César advirtió que el volumen de las risas y las charlas procedentes del despacho había subido. Cuando entró en la sala que servía para recibir visitas, había pensado en marcharse inmediatamente; pero, movido por un impulso, decidió visitar a su esposa.
Vaya reunión, pensó mientras se quedaba de pie a la puerta del comedor sin que le vieran. Pompeya había vuelto a decorar por completo la habitación, que antes era austera, y ahora estaba excesivamente llena de canapés acolchados con plumón de ganso, una plétora de cojines y colchas de color púrpura, muchos objetos de valor, aunque vulgares, pinturas y estatuas. Lo que antes había sido un cubículo de dormir igualmente austero, observó César mientras lo contemplaba a través de la puerta abierta, ahora tenía el mismo toque de empalagoso mal gusto.
Pompeya estaba recostada en el mejor canapé, aunque no se encontraba sola; Aurelia podía prohibirle que recibiera a hombres, pero no podía impedir que a Pompeya la visitase Quinto Pompeyo Rufo Junior, su hermano de padre y madre. Ahora que tenía algo más de veinte años se había convertido en un joven apuesto y muy alocado, cuya reputación de indeseable iba creciendo día a día. Sin duda, Pompeya había llegado a conocer a algunas señoras del clan Claudio por medio de él, porque Pompeyo Rufo era el mejor amigo nada menos que de Publio Clodio, tres años mayor que él pero no menos alocado.
La prohibición de Aurelia se extendía al propio Clodio, cuya presencia no se permitía, pero sí la de sus dos hermanas más jóvenes, Clodia y Clodilla. Era una lástima, pensó César fríamente, que el carácter indisciplinado de aquellas dos jóvenes matronas estuviera además avivado por un considerable grado de belleza. Clodia, casada con Metelo Celer —el mayor de los dos hermanastros de Mucia Tercia—, era ligeramente más hermosa que su hermana menor, Clodilla, ahora divorciada de Lúculo en medio de un impresionante escándalo. Como todos los Claudios Pulcher eran muy morenas, con unos ojos negros grandes y luminosos, pestañas negras largas y rizadas, profuso cabello negro ondulado y un cutis levemente aceitunado, aunque perfecto. A pesar de que ninguna de las dos era alta, ambas tenían una excelente figura y buen gusto en el vestir, se movían con gracia y eran bastante cultas, especialmente Clodia, a quien le gustaba la poesía de categoría. Estaban sentadas en un canapé frente a Pompeya y a su hermano; la túnica les caía a ambas desde los radiantes hombros, dejando al descubierto algo más que una insinuación de unos pechos abundantes y deliciosamente bien formados.
Fulvia no era diferente de ellas en el aspecto físico, aunque el color de la tez era más pálido; a César le recordaba el cabello castaño de su madre; los ojos, de un color tirando a púrpura, las cejas y las pestañas oscuras también le recordaban a su madre. Una joven señora dogmática y enérgica, imbuida de un montón de ideas más bien tontas que tenían origen en su apego romántico a los hermanos Graco: su abuelo Cayo y su tío abuelo Tiberio. César sabía que su matrimonio con Publio Clodio no había contado con la aprobación de sus padres, cosa que no había detenido a Fulvia, que estaba decidida a salirse con la suya. Desde la celebración de su matrimonio se había hecho íntima amiga de las hermanas de Clodio, en detrimento de las tres.
No obstante, ninguna de aquellas jóvenes le preocupaba tanto a César como las dos maduras y turbias señoras que ocupaban el tercer canapé: por una parte Sempronia Tuditani, esposa de un Décimo Junio Bruto y madre de otro —extraña elección por parte de Fulvia, ya que los Sempronios Tuditani habían sido enemigos obstinados de ambos Gracos, lo mismo que lo había sido la familia de Décimo Junio Bruto Calaico, abuelo del marido de Sempronia Tuditani—; y por otra Pala, que había sido esposa del censor Filipo y del censor Publícola, y le había dado un hijo varón a cada uno de ellos. Sempronia Tuditani y Pala debían de tener alrededor de cincuenta años, aunque utilizaban todos los artificios conocidos en la industria cosmética para disimular la edad, desde pintarse y empolvarse el cutis hasta utilizar stibium alrededor de los ojos y carmín en las mejillas y en los labios. Y no se contentaban con tener la figura propia de la mediana edad; se mataban de hambre con regularidad para mantenerse delgadas como palos, y vestían vaporosas túnicas transparentes, que a ellas les parecía que les devolvían la juventud mucho tiempo atrás perdida. El resultado de todas aquellas manipulaciones del proceso de envejecimiento, reflexionó César sonriendo para sus adentros, era tan infructuoso como ridículo. Su propia madre, decidió aquel despiadado mirón, era mucho más atractiva, a pesar de que por lo menos era diez años mayor que ellas. Aurelia, no obstante, no frecuentaba la compañía de hombres, mientras que Sempronia Tuditani y Pala eran putas aristocráticas a las que nunca les faltaban atenciones masculinas, ya que eran famosas por proporcionar, con diferencia, las mejores felaciones de Roma, incluidas las que se podían obtener de profesionales de ambos sexos.
César dedujo que la presencia de aquellas mujeres significaba que Décimo Bruto y el joven Publícola también frecuentaban el trato de Pompeya. De Décimo Bruto quizás no había mucho que decir, aparte de que era joven, estaba aburrido y se mostraba siempre alegre, animoso y dispuesto a hacer las habituales travesuras, desde beber mucho vino e ir con demasiadas mujeres, hasta frecuentar las partidas de dados y los juegos de mesa. Pero el joven Publícola había seducido a su madrastra y había intentado asesinar a su padre el censor, por lo que había sido formalmente relegado a la penuria y al olvido. Nunca se le permitiría entrar en el Senado, pero desde el matrimonio de Publio Clodio con Fulvia, y el consiguiente acceso de Clodio a un dinero casi ilimitado, al joven Publícola empezaba a vérsele de nuevo en círculos selectos.
Fue Clodia quien primero se fijó en César. Se sentó mucho más erguida en el canapé, sacó el pecho y le dedicó una encantadora sonrisa.
—¡César, resulta absolutamente divino verte! —ronroneó.
—Te devuelvo el cumplido, por supuesto.
—¡Vamos, entra! —dijo Clodia dando unas palmaditas en el canapé.
—Me encantaría, pero me disponía a marcharme.
Además aquélla era una habitación llena de problemas, pensó César mientras salía por la puerta principal.
Labieno le llamaba, pero César cayó en la cuenta de que primero tendría que ir a ver a Servilia, que probablemente llevaría ya un buen rato esperándole en el apartamento que él tenía un poco más abajo en la misma calle. ¡Mujeres! Aquél era un día de mujeres, y en su mayoría las mujeres eran un fastidio. Excepto Aurelia, desde luego. ¡Ella sí que era una mujer! Lástima que no hubiera ninguna otra a la misma altura, pensó César mientras subía la escalera hacia su apartamento.
Servilia le estaba esperando, aunque era demasiado sensata como para reprocharle a César la tardanza y demasiado pragmática para esperar que se disculpase. Si el mundo pertenecía a los hombres —y así era—, resultaba indudable que pertenecía a César más que a ningún otro.
Durante un rato no intercambiaron palabra alguna. Primero vinieron algunos besos lujuriosos y lánguidos; luego una escena en la cama entre suspiros, el uno en los brazos del otro, liberados de la ropa y de todo cuidado. Servilia era tan deliciosa, tan inteligente e ilimitada en sus atenciones, tan inventiva. Y él era tan perfecto, tan receptivo, tan certero y tan poderoso en sus caricias. Así, absolutamente satisfechos el uno con el otro y fascinados por el hecho de que la familiaridad no había dado origen al tedio sino a un placer adicional, César y Servilia se olvidaron de sus respectivos mundos hasta que el nivel del agua del cronómetro bajó, lo que significaba que había transcurrido mucho tiempo.
César no quería hablar de Labieno; de Pompeya sí, de manera que mientras continuaban abrazados sobre la cama comentó:
—Mi mujer tiene extrañas compañías.
El recuerdo de aquellos meses malgastados en unos frenéticos celos todavía no se había desvanecido de la mente de Servilia, así que le encantaba oír cualquier palabra de César que indicase insatisfacción. Oh, tan sólo poco tiempo después del nacimiento de Junia Tercia, César y Servilia se reconciliaron, y ella comprendió que el matrimonio de César era una falsedad. Pero aquella mujer era una lagarta deliciosa, y contaba con la ventaja de estar siempre cerca de César; ninguna mujer de la edad de Servilia podía estar descansada y tranquila cuando su rival era casi veinte años más joven.
—¿Extrañas compañías? —le preguntó mientras le acariciaba suave y voluptuosamente.
—Las Clodias y Fulvia.
—Eso era de esperar, no olvides los círculos en que se mueve el hermano Pompeyo.
—¡Ah, pero hoy había alguien más en el grupo!
—¿Quién?
—Sempronia Tuditani y Pala.
—¡Oh! —Servilia se sentó en la cama, y el deleite de la piel de César se evaporó. Ella frunció el entrecejo, se quedó pensando unos momentos y luego dijo—: En realidad eso no debería haberme sorprendido.
—Ni a mí, sobre todo teniendo en cuenta quiénes son los amigos de Publio Clodio.
—No, no me refería a esa relación, César. Desde luego, ya sabes que mi hermana pequeña, Servililla, ha sido repudiada por Druso Nerón por infidelidad. —Ya lo había oído.
—Lo que tú no sabes es que va a casarse con Lúculo.
César también se sentó en la cama.
—¡Eso es cambiar un zoquete por un imbécil! Ese tipo lleva a cabo toda clase de experimentos con sustancias que distorsionan la realidad, hace ya varios años que lo viene haciendo. Creo que uno de sus esclavos manumitidos se encarga de procurarle toda clase de soporíferos y sustancias que producen el éxtasis: jarabe de amapolas, setas, brebajes hechos con hierbas, bayas, raíces…
—Servililla dice que a ella le gusta el efecto del vino, pero que le desagradan intensamente los efectos secundarios. Y al parecer esas otras sustancias no producen los mismos y dolorosos efectos secundarios. —Servilia se encogió de hombros—. De todos modos, parece que Servililla no se queja. Cree que podrá llegar a disfrutar de todo ese dinero y buen gusto sin un marido que la vigile y le corte las alas.
—Él se divorció de Clodilla por adulterio… e incesto.
—Eso fue obra de Clodio.
—Bueno, le deseo a tu hermana la mejor de las suertes —dijo César—. Lúculo todavía sigue plantado en el Campo de Marte para exigir el triunfo que el Senado continúa negándole, así que no verá muchas cosas de Roma desde el interior de los muros.
—Pronto conseguirá el triunfo —dijo Servilia con confianza—. Mis espías me dicen que Pompeyo Magnus no quiere verse obligado a compartir el Campo de Marte con su antiguo enemigo cuando vuelva del Este cubierto de gloria. —Soltó un bufido—. ¡Oh, qué farsante! ¡Cualquiera que tenga un poco de sentido común puede ver que Lúculo fue el que hizo todo el trabajo! Magnus sólo tuvo que cosechar los resultados.
—Estoy de acuerdo, aunque me gusta poco Lúculo. —César le cogió un pecho con la mano—. No es propio de ti divagar, amor mío. ¿Qué tiene esto que ver con los amigos de Pompeya?
—Lo llaman el club Clodio —dijo Servilia estirándose—. Servililla me lo ha contado. Publio Clodio, desde luego, es el presidente. El principal objetivo, y, desde luego, supongo que el único, del club Clodio es asombrar a nuestro mundo. Así es como se entretienen sus miembros. Todos ellos están aburridos, ociosos, tienen aversión al trabajo y poseen demasiado dinero. Beber, ir de putas y jugar son cosas insípidas. Los sustos y los escándalos son el único propósito del club. De ahí esas mujeres disolutas como Sempronia Tuditani y Pala, las alegaciones de incesto y el cultivo de especímenes tan sin igual como el joven Publícola. Entre los miembros varones del club se incluyen algunos hombres muy jóvenes que deberían ser un poco más cautos, como Curión Junior y tu primo Marco Antonio. He oído que uno de sus pasatiempos favoritos es fingir que son amantes. Ahora le tocó el turno a César de soltar un bufido.
—Me hubiera creído casi cualquier cosa sobre Marco Antonio. ¡Pero eso no! ¿Cuántos años tiene ahora, diecinueve o veinte? Pero tiene ya más hijos bastardos diseminados por todos los estratos de la sociedad romana que nadie a quien yo conozca.
—De acuerdo. Pero sembrar Roma de bastardos no resulta lo bastante chocante. Una aventura homosexual, particularmente entre hijos de esos pilares de la clase conservadora, añade cierto lustre a todo ello.
—¡De manera que ésa es la institución a la que pertenece mi esposa! —dijo César dejando escapar un suspiro—. Me pregunto cómo voy a hacer que se aparte de ella.
Aquélla no era una idea que le gustase a Servilia, que salió apresuradamente de la cama.
—No veo cómo puedas hacerlo, César, sin provocar exactamente la clase de escándalo que Clodio adora. A no ser que la repudies y te divorcies de ella.
Pero aquella sugerencia ofendió el sentido que César tenía de lo que era jugar limpio; negó con énfasis con la cabeza.
—No, no haré eso sólo porque existe la posibilidad de que las amistades ociosas que tiene puedan convertirlo en otra cosa peor; mi madre la vigila muy bien. La pobre muchacha me da pena. No tiene ni un pequeño asomo de inteligencia o de sentido común.
El baño lo llamaba —César había cedido y había instalado una pequeña estufa que proporcionaba agua caliente—; Servilia decidió que era mejor callarse en el tema de Pompeya.
Tito Labieno tuvo que esperar hasta la mañana siguiente, y entonces fue a ver a César a su apartamento.
—Dos cosas —le dijo César mientras se recostaba en la silla. Labieno se puso alerta—. La primera seguro que te proporcionará la aprobación en los círculos de los caballeros, y tendrá buena acogida por parte de Magnus.
—¿Y es?
—Legislar que vuelvan a ser las tribus de los Comicios quienes hagan la elección de sacerdotes y augures.
—Incluyendo, sin duda —añadió Labieno con cautela—, la elección del pontífice máximo.
—¡Por Pólux, sí que eres rápido!
—He oído que es muy probable que Metelo Pío esté en condiciones de recibir un funeral de Estado en cualquier momento.
—Así es. Y es cierto también que tengo capricho por convertirme en pontífice máximo. Sin embargo, no creo que a mis colegas sacerdotes les guste yerme a la cabeza del colegio. Los electores, por el contrario, puede que no estén de acuerdo con ellos. Por tanto, ¿por qué no darles a los electores la oportunidad de decidir quién será el próximo pontífice máximo?
