se ha ganado el perdón completo. Pero dile también que si está dispuesto a testificar y a contarle todo esto a la Cámara pasado mañana, se convertirá en un héroe. Le doy mi palabra de que no permitiré que le ocurra nada.
—Se lo diré.
—¿Qué es lo que tiene planeado exactamente Catilina para las Saturnales?
—Tienen un gran acopio de armas en alguna parte, pero Quinto Curio no conoce el lugar; éstas se distribuirán entre todos los partidarios. Se provocarán doce incendios separados en toda la ciudad, incluido uno en el Capitolio, dos en el Palatino, dos en las Carinae y uno a cada lado del Foro. Algunos hombres han de ir a las casas de todos los magistrados y matarlos.
—Excepto a mí, que ya estaré muerto.
—Sí.
—Será mejor que te vayas, Fulvia —le dijo Cicerón al tiempo que le hacía una seña con la cabeza a su esposa—. Puede que Vargunteyo y Cornelio lleguen un poco temprano y no creo que sea bueno que te vean por aquí. ¿Has traído escolta?
—No —repuso ella en un susurro; la cara se le había puesto blanca otra vez.
—Entonces enviaré contigo a Tirón y a otros cuatro para que te acompañen.
—¡Vaya, bonito complot! —ladró Terencia al entrar con energía en el despacho de Cicerón en cuanto se hubo organizado la marcha de Fulvia Nobilioris.
—Querida mía, sin ti yo ya habría muerto.
—Me doy perfecta cuenta de ello —dijo Terencia sentándose.
He dado órdenes a los criados para que echen todos los cerrojos y las trancas en cuanto hayan regresado Tirón y los demás. Ahora escribe un aviso que diga que estás enfermo y no quieres recibir a nadie para que yo lo ponga en la puerta principal.
Cicerón, obediente, escribió el aviso, se lo entregó a su esposa y dejó que ésta se encargase de la logística. ¡Qué buen general de tropas habría sido Terencia! No se le olvidó nada, todo quedó bien cerrado.
—Necesitas ver a Catulo, a Craso, a Hortensio, si es que ha regresado de la costa, a Mamerco y a César —le dijo ella una vez que hubieron terminado los preparativos.
—No hasta esta tarde —dijo Cicerón débilmente—. Asegurémonos primero de que estoy fuera de peligro.
Tirón estaba apostado en el piso de arriba, asomado a una ventana desde la que se veía perfectamente la puerta principal; una hora después del amanecer informó de que Vargunteyo y Cornelio se habían marchado por fin, aunque no lo hicieron hasta después de intentar forzar varias veces la cerradura de la robusta puerta principal de Cicerón.
—¡Oh, esto es repugnante! —gritó el cónsul senior—. ¿Yo, el cónsul senior, tengo que estar encerrado en mi propia casa? ¡Tirón, manda a llamar a todos los consulares de Roma! Mañana le daré su merecido a Catilina.
Quince consulares acudieron a la cita: Mamerco, Publícola, Catulo, Torcuato, Craso, Lucio Cotta, Vatia Isáurico, Curio, Lúculo, Varrón Lúculo, Volcacio Tulo, Cayo Marcio Figulo, Glabrio, Lucio César y Cayo Pisón. Ni a los cónsules electos ni al pretor urbano electo, César, se les invitó; Cicerón había decidido que el consejo de guerra fuera solamente consultivo.
—Por desgracia no puedo convencer a Quinto Curio para que testifique, y eso significa que no tengo un caso sólido —dijo pesadamente cuando todos estos hombres se hubieron instalado en un atrio que resultaba demasiado pequeño como para que pudieran estar cómodos. ¡Tendría que conseguir dinero en alguna parte para comprar una casa mayor!—. Y tampoco hará ninguna declaración Fulvia Nobilioris, ni siquiera en el supuesto de que el Senado accediera a oír la declaración de una mujer.
—Por si te sirve de consuelo, Cicerón, yo ahora sí te creo —le dijo Catulo—. Pienso que no puedes haberte sacado de la imaginación todos esos nombres.
—¡Vaya, gracias, Quinto Lutacio! —dijo Cicerón con los ojos relampagueantes—. ¡Tu aprobación me llega al corazón, pero no me ayuda a decidir qué he de decir en el Senado mañana!
—Concéntrate en Catilina y olvídate de los demás —le aconsejó Craso—. Saca de tu caja mágica uno de esos estupendos discursos y dirígelo sólo contra Catilina. Lo que tienes que hacer es empujarlo a que se marche de Roma. El resto de la banda puede quedarse… pero nos encargaremos de tenerlos bien vigilados. Cortemos la cabeza que Catilina quería injertar en el cuello del cuerpo de la Roma fuerte pero sin cabeza.
—No se marchará si no lo ha hecho todavía —dijo Cicerón con aire lúgubre.
—Quizás sí —dijo Lucio Cotta—, si logramos convencer a ciertas personas de que eviten acercarse a él en la Cámara. Puedo encargarme de ir a ver a Publio Sila, y Craso puede ir a ver a Autronio, él lo conoce bien. Son con mucho los dos peces más gordos del estanque de Catilina, y yo apostaría ahora mismo a que si ellos evitan acercarse a él cuando entren en la Cámara, incluso aquellos cuyos nombres hemos oído hoy lo abandonarán. El instinto de conservación tiende a socavar la lealtad. —Se levantó y sonrió—. ¡Moved el culo, colegas consulares! Dejemos que Cicerón escriba el discurso más importante de su vida.
Que Cicerón había trabajado con denuedo se hizo evidente a la mañana siguiente, cuando reunió al Senado en el templo de Júpiter Stator, situado en la esquina de la Velia, un lugar difícil de atacar y fácil de defender. Había centinelas ostentosamente apostados en el exterior, y eso, naturalmente, atrajo un numeroso y curioso público de asiduos profesionales del Foro. Catilina llegó temprano, como Lucio Cotta había predicho, así que la táctica de dejarlo aislado se llevó a cabo de forma descarada. Sólo Lucio Casio, Cayo Cetego, el tribuno de la plebe electo Bestia y Marco Porcio Leca se sentaron junto a él, que miraba furioso a Publio Sila y a Autronio.
Luego se produjo un visible cambio en Catilina. Primero se volvió hacia Lucio Casio y le susurró algo al oído, luego hizo lo mismo con los demás. Los cuatro dijeron que no con lentos movimientos de cabeza, pero Catilina ganó la batalla. En silencio, se levantaron y se alejaron de él.
Después de lo cual Cicerón comenzó su discurso diciendo que había habido una reunión nocturna para planear la caída de Roma, y lo completó con todos los nombres de los hombres presentes y el nombre de aquél en cuya casa había tenido lugar la reunión. Cicerón exigía una y otra vez a lo largo del discurso que Lucio Sergio Catilina abandonase Roma, que librase a la ciudad de su maligna presencia.
Sólo una vez le interrumpió Catilina.
—¿Quieres que me vaya al exilio voluntariamente, Cicerón? —le preguntó en voz muy alta, porque las puertas estaban abiertas y la multitud se agolpaba fuera y se esforzaba por oír todas las palabras—. ¡Adelante, Cicerón, pregúntale a la Cámara si cree que yo debo irme al exilio voluntariamente! ¡Si la Cámara dice que debo hacerlo, lo haré!
A lo cual Cicerón no respondió, sólo siguió su apabullante discurso: Vete, márchate, Catilina, abandona Roma, ése era el tema del mismo.
Y después de tanta incertidumbre, resultó ser bastante fácil. Cuando Cicerón terminó, Catilina se puso en pie y adoptó un aire majestuoso.
—¡Me voy, Cicerón! ¡Abandono Roma! ¡Ni siquiera quiero permanecer aquí mientras Roma esté gobernada por un huésped procedente de Arpinum, un residente forastero que ni es romano ni latino! ¡No eres más que un patán samnita, Cicerón, un tosco campesino de las colinas sin antepasados ni influencia! ¿Crees que eres tú quien me ha obligado a marcharme? ¡Bueno, pues no! ¡Han sido Catulo, Mamerco, Cotta, Torcuato! ¡Me voy porque ellos me han abandonado, no por nada de lo que tú digas! Cuando los iguales de un hombre lo abandonan, ese hombre está verdaderamente acabado. Por eso me voy.
Se produjo un rumor de sonidos confusos en el exterior cuando Catilina se abrió paso airadamente entre los asiduos del Foro. Luego se hizo el silencio.
Ahora los senadores se levantaban para cambiarse de sitio y alejarse de aquellos a quienes Cicerón había nombrado en su discurso, incluso hubo quien se alejó de su propio hermano: Publio Cetego había decidido claramente apartarse de Cayo y mantenerse alejado de la conspiración.
—Espero que estés contento, Marco Tulio —le dijo César.
Fue una victoria, claro que fue una victoria, pero sin embargo pareció evaporarse, incluso después de que Cicerón, al día siguiente, se dirigió a la multitud del Foro desde la tribuna. Al parecer dolido por los comentarios concluyentes de Catilina, Catulo se levantó cuando la Cámara se reunió dos días después y leyó en voz alta una carta de Catilina en la que se declaraba inocente y consignaba a su esposa, Aurelia Orestilla, al cuidado y la custodia del propio Catulo. Empezaron a circular rumores de que Catilina ya se había ido al exilio voluntario, y de que se había dirigido por la vía Aurelia fuera de Roma —la dirección correcta— con sólo tres compañeros que no eran de renombre, incluido su amigo de la infancia Tongilio. Esto hizo que hubiera una reacción; ahora algunos hombres empezaban a cambiar de opinión, y en vez de considerar a Catilina culpable pensaban que era una víctima.
La vida podía habérsele hecho cada vez más insoportable a Cicerón de no haber sido porque unos cuantos días después llegaron noticias de Etruria. Catilina no había continuado hacia el exilio en Masilia; en cambio se había puesto la toga praetexta y la insignia de cónsul, había ataviado a doce hombres con túnicas de color escarlata y les había dado las fasces junto con las hachas. Se le había visto en Aretio con un simpatizante, Cayo Flaminio, de una familia patricia venida a menos, y ahora ostentaba un águila de plata que él aseguraba que era la auténtica que Cayo Mario le había dado a sus legiones. Puesto que había sido siempre la principal fuente de fuerza de Mario, Etruria se había adherido a aquella águila.
Eso, desde luego, determinó la desaprobación de consulares como Catulo y Mamerco. (Por lo visto Hortensio había decidido que era preferible sufrir de gota en Miseno que de jaqueca en Roma, pero la gota de Antonio Híbrido en Cumae se estaba conviniendo rápidamente en una excusa inverosímil para quedarse fuera de Roma y de sus deberes como cónsul junior).
Sin embargo, algunos de los pececillos senatoriales de menos importancia seguían siendo de la opinión de que todos los acontecimientos habían sido causados por Cicerón, que era en realidad la incansable persecución a que Cicerón había sometido a Catilina lo que había acabado por sacar de quicio a éste. Entre éstos se encontraba el hermano menor de Celer, Metelo Nepote, que pronto había de asumir el cargo de tribuno de la plebe. Catón, que también sería tribuno de la plebe, elogió a Cicerón, lo cual tuvo como consecuencia básicamente que Nepote se pusiese a chillar todavía más fuerte, porque odiaba a Catón.
—Oh, ¿desde cuándo una insurrección es un asunto tan conflictivo y tan tenue? —le gritó Cicerón a Terencia—. ¡Por lo menos Lépido se pronunció! ¡Patricios, patricios! ¡Ellos no pueden hacer nada mal! ¡Y aquí estoy yo con un hatajo de criminales en las manos a los que si ni siquiera puedo acusar de que estropean los conductos del agua, no digamos ya de traición!
—Anímate, marido —le dijo Terencia, que aparentemente disfrutaba viendo a Cicerón más malhumorado de lo que ella solía estar—. Ha empezado a suceder, y continuará sucediendo; tú espera y verás. Pronto todos los que tienen dudas, desde Metelo Nepote hasta César, tendrán que admitir que tienes razón.
—César podría haberme ayudado más de lo que lo ha hecho —dijo Cicerón muy disgustado.
—Fue él quien envió a Quinto Arrio —le recordó Terencia, quien aquella temporada sentía muchas simpatías por César porque su hermanastra, la vestal Fabia, se deshacía en alabanzas hacia el pontífice máximo.
—Pero no me respalda en la Cámara, no hace más que criticarme por el modo como interpreto el senatus consultum ultimum. Me parece que todavía cree que Catilina ha sido perjudicado.
—Catulo también piensa así, aunque César y él no se amen precisamente —dijo Terencia.
Dos días después llegó a Roma la noticia de que Catilina y Mario por fin habían aunado sus fuerzas y tenían dos legiones enteras de soldados con mucha experiencia, además de varios miles más que aún se estaban entrenando. Fésulas no se había desmoronado, lo cual significaba que su arsenal continuaba intacto, y tampoco ninguna de las otras ciudades importantes de Etruria se había mostrado de acuerdo en donar el contenido de sus arsenales a la causa de Catilina. Aquello era indicativo de que una gran parte de Etruria no tenía fe en Catilina.
La Asamblea Popular ratificó el decreto senatorial y declaró a Catilina y a Manlio enemigos públicos; eso significaba que se les despojaba de la ciudadanía y de los derechos que ello entrañaba, y que si se les aprehendía se les sometería a juicio por traición. Como por fin Cayo Antonio Híbrido había regresado a Roma —con gota en el dedo y todo—, Cicerón se aprestó a darle instrucciones para que se pusiera al frente de las tropas reclutadas en Capua y Picenum —formadas todas ellas por veteranos de guerras anteriores— y se dirigiera a las puertas de Fésulas para hacer frente a Catilina y a Manlio. Sólo por si el dedo gotoso seguía siendo un impedimento, el cónsul senior tuvo la precaución de proporcionarle a Híbrido un excelente segundo en el mando, el vir militaris Marco Petreyo. El propio Cicerón asumió la responsabilidad de organizar la defensa de la ciudad de Roma, y ahora sí empezó a repartir el armamento: pero no entre personas que él, Ático, Craso o Catulo —que ahora se habían inclinado por completo del lado de Cicerón— considerasen sospechosas. Nadie sabía lo que Catilina podría estar tramando ahora, aunque Manlio le envió una carta al triunfador Rex, que seguía en el campo de batalla en Umbría; fue una sorpresa que Manlio escribiera así, pero aquello no podía cambiar nada.
En tal punto, con Roma dispuesta a repeler un ataque desde el Norte, Pompeyo Rufo en Capua y Metelo Pequeña Cabra en Apulia dispuestos a encargarse de cualquier incidente que pudiera surgir en el Sur, desde una fuerza formada por gladiadores a un levantamiento de esclavos, a Catón se le antojó dar al traste con las estratagemas de Cicerón y poner en peligro la capacidad de la ciudad para afrontar los hechos después del relevo de cónsules que se avecinaba. Noviembre tocaba a su fin cuando Catón se levantó en la Cámara y anunció que iba a empezar un proceso contra Lucio Licinio Muena, el cónsul junior electo, por haber obtenido el cargo mediante sobornos. Como tribuno de la plebe electo, vociferó, le parecía que no tenía tiempo que perder dirigiendo él en persona el juicio criminal, así que el derrotado candidato Servio Sulpicio Rufo actuaría como acusador, con su hijo —apenas hombre— como segundo acusador y el patricio Cayo Postumio como tercero. El juicio tendría lugar en el Tribunal de Sobornos, pues los fiscales eran todos patricios y por ello no podían utilizar a Catón ni a la Asamblea Plebeya.
—¡Marco Porcio Catón, no puedes hacer eso! —le gritó Cicerón, horrorizado, mientras se ponía en pie de un salto—. ¡La culpabilidad o inocencia de Lucio Murena ahora está fuera de lugar! ¡La rebelión pende sobre nuestras cabezas! ¡Eso significa que no podemos empezar el año nuevo sin uno de los cónsules! Si tenías intención de hacerlo, ¿por qué precisamente ahora? ¿Por qué no lo has hecho eh otro momento del año, con anterioridad?
