Marco Licinio Craso ahora era tan rico que habían optado por llamarle por un segundo cognomen, Dives, que significaba fabulosamente rico. Y cuando junto con Quinto Lutacio Catulo fue elegido censor, no faltaba nada en su carrera excepto una campaña militar grande y gloriosa. Oh, él había derrotado a Espartaco y se había ganado una ovación por ello, pero seis meses en el campo contra un gladiador cuyo ejército estaba lleno de esclavos más bien le quitaron lustre a la victoria. Él andaba detrás de algo más bien en la línea de Pompeyo el Grande, el salvador de su país, esa clase de campaña y esa clase de reputación. ¡Duele que a uno lo eclipse un advenedizo!

Tampoco es que Catulo fuera un colega amigable en el cargo de censor, por motivos que se le escapaban al desconcertado Craso.

Ningún Licinio Craso había sido nunca tildado de demagogo ni de ningún otro tipo de político radical, de manera que ¿de qué diantres hablaba Catulo?

—Es tu dinero —le dijo César, a quien Craso le había dirigido esta displicente pregunta—. Catulo forma parte de los boni, no aprueba que los senadores lleven a cabo actividades comerciales. Le encantaría verse a sí mismo formando tándem con otro censor y estar ambos muy atareados investigándote. Pero como tú eres su colega, no puede hacer eso, ¿verdad?

—¡Perdería el tiempo si lo intentase! —dijo Craso con indignación—. ¡Yo no hago nada que no hagan al menos la mitad de los senadores! Gano dinero porque poseo propiedades, cosa que entra dentro de la competencia de todo Senado y de cualquier senador. Confieso que tengo participaciones en unas cuantas compañías, pero no estoy en ningún consejo de dirección, no tengo voto para decidir cómo ha de llevar sus asuntos una compañía. Simplemente aporto capital. ¡Eso es una conducta intachable!

—Ya me doy cuenta de todo eso —le dijo César con paciencia—, y también se da cuenta nuestro querido Catulo. Deja que te lo repita: es tu dinero. He ahí al viejo Catulo esforzándose sin parar para pagar la reconstrucción del templo de Júpiter Óptimo Máximo, y no consigue incrementar la fortuna de la familia porque cada sestercio que le sobra tiene que invertirlo en Júpiter Optimo Máximo. Y mientras tanto tú no dejas de ganar dinero. Está celoso.

—¡Entonces que se guarde los celos para los hombres que se lo merecen! —gruñó Craso sin calmarse en absoluto.

Desde que abandonó el consulado que había compartido con Pompeyo el Grande, Craso se había embarcado en una nueva clase de negocio, uno en el que había sido pionero cuarenta años antes Servilio Cepión. A saber, la fabricación de armas y equipamientos para las legiones romanas en una serie de municipios al norte del río Po, en la Galia Cisalpina. Fue su buen amigo Lucio Calpurnio Pisón, que hacía acopio de armamento para Roma durante la guerra italiana, quien había llamado la atención de Craso sobre aquello. Lucio Pisón había reconocido el potencial encerrado en aquella nueva industria, y la había adoptado con tanto entusiasmo que logró hacer una gran cantidad de dinero. Había, desde luego, lazos que le unían a la Galia Cisalpina, pues su madre había sido una Calvencia que procedía de allí. Y cuando Lucio Pisón murió, su hijo, otro Lucio Pisón, continuó dedicándose a aquella actividad y cultivando la cálida amistad de Craso, quien finalmente se había convencido de las ventajas de tener ciudades enteras dedicadas a la fabricación de cota de malla, espadas, jabalinas, cascos y dagas; y además era correcto desde el punto de vista senatorial.

Como censor, Craso ahora se hallaba en posición de ayudar a su amigo Lucio Pisón así como al joven Quinto Servilio Cepión Bruto, el heredero de las fábricas que los Servilios Cepiones tenían en Feltria, Cardianum y Bellunum. Hacía tanto tiempo que la Galia Cisalpina del otro lado del Po pertenecía a Roma que sus ciudadanos, muchos de ellos galos, pero muchos más de linaje mezclado debido a los matrimonios entre distintos pueblos, habían llegado a albergar un gran resentimiento porque aún se les seguía negando la ciudadanía. Hacía sólo tres años que había habido levantamientos, acallados después de la visita de César a su regreso de Hispania. Y Craso comprendió con toda claridad cuál era su deber una vez que se vio convertido en censor y se hizo cargo de los archivos de ciudadanos romanos: ayudaría a sus amigos Lucio Pisón y Cepión Bruto y se haría con una enorme clientela concediendo plena ciudadanía romana a todo el mundo que habitaba el extremo más lejano del Po, en la Galia Cisalpina. Todos los habitantes al sur del Po tenían plena ciudadanía. ¡No parecía justo denegársela a personas de la misma sangre sólo porque estuvieran al lado equivocado de un río!

Pero cuando anunció su intención de conceder el derecho al voto a toda la Galia Cisalpina, su colega censor, Catulo, pareció volverse loco. ¡No, no, no! ¡Nunca, nunca, nunca! ¡La ciudadanía romana era para los romanos, y los galos no eran romanos! Ya había demasiados galos que se llamaban a sí mismos romanos, como Pompeyo el Grande y sus secuaces picentinos.

—El mismo viejo argumento de siempre —dijo César con repugnancia—. La ciudadanía romana debe ser para los romanos solamente. ¿Por qué no pueden entender esos boni idiotas que todos los pueblos de Italia, estén donde estén, son romanos? ¿Que la propia Roma es en realidad Italia?

—Estoy de acuerdo contigo —dijo Craso—, pero Catulo no.

El otro plan de Craso tampoco cayó en gracia.

Quería anexionar Egipto, aunque ello supusiera ir a la guerra… con él en persona a la cabeza del ejército, naturalmente. En el tema de Egipto, Craso se había convertido en una autoridad tal que resultaba enciclopédico. Y cada uno de los hechos que aprendía sólo servía para confirmar lo que siempre había sospechado: que Egipto era la nación más rica del mundo.

—¡Imagínatelo! —le dijo a César, con el rostro, por una vez, exento de aquel aspecto bovino e impasible—. ¡El faraón lo posee todo! No existe el feudo franco en Egipto: todo se le arrienda al faraón, que cobra las rentas. ¡Todos los productos de Egipto le pertenecen por entero, desde el grano hasta el oro, pasando por las joyas, las especias y el marfil! Sólo el lino está excluido. Este pertenece a los sacerdotes nativos egipcios, pero aun así el faraón se lleva un tercio. Sus ingresos privados son por lo menos de seis mil talentos al año, y los ingresos procedentes del país otros seis mil talentos. Más los extras procedentes de Chipre.

—He oído decir que los Ptolomeos se han comportado de un modo tan inepto que se han gastado hasta el último dracma que poseía Egipto —apuntó César, sin ningún otro motivo más que acosar al toro Craso.

Y el toro Craso, desde luego, resopló, pero con desprecio más que con enojo.

—¡Tonterías! ¡Eso sólo son tonterías! Ni el más inepto de los Ptolomeos podría gastarse ni una décima parte de lo que recauda. Los ingresos que reciben procedentes del país sirven para mantener el país; pagan al ejército de burócratas, a los soldados, a los marineros, a la policía, a los sacerdotes, incluso pagan los palacios. No han estado en guerra durante años excepto entre ellos, y en esos casos el dinero siempre es para el vencedor, no sale de Egipto. Los ingresos privados los guarda, y ni siquiera se molesta en convertir los tesoros —el oro, la plata, los rubíes, el marfil, los zafiros, las turquesas y el lapislázuli— en dinero en metálico, se los guarda todos también. Excepto lo que les da a los artesanos y a los artífices para que lo conviertan en muebles o en joyas.

—¿Y qué me dices del robo del sarcófago dorado de Alejandro el Grande? —preguntó César con provocación—. El primer Ptolomeo, llamado Alejandro, se había arruinado hasta tal punto que lo cogió, lo fundió, lo convirtió en monedas de oro y lo sustituyó por el actual sarcófago de cristal de roca.

—¡Que te crees tú eso! —dijo Craso con desprecio—. ¡Hay que ver, vaya cuentos! Ptolomeo estuvo en Alejandría unos cinco días en total antes de huir. ¿Y quieres decir que en el espacio de cinco días se llevó un objeto de oro macizo que pesaba por lo menos cuatro mil talentos, lo cortó en pedazos lo suficientemente pequeños para que cupieran en el horno de un orfebre, derritió todos esos pedacitos en tantos hornos como hicieran falta y luego acuñó aquello en lo que habría ascendido a muchos millones de monedas? ¡No hubiera podido hacerlo ni en un año! Y no sólo eso. Pero ¿dónde está tu sentido común, César? Un sarcófago de cristal de roca del tamaño suficiente para contener un cuerpo humano (¡Sí, sí, soy consciente de que Alejandro el Grande era un tipo muy pequeño!) costaría doce veces lo que costaría un sarcófago de oro macizo. Y llevaría años darle forma una vez que se hubiera encontrado un pedazo de cristal lo suficientemente grande. La lógica dice que alguien encontró ese pedazo lo bastante grande, y por pura coincidencia la sustitución se llevó a cabo mientras Ptolomeo Alejandro se encontraba allí. Los sacerdotes del Sema querían que la gente viera realmente a Alejandro el Grande.

—¡Bueno! —dijo César.

—No, no, lo conservaron perfectamente. Creo que en la actualidad está tan hermoso como lo fue en vida —dijo Craso completamente arrebatado.

—Dejando a un lado el discutible tema de hasta qué punto está bien conservado Alejandro el Grande, Marco, cuando el río suena agua lleva. Uno está oyendo continuamente cuentos a lo largo de los siglos sobre un Ptolomeo u otro que tiene que salir huyendo sin camisa, sin un par de sestercios que llevarse en el bolsillo. No puede haber en modo alguno tanto dinero y tantos tesoros como tú dices que hay.

—¡Ajá! —dijo triunfalmente Craso—. Los cuentos se basan en una premisa falsa, César. Lo que la gente no alcanza a comprender es que los tesoros ptolomeicos y la riqueza del país no se guardan en Alejandría. Alejandría es un injerto artificial en el auténtico árbol egipcio. Los sacerdotes de Menfis son los guardianes del tesoro egipcio, que está localizado allí. Y cuando un Ptolomeo —o una Cleopatra— necesita salir huyendo, no se dirigen delta abajo hacia Menfis, se hacen a la mar en el puerto Ciboto de Alejandría y se dirigen a Chipre, a Siria o a Cos. Por eso no pueden poner la mano encima más que a los fondos que haya en Alejandría.

César adoptó una expresión tremendamente solemne, suspiró, se recostó en la silla y puso las manos detrás de la cabeza.

—Mi querido Craso, me has convencido —dijo.

Sólo entonces Craso se calmó lo suficiente para captar el brillo irónico que había en los ojos de César y prorrumpió en carcajadas.

—¡Malvado! ¡Me has estado tomando el pelo!

—Estoy de acuerdo contigo en lo que se refiere a Egipto en todos los aspectos —dijo César—. El único problema es que tú nunca lograrás convencer a Catulo para que se embarque en esa aventura. Y él tampoco convenció a Catulo, mientras que Catulo sí que convenció al Senado de lo contrario. El resultado fue que al cabo de tres meses en el cargo y mucho antes de que pudieran revisar la lista de la ordo equester, y no digamos ya hacer un censo de la población, el consulado de Catulo y Craso llegó a su fin. Craso dimitió públicamente, y tenía muchas cosas que decir de Catulo, ninguna de ellas halagadora. En realidad, aquél había sido un plazo tan breve que el Senado decidió hacer que se eligieran nuevos censores el año siguiente.

César se portó como debía portarse un buen amigo y habló en la Cámara en favor de las dos propuestas de Craso: la concesión del derecho al voto a los galos del otro lado del Po y la anexión de Egipto. Pero su principal interés aquel año estaba en otra parte: había sido elegido como uno de los dos ediles curules, lo cual significaba que ahora le estaba permitido sentarse en la silla curul de marfil, y andaba por todas partes precedido de dos lictores que portaban las fasces. Ello había ocurrido «en su año», señal de que estaba tan arriba en el cursus honorum de las magistraturas públicas como le correspondía estar. Desgraciadamente su colega —que obtuvo muchos menos votos— era Marco Calpurnio Bíbulo.

Tenían ideas muy diferentes sobre en qué consistía el cargo de edil curul, y eso en todos los aspectos del trabajo. Junto con los dos ediles plebeyos, eran los responsables del mantenimiento general de la ciudad de Roma: el cuidado de las calles, plazas, jardines, mercados y tráfico, de los edificios públicos, de la ley y el orden, del abastecimiento de agua, incluidas las fuentes y los estanques, de los registros públicos de terrenos, de las ordenanzas de los edificios, del alcantarillado y las cloacas, de las estatuas que se hallaban en lugares públicos, y de los templos. Las obligaciones se llevaban a la práctica por los cuatro juntos, o bien se asignaban amigablemente a uno o a más de ellos.

Los pesos y medidas cayeron en el lote de los ediles curules, que tenían su sede en el templo de Cástor y Pólux, de localización muy céntrica en la franja vestal del Foro inferior; el juego de pesos y medidas estándar se guardaba bajo el podio de dicho templo, al que todos se referían siempre como «el de Cástor», y a Pólux se le dejaba completamente de lado. Los ediles plebeyos tenían su sede mucho más lejos, en el bello templo de Ceres, al pie del monte Aventino, y quizás debido a eso parecían prestar menos atención a los deberes referentes al cuidado del centro público y político de Roma.

Un deber que compartían los cuatro era el más oneroso de todos: el abastecimiento de grano en todos sus aspectos, desde el momento en que se descargaba de las barcazas hasta que desaparecía en el saco de un ciudadano autorizado para llevárselo a su casa. También eran responsables de la compra del grano, de pagarlo, de llevar la cuenta a su llegada y de recaudar el dinero necesario para ello. Llevaban el control de los ciudadanos autorizados a comprar el grano estatal a bajo precio, lo cual significaba que tenían una copia del censo de ciudadanos romanos. Emitían los vales desde su puesto en el pórtico de Metelo, en el Campo de Marte, pero el grano de por sí se almacenaba en enormes silos alineados en los precipicios del Aventino, a lo largo del Vicus de la puerta Trigémina del puerto de Roma.

Los dos ediles plebeyos de aquel año no suponían competencia alguna para los ediles curules, y de los dos, era el hermano más joven de Cicerón, Quinto, el edil senior.

—Lo cual significa que no hay que esperar de ellos juegos distinguidos —le dijo César a Bíbulo dejando escapar un suspiro—. Parece que tampoco van a hacer mucho por la ciudad.

Bíbulo miró a su colega con agrio desagrado.

—Tú puedes desengañarte a ti mismo también sobre las grandes pretensiones de los ediles curules, César. Estoy dispuesto a contribuir para que se celebren juegos buenos, pero no grandes juegos. No pienso gastarme más en eso de lo que te gastes tú. Y tampoco tengo intención de emprender ningún estudio de las cloacas, ni de hacer que se inspeccionen los conductos en todas las ramificaciones del abastecimiento de agua, ni pienso darle una nueva capa de pintura al templo de Cástor, ni pasarme la vida recorriendo a toda prisa los mercados para comprobar cada balanza.

—Entonces, ¿qué piensas hacer? —le preguntó César levantando el labio superior.

—Pienso hacer lo que sea necesario, y nada más.

—¿Y no crees que comprobar las balanzas sea necesario?

—No.

—Bien —dijo César al tiempo que esbozaba una desagradable sonrisa—, a mí me parece muy apropiado que estemos situados en el templo de Cástor. Si tú quieres ser Pólux, adelante. Pero no te olvides del destino que tuvo él: no se le ha recordado y nunca se ha hablado de él.

Aquello no fue un buen comienzo. Sin embargo, César, siempre demasiado ocupado y demasiado bien organizado para molestarse en preocuparse por aquellos que afirmaban no estar dispuestos a cooperar, comenzó a ocuparse de sus deberes como si fuera el único edil de Roma. Tenía la ventaja de poseer una excelente red de gente que le informaba de las transgresiones, porque reclutó como informadores a Lucio Decumio y a sus hermanos del colegio de encrucijada, y cargó contra los mercaderes que engañaban en el peso o se quedaban cortos al medir, contra los constructores que infringían las lindes o empleaban materiales de mala calidad, contra los caseros que habían estafado a las compañías de agua al insertar tuberías de conducción de calibre mayor al que la ley permitía desde los conductos principales hasta sus propiedades. Multaba sin piedad, y lo hacía sustanciosamente. Nadie escapó de él, ni siquiera su amigo Marco Craso.

