Fue una desgracia para Cicerón empezar el año como cónsul en medio de una grave depresión económica; y, como la economía no era precisamente su especialidad, se enfrentó a su cargo de aquel año con una disposición de ánimo más bien lúgubre. ¡No era aquélla la clase de consulado que le habría gustado obtener! Quería que la gente dijera de él, cuando hubiera terminado el año, que había dado a Roma la misma clase de prosperidad feliz que comúnmente se atribuía al consulado conjunto de Pompeyo y Craso, que había tenido lugar siete años antes. Con Híbrido como colega junior, era inevitable que todo el mérito fuera para él, lo cual no significaba que necesariamente tuviera que acabar en malas relaciones con Híbrido, como había ocurrido con Pompeyo y Craso.

Los problemas económicos de Roma emanaban del Este, que había estado cerrado para los hombres de negocios de Roma durante más de veinte años. Primero lo había conquistado el rey Mitrídates; luego, cuando Sila se lo arrebató, introdujo allí unas normativas financieras dignas de encomio, y de esta manera evitó que la comunidad de caballeros de Roma volvieran a lo que era normal en los viejos tiempos: ordeñar al Este hasta dejarlo seco. Sumado a esto, el problema de la piratería en alta mar no animaba a nadie a aventurarse y a emprender negocios al este de Macedonia y Grecia. En consecuencia, todos aquellos que arrendaban impuestos, prestaban dinero o comerciaban con mercancías y artículos de consumo como trigo, vino y lana dejaban su capital en casa, en Roma; un fenómeno que se incrementó cuando la guerra de Quinto Sertorio estalló en España y una serie de sequías disminuyeron las cosechas. Ambos extremos del Mare Nostrum se convirtieron en lugares peligrosos o en zonas impracticables para realizar negocios.

Todas estas cosas juntas habían logrado concentrar el capital y las inversiones dentro de Roma y de Italia durante veinte años. A los caballeros de Roma que se dedicaban a los negocios no se les presentaba ninguna oportunidad atrayente en provincias; en consecuencia, tenían poca necesidad de encontrar grandes sumas de dinero. El tipo de interés de los préstamos era bajo, los alquileres eran bajos, la inflación era elevada y los acreedores no tenían prisa por cobrar las deudas.

La desgracia de Cicerón era que estaba completamente postrado a la puerta de Pompeyo. Primero el Gran Hombre había limpiado los mares de piratas, luego había expulsado a los reyes Mitrídates y Tigranes de las zonas que antes formaban parte de la esfera de negocios de Roma. También había abolido las normativas financieras de Sila, aunque Lúculo había persistido en conservarlas; y ésta había sido la única razón por la que los caballeros habían ejercido presión para deponer a Lúculo y concederle el mando a Pompeyo. Y así, justo cuando Cicerón e Híbrido asumieron sus cargos, en el Este estaba comenzando a abrirse una auténtica variedad de oportunidades para los negocios. Donde en otro tiempo habían estado la provincia de Asia y Cilicia ahora había cuatro provincias; Pompeyo había añadido al Imperio las nuevas provincias de Bitinia-Ponto y Siria. Las estableció de la misma manera que las otras dos, dándoles a las grandes compañías de publicani con sede en Roma el derecho a recaudar los impuestos, diezmos y tributos. Los contratos privados establecidos por los censores le ahorraban al Estado la carga de recoger impuestos e impedía la proliferación de funcionarios. ¡Que se llevasen los publicani los dolores de cabeza! Lo único que quería el Tesoro era recibir la parte estipulada de los beneficios.

El capital fluyó fuera de Roma y de Italia obedeciendo al nuevo impulso de obtener el control de aquellas aventuras mercantiles en el Este. En consecuencia, los tipos de interés comenzaron a subir de un modo espectacular, los usureros exigieron de pronto el pago de las deudas, y los créditos resultaban difíciles de conseguir. En las ciudades los alquileres se elevaron exageradamente; en el campo los agricultores se vieron azotados por el pago de hipotecas. Inevitablemente, el precio del grano —incluso de aquel que suministraba el Estado— se incrementó. Enormes cantidades de dinero salían a raudales de Roma, y nadie en el gobierno sabía cómo controlar la situación.

Informado por algunos amigos, como el caballero plutócrata Tito Pomponio Ático —que no tenía intención de hacer partícipe a Cicerón de demasiados secretos comerciales—, de que aquella sangría de dinero se debía a que los extranjeros judíos residentes en Roma mandaban los ingresos a su patria, Cicerón se apresuró a promulgar una ley que prohibía a los judíos enviar más dinero a su país. Por supuesto, aquello surtió poco efecto, pero el cónsul senior no sabía qué otra cosa podía hacer… y Ático tampoco iba a tener una idea luminosa para ayudarle.

El carácter de Cicerón le impedía convertir su año de cónsul en una misión que ahora sabía que sería tan vana como, con toda seguridad, impopular, así que dedicó la atención hacia aquellas cuestiones que consideraba que encajaban bien en el campo en que él sobresalía; la situación económica se resolvería por sí misma con el tiempo, mientras que las leyes requerían un toque personal. Su año significaba que por una vez Roma tenía en el cargo a un cónsul legislador, así que él legislaría.

Primero atacó la ley que el cónsul Cayo Pisón había promulgado cuatro años antes contra los sobornos electorales en las votaciones consulares. Al ser él mismo culpable de sobornos masivos, Pisón se había visto obligado a legislar en contra de ello. Quizá de un modo no del todo carente de lógica, lo que Pisón logró que fuera aprobado presentaba goteras en casi todas las direcciones, pero cuando Cicerón puso algunos parches en los peores agujeros, la ley empezó a parecer bastante presentable.

¿Y después de aquello, qué? ¡Ah, sí, los hombres que habían cometido extorsión durante su período de gobierno en una provincia pretoriana y después intentaban eludir el procesamiento procurando ser elegidos cónsules in absentia! Los pretores enviados a gobernar las provincias eran más dados a la extorsión que los gobernadores cónsules; había ocho, y sólo dos de ellos eran gobernadores cónsules, cosa que significaba que la mayoría sabía que la única oportunidad que tenían de hacer una fortuna al gobernar una provincia era como pretor gobernador. Pero ¿cómo, después de exprimir una provincia hasta dejarla seca, iba un pretor gobernador a evitar que le procesaran por extorsión? Si era un contendiente fuerte para optar al consulado, entonces la mejor manera era solicitar al Senado que le permitiera presentar su candidatura a las elecciones consulares in absentia. A ningún hombre investido de imperium se le podía procesar. Siempre que un pretor gobernador que regresaba no cruzase el sagrado lindero y entrase en el propio recinto de la ciudad de Roma, conservaba el imperium que Roma le había otorgado para que gobernase su provincia. Así que podía sentarse en el Campo de Marte, justo a las puertas de la ciudad, con su imperium intacto, solicitar al Senado que aceptase su candidatura a cónsul in absentia, dirigir la campaña electoral desde el Campo de Marte y luego, si era lo bastante afortunado como para que le eligieran cónsul, se metía de lleno de nuevo en un imperium recién adquirido. Aquella estratagema significaba que lograba eludir el procesamiento durante dos años más, y para entonces los airados provincianos que originalmente habían pretendido procesarle se habrían dado por vencidos y se habrían ido a sus casas. ¡Pues bien, vociferó Cicerón en el Senado y en los Comicios, esa clase de cosas deben acabar! Por tanto, su colega el cónsul junior, Híbrido, y él propusieron que se prohibiese que cualquier pretor gobernador que regresara se presentase como candidato a cónsul in absentia. ¡Que entre en Roma, que afronte las oportunidades de que disponga en el juicio! Y como tanto al Senado como al pueblo aquello les pareció una excelente idea, la nueva ley se aprobó.

Y ahora, ¿qué más podía hacer? Cicerón pensó en esto y en aquello, todo pequeñas leyes útiles que reforzarían su reputación. Aunque, ay, no le darían una reputación. Más como cónsul que como lumbrera legal. Lo que le hacía falta a Cicerón era una crisis, pero no una crisis económica.

Cuando le tocó en suerte el deber de presidir las elecciones que se celebraban en el mes de quintilis, a Cicerón ni siquiera se le ocurrió que la segunda mitad de su período como cónsul le proporcionaría aquella tan anhelada crisis. Y al principio tampoco captó por entero las derivaciones que habían de surgir del hecho de que su esposa le invadiera la intimidad no mucho antes de aquellas elecciones.

Terencia, con su acostumbrada falta de ceremonia y sin hacer caso de la santidad de los procesos mentales de su marido, entró muy decidida en el despacho de Cicerón.

—¡Cicerón, deja ahora mismo lo que estés haciendo! —ladró.

Él dejó inmediatamente la pluma; como no era tonto, levantó la mirada sin dejar traslucir la molestia.

—Sí, querida mía. ¿Qué ocurre? —inquirió con cautela.

Terencia se dejó caer en la silla de los clientes con aspecto lúgubre y abatido. Sin embargo, como siempre parecía lúgubre, Cicerón no tenía ni idea de cuál sería el motivo en aquella ocasión en particular; sólo deseó fervorosamente que no se tratase de nada que él hubiera hecho mal.

—Esta mañana he tenido una visita —comenzó a decir Terencia.

Cicerón tuvo en la punta de la lengua preguntarle a su esposa si el hecho de tener una visita había resultado de su agrado, pero mantuvo en silencio aquel ingobernable órgano; si no había nadie capaz de acallarlo por completo, desde luego Terencia sí que tenía ese poder. Así que Cicerón se limitó a asumir cierto aire de interés y aguardó a que ella continuase.

—Una visita —repitió ella. Luego sorbió por la nariz—. ¡Nadie de mi círculo, te lo aseguro, marido! Ha sido Fulvia.

—¿La esposa de Publio Clodio? —preguntó Cicerón atónito.

—¡No, no! Fulvia Nobilioris.

Aclaración que no disminuyó la sorpresa de él, pues la Fulvia a la que Terencia se refería era a todas luces sospechosa. De una familia excelente, pero repudiada con deshonra, en la actualidad carecía de ingresos y estaba unida a aquel Quinto Curio que había sido expulsado del Senado en la famosa purga de Publícola y Léntulo Clodiano siete años antes. ¡Una visita de lo más inapropiada para que Terencia la recibiera! Terencia era tan famosa por su rectitud como por su carácter avinagrado.

—¡Por todos los dioses! ¿Y qué demonios quería ella?

—Pues en realidad me ha caído simpática —dijo Terencia con aire pensativo—. Es nada más y nada menos que una «desgraciada víctima de los hombres». —¿Cómo se esperaba que respondiera él a eso? Cicerón se comprometió con un lamento inarticulado—. Ha venido a verme porque ése es el procedimiento correcto que ha de adoptar una mujer cuando desea hablar con un hombre casado de tu importancia. —Y con un hombre casado contigo, añadió Cicerón con el pensamiento—. Naturalmente, desearás verla por ti mismo, pero voy a darte toda la información que me ha dado a mí —dijo la señora, cuya mirada tenía el poder de dejar a Cicerón de piedra—. Parece ser que su… su… su protector, Curio, ha estado comportándose de un modo muy extraño últimamente. Desde que lo expulsaron del Senado sus actividades financieras se han visto tan afectadas que ni siquiera puede presentarse como candidato a tribuno de la plebe para regresar a la vida pública. Sin embargo, de pronto ha empezado a hablar como un loco de hacerse rico y de alcanzar una alta posición. Esto parece derivar de su convicción de que Catilina y Lucio Casio serán cónsules el año que viene —añadió Terencia con voz sentenciosa.

—Así que ésa es la idea que tiene Catilina, ¿eh? Ser cónsul con ese gordo, apático y estúpido de Lucio Casio —dijo Cicerón.

—Ambos se declararán candidatos mañana, cuando tú inaugures el tribunal electoral.

—Todo eso está muy bien, querida mía, pero no logro ver cómo un consulado conjunto de Catilina y Lucio Casio puede hacer que Curio alcance de repente la riqueza y la eminencia.

—Curio está hablando de una cancelación general de deudas.

Cicerón se quedó boquiabierto.

—¡No serán tan idiotas!

—¿Por qué no? —le preguntó Terencia, que contemplaba el asunto con frialdad—. ¡Piensa un poco, Cicerón! Catilina sabe que si no alcanza el consulado este año, se le acaban las oportunidades. Parece que va a haber una buena batalla si todos los hombres que están pensando en presentarse como candidatos lo hacen. Mi querida Servilia me ha contado que Silano está mucho mejor de salud, y es seguro que se presentará. A Murena lo respaldan muchas personas influyentes y, según me ha dicho mi querida Fabia, está utilizando al máximo su relación con las vestales a través de su parentesco con Licinia. Luego está tu amigo Servio Sulpicio Rufo, que goza del favor de las Dieciocho y de los tribuni aerarii, lo cual significa que sacará muchos votos entre la primera clase. ¿Qué pueden ofrecer Catilina y un socio como Lucio Casio contra una gama de personas de tanto mérito como Silano, Murena y ese Sulpicio? Sólo uno de los cónsules puede ser patricio, lo cual significa que el voto para el tal patricio estará dividido entre Catilina y Sulpicio. Si yo tuviera derecho a votar, elegiría a Sulpicio antes que a Catilina.

Con el entrecejo fruncido, Cicerón se olvidó del terror que le tenía a su esposa y le habló como le hubiera hablado a cualquier colega del Foro.

—De manera que la plataforma de Catilina es una cancelación general de deudas, ¿es eso lo que estás diciendo?

—No, eso es lo que dice Fulvia.

—¡Tengo que verla inmediatamente! —gritó Cicerón al tiempo que se ponía en pie.

—Déjamelo a mí, enviaré a buscarla —dijo Terencia.

Cosa que significaba, desde luego, que no pensaba permitirle que hablase a solas con Fulvia Nobilioris; Terencia tenía intención de estar presente y de mantenerse pendiente de cada palabra… y de cada mirada.

El problema Fue que Fulvia Nobilioris aportó muy poca información más a lo que Terencia le había contado a Cicerón; la diferencia fue que expresó el relato de un modo emocional y atolondrado. Curio estaba de deudas hasta las orejas, se jugaba fuertes cantidades de dinero, bebía en abundancia; siempre estaba encerrado con Catilina, Lucio Casio y sus amigotes, y solía volver a casa después de alguna de aquellas sesiones prometiéndole a su amante toda clase de prosperidad para el futuro.

—¿Por qué me lo cuentas a mí, Fulvia? —le preguntó Cicerón, tan desorientado como parecía estarlo ella, pues no acertaba a comprender por qué aquella mujer se mostraba tan aterrorizada. Una cancelación general de deudas era una mala noticia, pero…

—¡Porque tú eres el cónsul senior! —lloriqueó Fulvia entre sollozos mientras se daba golpes en el pecho—. ¡Tenía que contárselo a alguien!

—El problema es, Fulvia, que no me has proporcionado ni una sola prueba de que Catilina planee llevar a cabo una cancelación general de deudas. ¡Necesito alguna prueba, un testigo fiable! Todo lo que tú me proporcionas es una historia, y yo no puedo ir al Senado sin algo más tangible que lo que me ha contado una mujer.

—Pero está mal, ¿no? —le preguntó ella al tiempo que se limpiaba los ojos.

—Sí, muy mal, y tú has actuado del modo correcto al acudir a mí. Pero necesito pruebas —dijo Cicerón.

—Lo único que puedo ofrecerte son algunos nombres.

—Pues dámelos.