—El deber es el deber —dijo Catón sin inmutarse—. Las pruebas acaban de salir a la luz, y yo hice la promesa hace meses en esta Cámara de que si llegaba a mi conocimiento que un candidato consular había recurrido al soborno, me encargaría personalmente de que se le acusase y se le procesase. ¡A mí me da lo mismo en qué situación quede Roma para el año nuevo! El soborno es el soborno. Hay que erradicarlo a toda costa.
—¡Pues el precio será probablemente la caída de Roma! ¡Retrasa el proceso!
—¡Nunca! —gritó Catón—. ¡Yo no soy marioneta tuya ni la de ningún otro! ¡Yo veo cuál es mi deber y lo cumplo!
—¡Sin duda estarás cumpliendo con tu deber de juzgar a algún pobre desgraciado mientras Roma se hunda bajo el mar Toscano!
—¡De momento el mar Toscano me ahoga a mí!
—¡Que los dioses nos libren de más gente como tú, Catón!
—¡Roma sería un lugar mejor si hubiera más como yo!
—¡Si hubiera más como tú, Roma no funcionaría! —voceó Cicerón levantando los brazos y abarcando el aire con las manos—. ¡Cuando las ruedas están tan limpias que chirrían, Marco Porcio Catón, también suelen engancharse! ¡Las cosas ruedan mucho mejor con un poco de grasa sucia!
—Vaya si es verdad eso —dijo César sonriendo.
—Retrásalo, Catón —le pidió Craso con cansancio.
—El asunto ahora está ya enteramente fuera de mis manos —dijo Catón con aire engreído—. Servio Sulpicio está determinado a hacerlo.
—¡Y pensar que en otro tiempo yo tenía buen concepto de Servio Sulpicio! —le dijo Cicerón a Terencia aquella noche.
—Oh, Catón se lo ha metido en la cabeza, marido, de eso puedes estar seguro.
—¿Qué es lo que quiere Catón? ¿Ver caer a Roma sólo porque cree que debe hacerse justicia sin dilación? ¿Es que no es capaz de darse cuenta del peligro que supone que sólo un cónsul asuma el cargo el día de año nuevo? ¿Y para colmo, un cónsul solo y tan enfermo como Silano? —Cicerón golpeó una mano contra la otra lleno de angustia—. ¡Estoy empezando a pensar que cien Catilinas no representan tanta amenaza para Roma como un solo Catón!
—Bueno, entonces tendrás que encargarte de que ese Sulpicio no consiga que declaren culpable a Murena —le dijo Terencia, siempre práctica—. Defiende a Murena tú mismo, Cicerón, y consigue que Hortensio y Craso te respalden.
—Los cónsules en el cargo normalmente no defienden a los cónsules electos.
—Entonces sienta un precedente. A ti se te da muy bien eso. Y también te trae suerte, ya lo he observado en otras ocasiones con anterioridad.
—Hortensio sigue en Miseno con el dedo gordo del pie vendado.
—Pues haz que vuelva, aunque tengas que secuestrarlo.
—Acabemos de una vez para siempre con ese caso. Tienes toda la razón, Terencia. Valerio Flaco es iudex en el Tribunal de Sobornos… un patricio, así que sólo cabe esperar que tenga el sentido común de comprender mi interés y no el de Servio Sulpicio. —Un esperanzado pero astuto brillo apareció en la mirada de Cicerón—. Me pregunto si Murena me estaría tan agradecido cuando consiga que lo declaren inocente como para regalarme una espléndida casa nueva, ¿eh?
—¡Ni siquiera se te ocurra pensar en eso, Cicerón! Eres tú quien necesita a Murena, no al revés. Espera a toparte con alguien considerablemente más desesperado antes de exigir unos honorarios de esa importancia.
Así que Cicerón se contuvo y no le insinuó a Murena que necesitaba una casa nueva, y defendió al cónsul electo sin mayor recompensa que una bonita pintura realizada por un pintor menor griego de hacía doscientos años. A Hortensio, que no dejó de gruñir y de quejarse, le hicieron regresar a la fuerza de Miseno, y Craso tomó parte en la refriega con toda su meticulosidad y paciencia. Era un triunvirato de abogados defensores demasiado formidable para el apesadumbrado Servio Sulpicio Rufo, y lograron el perdón para Murena sin necesidad de sobornar al jurado, cosa que nunca se les había pasado por la cabeza teniendo en cuenta que allí estaba Catón vigilando hasta el menor movimiento.
¿Qué más podía ocurrir después de aquello?, se preguntaba Cicerón mientras trotaba hacia su casa desde el Foro para ver si Murena le había enviado ya el cuadro. ¡Qué buen discurso había pronunciado! El último discurso, desde luego, antes de que el jurado emitiera el veredicto. Uno de los mayores valores de Cicerón era su habilidad para cambiar el curso de sus argumentos después de haber calibrado la disposición del jurado, hombres que él en su mayoría conocía bien, naturalmente. Por fortuna, el jurado de Murena estaba formado por individuos a quienes les encantaba el ingenio y les gustaba reírse. Por ello había basado su discurso en el tono humorístico, y había causado gran diversión mofándose de la adhesión de Catón a la —generalmente impopular— filosofía estoica fundada por Zenón, aquel horrible y aburrido griego antiguo. El jurado lo escuchó absolutamente lleno de interés, adoró cada una de las palabras que Cicerón pronunció, cada uno de los matices… y especialmente su brillante imitación de Catón, desde la postura hasta la voz, pasando por remedar con un gesto de la mano la gigantesca nariz de Catón. Y cuando se removió para desembarazarse de la túnica, todo el jurado se revolcó por el suelo de la risa.
—¡Vaya cómico que tenemos como cónsul senior! —dijo a voces Catón después de que el veredicto resultó ser ABSOLVO. Lo cual sólo sirvió para que el jurado se riera aún más, y considerase a Catón un mal perdedor.
—Me recuerda lo que oí acerca de Catón cuando estaba en Siria después de morir su hermano Cepión —dijo Ático durante la cena aquella noche.
—¿Qué se contaba? —le preguntó Cicerón por compromiso; en realidad no le interesaba lo más mínimo oír nada sobre Catón, pero tenía a motivos suficientes para estarle agradecido a Ático, presidente del jurado.
—Pues por lo visto iba andando por la carretera como un mendigo, con tres esclavos y en compañía de Munacio Rufo y Atenodoro Cordilión, cuando las puertas de Antioquía aparecieron, imponentemente altas, a lo lejos, y fuera de la ciudad vio una enorme multitud que se acercaba lanzando vítores. «¿Veis cómo mi fama me precede? —les preguntó Catón a Munacio Rufo y a Atenodoro Cordilión—. Toda Antioquía ha salido a rendirme homenaje porque soy un ejemplo perfecto de lo que debería ser todo romano: humilde, frugal… ¡un ejemplo de mos maiorum!». Munacio Rufo, que fue quien me lo contó cuando nos tropezamos en Atenas, me dijo que él dudaba que aquello fuera así, pero el viejo Atenodoro Cordilión se creyó hasta la última palabra, de manera que empezó a hacerle reverencias y a cepillar a Catón. Luego llegó la multitud con guirnaldas en las manos, y las doncellas arrojaban pétalos de rosa. El ethnarca habló: «¿Cuál de vosotros es el gran Demetrio, el esclavo manumitido del glorioso Cneo Pompeyo Magnus?», preguntó. Al oír lo cual Munacio Rufo y los tres esclavos cayeron al suelo de la risa, e incluso Atenodoro Cordilión encontró tan graciosa la cara que puso Catón que se unió a ellos en la risa. ¡Pero Catón estaba lívido! No le veía el lado gracioso al asunto. ¡Sobre todo porque el manumitido de Magnus, Demetrio, era un chulo perfumado!
Aquélla fue una buena anécdota y Cicerón se estuvo riendo de buena gana.
—He oído que Hortensio se ha vuelto cojeando a Miseno a toda prisa.
—Es su hogar espiritual… con todos esos peces ineptos.
—Y ninguno ha sucumbido a la tentación de aprovecharse de la amnistía del Senado, Marco. ¿Qué va a pasar ahora?
—¡Ojalá lo supiera, Tito, ojalá lo supiera!
Nadie habría imaginado que el desarrollo posterior de los acontecimientos derivaría de la presencia en Roma de una delegación de alóbroges, hombres de una tribu gala situada mucho más arriba del Ródano, en la Galia Transalpina. Guiados por uno de los ancianos de la tribu, conocido como Brogo, habían llegado a Roma para protestar por el modo como habían sido tratados por una serie de gobernadores, como Cayo Calpurnio Pisón, y por ciertos prestamistas que se hacían pasar por banqueros. Desconocedores de la lex Gabinia, que ahora confinaba al mes de febrero la visita de tales delegaciones, no habían logrado conseguir una dispensa que acelerase su petición. De manera que, o bien regresaban a la Galia Transalpina, o permanecían en Roma durante dos meses más, gastándose una fortuna en pagarse la posada y sobornar a senadores necesitados. Por tanto habían decidido marcharse a su tierra y regresar a principios de febrero. Y no estaban de muy buen humor, desde el más insignificante de los esclavos galos hasta el propio Brogo, pasando por toda la jerarquía intermedia. Como le dijo Brogo a su mejor amigo entre los romanos, el banquero manumitado Publio Umbreno:
—Parece una causa perdida, Umbreno, pero regresaremos si puedo convencer a las tribus de que tengan paciencia. Entre nosotros hay algunos que hablan de ir a la guerra.
—Bueno, Brogo, hay una larga tradición alóbroge de guerras contra Roma —le dijo Umbreno, al que se le acababa de ocurrir una brillante idea—. Mira cómo hiciste saltar a Pompeyo Magnus cuando fue a Hispania a luchar contra Sertorio.
—La guerra con Roma es inútil, creo yo —sentenció Brogo apesadumbrado—. Las legiones son como la piedra de molino, y muelen sin descanso. Los matas en una batalla y piensas que los has derrotado, pero allí están a la temporada siguiente, dispuestos a volver a empezar.
—¿Y si contaseis con el respaldo de Roma en una guerra? —le preguntó suavemente Umbreno.
Brogo ahogó una exclamación.
—¡No te comprendo!
—Roma no es un todo unido, Brogo, está dividida en muchas facciones. Precisamente en este momento, como tú sabes, hay una facción poderosa guiada por algunos hombres muy inteligentes que han decidido disputarle el gobierno al Senado y al pueblo de Roma tal como son ahora.
—¿Catilina?
—Catilina. ¿Y si yo consiguiera que Catilina os garantizase que, una vez que sea dictador en Roma, los alóbroges recibirán como recompensa la plena posesión de todo el valle del Ródano, digamos, por ejemplo, al norte de Valentia?
Brogo se quedó pensativo.
—Una oferta muy tentadora, Umbreno.
—Una auténtica oferta, te lo aseguro.
Brogo suspiró y sonrió.
—El único problema es que no tenemos manera de saber a qué altura te encuentras tú en la estima de un hombre como el gran aristócrata Catilina.
En otras circunstancias Umbreno quizá se hubiera ofendido ante aquella valoración de su propia influencia, pero ahora no, no mientras aquella brillante idea continuase creciendo. Así que dijo:
—Sí, ya sé a qué te refieres, Brogo. ¡Claro que sé a qué te refieres! ¿Aliviaría tus temores el que yo pudiese organizarte una reunión con un pretor que es un patricio Cornelio, cuyo rostro conoces bien?
—Eso aliviaría mis temores —dijo Brogo.
—La casa de Sempronia Tuditani sería ideal: está cerca y su marido se halla ausente. Pero no tengo tiempo de guiarte hasta allí, así que será mejor que lo hagamos detrás del templo de Salus, en la Alta Semita, dentro de dos horas —le dijo Umbreno; y se marchó corriendo de la habitación.
Más tarde Publio Umbreno no podía recordar cómo se las arregló para organizarlo todo en aquellas dos horas, pero organizarlo, desde luego, lo organizó. Tuvo que ir a ver al pretor Publio Cornelio Léntulo Sura, a los senadores Lucio Casio y Cayo Cetego, y a los caballeros Publio Gabinio Capitón y Marco Cepario. Al acabar la segunda hora, Umbreno llegó al callejón de la parte trasera del templo de Salus —un lugar desierto— en compañía de Léntulo Sura y Gabinio Capitón.
Léntulo Sura sólo permaneció allí el tiempo suficiente para saludar a Brogo con ciertos aires de superioridad; estaba claro que no se sentía cómodo y que deseaba marcharse cuanto antes. Por tanto quedó en manos de Umbreno y de Gabinio Capitón entenderse con Brogo, actuando Capitón como portavoz de los conspiradores. Los cinco alóbroges escuchaban atentamente, pero cuando por fin Capitón acabó de hablar, los galos se mostraron tímidos y cautos, y no quisieron comprometerse.
—Bueno, no sé… —comenzó a decir Brogo.
—¿Qué hace falta para convencerte de que estamos hablando en serio? —le preguntó Umbreno.
—No estoy seguro —dijo Brogo con aire confundido—. Déjanos que lo pensemos esta noche, Umbreno. ¿Podríamos encontrarnos aquí mañana al amanecer? Y así lo acordaron.
Los alóbroges volvieron a la posada, en el límite del Foro, curiosa coincidencia, porque un poco más arriba en la falda de la colina, en la vía Sacra, estaba el arco triunfal erigido por Quinto Fabio Máximo Alobrógico, quien había conquistado —temporalmente— la tribu de galos del mismo nombre hacía muchas décadas, y había añadido el nombre de la tribu al suyo propio. Por lo tanto Brogo y sus compañeros alóbroges se quedaron contemplando aquella estructura que les recordaba que ellos estaban entre la clientela de los descendientes de Alobrógico. Su actual patrono era Quinto Fabio Sanga, el bisnieto.
—Desde luego, la oferta parece verdaderamente atractiva —les comentó Brogo a sus compañeros mientras miraba fijamente el arco—. Sin embargo, también podría significar el desastre para nosotros. Si alguno de los impetuosos se entera de la proposición que nos han hecho, no se detendrán a considerarlo, sino que irán a la guerra de inmediato. Y mis huesos me dicen que es mejor que no.
Como en aquella delegación no había impetuosos, los alóbroges decidieron ir a ver a su patrono, Quinto Fabio Sanga.
Sabia decisión, tal como resultaron luego las cosas. Fabio Sanga fue derecho a ver a Cicerón.
—¡Por fin los tenemos, Quinto Fabio! —gritó Cicerón.
—¿Cómo? —quiso saber Sanga, que no tenía suficientes luces para aspirar a un cargo más elevado y al que, en consecuencia, había que explicárselo todo.
—Vuelve con los alóbroges y diles que deben pedirle cartas firmadas a Léntulo Sura, ¡lo sabía, lo sabía!, y también a otros conspiradores de alto rango. Deben insistir en que los lleven a Etruria a ver a Catilina en persona: una petición lógica teniendo en cuenta lo que les han pedido que hagan. Y ello también significa un viaje fuera de Roma, y la presencia de un guía de entre los conspiradores.
—¿Y qué importancia tiene el guía? —le preguntó Sanga parpadeando.
—Sólo que el hecho de tener con ellos a uno de los conspiradores hará que resulte más prudente que la expedición salga en secreto en mitad de la noche —dijo Cicerón con paciencia.
—¿Es necesario que salgan de Roma de noche?
—¡Muy necesario, Quinto Fabio, créeme! Apostaré hombres a ambos extremos del puente Mulvio, cosa que resulta más fácil si es de noche. Cuando los alóbroges y su guía conspirador estén en el puente, mis hombres saltarán sobre ellos. Por fin tendremos pruebas tangibles: las cartas.
—¿No pensarás hacer daño a los alóbroges? —le preguntó Sanga, muy alarmado ante la idea de que alguien saltase sobre alguien.
—¡Claro que no! Ellos forman parte del plan, pero tú asegúrate bien de que no opongan resistencia. También podrías decirle a Brogo que insista en guardar él mismo las cartas y que se rodee de los hombres de su tribu, por si algún conspirador que fuera con ellos intentase destruir las pruebas tangibles. —Cicerón miró con seriedad a Fabio Sanga—. ¿Está todo claro, Quinto Fabio? ¿Te acordarás de todo sin hacerte un lío?