—Pues sí, ¿por qué no?
Labieno miró atentamente a César. Aquel hombre tenía muchas cosas que le resultaban atractivas. Sin embargo, aquella vena de frivolidad que podía aflorar a la superficie a la menor provocación era, en opinión de Labieno, un fallo. Nunca se sabía en realidad hasta qué punto César hablaba en serio. Aunque en aquellos momentos el rostro de César parecía bastante serio. Y Labieno también sabía, como la mayoría, que las deudas de César eran apabullantes. Ser elegido pontífice máximo le permitiría reforzar su crédito con los usureros. Labieno dijo:
—Imagino que quieres que se apruebe lo antes posible una lex Labiena de sacerdotiis.
—Sí. Si Metelo Pío llegase a morir antes de que se cambie la ley, el pueblo quizás decidiera no cambiarla. Tenemos que ser muy rápidos, Labieno.
—Ampio se alegrará de poder sernos de ayuda. Y también el resto del colegio tribunicio, te lo puedo decir de antemano. Es una ley que está absolutamente de acuerdo con la mos maiorum, y eso es una gran ventaja. —Los oscuros ojos de Labieno se pusieron a lanzar destellos—. ¿Qué otra cosa tienes en mente?
César frunció el entrecejo.
—Nada que haga temblar la tierra, desgraciadamente. Si Magnus volviera a casa todo sería más fácil. La única cosa que se me ocurre para crear revuelo en el Senado es proponer un proyecto de ley que restaure los derechos de los hijos y nietos de los proscritos de Sila. No conseguirás que se apruebe, pero los debates serán ruidosos y habrá una gran asistencia.
Aquella idea, evidentemente, resultaba atractiva; Labieno sonreía ampliamente cuando se puso en pie.
—Me gusta, César. ¡Es una oportunidad para tirarle a Cicerón de esa cola que menea con tanto garbo!
—No es la cola lo que importa en la anatomía de Cicerón —comentó César—. La lengua es el apéndice que hace falta amputarle. Te lo advierto, te convertirá en carne picada. Pero si presentas los dos proyectos de ley a la vez, con ellos desviarás la atención del que realmente quieres que se apruebe, y si te preparas con mucho cuidado quizás hasta puedas conseguir cierto capital político gracias a la lengua de Cicerón.
El Cochinillo estaba muerto. El pontífice máximo Quinto Cecilio Metelo Pío, hijo leal de Metelo el Meneítos y amigo leal del dictador Sila, murió apaciblemente mientras dormía a causa de un padecimiento que fue debilitándole y desafió todo diagnóstico. Lucio Tucio, el médico de Sila, un reconocido lumbrera de la medicina romana, le pidió permiso al hijo adoptivo del Cochinillo para hacer la autopsia.
Pero el hijo adoptivo del Cochinillo no era ni tan inteligente ni tan razonable como su padre; Metelo Escipión, hijo biológico de Escipión Nasica y de la mayor de las dos Licinias de Craso el Orador —la más joven de ellas era su madre adoptiva, esposa del Cochinillo—, era famoso sobre todo, por su altivez y sentido de su aristocrática idoneidad.
—¡Nadie va a manipular el cadáver de mi padre! —repuso entre lágrimas sin dejar de apretarle convulsivamente la mano a su esposa—. ¡Irá a las llamas sin mutilar!
El funeral, naturalmente, se llevó a cabo a expensas del Estado, y fue tan distinguido como el difunto objeto del mismo. El elogio corrió a cargo de Quinto Hortensio, quien lo pronunció desde la tribuna una vez que Mamerco, padre de Emilia Lépida, esposa de Metelo Escipión, hubo declinado tal honor. Todo el mundo se hallaba presente, desde Catulo hasta César, desde Cepión Bruto hasta Catón; no fue, sin embargo, un funeral que atrajera a las masas.
Y al día siguiente a aquel en que el Cochinillo fuera entregado a las llamas, Metelo Escipión celebró una reunión con Catulo, Hortensio, Vatia Isáurico, Catón, Cepión Bruto y el cónsul senior, Cicerón.
—He oído el rumor de que César piensa proponerse a sí mismo como candidato a pontífice máximo —dijo el afligido hijo con los ojos enrojecidos, pero ya sin lágrimas.
—Bueno, en realidad eso no es ninguna sorpresa —intervino Cicerón—. Todos sabemos quién tira de los hilos de Labieno en ausencia de Magnus, aunque en este momento no estoy seguro siquiera de que a Magnus le interese quién sea el que tire de los hilos de Labieno. La elección popular para escoger a los sacerdotes y a los augures no puede beneficiar a Magnus, mientras que a César le da la oportunidad que nunca hubiera tenido cuando el Colegio de los Pontífices elegía a su propio pontífice máximo.
—En realidad nunca eligió a su propio pontífice máximo —le dijo Catón a Metelo Pío—. El único pontífice máximo de la historia que no fue elegido, tu padre, fue nombrado personalmente por Sila, no por el colegio.
Catulo tenía otra objeción que hacer en contra de lo que había dicho Cicerón.
—¡Qué ciego puedes estar acerca de nuestro querido y heroico amigo Pompeyo Magnus! —espetó a Cicerón—. ¿Crees que eso no es una ventaja para Magnus? ¡Venga ya! Magnus suspira por ser sacerdote o augur. Podría conseguir lo que anhela por medio de una elección popular, pero nunca mediante cooptación interna de ninguno de los dos colegios.
—Mi cuñado tiene razón, Cicerón —dijo Hortensio—. La lex Labiena de sacerdotiis le conviene muchísimo a Pompeyo Magnus.
—¡Que se pudra la lex Labiena! —gritó Metelo Escipión.
—No malgastes tus emociones, Quinto Escipión —le dijo Catón con voz ronca y átona—. Estamos aquí para decidir cómo impedir que César presente su candidatura.
Bruto estaba sentado; la mirada le iba de una a otra de aquellas caras enojadas, perplejo al no saber por qué le habían invitado a él a semejante reunión de personas mayores y de categoría. Se imaginaba que ello formaba parte de la guerra sin cuartel que el tío Catón libraba contra Servilia para controlarlo a él, Bruto, una guerra que, a medida que él se iba haciendo mayor, le asustaba y le atraía cada vez más. Desde luego, se le pasó por la cabeza la idea de que quizás, y gracias a su compromiso con la hija de César, aquellos hombres lo hubieran llamado con intención de hacerle preguntas acerca de César; pero a medida que avanzaba la conversación y nadie recurría a él para pedirle información, se vio obligado finalmente a llegar a la conclusión de que su presencia allí se debía única y exclusivamente a que ello servía para fastidiar a Servilia.
—Podemos asegurar tu elección en el colegio como pontífice ordinario fácilmente —le dijo Catulo a Metelo Escipión—, y convencer a cualquiera que se sienta inclinado a levantarse contra ti de que no lo haga.
—Bueno, supongo que eso ya es algo —dijo Metelo Escipión.
—¿Quién piensa presentarse en oposición a César? —preguntó Cicerón, otro miembro de aquel grupo que no sabía bien por qué lo habían invitado. Suponía que se debía a Hortensio, y que su función quizás fuera la de hallar alguna artimaña que pudiese impedir la candidatura de César. El problema era que él sabía muy bien que no cabía artimaña alguna. La lex Labiena de sacerdotiis no había sido redactada por Labieno, de eso estaba seguro. Su redacción llevaba el sello propio de la habilidad. Era hermética.
—Yo me presentaré en oposición a César —dijo Catulo.
—Yo también —afirmó Vatia Isáurico, que había estado callado hasta aquel momento.
—Entonces, como sólo diecisiete de las treinta y cinco tribus votan en las elecciones religiosas —intervino Cicerón—, tendremos que amañar los sorteos para asegurarnos de que vuestras dos tribus salgan elegidas, pero que no sea elegida la de César. Eso aumentará vuestras posibilidades.
—A mí no me parecen bien los sobornos —dijo Catón—, pero creo que por esta vez no nos queda más remedio que hacerlo así —se dio la vuelta hacia su sobrino—. Quinto Servilio, tú eres con mucho el hombre más rico de todos los que nos encontramos aquí. ¿Estarías dispuesto a poner dinero para una causa tan buena?
A Bruto le brotó de pronto un sudor frío. ¡Así que aquél era el motivo! Se humedeció los labios; le dio la impresión de que estaban dándole caza.
—Tío, me encantaría ayudarte —repuso con voz temblorosa—. ¡Pero no me atrevo! Mi madre controla mi dinero, no yo.
La espléndida nariz de Catón se hizo más estrecha, los orificios nasales se convirtieron en dos ranuras.
—¿A los veinte años de edad, Quinto Servilio? —le preguntó a gritos.
Todas las miradas se posaron en él, asombradas; Bruto se encogió en la silla.
—¡Tío, por favor, intenta comprenderlo! —lloriqueó.
—Oh, ya lo comprendo —dijo Catón lleno de desprecio; y deliberadamente le volvió la espalda—. Parece, pues —añadió dirigiéndose al resto de los presentes—, que tendremos que sacar el dinero para los sobornos de nuestras propias bolsas. —Se encogió de hombros—. Como sabéis, la mía no es muy gruesa. Sin embargo, daré veinte talentos.
—Yo, en realidad, no puedo permitirme aportar nada —dijo Catulo con aire desgraciado—, porque Júpiter Optimo Máximo se me lleva hasta el último sestercio que me sobra. Pero de alguna parte sacaré cincuenta talentos.
—Yo otros cincuenta —ofreció secamente Vatia Isáurico.
—Yo, también cincuenta —dijo Metelo Escipión.
—Y yo, otros cincuenta —añadió Hortensio.
Ahora Cicerón comprendió perfectamente por qué estaba allí, y dijo con voz muy bellamente modulada:
—El estado de penuria de mis finanzas es lo suficientemente bien conocido como para que yo crea que esperáis de mí otra cosa que no sea un violento ataque de discursos contra los electores. Servicio que con muchísimo gusto prestaré.
—Entonces sólo queda decidir cuál de vosotros dos se presentará como oponente de César —concluyó Hortensio con voz tan melodiosa como la de Cicerón.
Pero al llegar a este punto la reunión se atascó; ni Catulo ni Vatia Isáurico estaban dispuestos a ceder en favor del otro, porque cada uno de ellos creía ciegamente que debía ser él el próximo pontífice máximo.
—¡Qué estupidez! —ladró Catón furioso—. Acabaréis por dividir los votos, y eso aumentará las posibilidades de César. Si uno de vosotros se presenta, es una batalla directa. Si sois dos se convierte en una batalla a tres bandas.
—Yo me presentaré —dijo Catulo con terquedad.
—Y yo también —insistió Vatia Isáurico beligerante.
Al llegar a este punto la reunión se disolvió. Magullado y humillado, Bruto dirigió sus pasos desde la suntuosa morada de Metelo Escipión hacia el apartamento, exento de toda pretensión, de su prometida en Subura. Realmente no había ningún otro sitio adonde quisiera ir, pues tío Catón se había marchado apresuradamente como si su sobrino no existiera, y la idea de irse a casa con su madre y con el pobre Silano no le atraía lo más mínimo. Servilia le sacaría a la fuerza todos los detalles referentes a dónde había estado, qué había hecho, quién estaba allí y qué se proponía el tío Catón; y su padrastro simplemente se quedaría allí sentado como un muñeco de trapo al que le faltase la mitad del relleno.
Su amor por Julia crecía con el paso de los años. No dejaba de maravillarse ante la belleza de la muchacha, su tierna consideración hacia los sentimientos de él, su bondad, su viveza. Y su comprensión. ¡Oh, qué agradecido se sentía por esto último!
Así que fue a Julia a quien le soltó la historia de la reunión en casa de Metelo Escipión, y ella, persona queridísima y muy dulce, le escuchó con lágrimas en los ojos.
—Incluso Metelo Escipión tuvo que sufrir cierto grado de supervisión paterna —le dijo ella cuando Bruto terminó de contárselo—, y los demás son ya demasiado viejos para recordar cómo eran las cosas cuando vivían en casa con el paterfamilias.
—Silano no me preocupa —dijo Bruto, malhumorado, mientras luchaba contra las lágrimas—. ¡Pero le tengo un miedo tan terrible a mi madre! El tío Catón no le teme a nadie, y ése es el problema.
Ninguno de los dos tenía la menor idea de la relación existente entre el padre de Julia y la madre de él, como tampoco tenía ni idea, por supuesto, el tío Catón. Así que Julia no tuvo reparos en comunicarle a Bruto su desagrado por Servilia, y dijo:
—Lo comprendo muy bien, querido Bruto. —Se estremeció y se puso pálida—. Servilia no tiene compasión alguna, ni es consciente de su fuerza y de su poder para dominar. Creo que es lo bastante fuerte como para mellar las tijeras de Átropos.
—Estoy de acuerdo contigo —convino Bruto dejando escapar un suspiro.
Era hora de animarlo, de hacer que se sintiera mejor consigo mismo. Mientras sonreía y alargaba una mano para acariciarle los rizos negros que le llegaban hasta los hombros, Julia dijo:
—Opino que tú la manejas de una forma fantástica, Bruto. Te quitas de su camino y no haces nada que la moleste. Si el tío Catón tuviera que vivir con ella, comprendería mejor tu situación.
—El tío Catón ya vivió con ella —le indicó Bruto con aire lúgubre.
—Sí, pero cuando tu madre era una niña —dijo Julia sin dejar de acariciarle.
El contacto de la muchacha despertó en Bruto el impulso de besarla, pero no lo hizo; se contentó con acariciarle el dorso de la mano cuando Julia se la retiró del cabello. No hacía mucho que Julia había cumplido trece años, y aunque su feminidad se ponía de manifiesto ahora por dos exquisitos y puntiagudos bultos dentro del seno del vestido, Bruto sabía que ella aún no estaba preparada para los besos. Además él estaba imbuido de un sentido del honor que procedía de sus lecturas de escritores latinos conservadores, como Catón el Censor, y era de la opinión de que estaba mal estimular una reacción física en la muchacha, reacción que acabaría por hacerles incómoda la vida a ambos. Aurelia confiaba en ellos y nunca supervisaba sus encuentros, por lo tanto él no podía aprovecharse de aquella confianza.
Desde luego habría sido mejor para ambos si lo hubiera hecho, porque entonces la creciente aversión sexual de Julia hacia él habría salido a la superficie a una edad lo suficientemente temprana como para que la rotura del compromiso fuera un asunto más fácil. Pero como Bruto no la tocaba ni la besaba, Julia no encontraba ninguna excusa razonable para acudir a su padre y suplicarle que la liberase de lo que ya sabía que iba a ser un matrimonio espantoso, por mucho que se esforzase en ser una esposa obediente.