—Hay dos hombres que fueron centuriones bajo las órdenes de Sila: Cayo Manlio y Publio Furio. Poseen tierras en Etruria. Y han estado diciéndole a la gente que tiene planeado venir a Roma para las elecciones que si Catilina y Casio son elegidos cónsules, las deudas dejarán de existir.

—¿Y, cómo, Fulvia, voy yo a relacionar a dos antiguos centuriones de las legiones de Sila con Catilina y Casio?

—¡No lo sé!

Cicerón dejó escapar un suspiro y se puso en pie.

—Bien, Fulvia, te agradezco sinceramente que hayas venido a verme —dijo—. Signe intentando averiguar qué es lo que ocurre exactamente, y cuando encuentres una evidencia de que el olor de pescado de los mercados se está acercando al Campo de Marte en el momento de las elecciones, dímelo. —Le sonrió, y confió en que hubiera sido una sonrisa platónica—. Sigue trabajando a través de mi esposa, ella me tendrá informado.

Cuando Terencia acompañó a la visitante fuera de la habitación, Cicerón volvió a sentarse para meditar. Pero durante un buen rato no se pudo permitir aquel lujo: Terencia entró, muy enérgica, unos instantes después.

—¿Qué te parece? —le preguntó ella.

—Ojalá lo supiera, querida mía.

—Bueno —dijo Terencia al tiempo que se inclinaba ansiosamente hacia adelante, pues no había cosa que más le gustase que darle a su marido consejos sobre política—. ¡Pues te diré lo que me parece a mí! Creo que Catilina está tramando una revolución.

Cicerón abrió la boca.

—¿Una revolución? —preguntó con un graznido.

—Eso mismo; una revolución.

—¡Terencia, poco tiene que ver una política electoral basada en una cancelación general de las deudas con una revolución! —protestó Cicerón.

—No, no tiene poco que ver, Cicerón. ¿Cómo pueden unos cónsules legalmente elegidos iniciar una medida tan revolucionaria como es una cancelación general de deudas? Tú sabes bien que es la estratagema de los hombres que derrocan al Estado. Saturnino. Sertorio. Ello significa dictadores y dueños del caballo. ¿Cómo podrían unos cónsules elegidos tener esperanzas de legislar una medida como ésa? Aunque la presentaran ante el pueblo en las tribus, por lo menos uno de los tribunos de la plebe votaría en contra, y no digamos ya en la promulgación oficial. ¿Y crees que los que están a favor de una cancelación general de las deudas no comprenden claramente todo eso? ¡Por supuesto que sí! Cualquiera que esté dispuesto a votar a unos cónsules que abogan por una política así se está pintando a sí mismo de color revolucionario.

—Que es el rojo —dijo Cicerón pausadamente—. El color de la sangre. ¡Oh, Terencia, durante mi consulado no!

—Tú puedes impedir que Catilina se presente a cónsul —le dijo Terencia.

—No puedo hacerlo a menos que tenga pruebas.

—Entonces lo único que tenemos que hacer es encontrar esas pruebas. —Se levantó y se dirigió a la puerta—. ¿Quién sabe? Quizás Fulvia y yo seamos capaces entre las dos de convencer a Quinto Curio para que testifique.

—Eso serviría de gran ayuda —dijo Cicerón en un tono bastante seco.

La semilla estaba sembrada; Catilina planeaba una revolución, tenía que estar planeando un revolución. Y aunque los acontecimientos que tuvieron lugar en los meses siguientes al parecer lo confirmaban, Cicerón nunca habría de saber a ciencia cierta si el concepto de revolución se le ocurrió a Catilina antes o después de aquellas fatídicas elecciones.

Una vez sembrada la semilla, el cónsul senior se puso a trabajar para sacar a la luz cuanta información pudiera. Envió agentes a Etruria, y también a aquel otro núcleo tradicional de revolución, Apulia Samnita. Y desde luego, cuando regresaron todos informaron de que, en efecto, por todas partes se rumoreaba que si Catilina y Lucio Casio eran elegidos cónsules, llevarían a cabo una cancelación general de deudas. En cuanto a pruebas que pusiesen en evidencia una revolución, como el acopio de armas o el reclutamiento encubierto de fuerzas, no pudo hallarse ninguna. No obstante, se dijo Cicerón a sí mismo, sí tenía suficientes pruebas para procesarlo.

Las elecciones curules para cónsules y pretores habían de celebrarse el décimo día de quintilis; el día noveno Cicerón las aplazó inesperadamente hasta el día undécimo, y convocó una sesión del Senado el día décimo. La asistencia de los senadores a la sesión fue espléndida, por supuesto; espoleados por la curiosidad, todos aquellos que no estaban postrados por la enfermedad o ausentes de Roma acudieron con tiempo suficiente como para ver por sus propios ojos que el muy admirado Catón estaba realmente sentado allí; había un montón de rollos a sus pies y tenía uno de ellos, que leía lenta y cuidadosamente, abierto entre las manos.

—Padres conscriptos —dijo el cónsul senior una vez que hubieron concluido los ritos y el resto de las formalidades—, os he convocado aquí en vez de acudir a las elecciones en los saepta para que me ayudéis a descifrar un misterio. Pido disculpas a aquellos de vosotros a quienes haya causado inconvenientes con esta sesión, y sólo me queda la esperanza de que el resultado de la misma permita que las elecciones se lleven a cabo mañana.

Los senadores estaban ávidos de alguna explicación, eso era fácil de ver, pero por una vez Cicerón no se sentía de humor para juguetear con la audiencia. Lo que quería era airear el asunto, hacerles ver a Catilina y a Lucio Casio que su estratagema se había hecho inútil ahora que era de todos conocida, y cortar de esa manera, cuando aún era sólo un brote, cualquier plan que Catilina estuviera alimentando. Nunca había creído verdaderamente que hubiera más en las sospechas de revolución de Terencia que un poco de charla ociosa alrededor de varias jarras de vino y algunas medidas económicas que solían asociarse más con la revolución que con los cónsules observantes de la ley. Después de Mario, Cinna, Carbón, Sila, Sertorio y Lépido, hasta Catilina tenía que haber aprendido por fuerza que a la República no se la destruía tan fácilmente. Catilina era un mal hombre —eso lo sabían todos—, pero hasta que fuera elegido cónsul no ostentaba ninguna magistratura, por lo que no estaba en posesión de imperium ni disponía de un ejército ya formado, y el número de clientes que tenía en Etruria no era ni parecido al de un Mario o un Lépido. Por lo tanto, lo que Catilina necesitaba era que le dieran un susto para meterlo en cintura.

Nadie, pensó el cónsul senior mientras su mirada vagaba de grada en grada a ambos lados de la Cámara, tenía ni idea de lo que flotaba en el aire. Craso estaba sentado, impasible; Catulo parecía un poco viejo y su cuñado Hortensio algo deteriorado; Catón tenía los pelos de punta como un perro agresivo, César se daba palmaditas en la parte superior de la cabeza para asegurarse de que su definitivamente cada vez más escaso cabello le ocultaba todavía el cuero cabelludo; Murena, era indudable, echaba humo por el retraso, y Silano no estaba tan saludable y activo como los agentes que se encargaban de organizarle la campaña electoral aseguraban. Y finalmente, allí, entre los consulares, estaba sentado el gran Lucio Licinio Lúculo, triumphator. Cicerón, Catulo y Hortensio habían hablado con suficiente elocuencia como para convencer al Senado de que a Lúculo debía concedérsele el triunfo, cosa que significaba que el verdadero conquistador del Este ahora era libre de cruzar el pomerium y ocupar el lugar que le correspondía por derecho en el Senado y en los Comicios.

—Lucio Sergio Catilina —dijo Cicerón desde el estrado curul—, te agradecería que te pusieras en pie.

En un principio Cicerón había pensado acusar también a Lucio Casio, pero después de pensarlo mucho había decidido que lo mejor era concentrarse por entero en Catilina. Éste ahora se encontraba de pie, y era la viva imagen de la preocupación y la perplejidad. ¡Qué hombre tan apuesto! Alto y de hermosa constitución física, cada palmo de su cuerpo era el de un gran aristócrata patricio. ¡Cómo odiaba Cicerón a los Catilinas y a los Césares! ¿Qué pasaba con la eminentemente respetable cuna de Cicerón? ¿Por qué lo menospreciaban como si fuera un tumor maligno que se encontrase en el cuerpo romano?

—Ya estoy de pie, Marco Tulio Cicerón —respondió Catilina suavemente.

—Lucio Sergio Catilina, ¿conoces a dos hombres llamados Cayo Manlio y Publio Furio? —Tengo dos clientes que responden a esos nombres.

—¿Sabes dónde se encuentran en este momento?

—¡En Roma, supongo! Ahora mismo deberían estar en el Campo de Marte votando por mí. En cambio, supongo que estarán sentados en alguna taberna.

—¿Dónde han estado últimamente?

Catilina levantó ambas cejas, muy negras.

—¡Marco Tulio, yo no exijo a mis clientes que me informen de todos sus movimientos! Ya sé que tú eres un cero a la izquierda, pero… ¿de tan pocos clientes dispones que no tienes ni idea del protocolo que rige los lazos entre cliente y patrón?

Cicerón enrojeció.

—¿Te resultaría extraño enterarte de que a Manlio y a Furio se les ha visto recientemente en Fésulas, Volaterra, Clusium, Saturnia, Larinum y Venusia?

Catilina parpadeó.

—¿Por qué iba a extrañarme eso, Marco Tulio? Ambos tienen tierras en Etruria, y Furio además posee tierras en Apulia.

—¿Te sorprendería saber que ambos, Manlio y Furio, han ido diciéndole a cualquiera que sea lo suficientemente importante como para que su voto cuente en las elecciones centuriadas que tu colega Lucio Casio y tú tenéis intención de legislar una cancelación general de las deudas una vez que asumáis el cargo de cónsules?

Aquello provocó una carcajada de asombro. Cuando se recuperó, Catilina miró a Cicerón como si éste de repente se hubiera vuelto loco.

—¡Pues claro que me sorprende! —dijo.

Tras haberse organizado un buen revuelo en el momento en que Cicerón pronunciara aquella espantosa frase, la cancelación general de las deudas, un murmullo perfectamente audible se alzó ahora por toda la Cámara. Desde luego, entre los presentes se encontraban algunos que necesitaban con desesperación una medida radical como aquélla ahora que los prestamistas presionaban para que se les pagasen las deudas completas —incluido César, el nuevo pontífice máximo—, pero había pocos que no llegasen a comprender las espantosas repercusiones económicas que llevaría consigo una cancelación general de las deudas. A pesar de que sus problemas generaban un flujo constante de dinero en metálico, los miembros del Senado eran de por sí personas conservadoras en lo referente a cambios de cualquier tipo, incluso a los cambios en la forma como estaba estructurado el dinero. Y por cada senador que estuviera en una precaria situación económica, había tres que, caso de que hubiera una cancelación general de deudas, saldrían perdiendo más que ganando; hombres como Craso, Lúculo y el ausente Pompeyo Magnus. Por tanto no tuvo nada de extraño que tanto César como Craso estuvieran ahora inclinados hacia adelante como perros atados.

—He hecho investigaciones en Etruria y en Apulia, Lucio Sergio Catilina —dijo Cicerón—, y me duele decir que creo que estos rumores son ciertos. Creo que tú tienes verdaderamente intención de cancelar las deudas.

La reacción de Catilina fue echarse a reír, sin parar. Las lágrimas le corrían por el rostro; se sujetaba los costados; trató denodadamente de controlar la risa y perdió la batalla varias veces. Sentado no muy lejos de él, Lucio Casio enrojeció a causa de la indignación.

—¡Tonterías! —gritó Catilina cuando fue capaz, mientras se limpiaba la cara con un pliegue de la toga porque no lograba dominarse lo suficiente como para encontrar el pañuelo—. ¡Tonterías, tonterías, tonterías!

—¿Serías capaz de jurarlo? —le preguntó Cicerón.

—¡No, eso no estoy dispuesto a hacerlo! —repuso bruscamente Catilina, logrando componerse finalmente—. ¿Yo, un patricio Sergio, voy a tener que prestar juramento a causa de las quejas infundadas y maliciosas de un inmigrante de Arpinum? Pero ¿quién te has creído que eres, Cicerón?

—Soy el cónsul senior del Senado y el pueblo de Roma —dijo Cicerón con dolorosa dignidad—. ¡Por si no lo recuerdas, soy el hombre que te derrotó en las elecciones curules del año pasado! Y como cónsul senior, soy la cabeza de este Estado.

Otro ataque de risa. Y luego Catilina añadió:

—¡Dicen que Roma tiene dos cuerpos, Cicerón! Uno es débil y tiene cabeza de imbécil, el otro es fuerte, aunque no tiene cabeza. ¿En qué crees que te convierte eso a ti, oh cabeza de este Estado?

—¡En un imbécil no, Catilina, eso seguro! ¡Yo soy el padre de Roma y su guardián este año, y pienso cumplir con mi deber, incluso en situaciones tan extrañas como ésta! ¿Niegas categóricamente que tengas planeado cancelar todas las deudas?

—¡Por supuesto que lo niego!

—Pero no estás dispuesto a prestar juramento a ese respecto.

—Definitivamente no. —Catilina tomó aliento—. ¡No, no lo haré! Sin embargo, oh cabeza de este Estado, tu despreciable conducta e infundadas acusaciones de esta mañana tentarían a muchos hombres en mi situación a decir que si el cuerpo fuerte pero descabezado de Roma hubiera de encontrar una cabeza, ¡podría hacer cosas peores que elegir la mía! ¡Por lo menos la mía es romana! ¡Por lo menos la mía tiene antepasados! Tú te propones buscarme la ruina, Cicerón, echar por tierra las oportunidades de lo que ayer era una elección justa e inmaculada. ¡Heme aquí de pie, difamado e impugnado, víctima inocente de un presuntuoso advenedizo de las colinas que no es ni romano ni noble!

A Cicerón le costó un enorme esfuerzo no reaccionar ante aquellos insultos, pero consiguió mantener la calma. De no haberlo hecho, habría perdido la confrontación. Pero se dio cuenta, a partir de aquel momento, de que Fulvia Nobilioris y Terencia estaban en lo cierto. Podía reírse, podía negarlo, pero era seguro que Lucio Sergio Catilina estaba tramando una revolución. Un abogado que había intimidado con la mirada —y también había actuado a favor— a muchos villanos no podía equivocarse en cuanto a la expresión y al lenguaje corporal de un hombre que se defendía con argumentos descarados, adoptando como la mejor defensa posible la agresión, la ironía y el honor herido. Catilina era culpable, Cicerón estaba seguro de ello.

Pero ¿lo estaba también el resto de la Cámara?

—¿Puedo oír algunos comentarios, padres conscriptos?

—¡No, no puedes! —gritó Catilina al tiempo que saltaba del lugar que ocupaba para tomar posición en medio del suelo blanco y negro, donde se plantó y comenzó a agitar el puño ante Cicerón. Luego avanzó con paso majestuoso hacia las grandes puertas de la Cámara, y una vez allí se dio la vuelta y se enfrenté a las filas de senadores embelesados.

—¡Lucio Sergio Catilina, estás violando el reglamento de este cuerpo! —le gritó Cicerón, que de repente se dio cuenta de que estaba a punto de perder el control de la reunión—. ¡Vuelve a tu asiento inmediatamente!