—Estás empezando a fastidiarme —le dijo Craso de mal humor a principios de febrero—. ¡Hasta ahora me has costado una fortuna! ¡Demasiado poco cemento en la mezcla de algunos edificios… y eso no invade terreno público, digas tú lo que digas! ¿Cincuenta mil sestercios de multa sólo porque instalé desagües hasta las alcantarillas y puse letrinas privadas en mis pisos nuevos de las Carinae? ¡Eso son dos talentos, César!

—Tú viola la ley y yo te cogeré por ello —le contestó César sin la más mínima contrición—. Necesito hasta el último sestercio que pueda meter en el cofre de las multas, y no pienso hacer excepciones con mis amigos.

—Si continúas así, no te quedarán amigos.

—Con eso me estás diciendo, Marco, que sólo eres amigo para lo bueno —dijo César de forma un poco injusta.

—¡No, no es así! ¡Pero si lo que pretendes es conseguir dinero para financiar unos juegos espectaculares, pídelo prestado, no esperes que todos los negociantes de Roma paguen la factura de tus excentricidades públicas! —le gritó Craso irritado—. Yo te prestaré el dinero y no te cobraré intereses.

—Gracias, pero no —repuso César con firmeza—. Si hiciera eso, sería yo el que se convertiría en un amigo sólo para lo bueno. Si tengo que pedir dinero prestado, actuaré como es debido: acudiré a un prestamista y se lo pediré.

—No puedes, formas parte del Senado.

—Puedo hacerlo, forme o no parte del Senado. Si me expulsan del Senado por pedir dinero prestado a usureros, Craso, de la noche a la mañana les sucederá otro tanto a cincuenta de sus miembros —dijo César. Los ojos le brillaban—. Pero hay algo que puedes hacer por mí.

—¿Qué?

—Ponme en contacto con algún mercader de perlas discreto que esté dispuesto a conseguir las perlas más hermosas que haya visto nunca por mucho menos de lo que sacará vendiéndolas.

—¡Oh, oh! ¡No recuerdo que declarases ninguna perla cuando contabilizaste el botín de los piratas!

—No lo hice, y tampoco declaré los quinientos talentos que me quedé. Lo que quiere decir que pongo mi destino en tus manos, Marco. Lo único que tienes que hacer es llevar mi nombre a los tribunales y estoy acabado.

—Yo nunca haré eso, César… si dejas de ponerme multas —dijo hábilmente Craso.

—Entonces será mejor que vayas al praetor urbanus en este mismo momento y le des mi nombre —dijo César riéndose—. ¡Porque de ese modo no vas a comprarme!

—¿Sólo eso te quedaste, quinientos talentos y unas perlas?

—Eso es todo.

—¡No te comprendo!

—Eso es cierto, nadie me comprende —dijo César mientras se disponía a marcharse—. Pero tú búscame a ese mercader de perlas, sé un buen muchacho. Lo haría yo mismo… si supiera por dónde empezar. Puedes quedarte con una perla, como comisión.

—¡Oh, guárdate tus perlas! —le indicó Craso en un tono de disgusto.

César sí se guardó una perla, una que tenía la forma de una enorme fresa y el mismo color de las fresas, aunque por qué lo hizo no lo sabía bien, pues lo más probable habría sido que por ella hubiera obtenido el doble de los quinientos talentos que le dieron por todas las demás. Sólo lo hizo por instinto, y decidió quedársela cuando el ávido comprador ya la había visto.

—Podría conseguir por ella al menos seis o siete millones de sestercios —le dijo el hombre con tristeza.

—No —dijo César mientras tiraba la perla arriba y abajo con la mano—, creo que me la voy a quedar. La fortuna me dice que me conviene.

Aun siendo como era un gastador manirroto, César también era capaz de hacer cuentas, y cuando a finales de febrero las hubo hecho, se le hundió el corazón. El cofre de edil probablemente daría un total de quinientos talentos; Bíbulo había indicado que contribuiría con cien talentos para los primeros juegos, los ludí megalenses de abril, y doscientos talentos para los juegos importantes, los ludí romani de setiembre; y César tenía cerca de mil talentos de su propio dinero, cosa que representaba todo lo que poseía en el mundo aparte de sus preciosas tierras, de las cuales no estaba dispuesto a desprenderse. Eso era lo que le mantenía en el Senado.

De acuerdo con sus cálculos, los ludi megalenses costarían setecientos talentos, y los ludí romani mil talentos. Mil setecientos en total, que era aproximadamente lo que tenía. El problema era que tenía intención de hacer más que celebrar dos lotes de juegos; cada edil curul tenía que organizar los juegos, la distinción que un hombre podía ganarse radicaba en la magnificencia de los mismos. César quería organizar unos juegos funerarios en el Foro en memoria de su padre, y esperaba gastarse en ellos quinientos talentos. Tendría que pedir prestado, y luego ofender a todos los que le habían votado al continuar poniendo multas para llenar sus arcas de edil. ¡Y eso no era prudente! Marco Craso se lo había consentido únicamente porque, a pesar de su tacañería y de su arraigada convicción de que un hombre debe ayudar a sus amigos aun a expensas del Estado, él verdaderamente amaba a César.

—Tú puedes disponer de lo que tengo, Pavo —le dijo Lucio Decumio, que estaba delante mirando cómo César hacía números.

Aunque parecía cansado y un poco desanimado, César esbozó una especial sonrisa, dedicada a aquel extraño anciano que era una parte tan importante de su vida.

—¡Venga, papá! Con lo que tú tienes no podríamos ni alquilar un par de gladiadores.

—Tengo cerca de doscientos talentos.

César lanzó un silbido.

—¡Ya veo que me he equivocado de profesión! ¿Eso es lo que has ahorrado durante todos estos años que has dedicado a garantizarles paz y protección a los residentes de la parte exterior de la vía Sacra y del Vicus Fabricii?

—Es una buena suma —dijo Lucio Decumio con cara humilde.

—Consérvalo, papá, no me lo des a mí.

—Entonces, ¿de dónde vas a sacar el resto?

—Lo pediré prestado con el aval de lo que consiga como propretor en una buena provincia. Le he escrito a Balbo, a Gades, y ha accedido a darme cartas de referencias para las personas apropiadas aquí en Roma.

—¿No puede prestártelo él?

—No, él es mi amigo. No puedo pedirles a mis amigos que me presten dinero, papá.

—¡Oh, qué raro eres! —dijo Lucio Decumio moviendo a ambos lados la canosa cabeza—. Para eso precisamente es para lo que están los amigos.

—Para mí no, papá. Si ocurre algo y no puedo devolver el dinero, prefiero debérselo a desconocidos. No podría soportar la idea de que mis estupideces dejasen sin dinero a mis amigos.

—Si tú no puedes devolverlo, Pavo, yo diría que Roma está acabada.

Aliviado en parte de sus preocupaciones, César dejó escapar un soplido.

—En eso estoy de acuerdo, papá. Lo devolveré, no temas. De manera que ¿de qué me preocupo? —continuó diciendo animado—. ¡Pediré prestado cuanto haga falta para ser el mayor edil curul que Roma haya conocido!

Y César así lo hizo, aunque a finales del año estaba endeudado en mil talentos en lugar de los quinientos que había calculado. Craso le ayudó dedicándose a susurrar al oído de los serviciales prestamistas que César tenía un gran futuro, así que no debían cargarle con intereses abusivos, y Balbo también colaboró al ponerlo en contacto con hombres que estaban dispuestos a ser discretos y a no mostrarse demasiado usureros. El diez por ciento de interés simple, que era el índice de interés legal. La única dificultad era que tenía que empezar a devolver el préstamo en el plazo de un año, pues de otro modo el interés pasaría de simple a compuesto; y estaría pagando intereses sobre los intereses que debiera al mismo tiempo que sobre el capital que le habían prestado.

Los ludi megalenses eran los primeros juegos del año y los más solemnes desde el punto de vista religioso, quizás porque anunciaban la llegada de la primavera —en aquellos años en que el calendario coincidía con las estaciones— y tenían su origen en la segunda guerra que Roma había librado contra Cartago. Cuando Aníbal recorrió Italia de arriba abajo. Fue entonces cuando el culto de Magna Mater, la gran Madre Tierra asiática, se introdujo en Roma, y se erigió en el Palatino un templo orientado directamente hacia el Vallis Murcia, en el cual se extendía el Circo Máximo. En muchos aspectos era un culto inapropiado para la conservadora Roma; los romanos aborrecían a los eunucos, los ritos flagelatorios, y todo lo que se consideraba un barbarismo religioso. No obstante, el hecho se había llevado a cabo en el momento en que Claudia, la virgen vestal, tiró milagrosamente de la barcaza que transportaba la piedra del ombligo de Magna Mater y consiguió llevarla río Tíber arriba, y ahora Roma tenía que sufrir las consecuencias y contemplar cómo unos sacerdotes castrados que sangraban por las heridas que ellos mismos se habían infligido recorrían, el cuarto día de abril, todo aquel camino sin dejar de gritar y de pregonar su paso por las calles al son de trompetas, mientras remolcaban la efigie de la Gran Madre y suplicaban limosnas a todos aquellos que acudían a mirar aquella presentación de los juegos.

Los juegos propiamente dichos eran más típicamente romanos, y duraban seis días, desde el cuarto hasta el décimo día de abril. El primer día se hacía la procesión, luego se celebraba una ceremonia en el templo de Magna Mater y, finalmente, algunos actos en el Circo Máximo. Los cuatro días siguientes se dedicaban a representaciones teatrales en distintas construcciones provisionales de madera que se instalaban con ese fin, mientras que el último día tenía lugar la procesión de los dioses desde el Capitolio hasta el circo, y muchas horas de carreras de carros en el circo.

Como edil curul senior, era César quien oficiaba en los actos del primer día y quien le ofrecía a la Gran Madre un sacrificio extrañamente incruento, considerando que Kubaba Cibeles era una señora sedienta de sangre; la ofrenda era un plato de hierbas.

Algunos los llamaban los juegos patricios, porque la primera noche las familias patricias se agasajaban unas a otras y en sus listas de invitados figuraban patricios exclusivamente. Siempre se consideraba un buen augurio para el patriciado que el edil curul que hacía el sacrificio fuera patricio, como lo era César. Bíbulo, desde luego, era plebeyo, y el día de la inauguración se sintió completamente ignorado; César había llenado de patricios los asientos especiales en las enormes y anchas gradas del templo, haciendo honor en particular a los Claudios Pulcher, tan íntimamente conectados con la presencia de Magna Mater en Roma.

Aunque aquel primer día los ediles celebrantes y la comitiva oficial no descendían al Circo Máximo, sino que más bien miraban desde los escalones del templo de Magna Mater, César había preferido poner un espectáculo brillante en el circo en lugar de tratar de entretener a la multitud que había seguido la sangrienta procesión de la diosa con la acostumbrada ración de peleas de boxeo y carreras pedestres. El tiempo de que se disponía no hacía imposibles las carreras de carros. César había instalado un sistema de conducción del agua desde el Tíber y había canalizado el agua, que atravesaba el Forum Boarium y creaba así un río dentro del circo, con la spina haciendo el papel de isla del Tíber y separando esta astuta corriente de agua. Mientras la extensa multitud lanzaba exclamaciones de admiración, César representó la proeza de fuerza de la vestal Claudia. Esta llevó a rastras la barcaza desde el extremo del Forum Boarium, donde el último día instalarían las puertas de salida para las carreras de carros, dio una vuelta completa a la spina y luego la dejó descansando en el extremo de la puerta de Capena del estadio. La barcaza relucía engalanada con adornos dorados y tenía velas ondeantes bordadas de color púrpura; todos los sacerdotes eunucos iban reunidos en la cubierta alrededor de una bola negra y lustrosa que representaba la piedra ombligo, mientras en lo alto de la popa se alzaba la estatua de Magna Mater en una carroza tirada por un par de leones de apariencia absolutamente realista. César no utilizó un forzudo vestido de vestal para representar a Claudia, sino que usó una esbelta y hermosa mujer del tipo de Claudia, y disimuló la presencia de los hombres que tiraban de la barcaza sumergiéndolos en el agua hasta la cintura, con los hombros agachados y metidos bajo un falso casco de nave dorado que los ocultaba a la vista.

La multitud se fue a sus casas extasiada después de aquel espectáculo de tres horas. César se quedó allí, rodeado de patricios encantados, y aceptó los obsequiosos cumplidos que le dedicaron tanto por el buen gusto que había demostrado como por su imaginación. Bíbulo captó la indirecta y se marchó, muy ofendido porque nadie le había hecho caso.

Nada menos que diez teatros de madera habían sido levantados desde el Campo de Marte hasta la puerta de Capena, el mayor de los cuales tenía capacidad para diez mil personas y el más pequeño para quinientas. Y en lugar de contentarse con que parecieran lo que realmente eran, provisionales, César había insistido en que se pintaran, se decoraran y se dorasen. Farsas y mimos se pusieron en escena en los teatros mayores, Terencio, Plauto y Ennio en los medianos, y Sófocles y Esquilo en el auditorio más pequeño, que tenía un aspecto muy griego; se tuvieron en cuenta todos y cada uno de los gustos teatrales. Desde primera hora de la mañana hasta casi el crepúsculo, los diez teatros dieron representaciones durante los cuatro días, todo un festín. Y fue literalmente un festín, pues César sirvió refrigerios gratis en los entreactos.

El último día la procesión se reunió en el Capitolio y dirigió sus pasos a través del Foro Romano y la vía Triunfal hasta el Circo Máximo; desfilaron estatuas doradas de algunos dioses, como Marte y Apolo… y Cástor y Pólux. Como fue César quien había pagado para que las dorasen, a nadie le extrañó que Pólux fuera de un tamaño mucho menor que su gemelo Cástor. ¡Qué risa!

Aunque se suponía que los juegos eran financiados con dinero público y lo que todos los espectadores preferían eran las carreras de carros, el hecho era que nunca había dinero del Estado para los entretenimientos propiamente dichos. Ello no había detenido a César, quien organizó más carreras de carros el último día de los ludi megalenses de lo que Roma había visto nunca. Era su deber como edil curul senior dar la salida a las carreras, en cada una de las cuales intervenían cuatro carros: uno rojo, otro azul, otro verde y otro blanco. La primera era de cuadrigas, carros tirados por cuatro caballos, pero otras carreras eran de carros tirados por dos caballos, o de dos o tres caballos dispuestos uno detrás de otro; César organizó incluso carreras de caballos desuncidos, que fueron montados sin ensillar por postillones.

La longitud de cada carrera era de cinco millas, distancia que se conseguía dando siete vueltas alrededor de la división central de la spina, un promontorio estrecho y alto adornado con muchas estatuas que exhibía siete delfines en uno de los extremos, y en el otro siete huevos dorados colocados en lo alto de grandes cálices; a medida que acababa cada una de las vueltas se tiraba del morro de un delfín y la cola se alzaba, y se quitaba un huevo dorado de un cáliz. Si las doce horas del día y las doce horas de la noche eran de igual longitud, entonces cada carrera tardaba en su recorrido un cuarto de hora, lo que significaba que el ritmo era veloz y furioso, un galope enloquecido. Cuando se producían vuelcos solían ocurrir al dar la vuelta a las metae, donde cada conductor, con las riendas enrolladas con muchas vueltas a la cintura y una daga metida entre las mismas para poder liberarse si chocaba, luchaba con destreza y valor por mantenerse en el lado interior, de manera que así el recorrido fuera más corto.

La multitud quedó encantada aquel día, pues en lugar de largos descansos después de cada carrera, César las hizo sucederse una detrás de otra sin apenas interrupción; los corredores de apuestas se apresuraban entre los excitados espectadores para recoger las apuestas en un continuo frenesí, pues no daban abasto. Ni un solo sitio en las gradas estaba vacío, y las mujeres se sentaban en las rodillas de sus maridos para ganar espacio. No se permitía la entrada a los niños, a los esclavos ni a los esclavos libertos, pero las mujeres se sentaban con los hombres. En los juegos de César más de doscientos mil romanos libres se apretujaron en el Circo Máximo, mientras que otros cuantos miles más los contemplaron desde puntos estratégicos en lo alto del Palatino y el Aventino.