¡El problema era que Bruto tenía tantísimo dinero! Ya era bastante feo ese asunto cuando se firmó el compromiso, pero era cien veces peor ahora que él había heredado también la fortuna de la familia de su madre. Como todo el mundo en Roma, Julia conocía la historia del Oro de Tolosa, y lo que habían adquirido con ello los Servilios Cepiones. El dinero de Bruto sería de gran ayuda para su padre, César, de eso no cabía duda. Avia decía que era su deber como hija única hacer que la vida de su padre en el Foro fuera más prestigiosa, hacer que aumentase su dignitas. Y sólo había un modo de que una muchacha pudiera hacer eso: tenía que casarse con alguien que tuviese tanto dinero e influencia como fuera posible. Puede que Bruto no fuera la idea que las chicas tenían de la dicha marital, pero en lo referente al dinero y a la influencia no tenía rival. Por eso ella estaba dispuesta a cumplir con su deber y a casarse con un hombre que ella, sencillamente, no deseaba que le hiciera el amor. Tata era más importante.
Y así, cuando César fue de visita más tarde aquel mismo día, Julia se comportó como si Bruto fuera el prometido de sus sueños.
—Estás creciendo —observó César, cuya presencia en el hogar era lo bastante poco frecuente como para darse cuenta de la evolución cada vez que la veía.
—Sólo faltan cinco años —le dijo Julia en tono solemne.
—¿Nada más?
—Sí —afirmó la muchacha dejando escapar un suspiro—, nada más, tata.
César la rodeó con el brazo y la besó en la parte superior de la cabeza, sin ser consciente de que Julia pertenecía a ese tipo de niñas que no pueden soñar con un marido más maravilloso que uno que sea exactamente igual a su padre: maduro, famoso, guapo, alguien que sea el centro de los acontecimientos.
—¿Alguna noticia? —le preguntó él.
—Ha venido Bruto.
César se echó a reír.
—¡Eso no es ninguna noticia, Julia!
—Quizás lo sea —dijo ella con aire solemne; y le relató lo que le había contado Bruto acerca de la reunión en casa de Metelo Escipión.
—¡Qué descaro el de Catón! —exclamó César cuando ella hubo terminado—. ¡Exigir grandes cantidades de dinero a un muchacho de veinte años!
—Pero, gracias a la madre de Bruto, no consiguieron nada.
—A ti no te cae bien Servilia, ¿verdad?
—Me pongo en el lugar de Bruto, tata. Esa mujer me aterroriza.
—¿Por qué, exactamente?
Aclararle aquello a un hombre famoso por su amor a los hechos evidentes se le hacía difícil a Julia.
—Sólo es una especie de sentimiento. Siempre que la veo, pienso en una malvada serpiente negra.
La risa hizo temblar a César.
—¿Has visto tú alguna vez a una malvada serpiente negra, Julia?
—No, pero he visto pinturas de ellas. Y de Medusa. —Cerró los ojos y ocultó el rostro en el hombro de su padre—. ¿A ti te cae bien esa mujer, tata?
A eso César podía responder sinceramente.
—No.
—Pues entonces, ahí lo tienes —dijo su hija.
—Tienes toda la razón —convino César—. Ahí lo tengo, ya lo creo que sí.
Naturalmente, Aurelia quedó fascinada cuando César, poco después, le contó la conversación que había tenido con Julia.
—¿No es bonito pensar que ni siquiera la antipatía que existe entre vosotros pueda destruir la ambición de Catulo ni la de Vatia Isáurico? —le preguntó ella sonriendo ligeramente.
—Catón tiene razón, si se presentan los dos sólo conseguirán dividir los votos. Y si algo he aprendido, es que ahora estoy seguro de que amañarán los sorteos. ¡No habrá votantes Fabios en esta elección en concreto!
—Pero las dos tribus de ellos sí votarán.
—Con eso puedo enfrentarme siempre que se presenten ambos. Algunos de sus partidarios naturales verán la fuerza de mis argumentos al afirmar que deberían conservar la imparcialidad no votando a ninguno de los dos.
—¡Oh, qué inteligente!
—La astucia electoral no consiste únicamente en el soborno, aunque ninguno de esos tontos aferrados a la tradición se den cuenta de ello —dijo César pensativo—. El soborno no es un instrumento que yo ose emplear, ni siquiera en el supuesto de que tenga deseos de hacerlo o el dinero necesario para ello. Si soy candidato para una elección, seguro que habrá medio centenar de lobos senatoriales aullando por mi sangre: ningún voto, ni ningún acta ni ningún funcionario quedará sin investigar. Pero hay otras muchas posibilidades distintas al soborno.
—Es una lástima que las diecisiete tribus que voten no sean elegidas hasta justo un momento antes —le dijo Aurelia—. Si se escogieran con unos cuantos días de antelación, podrían traer algunos votantes rurales. El nombre Julio César significa muchísimo más para cualquier votante rural que el de Lutacio Catulo o Servilio Vatia.
—No obstante, madre, algo sí se puede hacer en esa línea. Seguro que tiene que haber por lo menos una tribu urbana; y ahí Lucio Decumio será de incalculable valor. Craso conseguirá el apoyo de su tribu si ésta sale elegida. Y Magnus también. Y tengo influencia en otras tribus, no sólo en la Fabia.
Se hizo un breve silencio durante el cual el rostro de César se puso lúgubre; aunque Aurelia se hubiera sentido tentada de hablar, la visión de aquel cambio en la expresión de su hijo la habría hecho desistir. Ello significaba que César estaba debatiendo para sus adentros si abordar un tema menos apetitoso, y las probabilidades de que eso ocurriera eran mayores si ella lograba pasar lo más inadvertida posible. ¿Y qué tema menos apetitoso podía haber que el del dinero? Así que Aurelia guardó silencio.
—Craso vino a verme esta mañana —dijo César finalmente. Su madre continuó sin decir nada—. Mis acreedores están un poco inquietos. —Ni una palabra por parte de Aurelia—. Las facturas de mis días como edil curul continúan llegando. Lo que significa que no he logrado devolver nada de lo que tomé prestado. —Los ojos de Aurelia se posaron en la superficie del escritorio—. Es decir, que tengo que pagar intereses de los intereses. Han hablado entre ellos de acusarme ante los censores, y a pesar de que uno de ellos es tío mío, los censores se verían obligados a hacer cumplir lo que dice la ley. Yo acabaría perdiendo mi asiento en el Senado y se venderían todos mis bienes, incluidas mis tierras.
—¿Tiene Craso alguna sugerencia? —se aventuró a preguntar Aurelia.
—Que consiga que me elijan pontífice máximo.
—¿No estaría dispuesto él a prestarte dinero?
—En lo que a mí concierne —dijo César—, ése sería el último recurso. Craso es un gran amigo, pero no en vano tiene heno en los cuernos. Presta sin interés, pero espera que se le pague en el momento en que reclame un préstamo. Pompeyo Magnus regresará antes de que yo sea cónsul, y necesito conservar a Magnus de mi parte. Pero Craso detesta a Magnus, así ha sido siempre desde que ambos fueron cónsules juntos. Tengo que pisar sobre una línea que se extiende entre ellos dos. Lo que significa que no me atrevo a deberles dinero a ninguno de los dos.
—Lo comprendo. ¿Y ser pontífice máximo te sacaría del apuro?
—Por lo visto sí, con unos oponentes tan prestigiosos como Catulo y Vatia Isáurico. La victoria les diría a mis acreedores que me elegirán pretor, y que seré cónsul senior. Y que cuando me marche de procónsul a mi provincia me repondré de mis pérdidas, si es que ello no ocurre antes. Si no les pago al principio, les pagaré al final. Aunque el interés compuesto es algo espantoso y debería ser ilegal, tiene una ventaja: los acreedores que cobran interés compuesto consiguen grandes ganancias cuando se les paga una deuda, aunque sólo sea en parte.
—Entonces será mejor que salgas elegido pontífice máximo.
—Eso creo yo.
La elección de un nuevo pontífice máximo y una cara nueva para el Colegio de los Pontífices se fijó en un plazo de veinte días. Quién sería el nuevo rostro no era ningún misterio; el único candidato era Metelo Escipión. Catulo y Vatia Isáurico declararon que se presentarían a la elección de pontífice máximo.
César se lanzó a hacer campaña con tanto deleite como energía. Como en el caso de Catilina, el nombre y el linaje eran de enorme ayuda a pesar del hecho de que ninguno de los otros dos candidatos era un hombre nuevo, ni siquiera uno de los moderadamente prominentes boni. El puesto normalmente recaía en un hombre que ya hubiera sido cónsul, pero esta ventaja, de la que tanto Catulo como Vatia Isáurico disfrutaban, se veía invalidada hasta cierto punto por la edad que tenían: Catulo contaba sesenta y un años y Vatia Isáurico sesenta y ocho. En Roma se consideraba que la cima de la capacidad, de las habilidades y de las facultades de un hombre se encontraba alrededor de los cuarenta y tres años, edad a la que cualquiera debería convertirse en cónsul. Después de esa edad, inevitablemente todo hombre pasaba a ser en cierto modo alguien del pasado, por enormes que fueran su auctoritas o su dignitas. Después se podía ser princeps senatus, incluso cónsul por segunda vez durante un período de diez años más, pero una vez que se alcanzaban los sesenta años se consideraba que, indiscutiblemente, ya habían pasado los mejores años de la vida. Aunque César aún no había sido pretor, llevaba ya muchos años en el Senado, hacía más de una década que era pontífice, había demostrado ser un edil curul magnífico, llevaba la corona cívica en los actos públicos y entre los votantes se le conocía no sólo como uno de los más altos aristócratas de Roma, sino también como un hombre de enorme capacidad y potencial. Su trabajo en el Tribunal de Asesinatos y su labor de abogado no habían pasado inadvertidos; como tampoco había pasado inadvertido el escrupuloso interés que se tomaba por sus clientes. En resumen, César era el futuro, mientras que Catulo y Vatia Isáurico eran definitivamente el pasado… y ambos estaban mancillados con el odio que producía haber disfrutado del favor de Sila. La mayoría de los votantes que se presentarían eran caballeros, y Sila había perseguido sin piedad a la ordo equester. Para contrarrestar el hecho innegable de que César era sobrino político de Sila, a Lucio Decumio se le encomendó ir por ahí sacando a relucir las viejas historias de cuando César desafió a Sila y se negó a repudiar a la hija de Cinna, o de cuando estuvo a punto de morirse de enfermedad mientras se ocultaba de los agentes de Sila.
Tres días antes de la elección, Catón convocó a Catulo, a Vatia Isáurico y a Hortensio a una reunión en su casa. Esta vez no había figurones como Cicerón ni jóvenes como Cepión Bruto presentes en la reunión. Hasta Metelo Escipión habría resultado un estorbo.
—Ya os dije que era un error que os presentaseis ambos —comenzó Catón con su acostumbrada falta de tacto—. Ahora os pido que uno de los dos se retire y respalde al otro.
—No —dijo Catulo.
—No —dijo Vatia Isáurico.
—¿Es que no podéis comprender que al presentaros los dos hacéis que los votos se dividan? —gritó Catón aporreando con el puño la mesa, poco elegante, que le servía de escritorio.
Tenía un aspecto chupado y enfermizo, pues la noche antes había tenido una intensa sesión con la jarra de vino; desde la muerte de Cepión, Catón se había dado al vino para consolarse, si es que aquello podía llamarse consuelo. El sueño le servía de evasión, la sombra de Cepión le obsesionaba, la esclava que utilizaba de vez en cuando para aliviar sus necesidades sexuales le daba náuseas, e incluso hablar con Atenodoro Cordilión, Munacio Rufo y Marco Favonio sólo lograba tenerle ocupada la mente un breve espacio de tiempo. Leía sin parar, pero aun así la soledad y la tristeza se interponían entre las palabras de Platón, de Aristóteles e incluso de su propio bisabuelo, Catón el Censor, y él. De ahí el jarro de vino y de ahí su mal genio mientras miraba furioso a aquellos dos nobles de edad avanzada que no querían dar el brazo a torcer y se negaban a reconocer que estaban cometiendo un error.
—Catón tiene razón —intervino Hortensio malhumorado. Él tampoco era ya muy joven, pero como era augur no podía presentarse a la elección de pontífice máximo. De modo que la ambición no le obnubilaba la capacidad de raciocinio, aunque la buena vida que se daba sí que empezaba a hacerlo—. Uno de vosotros quizás venciera a César, pero entre los dos lo que hacéis es dividir por la mitad los votos que podría conseguir uno de los dos solo.
—Entonces ya ha llegado el momento de los sobornos —observó Catulo.
—¿Sobornos? —dijo a gritos Catón mientras aporreaba la mesa hasta hacerla crujir—. ¡No servirá de nada empezar a sobornar! ¡Doscientos veinte talentos no pueden comprar los votos suficientes para derrotar a César!
—Entonces —dijo Catulo—, ¿por qué no sobornamos a César? —los demás clavaron en él las miradas—. César está lleno de deudas, deudas que se acercan ya a los dos mil talentos, y la deuda aumenta cada día porque no puede permitirse pagar ni un sestercio —les informó Catulo—. Podéis tener la seguridad de que las cifras que os digo son las correctas.
—Entonces lo que yo sugiero es que informemos de su situación a los censores y exijamos que actúen de inmediato y expulsen a César del Senado —dijo Catón—. ¡De ese modo nos veríamos libres de él para siempre!
Aquella sugerencia se recibió con ahogados gritos de horror.
—¡Mi querido Catón, no podemos hacer eso! —baló Hortensio—. ¡Puede que sea como la peste, pero es uno de nosotros!
—¡No, no, no! ¡No es uno de nosotros! ¡Si no se le detiene, nos hará pedazos a todos, eso os lo aseguro! —rugió Catón al tiempo que volvía a emprenderla a golpes de puño contra la pobre e indefensa mesa—. ¡Entregadlo! ¡Entregádselo a los censores!
—Decididamente, no —dijo Catulo.
—Decididamente, no —repitió Vatia Isáurico.
—Decididamente, no —dijo Hortensio.
—Entonces —concluyó Catón con cara astuta—, convenced a alguien que esté fuera del Senado para que lo entregue: a uno de sus acreedores.
Hortensio cerró los ojos. No existía otro pilar de los boni más firme que Catón, pero había ocasiones en que su ascendencia de campesino tusculano y esclavo celtíbero lograban vencer al pensamiento verdaderamente romano. César era de la misma casta que todos ellos, incluso que Catón, por muy remoto que fuera el lazo de sangre; aunque en Catulo era muy próximo, pensándolo bien.