—Vuelve a repetírmelo —dijo Sanga.
Cicerón dejó escapar un suspiro y después se lo explicó de nuevo. Y al final del día siguiente Cicerón se enteró por Sanga que Brogo y sus alóbroges tenían en su poder tres cartas, una de Léntulo Sura, otra de Cayo Cetego y otra de Lucio Statilio. Cuando le pidieron que escribiera, Lucio Casio se había negado y había dado la impresión de estar intranquilo. ¿Le parecía a Cicerón que bastaría con aquellas tres cartas?
¡Sí, sí! Cicerón se apresuró a volver junto a su criado más veloz.
Y así, en el segundo cuarto de la noche, una pequeña cabalgata salía de Roma por la vía Lata, que iba a dar a la gran carretera del norte, la vía Flaminia, después d cruzar el Campo de Marte de camino hacia el puente Mulvio. Con Brogo y sus alóbroges viajaba su guía, Tito Volturcio de Crotón, así como un Lucio Tarquinio y el caballero Marco Cepario.
Todo fue bien hasta que el grupo llegó al puente Mulvio unas cuatro horas antes del alba; iban apresurados por el pavimento de piedra. Cuando el último caballo entró al trote en el propio puente, el pretor Flaco, que estaba situado en el extremo sur, le hizo señales con la lámpara al pretor Pontino, que estaba en el extremo norte; ambos pretores, cada uno respaldado por una centuria de buena milicia ciudadana voluntaria, avanzaron velozmente para bloquear el puente. Marco Cepario desenvainó la espada e intentó luchar, Volturcio se rindió y Tarquinio, que era un fuerte nadador, saltó del puente hacia las oscuras aguas del Tíber. Los alóbroges, obedientes, se detuvieron en apretado grupo y tiraron de las riendas de sus caballos con tanta firmeza como Brogo sujetaba las cartas que llevaba en una bolsa atada a la cintura.
Cicerón estaba esperando cuando Pontino, Valerio Flaco, los alóbroges, Volturcio y Cepario llegaron a su casa justo antes del amanecer. También estaba esperando Fabio Sanga, un hombre no muy brillante, quizás, pero exquisitamente consciente de su deber de patrono.
—¿Tienes las cartas, Brogo? —le preguntó Fabio Sanga.
—Tengo cuatro —repuso Brogo mientras abría la bolsa y sacaba tres rollos delgados más una sola hoja de papel doblada y sellada.
—¿Cuatro? —preguntó ansioso Cicerón—. ¿Cambió de opinión Lucio Casio? —No, Marco Tulio. La que está doblada es una comunicación privada del pretor Sura a Catilina, al menos eso me han dicho.
—Pontino —dijo Cicerón, erguido y alto—, ve a las casas de Publio Cornelio Léntulo Sura, Cayo Cornelio Cetego, Publio Gabinio Capitón y Lucio Statilio. Ordénales que vengan aquí, a mi casa, de inmediato, pero no les des ninguna idea del porqué, ¿comprendido? Y llévate contigo a tu milicia.
Pontino asintió solemnemente; los acontecimientos de aquella noche parecían como un sueño, casi, pues él aún no había comprendido lo que había ocurrido en realidad cuando aprehendió a los alóbroges en el puente Mulvio.
—Flaco, te necesito como testigo —le dijo Cicerón a su otro pretor—, pero envía a tu milicia para que tomen posiciones alrededor del templo de la Concordia. Tengo intención de convocar al Senado a sesión allí en cuanto haya hecho unas cuantas cosas aquí.
Todos los ojos lo miraban, incluidos, notó Cicerón con ironía, los de Terencia, desde un rincón oscuro. Bueno, ¿por qué no? Ella había estado a su lado durante todo aquello; se había ganado su asiento de atrás en la representación. Después de pensarlo un poco, envió a los alóbroges al comedor —salvo a Brogo— a que comieran algo y bebieran un poco de vino, y se sentó en compañía de Brogo, Sanga y Valerio Flaco a esperar a Pontino y a los hombres a los que habían ordenado a este último que fuera a buscar. Volturcio no suponía peligro —estaba acurrucado en el rincón opuesto a aquél en que se encontraba Terencia y lloraba—, pero a Cepario todavía parecía quedarle dentro cierto ánimo de lucha. Cicerón acabó encerrándolo en un armario y deseó haberlo enviado fuera de su casa bajo vigilancia… ¡si es que Roma hubiera dispuesto de un lugar seguro donde ponerlo, claro está!
—La verdad es que tu prisión improvisada es indudablemente más segura que las Lautumiae —dijo Lucio Valerio Flaco haciendo oscilar la llave del armario.
Cayo Cetego llegó el primero, con aspecto receloso y desafiante; poco después entraron juntos Statilio y Gabinio Capitón, con Pontino justo detrás de ellos. La espera por Léntulo Sura fue mucho más larga, pero al final éste también pasó por la puerta, sin que dejara traslucir otra cosa en el rostro y en el cuerpo más que fastidio.
—¡Realmente, Cicerón, esto es demasiado! —gritó antes de poner los ojos encima de los demás. El sobresalto que experimentó al verlos fue casi inapreciable, pero Cicerón lo vio.
—Reúnete con tus amigo, Léntulo —dijo Cicerón.
Alguien empezó a aporrear la puerta de la calle. Ataviados con armadura a causa de la misión nocturna que habían llevado a cabo, Pontino y Valerio Flaco desenvainaron las espadas.
—¡Abre la puerta, Tirón! —dijo Cicerón. Pero no había ni peligro ni asesinos en la calle; entraron Catulo, Craso, Curio, Mamerco y Servilio Vatia.
—Al ver que habíamos sido convocados al templo de la Concordia por orden expresa del cónsul senior —dijo Catulo—, decidimos que era mejor buscar al cónsul senior antes.
—Sois bienvenidos, desde luego —les dijo Cicerón lleno de gratitud.
—¿Qué ocurre? —preguntó Craso mirando a los conspiradores.
Mientras Cicerón se lo explicaba, volvieron a llamar a la puerta; más senadores entraron en tropel, rebosando curiosidad.
—¿Cómo corre la voz con tanta rapidez? —quiso saber Cicerón, incapaz de contener el júbilo.
Pero por fin, con la habitación abarrotada, el cónsul senior pudo ir al grano, contar la historia de los alóbroges y la captura que habían hecho en el puente Mulvio; también aprovechó la ocasión para mostrar las cartas.
—Así pues —dijo Cicerón en un tono muy formal—, Publio Cornelio Léntulo Sura, Cayo Cornelio Cetego, Publio Gabinio Capitón y Lucio Statilio, os pongo bajo arresto mientras se lleve a cabo una investigación completa y se averigüe hasta qué punto habéis formado parte en la conspiración de Lucio Sergio Catilina. —Se volvió hacia Mamerco—. Príncipe del Senado, pongo bajo tu custodia estos tres rollos y solicito que no rompas los sellos hasta que todo el Senado se encuentre reunido en el templo de la Concordia. Entonces será tu obligación como príncipe del Senado leerlos en voz alta. —Sostuvo en alto la hoja de papel doblada para que todos la vieran—. Esta carta la abriré aquí y ahora, ante los ojos de todos vosotros. Si compromete a su autor, el pretor Léntulo Sura, entonces no habrá nada que nos impida seguir adelante con nuestra investigación. Si es inocente, entonces debemos decidir qué hacemos con los tres rollos antes de que el Senado se reúna.
—Adelante, Marco Tulio Cicerón —dijo Mamerco, atrapado en aquel momento de pesadilla y apenas capaz de creer que Léntulo Sura, una vez cónsul, dos veces pretor, pudiera estar realmente implicado.
¡Oh, qué bueno era ser el centro de todas las miradas en un drama tan enorme y portentoso como aquél!, pensó Cicerón mientras, como consumado actor que era, rompía con un chasquido fuerte y sonoro el sello de cera que todos habían identificado como de Léntulo Sura. Pareció tardar una eternidad en desdoblar la hoja de papel, echarle un vistazo a la carta y asimilar su contenido antes de leerla en voz alta.
Lucio Sergio, te ruego que cambies de idea. Ya sé que no deseas manchar nuestra empresa con un ejército de esclavos, pero créeme cuando te digo que si aceptas admitir esclavos entre las filas de tus soldados, tendrás un número aplastante de hombres y conseguirás la victoria en cuestión de días. Lo único que Roma puede enviar contra ti son cuatro legiones, una de Marcio Rex y otra de Metelo Crético, y otras dos bajo el mando de ese zángano de Híbrido.
Está en las profecías que tres miembros de la gens Cornelia gobernarán Roma, y yo sé que soy el tercero de esos tres hombres llamados Cornelio. Comprendo que tu nombre, Sergio, es mucho más antiguo que el nombre de Cornelio, pero tú ya has indicado que preferías gobernar en Etruria antes que en Roma. En cuyo caso, reconsidera tu postura en lo referente a los esclavos. Yo lo condono. Por favor, consiente en ello.
Acabó de leer la carta en medio de un silencio tan profundo que parecía que ni siquiera la respiración turbase el aire de aquella habitación abarrotada.
Entonces Catulo habló de manera dura y enojada:
—¡Léntulo Sura, estás acabado! —le dijo bruscamente—. ¡Me meo en ti!
—Yo creo que deberías abrir ahora los rollos, Marco Tulio —dijo Mamerco pesadamente.
—¿Cómo, y que Catón luego me acuse de manipular las pruebas del Estado? —preguntó Cicerón abriendo mucho los ojos y luego poniéndose bizco—. No, Mamerco, sellados se quedan. ¡No me gustaría incomodar a nuestro querido Catón, por muy correcto que fuera el hecho de abrirlos ahora!
El pretor Cayo Sulpicio estaba allí, observó Cicerón. ¡Bien! A él también iba a encomendarle una tarea, de manera que no pareciese que él tenía favoritismos y que Catón no pudiera encontrar absolutamente ningún fallo.
—Cayo Sulpicio, ¿querrías ir a las casas de Léntulo Sura, de Cetego, de Gabinio y de Statilio y ver si se encuentran armas en ellas? Llévate contigo a la milicia de Pontino, y haz que luego registren la residencia de Porcio Leca; y también las de Cepario, Lucio Casio, este Volturcio aquí presente y un tal Lucio Tarquinio. Te ordeno que dejes que tus hombres continúen con los registros después de que tú inspecciones en persona los domicilios de los conspiradores senatoriales, porque te necesitaré en el Senado en cuanto sea posible. Una vez allí, puedes informarme acerca de tus hallazgos.
A nadie le apetecía comer ni beber; Cicerón dejó salir a Cepario del armario y llamó a los alóbroges que estaban en el comedor. Las ganas de pelea que hubiera podido tener Cepario antes de que lo encerrasen le habían abandonado por completo; el armario de Cicerón había resultado ser casi hermético y Cepario salió de allí como desvariando.
¡Un pretor en el cargo que era un traidor! Y que además había sido cónsul antes. ¿Cómo manejar aquello de un modo que hiciera honor a aquel Hombre Nuevo, a aquel huésped, a aquel residente forastero procedente de Arpinum? Al final Cicerón atravesó la habitación hacia donde se encontraba Léntulo Sura, cogió la lacia mano derecha de aquel hombre y se la apretó con fuerza.
—Vamos, Publio Cornelio —le dijo con gran cortesía—, es hora de ir al templo de la Concordia.
—¡Qué raro! —dijo Lucio Cotta cuando la doble fila de hombres cruzó el Foro inferior desde las escaleras Vestales hasta el templo de la Concordia, separado de la cámara de ejecución Tuliana por las escaleras Gemonias.
—¿Raro? ¿Qué hay de raro? —preguntó Cicerón, que todavía llevaba de la mano al flojo Léntulo Sura.
—Justo en este momento los contratistas están poniendo la nueva estatua de Júpiter Optimo Máximo sobre la peana en el interior del templo. ¡Ya era hora de que se hiciera! Hace casi tres años que Torcuato y yo lo prometimos. —Lucio Cotta se estremeció—. ¡Cuántos presagios!
—Hubo muchos en tu año —le dijo Cicerón—. Sentí ver a la vieja loba etrusca perder al bebé que mamaba de ella a causa de aquel rayo. ¡Me gustaba ver aquella expresión tan de perrita que tenía la loba en el rostro! Le daba su leche a Rómulo, pero sin preocuparse de él lo más mínimo.
—Nunca comprendí por qué no estaba amamantando a dos bebés —dijo Cotta; luego se encogió de hombros—. Oh, bueno, quizás entre los etruscos la leyenda dijera que sólo había un niño. Pero lo que es seguro es que la estatua es anterior a Rómulo y Remo, y todavía nos queda la loba.
—Tienes razón —convino Cicerón mientras ayudaba a Léntulo Sura a subir los tres escalones que conducían hasta el porche del templo, que era bastante bajo—, es un presagio. ¡Confío en que orientar al Gran Dios hacia el Este signifique que se van a producir cosas buenas! —Se detuvo bruscamente al llegar a la puerta—. ¡Edepol, vaya apreturas!
La voz se había corrido rápidamente. El templo de la Concordia estaba hasta los topes para dar cabida a todos los senadores que se hallaban presentes en Roma, porque los que estaban enfermos también acudieron. La elección de aquel local no obedecía únicamente al capricho, aunque Cicerón tenía un tic acerca de la concordia entre las distintas categorías de hombres romanos; se suponía que no había de celebrarse ninguna reunión en la Curia Hostilia para tratar de las consecuencias de una traición, y como aquella traición recorría toda la gama de categorías de hombres romanos, el templo de la Concordia era un lugar lógico para reunirse. Desgraciadamente, las gradas de madera que se instalaban dentro de templos como el de Júpiter Stator cuando el Senado se reunía allí no cabían dentro del de la Concordia. Todo el mundo tenía que quedarse de pie donde podía, y todos deseaban una mejor ventilación.
Por fin Cicerón logró establecer cierto tipo de orden entre aquel gentío e hizo que los consulares y magistrados se sentasen en taburetes delante de los senadores de pedarius o de rango inferior. Envió a los magistrados curules hasta la parte de atrás, justo en el centro, y luego, entre las dos filas de taburetes situadas una de frente a la otra, situó a los alóbroges, así como a Volturcio, a Cepario, a Léntulo Sura, a Cetego, a Statilio, a Gabinio Capitón y a Fabio Sanga.
—¡Las armas estaban almacenadas en la casa de Cayo Cetego! —dijo el pretor Sulpicio, que entró casi sin aliento—. Había cientos y cientos de espadas y dagas, unos cuantos escudos y ninguna coraza.
—Soy un ardiente coleccionista de armas —aseguró Cetego, aburrido.
Cicerón frunció el entrecejo y se puso a meditar sobre otro problema logístico que aquel reducido espacio había generado.
—Cayo Cosconio —le dijo a aquel pretor—, he oído que eres un brillante taquígrafo. Sinceramente, no veo que quede espacio aquí para media docena de escribas, así que dispenso de la presencia de profesionales. Elige a tres pedarii que sean también capaces de tomar nota de la causa que aquí se instruya palabra por palabra. Eso divide la tarea entre cuatro de vosotros, y tendrá que ser suficiente con cuatro. Dudo que ésta sea una reunión larga, así que creo que tendréis tiempo después de comparar las notas que hayáis tomado y redactarlas todas juntas.
—¿Lo ves y lo escuchas? —le cuchicheó Silano a César; extraña elección para hacer confidencias, dada la relación que existía entre ambos, pero probablemente, decidió César, no había nadie más apretujado contra Silano que éste considerase digno de hablar con él, incluido Murena—. ¡Por fin se ve en la gloria! —Silano hizo un sonido que César interpretó como asco—. ¡Bueno, yo por mi parte encuentro este asunto indeciblemente sórdido!
—Hasta los hacendados de Arpinum deben tener su gran día —dijo César—. Cayo Mario empezó esa tradición.