—Son los mejores juegos que Roma ha visto nunca —le dijo Craso a César al final del sexto día—. Qué proeza de ingeniería hacer eso con el Tíber, y luego quitarlo todo y tener el terreno seco de nuevo para las carreras de carros.

—Estos juegos no han sido nada —repuso César con una sonrisa—, y tampoco ha sido particularmente difícil utilizar un Tíber crecido a causa de las lluvias. Espera hasta que veas los ludi romani de setiembre. Lúculo quedaría desolado si cruzase el pomerium para verlos.

Pero entre los ludi megalenses y los ludi romani hizo otra cosa tan insólita y espectacular que Roma habló de ello durante años. Cuando la ciudad se ahogaba debido a la gran cantidad de ciudadanos rurales que habían acudido de vacaciones a la ciudad para presenciar los grandes juegos a principios de setiembre, César celebró unos juegos funerarios en memoria de su padre, y utilizó todo el Foro Romano para ello. Desde luego hacía calor y el cielo estaba claro, así que cubrió toda la zona con una carpa de lona de color púrpura y, amarrando sus bordes a edificios que sirvieran de soporte, sujetó aquella estructura de tejido macizo con grandes postes y cuerdas. Un ejercicio de ingeniería en el que se deleitó, tanto mientras lo ideaba como mientras lo supervisaba en persona.

Pero cuando empezó toda aquella increíble construcción, se corrió con fuerza el rumor de que César pensaba exhibir mil parejas de gladiadores, e inmediatamente Catulo convocó una sesión del Senado.

—¿Qué es lo que estás planeando, César? —le exigió Catulo ante toda la Cámara, llena a rebosar—. Siempre he sabido que intentas socavar la República, pero… ¿utilizar mil parejas de gladiadores cuando no hay legiones que defiendan nuestra amada ciudad? ¡Esto no es abrir un túnel en secreto para minar los cimientos de Roma, esto es usar un ariete!

—Bueno —dijo César con voz lenta mientras se ponía en pie en su estrado curul—, es cierto que poseo un poderoso ariete, y también es cierto que he excavado numerosos túneles en secreto, pero siempre lo uno con lo otro. —Se separó la túnica del pecho, tiró del escote y metió por allí la cabeza para hablar por el hueco así producido; luego gritó—: ¿No es cierto eso, oh, ariete? —Dejó caer la mano, la túnica volvió a quedar plana y César levantó la vista con la más dulce de las sonrisas—. Dice que es verdad.

Craso emitió un sonido intermedio entre un maullido y un aullido, pero antes de que su risa pudiera cobrar fuerza el bramido de regocijo de Cicerón se le adelantó; la Cámara se disolvió en medio de una galerna de carcajadas que dejó a Catulo sin habla y con el rostro de color púrpura.

Después de lo cual César procedió a exhibir el número que siempre había tenido intención de exhibir, trescientas veinte parejas de gladiadores con hermosos atuendos plateados.

Pero antes de que los juegos funerarios propiamente dichos estuvieran en marcha, otra sensación ultrajó a Catulo y a sus colegas… Cuando amaneció, y visto desde las casas situadas al borde del Germalo, el Foro parecía el mar de color vino tinto suavemente ondulado de Homero; aquellos que llegaron los primeros para conseguir los mejores sitios descubrieron que al Foro Romano se le había añadido algo más que una carpa. Durante la noche César había devuelto a sus pedestales o a sus plintos todas las estatuas de Cayo Mario, y había puesto los trofeos de guerra de Cayo Mario otra vez dentro del templo al Honor y la Virtud que él había construido en el Capitolio. Pero ¿qué podían hacer al respecto los archiconservadores senadores? La respuesta era simple: nada. Roma nunca había olvidado —ni había aprendido a dejar de amar— al magnífico Cayo Mario. De todo lo que César hizo durante el memorable año en que fue edil curul, la restauración de Cayo Maño se consideró el acto más importante.

Naturalmente César no desaprovechó aquella oportunidad para recordar a todos los electores quién y qué era él; en todas las pequeñas pistas de arena donde alguno de los trescientos veinte pares de gladiadores se enfrentaban —al fondo del Foso de los Comicios, en el espacio que quedaba entre los tribunales, cerca del templo de Vesta, delante del pórtico Margaritaria, en la Velia—, hizo que se proclamase el linaje de su padre, recorriendo todo el árbol genealógico hasta llegar a Venus y a Rómulo.

Dos días después de eso, César —y Bíbulo— pusieron en escena los ludi romani, que en esta ocasión duraban doce días. El desfile desde el Capitolio, atravesando el Foro Romano hasta el Circo Máximo, duró tres horas. Los principales magistrados del Senado lo encabezaban, con bandas de jóvenes sobre hermosas monturas detrás de ellos; luego seguían todos los carros qué habían de tomar parte en las carreras y los atletas que iban a competir; varios cientos de bailarines, máscaras y músicos; enanos disfrazados de sátiros y faunos; todas las prostitutas de Roma ataviadas con sus togas color fuego; esclavos que portaban cientos de espléndidas urnas o jarrones de plata u oro; grupos de falsos guerreros que vestían túnicas de color escarlata con cinturones de bronce llevaban en la cabeza cascos con penachos y blandían espadas y lanzas; animales para los sacrificios; y luego, en el último y más honroso lugar, los doce dioses mayores junto con muchos otros dioses y héroes montados en literas abiertas pintadas de oro y púrpura, con dibujos muy realistas, y aviados todos ellos con exquisitas ropas.

César había decorado por completo el Circo Máximo y lo había hecho mejor todavía que en cualquiera del resto de los espectáculos utilizando millones de flores frescas. Como los romanos adoraban las flores, el numerosísimo público quedó embelesado casi hasta el punto de llegar al desvanecimiento, ahogados por el perfume de las rosas, las violetas, las cepas, los alhelíes. Sirvió refrigerios gratis y pensó en toda clase de novedades, desde funámbulos hasta personas que vomitaban fuego, pasando por contorsionistas, unas mujeres ligeras de ropa que parecían capaces casi de volverse del revés.

Cada día se veía en los juegos algo nuevo y diferente, y las carreras de carros eran soberbias.

Le decía Bíbulo a todo aquel que se acordaba de él lo suficiente como para comentar las cosas:

«Me dijo que yo sería Pólux y él Cástor. ¡Y hay que ver cuánta razón tenía! Bien hubiera podido ahorrarme mis preciosos trescientos talentos; sólo han servido para verter comida y vino en doscientas mil gargantas ávidas, mientras él es quien se ha llevado el mérito de todo lo demás».

Le dijo Cicerón a César:

«En general me desagradan los juegos, pero tengo que confesar que los tuyos han sido realmente espléndidos. Celebrar los juegos más lujosos de la historia es bastante loable en un aspecto, pero lo que a mí de verdad me ha gustado de tus juegos es que no han sido nada vulgares».

Dijo Tito Pomponio Ático, caballero plutócrata, a Marco Licinio Craso, senador plutócrata:

«Ha sido brillante. Le ha proporcionado beneficios a todo el mundo. ¡Vaya año para los floricultores y para los mayoristas! Votarán a César durante el resto de su carrera política. Por no hablar de los panaderos, de los molineros… ¡oh, realmente muy, muy, inteligente!».

Y el joven Cepión Bruto le dijo a Julia:

«El tío Catón está realmente disgustado. Desde luego, es un gran amigo de Bíbulo. Pero ¿por qué tiene siempre tu padre que causar tanta sensación?».

Catón aborrecía a César.

Cuando por fin había regresado a Roma, en la época en que César asumió el cargo de edil curul, ejecutó el testamento de su hermano Cepión. Aquello requirió que fuera a ver a Servilia y a Bruto, que con casi dieciocho años de edad estaba ya muy encauzado en su carrera en el Foro, aunque aún no se había ocupado de ningún caso ante los tribunales.

—Me desagrada el hecho de que ahora seas patricio, Quinto Servilio —dijo Catón, muy puntilloso en lo referente a utilizar el nombre correcto—, pero como yo no estaba dispuesto a ser otro que un Porcio Catón, supongo que debo dar mi aprobación. —Se inclinó hacia adelante bruscamente—. ¿Qué haces en el Foro? Deberías estar en el campo de batalla formando parte del ejército de alguien, como de tu amigo Cayo Casio.

—Bruto ha recibido una exención —dijo Servilia con altivez, poniendo énfasis en el nombre.

—Nadie debería estar exento a menos que sea un lisiado.

—Tiene el pecho débil —dijo Servilia.

—El pecho le mejoraría en seguida si saliera a cumplir con su deber legal, que es servir en las legiones. Y también le mejoraría la piel.

—Bruto irá cuando yo considere que se encuentra lo suficientemente bien de salud.

—¿Es que él no tiene lengua? —preguntó Catón en tono exigente; no de un modo tan fiero como el que habría empleado antes de partir para el Este, aunque aún seguía siendo agresivo—. ¿No puede hablar por sí mismo? Estás haciendo una persona débil de este muchacho, Servilia, y eso no es romano.

Todo lo cual escuchaba Bruto punto en boca, y sometido a un grave dilema. Por una parte estaba deseando ver cómo su madre perdía aquella —o cualquier otra— batalla, pero por otra parte le horrorizaba el servicio militar. Casio se había ido muy contento mientras Bruto desarrollaba una tos que iba empeorando cada vez más. Le dolía verse disminuido a los ojos de su tío Catón, pero éste no toleraba la debilidad o la fragilidad de ningún tipo; además el tío Catón, ganador de muchas condecoraciones al valor en el campo de batalla, nunca comprendería a la gente que no se emocionase cuando levantaba una espada. Así que ahora empezó a toser con un sonido espeso y seco que le empezaba en la base del pecho y reverberaba durante todo el camino hasta la garganta. Eso, naturalmente, le produjo una copiosa flema, lo cual le permitió mirar enloquecido primero a su madre y luego a su tío, murmurar una excusa y marcharse.

—¿Ves lo que has hecho? —le recriminó Servilia a Catón enseñando los dientes.

—Le hace falta ejercicio y un poco de vida al aire libre. También sospecho que eres tú quien le estás haciendo de curandera para el problema que tiene en la piel. Presenta un aspecto espantoso.

—¡Bruto no es responsabilidad tuya! —Según las condiciones del testamento de Cepión, puedes tener la absoluta certeza de que sí lo es.

—El tío Mamerco ya lo ha hablado todo con él, no te necesita para nada. En realidad, Catón, nadie te necesita. ¿Por qué no vas y te tiras al Tíber?

—Todos me necesitan, eso está claro. Cuando me marché al Este tu chico estaba empezando a ir al Campo de Marte, y durante una temporada dio la impresión de que, en efecto, quizás pudiera aprender a ser un hombre. ¡Y ahora me encuentro con que es un perrito faldero de mamá! Y además, ¿cómo has podido prometerlo en matrimonio con una muchacha sin dote digna de mención, con otra malvada patricia? ¿Qué clase de hijos esmirriados van a tener?

—Lo que espero es que tengan hijos como el padre de Julia e hijas como yo —le dijo Servilia con un tono de voz helado—. Di lo que quieras de los patricios y de —la vieja aristocracia, Catón, pero en el padre de Julia puedes ver todo lo que debería ser un romano, desde soldado a orador pasando por político. Bruto quiso ese emparejamiento; en realidad no fue idea mía, pero ojalá se me hubiera ocurrido a mí. ¡La sangre de Julia es tan buena como la de él… y eso es mucho más importante que la dote! Sin embargo te diré, para tu información, que su padre me ha garantizado una dote de cien talentos. Y Bruto no necesita una chica con una gran dote, ahora que es el heredero de Cepión.

—Si está dispuesto a esperar varios años por una esposa, bien podía haber aguardado unos años más y casarse con mi Porcia —dijo Catón—. ¡Yo habría aplaudido esa alianza de todo corazón! El dinero de mi querido Cepión habría ido a parar a los hijos de ambas partes de la familia.

—¡Oh, ya comprendo! —dijo Servilia con desdén—. La verdad se acaba descubriendo, ¿eh, Catón? No cambiarías tu nombre para conseguir el dinero de Cepión, pero… ¡qué plan tan brillante conseguirlo a través de la parte femenina! ¿Casarse mi hijo con la descendiente de un esclavo? ¡Por encima de mi cadáver!

—Todavía podría ocurrir —le sugirió Catón en un tono complaciente.

—¡Si eso ocurriera, le daría a la chica brasas candentes para cenar! —Servilia se puso tensa, pues comprendía que ya no manejaba tan bien a Catón como antes; éste estaba más frío, más despegado, y resultaba más difícil de enredar. Sacó su aguijón más desagradable—. Dejando aparte el hecho de que tú, el descendiente de un esclavo, eres el padre de Porcia, también hay que pensar en su madre. ¡Y puedo asegurarte que yo nunca permitiría que mi hijo se casase con la hija de una mujer que no puede esperar a que su marido regrese a casa!

En los viejos tiempos él la habría atacado violentamente de palabra, habría gritado y la habría acosado. Aquel día se puso rígido y no dijo nada durante un rato.

—Creo que una afirmación como ésa necesita una aclaración —dijo Catón al fin.

—Me alegraré de complacerte. Atilia se ha comportado como una niña muy traviesa.

—¡Oh, Servilia, tú eres uno de los mejores ejemplos por los que Roma necesita unas cuantas leyes en los libros que obliguen a las personas a sujetar la lengua!

Servilia sonrió dulcemente.

—Pregunta a cualquiera de tus amigos si dudas de mí. Pregúntale a Bíbulo, a Favonio o a Ahenobarbo, ellos han estado aquí para presenciar esos amores ilícitos. No es ningún secreto.

Catón hizo un gesto hacia adentro con la boca, hasta hacer desaparecer los labios.

—¿Quién ha sido? —preguntó.

—Pues ¡quién va a ser! ¡Ese romano entre los romanos, naturalmente! César. Y no me preguntes a qué César me refiero… ya sabes qué César es el que tiene esa reputación. El futuro suegro de mi querido Bruto.

Catón se puso en pie sin pronunciar una palabra.

Se dirigió inmediatamente a su modesta casa, que se encontraba en una calleja situada en un lugar sin vistas del centro del Palatino, en la cual había instalado a su amigo filósofo, Atenodoro Cordilión, antes incluso de acordarse de saludar a su esposa y a sus hijos en la única habitación para invitados.

La reflexión confirmó la malicia de Servilia. Atilia estaba diferente. Por una parte, de vez en cuando sonreía y se tomaba la libertad de hablar antes de que le hablasen; por otra parte, los pechos se le habían llenado, y de un modo peculiar que a él le revolvía. Aunque habían transcurrido tres días desde que Catón llegara a Roma, éste no había ido al dormitorio de Atilia —él prefería ocupar solo el cubículo de dormir principal— para calmar lo que incluso su venerado bisabuelo Catón el Censor había considerado una necesidad natural, no sólo permisible entre marido y mujer —o esclava y amo—, sino en realidad una necesidad digna de admiración.

Oh, ¿qué querido dios bueno y benevolente se lo había impedido? Mira que si se hubiera introducido en lo que legalmente era propiedad suya sin saber que se había convertido en la propiedad ilegal de otro… Catón se estremeció, tuvo que esforzarse por aplacar el creciente asco que sentía. César. Cayo Julio César, el peor de toda aquella pandilla de podridos y degenerados. ¿Qué demonios habría visto en Atilia, a quien Catón había escogido precisamente porque era el polo absolutamente opuesto a la redonda, morena y adorable Emilia Lépida? Catón reconocía que era un poco lento intelectualmente pues desde la infancia le habían inculcado esa idea a fuerza de repetirle que lo era, pero no tuvo que ir muy lejos a buscar el motivo que había movido a César. Incluso a pesar de ser patricio, aquel hombre iba a ser demagogo, otro Cayo Mario. ¿A cuántas esposas de los tradicionalistas incondicionales habría seducido? Los rumores eran abundantes. Y allí estaba él, Marco Porcio Catón, todavía sin edad suficiente para formar parte del Senado, pero obviamente ya considerado por César como un notable enemigo. ¡Eso era bueno! Pues ello decía que él, Marco Porcio Catón, tenía la energía y la voluntad necesarias para ser una gran fuerza en el Foro y en el Senado. ¡César le había puesto los cuernos a él! Ni por un momento se le ocurrió que Servilia fuera la causa, porque no tenía ni idea de que ella y César mantuvieran una relación íntima.