—Olvídate de una cosa así, Catón —le dijo Hortensio abriendo los ojos con cansancio—. Eso no es romano. No hay más que decir…
—Nos encargaremos de César al estilo romano —dijo Catulo—. Si estáis dispuestos a desviar el dinero con el que habíais de contribuir para sobornar al electorado y utilizarlo para sobornar a César, entonces yo mismo iré a verlo y se lo ofreceré. Doscientos veinte talentos serán un buen pago para sus acreedores. Confío en que Metelo Escipión acceda.
—¡Oh, yo también confío en ello! —gruñó Catón entre dientes—. ¡Sin embargo, hatajo de tontos sin carácter, no contéis conmigo! ¡Yo no contribuiría a engordar la bolsa de César ni con una falsificación de plomo!
Así que Quinto Lutacio Catulo solicitó una entrevista con Cayo Julio César en las habitaciones que éste tenía en el Vicus Patricii, entre los talleres de tinte de Fabricio y los baños suburanos. La entrevista tuvo lugar el día antes de las elecciones, por la mañana temprano. El sutil esplendor del despacho de César cogió por sorpresa a Catulo; no sabía que su sobrino segundo tuviera buena vista para los muebles y un gusto excelente, ni siquiera se había imaginado que César tuviera una faceta así. ¿No había nada para lo que aquel hombre no estuviera dotado?, se preguntó mientras se sentaba en un canapé antes de que César le pudiera indicar que ocupase la silla de cliente. Pero al hacer tal suposición le hizo a César una injusticia; César nunca habría relegado a alguien de la categoría de Catulo a la silla de cliente.
—Bueno, mañana es el gran día —comentó César sonriendo al tiempo que le entregaba a su invitado una copa de cristal de roca llena de vino.
—Por eso he venido a verte —le dijo Catulo; dio un sorbo de lo que resultó ser un excelente vino de cosecha—. Buen vino, pero no lo conozco —observó desviándose así del asunto principal.
—En realidad lo cosecho yo mismo —dijo César.
—¿Cerca de Bovillae?
—No, en un pequeño viñedo que poseo en Campania.
—Eso lo explica.
—¿De qué deseabas hablar conmigo, tío? —le preguntó César, que no estaba dispuesto a dejarse desviar hacia la enología.
Catulo respirá hondo.
—Me ha llamado la atención, César, que tus asuntos financieros se encuentren en una situación de verdadero apuro. Estoy aquí para pedirte que no te presentes a la elección de pontífice máximo. A cambio de que me hagas ese favor, me comprometeré a darte doscientos talentos de plata.
Se metió la mano en el seno de la toga y sacó un pequeño rollo de papel que le tendió a César.
Este no se digná echarle una ojeada; tampoco hizo ademán de cogerlo. En cambio lanzó un suspiro.
—Habrías hecho mejor empleando ese dinero en sobornar a los electores —le indicó—. Doscientos talentos te habrían servido de ayuda. —Esto me pareció más eficaz.
—Pues es una pérdida de tiempo, tío. No quiero tu dinero. —No puedes permitirte no aceptarlo.
—Eso es cierto. Pero de todos modos me niego a aceptarlo.
El pequeño rollo seguía en la mano de Catulo, que estaba extendida.
—Por favor, vuelve a considerarlo —dijo; dos puntos carmesíes empezaron a asomarle a las mejillas.
—Guarda ese dinero, Quinto Lutacio. Cuando mañana se celebre la elección estaré allí con mi toga multicolor para pedir a los votantes que me elijan pontífice máximo. Pase lo que pase.
—¡Te lo suplico una vez más, Cayo Julio. Acepta el dinero!
—Te lo suplico una vez más, Quinto Lutacio. ¡Desiste!
Tras lo cual Catulo arrojó al suelo la copa de cristal de roca y salió de la estancia.
César permaneció sentado unos momentos sin dejar de contemplar el charco rosa en forma de estrella que se extendía por el diminuto tablero de damas que formaba el mosaico del suelo; luego se puso en pie, se dirigió a la habitación de servicio en busca de un trapo y se puso a limpiar el estropicio. La copa se desmoronó en pequeños pedazos en cuanto le puso la mano encima, así que con mucho cuidado fue colocando todos los fragmentos dentro del trapo, hizo un paquete con todo ello y lo tiró al recipiente de los desperdicios que había en la habitación de servicio. Provisto de otro trapo, completó entonces la limpieza.
—Me alegré de que tirase la copa con tanta fuerza —le dijo César a su madre a la mañana siguiente al amanecer cuando fue a que le diera la bendición.
—Oh, César, ¿cómo puedes alegrarte? Sé bien de qué copa se trata… y sé cuánto pagaste por ella.
—La compré como si fuera perfecta, pero resultó que tenía una tara.
—Pídele que te la pague.
Esto provocó una exclamación de fastidio.
—Mater, mater, ¿cuándo aprenderás? ¡El quid de la cuestión no tiene nada que ver con comprar o no la desdichada copa! Estaba defectuosa. No quiero nada que tenga algún defecto entre mis pertenencias.
Como sencillamente no acababa de comprenderlo, Aurelia dejó correr aquel tema.
—Que tengas éxito, queridísimo hijo —le dijo besándole en la frente—. Yo no acudiré al Foro. Te esperaré aquí.
—Si pierdo, mater —dijo César esbozando la más hermosa de sus sonrisas— tendrás que esperar mucho tiempo, porque no seré capaz de volver a casa. Y se marchó, ataviado con su toga de sacerdote a rayas de colores escarlata y púrpura, con cientos de clientes y todos los hombres de Subura afluyendo como un torrente tras él por el Vicus Patricii; de cada ventana asomaba una cabeza para desearle buena suerte.
Aurelia oía débilmente como él les decía a las que le deseaban buena suerte desde las ventanas:
—¡Algún día la buena suerte de César será proverbial!
Después de lo cual Aurelia se sentó ante el escritorio y comenzó a sumar interminables columnas de cifras en su ábaco de marfil, aunque no apuntó ninguna respuesta ni recordaba después que hubiera trabajado tan diligentemente sin dejar constancia de ello por escrito.
En realidad no dio la impresión de que César estuviera ausente mucho tiempo; luego se enteró de que habían sido nada menos que seis primaverales horas. Y cuando oyó la jubilosa voz de su hijo procedente de la sala de recepción, Aurelia no tuvo fuerzas para levantarse; César tuvo que ir a buscarla.
—¡Estás delante del nuevo pontífice máximo! —le gritó desde la puerta al tiempo que levantaba las manos entrelazadas por encima de la cabeza.
—¡Oh, César! —exclamó ella; y se echó a llorar.
Ninguna otra cosa hubiera podido acobardar más a César, porque en toda su vida no recordaba haberla visto nunca derramar una lágrima. Tragó saliva, el rostro se le descompuso, entró a trompicones en la habitación y la ayudó a ponerse de pie rodeándola con sus brazos, y ella a él con los suyos; ambos lloraban.
—Ni siquiera lloraste por Cinnilla —le dijo César cuando fue capaz de hablar.
—Lloré, pero no delante de ti.
César usó el pañuelo para enjugarse el rostro, y luego le hizo lo mismo a ella.
—¡Hemos ganado, mater, hemos ganado! Todavía estoy en la arena con una espada en la mano.
La sonrisa de Aurelia era temblorosa, pero era una sonrisa.
—¿Cuántas personas hay ahí fuera, en la sala de recepción? —le preguntó ella.
—Lo único que sé es que hay un montón de gente.
—¿Has ganado por mucho?
—En las diecisiete tribus.
—¿Incluso en la de Catulo? ¿Y en la de Vatia?
—Saqué más votos en sus dos tribus que ellos dos juntos. ¿Te lo imaginas?
—Esta es una victoria muy dulce —dijo Aurelia en un susurro—. Pero ¿por qué?
—Habría tenido que retirarse uno de los dos. Al presentarse los dos sólo han conseguido dividir los votos —dijo César empezando a pensar que podría enfrentarse a una sala atestada de gente.
—Además, yo fui sacerdote de Júpiter Óptimo Máximo cuando era joven, y Sila me despojó del cargo. El pontífice máximo también le pertenece al Gran Dios. Mis clientes hablaron mucho en el Foso de los Comicios antes de que se recogieran los votos, y siguieron haciéndolo hasta que votó la última tribu. —Sonrió—. Ya te dije, mater, que en las maniobras electorales no todo se reduce al mero soborno. Apenas había ningún hombre de los que votaron que no estuviera convencido de que yo le traería suerte a Roma porque ya le había pertenecido a Júpiter Óptimo Máximo.
—Pero eso también habría podido volverse contra ti. Habrían podido sacar la conclusión de que un hombre que había sido flamen Dialis le traería mala suerte a Roma.
—¡No! Los hombres siempre esperan que alguien les diga cómo tienen que sentirse acerca de los dioses. Sólo me aseguré de introducirme antes de que a la oposición se le ocurriera la táctica. No hay que decir que ni siquiera se les ocurrió.
Metelo Escipión no había vivido en la domus publica del pontífice máximo desde su matrimonio con Emilia Lépida varios años antes, y la estéril Licinia, esposa del Cochinillo, había muerto antes que él. La residencia oficial del pontífice máximo estaba desocupada.
Naturalmente, a ninguno de los asistentes al funeral del Cochinillo le había parecido de buen gusto comentar el hecho de que aquel único pontífice máximo no electo se lo había impuesto Sila a Roma como una broma pesada, porque Metelo Pío tartamudeaba de forma horrible siempre que se hallaba sometido a tensión. Aquella tendencia al tartamudeo había tenido como resultado que cualquier ceremonia estuviese cargada de una tensión adicional al preguntarse todos si el pontífice máximo pronunciaría como es debido todas las palabras. Porque toda ceremonia había de ser perfecta, tanto en las palabras como en la ejecución; de no salir todo perfecto, había que empezar otra vez por el principio.
No era probable que el nuevo pontífice máximo se equivocase en una sola palabra, y más cuando todo el mundo sabía que no bebía vino. Lo cual fue otra de las pequeñas estratagemas electorales de César, hacer que aquella información se barajase durante las elecciones pontificias. Y también hacer que se comentase que los hombres de edad avanzada, como Vatia Isáurico y Catulo, empezaban a chochear. Después de casi veinte años de tener que preocuparse por los tartamudeos, Roma estaba encantada de ver en el cargo a un pontífice máximo que no daría más que representaciones intachables.
Numerosos grupos de clientes y de partidarios entusiastas vinieron a ofrecerle ayuda a César para trasladarse él y su familia a la domus publica en el Foro Romano, aunque todo el barrio de Subura estaba desconsolado ante la perspectiva de perder a uno de sus más prestigiosos vecinos. En especial el viejo Lucio Decumio, que había trabajado infatigablemente por lograr todo aquello, aunque sabía que su vida nunca sería la misma cuando César se hubiera ido.
—Tú siempre serás bienvenido, Lucio Decumio —le dijo Aurelia.
—No será lo mismo —repuso el viejo con gran pesadumbre—. Siempre sabía que estabais aquí, en la puerta de al lado. Pero ¿allí en el Foro, entre los templos y las vestales? ¡Uf!
—Anímate, querido amigo —le dijo la sesentona señora de la que Lucio Decumio se había enamorado cuando ella tenía diecinueve años—. César no piensa alquilar este apartamento ni abandonar sus habitaciones del Vicus Patricii. Dice que sigue necesitando su refugio.
¡Aquélla era la mejor noticia que Lucio Decumio oía desde hacía días!
Y allá se fue, saltando como un crío, a decirles a sus hermanos del colegio de encrucijada que César seguiría formando parte de Subura.
A César no le preocupaba lo más mínimo estar ahora firme y legalmente a la cabeza de una institución llena en su mayor parte de hombres que lo detestaban. Concluida la ceremonia de su investidura en el templo de Júpiter Optimo Máximo, convocó a los sacerdotes del colegio a una reunión que celebró allí y en aquel mismo momento. La presidió con tal eficiencia y objetividad que sacerdotes como Sexto Sulpicio Galba y Publio Mucio Escévola soltaron suspiros de encantado alivio y se preguntaron si quizás la religión del Estado se beneficiaría de la elevación de César a pontífice máximo, con todo y ser odioso políticamente. El tío Mamerco, que se estaba haciendo viejo y difícil, se limitó a sonreír; nadie sabía mejor que él lo bueno que era César para lograr que se hicieran las cosas.
Se suponía que cada dos años había que insertar veinte días extras en el calendario para mantenerlo al ritmo de las estaciones, pero una serie de pontífices máximos, como Ahenobarbo y Metelo Pío, habían descuidado esa obligación dentro del ámbito del colegio. César anunció con firmeza que en el futuro esos veinte días extras se intercalarían sin fallar. No se tolerarían excusas ni evasivas religiosas. Luego continuó diciendo que promulgaría una ley en los Comicios para intercalar cien días extras con intención de que al final el calendario y las estaciones fueran al unísono. En aquel momento estaba comenzando la estación estival, y el calendario decía que el otoño no había hecho más que terminar. Aquellos planes provocaron algunos ultrajados murmullos, pero no una oposición violenta; todos los presentes —incluido César— sabían que éste tendría que esperar hasta ser cónsul para tener alguna oportunidad de hacer que aquella ley se aprobase.
Durante una tregua en los procedimientos, César se quedó contemplando el interior del templo de Júpiter Optimo Máximo y frunció el entrecejo. Catulo seguía esforzándose por completar la reconstrucción, y las obras se habían retrasado mucho, según lo previsto una vez que se hubo levantado el revestimiento exterior. El templo era habitable, aunque nada inspirador, y carecía por completo del esplendor del antiguo edificio. Muchas de las paredes estaban enlucidas y pintadas, pero no adornadas con frescos ni con molduras apropiadas, y estaba claro que Catulo no tenía el propósito —o quizás la disposición de ánimo— de acosar a estados y príncipes extranjeros para que donasen objetos maravillosos de arte a Júpiter Óptimo Máximo como parte de su homenaje a Roma. No había estatuas macizas, ni siquiera recubiertas de oro, ni gloriosas Victorias que llevaran cuadrigas, ni pinturas de Zeuxis; ni siquiera estaba todavía la imagen del Gran Dios que sustituyese a la antigua y gigantesca figura de terracota esculpida por Vulca antes de que Roma fuera más que un niño que gateaba para subirse al escenario del mundo. Pero de momento César guardó silencio. El trabajo de pontífice máximo era vitalicio, y él aún no había cumplido treinta y siete años.