Por fin, y de forma muy puntillosa, Cicerón abrió la sesión con las oraciones y las ofrendas, los auspicios y las salutaciones. Pero la valoración previa que había hecho era acertada; no fue aquél un asunto prolongado. El guía Tito Volturcio escuchó a Fabio Sanga y a Brogo cuando éstos prestaron declaración, luego se echó a llorar y exigió que se le permitiera contarlo todo. Y así lo hizo; respondió a todas las preguntas e incriminó a Léntulo Sura y a los otros cuatro de forma cada vez más grave. Lucio Casio, explicó, había partido muy de repente hacia la Galia Transalpina, él suponía que se dirigía a Masilia en exilio voluntario. Otros también habían huido, incluidos los senadores Quinto Annio Quilón, los hermanos Sila, y Publio Autronio. Fueron saliendo a trompicones un nombre tras otro, caballeros y banqueros, secuaces, sanguijuelas. Cuando Volturcio llegó al final de aquella letanía, había implicados unos veintisiete hombres romanos importantes, desde Catilina hacia abajo hasta llegar al propio Volturcio (y el sobrino del dictador, Publio Sila —que no había sido nombrado— sudaba profusamente).
Después de lo cual, Mamerco, príncipe del Senado, rompió los sellos de las cartas y comenzó a leerlas en voz alta. Casi fue una decepción.
Deseando con ansia hacer el papel de gran abogado en persecución de la verdad, Cicerón interrogó primero a Cayo Cetego. Pero, ay, Cetego se vino abajo y confesó inmediatamente.
A continuación le tocó el turno a Statilio, con parecidos resultados.
Seguidamente le llegó la vez a Léntulo Sura, y ni siquiera esperó a que le interrogasen antes de confesar.
Gabinio Capitón luchó un poco, pero confesó justo cuando Cicerón empezaba a cogerle el tranquillo a la cosa.
Y finalmente vino Marco Cepario, quien prorrumpió en frenético llanto y confesó entre ataques de sollozos.
Aunque resultó bastante difícil para Catulo, cuando el asunto hubo terminado propuso una moción de agradecimiento al brillante y vigilante cónsul senior de Roma; se le atascaron un poco las palabras al hablar, pero salieron de su boca con tanta claridad como la confesión de Cepario.
—¡Te aclamo como pater patriae… padre de nuestra patria! —fue la contribución de Catón.
—¿Lo dice en serio o no es más que un sarcasmo? —le preguntó Silano a César.
—Con Catón, ¿quién sabe?
Luego concedieron autoridad a Cicerón para emitir órdenes de arresto contra los conspiradores que no estaban presentes, después de lo cual llegó la hora de poner a los cinco conspiradores presentes bajo custodia senatorial.
—Me haré cargo de Léntulo Sura —dijo Lucio César con tristeza—. Es mi cuñado. Por parentesco debería ir a cargo de otro Léntulo, quizás, pero por derecho me corresponde a mí.
—Yo me encargaré de Gabinio Capitón —dijo Craso.
—Y yo de Statilio —dijo César.
—Dadme a mí al joven Cetego —pidió Quinto Cornificio.
—Yo me quedaré con Cepario —dijo el viejo Cneo Terencio.
—¿Y qué hacemos con un pretor que está en el cargo y es un traidor? —preguntó Silano, a quien la cara se le había puesto muy gris en aquel ambiente sin ventilación.
—Ordenamos que se quite su insignia del cargo y despida a los lictores —dijo Cicerón.
—No creo que eso sea legal —intervino César con cierto tono de cansancio—. Nadie tiene poder para poner fin al cargo de un magistrado curul antes del último día de su año. Estrictamente, no podéis arrestarlo.
—¡Podemos bajo un senatus consultum ultimum! —dijo con brusquedad Cicerón. ¿Por qué César estaba siempre poniendo faltas?—. ¡Si lo prefieres no lo llames ponerle fin! ¡Considera que sólo se le despoja de sus galas curules!
Tras lo cual Craso, harto de aquellas apreturas y muerto de ganas de salir del templo de la Concordia, interrumpió aquella conversación cáustica para proponer que se celebrase un acto público de acción de gracias por el descubrimiento de aquel complot sin que se hubiera producido derramamiento de sangre dentro de los muros de la ciudad. Pero no nombró a Cicerón.
—Mientras lo organizas, Craso, ¿por qué no votas a nuestro querido Marco Tulio Cicerón para que le sea concedida la corona cívica? —dijo gruñendo Publícola.
—Eso es un comentario definitivamente irónico —le dijo Silano a César.
—Oh, gracias sean dadas a los dioses, por fin se dispone a levantar la sesión —fue la respuesta de César—. ¿No podría haber encontrado un motivo para que nos hubiéramos reunido en Júpiter Stator o en Bellona?
—¡Mañana aquí a la segunda hora del día! —gritó Cicerón ante un coro de quejas; luego salió apresuradamente del templo para subir a la tribuna y dirigir un discurso tranquilizador a la enorme y expectante multitud.
—No sé por qué tiene tanta prisa —le dijo Craso a César mientras los dos, de pie, flexionaban los músculos y respiraban profundamente el dulce aire del exterior—. Esta noche no puede ir a su casa, su mujer es la anfitriona de la Bona Dea.
—Sí, desde luego —repuso César dejando escapar un suspiro—. Mi esposa y mi madre van allí, por no hablar de todas mis vestales. Y Julia también, supongo. Está haciéndose mayor.
—Ojalá también se hiciera mayor Cicerón.
—¡Oh, venga, Craso, por fin se encuentra en su elemento! Déjale que disfrute esta pequeña victoria. En realidad no se trata de una conspiración muy importante, y tenía tantas posibilidades de triunfar como Pan al competir con Apolo. Una tempestad en un vaso de agua, nada más.
—¿Pan contra Apolo? Pues ganó, ¿no?
—Sólo porque Midas era el juez, Marco. Por lo cual siempre llevó orejas de burro después de aquello.
—Midas siempre está sentado en el tribunal, César. —El poder del oro.
—Exactamente.
Empezaron a avanzar por el Foro, sin sentirse en lo más mínimo tentados a detenerse para oír el discurso que Cicerón le dedicaba al pueblo.
—Pues, sin duda, hay parientes tuyos implicados —dijo Craso cuando César ignoró la vía Sacra y se encaminó también hacia el Palatino.
—Claro que sí. Una prima muy tonta y esos tres robustos gamberros que tiene por hijos.
—¿Tú crees que ella estará también en casa de Lucio César?
—Definitivamente, no. Lucio César es demasiado puntilloso. Tiene en custodia al marido de su hermana. Así, que con mi madre en casa de Cicerón celebrando la Bona Dea, creo que iré a ver a Lucio para decirle que pienso ir derecho a ver a Julia Antonia.
—No te envidio —dijo Craso sonriendo.
—¡Créeme, yo tampoco me envidio a mí mismo!
Pudo oír a Julia Antonia antes de llamar a la puerta de la casa de Léntulo Sura, muy bonita, e irguió los hombros. ¿Por qué tenía que ser Bona Dea aquella noche? Todo el círculo de amigas de Julia Antonia estaría en casa de Cicerón, y Bona Dea no era la clase de deidad que una ignoraba en favor de una amiga disgustada.
Los tres hijos de Antonio Crético estaban cuidando a su madre con un grado de paciencia y bondad que a César le pareció sorprendente; lo cual no impidió que ella se pusiera en pie de un salto y se arrojase al pecho de César.
—¡Oh, primo! —gimió—. ¿Qué voy a hacer? ¿Adónde iré? ¡Van a confiscar todas las propiedades de Sura! ¡Ni siquiera tendré un techo sobre la cabeza!
—Deja en paz a ese hombre, mamá —dijo Marco Antonio, el mayor de los hijos de Julia Antonia; le apartó los dedos que se agarraban con fuerza a César y la acompañó de nuevo hasta la silla—. Ahora siéntate y guárdate para ti tu desgracia; llorar no va a ayudamos a salir de este apuro.
Quizás porque ya estaba agotada, Julia Antonia obedeció; su hijo menor, Lucio, un individuo más bien gordo y torpón, se sentó en una silla al lado de ella, le cogió las manos y empezó a hacer sonidos para tranquilizarla.
—Ahora le toca a él —explicó escuetamente Antonio; y se llevó a su primo al peristilo, donde el hijo mediano, Cayo, se reunió con ellos.
—Es una pena que los Cornelios Léntulos constituyan la mayoría de los Cornelios que hay en el Senado en estos momentos —comentó César.
—Y ninguno de ellos se sentirá nada contento de proclamar que hay un traidor en el seno de su familia —dijo Marco Antonio con aire lúgubre—. ¿Es un traidor?
—Sin que quepa la menor sombra de duda, Antonio.
—¿Estás seguro?
—¡Acabo de decírtelo! ¿Qué sucede? ¿Te inquieta que salga a colación que tú también estás implicado? —le preguntó César, preocupado de pronto.
Antonio se ruborizó intensamente, pero no dijo nada; fue Cayo quien respondió al tiempo que pateaba el suelo con un pie.
—¡Nosotros no estamos implicados! ¿Por qué será que todo el mundo, ¡incluso tú!, siempre piensa lo peor de nosotros?
—Eso se llama ganarse una reputación —le dijo César con paciencia—. Los tres tenéis una asombrosa mala fama: juego, vino, putas. —Miró con ironía a Marco Antonio—. Incluso un amiguito de vez en cuando.
—Lo que se rumorea acerca de Curión y de mí no es cierto —dijo Antonio, incómodo—. Sólo fingimos que somos amantes para fastidiar al padre de Curión.
—Pero todo sirve para ganarse una reputación, Antonio, como tus hermanos y tú estáis a punto de descubrir, Cada sabueso del Senado va a andar olisqueándoos el culo, así que sugiero que si estáis implicados en ese asunto, aunque sea remotamente, me lo digáis ahora mismo.
Hacía mucho tiempo que los tres hijos de Crético habían llegado a la conclusión de que aquel César en particular tenía los ojos más desconcertantes que ninguno que ellos conocieran: penetrantes, fríos, omniscientes. Eso quería decir que no les era simpático porque aquellos ojos los ponían a la defensiva, hacían que se sintieran inferiores a lo que ellos en secreto creían ser. Y César nunca se molestó en condenarlos por lo que ellos consideraban fallos de menor cuantía; sólo iba a hablar con ellos cuando las cosas eran realmente graves, como ahora. Por eso las apariciones de César eran una especie de recordatorio de un presagio de fatalidad, que tenía la tendencia a despojarlos de la capacidad de defenderse, de luchar contra él.
Así que Marco Antonio respondió de mala gana:
—No estamos ni remotamente implicados. Clodio decía que Catilina era un perdedor.
—Y lo que dice Clodio es cierto, ¿no?
—Suele serlo.
—Estoy de acuerdo —dijo César inesperadamente—. Es bastante astuto.
—¿Qué va a pasar? —preguntó Cayo Antonio bruscamente.
—A vuestro padrastro lo juzgarán por traición, lo hallarán culpable y lo condenarán —respondió César—. Ha confesado, no le ha quedado más remedio que hacerlo. Los pretores de Cicerón cogieron a los alóbroges con dos cartas suyas incriminatorias, y no se trata de falsificaciones, os lo puedo asegurar.
—Mamá tiene razón, entonces. Lo perderá todo.
—Intentaré ocuparme de que no sea así, y habrá una buena cantidad de hombres que estarán de acuerdo conmigo. Ya es hora de que Roma deje de castigar a la familia de un hombre por los crímenes que ese hombre ha cometido. Cuando yo sea cónsul intentaré poner en las tablillas una ley a tal efecto. —Empezó a volver sobre sus pasos, hacia el atrio—. Personalmente no puedo hacer nada por vuestra madre, Antonio. Ella necesita compañía femenina. En cuanto mi madre vuelva a casa, ahora está en la Bona Dea, la enviaré aquí. —Una vez en el atrio echó una mirada a su alrededor—. Lástima que Sura no coleccionase obras de arte; habrías podido tener unas cuantas cosas que guardar para el futuro antes de que el Senado llegue y empiece a confiscar. Aunque era en serio lo que he dicho, haré todo lo que pueda para asegurarme de que lo poco que tiene Sura no sea confiscado. Supongo que para eso se unió a la conspiración, para incrementar su fortuna.
—Oh, indudablemente —dijo Antonio mientras acompañaba a César hasta la puerta—. Siempre se estaba quejando de que la expulsión del Senado lo había arruinado gravemente; decía que él no había hecho nada que justificara esa expulsión. Siempre ha mantenido que el censor Léntulo Clodiano se la tenía jurada. Parte de las disputas familiares se remontan al tiempo en que Clodiano fue adoptado en el seno de los Léntulos.
—¿A ti te cae bien? —preguntó César al tiempo que traspasaba el umbral.
—¡Oh, sí! ¡Sura es un tipo realmente espléndido, el mejor de los hombres!
Y aquello era interesante, pensó César mientras regresaba al Foro y a la domus publica. ¡No todos los padrastros habrían logrado hacerse querer por aquel trío de jóvenes! Eran unos Antonios de los más típicos: descuidados, apasionados, impulsivos, propensos a dar gusto a las lujurias, fueran del tipo que fuesen. ¡Nada de cabezas políticas sobre aquellos anchos hombros! Unos brutos robustos, los tres, y feos de un modo que las mujeres parecían hallar enormemente atractivo. ¿Qué demonios le harían ellos al Senado cuando tuvieran edad suficiente para presentarse a cuestores? Siempre que, claro está, tuvieran dinero para presentarse. Crético se había suicidado tras caer en desgracia, aunque nadie se había movido para acusarle póstumamente por crímenes contra el Estado; le había faltado sentido común y un poco de juicio, no lealtad a Roma. Sin embargo, su hacienda estaba ya bastante mermada cuando Julia Antonia se casó con Léntulo Sura, un hombre sin hijos propios y que tampoco disponía de una gran fortuna. Lucio César tenía un hijo y una hija; los Antonios tampoco podían esperar nada por aquella parte. Lo cual significaba que dependería de él, César, intentar mejorar la fortuna de los Antonios. De cómo iba a hacerlo no tenía ni la menor idea, pero lo haría. El dinero siempre aparecía cuando se le necesitaba desesperadamente.
Al fugitivo Lucio Tarquinio, que había saltado desde el puente Mulvio al Tíber, se le apresó en la carretera que llevaba a Fésulas y se le condujo hasta Cicerón antes de que el Senado se reuniera en el templo de la Concordia el día después de la Bona Dea. Como su casa estaba cerrada para él, había pasado la noche con Nigidio Figulo, que con muy buen sentido había invitado a Ático y a Quinto a cenar. Habían pasado una agradable velada que se había hecho aún más agradable cuando Terencia envió un mensaje diciendo que después de apagarse el fuego en el altar a la Bona Dea, una enorme llamarada se había elevado súbitamente, lo cual habían interpretado las vestales como señal de que había salvado a la patria.
¡Qué idea más deliciosa era aquélla! Padre de la patria. Salvador de la patria. Él, el huésped procedente de Arpinum.
Sin embargo, no se encontraba enteramente a gusto. A pesar del tranquilizador discurso que había dirigido al pueblo desde la tribuna, los clientes de aquella mañana que habían logrado seguirle hasta la casa de Nigidio Figulo se mostraban nerviosos, ansiosos, incluso asustados. ¿Cuánta gente corriente de la ciudad de Roma estaba a favor de un nuevo orden… y de una cancelación general de deudas? Mucha, al parecer; Catilina bien podría haber sido capaz de tomar la ciudad desde dentro la noche de las Saturnales. Todas aquellas esperanzas de los pechos angustiados desde el punto de vista financiero se habían visto permanentemente defraudadas como cosa del pasado, y aquellos que habían albergado esperanzas se daban cuenta ahora de que no habría ninguna tregua. Roma parecía pacífica; pero los clientes de Cicerón insistían en que había ciertas corrientes subterráneas de violencia. Y Ático también. ¡Y aquí estoy yo, pensaba Cicerón, consciente de un diminuto asomo de pánico, responsable de haber detenido a cinco hombres! Hombres con influencia y clientes, en especial Léntulo Sura. Pero Statilio era de Apulia, y Gabinio Capitón del sur de Picenum: dos lugares con una historia de revueltas o de devoción a una causa italiana más que a una causa romana. En cuanto a Cayo Cetego… ¡a su padre se le había conocido como el rey de los diputados! Enorme riqueza e influencia por esa parte. Y él, Cicerón, el cónsul senior, era el único responsable del arresto y detención de todos ellos; de haber sacado a la luz las pruebas tangibles que habían hecho que todos se desmoronasen y confesasen. Por ello sería también responsable cuando fueran condenados en juicio, y aquél iba a ser un proceso largo durante el cual las violentas corrientes subterráneas podían hervir hasta salir a la superficie. Ninguno de los pretores de aquel año querría aceptar el deber de ser presidente de un Tribunal de Traición formado especialmente; los juicios por traición habían sido tan escasos últimamente que ningún pretor había sido asignado para ello desde hacía dos años. Por ello los prisioneros de Cicerón continuarían viviendo bajo custodia en Roma hasta que estuviera bien avanzado el año nuevo, lo cual también significaba que nuevos tribunos de la plebe como Catón estarían revoloteando para saltar al menor resbalón legal.