—¡No lo haré! ¡Y tampoco permaneceré aquí ni un instante más para escuchar cómo esta insolente seta sin antepasados me acusa de lo que yo interpreto como traición! ¡Y, padres conscriptos, comunico a esta Cámara que mañana al amanecer estaré en los saepta para competir en las elecciones curules a cónsul! ¡Sinceramente, espero que vosotros utilicéis el sentido común y convenzáis a la imbécil cabeza de este Estado para que cumpla con el deber que la suerte le deparó y celebre las elecciones! Porque, os lo advierto, si mañana por la mañana los saepta están vacíos, será mejor que vayas allí con tus lictores, Marco Tulio Cicerón, me detengas y me acuses de perduellio. ¡La maiestas no servirá para uno cuyos ancestros pertenecieron a los cien hombres que aconsejaban al rey Tulo Hostilio!

Catilina se dio la vuelta hacia las puertas, las abrió con violencia y desapareció.

—Bien, Marco Tulio Cicerón, ¿qué piensas hacer ahora? —le preguntó César recostándose al tiempo que bostezaba—. Catilina tiene razón, ya lo sabes. Lo has acusado, con un pretexto no demasiado consistente.

Con la visión borrosa, Cicerón buscó un rostro que indicara que el propietario estaba de su parte, un rostro que pusiera en evidencia que lo creía a él. ¿Catulo? No. ¿Flortensio? No. ¿Catón? No. ¿Craso? No. ¿Lúculo? No. ¿Publícola? No.

Levantó los hombros y se mantuvo erguido.

—Quiero ver una división en esta cámara —dijo con voz dura—. Todos aquellos que crean que las elecciones curules deben celebrarse mañana y que Lucio Sergio Catilina debe ser admitido como candidato al cargo de cónsul que se pongan a mi izquierda. Todos aquellos que crean que han de retrasarse las elecciones curules hasta que se investigue la candidatura de Lucio Sergio Catilina que pasen a mi derecha.

Fue una esperanza vana, con pocas probabilidades de verse realizada a pesar de la astucia de Cicerón de situar a su derecha la moción para obtener el resultado que deseaba; ningún senador se sentía contento de colocarse a la izquierda, cosa que se consideraba poco propicia. Pero por una vez la prudencia pudo más que la superstición. La Cámara entera pasó a la izquierda sin una sola excepción, permitiendo así que las elecciones se celebrasen a la mañana siguiente, y que Lucio Sergio Catilina se presentase para el cargo de cónsul.

Cicerón levantó la sesión con el único deseo de volver a su casa antes de desmoronarse y echarse a llorar.

El orgullo dictaba que Cicerón no debía volverse atrás, así que presidió las elecciones curules con una coraza debajo de la toga después de situar ostensiblemente a varios cientos de hombres jóvenes alrededor de los saepta para impedir que brotase la discordia. Entre éstos se encontraba Publio Clodio, cuyo odio hacia Catilina era mucho más fuerte que la suave irritación que Cicerón provocaba en él. Y donde estaba Clodio, naturalmente, también estaban el joven Publícola, el joven Curión, Décimo Bruto y Marco Antonio, todos ellos miembros del ahora floreciente club de Clodio.

Y, según comprobó Cicerón con enorme alivio, lo que los senadores habían preferido no creer, la ordo equester al completo sí lo creía. Nada podía ser más espantoso para un caballero dedicado a los negocios que el espectro de una cancelación general de deudas, aunque el mismo caballero estuviera endeudado. Una por una las Centurias votaron masivamente por Décimo Junio Silano y Lucio Licinio Murena como cónsules para el próximo año. Catilina quedó muy por detrás de Servio Sulpicio, aunque obtuvo más votos que Lucio Casio.

—¡Eres un calumniador malicioso! —le indicó con un gruñido uno de los pretores del año en curso, el patricio Léntulo Sura, cuando las Centurias se disolvieron después de un largo día ocupado en elegir a dos cónsules y ocho pretores.

—¿Qué? —le preguntó Cicerón sin comprender, oprimido por el peso de aquella desgraciada coraza que había decidido llevar puesta y muerto de ganas de liberarse de una vez la cintura, que le había engordado demasiado como para sentirse cómodo metida dentro de aquella armadura.

—¡Ya me has oído! ¡Es culpa tuya que no hayan ganado Catilina y Casio, malicioso calumniador! ¡Asustaste deliberadamente a los votantes con esos alocados rumores acerca de las deudas para que no los votasen! ¡Oh, muy inteligente por tu parte! ¿Para qué procesarlos y darles así la oportunidad de defenderse? Encontraste el arma perfecta en el arsenal político, ¿no es así? ¡La acusación irrefutable! ¡Calumnia, difamación, ensuciar en el lodo! Catilina tenía razón acerca de ti. ¡Eres una seta descarada sin antepasados! ¡Y ya va siendo hora de que a los campesinos como tú los pongan en su lugar!

Mientras Léntulo Sura se marchaba a grandes zancadas, Cicerón se quedó con la boca abierta; notaba que las lágrimas comenzaban a agolpársele. ¡Tenía razón acerca de Catilina, él tenía razón! Catilina acabaría por destruir a Roma y a la República.

—Si te sirve de consuelo, Cicerón —dijo una plácida voz a su lado—, yo mantendré los ojos abiertos y la nariz bien aguzada durante los próximos meses. Pensándolo bien, creo que, en efecto, podría ser que estuvieras en lo cierto respecto a Catilina y Casio. ¡Hoy no se sienten muy complacidos!

Cicerón se dio la vuelta y se encontró con que Craso estaba allí de pie; acabó por sacar el genio.

—¡Tú! —le gritó con una voz llena de odio—. ¡Tú tienes la culpa! ¡Tú eres responsable de que Catilina saliera libre en el último juicio! ¡Compraste al jurado y le diste a entender a él que hay hombres en Roma a quienes les gustaría ver cómo él mismo se concede el título de dictador!

—Yo no compré al jurado —le respondió Craso, al parecer sin sentirse ofendido.

—¡Ya! —escupió Cicerón; y se marchó violentamente.

—¿Qué es todo eso? —le preguntó Craso a César.

—Oh, Cicerón cree que tiene una crisis entre manos y no puede comprender por qué no hay nadie en el Senado que esté de acuerdo con él.

—¡Pero lo que yo le estaba diciendo es que sí estoy de acuerdo con él!

—Déjalo, Marco. Ven conmigo a celebrar mi victoria electoral en la domus publica del pontífice máximo. ¡Qué casa tan bonita! En cuanto a Cicerón, ese pobre tipo se ha estado muriendo de ganas de ser el centro de algo sensacional, y ahora que cree que por fin lo ha encontrado, no puede hallar a nadie que se interese ni siquiera una pizca por el asunto. A él le encantaría salvar la República —dijo César sonriendo.

—¡Pero no pienso darme por vencido! —le gritó Cicerón a su esposa—. ¡No estoy derrotado! ¡Terencia, manténte en estrecho contacto con Fulvia y no dejes que se escape nada! Aunque esa mujer tenga que escuchar detrás de las puertas, quiero que averigüe todo lo que pueda, a quién ve Curio, adónde va, qué hace. Y si, como tú y yo creemos, se está tramando una revolución, entonces Fulvia debe convencer a Curio de que lo mejor que puede hacer es trabajar conmigo.

—Lo haré, no temas —le dijo ella con el rostro muy animado—. El Senado lamentará el día en que eligió ponerse de parte de Catilina, Marco. He visto a Fulvia, y a ti te conozco muy bien. En muchos aspectos eres idiota, pero no cuando se trata de olfatear a los sinvergüenzas.

—¿En qué soy idiota? —preguntó Cicerón indignado.

—Pues cuando escribes esas tontas poesías, por ejemplo. Y también cuando intentas ganarte una reputación de entendido en arte. Cuando gastas en exceso, sobre todo en un desfile de villas en las que nunca tendrías tiempo de vivir aunque viajases constantemente, cosa que no haces. Cuando mimas a Tulia de ese modo tan atroz. O cuando les haces la pelota a personas como Pompeyo Magnus.

—¡Basta!

Terencia desistió y lo miró con aquellos ojos suyos que nunca se iluminaban de amor. Lo cual era una lástima, porque la verdad era que ella lo amaba muchísimo. Pero conocía bien las muchas debilidades de su marido, aunque ella no tuviera ninguna. A pesar de que Terencia no ambicionaba que se la considerase la nueva Cornelia, madre de los Gracos, sí poseía todas las virtudes propias de una matrona romana, cosa que hacía que a un hombre del carácter de Cicerón le resultase extremadamente difícil convivir con ella. Frugal, hacendosa, fría, testaruda, intransigente, sin pelos en la lengua, sin miedo a nadie y consciente de que estaba a la altura de cualquier hombre en cuanto a vigor mental. Ésa era Terencia, que no soportaba con alegría a ningún tonto, ni siquiera a su marido. Ni por asomo intentaba comprender la inseguridad de Cicerón y su complejo de inferioridad, porque su propia cuna era impecable y su ascendencia romana se adentraba en el pasado generaciones y generaciones. Para Terencia lo mejor que podía hacer su marido era relajarse e introducirse en el corazón de la sociedad romana pegado a las faldas de ella; en cambio, él se empeñaba en relegarla a la oscuridad doméstica y volaba en mil direcciones en busca de una aristocracia que no podía reclamar para sí.

—Deberías pedirle a Quinto que viniera —le dijo ella.

Pero Cicerón era tan incompatible con su hermano menor como con Terencia, así que el cónsul senior movió hacia abajo las comisuras de la boca y dijo que no con la cabeza.

—Quinto es tan malo como el resto de ellos, cree que estoy haciendo una montaña de un cubo de arena. Pero mañana veré a Ático, él sí que me ha creído. Pero claro, es un caballero y tiene sentido común. —Se quedó pensando unos instantes y luego añadió—: Léntulo Sura se ha mostrado muy grosero conmigo en los saepta. No logro entender por qué. Sé que hay muchos en el Senado que me culpan de echar a perder las oportunidades de Catilina, pero había algo muy extraño en Léntulo Sura. Daba la impresión de que hubiera algo que… que le importase demasiado.

—¡Él y su Julia Antonia tienen esos espantosos zoquetes de hijastros! —comentó Terencia con desprecio—. A uno le resultaría difícil encontrar una pandilla más inútil. No sé cuál de ellos me fastidia más, si Léntulo, Julia Antonia o esos horribles hijos que ella tiene.

—A Léntulo Sura le ha ido bastante bien, teniendo en cuenta que los censores lo expulsaron hace siete años —dijo Cicerón, contemporizador—. Volvió a entrar en el Senado a través del cargo de cuestor y ha empezado de nuevo su carrera. Fue cónsul antes de que lo expulsaran, Terencia. Debe de ser una caída muy traumatizante tener que volver a ser pretor en esta época de su vida.

—Lo mismo que su esposa, es un incompetente —dijo Terencia sin mostrar comprensión.

—Sea como sea, lo de hoy ha sido muy extraño.

Terencia resopló.

—En más aspectos, aparte de lo de Léntulo Sura.

—Mañana averiguaré qué sabe Ático, y es probable que sea interesante —dijo Cicerón bostezando hasta que los ojos se le humedecieron—. Estoy cansado, querida mía. ¿Puedo pedirte que me envíes a nuestro querido Tirón? Tengo que dictarle algo.

—¡Sí que debes de estar cansado! No es propio de ti pedir que alguien que no seas tú te escriba las cosas, ni siquiera Tirón. Te lo enviaré, pero sólo un ratito. Necesitas dormir.

Cuando Terencia se levantó de la silla Cicerón le tendió una mano para ayudarla y sonrió.

—¡Gracias por todo, Terencia! Qué distinto es tenerte a mi lado.

Terencia cogió la mano que le tendía su marido, la apretó con fuerza y le dirigió a Cicerón una sonrisa más bien tímida, infantil e inmadura.

—No hay de qué, marido —dijo; y luego se apresuró a salir de la habitación antes de que el estado de ánimo pudiera ponerse sentimentaloide.

Si alguien le hubiese preguntado a Cicerón si amaba a su esposa, éste habría contestado al instante de modo afirmativo, y tal respuesta habría sido verdad. Pero ni Terencia ni Quinto Cicerón ocupaban un lugar tan importante en el corazón de Cicerón como algunas otras personas, sólo una de las cuales era pariente de él. Esa persona, desde luego, era su hija Tulia, un cálido y chispeante contraste con su madre. El hijo que tenían era aún demasiado pequeño para haber podido abrirse camino en los fuertes afectos de Cicerón; y quizá el pequeño Marco nunca se abriera camino en el corazón de su padre, pues era de un carácter más parecido al del hermano de Cicerón, Quinto, que era impulsivo, con mucho genio, engreído y no un prodigio precisamente.

Entonces, ¿quiénes eran esas otras personas?

El nombre que primero le hubiera acudido a la mente a Cicerón era el de Tirón. Tirón era su esclavo, pero también formaba parte, literalmente, de la familia, cosa que de hecho ocurría en una sociedad en cuyo seno los esclavos no eran tanto seres inferiores como objeto desafortunado de las leyes de la propiedad y de la posición social. Porque los esclavos domésticos de un romano vivían en cercana —en realidad, casi íntima— proximidad con las personas libres de la casa, eran como miembros de la familia y tenían todas las ventajas y desventajas que ello comportaba. El entretejido de personalidades era muy complejo, las tormentas, grandes y pequeñas, iban y venían, existían focos de poder tanto en la parte servil como en la libre, y sólo el amo estricto podía permanecer insensible a las presiones serviles. En la casa Tulia, la casa de Cicerón, los esclavos tenían que andarse con ojo con Terencia, pero incluso Terencia era incapaz de resistirse a Tirón, que sabía tranquilizar al pequeño Marco con tanta facilidad como sabía convencer a Tulia de que su madre tenía razón.

Había llegado a la casa Tulia de joven; era un griego que se había vendido a sí mismo como esclavo como una alternativa preferible a estancarse en un pobre y oscuro pueblo de Beocia. Que se hubiese ganado el afecto de Cicerón era inevitable, porque era un hombre tierno y tan bueno cuan brillante en su trabajo de secretario; la clase de persona a la que uno no puede evitar querer. Como Tirón era sensato y considerado de un modo soportable, ni siquiera el más desagradable y egoísta de sus compañeros esclavos de la casa Tulia podían acusarle de ir contando comadreos para ganarse el favor del amo o el ama; aquella dulzura suya se hacía extensible también a las relaciones con sus compañeros esclavos y hacía que ellos también lo quisieran.

Sin embargo, el cariño de Cicerón hacia él pesaba más que todos los demás. No sólo eran excelentes el griego y el latín de Tirón, sino también su instinto literario, y cuando Tirón lanzaba una débil mirada de desaprobación ante alguna frase o ante la elección de algún adjetivo, su amo se detenía y reconsideraba de nuevo la elección que a Tirón le molestaba. Tirón escribía una taquigrafía impecable, luego lo transcribía en una caligrafía clara y lúcida, y nunca osaba alterar ni una sola palabra.

En la época del consulado, éste, el más perfecto de todos los sirvientes, llevaba en el seno de la familia cinco años. Desde luego, ya estaba emancipado en el testamento de Cicerón, pero en el transcurso normal de los acontecimientos sus servicios como esclavo continuarían durante diez años más, después de los cuales pasaría a formar parte de la clientela de Cicerón como un próspero esclavo manumitido; su salario ya era elevado, y siempre era el primero en recibir otro aumento de sus estipendios. Así que en la casa Tulia todo se reducía a algo muy sencillo: ¿cómo sería la casa sin Tirón? ¿Cómo podría sobrevivir Cicerón sin Tirón?