César concluyó la reunión con el anuncio de que la fiesta inaugural en el templo de la domus publica se celebraría al cabo de ocho días, y después emprendió a pie la breve bajada que llevaba desde el templo de Júpiter Optimo Máximo hasta la domus publica. Acostumbrado a la inevitable multitud de clientes que lo habían acompañado a todas partes durante tanto tiempo, y por lo tanto acostumbrado a aislarse de los parloteos, César avanzó con mayor lentitud de lo que era habitual en él sumido en sus pensamientos. Que él en verdad pertenecía al Gran Dios era indiscutible, lo que significaba que había ganado aquella elección por orden del Gran Dios. Sí, tendría que darle una pública patada en el culo a Catulo, y ocupar la mente en el urgente problema de cómo llenar el templo de Júpiter Óptimo Máximo de belleza y tesoros en unos tiempos en los que lo mejor de todo iba a parar a las casas privadas y a los jardines peristilos en lugar de a los templos de Roma, y en los que los mejores artistas y artesanos obtenían ingresos mucho mayores trabajando para particulares que para el Estado, que sólo estaba dispuesto a pagarles una miseria por ocuparse de los edificios públicos.
Había dejado la entrevista más importante para el final, pues estimaba que era mejor establecer su autoridad dentro del Colegio de los Pontífices antes de ir a ver a las vírgenes vestales. Todos los colegios sacerdotales y augurales formaban parte de su responsabilidad como titular y cabeza de la religión romana, pero el Colegio de las Vírgenes vestales disfrutaba de una relación única con el pontífice máximo. No sólo era su paterfamilias, sino que además compartía una casa con ellas.
La domus publica era extremadamente vieja y nunca había sufrido ningún incendio. Generaciones de acaudalados pontífices máximos habían invertido en ella dinero y cuidados a raudales, aun a sabiendas de que todo bien mueble que dieran, desde mesas preciosas hasta canapés egipcios, no podría sacarse de allí luego para beneficio de sus familias o herederos.
Como todos los edificios del Foro de la primera época de la República, la domus publica se alzaba formando un extraño ángulo con el eje vertical del propio Foro, porque en la época en que éste se había construido todos los edificios sagrados o públicos tenían que estar orientados entre norte y sur; el Foro, un declive natural, estaba orientado de nordeste a sudoeste. Edificios posteriores se erigieron en la línea del Foro, lo cual hacía que el paisaje fuera más ordenado y atractivo. Como uno de los edificios mayores del Foro, la domus publica también llamaba la atención, aunque no alegraba la vista. En parte oculta por la Regia y por las oficinas del pontífice máximo, la alta fachada de la planta baja estaba construida a base de bloques de toba sin enlucir y dotada con ventanas rectangulares; el piso alto, añadido por aquel estrafalario pontífice máximo que había sido Ahenobarbo, era una opus incertum de ladrillo con ventanas de arco. Una desgraciada combinación que sería ampliamente mejorada —por lo menos desde el aspecto frontal desde la vía Sacra— por medio de la adición de un apropiado e imponente pórtico y un frontón de templo. O eso creía César, que decidió en aquel momento cuál iba a ser su aportación a la domus publica. Era un templo inaugurado, por lo tanto no había ninguna ley que le impidiera hacer lo que se le había ocurrido.
En cuanto a la forma, el edificio era más o menos cuadrado, aunque tenía a cada lado un saliente que lo hacía más ancho. Detrás del edificio había un pequeño precipicio de treinta pies de altura que formaba las gradas inferiores del Palatino. En lo alto de aquel precipicio estaba la vía Nova, una calle muy frecuentada llena de tabernas, tiendas e ínsulas; un callejón recorría la parte trasera de la domus publica y daba acceso a la infraestructura de edificios de la vía Nova. Todas estas instalaciones se alzaban muy por encima del nivel del precipicio, de manera que las ventanas traseras de las casas de la vía Nova tenían una maravillosa vista de lo que ocurría en los patios de la domus publica. Y además bloqueaban por completo el sol por las tardes en la residencia del pontífice máximo y de las vestales.
Las vírgenes habían aceptado, lo cual significaba que la domus publica, que ya tenía el inconveniente de su bajo emplazamiento, con toda seguridad sería un lugar frío para vivir. El pórtico Margaritaria, una galería comercial rectangular de gran tamaño situada más arriba en la falda de la colina y orientada hacia el eje del Foro, lindaba de hecho con la parte trasera, a la que le rebanaba una esquina.
No obstante, ningún romano —ni siquiera uno tan lógico como César— encontraba nada raro en aquellos edificios de peculiar forma, a los que les faltaba una esquina aquí, o les sobresalía una protuberancia allá; lo que podía construirse en línea recta se construía en línea recta, y lo que tenía que rodear los edificios adyacentes que ya estaban allí, o desviarse a causa de linderos tan antiguos que los sacerdotes que los habían establecido se habían guiado probablemente por el camino trazado por un pájaro saltarín, se construía dando un rodeo. Si uno consideraba la domus publica desde ese punto de vista, en realidad no era muy irregular. Sólo enorme, fea, fría y húmeda.
Su escolta de clientes se detuvo con pavoroso respeto cuando César se acercó a largos pasos a las puertas principales, construidas con bronce fundido que recubría unos paneles esculpidos en los que se contaba la historia de Cloelia. En circunstancias normales estas puertas no se utilizaban, pues ambos laterales del edificio tenían sus propias entradas. Pero aquél no era un día cualquiera. Aquel día el nuevo pontífice máximo tomaba posesión de sus dominios, y aquél era un acto revestido de gran formalidad. César golpeó con fuerza tres veces con la palma de la mano derecha en la hoja derecha de la puerta, la cual se abrió inmediatamente. La superiora de las vestales le franqueó la entrada y le hizo una profunda reverencia; luego cerró la puerta y dejó fuera a la horda de clientes que suspiraban y tenían los ojos llorosos, los cuales ahora se preparaban para una larga espera en el exterior, y empezaban a pensar en comida y cotilleos.
Perpenia y Fonteya llevaban ya algunos años retiradas; la mujer que era ahora la jefa de las vestales era Licinia, prima carnal de Murena y prima lejana de Craso.
—Pero tengo intención de retirarme en cuanto me sea posible —le explicó ésta a César mientras lo conducía por la curva rampa central del vestíbulo hasta otro juego de hermosas puertas de bronce que había al final de la misma—. Mi primo Murena se presenta para el cargo de cónsul este año, y me ha rogado que me quede como vestal jefe el tiempo suficiente para ayudarle en su campaña de solicitud de votos.
Licinia era una mujer llana y agradable, aunque no lo suficientemente fuerte como para cumplir con el cargo de forma adecuada, César lo sabía. Como pontífice había tenido trato con las vestales adultas durante años, y como pontífice había deplorado el destino que les tocó desde el día en que Metelo Pío el Cochinillo se había convenido en su paterfamilias. Primero Metelo Pío se había pasado diez años luchando contra Sertorio en Hispania, después había regresado mucho más envejecido de lo que le correspondía de acuerdo con su edad y no estaba de humor para preocuparse de seis mujeres a las que se suponía que había de proteger, supervisar, instruir y aconsejar. Y tampoco había servido de mucha ayuda su esposa, una mujer triste y pesimista. Y, tal como suelen ocurrir las cosas, ninguna de las tres mujeres que sucesivamente habían sido jefa de las vestales pudieron arreglárselas sin una firme guía. En consecuencia, el Colegio de las Vírgenes estaba en decadencia. Oh sí, el fuego sagrado se atendía rigurosamente, y las distintas festividades y ceremonias se habían llevado a cabo como era debido. Pero el escándalo de las acusaciones de impureza que les había hecho Publio Clodio todavía flotaba como un manto sobre las seis mujeres a las que se consideraba que habían de ser la personificación de la buena suerte de Roma, y a pesar de no ser ninguna de ellas lo bastante mayor como para estar en el colegio cuando aquello había ocurrido, no habían logrado salir del trance sin terribles cicatrices.
Licinia golpeó tres veces la puerta derecha con la palma de la mano derecha, y Fabia les franqueó la entrada al templo con una profunda reverencia. Allí, dentro de aquellas puertas sagradas e imponentes, las vírgenes vestales se habían reunido para saludar a su nuevo paterfamilias en el único terreno dentro de la domus publica que era común para los dos grupos de inquilinos.
Así que, ¿qué fue lo que hizo el nuevo paterfamilias? ¡Pues les dedicó una alegre sonrisa, muy poco religiosa, y se puso a caminar en medio de ellas en dirección a un tercer juego de puertas dobles que estaba situado en el extremo del fondo del escasamente iluminado salón!
—¡Fuera, chicas! —les dijo por encima del hombro.
En el helado recinto del jardín peristilo César halló un lugar resguardado donde tres bancos de piedra se alineaban uno al lado de otro en la columnata; luego —al parecer sin esfuerzo— levantó uno de los bancos y lo colocó mirando de frente a los otros dos. Se sentó en aquel banco con su hermosa toga a rayas escarlatas y púrpura, bajo la cual llevaba ahora la túnica de pontífice máximo, también a rayas de colores escarlata y púrpura, y con un desenfadado movimiento de la mano les indicó a las vestales que se sentasen. Se hizo un aterrorizado silencio durante el cual César repasó con la mirada a sus nuevas mujeres.
Objeto de las amorosas intenciones tanto de Catilina como de Clodio, Fabia era considerada la virgen vestal más linda desde hacía generaciones. Como era la segunda en veteranía, sucedería a Licinia cuando esa señora se retirase, lo que sucedería a no tardar. No tenía una perspectiva muy satisfactoria como superiora de las vestales; de haber estado el colegio inundado de candidatas cuando ingresó en él, no la habrían admitido de ninguna manera. Pero Escévola, que era el pontífice máximo en aquella época, no tuvo otra opción que reprimir su opinión de que se admitiera a una niña fea, y no le quedó más remedio que aceptar a aquella encantadora vástaga —aunque ahora enteramente adoptiva— de una de las más antiguas Familias Famosas de Roma, los Fabios. Extraño. Ella y Terencia, la esposa de Cicerón, eran hijas de la misma madre. Pero Terencia no poseía nada de la belleza ni de la dulzura de carácter de Fabia; aunque era con mucho la más inteligente de las dos. En el momento presente Fabia tenía veintiocho años, lo cual significaba que el colegio la conservaría durante ocho o diez años más.
Luego había dos de la misma edad, Popilia y Arruntia, ambas acusadas de impureza por Clodio, mencionando a Catilina. ¡Eran mucho más feas que Fabia, gracias a los dioses! Cuando las sometieron a juicio el jurado no tuvo dificultad para encontrarlas completamente inocentes, aunque entonces no tenían más que diecisiete años. ¡Una preocupación! Tres de aquellas seis vestales actuales se retirarían con un espacio de tiempo de dos años entre una y otra, lo cual dejaba al nuevo pontífice máximo la tarea de buscar tres nuevas pequeñas vestales que las sustituyesen. Sin embargo, para eso faltaban diez años. Popilia, desde luego, era prima cercana de César, mientras que Arruntia, de familia menos augusta, casi no tenía ningún lazo de sangre con él. Ninguna de las dos se había recuperado nunca del estigma de la supuesta impureza, lo cual hizo que estuvieran muy unidas y llevasen una vida muy retirada.
Las dos sustitutas de Perpenia y Fonteya eran aún niñas de edad muy parecida, once años.
Una de ellas era una Junia, hermana de Décimo Bruto e hija de Sempronia Tuditani. El motivo por el que había sido ofrecida al colegio a la edad de seis años no era ningún misterio. Sempronia Tuditani no podía soportar una rival en potencia, y Décimo Bruto estaba saliendo ruinosamente caro. La mayoría de las niñas llegaban bien provistas económicamente por parte de sus familias, pero Junia no tenía dote. Sin embargo, no fue un problema insuperable, pues el Estado siempre estaba bien dispuesto a contribuir con la dote de aquellas niñas cuyas familias no proporcionaran una. Sería muy atractiva cuando los dolores de la pubertad se le pasasen; ¿cómo podrían arreglárselas aquellas pobres criaturas en un entorno tan restringido y faltas de una madre?
La otra niña era una patricia procedente de una antigua familia, aunque algo venida a menos, una Quintilia que estaba muy gorda. Tampoco tenía dote. Aquello era indicio, pensó César con pesar, de la reputación que actualmente tenía el colegio: nadie que pudiera dotar a una niña lo suficientemente bien como para encontrarle un marido razonable estaba dispuesto a entregarla a las vestales. Y eso resultaba caro para el Estado, y también traía mala suerte. Desde luego les habían ofrecido a una Pompeya, a una Luceya, incluso a una Afraria, a una Lolia y a una Petreya; Pompeyo el Grande estaba desesperado por atrincherarse, sus partidarios picentinos y él dentro de las más reverenciadas instituciones romanas. ¡Pero incluso enfermo y viejo como había estado, el Cochinillo no había querido aceptar a ninguna de aquella calaña! Era preferible con mucho hacer que el Estado les proporcionase una dote a niñas con antepasados adecuados; o por lo menos con un padre que se hubiera ganado la corona de hierba, como Fonteya.
Las vestales adultas conocían a César casi tan bien como él las conocía a ellas, conocimiento adquirido en su mayor parte por la asistencia a banquetes oficiales y a actos celebrados dentro de los colegios sacerdotales; no se trataba, por lo tanto, de un conocimiento amistoso ni profundo. Algunas de las fiestas privadas que se celebraban en Roma podían degenerar en asuntos de demasiado vino y demasiadas confidencias personales, pero eso nunca sucedía con las fiestas religiosas. Los seis rostros que se hallaban vueltos hacia César contenían… ¿qué? Eso llevaría tiempo averiguarlo. Pero el carácter jovial y alegre de César había hecho que ellas perdieran un poco el equilibrio. Aquello era deliberado por parte de él; no quería que lo dejasen fuera de sus vidas ni que le ocultasen cosas, y ninguna de aquellas vestales había nacido siquiera cuando había habido por última vez un pontífice máximo joven en la persona del famoso Ahenobarbo. Era, pues, esencial hacerles creer que el nuevo pontífice máximo sería un paterfamilias a quien podían recurrir con toda confianza. Nunca habría una mirada salaz por parte de él, nunca la excesiva familiaridad ni el riesgo de que él fuera a tocarlas, nunca una insinuación por parte de él. Pero, por otra parte, tampoco habría, ni falta de comprensión, ni una excesiva actitud de guardar las distancias, ni ningún apuro.
Licinia tosió con nerviosismo, se humedeció los labios y se aventuró a hablar:
—¿Cuándo vendrás a vivir aquí, domine?
Desde luego, César era realmente el señor de las vestales, y ya tenía decidido que era conveniente que ellas se dirigieran siempre a él como tal. Él podía llamarlas chicas, pero ellas nunca tendrían ninguna excusa para considerarlo a él su hombre.
—Quizás pasado mañana —dijo César con una sonrisa al tiempo que estiraba las piernas y suspiraba.
—Querrás que te enseñemos todo el edificio.
—Sí, y mañana otra vez, cuando traiga a mi madre.