¡Ojalá, pensaba Cicerón mientras conducía a su prisionero Tarquinio al templo de la Concordia, aquellos hombres desgraciados no tuvieran que ser sometidos a juicio! Eran culpables; todos lo habían oído de los propios labios de los acusados. Serían condenados; no podrían ser absueltos ni por el más indulgente o corrupto de los jurados. Y al final serían… ¿ejecutados? ¡Pero los tribunales no podían ejecutar! Lo más que los tribunales podían hacer era declarar el exilio permanente y confiscar todas las propiedades. Y tampoco un juicio en la Asamblea Popular podía dictar una sentencia de muerte. Para obtener tal cosa haría falta un juicio en las Centurias bajo la acusación de perduellio, y, ¿quién iba a decir qué podía acarrear tal veredicto, con frases como «una cancelación general de deudas» todavía circulando de boca en boca? A veces, pensaba el Campeón de los Tribunales mientras avanzaba con paso cansado, los juicios eran un desgraciado fastidio.
Lucio Tarquinio tenía pocos datos nuevos que aportar cuando empezó el interrogatorio en el templo de la Concordia. Cicerón se reservó el privilegio de hacer las preguntas él mismo, y llevó a Tarquinio por todos los pasos que condujeron a la captura en el puente Mulvio. Después de lo cual, el cónsul senior abrió el turno de preguntas en la Cámara, pues opinaba que quizá fuera prudente permitir que alguien más se cubriera de un poco de gloria.
Lo que no se esperaba fue la respuesta que Tarquinio dio a la primera de tales preguntas, que le fue formulada por Marco Porcio Catón.
—Para empezar, ¿por qué estabas tú con los alóbroges? —le preguntó Catón con aquella voz fuerte y ronca.
—¿Eh? —dijo Tarquinio, un tipo descarado con escaso respeto por sus superiores senatoriales.
—Tito Volturcio era el guía de los alóbroges, Marco Cepario dijo que él se hallaba presente para informar del resultado de la reunión de los alóbroges con Lucio Sergio Catilina a los conspiradores a su regreso a Roma. ¿Y tú qué hacías con ellos, Tarquinio?
—¡Oh, en realidad yo no tenía mucho que ver con los alóbroges, Catón! —respondió Tarquinio alegremente—. Sólo viajaba con el grupo porque era más seguro y más entretenido que ir al Norte yo solo. No, yo tenía otro asunto que tratar con Catilina.
—¿Ah, sí? ¿Y qué asunto era ése? —quiso saber Catón.
—Le llevaba a Catilina un mensaje de Marco Craso.
El pequeño y abarrotado templo quedó sumido en el más absoluto silencio.
—Repite eso, Tarquinio.
—Le llevaba un mensaje de Marco Craso a Catilina.
Se alzó un zumbido de voces, que fue subiendo de volumen hasta que tuvo que hacer que el jefe de sus lictores aporrease el suelo con las fasces.
—¡Silencio! —rugió.
—Tú le llevabas un mensaje de Marco Craso a Catilina —repitió Catón—. ¿Y dónde está, Tarquinio?
—¡Oh, no estaba escrito! —gorjeó Tarquinio, que parecía muy contento—. Lo llevaba dentro de la cabeza.
—¿Sigues teniéndolo dentro de la cabeza? —le preguntó Catón al tiempo que miraba a Craso, que estaba sentado en su taburete con aspecto atónito.
—Sí. ¿Quieres oírlo?
—Gracias.
Tarquinio se puso de puntillas y comenzó a dar saltitos.
—Marco Craso dice que te alegres, Lucio Catilina. Roma no está completamente unida en contra tuya, cada vez hay más gente importante que se une a ti —entonó Tarquinio.
—¡Es tan astuto como una rata de cloaca! —rugió Craso—. ¡Me acusa, y eso significa que para limpiar mi nombre tendré que gastar gran parte de mi fortuna consiguiendo que hombres como él sean absueltos!
—¡Muy bien! —gritó César.
—¡Pues no lo haré, Tarquinio! —continuó Craso—. Tómala con otro que sea más vulnerable. Marco Cicerón sabe muy bien que yo fui la primera persona de todo este cuerpo de hombres en acudir a él con pruebas específicas. Y acompañado de dos testigos irreprochables, Marco Marcelo y Quinto Metelo Escipión.
—Eso es absolutamente cierto —dijo Cicerón.
—Así es —dijo Marcelo.
—Así es —repitió Metelo Escipión.
—Entonces, Catón, ¿quieres llevar más lejos este tema? —preguntó Craso, que detestaba a Catón.
—No, Marco Craso, no. Está claro que es una invención.
—¿Está de acuerdo la Cámara? —exigió Craso.
Los miembros de la Cámara levantaron la mano para poner de manifiesto que estaban de acuerdo.
—Lo cual significa que nuestro querido Marco Craso es un pez lo bastante grande como para escupir el anzuelo sin que le desgarre la boca siquiera —dijo Catulo—. ¡Pero yo tengo que hacer la misma acusación a un pez mucho más pequeño! ¡Yo acuso a Cayo Julio César de tomar parte en la conspiración de Catilina!
—¡Y yo me uno a Quinto Lutacio Catulo en esa acusación! —rugió Cayo Calpurnio Pisón.
—¿Alguna prueba? —preguntó César sin molestarse siquiera en ponerse en pie.
—Las pruebas vendrán más tarde —sentenció Catulo con cierto aire de engreimiento.
—¿En qué consisten? ¿Cartas? ¿Mensajes verbales? ¿Pura imaginación?
—¡Cartas! —dijo Cayo Pisón.
—¿Y dónde están esas cartas? —preguntó César sin alterarse—. ¿A quién van dirigidas, si es que se supone que las he escrito yo? ¿O tienes problemas falsificando mi letra, Catulo?
—¡Se trata de correspondencia entre Catilina y tú! —le dijo a gritos Catulo.
—Me parece que sí que le escribí una vez —dijo César tras pensarlo un poco—. Debió de ser cuando él era propretor en la provincia de África. Pero, por supuesto, no le he vuelto a escribir desde entonces.
—¡Lo has hecho! ¡Lo has hecho! —dijo Pisón sonriendo—. ¡Te tenemos, César! ¡Escabúllete como quieras! ¡Te tenemos!
—En realidad —dijo César— no es así, Pisón. Pregúntale a Marco qué ayuda presté yo en su caso contra Catilina.
—No te molestes, Pisón —dijo Quinto Arrio—. Con mucho gusto te diré lo que Marco Cicerón puede confirmar. César me pidió que fuera a Etruria y hablase con los veteranos de Sila que se encontraban en los alrededores de Fésulas. Él sabía que ningún otro que tuviese una posición importante le inspiraría confianza a esos veteranos, y por eso me lo pidió a mí. Le complací de buen grado, aunque me di patadas en mi propio culo por no habérseme ocurrido a mí la idea. Pero no se me ocurrió. Hace falta ser un hombre como César para ver con claridad los acontecimientos. Si César hubiera formado parte de la conspiración, nunca habría fingido.
—Quinto Arrio dice la verdad —intervino Cicerón.
—¡Así que vosotros dos sentaos y cerrad la boca! —dijo bruscamente César—. ¡Si un hombre mejor que tú te derrota en la elección a pontífice máximo, Catulo, pues acéptalo! ¡Y tú, Pisón, te habrás gastado una fortuna en sobornos para salir absuelto en mi tribunal! Pero ¿por qué teñiros de deshonra movidos tan sólo por el despecho? ¡Esta Cámara os conoce, esta Cámara sabe de lo que sois capaces!
Quizás hubiera habido más que decir sobre aquel tema, pero llegó un mensajero a toda carrera para informar a Cicerón de que un grupo de esclavos manumitidos pertenecientes a Cetego y a Léntulo Sura estaban reclutando por toda la ciudad con cierto éxito, y que cuando tuvieran hombres suficientes pensaban atacar las casas de Lucio César y de Cornificio, rescatar a Léntulo Sura y a Cetego, instaurarlos como cónsules y luego rescatar a los demás prisioneros y apoderarse de la ciudad.
—¡Este tipo de cosas van a estar sucediendo hasta que terminen los juicios! —dijo Cicerón—. ¡Lo tendremos durante meses, padres conscriptos, durante meses! ¡Empezad a pensar cómo podemos reducir ese tiempo, os lo ruego!
Disolvió la reunión e hizo que sus pretores llamasen a la milicia de la ciudad; se enviaron destacamentos a todas las casas de los custodios, se pusieron guarniciones en todos los lugares públicos, y un grupo de caballeros de las Dieciocho, incluido Ático, se dirigió al Capitolio para defender el templo de Júpiter Óptimo Máximo.
—¡Oh, Terencia, no quiero que mi año como cónsul acabe en la incertidumbre y el posible fracaso, no después de un triunfo tan grande! —le gritó a su esposa cuando llegó a casa.
—Porque mientras esos hombres estén dentro de Roma y Catilina se halle en Etruria con un ejército, todo este asunto está pendiente de un hilo —le dijo ella.
—Exactamente, querida mía.
—Y tú acabarás como Lúculo: harás todo el trabajo y verás cómo Silano y Murena se llevan el mérito, porque ellos serán cónsules cuando todo esto acabe.
En realidad eso ya se le había ocurrido a Cicerón, pero al oírselo decir a su esposa tan sucintamente, se estremeció. ¡Sí, así era exactamente como resultarían las cosas! Engañado por el tiempo y la tradición.
—Bueno —dijo Cicerón, irguiendo los hombros—, si haces el favor de excusar mi ausencia del comedor, creo que me retiraré al despacho y me encerraré allí hasta que pueda dar con una solución.
—Tú ya conoces la solución, marido. Sin embargo, te comprendo. Lo que necesitas es afirmar tu valor. Mientras lo intentas, ten presente en la mente que la Bona Dea está de tu parte.
—¡Que se pudran, digo yo! —le dijo Craso a César con mucha violencia para ser un hombre tan plácido—. ¡Por lo menos la mitad de esos fellatores están ahí sentados esperando que Tarquinio haga valer sus acusaciones! ¡Fue una suerte para mí que Quinto Curio eligiera mi puerta para dejar su montoncito de cartas! De otro modo, hoy me habría visto en un serio problema.
—Mi defensa fue más tenue —dijo César—, pero, felizmente, también lo fueron las acusaciones. ¡Estúpido! Catulo y Pisón sólo tuvieron la idea de acusarme a mí cuando Tarquinio te acusó a ti.
Si se les hubiera ocurrido anoche, habrían podido falsificar algunas cartas. O no habrían debido decir nada hasta que hubieran podido falsificar las cartas. ¡Una de las cosas que siempre me animan, Marco, es lo espesos que son mis enemigos! ¡Creo que es un gran consuelo saber que nunca encontraré un adversario tan inteligente como yo!
Aunque estaba acostumbrado a que César hiciera declaraciones de ese tipo, no obstante Craso se encontró mirando con fascinación a aquel hombre más joven que él. ¿Es que nunca dudaba de sí mismo? Si lo hacía, Craso nunca había visto ni señal de ello. Menos mal que César era un hombre frío. De otro modo Roma podría encontrarse deseando tener un millar de Catilinas.
—Mañana no asistiré a la reunión del Senado —dijo Craso poco después.
—¡Ojalá asistieras! Promete ser interesante.
—¡Me da igual que sea más fascinante que dos gladiadores perfectamente igualados! Que Cicerón se quede con su gloria. ¡Pater patriae! ¡Bah! —gruñó.
—¡Oh, Catón lo dijo como un sarcasmo, Marco!
—¡Eso ya lo sé, César! Lo que me fastidia es que Cicerón se lo tome al pie de la letra.
—Pobre hombre. Debe de ser horrible tener que estar siempre asomándose al interior desde fuera.
—¿Te encuentras bien, César? ¿Sientes lástima por él? ¿Tú?
—Oh, es que de vez en cuando me sale la vena compasiva. Que Cicerón me la despierte no es ningún misterio. Resulta un blanco tan vulnerable.
A pesar de tener que organizar la milicia y pensar en cómo dilucidar el problema que suponía para sí mismo el tiempo de que disponía, también había dedicado tiempo a pensar en convertir el templo de la Concordia en un local más aceptable para que el Senado lo ocupase. Así, cuando los senadores se presentaron al amanecer del día siguiente, cinco de diciembre, se encontraron con que los carpinteros se habían afanado con cierta eficacia. Había tres gradas a cada lado, más altas aunque más estrechas, y un estrado al fondo para los magistrados curules, con un banco delante del mismo para los tribunos de la plebe.
—No podréis sentaros en vuestros taburetes, las gradas son demasiado estrechas, pero podréis usar las propias gradas como asientos —dijo el cónsul senior. Apuntó hacia lo alto de las paredes laterales y de la del fondo—. También he instalado abundantes respiraderos.
Quizás habían acudido unos trescientos hombres, algunos menos que en los primeros días; después de un breve intervalo para instalarse como gallinas en un gallinero, el Senado dio muestras de estar dispuesto para comenzar con los asuntos del día.
—Padres conscriptos —comenzó a decir Cicerón en tono solemne—, he reunido a este cuerpo una vez más para hablar de algo que no nos atrevemos a posponer, ni a volverle la espalda. A saber, qué hacer con nuestros cinco prisioneros. En muchos aspectos esta situación se parece a la que existió hace treinta y siete años, después de que Saturnino y sus rebeldes confederados se rindieron tras haber ocupado el Capitolio. ¡Nadie sabía qué hacer con ellos! Nadie estaba dispuesto a aceptar la custodia de unos individuos tan desesperados cuando la ciudad de Roma, de todos era sabido, albergaba tantos simpatizantes: la casa de un hombre que accediera a aceptar la custodia de alguno de ellos podía ser incendiada hasta acabar destruida por completo; él mismo podía morir, su prisionero podía ser liberado. Así que al final el traidor Saturnino y sus catorce secuaces principales fueron encerrados en nuestra amada Cámara del Senado, la Curia Hostilia. Sin ventanas, con sólidas puertas de bronce. Impenetrable. Entonces un grupo de esclavos, conducidos por un tal Sceva, se subió al tejado, arrancaron las tejas y las utilizaron para matar a los hombres que estaban en el interior. Un hecho deplorable… ¡pero también un gran alivio! Una vez que Saturnino estuvo muerto, Roma se calmó y el problema desapareció por completo. Admito que la presencia de Catilina en Etruria es una complicación añadida, ¡pero lo primero y más importante es que tranquilicemos a la ciudad de Roma!
Cicerón hizo una pausa, pues sabía perfectamente que algunos de los hombres que le escuchaban habían formado parte del grupo al que Sila había instado a subirse al tejado de la Curia Hostilia, y que no había habido en aquel grupo ningún esclavo. El dueño del esclavo Sceva había estado presente, Quinto… ¿Crotón? Y cuando el tumulto había remitido lo suficiente como para considerar que todo había terminado verdaderamente, Crotón había liberado a Sceva con abundantes elogios públicos por su hazaña… y por lo tanto libre de toda culpa. Una historia que Sila nunca desmintió, muy especialmente después de convertirse en dictador. ¡Los esclavos eran tan útiles!