El segundo de la lista era Tito Pomponio Ático. Aquélla era una amistad que se remontaba a muchos años atrás. Cicerón y él se habían conocido en el Foro cuando Cicerón era un joven prodigio y Ático aprendía para con el tiempo encargarse de los múltiples negocios de su padre, y después de la muerte del hijo mayor de Sila —que había sido el mejor amigo de Cicerón—, fue Ático quien ocupó el lugar del joven Sila, a pesar de ser cuatro años mayor que Cicerón. El nombre familiar de Pomponio era considerablemente distinguido, porque los Pomponios eran de hecho una rama de los Cecilios Metelos, y eso significaba que pertenecían al verdadero meollo de la alta sociedad romana. También significaba que, si Ático así lo hubiera querido, la carrera en el Senado y quizá el consulado habrían estado a su alcance. Pero el padre de Ático había ansiado las distinciones senatoriales, y por ello había sufrido con las idas y venidas de las facciones que controlaban Roma durante aquellos terribles años. Firmemente colocado entre las filas de las Dieciocho —las dieciocho Centurias de más categoría de la primera clase—, Ático había renunciado tanto al Senado como a los cargos públicos. Sus inclinaciones iban de la mano de sus deseos, que eran hacer tanto dinero como fuera posible y pasar a la historia como uno de los grandes plutócratas de Roma.

En aquellos primeros tiempos, como su padre antes que él, era simplemente Tito Pomponio. No tenía tercer nombre. Luego, durante los turbulentos y escasos años de gobierno de Cinna, Ático y Craso habían formado el proyecto de una compañía para recaudar los impuestos y los bienes en la provincia de Asia, que Sila había vuelto a arrebatarle al rey Mitrídates. Habían ordeñado el capital necesario de una horda de inversores, pero sólo para encontrarse con que Sila prefería regular la administración de la provincia de Asia de un modo que impedía que los publicani romanos se beneficiasen de ello. Tanto Craso como Ático se vieron obligados a huir de los acreedores, aunque Ático logró llevarse consigo su fortuna personal y por tanto tuvo los recursos para poder vivir de una manera extremadamente confortable mientras estuvo en el exilio. Se instaló en Atenas, y le gustó tanto que siempre la llevó en primer lugar en su corazón.

No supuso para él ningún problema crearse una buena reputación con Sila cuando aquel hombre formidable regresó a Roma como dictador, y Ático —llamado ahora así a causa de sus preferencias hacia Atica, la tierra ateniense donde había vivido— quedó libre para vivir en Roma. Cosa que él empezó a hacer a temporadas, pues nunca se desprendió de su casa de Atenas, a la que solía ir con regularidad. También adquirió enormes extensiones de tierras en el Epiro, la parte de Grecia que queda en la costa del mar Adriático, al norte del golfo de Corinto.

La predilección de Ático por los jóvenes amantes masculinos era bien conocida, pero extraordinariamente libre de tacha en un lugar tan homofóbico como era Roma. Eso se debía a que él sólo se lo permitía cuando viajaba a Grecia, donde tales preferencias constituían la norma, incluso aumentaban la reputación de un hombre. Cuando estaba en Roma no dejaba traslucir, ni de palabra ni con la mirada, que practicara el amor griego, y este rígido control de sí mismo permitía que su familia, sus amigos y sus iguales en sociedad fingieran que no había una parte diferente en Tito Pomponio Ático. Cosa que era importante también porque Ático se había hecho enormemente rico y tenía gran influencia en los círculos mercantiles. Entre los publicani —que eran hombres de negocios que pujaban por conseguir contratos públicos—, era el más poderoso y el más influyente. Banquero, magnate de una flota de barcos de transporte, príncipe mercante, Ático tenía una inmensa importancia. Si por sí mismo no tenía poder suficiente para hacer que un hombre fuera nombrado cónsul, ciertamente sí que podía hacer muchísimo por ayudar a ese hombre, como había ayudado a Cicerón en su campaña.

También era el editor de Cicerón, pues había decidido que hacer dinero resultaba un poco aburrido, y la literatura suponía un cambio refrescante. Extremadamente bien educado, tenía una natural afinidad con los hombres de letras, y adivinaba el estilo de Cicerón con las palabras como pocos. Al mismo tiempo le divertía y le satisfacía ser patrón de escritores… lo que además le permitía sacar algún dinero de ellos. La editorial que puso en el Argileto como negocio rival del de los Sosios prosperó. Sus relaciones proveían de un filón de nuevos talentos cada vez más extenso, y sus copistas producían manuscritos de precios elevados.

Alto, delgado y de aspecto austero, habría podido pasar por padre de nada menos que Metelo Escipión, aunque los lazos de sangre no eran cercanos, pues Metelo Escipión sólo era un Cecilio Metelo en virtud de su adopción. Pero no obstante, aquel parecido de hecho significaba que todos los miembros de las Familias Famosas entendían que su linaje era impecable y de gran antigüedad.

Amaba sinceramente a Cicerón, pero era insensible a las debilidades ciceronianas, en lo cual seguía el ejemplo establecido por Terencia, también muy acaudalada y poco dispuesta a sacar de apuros a Cicerón cuando las finanzas de éste así lo requerían. En la única ocasión en que Cicerón había reunido el valor necesario para pedirle a Ático un préstamo insignificante, su amigo se había negado con tanta obstinación que Cicerón nunca más le había vuelto a pedir ninguno. De vez en cuando tenía la esperanza de que Ático se lo ofreciera, pero éste nunca lo hizo. Muy bien dispuesto a procurarle estatuas y otras obras de arte a Cicerón en los extensos viajes que realizaba a Grecia, Ático también insistía en que su amigo se las pagase… y también que le pagase los costes del transporte hasta Italia. Por lo que no le cobraba, suponía Cicerón, era por el tiempo que empleaba en buscarlas. En vista de todo eso, ¿se podía decir que Ático fuese un tacaño incurable? Cicerón no lo creía así, porque Ático, al contrario que Craso, era un anfitrión generoso y les pagaba buenos salarios a sus esclavos y a sus empleados libres. Más que el hecho de que a Ático le importase el dinero, era que lo consideraba un artículo merecedor de enorme respeto y no soportaba otorgarlo gratuitamente a aquellos que no le tenían el mismo respeto. Cicerón era un tipo extravagante, un diletante, un despilfarrador en caliente y en frío; por lo tanto él no podía tener el dinero en la estima que se merecía.

El tercero de la lista era Publio Nigidio Figulo, de una familia tan antigua y venerable como la de Ático. Igual que éste, Nigidio Figulo —el apodo Figulo significa trabajador con arcilla, alfarero, aunque la familia no sabía cómo se había ganado ese nombre el primer Nigidio que lo llevó— había renunciado a la vida pública. En el caso de Ático, la vida pública habría significado renunciar a todas las actividades comerciales que no surgieran de la posesión de tierras, y Ático amaba el comercio más que la política. En el caso de Nigidio Figulo, la vida pública habría erosionado con demasiada voracidad su mayor amor, que era la afición por los aspectos más esotéricos de la religión. Reconocido como el mejor experto en el arte de la adivinación tal como lo practicaban los etruscos, desaparecidos en tiempos remotos, sabía más acerca del hígado de las ovejas que ningún carnicero o veterinario. Entendía el vuelo de los pájaros, los dibujos que formaban los destellos de los relámpagos, los sonidos del trueno, los movimientos de tierra, los números, las bolas de fuego, las estrellas fugaces, los eclipses, los obeliscos, los monolitos, las pirámides, las esferas, los túmulos, la obsidiana, el sílex, la forma y color de las llamas, los pollos sagrados y todas las circunvoluciones que un intestino animal podía producir.

Naturalmente, era uno de los custodios de los libros proféticos de Roma y una mina de información para el Colegio de los Augures, entre cuyos miembros no había ninguno que fuera una autoridad en materia de augurio, pues los augures no eran ni más ni menos que funcionarios religiosos elegidos que estaban legalmente obligados a consultar unas tablas antes de pronunciar los presagios favorables o desfavorables. El deseo más ardiente de Cicerón era ser elegido augur —no era tan tonto como para pensar que tenía oportunidades de ser elegido pontífice—; había prometido que cuando lo fuera él sabría más de augurios que cualquiera de los demás que, ya fueran electos o elegidos por cooptación, se adentraban tranquilamente en el cargo religioso porque sus familias tenían derecho a ello.

Al principio Cicerón cultivó la amistad de Nigidio Figulo a causa de los conocimientos de éste, pero pronto sucumbió al encanto de su carácter, ecuánime y dulce, humilde y sensible. Nada esnob a pesar de su preeminencia social, a Nigidio Figulo le gustaba el ingenio agudo y la compañía animada, y le parecía maravilloso pasar una velada con Cicerón, famoso por su ingenio y cuya compañía siempre resultaba animada. Como Ático, Nigidio Figulo era un soltero empedernido, pero al contrario que aquél él había elegido ese estado por motivos religiosos; creía firmemente que introducir una mujer en su casa destruiría las conexiones místicas que tenía con aquel mundo de fuerzas y poderes invisibles. Las mujeres eran personas terrenales, Nigidio era persona celestial. Y el aire y la tierra nunca se mezclaban, nunca se realzaban el uno al otro más de lo que se consumían entre sí. Además le tenía horror a la sangre, excepto en los lugares sagrados, y las mujeres sangraban. Por eso todos los esclavos que tenía eran hombres, y había puesto a vivir a su madre con su hermana y el marido de ésta.

Cicerón tenía intención de ver a Ático, y sólo a Ático, al día siguiente a las elecciones, pero algunos asuntos familiares se interpusieron. Su hermano Quinto había sido elegido pretor. Naturalmente aquello requería una celebración, especialmente porque Quinto había seguido el ejemplo de su hermano mayor y había conseguido ser elegido in suo anno, exactamente a la edad adecuada —tenía treinta y nueve años—. Este segundo hijo de un humilde terrateniente de Arpinum vivía en la casa de las Carinae que su viejo padre había comprado cuando se trasladó a Roma con la familia para proporcionarle al prodigio de Marco todas las ventajas que el intelecto de éste exigía. Y por este motivo Cicerón y su familia subieron pesadamente desde el Palatino a las Carinae poco antes de la hora de la cena, aunque las obligaciones fraternales no le impedirían a Cicerón tener una conversación con Ático; éste estaría allí, en casa de Quinto, porque Quinto estaba casado con Pomponia, la hermana de Ático.

Había un fuerte parecido entre Cicerón y su hermano, pero Cicerón era, indiscutiblemente, el más atractivo de los dos. Por una parte era físicamente mucho más alto y mejor constituido; Quinto era pequeño y delgado como un palo. Por otra parte, Cicerón había conservado el cabello, mientras que Quinto se había quedado muy calvo por la parte superior de la cabeza. Las orejas de Quinto parecían más prominentes que las de Cicerón, aunque en realidad eso no era más que una ilusión óptica debido al enorme tamaño del cráneo de éste, que hacía que estos apéndices parecieran menores de lo que en realidad eran. Ambos tenían los ojos y el pelo castaños, y una buena piel morena.

En otro aspecto tenían mucho en común: ambos hombres se habían casado con mujeres acaudaladas y mandonas cuyos parientes cercanos habían desesperado de poder darlas en matrimonio. Terencia había adquirido una justa fama de ser imposible de complacer, así como de ser una persona tan difícil que nadie, por muy necesitado que estuviera, podría hacer suficiente acopio de valor como para pedirla en matrimonio, aun cuando ella hubiera estado dispuesta a aceptar. Había sido ella la que había elegido a Cicerón, en lugar de ser al contrario. En cuanto a Pomponia… ¡Bueno, Ático se había llevado las manos a la cabeza, presa de la exasperación, por su causa! Era fea, una auténtica fiera, grosera, rencorosa, truculenta, vengativa e incluso podía llegar a ser cruel. A pesar de tener los pies firmemente plantados en el mundo de los negocios gracias al apoyo de Ático, el primer marido de Pomponia se había divorciado de ella en el momento en que consiguió pasar sin la ayuda de Ático, y la dejó en el umbral de la casa de éste. Aunque el motivo alegado para el divorcio había sido la esterilidad de Pomponia, toda Roma supuso —correctamente— que el auténtico motivo era la falta de deseo de cohabitar. Fue Cicerón quien sugirió que quizás pudieran convencer a su hermano Quinto para que se casase con ella, y entre Ático y él lo habían convencido. La unión había tenido lugar trece años antes, y el novio era considerablemente más joven que la novia. Luego, diez años después de la boda, Pomponia desmintió su esterilidad dando como fruto un hijo, también llamado Quinto.

Se peleaban constantemente, y utilizaban al pobre hijo como munición en su interminable lucha por la supremacía física, tirando y empujando al desventurado niño de un lado a otro, y vuelta a empezar. Ello preocupaba a Ático —cuyo heredero era este hijo de su hermana— y también a Cicerón, pero ninguno de los dos hombres logró convencer a los antagonistas de que el que estaba sufriendo en realidad las consecuencias de la situación era el pequeño Quinto. Si su hermano Quinto hubiera tenido el suficiente sentido común como para conformarse con ser un felpudo, como Cicerón, ceder, quedar relegado para aplacar a su esposa y esforzarse para no atraer hacia sí la atención de ésta, el matrimonio quizás habría funcionado mejor que el de Cicerón y Terencia, porque lo que Pomponia deseaba era, simplemente, ser ella la que dominase, mientras que Terencia lo que quería era utilizar la influencia política. Pero, ay, el hermano Quinto se parecía mucho más a su padre que Cicerón; tenía que ser el amo en su casa por encima de todo.

La guerra iba bien, eso estaba claro cuando Cicerón, Terencia, Tulia y Marco, el hijo de dos años, entraron en la casa. El mayordomo llevó a Tulia y al pequeño Marco a las dependencias de los niños; Pomponia estaba demasiado ocupada dándole gritos a Quinto, y éste estaba igualmente enfrascado en darle voces a ella para ver si conseguía que su esposa se callase.

—¡Menos mal que justo al lado está el templo de Telo! —bramó Cicerón con el más elevado de los tonos que empleaba en el Foro—. Si no todavía habría más vecinos quejándose.

¿Los detuvo eso? ¡Ni hablar! Continuaron como si los recién llegados no existieran, hasta que llegó también Ático. Su técnica para ponerle fin a la batalla fue tan directa como elemental: se limitó a avanzar a paso majestuoso, agarró a su hermana por los hombros y la sacudió hasta que le castañetearon los dientes.

—¡Márchate de aquí, Pomponia! —le dijo bruscamente—. ¡Venga, llévate a Terencia a alguna parte y castígale el oído con tus problemas!

—Yo también la sacudo —dijo quejumbroso el hermano Quinto—, pero a mí no me da resultado. Se limita a darme algún rodillazo en ya sabéis dónde.

—Si me diera un rodillazo a mí, la mataría —le dijo Ático con aire funesto.

—Si yo la matase, me veríais juzgado por asesinato.

—Cierto —dijo Ático sonriendo—. ¡Pobre Quinto! Tendré otra charla con ella y veré qué puedo hacer.

Cicerón no participó en aquella conversación, pues se había batido en retirada antes de la llegada de Ático; ahora apareció procedente del despacho con un rollo abierto entre las manos.

—¿Otra vez escribiendo, hermano? —le preguntó a Quinto al tiempo que levantaba la vista del rollo.

—Una tragedia al estilo de Sófocles.

—Estás mejorando, es bastante buena.