Ellas no habían olvidado que César tenía una madre altamente respetada, y no ignoraban todos los aspectos de la estructura de su familia, desde el compromiso de su hija con Cepión Bruto hasta las dudosas personas con quienes su casquivana esposa se relacionaba. La respuesta de él les indicó claramente cuál sería la jerarquía: su madre primero. ¡Eso era un alivio!
—¿Y tu esposa? —le preguntó Fabia, que privadamente consideraba a Pompeya muy hermosa y encantadora.
—Mi esposa no importa —repuso César con frialdad—. Dudo que la veáis nunca, pues lleva una ajetreada vida social. Pero lo que sí es seguro es que a mi madre le interesará todo. —Dijo esto último con otra de aquellas maravillosas sonrisas; se quedó pensando unos instantes y luego añadió—: Mater es una perla que no tiene precio. No le tengáis miedo, y no temáis hablar con ella. Aunque yo sea vuestro paterfamilias, hay rincones en vuestras vidas que preferiréis comentar con una mujer. Para eso hasta ahora habéis tenido, o bien que ir fuera de esta casa, o confinar tales conversaciones a hablar entre vosotras. Mater es una fuente de experiencia y una mina de sentido común. Bañaos en la una y ahondad en la otra. Ella nunca chismorrea, ni siquiera conmigo.
—Esperamos ansiosas su llegada —dijo formalmente Licinia.
—En cuanto a vosotras dos —dijo César dirigiéndose a las niñas—, mi hija no es mucho mayor que vosotras, y es otra perla que no tiene precio. Tendréis una amiga con quien jugar.
Lo cual produjo tímidas sonrisas, pero ningún intento de conversación. Él y su familia, comprendió César dejando escapar un suspiro, tendrían que recorrer un largo camino antes que aquellas desventuradas víctimas de la mos maiorum lograran asentarse y aceptar la nueva situación.
Durante un rato más César persistió; parecía estar completamente a gusto. Luego se levantó.
—Muy bien, chicas, basta por hoy. Licinia, por favor, enséñame la domus publica.
César comenzó por dirigirse al centro del jardín peristilo, donde no entraba el sol, y echó un vistazo a su alrededor.
—Esto, desde luego, es el patio público —dijo Licinia—. Tú ya lo conoces, pues has asistido aquí a distintos actos.
—En ninguno de los cuales he tenido el tiempo ni el aislamiento necesarios para examinarlo como es debido —dijo César—. Cuando algo le pertenece a uno, lo mira con ojos diferentes.
En ninguna parte se hacía más aparente la altura de la domus publica que desde el centro de aquel peristilo principal; estaba rodeado de muros por los cuatro lados hasta la cima de los tejados. Una columnata cubierta de pilares dóricos de color rojo intenso lo circundaba; las ventanas en Forma de arco provistas de contraventanas del piso superior se alzaban por encima de las paredes traseras, perfectamente pintadas en tonos rojos, y mostraban sobre aquel rico fondo a algunas de las vestales famosas y sus hazañas, vestales cuyos rostros estaban fielmente reproducidos porque las jefas vestales tenían derecho a poseer imágenes, máscaras de cera tintadas con tal de conseguir un realismo vivo y rematadas por pelucas muy exactas en cuanto al color y al peinado se refiere.
—Las estatuas de mármol son todas obra de Leucipo, y las de bronce son de Estrongilio —dijo Licinia—. Fueron un regalo de uno de mis antepasados, Craso, el pontífice máximo.
—¿Y el estanque? Es muy bonito.
—Lo donó Escévola, el pontífice máximo, domine.
Era evidente que alguien cuidaba el jardín, pero César sabía quién iba a ser el nuevo faro guía: Cayo Matio. En aquel momento se giró para observar la pared trasera, y vio lo que parecían cientos de ventanas que curioseaban desde la vía Nova, la mayoría de las cuales estaban llenas de rostros; todos sabían que aquel día el nuevo pontífice máximo inauguraba su cargo, y estaban seguros de que iría a ver su residencia y las personas que tendría a su cargo, las vestales.
—No tenéis ninguna intimidad en absoluto —dijo César señalando hacia las ventanas.
—Ninguna, domine, desde el peristilo principal. Nuestro propio peristilo fue añadido por Ahenobarbo, el pontífice máximo, y se encargó de construir los muros tan altos que resultamos invisibles —suspiró—. Pero, ay, no tenemos sol.
Luego se trasladaron al único salón público, la cella, situado entre las dos partes del edificio que era el templo. Aunque no contenía ninguna estatua, también había allí frescos y estaba profusamente cubierto de adornos dorados; la luz, desgraciadamente, era demasiado tenue para poder apreciar la calidad de la obra como ésta exigía. A ambos lados, cada una de ellas en un pedestal precioso, se veía una fila de templos en miniatura, las vitrinas en las cuales vivían las imagines de las jefas vestales desde que se había fundado la orden en los brumosos días de los primeros reyes de Roma. Inútil abrir uno de ellos para asomarse a mirar el color de la piel de Claudia o cuál era el peinado que había llevado; la luz era demasiado escasa.
—Tendremos que mirar a ver qué se puede hacer para remediar esto —dijo César volviendo a salir al vestíbulo, la primera habitación en la que había entrado.
Allí, entonces se percató de ello, era donde mejor se percibía la antigüedad del lugar, porque era tan antiguo que Licinia no supo decirle exactamente por qué era como era, o qué propósito habían podido tener aquellas características suyas. El suelo se elevaba diez pies desde las puertas que daban al exterior hasta las puertas del templo en tres rampas separadas y embaldosadas con un mosaico verdaderamente fabuloso, de lo que César supuso que debía de ser vidrio o cerámica de Faenza, que formaba dibujos complicados y abstractos. Separando las rampas entre sí y confiriéndoles aquel perfil curvado había dos amygdalae, pozos con forma de almendra pavimentados con bloques de toba ennegrecidos por el tiempo, cada uno de los cuales contenía en su centro ritual un pedestal de piedra negra pulida sobre los que se alzaban las mitades de una roca esférica y hueca forradas de cristales de color granate, que brillaban como gotas de sangre. A cada lado de las puertas exteriores había otro pozo pavimentado de toba cuyo borde interior era curvo. Las paredes y el techo eran mucho más recientes, una compleja mezcla de flores de yeso y celosías, pintadas todas ellas en tonos verdes y salpicadas de dorado, lo que hacía que resaltaran.
—El carro sagrado sobre el que trasladamos a nuestros muertos pasa con facilidad por cada una de las rampas laterales; las vestales utilizan una, el pontífice máximo la otra, pero no sabemos quién usaba la rampa central, ni para qué. Quizás fuera para el carro fúnebre del rey, pero no lo sé con seguridad. Es un misterio —dijo Licinia.
—La respuesta debe de estar en alguna parte —dijo César fascinado. Observó a la vestal jefe y levantó las cejas—. Y ahora, ¿adónde vamos?
—A donde quiera que prefieras ver primero, domine.
—En ese caso, que sea la parte que ocupáis vosotras.
La mitad de la domus publica que albergaba a las vestales también era la sede de una industria, cosa que fue fácil de ver cuando Licinia guio a César a una habitación en forma de L de cincuenta pies de longitud. Lo que habría sido el atrio o sala de recepción de una domus corriente era allí el lugar de trabajo de las vestales que eran las guardianas oficiales de los testamentos romanos. Se había transformado de un modo inteligente para servir a aquel propósito, y tenía estanterías hasta el alto techo para poner en ellas recipientes de libros o rollos no protegidos; había también escritorios y sillas, escaleras de mano, taburetes y varios percheros de los cuales colgaban grandes pliegos de pergamino formados por rectángulos más pequeños cuidadosa y minuciosamente cosidos unos a otros.
—Por aquí aceptamos la custodia de los testamentos —dijo la vestal jefe señalando hacia la zona más cercana a las puertas exteriores, por las que entraban aquellas personas que deseaban depositar sus testamentos dentro del Atrium Vestae—. Como puedes ver, está separado de la parte principal de la habitación. ¿Te gustaría echar una mirada, domine?
—Gracias, conozco bien el lugar —dijo César, que había sido albacea de muchos testamentos.
—Hoy, naturalmente, al ser día feriae, las puertas están cerradas y no hay nadie de servicio. Pero mañana estaremos ocupadas.
—Y esta parte de la habitación es donde se guardan los testamentos.
—¡Oh, no! —exclamó Licinia horrorizada—. Ésta es sólo nuestra sala de archivos, domine.
—¿Sala de archivos?
—Sí. Llevamos un registro de todos los testamentos que nos depositan a nosotras para su custodia, así como el testamento en sí: nombre, tribu, dirección, edad en el momento en que fue depositado, y así sucesivamente. Cuando se ejecuta el testamento, deja de estar a nuestro cuidado. Pero los registros nunca salen de aquí. Y nosotras nunca los tiramos.
—¿De modo que todos estos recipientes de libros y casilleros que están llenos de expedientes, nada más son los registros?
—Sí.
—¿Y éstos? —preguntó César acercándose a uno de los percheros para contar el número de pliegos de pergamino que había colgados en él.
—Estos son nuestros planos maestros, una especie de manual de instrucciones para poder encontrarlo todo, desde qué nombres pertenecen a qué tribus, hasta listas de municipia, ciudades de todo el mundo, mapas de nuestro sistema de almacenamiento. Algunos de ellos contienen la lista completa de ciudadanos romanos.
El perchero contenía seis pliegos de pergamino de dos pies de ancho por cinco pies de largo, cada uno de ellos escritos por las dos caras con letra clara y buena, delicadamente trazada, a la altura de la caligrafía de cualquier experto escriba griego que César hubiera conocido. Sus ojos recorrieron la habitación y contaron treinta percheros en total.
—Incluyen más en sus listas de lo que me has dicho.
—Sí, domine. Archivamos todo lo que podemos, nos interesa hacerlo así. La primera Emilia de la historia que fue vestal fue lo suficientemente prudente como para saber que las tareas diarias, atender el fuego sagrado y acarrear el agua del pozo, que en aquellos tiempos era la fuente de Egeria, mucho más distante que la Juturna, según se admite, no eran suficientes para mantener nuestras mentes ocupadas y nuestras intenciones y votos puros. Ya habíamos sido guardianas de testamentos cuando todas las vestales eran hijas del rey, pero bajo el mandato de Emilia ampliamos el trabajo que hacíamos y comenzamos a archivar.
—De modo que lo que aquí veo es una casa que contiene un tesoro de información.
—Sí, domine.
—¿Cuántos testamentos tenéis a vuestro cuidado?
—Aproximadamente un millón.
—Todos ellos apuntados en listados aquí —dijo César abarcando con un gesto de la mano las altas paredes llenas de documentos.
—Sí y no. Los testamentos actuales se guardan en casillas; nos resulta más fácil consultar un rollo desnudo que andar todo el tiempo sacándolos y metiéndolos en recipientes de libros. Lo tenemos todo bien limpio de polvo. Los recipientes contienen los expedientes de los testamentos que ya han salido de nuestra custodia.
—¿Hasta qué época se remontan vuestros archivos, Licinia?
—Hasta las dos hijas más jóvenes del rey Anco Marcio, aunque no con tanto detalle como los que instituyó Emilia.
—Empiezo a comprender por qué ese tipo tan poco ortodoxo, Ahenobarbo, el pontífice máximo, os instaló tuberías y redujo la ceremonia de la traída de agua desde el pozo de Juturna a un ritual diario que se limita a llenar los cántaros. Tenéis trabajo más importante que hacer, aunque en la época en que Ahenobarbo lo instituyó levantó un enorme revuelo.
—Nunca dejaremos de estarle agradecidas al pontífice máximo Ahenobarbo —dijo Licinia mientras conducía a César hacia un tramo de escaleras—. Él añadió el segundo piso no sólo para hacer nuestras vidas más saludables y más cómodas, sino también para proporcionarnos espacio donde guardar los testamentos propiamente dichos. Antes se guardaban en el sótano, pues no teníamos otro sitio. Y a pesar de todo el almacenamiento vuelve a ser un problema. En los primeros tiempos los testamentos se reducían a los de ciudadanos romanos, y sobre todo a los de ciudadanos que vivían dentro de la propia Roma. Hoy en día aceptamos testamentos de ciudadanos y de no ciudadanos que viven en todo el mundo.
Licinia tosió e hizo un poco de ruido por la nariz al llegar a lo alto de la escalera; abrió una puerta que daba a una extensa caverna iluminada por ventanas situadas en uno de los lados solamente, que daban a la casa de Vesta.
César comprendió al instante aquel súbito ataque de malestar respiratorio; el lugar emitía un miasma de partículas de papel y polvo reseco.
—Aquí almacenamos los testamentos de ciudadanos romanos, que quizás alcancen tres cuartos de millón —dijo Licinia—. Aquí está Roma. Aquí Italia. Las diversas provincias de Roma, ahí, ahí y ahí. Otros países, por allá. Y aquí tenemos una nueva sección para la Galia Cisalpina. Se hizo necesario después de la guerra italiana, cuando a todas las comunidades situadas al sur del río Po se les concedió el derecho al voto. También tuvimos que ampliar nuestra sección para Italia.
Estaban colocados en casillas, anaquel tras anaquel de estantes de madera, cada uno de ellos rotulados y etiquetados; quizás hubiera cincuenta en cada compartimento. César retiró un ejemplar de la Galia Cisalpina, luego otro, y otro más. Todos de diferente tamaño, grosor y clase de papel, todos sellados con cera y con el sello de alguien. Este muy abultado… ¡muchas propiedades! Aquel delgado y humilde… quizás sólo una diminuta casa de campo y un cerdo para dejar en herencia.
—¿Y dónde se almacenan los testamentos de los no ciudadanos? —le preguntó César a Licinia mientras ésta descendía por las escaleras delante de él.
—En el sótano, domine, junto con los archivos de todos los testamentos del ejército y de las muertes durante el servicio militar. Nosotras, por supuesto, no tenemos la custodia de los testamentos de los propios soldados; éstos quedan al cuidado de los empleados de las legiones, y cuando un hombre acaba el servicio destruyen su testamento. Entonces él hace uno nuevo y lo deposita en nuestra custodia. —Licinia suspiró con pena—. Todavía hay espacio aquí abajo, pero me temo que no pasará mucho tiempo antes de que tengamos que trasladar algunos de los testamentos de ciudadanos de las provincias al sótano, que también tiene que albergar una gran cantidad de material sagrado que tú y nosotras necesitamos para las ceremonias. De manera que, ¿adónde iremos cuando todo el sótano esté tan lleno como lo estuvo para Ahenobarbo? —inquirió lastimeramente.