—¡Padres conscriptos —continuó diciendo Cicerón con gravedad—, estamos sentados sobre un volcán! Hay cinco hombres bajo arresto en distintas casas, cinco hombres que delante de vosotros y dentro de esta Cámara se desmoronaron y confesaron libremente todos sus crímenes. ¡Confesaron alta traición! ¡Sí, se declararon culpables por boca propia después de ver pruebas tan concretas que la mera existencia de las mismas los condenaba! Y al confesar ellos, condenaron también a otros hombres, que ahora están bajo orden de captura cuando y donde quiera que se les encuentre. Considerad entonces qué ocurrirá cuando se les encuentre. Tendremos algo así como veinte hombres bajo custodia en casas corrientes de Roma hasta que se les someta a todo el atrozmente lento proceso judicial.
»Ayer vimos uno de los males que surgen de esta horrible situación. Un grupo de hombres se agruparon y consiguieron reclutar hombres para que nuestros traidores, que se han confesado a sí mismos como tales, pudieran ser liberados de la custodia a que están sometidos, para que los cónsules fueran asesinados, y luego instalarlos a ellos como cónsules. En otras palabras, la revolución va a continuar mientras esos traidores confesos permanezcan dentro de Roma y el ejército de Catilina permanezca dentro de Italia. Mediante una rápida actuación, conseguí desviar el intento de ayer. Pero seguiré siendo cónsul durante poco tiempo más, menos de un mes. Sí, padres conscriptos, el relevo anual se nos está echando encima, y no estamos en condiciones saludables para afrontar un cambio de magistrados.
»Mi mayor ambición es dejar el cargo dejando bien atado el extremo que supone esta catástrofe y con ello hacerle llegar a Catilina el mensaje de que no tiene aliados dentro de Roma con suficiente poder para ayudarle. Y hay un modo de hacerlo…
El cónsul senior hizo una pausa para que sus palabras fueran asimiladas, deseando que su antiguo enemigo y amigo Hortensio estuviera en la Cámara. Hortensio vería la belleza de aquel argumento, mientras que los demás sólo verían la conveniencia. En cuanto a César, bueno… ni siquiera estaba seguro de que le importase la aprobación de César, ni como abogado ni como hombre. Craso no se había molestado en acudir, pero afortunadamente era la última persona a la que Cicerón quería impresionar con aquel razonamiento legal.
—Hasta que Catilina y Manlio sean derrotados o se rindan, Roma continúa existiendo bajo la ley marcial de un senatus consultum ultimum. Exactamente igual que Roma estuvo bajo un senatus consultum ultimum cuando Saturnino y sus secuaces perecieron en la Curia Hostilia. Ello significó que no se le pudo pedir cuentas a nadie de llevar los asuntos a aquel inevitable extremo y ejecutar a los rebeldes. El senatus consultum ultimum extendió la impunidad a todos aquellos que participaron en el lanzamiento de las tejas, por muy esclavos que fueran, porque el amo de un esclavo ha de responder ante la ley de los actos de sus propios esclavos; por ello todos los hombres que eran propietarios de aquellos esclavos podrían haberse visto metidos en un proceso por asesinato, de no haber sido por el senatus consultum ultimum, el decreto general que en una situación de emergencia el Senado está autorizado a dictar para conservar el bienestar del Estado, no importa qué se necesite para mantenerlo.
»Pensad en los traidores confesos que tenemos aquí en Roma, además de los otros traidores que estamos buscando porque huyeron antes de que pudiéramos prenderlos. Todos culpables por boca de los cinco hombres que tenemos bajo custodia, por no mencionar el testimonio qué habéis oído de Quinto Curión, Tito Volturcio, Lucio Tarquinio y Erogo, de los alóbroges. Bajo las condiciones de un senatus consultum ultimum en vigor, estos traidores confesos no tienen que ser juzgados. Puesto que en el momento presente nos hallamos en medio de una horrible emergencia, este augusto cuerpo de hombres, el Senado de Roma, está revestido de poder para hacer cualquier cosa que sea necesaria para preservar el bienestar de Roma. ¡Conservar a estos hombres bajo custodia en espera de un proceso judicial y después tener que airearlos en el Foro público durante el juicio equivale a promover una nueva rebelión! Sobre todo si Catilina y Manlio, a los que se ha declarado formalmente enemigos públicos, siguen en libertad en Italia con un ejército. ¡Ese ejército incluso podría caer sobre nuestra ciudad en un intento por liberar a los traidores durante los juicios!
¿Los había convencido? Sí, decidió Cicerón. Hasta que miró a César, que estaba sentado muy erguido en el escalón de abajo, con los labios apretados y dos puntos de color escarlata ardiéndole en las blancas mejillas. Encontraría oposición en César, un gran orador. Pretor urbano electo, cosa que significaba que le correspondía hacer uso de la palabra muy pronto a menos que el orden cambiase.
¡Tenía que conseguir que sus argumentos calasen en los demás antes de que César hablase! Pero ¿cómo? Los ojos de Cicerón se pasearon por las gradas situadas detrás de César hasta que se le iluminaron al caer sobre Cayo Rabirio, que llevaba en el Senado cuarenta años y no se había presentado ni una sola vez como candidato a una magistratura, lo cual significaba que seguía siendo un pedarius. La quintaesencia de los que se sientan en los bancos de atrás. ¡No es que Rabirio fuera precisamente un dechado de virtudes viriles! Gracias a muchos turbios tratos e inmoralidades, Rabirio gozaba de poco afecto entre la mayor parte de los habitantes de Roma. También era uno de aquel grupo de nobles que se había subido a escondidas al tejado de la Curia Hostilia, había arrancado las tejas, había bombardeado a Saturnino…
—Si este cuerpo hubiera de decidir el destino de los cinco hombres que se encuentran bajo custodia y de los hombres que han huido, sus miembros estarían, desde el punto de vista legal, tan libres de culpa como… como… ¡pues algo así como si intentásemos acusar y juzgar al querido Cayo Rabirio del cargo de que él asesinó a Saturnino! A todas luces ridículo, padres conscriptos. El senatus consultum ultimum lo abarca todo, y además lo permite todo. Voy a abogar porque en el debate de hoy esta Cámara llegue a tomar una decisión sobre el destino de nuestros cinco prisioneros confesos, que se han declarado culpables ellos mismos. Mantenerlos encerrados para llevarlos a juicio sería, en mi opinión, poner en peligro a Roma. ¡Debatamos hoy aquí este asunto y decidamos qué hacer con ellos bajo la protección general existente del senatus consultum ultimum! A la luz de ese decreto podemos ordenar que se les ejecute, que se les destierre para siempre, o que se les confisquen las propiedades o que se les prohíba el fuego y el agua dentro de Italia para el resto de sus vidas.
Tomó aliento y se preguntó cómo reaccionaría Catón, pues estaba seguro de que también se opondría. Sí, Catón se hallaba sentado y estaba muy rígido y con una mirada furiosa. Pero como tribuno de la plebe electo, su turno para hablar quedaba al final en el orden jerárquico de oradores.
—Padres conscriptos, no es cosa mía tomar una decisión sobre este asunto. He cumplido con mi deber haciéndoos un resumen de los aspectos legales de la situación e informándoos de lo que podéis hacer bajo un senatus consultum ultimum. Personalmente estoy a favor de tomar una decisión hoy aquí, no de esperar a hacerles un proceso judicial. Pero me niego a indicar con exactitud lo que debería hacer este cuerpo con los culpables. Eso es algo que le corresponde mejor a algún otro hombre que no sea yo. —Una pausa, una desafiante mirada a César, otra a Catón—. Dispongo que el turno de palabras no responda a las magistraturas elegidas, sino a la edad, la sabiduría y la experiencia. Por lo tanto le pediré al cónsul senior electo que hable en primer lugar, luego el cónsul junior electo, y después pediré la opinión de cada uno de los consulares que se hallan presentes hoy aquí. Catorce en total, según mis cálculos. Seguidamente hablarán los pretores electos, empezando por Cayo Julio César, el pretor urbano electo. A continuación de los pretores electos hablarán los pretores, luego los ediles electos y los ediles, los plebeyos antes que los curules. Después les llegará el turno a los tribunos de la plebe electos, y finalmente a los actuales tribunos de la plebe. Dejo pendiente una decisión acerca de los ex pretores, pues ya he enumerado a sesenta oradores, aunque tres de los actuales pretores están en el campo de batalla contra Catilina y Manlio, por ello suman cincuenta y siete sin llamar a los ex pretores.
—Cincuenta y ocho, Marco Tulio.
¿Cómo se le podía haber pasado por alto a Metelo Celer, pretor urbano?
—¿No deberías estar en Picenum con un ejército?
—Si lo recuerdas, Marco Tulio, tú mismo me delegaste para que fuera a Picenum con la condición de que regresase a Roma cada undécimo día, y que permaneciera en Roma durante doce días para cuando llegase el momento del cambio de tribunos.
—Así es. Cincuenta y ocho oradores, entonces. Eso significa que ninguno dispone de tiempo para labrarse una reputación de orador deslumbrante, ¿comprendido? ¡Este debate debe terminar hoy! Quiero que toméis una decisión antes de que se ponga el sol. Por ello os aviso sin engaño, padres conscriptos, de que os cortará en seco si empezáis con oratorias.
Cicerón miró a Silano, cónsul senior electo.
—Décimo Junio, empieza el debate.
—Teniendo en cuenta tu advertencia acerca del tiempo de que disponemos, Marco Tulio, seré breve —dijo Silano, que por el tono de voz parecía un poco desvalido; el hombre que hablaba en primer lugar se suponía que había de establecer el curso del debate y llevar por aquel camino a todos los sucesivos oradores. Cicerón sabía hacerlo, siempre lo hacía. Pero Silano no sabía si podría, especialmente porque no tenía ni idea de qué camino tomaría la Cámara acerca de aquel tema.
Cicerón había dejado todo lo claro que se había atrevido que él abogaba por la pena de muerte… pero ¿qué querrían todos los demás? Así que al final Silano se comprometió y se mostró a favor de «la pena última», lo cual todo el mundo dio por sentado que significaba la pena de muerte. Se las arregló para no mencionar en modo alguno un proceso judicial, cosa que todo el mundo interpretó como que no debía haber proceso judicial.
Luego llegó el turno de Murena; él también se mostró a favor de «la pena última».
Cicerón, naturalmente, no habló, y Cayo Antonio Híbrido estaba en el campo de batalla. Así que el siguiente de la orden era el líder de la Cámara, Mamerco, el príncipe del Senado, el consular de mayor categoría. A pesar de sentirse incómodo optó por «la pena última». Luego los consulares que habían sido censores —Gelio Publícola, Catulo, Vatia Isáurico, un preocupado Lucio Cotta— se pronunciaron por «la pena última». Después de los cuales venían los consulares que no habían sido censores, por orden de edad: Curión, los dos Lúculos, Pisón, Glabrio, Volcacio Tulo, Torcuato, Marcio Figulo. Todos dijeron que «la pena última». Actuando de forma muy correcta, Lucio César se abstuvo.
Hasta el momento todo iba bien. Ahora le tocaba el turno a César, y como pocos conocían sus puntos de vista tan bien como los conocía Cicerón, lo que tenía que decir fue una sorpresa para muchos. Incluso, eso se vio claramente, para Catón, que no había buscado un aliado tan desconcertante e indeseado.
—El Senado y el pueblo de Roma, que juntos constituyen la República de Roma, no hacen concesiones para el castigo de ciudadanos de pleno derecho sin un juicio —dijo César con aquella voz alta, clara y atractiva—. Quince personas acaban de abogar por la pena de muerte, pero ninguna de ellas ha mencionado un proceso judicial. Está claro que los miembros de este cuerpo han decidido revocar la República para retroceder en la historia de Roma en busca de un veredicto sobre el destino de veintiún ciudadanos de la República, incluido un hombre que ha sido cónsul en una ocasión y pretor en dos, y que en este momento sigue siendo pretor legalmente elegido. Por ello, no malgastaré el tiempo de esta Cámara alabando a la República ni a los procesos judiciales y de apelación a los que todo ciudadano de la República tiene derecho antes de que sus iguales puedan aplicarle una sentencia de ninguna clase. En cambio, puesto que mis antepasados los Julios fueron padres durante el reinado de Tulo Hostilio, limitaré mis comentarios a la situación tal como era durante el reinado de los monarcas. —Los miembros de la Cámara se habían puesto ahora en una posición más erguida. César continuó hablando—: Con confesión o sin ella, una sentencia de muerte no es el estilo romano. No fue el estilo romano bajo el gobierno de los reyes, aunque éstos dieron muerte a muchos hombres igual que nosotros hacemos hoy: mediante el asesinato durante actos de violencia pública. El rey Tulo Hostilio, a pesar de ser un guerrero como era, dudó en aprobar una sentencia formal de muerte. No parecía bien, eso pudo comprenderlo con tanta claridad que fue él quien le aconsejó a Horacio que apelase cuando el duumviri lo condenó por el asesinato de su hermana Horacia. Los cien padres, los antepasados de nuestro Senado republicano, no eran propensos a la misericordia, pero cogieron la indirecta del rey y desde entonces establecieron el precedente de que el Senado de Roma no tenía derecho a condenar a los romanos a muerte. Cuando los romanos son condenados a muerte por hombres que están en el gobierno, ¿quién no recuerda a Mario y a Sila?, ello significa que el buen gobierno ha perecido, que el Estado ha degenerado.
»Padres conscriptos, dispongo de poco tiempo, así que sólo diré esto: ¡No volvamos a la época de los reyes si eso significa ejecución! La ejecución no es un castigo adecuado. La ejecución es muerte, y la muerte no es más que el sueño eterno. ¡Cualquier hombre sufrirá más si se le condena a vivir en el exilio que si muere! Cada día ha de pensar en que se ha visto reducido a la no ciudadanía, a la pobreza, al desprecio, a la oscuridad. Se derriban sus estatuas públicas; su imago no puede llevarse en ninguna procesión funeral de la familia, ni exhibirse en ninguna parte. Es un paria, un desgraciado y vil. Sus hijos y nietos deben bajar siempre la cabeza con vergüenza, su esposa y sus hijas lloran. Y todo esto él lo sabe porque continúa vivo, sigue siendo un hombre, con todos los sentimientos, las debilidades y las energías de un hombre, que en estos casos no le sirven más que para atormentarse. La muerte en vida es infinitamente peor que la muerte auténtica. Yo no le temo a la muerte con tal de que sea súbita. A lo que yo le temo es a alguna situación política que pudiera tener como resultado el exilio permanente, la pérdida de mi dignitas. Y si no soy otra cosa, soy romano hasta el más minúsculo de los huesos, hasta la más diminuta tira de tejido. Venus me hizo, y Venus hizo a Roma.
Silano parecía confuso, Cicerón enojado, todos los demás muy pensativos, incluso Catón.
—Aprecio lo que el instruido cónsul senior ha dicho acerca de lo que insiste en llamar el senatus consultum ultimum: que bajo su amparo todas las leyes y procedimientos quedan en suspenso. Comprendo que la principal preocupación del instruido cónsul senior sea el presente bienestar de Roma, y que considere que la estancia continuada de esos traidores confesos dentro de los muros de nuestra ciudad sea un peligro. Quiere acabar con el asunto tan rápidamente como sea posible. ¡Bueno, yo también! Pero no con una sentencia de muerte, si para ello debemos volver a los tiempos de los reyes. No me preocupa nuestro instruido cónsul, ni ninguno de los catorce brillantes hombres que se encuentran sentados aquí y ya han sido cónsules. No me preocupan los cónsules del año que viene, ni los pretores de este año, ni los pretores del año que viene, ni todos aquellos hombres que están aquí sentados y que ya han sido pretores y quizás esperen ser cónsules algún día. —César hizo una pausa con un aspecto en extremo solemne—. Lo que me preocupa es algún cónsul del futuro, alguno dentro de diez o veinte años. ¿Qué clase de precedente verá ese cónsul en lo que nosotros hagamos hoy aquí? Verdaderamente, ¿a qué clase de precedente está acudiendo nuestro instruido cónsul senior cuando cita a Saturnino? El día en que todos nosotros realmente sepamos quién ejecutó ilegalmente a ciudadanos romanos sin celebrar un juicio, esos ejecutores nombrados a sí mismos habrán profanado un templo inaugurado debidamente. ¡Porque eso es lo que es la Curia Hostilia! La propia Roma fue profanada. ¡Menudo ejemplo! ¡Pero no es nuestro instruido cónsul quien me preocupa! Es algún otro cónsul, menos escrupuloso y menos instruido, del futuro.