Bien, quizás Atilia hubiera dejado que César se le metiera en la cama y entre las piernas, pero a Catón no lo había admitido en la cama después de aquello. Lo que la muerte de Cepión había puesto en marcha, la traición de Atilia lo había hecho terminar. ¡No querer a nadie! Nunca, nunca encariñarse con nadie. Encariñarse significaba incesante dolor.

No le hizo preguntas a Atilia. Se limitó a llamar al mayordomo a su despacho y a darle instrucciones para que empaquetara las cosas de ella y la echase de allí inmediatamente, que se la devolviese a su hermano. Unas cuantas palabras garabateadas en un papel y el hecho estaba consumado. Atilia quedaba repudiada y él no tendría que devolver ni un sestercio de la dote de una adúltera. Mientras esperaba en el despacho oyó la voz de ella a lo lejos, un quejido, un sollozo, un grito frenético llamando a sus hijos, y durante todo el tiempo la voz del mayordomo alzándose por encima de la de ella, el nido de los esclavos tropezándose unos con otros al cumplir las órdenes del amo. Finalmente se oyó abrirse la puerta principal, y luego cerrarse. Después de lo cual el mayordomo llamó a la puerta.

—La señora Atilia se ha ido, domine.

—Envíame aquí a mis hijos.

Estos entraron poco después, desconcertados por el alboroto pero sin saber qué había ocurrido. No podía negarse que ambos eran suyos, ni siquiera ahora que la duda lo corroía. Porcia tenía seis años, era alta, delgada y angulosa, con el mismo pelo castaño que él pero en una versión más abundante y rizada, con los mismos ojos grises y separados que tenía él, con el mismo cuello largo, aunque la nariz era algo más pequeña. Catón Junior era dos años menor, un niño flaco que siempre le recordaba cómo había sido él mismo en aquellos días en que aquel marso advenedizo, Silón, lo había sostenido colgado de la ventana y lo había amenazado con dejarlo caer sobre afiladas rocas; sólo que Catón Junior era tímido en vez de valiente y tenía tendencia a llorar con facilidad. Y, ay, ya estaba claro que la lista de los dos era Porcia, la pequeña oradora y filósofa. Dones inútiles en una niña.

—Hijos, me he divorciado de vuestra madre por infidelidad —les dijo Catón en tono normal con su acostumbrada voz ronca carente de toda expresión—. Ha sido impura y ha demostrado no ser una adecuada esposa ni madre. He prohibido su entrada en esta casa, y no permitiré que ninguno de vosotros vuelva a verla.

El niñito apenas comprendió aquellas palabras adultas, sólo que algo horrible acababa de suceder, y que su madre era el centro de todo ello. Los grandes ojos se le llenaron de lágrimas; el labio le temblaba. No se puso a dar alaridos simplemente porque su hermana le dio de pronto un apretón en el brazo, que era la señal para decirle que debía controlarse. Y ella, aquella pequeña estoica que habría muerto con tal de complacer a su padre, se mantuvo erguida y con aspecto indómito, sin lágrimas ni temblores de los labios.

—Mamá se ha ido al exilio —dijo.

—Esa es una manera de expresarlo tan buena como cualquier otra.

—¿Sigue siendo ciudadana? —preguntó Porcia con una voz muy parecida a la de su padre, sin ritmo ni melodía.

—No puedo privarla de eso, Porcia, y tampoco querría hacerlo. De lo que la he privado es de toda participación en nuestras vidas, porque no merece tomar parte en ellas. Tu madre es una mala mujer, una marrana, una puta, una ramera, una adúltera. Ha estado acostándose con un hombre llamado Cayo Julio César, y eso es todo lo que representa ser un patricio: ser corrupto, inmoral, anticuado

—¿De verdad no volveremos a ver a mamá?

—No mientras viváis bajo mi techo.

El propósito que había detrás de aquellas palabras adultas por fin hizo mella; el pequeño Catón Junior, de cuatro años, empezó a llorar desconsoladamente.

—¡Yo quiero a mi mamá! ¡Yo quiero a mi mamá! ¡Yo quiero a mi mamá!

—Creía que Zenón no prohibía el amor, solamente las acciones malas —dijo la hija—. ¿No es una buena acción amar a todo lo que es bueno? Tú eres bueno, pater. Yo debo amarte, Zenón dice que eso es una acción buena.

¿Cómo responder a aquello?

—Pues entonces modera tus sentimientos con cierto distanciamiento, y nunca dejes que el amor te gobierne —le indicó Catón—. No debes dejarte gobernar por nada que envilezca la mente, y las emociones lo hacen.

Cuando los niños se fueron, Catón salió de la habitación. En el pórtico, no lejos, se encontraba Atenodoro Cordilión con una jarra de vino, buenos libros y todavía mejor conversación. Desde aquel día en adelante, el vino, los libros y la conversación tendrían que llenar todos los huecos.

¡Ah, pero a Catón le costó caro enfrentarse con el brillante y festejado edil curul mientras éste se ocupaba de sus deberes tan asombrosamente bien, y con tanta aptitud!

—Se porta como si fuera el rey de Roma —le comentó Catón a Bíbulo.

—Pues yo opino que se cree que es el rey de Roma al ir por ahí repartiendo grano y espectáculos circenses. Todo a lo grande, desde esas maneras fáciles que adopta con la gente corriente hasta su arrogancia en el Senado.

—Es mi enemigo reconocido.

—Es el enemigo de todo hombre que quiera la adecuada mos maiorum, que ningún hombre sobresalga un ápice por encima de sus iguales —dijo Bíbulo—. ¡Lucharé contra él hasta que me muera!

—Es otro Cayo Mario —dijo Catón.

Pero Bíbulo pareció despreciativo.

—¿Mario? ¡No, Catón, no! Cayo Mario sabía que no podría ser nunca rey de Roma, no era más que un hacendado de Arpinum, como su igualmente bucólico primo Cicerón. César no es ningún Mario, créeme. César es otro Sila, y eso es mucho peor.

—Las lágrimas no son una acción correcta cuando se derraman por motivos que no las merecen —le dijo el padre—. Te comportarás como un verdadero estoico y dejarás ese llanto tan poco varonil. No puedes tener a tu madre, y se acabó. Porcia, llévatelo de aquí. La próxima vez que lo vea, confío en ver a un hombre, no a un bebé mocoso y llorón.

—Yo haré que lo comprenda —dijo Porcia mirando a su padre con ciega adoración—. Mientras estemos contigo, pater, todo está bien. Es a ti a quien amamos más, no a mamá.

Catón se quedó petrificado.

—¡No améis nunca a nadie! —gritó—. ¡Nunca, nunca améis! ¡Un estoico no ama! ¡Un estoico no necesita que le amen!

En julio de aquel año Marco Porcio Catón fue elegido cuestor, y le tocó en suerte ser el senior de los tres cuestores urbanos; sus dos colegas eran el gran aristócrata plebeyo Marco Claudio Marcelo y un tal Lolio, un miembro de aquella familia picentina que Pompeyo el Grande estaba introduciendo felizmente en el meollo de la influencia romana del Senado y los Comicios.

Con algunos meses por delante antes de asumir el cargo de hecho, y antes de que le estuviera permitido asistir a las sesiones del Senado, Catón dedicó sus días a estudiar comercio y derecho mercantil; contrató a un tenedor de libros del Tesoro jubilado para que le enseñase cómo los tribuni aerarii que estaban al frente de aquel terreno realizaban la contabilidad, y se estudió laboriosamente todo aquello que no le entraba de un modo natural hasta que supo tanto acerca de las finanzas del Senado como sabía César, sin dar se cuenta de que lo que a él le costaba tanto esfuerzo, su enemigo reconocido lo había comprendido casi al instante.

Los cuestores se tomaban su obligación a la ligera y nunca se molestaban preocupándose demasiado con una vigilancia auténtica de lo que ocurría en el Tesoro; la parte importante del trabajo para el cuestor urbano corriente era la coordinación con el Senado, que debatía y luego delegaba adónde debía destinarse el dinero del Estado. Era práctica aceptada echar una mirada por encima a los libros que los funcionarios del Tesoro les dejaban ver de vez en cuando y aceptar las cifras del Tesoro cuando el Senado estudiaba las finanzas de Roma. Los cuestores también les procuraban favores a sus parientes y amigos, siempre que esas personas estuviesen en deuda con el Estado, haciendo la vista gorda ante el caso concreto u ordenando que los nombres en cuestión se borrasen de los archivos oficiales. En resumen, los cuestores con destino en Roma se limitaban a permitir que el personal fijo del Tesoro se ocupara de sus asuntos e hiciera su trabajo. Y, ciertamente, ni el personal fijo del Tesoro ni Marcelo ni Lolio, los otros dos cuestores urbanos, tenían la más remota idea de que las cosas iban a cambiar radicalmente.

Catón no tenía intención de comportarse con laxitud. Pensaba ser más concienzudo dentro del Tesoro que Pompeyo el Grande en el Mare Nostrum. Al alba del quinto día de diciembre, el día que iba a tomar posesión del cargo, allí estaba Catón llamando a la puerta lateral del sótano del templo de Saturno, nada complacido al enterarse de que el sol tenía que estar bien alto antes de que nadie acudiese allí a trabajar.

—La jornada de trabajo empieza al amanecer —le indicó Catón al jefe del Tesoro, Marco Vibio, cuando este personaje llegó sin aliento después de que un preocupado empleado le había enviado aviso con urgencia.

—No hay ninguna norma a tal efecto —repuso suavemente Marco Vibio—. Nosotros trabajamos dentro de un horario que establecemos nosotros mismos, y es un horario flexible.

—¡Tonterías! —dijo Catón con desprecio—. Yo soy el guardián electo de estos locales, y pienso encargarme de que el Senado y el pueblo de Roma le saquen jugo hasta el último sestercio del dinero de los impuestos. ¡Esos impuestos sirven para pagarte a ti y al resto de las personas que trabajan aquí, no lo olvides!

No fue un buen comienzo. A partir de entonces las cosas fueron empeorando cada vez más para Marco Vibio. Se le había echado encima un fanático. Cuando en el pasado, en algunas raras ocasiones, se había encontrado maldecido por algún cuestor protestón, Marco Vibio había procedido a poner al tipo en cuestión en su lugar ocultándole todo el conocimiento especializado del trabajo; como no tenían conocimientos del Tesoro, los cuestores sólo podían hacer lo que se les permitía hacer. Desgraciadamente, aquello no detuvo a Catón, quien demostró que conocía tanto acerca del funcionamiento del Tesoro como el propio Marco Vibio. ¡Y posiblemente más!

Catón había llevado consigo varios esclavos y se había ocupado de que se les entrenase en distintos aspectos de las actividades del Tesoro, y cada día se presentaba allí al alba con su pequeño séquito para sacar completamente de sus casillas a Vibio y a sus subalternos. ¿Qué era esto? ¿Qué era aquello? ¿Dónde estaba esto y lo otro? ¿Cuándo habían ocurrido tal cosa y tal otra? ¿Cómo es que ocurría cualquier cosa? Y así sucesivamente. Catón era persistente hasta el punto de resultar insultante, era imposible sacárselo de encima con respuestas convincentes y resultaba insensible a la ironía, al sarcasmo, a los improperios a la adulación, a las excusas y a los síncopes.

«¡Me siento como si todas las furias me estuvieran acosando más duramente de lo que nunca acosaron a Orestes! —decía jadeante Marco Vibio al cabo de dos meses de sufrir aquello, cuando hizo acopio de valor para buscar solaz y ayuda en su patrón, Catulo—. No me importa lo que tengas que hacer para que Catón se calle y se mande mudar. ¡Sólo quiero que lo hagas! He sido tu cliente leal y devoto durante más de veinte años, soy tribunus aerarius de primera clase, y ahora me encuentro con que tanto mi cordura como mi puesto están en peligro. ¡Líbrame de Catón!».

El primer intento fracasó de un modo miserable. Catulo le propuso a la Cámara que se le encomendase a Catón una tarea especial, la comprobación de las cuentas del ejército, ya que era tan brillante verificando cuentas. Pero Catón se mantuvo firme en sus trece y recomendó los nombres de cuatro hombres a los que podía emplearse temporalmente en un trabajo que a ningún cuestor electo debería solicitársele que hiciera. Gracias, él seguiría haciendo aquello para lo que estaba allí.

Después Catulo pensó en tácticas más astutas, ninguna de las cuales dio resultado. Mientras tanto, la escoba que barría hasta el último rincón del Tesoro no se cansaba ni se desgastaba nunca. En marzo empezaron a rodar cabezas. Primero uno, luego dos, luego tres, cuatro y cinco funcionarios del Tesoro se encontraron con que Catón había puesto fin a sus ocupaciones y les había vaciado los escritorios. Y en abril dejó caer el hacha; Catón despidió a Marco Vibio y añadió el insulto al daño producido al hacer que lo procesaran por fraude.

Limpiamente atrapado en aquella trampa, a Catulo no le quedó otro remedio que defender en persona a Vibio ante el tribunal. Con sólo un día de airear las pruebas, Catulo tuvo bastante para saber que iba a perder el caso. Era hora de apelar al sentido de la oportunidad de Catón, a los preceptos clásicos del sistema que existía entre cliente y patrón.

—Mi querido Catón, debes detenerte —le dijo Catulo cuando el tribunal levantó la sesión por aquel día—. Ya sé que el pobre Vibio no ha sido tan cuidadoso como quizás debería haberlo sido. ¡Pero es uno de nosotros! Despide a todos los empleados y tenedores de libros que quieras, pero ¡deja al pobre Vibio en su empleo, por favor! Te doy mi solemne palabra como consular y antiguo censor de que de ahora en adelante Vibio tendrá una conducta impecable. ¡Pero detén este horrible procesamiento! ¡Déjale algo a ese hombre!

Todo esto lo había dicho con suavidad, pero Catón sólo tenía un volumen de voz, y era hablar a voz en grito. Voceó la respuesta en aquel acostumbrado tono estentóreo suyo, lo que detuvo cualquier movimiento a su alrededor. Todos los rostros se volvieron; todas las orejas se aguzaron para escuchar.

—¡Quinto Lutacio, deberías avergonzarte de ti mismo! —chilló Catón—. ¿Cómo podrías ser tan ciego para tu propia dignitas como para tener la frescura de recordarme que eres consular y antiguo censor, y luego intentar engatusarme para que no cumpla con el deber que he jurado? Bien, permite que te diga que me sentiré avergonzado si me veo obligado a llamar a los alguaciles de la corte para que te echen por intentar interferir en el curso de la justicia romana. ¡Porque eso es precisamente lo que estás haciendo, interferir en la justicia romana!

Tras lo cual se marchó con paso majestuoso, dejando a Catulo plantado, desprovisto de habla y tan perplejo que, cuando el caso se reanudó al día siguiente, ni siquiera apareció para ejercer la defensa. En cambio trató de exculparse de su deber de patrón convenciendo al jurado para que emitiera un veredicto de ABSOLVO aunque Catón lograse presentar más pruebas condenatorias de las que presentara en su día Cicerón para hallar culpable a Verres. No recurriría al soborno; hablar era más barato y más ético. Uno de los miembros del jurado era Marco Lolio, el colega de Catón en el cargo de cuestor, quien accedió a votar en favor del perdón. Se encontraba, sin embargo, extremadamente enfermo, de manera que Catulo hizo que lo llevasen al juicio en una litera. Cuando se emitió el veredicto, fue ABSOLVO. El voto de Lolio había empatado al jurado, y un empate en la votación del jurado significaba el perdón.

¿Derrotó aquello a Catón? No, en absoluto. Cuando Vibio apareció en el Tesoro se encontró con que Catón le bloqueaba el paso. Y Catón no consintió en devolverle su empleo. Al final incluso Catulo, a quien habían llamado para que presidiera la desagradable escena pública que se había montado a la puerta del Tesoro, tuvo que darse por vencido. Vibio había perdido su puesto, y así se iba a quedar. Luego Catón se negó a pagarle a Vibio el salario que se le debía.

—¡Tienes que pagarle! —le gritó Catulo.

—¡No tengo por qué hacerlo! —gritó a su vez Catón—. Ha estafado al Estado, le debe al Estado mucho más que su sueldo. Deja que eso ayude a compensar a Roma.

—¿Por qué, por qué, por qué? —le exigió Catulo—. ¡Vibio ha sido absuelto!

—¡Yo no estoy dispuesto a aceptar el voto de un hombre enfermo! —voceó Catón—. Lolio no se hallaba en sus cabales a causa de la fiebre.