—¡Espero estar mejorando de verdad! Tú has usurpado la reputación de la familia en cuanto a discursos y poesía se refiere, lo cual a mí sólo me deja para elegir la historia, la comedia y la tragedia. No tengo tiempo para la investigación que exige dedicarse a la historia, y la tragedia se me da mejor que la comedia, dada la clase de ambiente en el que vivo.

—Yo diría que ese ambiente te inspiraría más en el campo de la farsa —dijo Cicerón con cierto recato.

—¡Oh, cállate!

—Además, siempre quedan la filosofía y las ciencias naturales.

—Mi filosofía es simple y las ciencias naturales son un quebradero de cabeza, así que sólo me queda la historia, la comedia, o la tragedia.

Ático había salido de la habitación paseando y habló ahora desde el fondo del atrio.

—¿Qué es esto, Quinto? —le preguntó, con un atisbo cómico en la voz.

—¡Oh, qué lata, lo has encontrado antes de que yo pudiera enseñároslo! —gritó Quinto, que se apresuró a reunirse con él mientras Cicerón le iba a la zaga—. Ahora soy pretor, me está permitido.

—Claro que sí —dijo Ático con solemnidad; pero la guasa se le reflejaba en la mirada.

Cicerón los empujó para abrirse paso entre ellos y se detuvo, con el rostro solemne, a la distancia apropiada para disfrutar por completo de la gloria de aquello. Lo que contemplaba era un busto gigantesco de Quinto, a un tamaño mayor que el real, tan grande que nunca podría exhibirse en un lugar público, porque sólo los dioses podían sobrepasar la estatura normal de un hombre. Quienquiera que lo hubiese hecho había trabajado con la arcilla y luego la había cocido antes de aplicar los colores, lo cual hacía que fuese a la vez bueno y malo. Bueno porque el parecido era elocuente y los colores tenían unos tonos hermosísimos; malo porque el trabajo en arcilla es barato y las probabilidades de que se rompa en pedazos considerables. Nadie sabía mejor que Cicerón y Ático que el bolsillo de Quinto no podía permitirse un busto en mármol o en bronce.

—Ya sé que no es nada definitivo —dijo Quinto con expresión radiante—, pero cumplirá su cometido hasta que pueda permitirme el lujo de utilizarlo como molde para un bronce, lo que resultará realmente espléndido. Le encargué al hombre que está haciendo mi imago que me lo hiciera; siempre parece que es una lástima que la imagen en cera de uno esté encerrada en un armario sin que nadie la vea. —Le echó una mirada de reojo a Cicerón, que seguía contemplando aquello, arrebatado—. ¿Qué te parece, Marco? —preguntó.

—Creo que ésta es la primera vez en mi vida que veo que una mitad supere en tamaño al todo —respondió deliberadamente Cicerón.

Aquello fue demasiado para Ático, que estalló en carcajadas de tal manera que hasta tuvo que sentarse en el suelo, donde Cicerón se reunió con él. Lo cual dejó a Quinto con sólo dos opciones para elegir: o agarrarse un monumental enfado o unirse a aquellos guasones en su regocijo. Como no en vano era hermano de Cicerón, decidió elegir la risa.

Después de aquello llegó la hora de la cena, a la cual asistió una ablandada Pomponia acompañada de Terencia y de la pacificadora Tulia, que manejaba mejor que nadie a su tía política.

—Entonces, ¿cuándo es la boda? —preguntó Ático, que hacía tanto tiempo que no veía a Tulia que el aspecto adulto de ésta le había cogido por sorpresa. ¡Qué chica más bonita! Con aquel cabello de color castaño suave, los ojos también castaños, un gran parecido a su padre y una gran dosis del ingenio de éste. Llevaba varios años prometida a Cayo Calpurnio Pisón Frugi, y era un buen emparejamiento en muchos aspectos, además del dinero y la influencia; Pisón Frugi era el miembro más atractivo de un clan mejor conocido por la antipatía que provocaban que por la simpatía, por su aspereza más que por su amabilidad.

—Todavía faltan dos años —dijo Tulia al tiempo que dejaba escapar un suspiro.

—Una larga espera —le dijo Ático con comprensión.

—Demasiado larga —observó Tulia suspirando de nuevo.

—Bueno, bueno —dijo Cicerón con jovialidad—, ya veremos, Tulia. Quizá podamos adelantarlo un poco.

Respuesta que hizo que las tres señoras volvieran a la sala de estar de Pomponia en un estado de emoción febril, dispuestas a planear ya la boda.

—Nada como las nupcias para tener felices a las mujeres —observó Cicerón.

—Está enamorada, Marco, y eso es bastante raro en las uniones que se basan en un arreglo de la familia. Como colijo que Pisón Frugi siente lo mismo por ella, ¿por qué no permitir que vivan juntos antes de que Tulia cumpla los dieciocho años? —preguntó Ático sonriendo—. ¿Qué edad tiene ahora, dieciséis?

—Casi.

—Pues que se casen al final de este año.

—Yo estoy de acuerdo —dijo el hermano Quinto, malhumorado—. Es bonito verlos juntos. Congenian tan bien que son amigos.

Ninguno de los otros dos contertulios dijo nada ante aquel comentario, pero para Cicerón representó la oportunidad perfecta para cambiar de conversación e ir desde el tema de las mujeres y el matrimonio al tema de Catilina, que no sólo era más interesante, sino también más fácil de manejar.

—¿Tu crees que tiene intención de cancelar las deudas? —le preguntó a Ático con ansiedad.

—No sé si me lo creo del todo, Marco, pero lo que sí puedo decirte con certeza es que no me puedo permitir ignorar el rumor —dijo Ático con franqueza—. La acusación es suficiente para asustar a todos los hombres que se dedican a los negocios, especialmente en este momento en que los créditos son tan difíciles de obtener y los tipos de interés resultan tan elevados. Oh, hay muchísimas personas a quienes les vendría muy bien, pero no son mayoría, y muy escasos entre aquellos que se encuentran en la cúspide del mundo de los negocios. Una cancelación general de deudas resulta muy atractiva sobre todo para los hombres de negocios de poca importancia y para aquellos que no disponen de suficientes haberes líquidos como para mantener un buen flujo de dinero en metálico.

—Lo que estás diciendo es que la primera clase le ha vuelto la espalda a Catilina y a Lucio Casio por prudencia —dijo Cicerón.

—Totalmente.

—Entonces César tenía razón —intervino Quinto—. Prácticamente acusaste a Catilina en la Cámara con un pretexto muy débil. En otras palabras, fuiste tú quien puso en marcha el rumor.

—¡No, no lo hice! —gritó Cicerón mientras se ponía a aporrear el travesaño que tenía debajo del codo izquierdo—. ¡No lo hice! ¡Yo no sería tan irresponsable! ¿Por qué te muestras tan espeso, Quinto? ¡Ese par estaba planeando derrocar el buen gobierno, ya fuera como cónsules o como revolucionarios! Como dijo Terencia con toda razón, nadie planea una cancelación general de deudas a menos que pretenda ganarse a los hombres de las clases inferiores a la primera. Es la estratagema típica de alguien que quiere implantar una dictadura.

—Sila fue dictador, pero no canceló las deudas —dijo Quinto con testarudez.

—¡No, lo único que hizo fue cancelar las vidas de dos mil caballeros! —repuso Ático a gritos—. La confiscación de las propiedades llenó el Tesoro, y bastantes advenedizos pudieron engordar con esas ganancias sin necesidad de recurrir a otras medidas económicas.

—A ti no te proscribió —dijo Quinto encolerizado.

—¡Pues claro que no! Sila era una fiera, pero no tonto.

—¿Quieres decir que yo sí lo soy?

—Sí, Quinto, eres tonto —dijo Cicerón, ahorrándole así a Ático la molestia de buscar una respuesta discreta—. ¿Por qué tienes que ser siempre tan agresivo? No me extraña nada que Pomponia y tú no os llevéis bien. ¡Sois los dos iguales, como dos guisantes de la misma vaina!

—¡Uff! —gruñó Quinto, calmándose.

—Bien, Marco, el daño ya está hecho —dijo Ático, pacificador—, y es muy posible que estuvieras acertado al actuar antes de las elecciones. A mí me parece que tu fuente de información resulta sospechosa porque conozco un poco a esa señora; pero, por otra parte, apostaría sin pensarlo dos veces que lo que ella sabe de economía podría escribirse fácilmente en la cabeza de un alfiler. ¿Cómo va a haber sacado de la nada una expresión como cancelación general de deudas? ¡Imposible! No, por lo que a mí respecta, creo que tuviste razones suficientes para actuar.

—Hagáis lo que hagáis —gritó Cicerón, que de pronto cayó en la cuenta de que sus dos compañeros sabían demasiado acerca de Fulvia Nobilioris—, nunca le mencionéis el nombre de ella a nadie. ¡Ni tan siquiera una insinuación de que tengo un espía en el campamento de Catilina! Quiero seguir utilizándola.

Hasta Quinto pudo comprender el sentido de aquella petición y accedió a mantener en secreto el nombre de Fulvia Nobilioris. En cuanto a Ático, aquel hombre eminentemente lógico estaba por completo a favor de una continuada vigilancia de las actividades de aquellos que rodeaban a Catilina.

—Puede que el propio Catilina en persona no esté involucrado —fue el último comentario que hizo Ático—, pero, ciertamente, el círculo en el que se mueve merece nuestra atención. Etruria y Samnio han estado hirviendo constantemente desde la guerra italiana, y la caída de Cayo Mario sólo sirvió para exacerbar la situación. Por no hablar de las medidas de Sila.

Durante el mes de sextilis, Quinto Cicerón acompañó a las señoras de ambas casas junto con los vástagos a la costa, mientras el propio Marco Cicerón permanecía en Roma para no perder de vista los acontecimientos; la casa de Curio no tenía el dinero necesario para irse de vacaciones a Cumae o a Miseno, así que a Fulvia Nobilioris no le quedaba más remedio que sufrir el calor del verano. Lo que también fue una carga para Cicerón, pero era una carga que sospechaba que bien merecía la pena.

Las calendas de setiembre llegaron y se fueron sin nada más que una somera sesión del Senado, que tradicionalmente tenía que reunirse ese día. Después de lo cual la mayoría de los senadores volvieron a la costa, pues el calendario estaba tan por delante de la estación del año que el tiempo más caluroso aún quedaba por llegar. César permaneció en la ciudad; lo mismo hicieron Nigidio Figulo y Varrón, y por idéntica razón: el nuevo pontífice máximo había hecho público el hallazgo de lo que él llamaba los Anales de Piedra y los Comentarios de los Reyes. Después de convocar al Colegio de los Sacerdotes el día último de sextilis para informarles a ellos en primer lugar y darles la oportunidad de que examinasen tanto las tablillas como el manuscrito, se sirvió luego de la reunión del Senado en las calendas de setiembre para exponer allí su descubrimiento. La mayor parte de los allí reunidos se limitaron a bostezar —incluso algunos de los sacerdotes—, pero Cicerón, Varrón y Nigidio Figulo se contaban entre aquellos que lo encontraron emocionante, y pasaron gran parte de la primera mitad de setiembre dedicados a estudiar con detenimiento aquellos documentos antiguos.

Todavía algo atontado por la amplitud y el lujo de su nueva casa, César celebró una cena en los idus de aquel mes para Nigidio Figulo, Varrón, Cicerón y dos de los hombres con los que había compartido el rancho como tribuno militar junior ante las murallas de Mitilene: Filipo Junior y Cayo Octavio. Filipo era dos años mayor que César y también sería pretor al año siguiente, pero la edad de Octavio se encontraba entre la de los otros dos, lo que significaba que la primera oportunidad de convertirse en pretor no tendría lugar hasta el año después; eso debido, naturalmente, a que César, como patricio, podía ocupar un cargo curul dos años antes que cualquier plebeyo.

El viejo Filipo, malicioso y amoral, famoso sobre todo por el número de veces que se había cambiado de bando tras realizar alianzas con una facción u otra, todavía estaba vivo, y de vez en cuando asistía a alguna que otra sesión del Senado; pero sus días y la fuerza de aquel cuerpo hacía mucho que habían quedado atrás. Y su hijo no lo reemplazaría, pensó César, ni en el vicio, ni en el poder. «El joven». Filipo tenía mucho de epicúreo, era demasiado adicto a los placeres exquisitos del canapé de comedor y de las artes más suaves; se mostraba contento de cumplir con sus deberes en el Senado y de ascender en el cursus honorum porque estaba en su derecho, pero nunca de un modo que pudiera originarle enemistades con ninguna facción política. Era capaz de congeniar con Catón con tanta facilidad como congeniaba con César, aunque prefería la compañía de éste a la de Catón. Había estado casado con una Celia, y a la muerte de ella había elegido no volver a casarse para no imponerles una madrastra a su hijo y a su hija.

Entre César y Cayo Octavio había un incentivo más para la amistad: después de la muerte de su primera mujer —una Ancaria de acaudalada familia pretoriana—, Octavio había solicitado la mano de Acia, sobrina de César e hija de la hermana menor de éste. El padre de Acia, Marco Acio Balbo, le había pedido a César su opinión acerca de aquella unión, pues Cayo Octavio no era de familia noble, sino de una muy acaudalada que procedía de Velitras, en las tierras latinas. Recordando la lealtad de Octavio en Mitilene y consciente de que amaba locamente a la bella y deliciosa Acia, César intercedió en favor del matrimonio. Había una hijastra, afortunadamente una bonita niña pequeña sin malicia alguna, pero ningún hijo varón de aquel primer matrimonio que fuera a estropearle la herencia a cualquier hijo que Acia pudiera tener con Octavio. Así que el hecho se consumó y Acia se instaló en una de las casas más bonitas de Roma, a pesar de que se encontraba situada de una manera muy peculiar en el lado malo del Palatino, al final de una calleja llamada las Cabezas de Buey. Y dos años atrás, en octubre, Acia había dado a luz a su primer hijo… ay, una niña.

Naturalmente la conversación giró en torno a los Anales de Piedra y a los Comentarios de los Reyes, aunque por deferencia a Octavio y a Filipo, César se esforzó considerablemente por desviar a sus tres invitados más eruditos de aquella maravilla.

—Desde luego, a ti se te reconoce como una gran autoridad en derecho antiguo —le dijo Cicerón a César, dispuesto a concederle superioridad en un área que consideraba de poca importancia en la Roma moderna.

—Te lo agradezco —repuso César con gravedad.

—Es una lástima que no haya más información acerca de las actividades diarias de la corte del rey —comentó Varrón, que acababa de regresar hacía muy poco de una larga estancia en el Este, donde había trabajado como científico natural residente y biógrafo a tiempo parcial de Pompeyo.

—Sí, pero entre los dos documentos ahora tenemos una imagen absolutamente clara del procedimiento de juicio por perduellio, y eso por sí mismo resulta fascinante, teniendo en cuenta la maiestas —dijo Figulo.

—La maiestas fue una invención de Saturnino —observó César.

—El únicamente inventó la maiestas porque no se podía acusar formalmente de traición a nadie en la antigua forma —se apresuró a decir Cicerón.

—Lástima que Saturnino no conociera entonces la existencia de estos hallazgos tuyos, César —dijo Varrón con aire soñador—. ¡Dos jueces y sin jurado supone una gran diferencia para el resultado de un juicio!

—¡Tonterías! —gritó Cicerón al tiempo que se incorporaba—. ¡Ni el Senado ni los Comicios permitirían que se celebrara un juicio criminal sin jurado!