»Conservemos la cabeza fría y miremos este asunto con los ojos bien abiertos y nuestra capacidad de pensar de modo objetivo. Hay otros castigos aparte de la muerte y de un exilio en un lujoso lugar como Atenas o Masilia. ¿Qué os parece Corfinium, o Sulmona, o alguna otra formidable ciudad fortificada en alguna montaña italiana? Ahí es donde hemos colocado durante siglos a nuestros reyes y príncipes capturados. Así que, ¿por qué no hacer lo mismo con enemigos romanos del Estado? Confiscarles sus propiedades para pagar bien a esas ciudades por la molestia, y a la vez asegurarnos de que no escapen. ¡Hacerles sufrir, sí! ¡Pero no matarlos!
Cuando César se sentó nadie habló, ni siquiera Cicerón. Luego el cónsul senior electo, Silano, se puso en pie con cierto aspecto sumiso.
—Cayo Julio, creo que has interpretado mal lo que yo quería decir con «la pena última», y creo que todos los demás han cometido el mismo error. ¡Yo no me refería a la muerte! La pena de muerte no es propia del estilo romano. No, en realidad lo que yo quería decir era en gran parte lo que tú has dicho. Encarcelarlos de por vida en alguna casa de una inexpugnable ciudad de montaña en Italia, a la que se le pague con lo que se obtenga de la confiscación de bienes.
Y a partir de ese momento, todos abogaron por el confinamiento costeado con la confiscación de bienes.
Cuando todos los pretores hubieron acabado, Cicerón levantó la mano.
—Hay demasiados ex pretores para permitir que cada uno de ellos hable, y yo no los había contado en el total de cincuenta y ocho hombres. Aquellos que no deseen añadir nada nuevo al debate, por favor, que levanten la mano en respuesta a las dos preguntas que ahora voy a haceros: ¿quiénes están a favor de una condena a muerte? —Nadie; Cicerón se ruborizó—. ¿Quiénes están a favor de una estricta custodia en una ciudad italiana y la completa confiscación de bienes?
Todos, excepto uno, fue la respuesta.
—Tiberio Claudio Nerón, ¿qué tienes tú que decir?
—Sólo que la ausencia de la palabra «juicio» en todos estos discursos me desazona enormemente. Todo hombre romano, se confiese a sí mismo traidor o no, tiene derecho a un juicio, y estos hombres deben ser juzgados antes de que Catilina, o bien sea denotado, o bien se rinda. Que el autor principal de los hechos sea sometido a juicio el primero de todos.
—¡Catilina ya no es ciudadano romano! —dijo suavemente Cicerón—. Catilina no tiene derecho a ser juzgado bajo ninguna ley de la República.
—Él también debería ser juzgado —dijo obstinadamente Claudio Nerón; y se sentó.
Metelo Nepote, presidente del nuevo colegio de los tribunos de la plebe que entraría en posesión de su cargo al cabo de cinco días, habló en primer lugar. Estaba cansado y hambriento; habían transcurrido ocho horas, lo cual, en realidad, no estaba mal considerando la importancia del tema y el número de hombres que ya habían hablado. Pero lo que temía era a Catón, cuyo turno iba después del suyo; ¿cuándo no era Catón interminable, prolijo, difícil y completamente aburrido? Así que soltó un discurso apoyando a César, y se sentó dirigiéndole a Catón una mirada furibunda.
A Metelo Nepote nunca se le ocurrió que la única razón por la que Catón estaba de pie en la Cámara aquel día como tribuno de la plebe electo se debía por entero a él, a Metelo Nepote. Cuando Nepote había regresado del Este después de una placentera campaña como uno de los legados seniors de Pompeyo el Grande, naturalmente, viajó con cierto estilo. Él era uno de los más importantes Cecilios Metelos, era rico en extremo y había logrado enriquecerse aún más desde su marcha al Este, y además, por si era poco, era cuñado de Pompeyo. Así que había viajado por la vía Apia a sus anchas, mucho antes de las elecciones y mucho antes de los calores del verano. Los hombres que tenían prisa viajaban a caballo o en carro, pero Nepote ya estaba harto de ir con prisas; de manera que el medio de transporte que eligió fue una enorme litera que acarreaban nada menos que doce hombres. De este modo Nepote iba cómodamente tumbado en un colchón de plumón cubierto de púrpura de Tiro, y en uno de los rincones llevaba a un criado en cuclillas para que le sirviese comida y bebida, le acercase el orinal y le proporcionase material de lectura.
Como nunca asomaba la cabeza por las cortinas y no veía el exterior, jamás se fijó en las personas que caminaban a pie con las que su comitiva se cruzaba con frecuencia, así que, desde luego, no vio a un grupo de seis peatones, humildes en extremo, que iban en dirección opuesta. Tres de los seis eran esclavos. Los otros tres eran Munacio Rufo, Atenodoro Cordilión y Marco Porcio Catón, que se dirigían a la propiedad que Catón poseía en Lucania para pasar un verano de estudio, libres de la presencia de los niños.
Durante largo rato Catón había permanecido detenido a uno de los lados de la carretera contemplando aquel desfile que pasaba lentamente; estuvo contando el número de personas, contó también el número de vehículos. Esclavos, bailarinas, concubinas, guardas, botín, carromatos, cocina, bibliotecas sobre ruedas y bodegas de vino sobre ruedas.
—Eh, soldados, ¿quién viaja como el potentado Sampsiceramus? —le gritó Catón a uno de los guardias cuando todo aquel desfile casi había terminado de pasar.
—¡Quinto Cecilio Metelo Nepote, cuñado de Magnus! —le respondió a voces el soldado.
—Pues tiene una prisa terrible —dijo Catón con sarcasmo.
Pero el soldado se tomó el comentario en serio.
—¡Sí, así es, peregrino! ¡Se presenta candidato a tribuno de la plebe en Roma!
Catón siguió caminando un breve trecho en dirección sur, pero antes de que el sol estuviera a medio camino en su bajada por el cielo en el Oeste, dio media vuelta.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Munacio Rufo.
—Tengo que volver a Roma y presentarme como candidato a tribuno de la plebe —dijo Catón con los dientes apretados—. ¡Tiene que haber alguien en el colegio de ese payaso que le haga la vida difícil a él y a su todopoderoso amo, Pompeyo Magnus!
No le había ido mal a Catón en las elecciones; había quedado en segundo lugar después de Metelo Nepote. Lo cual significaba que cuando Metelo Nepote se sentó, Catón se levantó.
—¡La muerte es el único castigo posible! —vociferó. La sala se quedó paralizada, todos los ojos se volvieron hacia Catón con extrañeza. Era tan estricto y tan denodado defensor de la mos maiorum que a nadie se le había ocurrido que su discurso no siguiera la línea de César o la de Tiberio Claudio Nerón—. ¡La muerte es el único castigo apropiado, os digo yo! ¿Qué son todas estas tonterías de la ley y la República? ¿Cuándo ha amparado la República bajo sus faldas a alguien de la misma calaña que estos traidores confesos? Nunca se ha hecho la ley para aquellos que se confiesan a sí mismos traidores. Las leyes se hacen para los seres inferiores. Las leyes se hacen para los hombres que quizá puedan transgredirlas, pero que lo hacen sin intención de dañar a su patria, el lugar que los ha criado y los ha hecho como son.
»¡Mirad a Décimo Junio Silano, un tonto vacilante y débil! ¡Cuando cree que Marco Tulio quiere una sentencia de muerte, sugiere “la pena última”! ¡Luego, cuando habla César, cambia de idea: lo que él había querido decir era lo que decía César! ¿Cómo podría él ofender a su querido César? ¿Y qué decir de este César, este petimetre afeminado y de casta superior que alardea de que es descendiente de dioses y a continuación se caga en los que no somos más que meros hombres? ¡César, padres conscriptos, es el auténtico promotor de este asunto! ¿Catilina? ¿Léntulo Sura? ¿Marco Craso? ¡No, no, no! ¡César! ¡Es el complot de César! ¿No fue César quien intentó asesinar a su tío Lucio Cotta y al colega de éste, Lucio Torcuato, el primer día que estaban en su cargo como cónsules hace tres años? ¡Sí, César prefería a Publio Sila y a Autronio antes que a su tío carnal! ¡César, César, siempre y por siempre César! ¡Miradle, senadores! ¡Es mejor que todos nosotros juntos! ¡Descendiente de dioses, nacido para gobernar, ansioso por manipular los acontecimientos, feliz de empujar a otros hombres a la hoguera mientras él acecha en la sombra! ¡César! ¡Yo te escupo, César! ¡Te escupo!
Y trató de escupir de hecho. Aquella diatriba llena de odio era tan asombrosa que la mayoría de los senadores estaban sentados con la boca abierta. Todos sabían que Catón y César se tenían antipatía mutua; la mayoría sabía que César le había puesto los cuernos a Catón. Pero ¿todo aquel virulento torrente de insultos exagerados? ¿Aquella implicación de traición? ¿Qué diablos le había dado a Catón?
—Tenemos bajo nuestra custodia a cinco hombres culpables que han confesado sus crímenes y los crímenes de otros dieciséis hombres que no se encuentran bajo nuestra custodia. ¿Qué necesidad hay de un juicio? ¡Un juicio es una pérdida de tiempo y un despilfarro del dinero del Estado! Y, padres conscriptos, dondequiera que haya un juicio, también existe la posibilidad de un soborno. ¡Otros jurados en casos igual de graves que éste han absuelto al acusado a pesar de su manifiesta culpabilidad! ¡Otros jurados han alargado manos avariciosas para coger grandes fortunas de hombres parecidos a Marco Craso, amigo de César y patrocinador financiero! ¿Ha de gobernar Catilina en Roma? ¡No! ¡El que ha de gobernar es César, con Catilina llevando las riendas y Craso libre de hacer lo que le de la gana en el Tesoro!
—Espero que tengas pruebas de todo lo que estás diciendo —le dijo César con suavidad; era bien consciente de que la calma sacaba de quicio a Catón.
—¡Conseguiré pruebas, no lo dudes! —voceó Catón—. ¡Donde hay malas acciones siempre se acaba por encontrar pruebas! ¡Mira las pruebas que descubrieron a esos cinco hombres traidores! Ellos las vieron, las oyeron y todos ellos confesaron. ¡Esa es la prueba! ¡Y yo encontraré indicios de que César está implicado en esta conspiración y en la de hace tres años! ¡Nada de un juicio para los cinco culpables, afirmo! ¡Nada de un juicio para ninguno de ellos! ¡No deberían escapar a la muerte! César argumenta en petición de clemencia sobre bases filosóficas. La muerte, dice, no es más que el sueño eterno. Pero ¿lo sabemos con certeza? ¡No, no lo sabemos! ¡Nadie ha regresado de la muerte para contarnos qué sucede una vez que hemos muerto! La muerte es definitiva y, sin duda, más barata y ¡que mueran hoy los cinco!
César volvió a hablar, todavía con suavidad.
—A menos que la traición sea perduellio, Catón, la muerte no es un castigo legal. Y si no tienes intención de juzgar a estos hombres, ¿cómo puedes decidir si han cometido perduellio o maiestas? Parece que argumentas perduellio, pero ¿es realmente así?
—¡Este no es momento ni lugar para palabrería legal, aunque tú no tengas otra razón para tu petición de clemencia, César! —dijo con furia Catón—. ¡Deben morir hoy!
Y así continuó, sin tener en cuenta el paso del tiempo. Catón estaba lanzado, la arenga continuaría hasta que viera, satisfecho, que su pura monotonía repetitiva había dejado a todos agotados. La Cámara se encontraba acobardada, estaba a punto de llorar, Catón iba a seguir lanzando improperios hasta que el sol se pusiera y no podrían votar aquel día.
Hizo falta que una hora antes de la puesta del sol un sirviente entrase con sigilo en la Cámara y le entregase discretamente una nota doblada a César.
Catón dio un brinco.
—¡Ah! ¡El traidor se descubre! —rugió—. Está ahí sentado recibiendo notas traicioneras ante nuestros propios ojos. ¡Hasta ahí llega su arrogancia, el desprecio que siente por esta Cámara! ¡Yo afirmo que eres un traidor, César! ¡Afirmo que esa nota contiene las pruebas!
Mientras Catón atronaba con la voz, César leía la nota. Cuando levantó el rostro tenía en él una expresión muy peculiar: ¿una leve angustia? ¿O diversión?
—¡Léela en voz alta, César, lee en voz alta! —le pidió a voces Catón. Pero César dijo que no con la cabeza. Dobló la nota, se levantó de su asiento, cruzó la sala hacia la grada del medio, donde se hallaba sentado Catón, y le entregó la nota esbozando una sonrisa.
—Creo que a lo mejor prefieres guardar para ti solo el contenido —dijo.
Catón no leía muy bien. Tardó mucho rato en descifrar los interminables garabatos que no estaban separados más que por columnas —y a veces una palabra continuaba en la línea de más abajo, lo cual venía a aumentar la confusión—. Y mientras murmuraba y se hacía un lío, los senadores permanecieron sentados, agradecidos en cierto modo por aquel relativo silencio y temerosos de que Catón continuase —y temerosos también de que, en efecto, aquella nota revelase una traición.
Un chillido brotó de la garganta de Catón; todo el mundo se sobresaltó. Luego arrugó la nota y se la arrojó a César.
—¡Guárdatela, asqueroso mujeriego!
Pero la nota no llegó hasta donde se encontraba César, sino que cayó a bastante distancia de donde César se hallaba sentado, Filipo la cogió apresuradamente del suelo… y la abrió en seguida. Mejor lector que Catón, al cabo de unos momentos estaba riéndose a carcajadas; en cuanto hubo terminado la pasó por toda la fila de pretores electos en dirección a Silano y el estrado curul.
Catón se dio cuenta de que había perdido a su audiencia, que estaba muy afanada riendo, leyendo o muriéndose de curiosidad.
—¡Es típico de este cuerpo que algo tan despreciable y mezquino resulte más fascinante que el destino de los traidores! —dijo a gritos—. Cónsul senior, exijo que la Cámara te de poder bajo las condiciones del existente senatus consultum ultimum para ejecutar inmediatamente a los cinco hombres que se encuentran bajo nuestra custodia, y que apruebe una sentencia de muerte contra otros cuatro hombres: Lucio Casio Longino, Quinto Annio Quilón, Publio Umbreno y Publio Furio, qué se hará efectiva en el mismo momento en que cualquiera de ellos sea capturado.
Desde luego Cicerón, al igual que todos los hombres allí presentes, estaba ansioso por leer la nota de César, pero vio su oportunidad y la aprovechó.
—Gracias, Marco Porcio Catón. Votaremos tu moción de que los cinco hombres que se hallan bajo nuestra custodia sean ejecutados de inmediato, y que los otros cuatro hombres mencionados sean ejecutados en cuanto se les capture. Todos aquellos que estén a favor de una sentencia de muerte, que pasen a mi derecha. Los que no estén a favor, que se sitúen a mi izquierda.
El cónsul senior electo, Décimo Junio Silano, marido de Servilia, recibió la nota justo antes de que hiciera la petición de voto, La nota decía:
Bruto acaba de entrar en casa corriendo para decirme que mi hermanastro barriobajero Catón te ha acusado de traición en la Cámara, ¡a pesar de admitir que no tiene ninguna prueba en absoluto! No hagas caso, mi apreciadísimo y más querido de los hombres. Es despecho porque le robaste a Atilia y le pusiste cuernos en la frente… por no mencionar que yo sé que ella le dijo que él era pipinna comparado contigo. Hecho que yo estoy bien capacitada para afirmar por mí misma. El resto de Roma es pipinna comparado contigo.