Y así hubo que dejarlo. Absolutamente seguros de que Catón perdería, los supervivientes del Tesoro habían estado planeando toda clase de celebraciones. Pero cuando Catulo tuvo que llevarse de allí a Vibio sumido en llanto, los supervivientes del Tesoro captaron finalmente la indirecta. Como por arte de magia todas las cuentas y todos los libros cuadraron perfectamente; a los deudores se les obligó a rectificar años de pagos no efectuados, y a los acreedores de repente se les reembolsaron sumas acumuladas durante años. Marcelo, Lolio, Catulo y el resto del Senado también captaron la indirecta. La gran guerra del Tesoro había terminado, y sólo un hombre quedaba en pie: Marco Porcio Catón, a quien toda Roma alababa, asombrada de que el gobierno de Roma hubiera sacado a la luz por fin a un hombre tan incorruptible que no se le podía comprar. Catón se había hecho famoso.

—¡Lo que no comprendo es lo que Catón se propone hacer con su vida! —le dijo un conmocionado Catulo a su muy amado cuñado Hortensio—. ¿Cree realmente que puede conseguir votos siendo completamente incorruptible? Eso quizás de resultado en las elecciones tribales, pero si continúa como ha empezado nunca ganará una elección en las Centurias. Nadie de la primera clase lo votará.

Hortensio se inclinó por contemporizar.

—Comprendo que te ha puesto en una situación comprometida, Quinto, pero debo decir que más bienio admiro. Aunque tienes razón. Nunca ganará las elecciones a cónsul en las Centurias. ¡Imagínate la clase de pasión que hace falta para producir la integridad que posee Catón! ¡No eres más que un diletante caprichoso con más dinero que sentido común! —gruñó Catulo, que había acabado por perder los estribos.

Después de haber ganado la gran guerra del Tesoro, Marco Porcio Catón emprendió la búsqueda de nuevos campos a los que dedicar sus esfuerzos, y los encontró cuando se puso a examinar con detenimiento los archivos financieros que estaban almacenados en el Tabulario de Sila. Quizás fueran antiguos, pero una serie de cuentas, muy bien llevadas, le sugirieron cuál iba a ser el tema de su siguiente guerra. Los archivos especificaban detalladamente a todos aquellos a quienes durante la dictadura de Sila se les había pagado la cantidad de dos talentos por proscribir hombres como traidores al Estado. Por sí mismos no decían nada más de lo que podían expresar las cifras, pero Catón empezó a investigar a cada una de las personas a las cuales se les habían pagado dos talentos —y a veces varios lotes de dos talentos— con vistas a procesar a todos aquellos que resultase que los habían obtenido mediante la violencia. En aquella época era legal matar a un hombre una vez que estaba proscrito, pero los tiempos de Sila habían pasado, y a Catón le gustaban poquísimo las oportunidades legales que aquellos odiados y vilipendiados hombres tendrían ante los tribunales actuales… aun cuando los tribunales actuales fueran retoños de Sila.

Era triste que un pequeño cáncer royera la justa virtud de los motivos de Catón, porque en aquel nuevo proyecto veía una buena ocasión de hacerle la vida difícil a Cayo Julio César. Una vez que había terminado su período anual como edil curul, a César se le había encomendado otro trabajo; se le había nombrado iudex del Tribunal de Asesinatos.

A Catón nunca se le ocurrió que César estaría dispuesto a cooperar con un miembro de los boni para juzgar a aquellos que habían recibido dos talentos tras cometer un asesinato para conseguirlos; y aunque se esperaba la acostumbrada táctica obstructiva que los presidentes de los tribunales utilizaban para quitarse de encima el compromiso de tener que juzgar a personas que estimaban que no habían de ser sometidas a juicio, Catón descubrió, muy a su pesar, que César no sólo estaba de acuerdo, sino que además estaba dispuesto incluso a ayudarle.

«Tú mándamelos, que yo los juzgo», le dijo César a Catón alegremente.

Pese a que toda Roma había sido un hervidero de rumores cuando Catón se divorció de Atilia y la devolvió a la familia de ésta sin dote, citando para ello a César como amante de la mujer, no formaba parte del carácter de César sentirse en desventaja en aquellos tratos con Catón. Y tampoco formaba parte del carácter de César tener escrúpulos de conciencia ni sentir lástima por la mala fortuna de Atilia; ella había corrido el riesgo, siempre habría podido negarse a los requerimientos que él le había hecho. De modo que el presidente del Tribunal de Asesinatos y el incorruptible cuestor hicieron bien el trabajo juntos.

Luego Catón abandonó los peces pequeños, los esclavos, los esclavos libertos y los centuriones que habían empleado aquellos dos talentos como base para hacer fortuna, y decidió acusar a Catilina del asesinato de Marco Mario Gratidiano. Esto había ocurrido después de que Sila ganó la batalla de la puerta de las Colinas de Roma, y en aquella época Mario Gratidiano era cuñado de Catilina. Más tarde Catilina heredó sus propiedades.

—Es un mal hombre y voy a cogerlo —le dijo Catón a César—. Si no lo hago, el año que viene será cónsul.

—¿Qué crees que haría si llegara a ser cónsul? —le preguntó César lleno de curiosidad—. Estoy de acuerdo en que es un mal hombre, pero…

—Si fuera cónsul se erigiría como otro Sila.

—¿Como dictador? No podría hacerlo.

Aquellos días los ojos de Catón estaban llenos de dolor, pero miraron con seriedad a las órbitas frías y pálidas de César.

—Es un Sergio; lleva en las venas la sangre más antigua de Roma, incluida la tuya, César. Si Sila no hubiera tenido la sangre adecuada, no habría podido tener éxito. Por eso no confío en ninguno de vosotros, los aristócratas. Descendéis de reyes y todos queréis ser reyes.

—Te equivocas, Catón. Por lo menos en lo que a mí respecta. En cuanto a Catilina… Bueno, las actividades que llevó a cabo bajo el dominio de Sila fueron en verdad aberrantes, así que, ¿por qué no intentarlo? Pero creo que no tendrás éxito.

—¡Oh, sí que tendré éxito! —le dijo Catón en un tono de voz muy alto—. Tengo docenas de testigos que jurarán que Catilina le cortó la cabeza a Gratidiano.

—Sería mejor que pospusieras el juicio hasta justo antes de las elecciones —le recomendó César con firmeza—. Mi tribunal es rápido, yo no pierdo el tiempo. Si lo procesas ahora, el juicio acabará antes de que se cierre el plazo de las solicitudes para presentarse como candidato a las elecciones curules. Eso significa que Catilina podrá presentarse si sale absuelto. Mientras que si lo procesas más tarde, mi primo Lucio César, que es supervisor, no permitirá nunca que se presente la candidatura de un hombre que se enfrenta a una acusación de asesinato.

—Eso sólo sirve para posponer el día aciago —repuso Catón con testarudez—. Quiero que a Catilina se le destierre de Roma y se le acabe cualquier sueño que tenga de llegar a ser cónsul.

—¡Muy bien entonces! Pero que la responsabilidad caiga sobre tu cabeza —dijo César.

La verdad era que Catón tenía la cabeza un poco revuelta e hinchada a causa de las victorias que había obtenido hasta la fecha. Sumas de dos talentos iban cayendo a chorros en el Tesoro, pues Catón insistía en hacer cumplir la ley que el cónsul y censor Lentulo Clodiano había decretado unos años antes, la cual requería que ese dinero fuera devuelto aunque se hubiera recaudado pacíficamente. Catón no tenía previsto ningún obstáculo en el caso de Lucio Sergio Catilina. Como cuestor no podía ejercer de acusador él mismo, pero dedicó mucho tiempo en pensar a quién elegiría: a Lucio Luceyo, amigo íntimo de Pompeyo y orador de gran distinción. Aquélla, como bien sabía Catón, era una astuta jugada; proclamaba a los cuatro vientos que el juicio de Catilina no estaba sometido al capricho de los boni, sino que era un asunto que los romanos debían tomarse en serio, ya que uno de los amigos de Pompeyo estaba colaborando con los boni. ¡César también!

Cuando Catilina se enteró de lo que se le avecinaba, apretó los dientes y soltó una maldición. Durante dos elecciones consulares seguidas había visto cómo se le denegaba la oportunidad de presentarse como candidato a causa de un proceso judicial; y de nuevo tenía que someterse a juicio. Ya era hora de ponerle fin a aquello, a aquellas enrevesadas persecuciones que tenían como blanco el corazón del patriciado y que se llevaban a cabo por setas como Catón, aquel descendiente de un esclavo. Durante generaciones los Sergios habían sido excluidos de los cargos más importantes de Roma debido a su pobreza, hecho que había sido igual de cierto con respecto a los Julios Césares hasta que Cayo Mario les permitió ascender de nuevo. Bien, Sila había permitido que los Sergios también ascendieran. ¡Y Lucio Sergio Catilina iba a volver a poner a su clan en la silla de marfil de los cónsules aunque tuviera que echar abajo a toda Roma para conseguirlo! Además tenía como esposa a la bella Aurelia Orestila, mujer muy ambiciosa; la amaba con locura y deseaba complacerla. Y eso significaba convertirse en cónsul.

Cuando comprendió que el juicio se celebraría mucho antes de las elecciones decidió emprender un modo de actuación: esta vez conseguiría que le absolvieran a tiempo de presentarse a cónsul… si es que lograba asegurarse la absolución. Así que fue a ver a Marco Craso e hizo un trato con el plutócrata senatorial. A cambio de que Craso le apoyase durante el juicio, Catilina se comprometía a dar impulso, cuando fuera cónsul, a los dos proyectos para cuya aprobación Craso ansiaba convencer al Senado y a la Asamblea Popular. Los galos del otro lado del Po obtendrían el derecho al voto, y Egipto sería formalmente anexionado al imperio de Roma como feudo particular de Craso.

Aunque su nombre nunca se barajó como uno de los abogados de Roma sobresalientes por su técnica, brillantez o habilidades oratorias, Craso, no obstante, poseía una formidable reputación en los tribunales a causa de su tesón y su inmensa voluntad para defender incluso al más humilde de sus clientes con el máximo empeño. También se le respetaba y consideraba en los círculos de los caballeros porque gran parte del capital de Craso estaba depositado en toda clase de aventuras mercantiles. Y en aquel tiempo todos los jurados eran tripartitos, su composición constaba de un tercio de senadores, un tercio de caballeros pertenecientes a los Dieciocho y un tercio de caballeros pertenecientes a las Centurias de tribuni aerarii de rango inferior. Por ello podía afirmarse con toda seguridad que Craso tenía una tremenda influencia con, por lo menos, dos tercios de cualquier jurado, y que aquella influencia se extendía además a aquellos senadores que le debían dinero. Todo lo cual significaba que Craso no necesitaba sobornar a un jurado para asegurarse el veredicto que deseaba; el jurado estaba dispuesto a creer que fuera cual fuese el veredicto que Craso quisiera, ése era el veredicto que había que emitir.

La defensa de Catilina era muy simple. Sí, de hecho era cierto que le había cortado la cabeza a su cuñado, Marco Mario Gratidiano; no podía negar tal acción. Pero en aquella época él había sido uno de los delegados de Sila, y había actuado siguiendo órdenes del mismo. Sila había querido la cabeza de Mario Gratidiano para lanzarla al interior de Preneste con la intención de convencer al joven Mario de que no lograría desafiar con éxito a Sila por más tiempo.

César presidió un tribunal que escuchó pacientemente al fiscal Lucio Luceyo y a su equipo de letrados ayudantes, y en seguida comprendió que aquél era un tribunal que no tenía intención alguna de declarar culpable a Catilina. Y así fue. El veredicto fue ABSOLVO por una gran mayoría, e incluso después Catón fue incapaz de encontrar pruebas contundentes de que Craso hubiera necesitado recurrir al soborno.

—Ya te lo dije —le comentó César a Catón.

—¡Todavía no ha terminado! —ladró Catón; y salió a grandes zancadas.

Había varios candidatos al consulado cuando se cerraron las propuestas, y el asunto estaba interesante. El perdón de Catilina significaba que se había afirmado en su posición, y había que considerarlo prácticamente como el seguro ganador de uno de los dos puestos. Como había dicho Catón, tenía el linaje. Y además era el mismo hombre encantador y persuasivo que había sido en la época en que cortejaba a la virgen vestal Fabia, de manera que tenía muchos seguidores. Aunque era cierto que entre tales seguidores se encontraban algunos hombres que estaban peligrosamente próximos a la ruina, eso no menguaba su poder. Además, ahora era del dominio público que Marco Craso lo apoyaba, y Marco Craso dominaba a muchísimos de los votantes de la primera clase.

Silano, el marido de Servilia, era otro de los candidatos, aunque su salud no era muy buena; de haberse encontrado sano y fuerte, le habría costado poco reunir los votos suficientes para salir elegido. Pero el sino de Quinto Marcio Rex, condenado a ser cónsul único a causa de las muertes de su colega junior y del sustituto de éste, estaba presente en la mente de todos como un obstáculo. Silano no daba la impresión de durar el año completo, y a nadie le parecía prudente permitir que Catilina llevase las riendas de Roma sin un colega, a pesar de Craso.

Otro candidato con probabilidades era el infame Cayo Antonio Híbrido, a quien César había intentado procesar infructuosamente por la tortura, mutilación y asesinato de muchos ciudadanos griegos durante las guerras griegas de Sila. Híbrido había eludido la justicia, pero la opinión pública de Roma le había obligado a exiliarse voluntariamente en la isla de Cefalonia; el descubrimiento de algunos túmulos funerarios le había producido fabulosas riquezas, así que a su regreso a Roma, al ver que había sido expulsado del Senado, lo que hizo Híbrido fue sencillamente empezar de nuevo. Primero se hizo tribuno de la plebe a fin de poder entrar de nuevo en el Senado; luego, al año siguiente, logró abrirse camino mediante sobornos hasta obtener el cargo de pretor, apoyado ardientemente por aquel ambicioso y hábil hombre nuevo que era Cicerón, cuyo agradecimiento se había ganado Híbrido. El pobre Cicerón se encontraba en un grave apuro económico ocasionado por su afición a coleccionar estatuas griegas e instalarlas en una plétora de villas campestres; fue Híbrido quien le prestó el dinero para que saliera del apuro. Desde entonces Cicerón siempre habló a su favor, y en el momento que nos ocupa lo estaba haciendo con tanto empeño que cualquiera bien habría podido deducir que Híbrido y él tenían pensado presentarse al consulado formando equipo; Cicerón era quien prestaba respetabilidad a la campaña e Híbrido quien ponía el dinero.

El hombre que habría podido suponer mayor competencia para Catilina era indudablemente Marco Tulio Cicerón, pero el problema estribaba en que Cicerón no tenía antepasados ilustres; era un homo novus, un hombre nuevo. Brillante, gran orador y con una enorme transparencia legal en su trabajo, había subido con Firmeza en el cursus honorum, pero gran parte de la primera clase de las Centurias lo tenían por un palurdo presuntuoso, y así lo consideraban también los boni. Los cónsules debían ser hombres de probados orígenes romanos procedentes de familias ilustres. Y aunque todos sabían que Cicerón era un hombre honrado dotado de gran capacidad —y sabían también que Catilina era un hombre en extremo sospechoso—, el sentimiento en Roma era que Catilina se merecía el consulado antes que Cicerón.

Cuando absolvieron a Catilina, Catón celebró una conferencia con Bíbulo y Ahenobarbo, quien había sido cuestor dos años antes; los tres estaban ahora en el Senado, lo cual significaba que estaban ya completamente atrincherados dentro del grupo más conservador, los boni.

—¡No podemos permitir que Catilina sea elegido cónsul! —rebuznó Catón—. Ha seducido al rapaz Marco Craso para que le apoye.

—Estoy de acuerdo —dijo Bíbulo con calma—. Entre ellos dos causarán estragos en la mos maiorum. El Senado se llenará de galos, y Roma tendrá otra provincia por la que preocuparse.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó Ahenobarbo, un joven más famoso por su carácter que por su inteligencia.

—Pediremos una entrevista con Catulo y Hortensio —dijo Bíbulo—, y entre todos encontraremos la manera de quitarle de la cabeza a la primera clase la idea de que Catilina se convierta en cónsul. —Se aclaró la garganta—. Y además sugiero que nombremos a Catón líder de nuestra delegación.