—Lo que yo encuentro más interesante es que haya sólo cuatro hombres vivos hoy día que estarían capacitados para ser jueces —dijo Nigidio Figulo—. Tú, César, tu primo Lucio César, Fabio Sanga y Catilina, por raro que resulte. Todas las demás familias patricias no existían en el momento en que a Horacio se le juzgó por el asesinato de su hermana.

Filipo y Octavio parecían un poco perdidos, y también bastante aburridos, así que César hizo un esfuerzo por cambiar de tema.

—¿Cuándo es el gran día? —le preguntó a Octavio.

—Falta aproximadamente una semana.

—¿Y es niño o niña?

—Creemos que esta vez es un niño. Una tercera niña entre dos esposas sería un desengaño muy cruel —dijo Cayo Octavio dejando escapar un suspiro.

—Recuerdo que antes de que naciera Tulia yo estaba convencido de que sería un niño —comentó Cicerón sonriendo—. Terencia también estaba segura. Pero tal como fueron las cosas tuvimos que esperar catorce años para que llegara mi hijo.

—¿Todo ese tiempo tardaste en volver a intentarlo, Cicerón? —le preguntó Filipo.

A lo cual Cicerón no se dignó dar más respuesta que un ligero rubor; como la mayoría de los Hombres Nuevos ambiciosos y que deseaban subir en sociedad, Cicerón se mostraba habitualmente bastante mojigato a menos que algo ingenioso y pasmoso le viniera a la cabeza. Los aristócratas atrincherados podían permitirse tener la lengua picante; Cicerón no.

—La mujer cuyo marido tiene a su cuidado las Antiguas Casas de Reuniones dice que será niño —comentó Octavio—. Ató el anillo de boda de Acia a un hilo y se lo sostuvo a ella por encima del vientre. El anillo giró rápidamente hacia la derecha, lo que, según ella, es una señal segura.

—Bueno, confiemos en que tenga razón —dijo César—. Mi hermana mayor tuvo niños, pero las niñas son las que más abundan en la familia.

—Me pregunto cuántos hombres serían de hecho juzgados por perduellio en tiempos de Tulo Hostilio —quiso saber Varrón.

César ahogó un suspiro; invitar a tres eruditos y sólo a dos epicúreos a una cena era algo que estaba claro que no funcionaba. Por suerte el vino era excelente, y también lo eran los cocineros de la domus publica.

La noticia procedente de Etruria llegó no muchos días después de aquella cena con el pontífice máximo, y la proporcionó Fulvia Nobilioris.

—Catilina ha enviado a Cayo Manlio a Fésulas para que reclute un ejército —le dijo a Cicerón, sentada en el borde de un canapé y enjugándose la frente perlada de sudor—. Y Publio Furio está en Apulia haciendo lo mismo.

—¿Tienes pruebas? —le preguntó Cicerón con brusquedad; de pronto la frente se le había perlado de sudor.

—No tengo ninguna, Marco Tulio.

—¿Te lo ha dicho Quinto Curio?

—No, le oí anoche, cuando él hablaba con Lucio Casio después de la cena. Creían que me había acostado ya. Desde las elecciones han estado muy callados, incluso Quinto Curio. Aquello fue una bofetada para Catilina y creo que ha tardado algún tiempo en recuperarse. Anoche fue la primera vez que he oído algo desde entonces.

—¿Sabes cuándo empezaron sus operaciones Manlio y Furio?

—No.

—Entonces, ¿no tienes ni idea de cómo puede estar de avanzado el reclutamiento? ¿Sería posible, por ejemplo, que yo obtuviera confirmación si enviase a alguien a Fésulas?

—No lo sé, Marco Tulio. ¡Ojalá lo supiera!

—¿Y Quinto Curio? ¿Es partidario de una revolución total?

—No estoy segura.

—Entonces trata de averiguarlo, Fulvia —le dijo Cicerón poniendo buen cuidado en que no se le notase la exasperación en la voz ni en el semblante—. Si podemos convencerle para que atestigüe ante el Senado, no les quedará más opción que creerme.

—Quédate tranquilo, marido, Fulvia hará todo lo que pueda —le dijo Terencia; y acompañó a la visitante hasta el exterior.

Convencido de que todas las fuerzas insurgentes estarían dispuestas a reclutar esclavos, Cicerón envió a un tipo muy agudo y presentable al Norte, a Fésulas, con instrucciones de alistarse como voluntario. Consciente de que muchos miembros de la Cámara consideraban que era un ingenuo y que estaba ansioso porque hubiera una crisis que hiciera diferente su consulado, Cicerón le pidió prestado aquel esclavo a Ático; así el tipo podría testificar que no estaba obligado con Cicerón personalmente. Pero, ay, cuando regresó el esclavo tenía poco que contar. Desde luego estaba sucediendo algo, y no sólo en Fésulas. El problema era que Etruria no era lugar para los esclavos, eso le habían dicho cuando empezó a indagar para conseguir información; era un lugar de hombres libres con suficientes hombres libres como para que Etruria pudiese satisfacer sus propios intereses. La verdad era que resultaba difícil de decir qué significaba exactamente aquella respuesta, pues desde luego Etruria estaba tan profusamente dotada de esclavos como cualquier otro lugar de dentro o de fuera de Italia. ¡Todo el mundo dependía de los esclavos!

—Desde luego, es un levantamiento, Marco Tulio —concluyó el sirviente de Ático—, pero es un levantamiento limitado a los hombres libres.

—¿Y ahora qué? —le preguntó Terencia durante la cena.

—Sinceramente, no lo sé, querida mía. La cosa es: ¿convoco al Senado e intento convencerle una vez más, o espero hasta que pueda reunir a algunos agentes libres y presentar pruebas tangibles?

—Tengo el presentimiento de que esa evidencia tangible va a ser muy difícil de encontrar, marido. Nadie en Etruria se fía de los forasteros, sean libres o siervos. Tienen un fuerte sentimiento tribal y son muy reservados.

—Bien —concluyó Cicerón dando un suspiro—, convocaré a la Cámara para que celebremos una reunión pasado mañana. Si eso no sirve para otra cosa, por lo menos le dirá a Catilina que tengo la mirada puesta en él.

Y tal como Cicerón había previsto, la reunión no sirvió para otra cosa. Los senadores que aún no estaban en la costa se mostraron escépticos en el mejor de los casos y manifiestamente insultantes en el peor. Especialmente Catilina, que se hallaba presente e hizo uso de la palabra, aunque se mostró extraordinariamente tranquilo para ser un hombre cuyas esperanzas de obtener el consulado habían sido destrozadas para siempre. Esta vez no intentó hablarle a Cicerón en tono violento ni despotricar contra la adversidad; se limitó a permanecer sentado en su taburete y a responder paciente y tranquilamente. Una buena táctica que impresionó a los incrédulos y permitió a sus partidarios jactarse de ello. No tuvo nada de raro que lo que de otra manera hubiera podido ser un debate acalorado y ruidoso poco a poco fuera reduciéndose a la inercia, estimulado sólo por la súbita irrupción de Cayo Octavio por las puertas, gritando y bailando.

—¡Tengo un hijo! ¡Tengo un hijo!

Agradecido de tener un pretexto para levantar la sesión, Cicerón despidió a sus empleados y se unió a la multitud que rodeaba a Octavio.

—¿Es propicio el horóscopo? —le preguntó César—. Fíjate, nunca deja de ser bueno.

—Más que propicio, milagroso, César. Si tengo que creerme lo que dice el astrólogo, mi hijo Cayo Octavio Junior acabará gobernando el mundo. —El orgulloso padre soltó una risita—. ¡Pero a mí me ha gustado mucho! Le di al astrólogo una buena bonificación, aparte de sus honorarios.

—Mi horóscopo natal sólo tuvo un buen montón de cosas que decir acerca de misteriosas enfermedades del pecho, si he de creer lo que cuenta mi madre —dijo César—. Ella nunca ha querido enseñármelo.

—Y el mío decía que yo nunca haría dinero —apuntó Craso.

—La adivinación de la fortuna les gusta mucho a las mujeres —dijo Filipo.

—¿Quién piensa venir conmigo a registrar el nacimiento en el templo de Juno Lucina? —preguntó Octavio aún radiante.

—¿Quién sino el tío César, el pontífice máximo? —le preguntó César mientras le echaba el brazo por los hombros a Octavio—. Y después exijo que se me enseñe a mi nuevo sobrino.

Habían transcurrido dieciocho días de octubre sin que se obtuviera ninguna información importante de Etruria ni de Apulia, ni tampoco una palabra de Fulvia Nobilioris. De vez en cuando alguna carta de los agentes que tanto Cicerón como Ático habían enviado comunicaba pocas esperanzas de hallar pruebas tangibles, aunque cada una de aquellas misivas aseguraba que, sin duda alguna, algo estaba sucediendo. El principal problema residía en el hecho de que no había un auténtico núcleo, sólo revuelos y cierto movimiento en esta aldea, luego en aquella otra, en la granja poco productiva de algún centurión de Sila o en la taberna de mala muerte de algún veterano de Sila. Pero en el momento en que asomaba por allí alguna cara desconocida, todo el mundo se ponía a silbar con aspecto inocente. Dentro de los muros de Fésulas, Aretio, Volaterra, Esernia, Larinum y todos los demás asentamientos urbanos de Etruria y Apulia, nada era visible salvo la depresión económica y la demoledora pobreza. Había por doquier casas y granjas en venta para cubrir deudas desesperadas, pero de sus antiguos dueños, ni rastro.

Y Cicerón estaba muy cansado. Sabía perfectamente que todo se estaba desarrollando delante de sus narices, pero no podía probarlo, y ahora ya estaba empezando a creer que nunca podría hacerlo hasta el día en que se produjera la revuelta. Terencia también se desesperaba, y ese estado de desesperanza hacía, sorprendentemente, que resultara más fácil vivir con ella; aunque sus necesidades carnales nunca fueron fuertes, Cicerón se encontró con que en aquellos días le apetecía retirarse temprano y buscar solaz en el cuerpo de su esposa, cosa que él encontraba tan desconcertante como absurda.

Los dos estaban sumidos en un sueño profundo cuando Tirón llegó, poco después de la medianoche de aquel decimoctavo día de octubre, y los despertó.

—¡Domine, domine! —llamó en voz baja el amado esclavo desde la puerta, con aquel encantador rostro de duende suyo por encima de la lámpara convertido en una visión del otro mundo—. ¡Domine, tienes visitas!

—¿Qué hora es? —logró decir Cicerón al tiempo que sacaba las piernas por un lado de la cama mientras Terencia se removía y abría los ojos.

—Muy tarde, domine.

—¿Visitas, has dicho?

—Sí, domine.

Terencia luchó por incorporarse a su lado, en la cama, pero no hizo ademán de vestirse. ¡Bien sabía que fuera lo que fuese aquello que se estaba tramando no la incluiría a ella, una mujer! Y tampoco podría volver a dormirse. Tendría que contenerse hasta que Cicerón volviera para informarle de cuál era el problema.

—¿Quiénes, Tirón? —preguntó Cicerón mientras metía la cabeza por una túnica.

—Marco Licinio Craso y otros dos nobles, domine.

—¡Oh, dioses!

No había tiempo para abluciones ni para calzarse; Cicerón salió apresuradamente al atrio de la casa, que ahora le parecía demasiado pequeño y vulgar para un hombre que a partir del final de aquel año podría llamarse a sí mismo consular.

Desde luego que sí, allí estaba Craso… ¡acompañado nada menos que por Marco Claudio Marcelo y Metelo Escipión! El mayordomo se afanaba en encender las lámparas; Tirón había dispuesto papel de escribir, plumas y tablillas de cera por si acaso, y los ruidos que procedían del exterior indicaban que en breve aparecerían el vino y algún tentempié.

—¿Qué sucede? —preguntó Cicerón pasando por alto cualquier ceremonia.

—Tenías toda la razón, amigo mío —le dijo Craso; y tendió hacia él ambas manos. En la derecha sostenía una hoja de papel abierta, y en la izquierda llevaba varias canas aún dobladas y selladas. Le entregó a Cicerón la hoja abierta—. Lee esto y verás qué es lo que anda mal.

Era una carta muy breve, pero se hacía evidente que el autor era alguien muy instruido; estaba dirigida a Craso.

Soy un patriota que por mala suerte me he visto metido en una insurrección. El hecho de que te envíe estas cartas a ti en lugar de a Marco Cicerón se debe a la importancia que tienes en Roma. Nadie ha creído a Marco Cicerón. Espero que todos te crean a ti. Las cartas son copias; no he conseguido hacerme con los originales. Y tampoco me atrevo a darte ningún nombre. Lo que sí puedo decirte es que el fuego la revolución se acercan a Roma. Sal de Roma, Marco Craso, y llévate contigo a todos aquellos que no quieras que sean asesinados.

Aunque no podía competir con César cuando se trataba de leer rápidamente y en silencio, Cicerón no le andaba muy a la zaga; en un tiempo menor del que había tardado Craso en leer la nota, Cicerón levantó la mirada.

—¡Por Júpiter, Marco Craso! ¿Cómo ha llegado esto a tus manos?

Craso se dejó caer pesadamente en una silla, y Metelo Escipión y Marcelo se sentaron juntos en un canapé. Cuando un sirviente le ofreció vino, Craso lo rechazó con la mano.

—Hemos celebrado una cena tardía en mi casa —comenzó a decir—, y me temo que me he extralimitado. Marco Marcelo y Quinto Escipión tenían en mente un plan para incrementar la fortuna de sus familias, pero no querían quebrantar precedentes senatoriales, así que acudieron a mí para pedirme consejo.

—Cierto —dijo Marcelo con cautela; no se fiaba de que Cicerón no se fuera de la lengua en lo referente a aventuras de negocios poco propias de senadores.

Pero lo último que tenía en la mente Cicerón era la tenue línea que separaba las prácticas senatoriales decentes y las ilegales, así que dijo:

—¡Sí, sí! —Lo dijo con impaciencia, y luego apremió a Craso—: ¡Continúa!

—Alguien aporreó la puerta de mi casa hace aproximadamente una hora, pero cuando el mayordomo salió a abrir no había nadie afuera. Al principio no se fijó en las cartas que habían dejado sobre el umbral. El ruido que produjo el montón al caer al suelo fue lo que le llamó la atención. La que he abierto venía dirigida a mí personalmente, como tú mismo puedes ver, aunque la abrí más por curiosidad que porque tuviera un presentimiento de alarma; ¿quién elegiría una manera tan extraña de entregar el correo y a semejante hora? —Craso adoptó una expresión lúgubre—. Cuando la leí se la enseñé a Marco y a Quinto, aquí presentes, y decidimos que lo mejor que podíamos hacer era traértelo todo a ti inmediatamente. Tú eres quien has estado armando todo el revuelo.

Cicerón cogió los cinco paquetes que aún no estaban abiertos y se sentó con un codo apoyado en la mesa de madera de limonero moteada de azul verdoso por la que había pagado medio millón de sestercios, sin hacer caso de que perdería valor si la rayaba. Una a una levantó las cartas hacia la luz y examinó los cierres de cera barata.

—Un sello de un lobo en lacre rojo corriente —dijo dejando escapar un suspiro—. Puede comprarse en cualquier tienda. Pasó los dedos por debajo del borde del papel de la última del montón, dio un enérgico tirón y rompió el pequeño emblema de cera roja por la mitad, mientras Craso y los otros dos lo observaban con ansiedad—. Lo leeré en voz alta —dijo entonces Cicerón mientras desdoblaba la única hoja de papel—. Esta no está firmada, pero veo que va dirigida a Cayo Manlio.