—Afortunadamente, Licinia, tú no tendrás que preocuparte por eso —le dijo César—, aunque indudablemente yo sí tendré que hacerlo. ¡Qué extraordinario resulta pensar que la eficiencia romana femenina y la atención a los detalles ha producido un depósito como el mundo nunca ha conocido otro igual! Todo el mundo quiere que su testamento esté a salvo de miradas curiosas y de plumas manipuladoras. Y eso no se consigue en otro lugar que no sea el Atrium Vestae.
La importancia de aquella observación le pasó inadvertida a Licinia, pues estaba demasiado atareada asustándose a sí misma al descubrir que había cometido una omisión.
—¡Domine, olvidaba enseñarte la sección de los testamentos de mujeres!
—Sí, es verdad que las mujeres hacen testamentos —dijo César sin perder la gravedad—. Es un gran consuelo darse cuenta de que segregáis los sexos, incluso después de la muerte. —Cuando vio que aquella observación quedaba fuera del alcance de ella, a César se le ocurrió otra cosa—. Me asombra que tantas personas depositen el testamento aquí, en Roma, a pesar de que puede que habiten en lugares que se hallan a una distancia de incluso varios meses de viaje de aquí. Yo diría que todas las posesiones muebles y el dinero en moneda ya habrán desaparecido para cuando llegue el momento en que pueda ejecutarse el propio testamento.
—Yo no lo sé, domine, porque nunca averiguamos cosas así. Pero si la gente lo hace, seguramente será porque les parece seguro hacerlo. Imagino que todo el mundo teme a Roma y al justo castigo de Roma —concluyó Licinia con simpleza—. ¡Mira el testamento del rey Ptolomeo Ajejandro! El actual rey de Egipto le tiene terror a Roma porque sabe que Egipto en realidad pertenece a Roma a partir de aquel testamento.
—Cierto —dijo César solemnemente.
Desde aquel lugar de trabajo —donde, se fijó César, incluso las dos niñas vestales estaban ahora ocupadas en alguna tarea, a pesar de ser feriae—, Licinia lo condujo a los aposentos donde hacían la vida. Éstos eran, decidió César, una muy adecuada compensación por la existencia conventual. Sin embargo, el comedor era de estilo campestre, sólo sillas alrededor de una mesa.
—¿No traéis hombres a cenar? —preguntó César.
Licinia puso cara de horror.
—¡Nunca en nuestros aposentos, domine! Tú eres el único hombre que entrará aquí en la vida.
—¿Y los médicos y carpinteros?
—Hay buenas mujeres médicos, y también mujeres artesanas de todas clases. Roma no tiene prejuicios para que las mujeres ejerzan diversos oficios.
—Hasta ahí no llegan mis conocimientos, a pesar de que he sido pontífice durante más de diez años —dijo César moviendo a ambos lados la cabeza.
—Bueno, no estabas en Roma cuando nos sometieron a juicio —dijo Licinia con voz temblorosa—. Nuestro entretenimiento privado y nuestros hábitos de vida fueron entonces aireados en público. Pero en circunstancias normales sólo el pontífice máximo, entre todos los sacerdotes, se ocupa de cómo vivimos. Y nuestros parientes y amigos, naturalmente.
—Cierto. La última Julia que hubo en el colegio fue Julia Estrabón, y ella murió antes de tiempo. ¿Morís prematuramente muchas de vosotras, Licinia?
—Ultimamente muy pocas, aunque tengo entendido que la muerte aquí era muy frecuente antes de que nos instalaran las tuberías y tuviéramos agua. ¿Te gustaría ver los baños y las letrinas? Ahenobarbo creía en la higiene para todos, así que también les proporcionó baños y letrinas a los sirvientes.
—Un hombre extraordinario —dijo César—. ¡Y cómo lo vilipendiaron por cambiar la ley… y por conseguir ser elegido pontífice máximo al mismo tiempo! Recuerdo que Cayo Mario me dijo que hubo una epidemia de chistes de letrinas de mármol cuando Ahenobarbo acabó la reforma de la domus publica.
Aunque César se mostró reacio, Licinia insistió en que viera las instalaciones donde dormían las vestales.
—A Metelo Pío, pontífice máximo, se le ocurrió a su regreso de Hispania. ¿Ves? —le preguntó ella mientras lo conducía a través de una serie de arcos con cortinas que salían del propio dormitorio de ella—. La única salida que hay pasa por mi habitación. Antes todas teníamos puertas que daban al pasillo, pero Metelo Pío, el pontífice máximo, las tapió con ladrillos. Dijo que debíamos estar protegidas de cualquier acusación.
César apretó los labios y no dijo nada; volvieron sobre sus pasos hasta el lugar de trabajo de las vestales. Allí él volvió al tema de los testamentos, que le fascinaba.
—Tus cifras me dejan asombrado —dijo—, pero comprendo que no debería ser así. Toda mi vida ha transcurrido en Subura, y cuántas veces he visto por mí mismo que un hombre del proletariado que poseía un solo esclavo desfilaba solemnemente hacia el Atrium Vestae para depositar su testamento. Y, a pesar de que no tenía más que un broche, unas sillas y una mesa, un apreciado horno y su esclavo o esclava para dejar en herencia, iba ataviado con la toga de ciudadano y portando el vale de grano como prueba de su condición romana, tan orgulloso como Tarquinio el Soberbio. No puede votar en las Centurias y su tribu urbana hace que su voto en los Comicios no tenga valor, pero puede servir en nuestras legiones y depositar aquí su testamento.
—Olvidaste decir, domine, cuántas veces un hombre así llega aquí contigo al lado como su patrón —dijo Licinia—. A nosotras no se nos pasa por alto cuáles son los patrones que encuentran tiempo para hacer eso, y cuáles, sencillamente, mandan a hacer el recado a uno de sus esclavos manumitido.
—¿Quién viene en persona? —preguntó Cesar con curiosidad.
—Marco Craso y tú, siempre. Catón también, y los Domicios Ahenobarbos. Del resto, casi nadie.
—¡No me sorprende en esos hombres! —Era hora de cambiar de tema, pues si hablaba en voz alta todas aquellas figuras laboriosas ataviadas de blanco podían oírle—. Trabajáis mucho —dijo—. Yo he depositado bastantes testamentos y he exigido suficientes para su verificación oficial, pero nunca se me había ocurrido qué enorme tarea supone estar al cuidado de los testamentos de Roma. Sois dignas de elogio por ello.
Así pues, fue una vestal jefe muy complacida y feliz la que le acompañó de nuevo al vestíbulo y le entregó las llaves de sus dominios. ¡Maravilloso!
La sala de recepción en forma de ele era como la imagen en un espejo del lugar de trabajo, de cincuenta pies de largo en el lado más largo. No se había escatimado lujos ni gastos, desde los gloriosos frescos hasta el dorado de los muebles, y los objetos de arte diseminados profusamente por doquier. El suelo de mosaico, un techo fabuloso de rosas de escayola y paneles de oro, pilastras de mármol coloreado engranando las paredes y fundas de mármol coloreado en la única columna independiente.
Un despacho y el cubículo de dormir para el pontífice máximo, y una habitación más pequeña para su esposa. Un comedor que contenía seis grandes canapés. Un jardín peristilo a un lado, contiguo al pórtico Margaritaria y completamente a la vista desde las ventanas de las ínsulas de la vía Nova. La cocina tenía capacidad para alimentar a treinta comensales; aunque estaba dentro del edificio principal, faltaba la mayor parte de la pared exterior, y los peligrosos fogones se encontraban en el patio. Al igual que una cisterna que era lo bastante grande para lavar la ropa y servir como reserva para caso de incendio.
—Ahenobarbo, el pontífice máximo, hizo una conexión con la cloaca Máxima, cosa que también lo hizo muy popular en la vía Nova —dijo Licinia, que sonreía al hablar de su ídolo—. Cuando puso el alcantarillado en nuestro callejón trasero, permitió que las ínsulas lo utilizasen igualmente, y también el pórtico Margaritaria.
—¿Y el agua? —preguntó César.
—El Foro Romano en esta parte tiene abundancia de manantiales, domine. Uno de ellos alimenta nuestra cisterna, otro la cisterna de tu patio.
Había habitaciones para los sirvientes en el piso de arriba y en el piso de abajo, incluidas unas habitaciones que albergarían a Burgundo, a Cardixa y a sus hijos varones solteros. ¡Y qué extasiado quedaría Eutico al ver que tenía su propio nidito!
No obstante, era la sección delantera de la planta superior la que daba el toque definitivo de gratitud a César por ser agraciado con la domus publica. La escalera delantera ascendía entre la sala de recepción y su despacho, y dividía convenientemente la zona en dos partes. Él pensaba cederle todas las habitaciones anteriores a la escalera a Pompeya. ¡Lo que significaba que no necesitaría verla ni oírla más que de semana en semana! Julia podría disponer para su uso la espaciosa habitación situada detrás de la escalera delantera, pues había dos habitaciones para invitados a las que se llegaba por la escalera de atrás.
Entonces ¿a quién pensaba instalar César en la habitación del piso de abajo destinada a la esposa? Pues a su madre, naturalmente. ¿A quién si no?
—¿Qué te parece? —le preguntó César a su madre mientras subían por el Clivus Orbius después de la inspección del día siguiente.
—Es soberbio, César. —Aurelia frunció el entrecejo—. Sólo hay un aspecto que me preocupa: Pompeya. ¡Resulta demasiado fácil para la gente subir al piso de arriba! El lugar es muy extenso, nadie verá quién entra y sale.
—¡Oh, mater, no me sentencies a tenerla en el piso de abajo justo a mi lado! —gritó él.
—No, hijo mío, no haré eso. Sin embargo, tenemos que encontrar un modo de vigilar las idas y venidas de Pompeya. En el apartamento era muy fácil aseguramos de que Polixena la acompañaba en el momento en que ella salía por la puerta, y, desde luego, era imposible que pudiera meter hombres a escondidas. Mientras que aquí nunca lo sabríamos.
—Bien —dijo César dejando escapar un suspiro—, mi nueva posición lleva consigo un buen número de esclavos públicos. En general son perezosos e irresponsables porque nadie los supervisa ni piensa en alabarles si hacen bien su trabajo. Eso va a cambiar definitivamente. Eutico se está haciendo viejo, pero todavía es un mayordomo maravilloso. Burgundo y Cardixa pueden regresar de Bovillae con sus cuatro hijos más jóvenes. Que se encarguen los cuatro mayores de cuidar Bovillae. Será cosa tuya organizar un nuevo régimen y un mejor estado de ánimo entre los sirvientes, tanto en los que nos traemos con nosotros como en los que ya se encuentren aquí. Yo no dispondré de tiempo, así que debo delegarlo en ti.
—Eso lo comprendo —dijo Aurelia—, pero no soluciona nuestro problema con Pompeya.
—A lo que eso se reduce, mater, es a una vigilancia adecuada. Tú y yo sabemos que no puedes simplemente poner un sirviente de guardia a la puerta, ni ningún otro tipo de vigilancia. El sirviente se queda dormido, de aburrimiento o de cansancio. Por lo tanto, pondremos dos que estén de guardia permanente al pie de la escalera delantera. Y les encomendaremos alguna clase de tarea: doblar ropa blanca sin que quede una sola arruga, sacar brillo a los cuchillos y cucharas, lavar platos, remendar ropa… tú sabes las tareas que hay que hacer mejor que yo. Un poco de cada una de esas tareas debe realizarse en cada turno. Por suerte hay una alcoba de buen tamaño entre el principio de la escalera y la pared del fondo. Instalaré una puerta que chirríe fuertemente para que la habitación quede cerrada a la vista desde el salón de recepción, y ello significa que cualquiera que utilice la escalera tendrá que abrirla. Si nuestros centinelas se quedasen adormilados, eso por lo menos los alertará. Cuando aparezca Pompeya al pie de la escalera para salir a la calle, uno de ellos se lo notificará a Polixena inmediatamente. ¡Por suerte para nosotros, Pompeya no tiene seso suficiente para salir corriendo antes de que acuda Polixena! Si su amiga Clodia intenta hacer que sea así, ello sólo ocurrirá una vez, puedo asegurártelo. Porque informaré a Pompeya de que una conducta de esa clase es una buena manera de ser repudiada. También le daré instrucciones a Eutico para que ponga de centinelas sirvientes que no vayan a confabularse entre sí para aceptar sobornos.
—¡Oh, César, todo eso no me gusta nada! —gritó Aurelia golpeándose las manos—. ¿Acaso somos legionarios que guardamos el campamento contra un ataque?
—Sí, mater, más bien me parece que sí lo somos. Es culpa suya, por tonta. Se relaciona con círculos inapropiados y se niega a abandonarlos.
—Y por eso nosotros nos vemos obligados a encarcelarla.
—En realidad, no. ¡Sé justa! Yo no le he prohibido el acceso a sus amigas, ni aquí ni en ningún otro sitio. Ella y las demás pueden ir y venir cuando les plazca, incluidas las bellezas como Sempronia Tuditani y Pala. Y el espantoso Pompeyo Rufo. Pero Pompeya es ahora la esposa de César, pontífice máximo, una subida en la escala social nada desdeñable. Incluso para la nieta de Sila. No puedo confiar en su buen sentido, porque no tiene ninguno. Todos conocemos la historia de Metela Dalmática y cómo consiguió, a pesar de Escauro, príncipe del Senado, convertir en una desgracia la vida de Sila cuando éste intentaba que le eligieran pretor. Sila entonces la rechazó, lo cual fue prueba del instinto de conservación de él, si no de otra cosa. Pero ¿puedes imaginarte a Clodio, a Décimo Bruto o al joven Publícola comportándose con la circunspección de Sila? ¡Ah! Se aprovecharían de Pompeya en un santiamén.
—Entonces —dijo Aurelia con decisión—, cuando veas a Pompeya y le informes de las nuevas reglas, te sugiero que tengas delante también a su madre. Cornelia Sila es una espléndida persona. Y sabe muy bien lo tonta que es Pompeya. Refuerza tu autoridad con la que posee su madre. De nada sirve inmiscuirme a mí en ello, Pompeya me detesta por haberla encadenado a Polixena.
Dicho y hecho. Aunque el traslado a la domus publica tuvo lugar al día siguiente, Pompeya había sido puesta completamente al corriente de las nuevas reglas antes de que ella y sus sirvientes personales pudieran ver la palatina suite que ella ocuparía en el piso de arriba. Había llorado, desde luego, y había protestado alegando la inocencia de sus intenciones, pero en vano. Cornelia Sila se mostró más seria que César y muy obstinada en que, en el supuesto de una caída en desgracia, su hija no sería bienvenida de regreso a casa del tío Mamerco tras ser repudiada por adulterio. Afortunadamente, Pompeya no era de las que se recrean en el rencor, así que a la hora en que se llevó a cabo la mudanza ya se encontraba por completo inmersa en el traslado de sus múltiples chucherías, caras aunque de mal gusto, mientras planeaba ir de compras para sobrecargar aquellas zonas que consideraba desnudas.