—¡Me niego a ser líder de ninguna clase! —gritó Catón.

—Sí, ya lo sé —dijo Bíbulo armado de paciencia—, pero el hecho sigue siendo que desde la gran guerra del Tesoro te has convenido en un símbolo para la mayor parte de Roma. Puede que seas el más joven de todos nosotros, pero también eres el más respetado. Catulo y Hortensio se dan perfectamente cuenta de ello. Por ello tú actuarás como nuestro portavoz.

—Deberías serlo tú —dijo Catón con fastidio.

—Los boni están en contra de los hombres que se creen mejores que sus iguales, y yo pertenezco a los boni, Marco. El portavoz será la persona que resulte más conveniente para cada ocasión. Y hoy esa persona eres tú.

—Lo que no acabo de comprender es por qué somos nosotros los que tenemos que pedir audiencia —intervino Ahenobarbo—. Catulo es nuestro líder, es él quien debería convocamos.

—Catulo ya no es el que era —le explicó Bíbulo—. Desde que César lo humilló en la Cámara con aquello del ariete, ha perdido empuje. —La mirada fría y plateada se trasladó ahora a Catón—. Y tú, Marco, no tuviste mucho tacto, humillándolo en público mientras Vibio estaba siendo sometido a juicio por fraude. Lo de César se veía venir, pero un hombre se desanima mucho cuando sus propios adictos acaban por censurarlo.

—¡No debió decir lo que me dijo!

Bíbulo suspiró.

—¡A veces, Catón, eres más un lastre que una ventaja!

La nota que le enviaron a Catulo para pedirle audiencia llevaba el sello de Catón y la había escrito él mismo. Catulo mandó llamar a su cuñado Hortensio —Catulo estaba casado con la hermana de Hortensio, Hortensia, y Hortensio estaba casado con la hermana de Catulo, Lutacia— con un pequeño resplandor de placer; que Catón le pidiera ayuda era un bálsamo para su orgullo herido.

—Estoy de acuerdo en que no se puede permitir que Catilina sea cónsul —dijo con rigidez—. Su trato con Marco Craso es ahora del dominio público, pues ese hombre no puede resistir la oportunidad de fanfarronear, y a estas alturas está convencido de que no puede perder. He estado pensando mucho en el asunto y he llegado a la conclusión de que deberíamos aprovecharnos del hecho de que Catilina fanfarronee acerca de su alianza con Marco Craso. Hay muchos caballeros que estiman a Craso, pero sólo porque tienen un poder limitado. Me atrevo a predecir que muchísimos caballeros no querrán ver aumentada la influencia de Craso mediante la afluencia de clientes procedentes del otro lado del Po, y tampoco como consecuencia de todo ese dinero egipcio. Sería diferente si creyeran que Craso iba a compartir con ellos Egipto, pero por suerte todos saben que Craso no reparte nunca nada. Aunque técnicamente Egipto pertenecería a Roma, en realidad se convertiría en el reino privado de Marco Licinio Craso, para sus propios intereses.

—El problema es que el resto de los candidatos resulta muy poco atractivo —dijo Quinto Hortensio—. Silano sí que lo sería si fuese un hombre saludable, cosa que evidentemente no es. Apañe de lo cual, rehusó una provincia después de cumplir su período como pretor alegando mala salud, y eso no impresionará a los votantes. Algunos de los candidatos, Minucio Termo, por ejemplo, son realmente casos perdidos.

—Está Antonio Híbrido —comentó Ahenobarbo.

Bíbulo hizo un gesto con los labios.

—Si aceptamos a Híbrido, un hombre malo, pero tan monumentalmente inactivo que no le hará ningún daño al Estado, también tendríamos que aceptar a ese engreído y molesto Cicerón.

Se hizo un lúgubre silencio, que rompió Catulo.

—Entonces lo que hay que decidir es: ¿cuál de esos dos hombres poco gratos nos parece la alternativa preferible? —preguntó lentamente—. ¿Queremos los boni a Catilina con Craso tirando triunfalmente de las cuerdas, o preferirnos a un fanfarrón de clase baja como Cicerón señoreándonos?

—A Cicerón —repuso Hortensio.

—A Cicerón —dijo Bíbulo.

—A Cicerón —indicó Ahenobarbo.

Y, de muy mala gana, Catón respondió:

—A Cicerón.

—Muy bien —dijo Catulo—, pues que sea Cicerón. ¡Oh, dioses! ¡Me resultará difícil aguantar las náuseas en la Cámara el año que viene! Un hombre nuevo arribista como cónsul de Roma. ¡Puaf!

—Entonces sugiero que el año que viene comamos frugalmente antes de las reuniones del Senado —comentó Hortensio al tiempo que hacía una mueca.

El grupo se dispersó para ir a trabajar, y durante un mes lo estuvieron haciendo con verdadero ahínco. Se hizo evidente, muy a pesar de Catulo, que Catón, de apenas treinta años, era el que más influencia poseía. La gran guerra del Tesoro y todas aquellas recompensas ofrecidas por acusar a proscritos que se habían devuelto y estaban a salvo en los cofres del Estado habían causado una estupenda impresión en la primera clase, que eran los que más habían sufrido bajo las proscripciones de Sila; Catón era un héroe para la ordo equester, y si Catón decía que había que votar a Cicerón y a Híbrido, ¡pues a esos dos era a quienes todo caballero de clase inferior a los Dieciocho tenía que votar!

El resultado fue que los cónsules electos fueron Marco Tulio Cicerón en el puesto sertior y Cayo Antonio Híbrido como su colega junior. Cicerón estaba jubiloso, sin llegar a comprender realmente que debía su victoria a circunstancias que nada tenían que ver con los méritos, la integridad ni el empuje que tenía. De no haberse presentado Catilina como candidato, Cicerón nunca habría sido elegido en modo alguno. Pero como nadie se lo explicó, se iba contoneando por el Foro Romano y por el Senado embriagado de una felicidad pródigamente salpicada de engreimiento. ¡Oh, qué año! Cónsul in suo anno, orgulloso padre por fin de un hijo varón y con su hija Tulia, de catorce años, formalmente prometida en matrimonio con el acaudalado y augusto Cayo Calpurnio Pisón Frugi. ¡Incluso Terencia se mostraba agradable con él!

Cuando Lucio Decumio oyó decir que los actuales cónsules, Lucio César y Marcio Fígulo, habían propuesto que se legislase la desaparición de los colegios de encrucijada, se vio sumido en la rabia y el horror, presa del pánico, y corrió inmediatamente a ver a su patrón, César.

—¡Esto no es justo! —le dijo lleno de ira—. ¿Acaso hemos hecho algo malo alguna vez? ¡Nosotros sólo nos ocupamos de nuestros asuntos!

Declaración que colocó a César ante un dilema, porque, como era natural, conocía las circunstancias que habían llevado a la nueva propuesta de ley.

Todo se remontaba al consulado de Cayo Pisón, tres años antes, cuando era tribuno de la plebe Cayo Manilio, un hombre de Pompeyo. Había sido tarea de Aulo Gabinio asegurar que la erradicación de los piratas recayese en Pompeyo; y después Cayo Manilio se había encargado de que Pompeyo consiguiera que se le encomendase el mando para luchar contra los dos reyes. En un aspecto esto último resultaba una tarea más fácil, gracias a la brillante manera en que Pompeyo había manejado a los piratas, pero en otro aspecto era una tarea más difícil, pues aquellos que se oponían a los mandos especiales podían darse cuenta con absoluta claridad de que Pompeyo era un hombre de enorme capacidad que quizás aprovechase aquella nueva misión para erigirse en dictador cuando regresara victorioso del Este. Y con Cayo Pisón como cónsul único, Manilio se enfrentaba a un testarudo e irascible enemigo en el Senado.

A primera vista el proyecto de ley inicial de Manilio parecía inofensivo e irrelevante para los intereses de Pompeyo: simplemente le pidió a la Asamblea Plebeya que distribuyese esclavos manumitidos por las treinta y cinco tribus, en lugar de tenerlos confinados en dos tribus urbanas, la Suburana y la Esquilina. Pero no engañó a nadie. El proyecto de ley de Manilio afectaba directamente a senadores y caballeros importantes, puesto que ellos eran los principales propietarios de esclavos y los que contaban con gran número de manumitidos entre sus clientelas.

A alguien que no estuviera familiarizado con el modo en que Roma trabajaba podría perdonársele por asumir que la ley de números aseguraría que cualquier medida que alterase la situación de los manumitidos de Roma no supondría en realidad diferencia alguna, porque la definición de pobreza extrema en Roma era la incapacidad de un hombre para poseer un único esclavo… y, desde luego, había pocos que no poseyeran un esclavo. De ahí que, aparentemente, cualquier plebiscito que distribuyera a los esclavos manumitidos por las treinta y cinco tribus debería de tener poco efecto en la cumbre de la sociedad. Pero no era ése el caso.

La inmensa mayoría de los propietarios de esclavos en Roma no tenía más que un esclavo, puede que dos. Pero no eran esclavos varones; eran hembras. Por dos razones: la primera, que el amo podía disfrutar de los favores sexuales de una esclava, y la segunda, que un esclavo era siempre una tentación para la esposa del amo, y la paternidad de los hijos resultaba sospechosa. Al fin y al cabo, ¿qué necesidad tenía un hombre pobre de un esclavo varón? Los trabajos serviles eran domésticos: lavar, acarrear agua, preparar las comidas, ayudar con los hijos, vaciar orinales; y los hombres no los hacían bien. La actitud mental no cambiaba sólo por el hecho de que una persona fuera lo bastante desafortunada como para ser esclava en lugar de libre; a los hombres les gustaba hacer cosas de hombres y despreciaban a las mujeres, a las que les tocaba hacer los trabajos más penosos.

Teóricamente a cada esclavo se le pagaba un peculium además de la manutención; esa pequeña cantidad de dinero se iba guardando para comprar la libertad. Pero en la práctica, la libertad era algo que sólo el amo pudiente podía permitirse otorgar, sobre todo por el hecho de que la manumisión llevaba consigo un impuesto del cinco por ciento. Con el resultado de que a la mayor parte de las esclavas de Roma nunca se las manumitía mientras eran útiles —y, temiendo la destitución más que el trabajo duro y no remunerado, se esforzaban por seguir siendo útiles incluso después de hacerse viejas—. Y tampoco podían permitirse pertenecer a una asociación funeraria que les permitiera pagar un funeral y un entierro decente después de su muerte. Acababan en los fosos de cal y ni siquiera había una señal en la tumba que dijera que alguna vez habían existido.

Sólo aquellos romanos con ingresos relativamente elevados y varias casas que mantener poseían muchos esclavos. Cuanto más elevada era la posición económica y social de un romano, más sirvientes utilizaba… y más probable era que contase con varones entre esos sirvientes esclavos. En estas esferas la manumisión era cosa corriente, y el período de servicio de un esclavo oscilaba entre diez y quince años, después de los cuales él —porque realmente se trataba de varones— se convertía en esclavo liberto y entraba a formar parte de la clientela de su antiguo amo. Llevaba puesto el gorro de la libertad y se convertía en ciudadano romano; si tenía esposa e hijos adultos, a éstos también se les manumitía.

El voto de los esclavos manumitidos era, no obstante, inútil a menos que —como ocurría de vez en cuando— consiguiera una gran cantidad de dinero y pudiera comprarse la calidad de miembro de una de las treinta y una tribus rurales o lograra estar económicamente cualificado para pertenecer a una clase dentro de las Centurias. Pero la gran mayoría permanecía en las tribus urbanas de Suburana y Esquilina, que eran las dos tribus mayores de Roma, aunque sólo podían emitir dos votos en las Asambleas tribales. Eso significaba que el voto de un esclavo liberto no podía afectar al resultado de la votación en una Asamblea tribal.

El proyecto de ley propuesto por Cayo Manilio, por tanto, tenía una enorme importancia. Si a los libertos de Roma se les distribuía entre las treinta y cinco tribus, podían alterar el resultado de las elecciones tribales y también la legislación, y ello a pesar de que no constituyeran mayoría entre los ciudadanos de Roma. El posible peligro radicaba en el hecho de que los esclavos manumitidos vivían dentro de la ciudad; si pertenecieran a tribus rurales, al votar en dichas tribus podrían superar en número a los auténticos miembros de la tribu rural que se encontrasen presentes en Roma en el momento de la votación. Este problema no existía para las elecciones, que se celebraban en verano, cuando muchas personas del campo se encontraban dentro de Roma, pero sí era un grave peligro en lo referente a la legislación. Se legislaba.en cualquier época del año, pero particularmente se hacía en diciembre, enero y febrero, ya que durante esos meses se producía la cima legisladora de los nuevos tribunos de la plebe, y coincidía con que los ciudadanos del campo no solían acudir a Roma.

El proyecto de ley de Manilio acabó en una derrota fulminante. Los esclavos manumitidos permanecieron en aquellas dos gigantescas tribus urbanas. Pero el hecho de que supusiera problemas para hombres como Lucio Decumio radicaba en que Manilio había buscado un apoyo contundente para su proyecto de ley en los esclavos manumitidos de Roma. ¿Y dónde se congregaban los esclavos manumitidos de Roma? En los colegios de encrucijada, pues éstos eran lugares de convivencia tan repletos de esclavos y de esclavos manumitidos como de romanos corrientes de clase humilde. Manilio había ido de un colegio de encrucijada a otro, hablando con los hombres a quienes aquella ley podría beneficiar, convenciéndolos para que fueran al Foro y le apoyasen. Conscientes de que se hallaban en posesión de un voto que carecía de valor, muchos esclavos manumitidos le habían complacido. Pero cuando el Senado y los caballeros importantes pertenecientes a las Dieciocho vieron bajar al Foro aquellas masas de esclavos manumitidos, lo único que se les ocurrió fue que allí podía haber peligro. Cualquier lugar donde los manumitidos se reuniesen había de ser declarado ilegal. Los colegios de encrucijada tenían que desaparecer.

Un colegio de encrucijada era un semillero de actividad espiritual, y había que protegerla contra las fuerzas del mal. Era un lugar donde se congregaban los lares, y los lares eran las miríadas de fantasmas que poblaban el Otro Mundo y que hallaban un foco natural para concentrar sus fuerzas en los colegios de encrucijada. Así, cada uno de ellos tenía su propio altar dedicado a los lares, y una vez al año, más o menos a principios de enero, se celebraban unas fiestas llamadas compitales que estaban dedicadas a aplacar a los lares de los colegios de encrucijada. La noche antes de las compitales todo ciudadano libre que residiera en el barrio que iba a dar a un colegio de encrucijada estaba obligado a colgar un muñeco de lana, y cada esclavo una pelota de lana; en Roma los altares estaban tan sobrecargad.os de muñecos y pelotas que uno de los deberes de los colegios de encrucijada era instalar cuerdas para contenerlos. Los muñecos tenían cabeza, y todas las personas libres tenían cabezas que los censores contaban; las pelotas no tenían cabeza, porque a los esclavos no se les contaba. No obstante, los esclavos eran una parte importante de las festividades. Como en las saturnales, celebraban las fiestas como iguales con los hombres y mujeres libres de Roma, y era deber de los esclavos —despojados de las insignias serviles— realizar la ofrenda de un cerdo bien cebado a los lares. Todo lo cual quedaba bajo la autoridad de los colegios de encrucijadas y del pretor urbano, que era su supervisor.

Así pues, un colegio de encrucijada era una hermandad religiosa. Cada uno tenía un custodio, el vilicus, que se encargaba de que los hombres del barrio se reunieran regularmente en locales gratuitos cercanos a los colegios de encrucijada y al altar de los lares; mantenían limpios el altar y el colegio de encrucijada para que no resultasen atractivos a las fuerzas del mal. Muchas de las intersecciones de las calles de Roma no tenían altar, pues éstos se limitaban únicamente a los cruces más importantes.

Uno de tales colegios de encrucijada estaba situado en la planta baja de la ínsula de Aurelia, y quedaba al cuidado de Lucio Decumio… Hasta que Aurelia lo domesticó después de haberse trasladado ella a vivir en la ínsula, Lucio Decumio había dirigido un negocio paralelo extremadamente provechoso, pues les garantizaba protección a los tenderos y a los propietarios de fábricas del barrio; cuando Aurelia se puso a ejercer aquella formidable fuerza suya y le demostró a Lucio Decumio que a ella no se la contradecía, éste solucionó el problema trasladando su negocio de protección a la parte exterior de la vía Sacra y al Vicus Fabricii, donde los colegios locales carecían de tal empresa. Aunque estaba censado en la cuarta clase y pertenecía a la tribu urbana Suburana, Lucio Decumio tenía decididamente una influencia que había que tener en cuenta.