Se puso a examinar los garabatos.

Empezarás la revolución cinco días antes de las calendas de noviembre poniendo en formación tus tropas e invadiendo Fésulas. La ciudad se te entregará en masa, al menos eso has asegurado. Te creemos. Hagas lo que hagas, dirígete directamente al arsenal. Al amanecer de ese mismo día tus cuatro colegas se pondrán también en movimiento: Publio Furio contra Volaterra, Minucio contra Aretio, Publicio contra Saturnia y Aulo Fulvio contra Clusium. Esperamos que a la puesta del sol todas esas ciudades estén en nuestro poder, y que nuestro ejército sea mucho mayor; Por no decir mucho mejor equipado a costa de los arsenales.

El cuarto día antes de las calendas, aquellos de nosotros que nos encontramos en Roma daremos el golpe. No es necesario un ejército. Actuar con sigilo nos dará más resultado. Mataremos a los dos cónsules y a los ocho pretores. Lo que les ocurra a los cónsules y pretores electos para el año próximo depende de su buen sentido, pero ciertos poderes de la esfera de los negocios tendrán que morir: Marco Craso, Servilio Cepión Bruto y Tito Ático. Sus fortunas financiarán nuestra empresa con dinero más que suficiente.

Habríamos preferido aguardar más tiempo, aumentar nuestra fuerza y nuestros ejércitos, pero no podemos permitirnos esperar hasta que Pompeyo Magnus esté lo suficientemente cerca como para actuar contra nosotros antes de que nosotros estemos preparados para hacerle frente. Ya le llegará el turno a él, pero lo primero es lo primero. Que los dioses sean contigo.

Cicerón dejó la carta sobre la mesa y miró a Craso con horror.

—¡Por Júpiter, Marco Craso! —gritó; las manos le temblaban—. ¡Se nos viene encima dentro de nueve días!

Los dos hombres más jóvenes tenían el rostro ceniciento a la parpadeante luz, y paseaban la mirada de Cicerón a Craso y viceversa; sus mentes eran obviamente incapaces de asimilar otra cosa que no fuera la palabra «matar».

—Abre las otras —le indicó Craso.

Pero las otras cartas resultaron ser muy parecidas a la primera; iban dirigidas a cada uno de los otros cuatro hombres mencionados en la de Cayo Manlio.

—Es inteligente —dijo Cicerón moviendo a ambos lados la cabeza—. Nada está expresado en primera persona para que yo no pueda hacer una acusación contra Catilina, y no hay ni una sola palabra sobre quién está implicado dentro de Roma. En realidad, lo único que tengo son los nombres de sus secuaces militares en Etruria, y como ya están comprometidos en la revolución, no tienen mayor importancia. ¡Muy inteligente!

Metelo Escipión se pasó la lengua por los labios y recuperó el habla.

—¿Quién le escribió la carta a Marco Craso, Cicerón? —le preguntó.

—Yo diría que Quinto Curio.

—¿Curio? ¿El mismo Curio que fue expulsado del Senado?

—El mismo.

—Entonces, ¿podemos hacer que preste declaración? —quiso saber Marcelo.

Fue Craso quien dijo que no con la cabeza.

—No, no nos atrevemos. Lo único que tendrían que hacer es matarlo y volveríamos a estar donde nos encontramos ahora, sólo que careceríamos por completo de informador.

—Podríamos ponerle protección incluso antes de que prestase declaración —apuntó Metelo Escipión.

—¿Y cerrarle la boca? —dijo Cicerón—. La custodia y la protección es probable que le hagan guardar silencio. Lo más importante es empujar a Catilina a declarar él mismo.

Ante lo cual Marcelo, frunciendo el entrecejo dijo:

—¿Y si el cabecilla no es Catilina?

—Eso es algo en lo que hay que pensar —opinó Metelo Escipión.

—¿Qué tengo que hacer para meteros en esas duras cabezas que el único hombre que puede ser es Catilina? —gritó Cicerón golpeando con tanta fuerza la preciosa superficie de su mesa que el pedestal de marfil y oro que la sostenía se estremeció—. ¡Es Catilina! ¡Es Catilina!

—Pruebas, Marco —le indicó Craso—. Necesitas pruebas.

—De un modo u otro acabaré por conseguir esas pruebas —dijo Cicerón—. Pero mientras tanto tenemos una revolución en Etruria que hay que sofocar. Convocaré al Senado para una sesión mañana mismo a la cuarta hora.

—Bien —dijo Craso al tiempo que se ponía en pie con dificultad—. Entonces me voy a casa a dormir.

—¿Y tú? —le preguntó Cicerón cuando ya se dirigían a la puerta—. ¿Tú crees que Catilina es responsable, Marco Craso?

—Es muy probable, pero no estoy seguro —fue la respuesta.

—¿Y no es eso típico? —preguntó Terencia unos momentos después, sentándose muy erguida—. ¡Ése no se comprometería aliándose ni con el mismísimo Júpiter Óptimo Máximo!

—Ni tampoco muchos otros miembros del Senado, eso te lo puedo asegurar —dijo Cicerón suspirando—. Sin embargo, querida mía, creo que es hora de que vayas a buscar a Fulvia. Hace muchos días que no sabemos nada de ella. —Se acostó—. Apaga la lámpara, voy a intentar dormir un poco.

Con lo que Cicerón no había contado era con que el grado de duda que flotaba en el Senado respecto a que Catilina fuera el cerebro que había tramado lo que ciertamente parecía ser una insurrección en ciernes era absoluto. Cicerón se esperaba escepticismo, pero no una oposición total, y sin embargo precisamente esto fue lo que encontró cuando leyó en voz alta las cartas. Había creído que si involucraba a Craso en la historia conseguiría un senatus consultum de republica defendenda —el decreto que proclamaba la ley marcial—, pero la Cámara se lo denegó.

—Deberías haber guardado las cartas sin abrir hasta que este cuerpo se reuniera en asamblea —le dijo Catón con dureza. Ahora era tribuno de la plebe electo y tenía derecho a hablar.

—¡Pero las abrí delante de varios testigos irreprochables!

—No importa —dijo Catulo—. Has usurpado la prerrogativa del Senado.

Mientras todo esto tenía lugar, Catilina había permanecido sentado con una serie de emociones reflejadas en el rostro y en la mirada: indignación, calma, inocencia, suave exasperación, incredulidad.

Puesto a prueba más allá de lo que era capaz de soportar, Cicerón se volvió hacia él.

—Lucio Sergio Catilina, ¿admites que eres tú el principal promotor de estos acontecimientos? —le preguntó con una voz que resonó en el techo.

—No, Marco Tulio Cicerón, no lo admito.

—¿No hay ningún hombre aquí presente que me apoye? —exigió el cónsul senior mientras la mirada le iba de Craso a César, de Catulo a Catón.

—Sugiero que esta Cámara solicite al cónsul senior que investigue mejor todos los aspectos de este asunto —dijo Craso después de un considerable silencio—. No sería nada sorprendente que Etruria se rebelara, eso te lo concedo, Marco Tulio. Pero cuando incluso tu colega en el consulado dice que todo el asunto es prácticamente una broma y anuncia que él se vuelve a Cumae mañana, ¿cómo quieres que el resto de nosotros nos dejemos dominar por el pánico?

Y así quedó la cosa. Cicerón tenía que encontrar más pruebas.

—Fue Quinto Curio quien le llevó las cartas a Marco Craso —le dijo Fulvia Nobilioris al día siguiente por la mañana temprano—, pero no está dispuesto a declarar ante ti. Tiene demasiado miedo.

—¿Habéis hablado él y tú?

—Sí.

—Entonces, ¿puedes darme algunos nombres, Fulvia?

—Sólo puedo darte los nombres de los amigos de Quinto Curio.

—¿Quiénes son?

—Lucio Casio, como ya sabes, Cayo Cornelio y Lucio Vargunteyo, que fueron expulsados del Senado junto con mi Curio.

Las palabras de Fulvia de pronto encajaron con un hecho que estaba enterrado en el fondo de la mente de Cicerón.

—¿Es amigo suyo el pretor Léntulo Sura? —le preguntó al recordar la manera en que aquel hombre le había insultado el día de las elecciones. ¡Sí, Léntulo Sura había sido uno de los setenta y tantos hombres expulsados por los censores Publícola y Clodiano! A pesar de que él mismo había sido cónsul.

Pero Fulvia no sabía nada acerca de Léntulo Sura.

—Aunque he visto al más joven de los Cetegos, ¿Cayo Cetego?, con Lucio Casio de vez en cuando —dijo ella—. Y también a Lucio Statilio y al Gabinio al que apodan Capitón. Ellos no son amigos íntimos, ojo, así que es difícil decir si están implicados en el complot.

—¿Y qué sabes del levantamiento en Etruria?

—Sólo sé que Quinto Curio dice que tendrá lugar.

—Quinto Curio dice que tendrá lugar —le repitió Cicerón a Terencia cuando ella regresó de acompañar a Fulvia Nobilioris hasta la salida—. Catilina es demasiado inteligente para Roma, querida mía. ¿Has conocido alguna vez en tu vida a un romano que sea capaz de guardar un secreto? Sin embargo, dondequiera que acudo me obstaculizan el camino. ¡Ojalá viniera yo de una estirpe noble! Si me llamara Licinio, Fabio o Cecilio, Roma estaría ya bajo la ley marcial, y Catilina sería un enemigo público. Pero como me llamo Tulio y procedo de Arpinum, ¡la tierra de Mario, por cierto!, nada de lo que yo diga tiene peso alguno.

—Tienes razón —dijo Terencia.

Lo cual provocó una mirada de tristeza en Cicerón, pero no hizo ningún comentario. Un momento después se dio sendas palmadas en los muslos con las manos y dijo:

—¡Bueno, pues entonces tendré que seguir intentándolo!

—Has enviado a suficientes hombres a Etruria como para que se dieran cuenta si algo sucediese.

—Eso diría cualquiera. Pero las cartas indican que la rebelión no está concentrada en las ciudades, sino que las ciudades se han de tomar desde bases situadas fuera, en el campo.

—Las cartas también indican que tienen escasez de armamento.

—Cierto. Cuando Pompeyo Magnus fue cónsul e insistió en que debía haber depósitos de armamentos al norte de Roma, a muchos de nosotros no nos gustó en absoluto la idea. Admito que sus arsenales son tan inexpugnables como Nola, pero si las ciudades se rebelan… bueno… pues…

—Las ciudades no se han rebelado hasta ahora. Tienen demasiado miedo.

—Están llenas de etruscos, y los etruscos odian a Roma.

—Esta revuelta es obra de los veteranos de Sila.

—Que no viven en las ciudades.

—Precisamente.

—Entonces, ¿crees que debo intentarlo de nuevo en el Senado?

—Sí, marido. No tienes nada que perder, así que vuelve a intentarlo.

Y Cicerón lo hizo un día después, el vigesimoprimer día de octubre. En la reunión hubo escasa asistencia, lo que era una indicación más de lo que los senadores de Roma pensaban del cónsul senior: que era un Hombre Nuevo, ambicioso, empeñado en hacer una montaña de una pequeñez y buscarse un motivo lo bastante serio como para pronunciar varios discursos que le valieran notoriedad para la posteridad. Catón, Craso, Catulo, César y Lúculo estaban presentes, pero gran parte del espacio de las tres gradas situadas a ambos lados se hallaba vacío. Sin embargo, Catilina andaba pavoneándose por allí, sólidamente rodeado de hombres que lo tenían en gran estima y que consideraban que se le estaba persiguiendo. Lucio Casio, Publio Sila, el sobrino del dictador, su amiguete Autronio, Quinto Annio Quilón, ambos hijos del muerto Cetego, los dos hermanos Sila que no pertenecían al clan del dictador, pero que a pesar de todo estaban bien relacionados, el ingenioso tribuno de la plebe electo Lucio Calpurnio Bestia, y Marco Porcio Leca. «¿Están todos metidos en ello? —se preguntaba Cicerón a sí mismo—. ¿Estoy contemplando el nuevo orden de Roma? Si es así, no me merece una gran opinión. Todos estos hombres no son más que unos sinvergüenzas».

Respiró profundamente y comenzó…

—Estoy cansado de repetir la frase senatus consultum de re publica defendenda —anunció después de una hora de discurso de bien elegidas palabras—, así que voy a acuñar un nuevo término para el decreto último del Senado, el único decreto que el Senado puede proclamar como obligatorio para todos los Comicios, cuerpos gubernamentales, instituciones y ciudadanos. Voy a llamarlo senatus consultum ultimum. Y, padres conscriptos, quiero que decretéis un senatus consultum ultimum.

—¿Contra mí, Marco Tulio? —le preguntó Catilina sonriendo.

—Contra la revolución, Lucio Sergio.

—Pero tú no has demostrado nada, Marco Tulio. ¡Danos pruebas, no palabras!

Aquello iba a fracasar de nuevo.

—Quizá, Marco Tulio, estaríamos dispuestos a dar crédito a una rebelión en Etruria si tú abandonases este ataque personal contra Lucio Sergio —intervino Catulo—. Tus acusaciones contra él no tienen en absoluto fundamento, y eso, a su vez, arroja grandes sombras de duda sobre cualquier anormal estado de inquietud al noroeste del Tíber. Lo de Etruria es algo archisabido, y está claro que Lucio Sergio es el chivo expiatorio. No, Marco Tulio, no creeremos ni una sola palabra de ello sin que aportes pruebas más concretas que bonitos discursos.

—¡Tengo las pruebas concretas! —resonó una voz desde la puerta; y entró el ex pretor Quinto Arrio.

Con las rodillas temblorosas, Cicerón se sentó bruscamente en la silla de marfil propia de su cargo y miró boquiabierto a Arrio, que estaba despeinado del viaje y llevaba puesto todavía el atuendo de montar a caballo.

La Cámara estaba murmurando y empezaba a mirar a Catilina, que se encontraba sentado entre sus amigos y parecía estar pasmado a causa del asombro.

—Sube al estrado, Quinto Arrio, y dinos lo que sepas.

—Hay una revolución en Etruria —dijo simplemente Arrio—. Lo he visto con mis propios ojos. Todos los veteranos de Sila han salido de sus granjas y están muy atareados reclutando voluntarios, en su mayoría hombres que han perdido sus casas o sus propiedades en estos tiempos difíciles. He encontrado su campamento a unas cuantas millas de Fésulas.

—¿Cuántos hombres armados, Arrio? —le preguntó César.

—Unos dos mil.

Aquello provocó un suspiro de alivio, pero los rostros mostraron de nuevo preocupación cuando Arrio continuó explicando que había campamentos parecidos en Aretio, Volaterra y Saturnia, y que había además muchas probabilidades de que Clusium también estuviera implicada.

—¿Y qué dices de mí, Quinto Arrio? —le preguntó Catilina a voz en grito—. ¿Soy yo su líder, aunque esté aquí sentado en Roma?

—Su líder, según he podido informarme, Lucio Sergio, es un hombre llamado Cayo Manlio, que fue uno de los centuriones de Sila. Nunca oí pronunciar tu nombre, ni tengo ninguna prueba para incriminarte.

Ante lo cual los hombres que rodeaban a Catilina prorrumpieron en vítores, y el resto de la Cámara respiró aliviada. Tragándose su perra, el cónsul senior le dio las gracias a Quinto Arrio y le pidió de nuevo a la Cámara que emitiera un senatus consultum ultimum que le permitiera a él y a su gobierno tomar medidas contra las tropas rebeldes de Etruria.