César se había preguntado cómo se arreglaría Aurelia con el cambio que suponía pasar de ser señora de una próspera ínsula a ser la decana de lo más parecido a un palacio que Roma poseía. ¿Insistiría en seguir llevando los libros de contabilidad? ¿Rompería los lazos establecidos en más de cuarenta años en Subura? Pero cuando llegó la tarde de la fiesta inaugural, él supo que ya no había necesidad de preocuparse por aquella verdaderamente extraordinaria señora. Aunque ella en persona se encargaría de revisar las cuentas de la ínsula, dijo, la contabilidad la llevaría ahora un hombre que había buscado Lucio Decumio y por el que él respondería. Y resultó ser que la mayor parte del trabajo que ella había llevado a cabo no había sido en beneficio de sus propiedades; para ocupar sus días había ejercido como agente de más de una docena de propietarios de ínsulas. ¡Qué horrorizado habría quedado su marido si hubiera sabido eso! César se limitó a reírse entre dientes.
De hecho, el ascenso de César a pontífice máximo le había proporcionado a Aurelia nuevas inquietudes en la vida. Estaba absolutamente en todo en ambas partes del edificio, había establecido dominio sobre Licinia sin esfuerzo y sin traumas, se había hecho agradable a las seis vestales y pronto estaría absorta, pensó su hijo con silencioso regodeo, en mejorar la eficiencia no sólo de la domus pública, sino también de su industria testamentaria.
—César, deberíamos cobrar honorarios por este servicio —le dijo con determinación—. ¡Todo ese trabajo y esfuerzo! Las finanzas de Roma deberían recibir algo en compensación.
Pero César se negó a aprobar tal cosa.
—Estoy de acuerdo en que el cobro de honorarios aumentaría los beneficios del Tesoro, mater, pero también privaría a los humildes de uno de sus mayores placeres. No. En conjunto, Roma no tiene problemas con sus proletarii. Si se mantienen llenas sus barrigas y se les proporcionan los juegos, ya están contentos. Si empezamos a cobrarles por los derechos que les otorga su ciudadanía, convertiremos al proletariado en un monstruo que nos devorará.
Como Craso había pronosticado, la elección de César como pontífice máximo acalló a los acreedores como por arte de magia. El cargo, además, le proporcionaba unos ingresos considerables por parte del Estado, cosa que se podía decir igualmente de los tres flamines principales, dialis, martialis y quirinalis. Sus tres residencias estatales se alzaban en la vía Sacra frente a la domus publica, aunque desde luego no había ningún flamen Dialis, no lo había habido desde que Sila dejara que César se quitase el casco y la capa de sacerdote especial de Júpiter Óptimo Máximo; ése ha sido el trato, ningún nuevo flamen Dialis hasta después de la muerte de César. Sin duda su casa estatal se había dejado deteriorar y arruinar desde que perdiera a Merula como inquilino veinticinco años antes. Como ahora la casa estaba en su jurisdicción, César tendría que verla, decidir qué había que hacerse en ella y destinar los fondos para las reparaciones sacándoselos del salario no utilizado que César habría cobrado de haber vivido en ella y ejercido como flamen. Después de eso, se la alquilaría por una fortuna a algún caballero con aspiraciones que se muriera por tener su domicilio en el Foro Romano. Roma se vería compensada. Pero primero tendría que ocuparse de la Regia y de las oficinas del pontífice máximo.
La Regia era el edificio más antiguo del Foro, porque se decía que había sido la casa de Numa Pompilio, segundo rey de Roma. A ningún sacerdote, excepto al pontífice máximo y al rex sacrorum, se le permitía entrar en él, aunque las vestales servían de ayudantes del pontífice máximo cuando éste hacía ofrendas a la diosa Ops, y también empleaba a los acostumbrados sacerdotes subalternos para que le ayudasen y limpiasen después.
La experiencia fue tan pavorosa que cuando César entró se le puso la carne de gallina y los pelos de punta. A causa de los terremotos había sido necesario reconstruirlo al menos en dos ocasiones durante la República, pero siempre sobre los mismos cimientos, y siempre con los mismos bloques de toba sin adornos. No, pensó César mirando a su alrededor, la Regia nunca había sido una casa. Era demasiado pequeña y no tenía ventanas. La forma, decidió, debía de ser deliberada, pues era demasiado extraña para haber obedecido a otros motivos que el hecho de formar parte de algún misterioso ritual. Era un cuadrilátero de la clase que los griegos denominaban trapecio, y no tenía ningún lado que fuera paralelo a otro. ¿Qué sentido religioso habría tenido para aquellas personas que habían existido hacía tanto tiempo? Ni siquiera estaba orientado en ninguna dirección en particular, si ello significaba considerar que algunas de sus paredes eran una fachada. Y quizás ése fuera el motivo. No apuntes a ningún punto de la brújula y así no ofenderás a ningún dios. Sí, había sido un templo desde sus comienzos, César estaba seguro. Allí era donde el rey Numa Pompilio había celebrado los ritos de Roma en sus orígenes.
Había un altar contra la pared más corta; sin duda estaba dedicado a Ops, un numen sin rostro, sin sustancia y sin sexo —por comodidad, se hablaba de Ops en femenino— que dirigía las fuerzas que hacían que el Tesoro de Roma se mantuviera repleto y el pueblo romano tuviera lleno el estómago. En el tejado, en el lado más alejado, había un agujero debajo del cual, en un diminuto patio, crecían los árboles de laurel, muy delgados y sin ramas hasta que se asomaban fuera del agujero para beber un poco de sol. Aquel patio no estaba rodeado de muros hasta el techo, pues el constructor se había dado por satisfecho con una cerca de toba que lo rodeaba hasta la altura de la cintura de una persona. Y entre la cerca y la pared del fondo yacían dispuestos en cuatro filas los veinticuatro escudos y las veinticuatro lanzas de Marte, que estaban colocadas en estantes en el rincón del lado de la vía Sacra.
¡Qué adecuado que por fin fuera César quien entrase en aquel lugar como su sirviente! Él, un Julio descendiente del dios Marte. Con una invocación al dios de la guerra apartó con mucho cuidado las cubiertas de suave piel que protegían una de las filas de escudos, y se quedó contemplándolos conteniendo el aliento, lleno de pavor y respeto. Veintitrés de ellos eran réplicas; uno era el auténtico escudo que había caído del cielo por orden de Júpiter para proteger al rey Numa Pompilio de sus enemigos. Pero las réplicas databan de la misma época, y nadie, excepto el rey Numa Pompilio, sabría nunca cuál era el escudo auténtico. Lo había hecho a propósito, según decía la leyenda, para confundir a posibles ladrones; porque sólo el escudo auténtico tenía poderes mágicos. Los únicos que había iguales estaban en pinturas murales en Creta y en el Peloponeso de Grecia; tenían casi la estatura de un hombre y su forma era la de dos lágrimas juntas que formaban una zona más estrecha en la cintura, construida con estructuras de madera dura bellamente torneadas sobre las cuales se habían extendido pieles de ganado blanco y negro. El hecho de que todavía se hallasen en un razonable buen estado se debía con toda probabilidad al hecho de que se sacaban a orear todos los meses de marzo y octubre, cuando los sacerdotes patricios llamados Salios realizaban su danza de guerra por las calles para marcar el inicio y el final de la vieja temporada de campaña. Y allí estaban los escudos y las lanzas de César. Nunca había tenido oportunidad de verlos de cerca antes, porque cuando tenía la edad para haber podido convertirse en uno de los Salios, en lugar de es había sido flamen Dialis.
El recinto estaba sucio y ruinoso. ¡César tendría que hablar con Lucio Claudio, el rex sacrorum, para que adecentase a su bandada de sacerdotes subalternos! Un hedor de sangre rancia se percibía por todas partes, a pesar del agujero del techo, y el suelo estaba resbaladizo a causa de los excrementos de ratas. Que los escudos sagrados no se hubieran deteriorado era ciertamente un milagro. Por lógica las ratas deberían haberse comido hasta la última tira de piel de los escudos hacía siglos. Una desordenada colección de recipientes de libros apilados contra la pared más larga no había tenido tanta suerte, pero una docena de tablillas de piedra alineadas junto a ellos habría derrotado hasta a los incisivos más afilados. ¡Bien, éste era el mejor momento para empezar a repasar los estragos del tiempo y los roedores!
—Supongo que no puedo introducir un afanado perrito ni un par de gatas hambrientas en la Regia, podría ir en contra de las leyes religiosas —le dijo a Aurelia aquella tarde durante la cena—. Así que, ¿cómo puedo eliminar las ratas?
—Yo diría que la presencia de ratas en la Regia va contra las leyes religiosas tanto como cualquier perro o gato —repuso Aurelia—. Sin embargo, comprendo lo que dices. No es una gran dificultad, César. Las dos viejas que se cuidan de las letrinas públicas que hay enfrente de nuestra casa en Subura Minor pueden decirme quién les hace a ellas las trampas para ratas. ¡Muy inteligente! Una especie de cajitas alargadas con una puerta en un extremo. La puerta se encuentra en una balanza, está unida a una cuerda, la cual a su vez está unida a un pedazo de queso clavado en un extremo ganchudo al fondo de la caja. Cuando la rata intenta sacar el queso, la puerta cae. El truco está en asegurarte de que el tipo al que le encargues que saque las ratas de la caja y las mate no les tenga miedo. Si les tiene miedo, se le escapan.
—¡Madre, tú lo sabes todo! ¿Puedo dejar en tus manos la adquisición de unas cuantas trampas para ratas?
—Desde luego —dijo ella, muy complacida consigo misma.
—Nunca ha habido ratas en tu ínsula.
—¡Espero que no! Tú sabes perfectamente que el querido Lucio Decumio nunca está sin un perro.
—Y a todos les pone de nombre Fido.
—Y cada uno de ellos es un excelente cazador de ratas.
—Me he fijado en que nuestras vestales prefieren tener gatos.
—Unos animales muy útiles siempre que sean hembras. —Aurelia puso cara de mala—. Desde luego, una puede comprender por qué ellas no tienen gatos machos, pero además ya sabes que son las hembras las que cazan. Al contrario que los perros, en ese aspecto. Sus partos son un fastidio, según me ha dicho Licinia, pero ella se muestra muy firme, incluso aunque se lo supliquen las niñas. Los gatitos son ahogados al nacer.
—Y Junia y Quintilia se ahogan en lágrimas.
—Todos nosotros debemos acostumbrarnos a la muerte. Y a no conseguir lo que desean nuestros corazones —dijo Aurelia.
Como aquello era indiscutible, César cambió de tema.
—He podido rescatar unos veinte recipientes para libros y su contenido; están un poco estropeados, pero razonablemente intactos. Yo diría que sus predecesores pensaron en poner el contenido en recipientes nuevos cada vez que los viejos empezaran a desintegrarse a causa de las ratas, pero seguramente habría sido más sensato haber eliminado las ratas. De momento guardaré los documentos aquí, en mi despacho; quiero leerlos y catalogarlos.
—¿Archivos, César?
—Sí, pero no de la República. Datan de la época de algunos de los primeros reyes.
—¡Ah! Comprendo por qué te interesan tanto. Tú siempre has tenido pasión por las leyes y los archivos antiguos. Pero ¿sabrás leerlos? Seguramente serán indescifrables.
—No, están en buen latín formal del tipo que se escribía hace unos trescientos años, y están en pergamino. Imagino que uno de los pontífices máximos de aquella era descifró los originales e hizo estas copias. —Se recostó en el diván—. También he encontrado tablillas de piedra, inscritas en la misma escritura que la que hay en las estelas funerarias del pozo del Lapis Niger. Es tan arcaica que apenas puede reconocerse como latín. Un precursor de esta lengua, supongo, como la canción de los Salios. ¡Pero yo los descifraré, no temas!
Su madre lo miró con cariño, aunque también con cierta actitud de seriedad.
—Espero, César, que en medio de toda esta exploración histórica y religiosa encuentres tiempo para recordar que este año te presentas como candidato a pretor. Debes prestar la debida atención a los deberes de pontífice máximo, pero no puedes descuidar tu carrera en el Foro.
César no lo había olvidado, y el vigor y el ritmo de su campaña electoral no se vio afectado por el hecho de que las lámparas de su despacho ardieran hasta muy tarde cada noche mientras él se abría camino entre lo que había decidido llamar los Comentarios de los Reyes. ¡Y les agradeció a todos los dioses que aquel desconocido pontífice máximo los descifrara y copiara en pergamino! César ignoraba dónde estaban o cuáles eran los originales. Ciertamente no se encontraban en la Regia, ni eran parecidos a las tablillas de piedra que había encontrado. Aquéllas, decidió desde los primeros momentos de su trabajo, eran crónicas que databan de la época de Numa Pompilio. ¿O de Rómulo? ¡Qué idea! Escalofriante. Sin embargo no había nada en pergamino ni en piedra que fuera una historia de aquellos tiempos. Ambas clases de documentos se referían a leyes, normas, ritos religiosos, preceptos, funciones y funcionarios. En algún momento a no tardar habrían de publicarse; toda Roma debía saber lo que se guardaba en la Regia. Varrón quedaría extasiado, y Cicerón fascinado. César organizaría una cena.
Como para coronar lo que había sido un año extraordinario de subidas y bajadas para César, cuando se celebraron las elecciones a principios del mes quintilis obtuvo el mayor número de todos los pretores. Ni una sola Centuria dejó de nombrarlo, lo cual significaba que podía descansar tranquilo mucho antes de que el último hombre fuera elegido al terminar el escrutinio. Filipo, su amigo de la época de Mitilene, sería uno de sus colegas; y también lo sería el irascible hermano menor de Cicerón, el pequeño Quinto Cicerón. Pero, ay, Bíbulo también era pretor.
Cuando se echó a suertes para decidir a qué hombre le correspondía cada trabajo, la victoria de César fue completa. Su nombre fue el que estaba en la primera bola que salió por la abertura; sería pretor urbano, el hombre de más categoría entre los ocho pretores. Eso significaba que Bíbulo no podría fastidiarle —a él le había tocado el Tribunal de Violencia—… ¡pero él, ciertamente, sí podía fastidiar a Bíbulo!
Había llegado el momento de romperle el corazón a Domicia y abandonarla. Ella había resultado ser discreta, así que de momento Bíbulo no tenía ni idea de la relación que ella mantenía con César. Pero se enteraría en el momento en que empezase a llorar y a sollozar. Todas lo hacían. Excepto Servilia. Quizás fuera por eso por lo que era la única que había durado con él.