Aliado con sus colegas custodios de otros colegios de encrucijada de Roma, había luchado con éxito contra el intento de Cayo Pisón de cenar estos colegios debido a que Manilio había sacado beneficio de ellos. Cayo Pisón y los boni, por tanto, se habían visto obligados a buscarse una víctima propiciatoria en otra parte, y habían elegido al propio Manilio, que logró sobrevivir a un juicio en el que lo acusaban de extorsión, pero luego fue declarado culpable de traición, por lo que lo exiliaron de por vida y le confiscaron hasta el último sestercio de su fortuna.

Por desgracia, la amenaza a los colegios de encrucijada no desapareció cuando Cayo Pisón dejó el cargo. Al Senado y a los caballeros de las Dieciocho se les había metido en la cabeza que la existencia de los colegios de encrucijada daba lugar a que hubiera locales exentos de alquiler donde los disidentes políticos podían reunirse y confraternizar bajo excusas religiosas. Y ahora Lucio César y Marcio Fígulo iban a prohibirlos.

Lo cual dio lugar a que Lucio Decumio apareciese, lleno de ira, en las habitaciones de César en el Vicus Patricii:

—¡No es justo! —repitió.

—Ya lo sé, papá —le dijo César suspirando.

—Entonces, ¿qué vas a hacer tú para impedirlo? —le exigió el anciano.

—Intentaré que no se lleve a cabo, papá, eso ni que decir tiene. No obstante, dudo que haya algo que yo pueda hacer. Ya sabía que vendrías a yerme, así que ya he hablado con mi primo Lucio, pero sólo me ha servido para enterarme de que Marcio Fígulo y él están completamente decididos a hacerlo. Con muy pocas excepciones, piensan declarar ilegales todos los colegios, cofradías y asociaciones de Roma.

—¿Quiénes son la excepción? —ladró Lucio Decumio con la mandíbula apretada.

—Algunas cofradías religiosas, como los judíos, las asociaciones funerarias legítimas, los colegios de funcionarios del Estado, los gremios de comerciantes.

—¡Pero nosotros somos religiosos!

—Según mi primo Lucio César, no sois lo bastante religiosos. Los judíos no beben y cotillean en las sinagogas, y los salios y los lupercos, los hermanos arvales y otros rara vez se reúnen. Los colegios de encrucijada tienen locales donde todos los hombres son muy bien recibidos, incluidos los esclavos y los manumitidos. Y por ahí se dice que es precisamente eso lo que los hace muy peligrosos en potencia.

—¿Y quién cuidará de los lares y de sus altares?

—El pretor urbano y los ediles.

—¡Ellos ya están demasiado ocupados!

—Estoy de acuerdo, papá, estoy de acuerdo de todo corazón —le dijo César—. Incluso intenté decirle eso a mi primo, pero no me hizo caso.

—¿No puedes ayudarnos, César? ¿Sinceramente?

—Votaré en contra e intentaré persuadir a tantos como pueda para que hagan lo mismo que yo. Aunque parezca extraño, hay bastantes miembros de los boni que también se oponen a esa ley; los colegios de encrucijada son una tradición muy antigua, por lo que abolirlos es una ofensa a la mos maiorum; Catón grita mucho a ese respecto. Sin embargo, se aprobará, papá.

—Tendremos que cerrar nuestras puertas.

—Oh, no necesariamente —le dijo César sonriendo.

—¡Sabía que no me abandonarías! ¿Qué vamos a hacer?

—Oficialmente perderás el puesto, pero eso sólo te supone una desventaja económica. Te sugiero que instales un bar y llames al lugar taberna, y que trabajes en ella en calidad de propietario.

—No puedo hacer eso, César. El viejo Roscio, que es el vecino de al lado, se quejaría al pretor urbano en un periquete: le hemos comprado el vino a él desde que yo era niño.

—Pues ofrécele a Roscio la concesión del bar. Si cierras el local, papá, a él se le acabará el negocio.

—¿Podrían hacer eso todos los colegios?

—¿En toda Roma, quieres decir?

—Sí.

—No veo por qué no. Sin embargo, debido a ciertas actividades que no voy a nombrar, el tuyo es un colegio rico. Los cónsules están convencidos de que los colegios se verán obligados a cerrar sus puertas porque tendrán que pagar alquileres de planta baja. Como tendrás que pagarle tú a mi madre, papá. Ella es una mujer de negocios, insistirá en que pagues. En tu caso quizás consigas un poco de descuento, pero… ¿y los otros? —César se encogió de hombros—. Dudo que la cantidad de vino que se consuma sirva para pagar los gastos.

Lucio Decumio se quedó pensando con el entrecejo fruncido.

—¿Los cónsules están al corriente de cómo nos ganamos la vida en realidad, César?

—Si yo no se lo he dicho, ¡y no se lo he dicho!, no sé quién iba a hacerlo.

—¡Entonces no hay problema! —dijo alegremente Lucio Decumio—. La mayor parte de nosotros nos dedicamos al mismo negocio de protección —resopló lleno de satisfacción—. Y además seguiremos ocupándonos de los colegios de encrucijada. No podemos dejar que los lares se alboroten, ¿verdad? Convocaré una reunión de todos los custodios… ¡Todavía les venceremos, Pavo!

—¡Así se habla, papá!

Y allá se fue Lucio Decumio, radiante de contento.

Aquel año el otoño trajo lluvias torrenciales en los Apeninos, y el Tíber inundó su valle a lo largo de doscientas millas. Hacía varias generaciones que la ciudad de Roma no padecía un desastre como aquél. Sólo las siete colinas sobresalían de las aguas: el Foro Romano, Velabrum, el Circo Máximo, el Foro Boarium y el Holitorium, toda la vía Sacra por fuera de las murallas Servias y las fábricas del Vicus Fabricii estaban inundadas. Las alcantarillas rebosaban; los edificios que carecían de cimientos firmes se derrumbaron; las escasamente pobladas cimas del Quirinal, Viminal y Aventino se convirtieron en extensos campos de refugiados; y las enfermedades respiratorias hacían estragos. El increíblemente antiguo puente de madera sobrevivió milagrosamente, quizás porque estaba situado más abajo en el río, mientras que el puente Fabricio, situado entre la isla del Tíber y el circo Flaminio, se derrumbó. Como cuando esto ocurrió el año ya estaba demasiado avanzado para presentarse a tribuno de la plebe para el año siguiente, Lucio Fabricio, que en la actualidad era el miembro prometedor de su familia, anunció que se presentaría al cargo de tribuno de la plebe al año siguiente. El cuidado de los puentes y carreteras que conducían a Roma recaía en los tribunos de la plebe, ¡y Fabricio no estaba dispuesto a permitir que ningún otro hombre reconstruyera el que era el puente de su familia! Era el puente Fabricio, y puente Fabricio seguiría siendo.

Y César recibió una carta de Cneo Pompeyo Magnus, conquistador del Este:

Bien, César, qué campaña. Los dos reyes han caído y todo parece marchar bien. No comprendo por qué Lúculo tardó tanto tiempo. Fíjate, él no podía controlar a sus tropas, y sin embargo yo tengo a todos los hombres que sirvieron bajo su mando y nunca se quejan de nada. Marco Silio te manda recuerdos; un buen hombre, por cierto. Qué lugar tan extraño es el Ponto. Ahora comprendo por qué el rey Mitrídates siempre tenía que utilizar mercenarios y gente del norte en su ejército. Hay gente en el Ponto tan primitiva que vive en los árboles. También fabrican cierta clase de licor nauseabundo hecho con ramas de todas clases, aunque no sé cómo logran bebérselo y continuar con vida. Algunos de mis hombres iban de marcha por el bosque en el este del Ponto y se encontraron en el suelo grandes recipientes de dicha sustancia. ¡Ya conoces a los soldados! Se lo engulleron todo y se lo pasaron en grande. Hasta que de repente todos cayeron de bruces, muertos. ¡Aquello los mató!

El botín es increíble. He conquistado todas esas fortalezas, de las que se dice que son inexpugnables, que él construyó por toda Armenia Parva y por el este del Ponto, desde luego. No ha resultado muy difícil. Oh, quizás no sepas de quién te estoy hablando. Me refiero a Mitrídates. Sí, bueno, los tesoros que había logrado amasar llenaban cada una de esas fortalezas —setenta y tantas en total— a rebosar. Me llevará años transportarlo todo a Roma; tengo un ejército de empleados haciendo inventario. Calculo que con ello doblaré lo que hay actualmente en el Tesoro y luego doblaré los ingresos que Roma obtenga de los tributos de ahora en adelante.

Llevé a Mitrídates a la batalla en un lugar del Ponto al que he puesto el nombre de Nicópolis —antes ya le había puesto Pompeyópolis a otra ciudad— y lo derrotamos de forma contundente. Huyó a Sinoria, donde echó mano a seis mil talentos de oro y salió corriendo Éufrates abajo para ir a reunirse con Ti granes, que tampoco lo estaba pasando muy bien que digamos. Fraates, de los partos, invadió Armenia mientras yo estaba poniendo en orden a Mitrídates, y asedió Artasata. Ti granes le venció, y los partos se volvieron a su casa. Pero eso acabó con Ti granes. ¡No estaba en condiciones de mantenerme a mí a raya, te lo aseguro! Así que solicitó la paz por su cuenta, y no dejó entrar en Armenia a Mitrídates. Entonces éste se fue hacia el norte, en dirección a Cimmeria. Lo que él no sabía era que yo había estado manteniendo correspondencia con el hijo que él había instalado en Cimmeria como sátrapa, que se llamaba Machares.

Así que dejé que Ti granes se quedara con Armenia, pero como región tributaria de Roma, y me apoderé de todo lo que queda al oeste del Éufrates junto con Sophene y Corduene. Le obligué a pagarme los seis mil talentos de oro que Mitrídates se había llevado, y le pedí doscientos cuarenta sestercios para cada uno de mis hombres.

¿Qué crees, que no me preocupaba Mitrídates? La respuesta es no. Mitrídates tiene bien cumplidos los sesenta años. Bien cumplidos, César. Táctica de Fabio. Dejé que el viejo corriera, ya no me parecía que fuera un peligro para mí. Y además yo tenía a Machares. Así que mientras Mitrídates corría, yo marchaba. De lo que le echo la culpa a Varrón, que no tiene en el cuerpo ni un hueso que no sienta curiosidad. Se moría por mojarse los dedos de los pies en el mar Caspio, y yo pensé: «Bueno, ¿por qué no?». Así que allá fuimos, en dirección nordeste.

No hubo mucho botín, pero sí demasiadas serpientes, enormes arañas malignas y escorpiones gigantescos. Resulta curioso ver cómo nuestros hombres son capaces de luchar contra toda clase de enemigos humanos sin inmutarse y luego chillan como mujeres cuando ven bichos que se arrastran por el suelo. Me mandaron una delegación para suplicarme que nos diéramos media vuelta cuando estábamos tan sólo a unas millas del mar Caspio. Y me di la vuelta. No me quedó más remedio que hacerlo. A mí también me hacen chillar los bichos que se arrastran. Y lo mismo le sucede a Varrón, quien por esta vez se quedó muy contento de mantener secos los dedos de los pies.

Probablemente sabrás que Mitrídates está muerto, pero te contaré cómo ocurrió en realidad. Llegó a Panticapaeum, en el Bósforo cimerio, y empezó a reclutar otro ejército. Había tenido la precaución de llevar consigo a muchísimas hijas, y las utilizó como cebo para conseguir la leva de escitas; se las ofreció como esposas a los reyes y a los príncipes escitas.

Tienes que admirar la persistencia del viejo, César. ¿Sabes lo que pensaba hacer? ¡Reunir un cuarto de millón de hombres y ponerse en marcha para caer sobre Italia y Roma! Iba a rodear la parte de arriba de Euxino y a bajar por las tierras de los roxolanos hasta la desembocadura del Danubio. Luego pensaba marchar Danubio arriba reuniendo a todas las tribus que hay a lo largo del camino e incorporándolas a sus ejércitos: dacios, besos, dardanios, los que quieras. Tengo entendido que Burebistas, de los dacios, se mostró muy entusiasta. ¡Luego iba a cruzar hasta Drave y el río Saya y entrar en Italia por los Alpes Carnicos!

Ah, se me olvidaba decirte que cuando llegó a Panticapaeum obligó a Machares a suicidarse. Son sanguinarios con su propia familia, nunca podré entender eso en los reyes orientales. Mientras él se encontraba muy atareado reuniendo un ejército, Phanagoria —la ciudad que hay al otro lado del Bósforo— se rebeló contra él. El líder de la rebelión era Farnaces, otro de sus hijos. Yo también había estado escribiendo a Farnaces. Mitrídates sofocó la rebelión, desde luego, pero cometió un grave error. Perdonó a Farnaces. Debía de estar quedándose sin hijos. Farnaces le pagó reuniendo un nuevo grupo de revolucionarios y arremetiendo contra la fortaleza de Panticapaeum. Aquello era el fin, y Mitrídates lo sabía. Así que asesinó a cuantas hijas le quedaban, a algunas esposas y concubinas e incluso a unos cuantos hijos que aún eran niños. Y luego se tomó una enorme dosis de veneno. Pero no dio resultado, ya que llevaba tantos años envenenándose a sí mismo de forma deliberada que se había inmunizado. La hazaña la llevó a cabo uno de los galos de su guarda personal. Atravesó al viejo con una espada. Lo enterré yo mismo en Sinope.

Mientras tanto me iba adentrando en Siria con intención de poner orden allí para que Roma pudiera heredar. No más reyes de Siria. Yo, por mi parte, ya estoy cansado de los potentados orientales. Siria se convertirá en una provincia romana, lo cual resulta mucho más seguro. Me gusta la idea de poner buenas tropas romanas contra el Éufrates: eso daría algo que pensar a los partos. También acabé con las luchas entre los griegos y árabes a los que Tigranes había desplazado. Los árabes son bastante mañosos, creo, así que envié a algunos de ellos de vuelta al desierto. Pero los compensé por ello. Abgaro —tengo entendido que le hizo la vida tan difícil en Antioquía al joven Publio Clodio que éste salió huyendo, aunque no he conseguido averiguar qué fue exactamente lo que Abgaro le hizo— es el rey de los esquenitas; luego yo puse a alguien con el tremendo nombre de Sampsiceramus a cargo de otro grupo, y así sucesivamente. Esta clase de cosas es realmente un trabajo con el que uno disfruta, César; proporciona muchas satisfacciones. Por aquí todo el mundo es muy poco práctico, y riñen y se pelean unos con otros incesantemente. Qué tontería. Es un lugar tan rico que uno diría que bien podían aprender a llevarse bien, pero no. Sin embargo, no puedo quejarme. ¡Eso significa que Cneo Pompeyo, de Picenum, tiene reyes entre su clientela! Me he ganado lo de Magnus, te lo aseguro.

La peor parte de todo resultan ser los judíos. Son un grupo verdaderamente raro. Se mostraron muy razonables hasta que Alexandra, la anciana reina, murió hace un par de años. Pero dejó dos hijos que se pusieron a pelear por la sucesión, cosa complicada además por el hecho de que para ellos la religión es tan importante como el estado. Así que uno de los hijos tiene que ser sumo sacerdote, por lo que tengo entendido. El otro hijo quería ser rey de los judíos, pero el que había de ser sumo sacerdote, Hircano, pensó que sería bonito combinar ambos cargos. Tuvieron una pequeña guerra, e Hircano fue derrotado por su hermano Aristóbulo. Luego viene un príncipe idumeo llamado Antípatro, que va y le cuchichea unas cuantas cosas a Hircano al oído y a continuación lo convence para que se alíe con el rey Aretas de los nabateos. El trato era que Hircano le entregaría doce ciudades a Aretas que estaban gobernadas por los judíos. Entonces le pusieron sitio a Aristóbulo en Jerusalén.