Recuerda que Catón no vale siquiera lo que la tierra que hay bajo el pie de un patricio, que no es más que el descendiente de una esclava y de un viejo campesino malhumorado que les dio suficiente coba a los patricios como para lograr que le hicieran censor, y que a partir de ese puesto deliberadamente arruinó a tantos patricios como pudo. A este Catón también le encantaría hacer lo mismo. Odia a todos los patricios, pero a ti en particular. Y si supiera lo que hay entre nosotros, César, aún te odiaría más.
Conserva el ánimo elevado, no hagas caso de las malas hierbas y de todos sus secuaces. Roma está mejor servida por un sólo César que por medio centenar de Catones y Bíbulos. ¡Como todas sus esposas podrían atestiguar!
Silano, con el rostro apagado pero no exento de dignidad, le dirigió una mirada a César. Este tenía una expresión triste, pero no contrita. Luego Silano se levantó y se situó a la derecha de Cicerón; él no pensaba votar la moción de César.
Y muchos otros tampoco votaron por César, aunque no todos pasaron a la derecha. Metelo Celer, Metelo Nepote, Lucio César, varios de los tribunos de la plebe entre los que se encontraban Labieno, Filipo, Cayo Octavio, los dos Lúculos, Tiberio Claudio Nerón, Lucio Cotta y Torcuato se pusieron a la izquierda de Cicerón, junto con unos treinta de los pedarii de los bancos de atrás. Y también Mamerco, príncipe del Senado.
—Hago notar que Publio Cetego se encuentra entre los que han decidido votar por la ejecución de su hermano —observó Cicerón—, y que Cayo Casio se encuentra entre los que votan por la ejecución de su primo. El resultado de esta votación se acerca bastante a la unanimidad.
—¡Ese hijo de puta! ¡Siempre exagera! —gruñó Labieno.
—¿Por qué no? —preguntó César encogiéndose de hombros—. La memoria es frágil y las actas que se toman al pie de la letra suelen reproducir frases como ésa, ya que Cayo Cosconio y sus escribas probablemente no querrán registrar nombres.
—¿Dónde está la nota? —preguntó Labieno, que estaba deseando verla.
—Ahora la tiene Cicerón.
—¡Pues no será por mucho tiempo! —afirmó Labieno; se dio la vuelta, se acercó al cónsul senior con aspecto beligerante y le arrebató la nota—. Toma, te pertenece a ti —dijo al tiempo que se la tendía a César.
—¡Oh, léela primero, Labieno! —le contestó César riéndose—. No veo por qué no habrías de enterarte tú de lo que todo el mundo sabe, incluido el marido de la señora.
Los hombres volvían a sus asientos, pero César permaneció en pie indicando así su deseo de hablar hasta que lo reconoció oficialmente.
—Padres conscriptos, habéis indicado que nueve hombres deben morir —dijo César sin manifestar emoción—. Ese es, según el argumento expuesto por Marco Porcio Catón, el peor castigo, con diferencia, que el Estado puede decretar. En cuyo caso debería ser suficiente. Me gustaría presentar una moción en el sentido de que no se haga nada más, es decir, que no se confisque ninguna propiedad. Las esposas y los hijos de los hombres condenados nunca volverán a verlos. Por lo tanto, ése es también suficiente castigo por tener un traidor en el seno de sus familias. Por lo menos deberían seguir teniendo el dinero que les hace falta para vivir.
—¡Bien, todos sabemos por qué estás pidiendo compasión! —aulló Catón—. ¡No quieres tener que mantener a toda esa porquería de alcantarilla que son los tres Antonios y la puta de su madre!
Lucio César, hermano de la puta y tío de la porquería de alcantarilla, se lanzó sobre Catón desde un lado, y Mamerco, príncipe del Senado, desde el otro. Lo cual hizo que Bíbulo, Catulo, Cayo Pisón y Ahenobarbo acudieran en defensa de Catón a puñetazos. Metelo Celer y Metelo Nepote se unieron a la refriega, mientras César permanecía de pie sonriendo.
—¡Me parece —le dijo a Labieno— que yo debería pedir protección tribunicia!
—Como patricio, César, no tienes derecho a protección tribunicia —le dijo con solemnidad Labieno.
Viendo que no podía acabar con aquella pelea, Cicerón, en lugar de eso, decidió disolver la reunión del Senado; agarró a César por el brazo y comenzó a tirar de él hacia el exterior del templo de la Concordia.
—¡Por Júpiter, César, vete a casa! —le rogó—. ¡Qué problema puedes llegar a ser!
—Eso tiene doble sentido —le respondió César con una mirada despreciativa; e hizo ademán de volver atrás y entrar de nuevo en el templo.
—¡Vete a casa, por favor!
—No hasta que me des tu palabra de que no habrá confiscación de propiedades.
—¡Te doy mi palabra con mucho gusto! ¡Pero vete!
—Me voy. Pero no creas que no te haré cumplir tu palabra.
Cicerón había ganado, pero aquel discurso de César le daba vueltas incesantemente en la cabeza como un torbellino mientras se dirigía con lentitud en compañía de sus lictores y de un buen grupo de milicia hacia la casa de Lucio César, donde seguía alojado Léntulo Sura. Había enviado a cuatro de sus pretores a buscar a Cayo Cetego, a Statilio, a Gabinio Capitón y a Cepario, pero le parecía que era él quien había de ir a buscar a Léntulo Sura; aquel hombre había sido cónsul.
¿Era el precio demasiado alto? ¡No! En el momento en que aquellos traidores estuvieran muertos, Roma se tranquilizaría como por arte de magia; cualquier idea de insurrección se desvanecería de la imaginación de todos los hombres. Nada disuadía tanto como una ejecución. Si Roma ejecutase más a menudo, los crímenes disminuirían. En cuanto al proceso judicial, Catón tenía razón por partida doble. Eran culpables porque lo habían confesado por su propia boca, así que juzgarlos era un desperdicio de dinero para el Estado. Y el problema del proceso judicial era que podía manipularse con mucha facilidad y destreza, siempre que alguien estuviera dispuesto a poner suficiente dinero contante y sonante para pagar el precio que el jurado pusiera. Tarquinio había acusado a Craso, y aunque la lógica le decía que Craso en modo alguno podía estar implicado, pues al fin y al cabo había sido él quien le había proporcionado a Cicerón las primeras pruebas, la semilla había quedado plantada en la mente de Cicerón. ¿Y si Craso hubiera estado involucrado, luego lo hubiese pensado mejor y, de forma muy mañosa, hubiese tramado lo de aquellas cartas?
Catulo y Cayo Pisón habían acusado a César. Y Catón también. Ninguno de ellos tenía ni un asomo de evidencia, y todos ellos eran enemigos implacables de César. Pero la semilla estaba sembrada. ¿Y aquel tema que había sacado Catón a colación de que César había conspirado para asesinar a Lucio Cotta y a Torcuato casi tres años antes? Se había corrido el rumor de que había un complot para asesinar en aquellos días, aunque entonces se dijo que el culpable era Catilina. Luego Lucio Cotta y Torcuato habían demostrado que no se creían aquel rumor al defender a Catilina en un juicio por extorsión. En aquel tiempo no hubo la menor insinuación del nombre de César. Y Lucio Cotta era tío de César. Pero… otros patricios romanos habían conspirado para matar a parientes cercanos, incluido Catilina, que había asesinado a su propio hijo. Sí, los patricios eran diferentes. Los patricios no obedecían a otras leyes más que a las que ellos respetaban. Y si no mira a Sila, el primer dictador auténtico de Roma… y era patricio. Mejor que los demás. Desde luego, mejor que un Cicerón, un huésped venido de Arpinum, un nuevo residente forastero, un despreciado Hombre Nuevo. Tendría que vigilar a Craso, decidió Cicerón. Pero tendría que vigilar todavía más de cerca a César. Mira las deudas que tenía César; ¿quién tenía más que ganar que César si había una cancelación general de deudas? ¿No era ése motivo suficiente para respaldar a Catilina? ¿De qué otro modo podía esperar salir de lo que era la ruina inevitable? Necesitaría conquistar grandes extensiones de terreno que no fueran dominadas todavía por Roma, y Cicerón, por su parte, consideraba que aquello era imposible. César no era Pompeyo; nunca había estado al mando de ningún ejército. ¡Y Roma no se vería tentada de investirle a él de mando para llevar a cabo misiones especiales! En realidad cuanto más pensaba en César, más se convencía de que éste había tenido parte en la conspiración de Catilina, aunque sólo fuera porque la victoria de Catilina significaría que el peso de las deudas desaparecería por fin.
Entonces, cuando regresaba al Foro con Léntulo Sura —a quien volvía a llevar de la mano como a un niño—, otro César le salió al paso. Lucio César, a pesar de todo, seguía siendo un hombre formidable: cónsul el año anterior y augur, probablemente sería elegido censor en algún momento futuro. Cayo y él eran primos cercanos y se tenían afecto.
Pero Lucio César se había detenido con la incredulidad escrita en el rostro cuando sus ojos vieron a Cicerón, que llevaba de la mano a Léntulo Sura.
—¿Ahora? —le preguntó a Cicerón.
—Ahora —repuso éste con firmeza.
—¿Sin preparativos? ¿Sin clemencia? ¿Sin un baño, ropa limpia, un estado mental adecuado? ¿Acaso somos bárbaros?
—Tiene que ser ahora —insistió Cicerón con cierto aire de tristeza—, antes de que se ponga el sol. No intentes ponerme obstáculos, por favor.
Lucio César se apartó ostensiblemente del camino.
—¡Oh, que los dioses me libren de ponerle obstáculos a la justicia romana! —dijo con ironía—. ¿Le has dado ya la noticia a mi hermana de que su marido tiene que morir sin tomar antes un baño, sin ropa limpia?
—¡No tengo tiempo! —gritó Cicerón por decir algo. ¡Oh, aquello era horrible! ¡El sólo estaba cumpliendo con su deber! Pero no podía decirle eso a Lucio César. ¿Podía? ¿Qué podía decir?
—¡Entonces será mejor que vaya yo a su casa mientras ésta permanezca todavía a nombre de Sura! —dijo Lucio César con brusquedad—. Sin duda pensarás reunir al Senado mañana para disponer de todas las propiedades.
—¡No, no! —le indicó Cicerón casi llorando—. Le he dado a tu primo Cayo mi solemne palabra de que no habrá confiscación de propiedades.
—Muy generoso por tu parte —dijo Lucio César. Miró a su cuñado Léntulo Sura, con los labios separados como si fuera a decir algo; luego cerró la boca con firmeza, movió a ambos lados la cabeza y dio media vuelta. No podía ayudar en nada, y tampoco creía que Léntulo Sura estuviera en condiciones de escucharle. El susto lo había sacado de sus cabales.
Temblando a causa de aquel encuentro, Cicerón siguió por las escaleras Vestales hacia el Foro inferior, que estaba rebosante de gente… y no precisamente asiduos del Foro profesionales todos ellos. Mientras sus lictores le abrían camino entre aquella masa de gente, a Cicerón le pareció vislumbrar algunas caras conocidas. ¿Era aquél el joven Décimo Bruto Albino? ¡Desde luego, aquél no era Publio Clodio! ¿El hijo, marginado por la sociedad, de Gelio Publícola? ¿Por qué cualquiera de ellos iba a estar mezclado codo con codo con toda aquella gente vulgar y corriente de los peores callejones traseros de Roma?
En el aire se notaba cierta sensación, y la naturaleza de la misma asustó al ya turbado Cicerón. La gente gruñía, tenían la mirada turbia, los rostros malhumorados; aquellos cuerpos se resistían a apartarse al paso del cónsul senior de Roma y de la víctima que llevaba de la mano. Un escalofrío de terror invadió a Cicerón, le recorrió la columna vertebral y casi le hizo darse media vuelta y echar a correr. Pero no podía hacerlo. Aquello era obra suya. Tenía que acabarlo en aquel momento. Él era el padre de la patria; él había salvado a Roma de un nido de patricios sin ayuda de nadie.
En el extremo del fondo de las escaleras Gemonias, que conducían hacia arriba, al Arx del Capitolio, se extendía la destartalada, ruinosa —y única— prisión, las Lautumiae; su primer y más antiguo edificio era el Tullianum, una reliquia pequeña y de tres lados de los tiempos de los reyes. En la pared que daba al Clivus Argentarius y la basílica Porcia se encontraba su única puerta, un horror de madera que siempre estaba cerrada y con la llave echada.
Pero aquel atardecer estaba abierta de par en par, y el hueco de la entrada tapado por hombres medio desnudos, seis en total. Los verdugos públicos de Roma. Eran esclavos, desde luego, y vivían en cuarteles en la vía Recta, en el exterior del pomerium, junto con otros esclavos públicos de Roma. Este grupo se distinguía de los otros ocupantes de aquellos cuarteles en el hecho de que los verdugos públicos de Roma no cruzaban el pomerium para entrar en la ciudad excepto para cumplir con su deber. Un deber que normalmente se reducía a poner sus manos grandes y musculosas en torno al cuello de extranjeros solamente, y rompérselo; un deber que generalmente se producía una o dos veces al año, durante un desfile triunfal. Hacía mucho tiempo desde que los cuellos que rompían pertenecían a ciudadanos romanos. Sila había matado a muchos romanos, pero nunca oficialmente dentro de Tullianum. Mario había matado a muchos romanos, pero nunca oficialmente dentro del Tullianum. Por suerte la situación física de la cámara de ejecución no permitía que toda aquella multitud presenciase lo que ocurría, y cuando hubo reunido a sus cinco condenados y hubo colocado un sólido muro de lictores y de miembros de la milicia entre ellos y las masas, había verdaderamente poco que ver.
Cuando Cicerón subió los pocos escalones para ponerse de pie en la parte exterior de la puerta, el olor le dio de lleno. Feroz, fétido, un abrumador hedor de putrefacción, porque nadie limpiaba jamás la cámara de ejecuciones. Entró un hombre, se aproximó a un agujero que había en el suelo, en medio, y descendió a las profundidades.
Allí, unos pies más abajo, los verdugos esperaban para romperle el cuello. Después de lo cual el cuerpo quedaba en el suelo y se pudría… La próxima vez que se necesitaba la cámara, los verdugos apartaban los restos podridos hacia un conducto abierto que iba a dar a las cloacas.
Sintiendo un asco creciente, Cicerón permaneció de pie con el rostro ceniciento mientras los cinco hombres desfilaban hacia el interior, el primero Léntulo Sura, el último Cepario. Ninguno de ellos le dedicó ni una sola mirada, por lo cual él estuvo muy agradecido.
La inercia del susto les hacía andar rápido.
Sólo duró unos instantes. Uno de los verdugos salió por la puerta y le hizo a Cicerón un gesto con la cabeza. Ahora puedo marcharme, pensó Cicerón, y se dirigió, detrás de sus lictores, hacia la tribuna.
Desde lo alto de la tribuna contempló a la multitud, que se extendía hasta donde a Cicerón le alcanzaba la vista; se humedeció los labios. Él estaba dentro del pomerium, los límites sagrados de Roma, y eso significaba que no podía emplear la palabra «muerto» como parte de la pronunciación oficial.
¿Qué podía decir en lugar de «muerto»? Al cabo de unos instantes extendió los brazos y gritó:
—Vivere! ¡Han vivido!
Pretérito perfecto, pasado y acabado.
Nadie vitoreó. Nadie abucheó. Cicerón bajó de la tribuna y echó a andar en dirección al Palatino mientras la multitud se dispersaba en su mayor parte hacia el Esquilmo, Subura, el Viminal. Cuando llegó a la pequeña y redonda Casa de Vesta apareció un gran grupo de caballeros de las Dieciocho guiados por Ático, con antorchas encendidas porque se iba haciendo de noche, que le aclamaron como salvador de la patria, como pater patriae, como un héroe salido de la mitología. ¡Un bálsamo para su animus! La conspiración de Lucio Sergio Catilina ya no existía, y la había sacado a la luz él solo, había acabado con ella él solo.