—Propondré una división —dijo—. Todos aquellos que aprueben la emisión de un senatus consultum ultimum para hacer frente a la rebelión en Etruria que tengan la bondad de ponerse a mi derecha. Los que se opongan que pasen a mi izquierda.

Todos pasaron a la derecha, incluido Catilina y todos sus partidarios. Catilina tenía una expresión que decía: «¡Ahora hazlo todo lo peor que puedas, so advenedizo de Arpinum!».

—No obstante —dijo el pretor Léntulo Sura cuando todos hubieron vuelto a sus lugares—, las concentraciones de tropas no necesariamente significan que se intente un levantamiento en serio, por lo menos de momento. ¿Has oído alguna fecha, Quinto Arrio, cinco días antes de las calendas de noviembre, por ejemplo, que es la fecha que se menciona en esas famosas cartas enviadas a Marco Craso?

—No he oído ninguna fecha —repuso Arrio.

—Lo pregunto porque el Tesoro en este momento no se encuentra en situación de hallar grandes sumas de dinero para llevar a cabo campañas de reclutamiento masivo —continuó diciendo Léntulo Sura—. ¿Puedo sugerir, Marco Tulio, que de momento ejerzas tu… esto… tu senatus consultum ultimum de un modo comedido?

Los rostros que lo miraban fijamente aprobaban tal sugerencia, eso estaba claro; por lo tanto Cicerón se contentó con una disposición según la cual todo gladiador profesional fuera expulsado de Roma.

—¿Pero cómo, Marco Tulio? ¿No das directrices para que se entreguen armas a todos los ciudadanos de esta ciudad registrados para poder llevarlas en tiempos de emergencia? —le preguntó dulcemente Catilina.

—¡No, Lucio Sergio, eso no pienso ordenarlo hasta que haya demostrado que tú y los tuyos sois enemigos públicos! —repuso bruscamente Cicerón—. ¿Por qué habría yo de entregar armas a nadie de quien considere que acabará volviendo esas armas contra todos los ciudadanos leales?

—¡Esta persona es perniciosa! —gritó Catilina con las manos extendidas—. ¡No tiene la menor prueba, pero persiste en perseguirme maliciosamente!

Pero Catulo estaba acordándose de cómo se habían sentido Hortensio y él el año anterior, cuando habían conspirado para quitar a Catilina de la silla en la que prácticamente ellos habían instalado a Cicerón como alternativa preferible. ¿Era posible que Catilina fuera el principal instigador? Cayo Manlio era cliente suyo. También lo era otro de los revolucionarios, Publio Furio. Quizá fuera prudente averiguar si Minucio, Publicio y Aulo Fulvio eran también clientes de Catilina. Al fin y al cabo, ninguno de aquellos que se encontraban sentados alrededor de Catilina era precisamente un pilar de rectitud. Lucio Casio era un tanto gordo, y en cuanto a Publio Sila y Publio Autronio… ¿no habían sido despojados del cargo de cónsules antes de asumir siquiera dicho cargo? ¿Y no había circulado en aquella época el fuerte rumor de que estaban planeando asesinar a Lucio Cotta y a Torcuato, sus sustitutos? Catulo decidió abrir la boca.

—¡Deja en paz a Marco Tulio, Lucio Sergio! —ordenó con hastío—. Puede que nos veamos obligados a soportar una pequeña guerra privada entre vosotros dos, pero no nos hace ninguna falta aguantar que un privatus intente decirle al cónsul senior legalmente elegido cómo tiene que utilizar su… esto… senatus consultum ultimum. Da la casualidad de que yo estoy de acuerdo con Marco Tulio. De ahora en adelante las concentraciones de tropas en Etruria serán estrechamente vigiladas. Por ello, de momento, nadie en esta ciudad necesita recibir armas.

—Te estás acercando, Cicerón —le dijo César cuando la Cámara se disolvió—. Catulo está pensando dos veces lo de Catilina.

—¿Y tú?

—Oh, yo creo que realmente es un mal hombre. Por eso le pedí a Quinto Arrio que investigase un poco en Etruria.

—¿Tú se lo encargaste a Arrio?

—Bueno, a ti no te iba demasiado bien, ¿no es cierto? Elegí a Arrio porque fue soldado con Sila, y los veteranos de Sila lo quieren muchísimo. Hay pocos rostros entre los escalones superiores de Roma capaces de no despertar sospechas entre esos descontentos granjeros veteranos, pero el rostro de Arrio es precisamente uno de ellos —dijo César.

—Entonces estoy en deuda contigo.

—No le des importancia. Como todos los de mi clase, soy reacio a abandonar a un colega patricio, pero no soy tonto, Cicerón. No quiero tener parte en una insurrección, ni puedo permitirme que se me identifique con un colega patricio que sí participa en ella. Mi estrella sigue en ascenso. Es una lástima que la de Catilina ya se haya apagado, pero así es. Por ello Catilina es una fuerza agotada en la política romana. —César se encogió de hombros—. Y yo no puedo tener relaciones con fuerzas agotadas; y lo mismo podría decirse de muchos de nosotros, desde Craso hasta Catulo. Como puedes ver ahora.

—Tengo hombres apostados en Etruria. Si el levantamiento realmente tiene lugar cinco días antes de las calendas, Roma lo sabrá dentro de un día.

Pero Roma no lo supo en el plazo de un día. Cuando acabó el cuarto día antes de las calendas de noviembre, no había ocurrido nada. Los cónsules y pretores que según las cartas habían de ser asesinados andaban a sus negocios sin que nadie les molestase, y no llegó de Etruria ninguna noticia referente a una rebelión.

Cicerón vivía presa de un frenesí mezcla de duda y ansiedad, y éste estado de ánimo no lo mejoraban precisamente las constantes burlas por parte de Catilina, ni la súbita frialdad que de pronto emanaba de Catulo y de Craso. ¿Qué habría sucedido? ¿Por qué no llegaba ninguna noticia?

Llegaron las calendas de noviembre; seguían sin noticias. No es que Cicerón hubiera estado del todo ocioso durante aquellos espantosos días en que se vio obligado a esperar los acontecimientos. Rodeó la ciudad con destacamentos de tropas procedentes de Capua, apostó una cohorte en Ocriculum, otra en Tibur, una en Ostia, una en Preneste y dos en Veyos; más no podía hacer, porque en ningún sitio había más tropas disponibles lo bastante preparadas para luchar, ni siquiera en Capua.

Luego, pasado el mediodía de las calendas, todo sucedió de golpe. Desde Preneste, que se declaró bajo ataque, llegó un frenético mensaje pidiendo ayuda. Y después por fin llegó otro desde Fésulas, también bajo ataque. En realidad el levantamiento había empezado cinco días antes, exactamente como habían indicado las cartas. Al ponerse el sol llegaron más mensajes que informaban sobre la inquietud existente entre los esclavos en Capua y Apulia. Cicerón convocó el Senado para el día siguiente al amanecer.

¡Era asombroso lo conveniente que podía resultar el proceso del triunfo! Durante cincuenta años la presencia del ejército de un triunfador, en el Campo de Marte durante un período de crisis para Roma había logrado librar a la ciudad de todo peligro. La crisis actual no era diferente. Quinto Marcio Rex y Metelo Pequeña Cabra Crético estaban ambos en el Campo de Marte aguardando sus triunfos. Desde luego, ninguno de los dos hombres tenía más de una legión consigo, pero eran legiones veteranas. Con el completo consentimiento del Senado, Cicerón envió al Campo de Marte órdenes para que Metelo Pequeña Cabra se dirigiera al Sur, hacia Apulia, y que en el camino socorriera Preneste; y que Marcio Rex se dirigiese al Norte, hacia Fésulas.

Cicerón tenía ocho pretores a su disposición, aunque mentalmente había excluido a Léntulo Sura; dio instrucciones a Quinto Pompeyo Rufo para que fuera a Capua y comenzase a reclutar tropas entre los muchos veteranos asentados en las tierras de Campania. Y ahora, ¿quién más? Cayo Pompeyo era un Hombre Militar y además un buen amigo, lo cual significaba que era mejor retenerlo en Roma para otras obligaciones más serias. Cosconio era hijo de un brillante general, pero nada adecuado en el campo de batalla. Roscio Otón era un gran amigo de Cicerón, pero resultaba más efectivo buscando favores que como general o reclutando soldados. Aunque Sulpicio no era patricio, no obstante parecía simpatizar un poco con Catilina, y el patricio Valerio Flaco era otro en quien Cicerón no acababa de confiar. Lo cual dejaba solamente a un praetor urbanus, Metelo Celer. Hombre de Pompeyo, y completamente leal.

—Quinto Cecilio Metelo Celer, te ordeno que vayas a Picenum y comiences a reclutar soldados allí —le dijo Cicerón.

Celer se puso en pie y frunció el entrecejo.

—Naturalmente me alegra hacerlo, Marco Tulio, pero hay un problema. Como pretor urbano no puedo permanecer ausente de Roma más de diez días seguidos.

—Bajo un senatus consultum ultimum puedes hacer cualquier cosa que el Estado te ordene mientras no se quebrante la ley o la tradición.

—Ojalá yo estuviera de acuerdo con tu interpretación —le interrumpió César—, pero no lo estoy, Marco Tulio. El decreto último se extiende sólo a la crisis, no altera las funciones magistrales normales.

—¡Necesito a Celer para manejar la crisis! —dijo Cicerón con brusquedad.

—Tienes otros cinco pretores que no has utilizado todavía —le dijo César.

—¡Yo soy el cónsul senior, y enviaré al pretor que más me convenga!

—¿Aunque actúes de forma ilegal?

—¡No estoy actuando ilegalmente! ¡El senatus consultum ultimum está por encima de todas las demás consideraciones, incluidas las «funciones magistrales normales», como tú llamas a los deberes de Celer! —Con el rostro cada vez más enrojecido, Cicerón había empezado a dar voces—. ¿Pondrías en tela de juicio el derecho de un dictador nombrado formalmente para enviar a Celer fuera de la ciudad durante más de diez días seguidos?

—No, no lo haría —repuso César con mucha calma—. Por eso, Marco Tulio, ¿por qué no hacer esto como es debido? Anula ese juguete con el que estás jugando y pídele a este cuerpo que nombre un dictador y alguien que lleve las riendas para ir a hacer la guerra contra Cayo Manlio.

—¡Qué idea más brillante! —comentó Catilina con voz lenta; se hallaba sentado en el lugar acostumbrado y estaba rodeado de todos los hombres que le apoyaban.

—¡La última vez que Roma tuvo un dictador, acabó gobernando como si fuera un rey! —gritó Cicerón—. ¡El senatus consultum ultimum se ha ideado para manejar crisis civiles de tal manera que el control absoluto no caiga sólo en manos de un hombre!

—¿Cómo es que tú no tienes todo el control, Cicerón? —le preguntó Catilina.

—¡Yo soy el cónsul senior!

—Y tomas todas las decisiones justo como si fueras dictador —se mofó Catilina.

—¡Soy el instrumento del senatus consultum ultimum!

—Tú eres el instrumento del caos magistral —le dijo César—. Dentro de poco más de un mes los nuevos tribunos de la plebe asumen el cargo, y los días anteriores y posteriores a ese acontecimiento requieren que el pretor urbano esté presente en Roma.

—¡No hay ninguna ley en las tablillas a tal efecto!

—Pero hay una ley que dice que el pretor urbano no puede estar ausente de Roma más de diez días seguidos.

—¡Muy bien, muy bien! —gritó Cicerón—. ¡Saliste con la tuya! ¡Quinto Cecilio Metelo Celer, te ordeno que vayas a Picenum, pero solicito que vuelvas a Roma cada undécimo día! ¡También regresarás a Roma seis días antes de que los nuevos tribunos de la plebe asuman su cargo, y permanecerás en Roma seis días después de dicho acontecimiento!

En ese momento un escriba le tendió una nota al airado cónsul senior. Cicerón la leyó y luego se echó a reír.

—¡Bueno, Lucio Sergio! —le dijo a Catilina—, parece que se te está preparando otra pequeña dificultad. Lucio Emilio Paulo piensa acusarte bajo la lex Plautia de vi, eso acaba de anunciar desde la tribuna. —Cicerón se aclaró la garganta ostentosamente—. ¡Estoy seguro de que sabes quién es Lucio Emilio Paulo! ¡Un colega tuyo patricio y un colega tuyo revolucionario! Regresó a Roma después de algunos años en el exilio, y va muy por detrás de su hermano Lépido en lo que se refiere a la vida pública, pero por lo visto está deseoso de demostrar que ya no alberga ni un solo hueso rebelde en su noble cuerpo. Tú considerabas que sólo nosotros, los arribistas Hombres Nuevos, estábamos en tu contra, pero no podrás llamar a un Emilio arribista. ¿O sí?

—¡Oh, oh, oh! —dijo lentamente Catilina, levantando una ceja. Sacó una mano hacia adelante y la hizo aletear y temblar—. ¡Mira cómo tiemblo, Marco Tulio! ¿Han de procesarme acusado de incitar a la violencia pública? Pero ¿cuándo he hecho yo eso? —Permaneció sentado, pero recorrió con la mirada las gradas con expresión terriblemente herida—. Quizá debería ofrecerme a mí mismo a la custodia de algún noble, ¿no, Marco Tulio? ¿Te complacería eso? —Miró fijamente a Mamerco—. Tú, Mamerco Emilio Lépido, príncipe del Senado, ¿me aceptas en tu casa como prisionero?

Cabeza de los Emilios Lépidos, y por lo tanto emparentado de cerca con el Paulo regresado del exilio, Mamerco se limitó a decir que no con la cabeza sonriendo.

—Yo no te quiero en mi casa, Lucio Sergio —repuso.

—¿Y tú, cónsul senior? —le preguntó Catilina a Cicerón.

—¿Cómo, admitir en mi casa a un asesino en potencia? ¡No, gracias! —dijo Cicerón.

—¿Y tú, praetor urbanus?

—No puede ser —respondió Metelo Celer—. Salgo para Ficenum mañana por la mañana.

—¿Y un plebeyo Claudio, entonces? ¿Te ofreces tú a tenerme en tu casa, Marco Claudio Marcelo? ¡Tú te diste bastante prisa en seguir a tu amo Craso hace unos días!

—Me niego —dijo Marcelo.

—Tengo una idea mejor, Lucio Sergio —apuntó Cicerón—. ¿Por qué no te vas de Roma y te unes abiertamente a tu insurrección?

—No me iré de Roma, y no es mi insurrección —repuso Catilina.

—En ese caso, declaro terminada esta reunión —dijo Cicerón—. Roma está protegida de la mejor manera posible. Lo único que podemos hacer ahora es esperar a ver qué ocurre a continuación. Antes o después, Catilina, te traicionarás a ti mismo.

—¡Cómo desearía yo, sin embargo, que mi colega, tan amante de los placeres, Híbrido, regresase a Roma! —le dijo más tarde Cicerón a Terencia—. Aquí hay un estado de emergencia declarado oficialmente, y, ¿dónde está Cayo Antonio Híbrido? ¡Todavía recreándose en su playa privada de Cumae!

—¿No puedes ordenarle que regrese bajo el senatus consultum ultimum? —le preguntó Terencia.

—Supongo que sí.

—¡Pues hazlo, Cicerón! Puede que lo necesites.

—Dice que padece gota.

—Sí, la gota la tiene en la cabeza —fue el veredicto que dio Terencia.