Envié a mi cuestor, el joven Escauro, a resolver el embrollo. Pero debí haber sido más sabio. Él decidió que era Aristóbulo quien tenía razón, y le ordenó a Aretas que volviera a Nabatea. Entonces Aristóbulo le tendió una emboscada a su hermano en Papyron o en un lugar parecido, y Aretas perdió. Yo llegué a Antioquía y me encontré con que Aristóbulo era el rey de los judíos, y Escauro no sabía qué hacer. Acto seguido me llegan regalos de ambas partes. Deberías ver el regalo que me mandó Aristó bulo; bueno, ya lo verás cuando haga mi entrada triunfal en Roma. Una cosa mágica, César, una cepa de oro puro, con racimos de uvas doradas por todas partes.

De todos modos he ordenado a ambos afectados que se reúnan conmigo en Damasco la próxima primavera. Creo que Damasco tiene un clima estupendo, así que me parece que pasaré allí el invierno y acabaré de resolver el embrollo entre Tigranes y el rey de los partos. Al que me interesa conocer es al idumeo, Antípatro. Parece, por lo que me dicen, que es un tipo listo. Probablemente esté circuncidado. Casi todos los semitas lo están. Una práctica peculiar. Yo le tengo apego a mi prepucio, tanto literalmente como metafóricamente. ¡Mira! Eso me salió bastante bien. Será porque aún tengo conmigo a Varrón, así como a Lenaeus y a Teófanes, de Mitilene. Creo que Lúculo anda pavoneándose por ahí porque se llevó consigo a Italia esa fabulosa fruta llamada cereza, pero cuando yo regrese llevaré toda clase de plantas, incluido esa especie de limón dulce y suculento que encontré en Media: una naranja limón, ¿no te parece raro? Creo que en Italia se dará bien, le conviene el verano seco y florece en invierno.

Bueno, basta de charla. Es hora de que vaya al grano y te diga por qué te escribo. Tú eres un tipo muy sutil y listo, César, y no me ha pasado inadvertido que siempre hablas a mi favor en el Senado, y con buen efecto. Nadie más lo hizo en lo referente a los piratas. Creo que pasaré otros dos años en el Este, y supongo que iré a parar a casa por la misma época aproximadamente en que tú estés dejando el cargo de pretor, si es que vas a aprovechar la ley de Sila que permite que los patricios se presenten al cargo dos años antes.

Pero yo sigo con mi política de tener por lo menos un tribuno de la plebe en mi grupo romano hasta que yo regrese a Roma. El próximo es Tito Labieno, y sé que tú lo conoces porque los dos estuvisteis entre el personal privado de Vatia Isáurico en Cilicia hace diez o doce años. Es un hombre muy bueno, procede de Cingulum, justo en el centro de mis tierras. Y listo, además. Me dice que vosotros dos os llevabais bien. Sé que no ostentarás una magistratura, pero quizás puedas echarle una mano de vez en cuando a Tito Labieno. O a lo mejor puede echártela él a ti… considérate con libertad para pedírselo. Ya le he dicho todo esto a él. Al año siguiente, el año que serás pretor, supongo, mi hombre será el hermano más joven de Mucia, Metelo Nepote. Yo debería llegar a casa en cuanto él termine en su cargo, aunque no puedo estar seguro de ello.

Así que lo que me gustaría que hicieras, César, es que estuvieras alerta por mí y por los míos. ¡Tú llegarás lejos, aunque yo no te haya dejado mucho mundo para conquistar! Nunca he olvidado que tú fuiste quien me enseñó a ser cónsul, mientras no se podía molestar al corrupto y viejo Filipo.

Tu amigo de Mitilene, Aulo Gabinio, te manda afectuosos saludos. Bien, será mejor que te lo diga. Haz lo que puedas para ayudarme a conseguir tierras para mis tropas. Es demasiado pronto para que lo intente Labieno, esa tarea pasará a Jepote. Voy a mandarlo a Roma antes de las elecciones del año que viene. Es una lástima que no puedas ser cónsul cuando se libre la lucha por conseguir mis tierras, es un poco pronto para ti. Sin embargo, puede que el problema se arrastre hasta que seas elegido cónsul, y entonces sí que podrás serme de gran ayuda. No va a resultar nada fácil.

César dejó la larga carta y apoyó la barbilla en la mano, pues tenía mucho que pensar. Aunque la encontraba ingenua, le gustaba la prosa escueta de Pompeyo y los informales apartes que hacía; con ello parecía como si Magnus se hallara presente en la habitación de un modo que las pulidas redacciones que Varrón escribía para los despachos senatoriales de Pompeyo nunca conseguían.

La primera vez que vio a Pompeyo aquel día memorable en que éste se había presentado en casa de tía Julia para pedir la mano de Mucia Tercia, César lo había encontrado detestable. Y en ciertos aspectos nunca sentiría afecto por aquel hombre. Sin embargo, los años y el trato habían suavizado de algún modo su disposición hacia Pompeyo, por el que ahora, pensó César, sentía más simpatía que antipatía. Oh, era deplorable todo lo que aquel hombre tenía de místico y de engreído, y también la patente falta de consideración que le inspiraban los procedimientos legales. Sin embargo estaba dotado, y por lo tanto era tremendamente capaz. Hasta entonces no había metido la pata muy a menudo, y cuanto mayor se hacía, con más firmeza pisaba. Craso lo aborrecía, desde luego, lo cual era una dificultad. Eso dejaba a César en medio de los dos.

Tito Labieno era un hombre cruel y bárbaro. Alto, musculoso, de pelo rizado, nariz aguileña y ojos negros y enérgicos. Se sentía tan cómodo montando a caballo como en su casa. Cuáles eran exactamente los orígenes de su linaje era algo que tenía desconcertados a muchos otros romanos aparte de César; hasta a Pompeyo se le había oído decir que creía que Mormolyce le había arrebatado el bebé recién nacido a la madre y lo había sustituido por uno suyo para que fuera educado como heredero de Tito Labieno. Era interesante que Labieno le hubiera informado a Pompeyo de que César y él se llevaban muy bien en los viejos tiempos. Y era cierto. Como los dos eran jinetes innatos, habían compartido muchas galopadas por el campo que rodeaba a Tarsos y habían tenido interminables conversaciones acerca de la táctica de combate de la caballería. Pero César no llegó a sentir simpatía por él, a pesar de que era innegable que se trataba de un hombre brillante. Labieno era alguien a quien se podía utilizar, pero en quien nunca se podía confiar.

César comprendía perfectamente por qué Pompeyo estaba lo suficientemente preocupado por el destino que esperaba a Labieno como tribuno de la plebe como para involucrar a César y pedirle que le prestara apoyo; el nuevo colegio era una mezcla particularmente rara de individuos independientes; lo más probable sería que cada uno de ellos se saliera por la tangente, y seguro que pasarían más tiempo vetándose los unos a los otros que otra cosa. Aunque en un aspecto Pompeyo se había equivocado; si César hubiera estado proyectando una variedad de tribunos de la plebe domesticados, entonces a Labieno lo habría reservado para el año en que Pompeyo empezase a ejercer presión para que se concediesen tierras a los veteranos. Lo que César sabía de Metelo Nepote indicaba que él también era un Cecilio; no tendría el temple necesario. Para aquella clase de trabajo, un fiero picentino sin antepasados y sin ningún lugar adonde ir excepto intentar subir era lo que rendía mejores resultados.

Mucia Tercia, viuda del joven Mario, esposa de Pompeyo el Grande y madre de los hijos de éste, dos chicos y una chica. ¿Por qué nunca había encontrado el momento oportuno para acercarse a ella? Quizás porque todavía sentía hacia aquella mujer lo mismo que hacia Domicia, la esposa de Bíbulo: la perspectiva de ponerle los cuernos a Pompeyo le resultaba tan atrayente a César que no hacía más que posponer la hazaña. Domicia —la prima de Ahenobarbo, el cuñado de Catón— era ya un hecho consumado, aunque Bíbulo todavía no se había enterado. ¡Ya se enteraría! ¡Qué divertido! Pero en realidad… ¿deseaba César fastidiar a Pompeyo de una manera que estuviera seguro de que Pompeyo aborreciera particularmente? Quizás necesitase a Pompeyo, de la misma manera que Pompeyo podía necesitarlo a él. Qué lástima. De todas las mujeres que tenía en la lista, la que más le apetecía a César era Mucia Tercia. Y que a ella le apetecía él era algo que César ya sabía desde hacía años. Pero… ¿valía la pena? Probablemente no. Consciente de un atisbo de remordimiento, César borró mentalmente a Mucia Tercia de la lista.

Cosa que resultó ser perfectamente oportuna. Cuando el año se acercaba a su final, Labieno regresó de sus propiedades en Picenum y se trasladó a la modestísima casa que acababa de comprar en la parte menos habitada y menos de moda del monte Palatino. Y justo al día siguiente se apresuró a ir a visitar a César lo suficientemente tarde como para que ninguna de las personas que quedasen en el apartamento de Aurelia supusiera que él era cliente de César.

—Pero no hablemos aquí, Tito Labieno —le dijo César; y se lo llevó de nuevo hacia la puerta—. Tengo habitaciones un poco más abajo en esta misma calle.

—Esto es muy bonito —le comentó Labieno cuando ya estaba sentado cómodamente en una confortable silla y tenía un vaso de vino mezclado con agua al lado.

—Considerablemente más tranquilo —dijo César, que estaba sentado en otra silla; pero no se había sentado al otro lado del escritorio, pues no deseaba que aquel hombre tuviera la impresión de que los negocios estaban en el orden del día—. Me interesa saber por qué Pompeyo no te ha reservado para dentro de dos años —continuó diciendo al tiempo que daba un sorbo de agua.

—Porque no esperaba quedarse en el Este tanto tiempo —repuso Labieno—. Hasta que decidió que no podía abandonar Siria antes de resolver la cuestión de los judíos, pensaba realmente que estaría en casa la próxima primavera. ¿No te decía eso en la carta?

De manera que Labieno estaba bien informado acerca de la carta. César sonrió.

—Tú lo conoces por lo menos tan bien como yo, Labieno. Desde luego, me ha pedido que te prestase toda la ayuda que pudiera y también me ha hablado de las dificultades con los judíos. Lo que descuidó mencionar fue que había pensado estar de vuelta en casa antes de lo que decía en la carta que iba a estar.

Aquellos ojos negros relampaguearon, pero no de risa; Labieno tenía poco sentido del humor.

—Bien, eso es, ése es el motivo. Así que en lugar de un brillante ejercicio como tribuno de la plebe, sólo voy a legislar que se permita que Magnus lleve todos los atributos triunfales en los juegos.

—¿Con o sin minim por el rostro?

Aquello sí que provocó una breve carcajada.

—¡Ya conoces a Magnus, César! No llevaría minim ni siquiera durante la vuelta triunfal propiamente dicha.

César estaba empezando a comprender la situación un poco mejor.

—¿Tú eres cliente de Magnus? —le preguntó César.

—Oh, sí. ¿Qué hombre de Picenum no lo es?

—Sin embargo no fuiste al Este con él.

—Ni siquiera utilizó a Afranio y a Petreyo cuando barrió a los piratas, aunque sí consiguió introducirlos detrás de algunos nombres importantes cuando marchó a la guerra contra los reyes. Y a Lolio Palicano y a Aulo Gabinio. Fíjate, yo no estaba en el censo senatorial, por lo cual no pude presentarme a cuestor. El único camino para que un hombre pobre entre en el Senado es convertirse en tribuno de la plebe y confiar en conseguir dinero suficiente antes de que sea nombrado el siguiente grupo de censores que lo cualifiquen a uno para quedarse en el Senado —dijo con dureza Labieno.

—Yo siempre había creído que Magnus era muy generoso. ¿No se ha ofrecido a ayudarte?

—Se guarda su generosidad para aquellos que están en situación de hacer grandes cosas para él. Podría decirse que en sus planes originales, yo era una promesa.

—Y no es una promesa muy importante ahora que lo de las insignias triunfales es lo más importante que tiene programado para ti como tribuno de la plebe.

—Exactamente.

César suspiró y estiró las piernas.

—Deduzco que te gustaría dejar detrás de ti un nombre cuando acabe tu año en el colegio —dijo.

—Pues sí.

—Ha pasado mucho tiempo desde que fuimos juntos tribunos militares bajo las órdenes de Vatia Isáurico, y lamento que en los años transcurridos desde entonces no te haya ido bien. Desgraciadamente mis finanzas no me permiten hacer ni siquiera un pequeño préstamo, y comprendo que no te convengo como patrón. Sin embargo, dentro de cuatro años seré cónsul, lo que significa que dentro de cinco años iré a una provincia. No tengo intención de ser el gobernador dócil de una provincia dócil. Donde quiera que yo vaya, habrá trabajo de sobra para un militar, y necesitaré algunas personas de calidad que trabajen como legados míos, y, en particular, un legado que tenga rango propretoriano en quien yo pueda confiar para que lleve a cabo las campañas, tanto junto a mí como sin mí. Lo que mejor recuerdo de ti es tu sentido militar. Así que haré un pacto contigo aquí y ahora. Primero, que encontraré algo para que hagas mientras seas tribuno de la plebe que hará que se te recuerde. Y segundo, que cuando me vaya como procónsul a mi provincia, me encargaré de que tú vengas conmigo como jefe de mis legados con rango de propretor —dijo César.

Labieno suspiró.

—Lo que yo recuerdo de ti, César, es tu sentido militar. ¡Qué raro! Mucia me dijo que valía la pena observarte. Me pareció que hablaba de ti con más respeto que cuando habla de Magnus.

—¿Mucia?

La mirada de aquellos ojos negros era muy tranquila.

—Eso es.

—¡Vaya, vaya! ¿Cuántas personas están al corriente? —quiso saber César.

—Ninguna, espero.

—¿No la encierra Pompeyo en su fortaleza mientras está ausente? Antes lo hacía.

—Ella ya no es una niña… si es que alguna vez lo fue —dijo Tito Labieno, cuyos ojos centellearon otra vez—. Le sucede lo que a mí, ha tenido una vida dura. Y uno aprende de la vida, cuando es dura. Encontramos la manera de hacerlo.

—La próxima vez que la veas, dile que su secreto está a salvo conmigo —le confió César sonriendo—. Si Magnus lo descubre, no encontrarás ayuda por esa parte. De manera que, ¿te interesa mi proposición?

—Me interesa muchísimo, ya lo creo.

Cuanto Labieno se marchó, César continuó sentado sin moverse. Mucia Tercia tenía un amante, y no había tenido que aventurarse a salir de Picenum para encontrarlo. ¡Qué elección más extraordinaria! No podían ocurrírsele tres hombres más diferentes entre sí que el joven Mario, Pompeyo Magnus y Tito Labieno. Aquélla era una señora realmente curiosa. ¿Le complacería Labieno más que los otros dos, o sería sencillamente una variación a la que se había visto llevada a causa de la soledad y de la falta de un campo más amplio donde elegir?

Lo que era seguro era que Pompeyo lo descubriría. Los amantes podían engañarse a sí mismos creyendo que nadie lo sabía, pero si el asunto se había llevado a cabo en Picenum, era inevitable que se descubriera. La carta de Pompeyo no indicaba que todavía hubiese chismorreos, pero era sólo cuestión de tiempo. Y entonces Tito Labieno seguramente perdería todo lo que Pompeyo hubiera podido proporcionarle, aunque estaba claro que las esperanzas que éste tuviera de conseguir el favor de Pompeyo se habían desvanecido. ¿Acaso sus intrigas con Mucia Tercia eran fruto de la desilusión que se había llevado con Pompeyo? Muy posiblemente.

Todo lo cual importaba poco; lo que ocupaba la mente de César era cómo hacer que el año de Labieno como tribuno de la plebe fuera memorable. Difícil, si es que no imposible, en aquel clima reinante de apatía política y magistrados curules poco inspirados. Casi se podía decir que la única cosa capaz de prenderles fuego debajo del trasero a aquellos perezosos era un proyecto de ley de la tierra terriblemente radical que sugiriese que se concediera a los pobres cada último iugerum del ager publicus de Roma, y eso no iba a complacer nada a Pompeyo: éste necesitaba tierras públicas de Roma como regalo para sus tropas.

Cuando los nuevos tribunos de la plebe asumieron sus cargos el décimo día de diciembre, la diversidad entre sus miembros se hizo claramente patente. Cecilio Rufo incluso tuvo la temeridad de proponer que a Publio Sila y Publio Autronio, los antiguos cónsules electos caídos en desgracia, se les permitiera volver a presentarse al consulado en el futuro; que los otros nueve colegas de Cecilio vetasen aquel proyecto de ley no supuso ninguna sorpresa. Tampoco fue una sorpresa que reaccionasen positivamente ante el proyecto de ley de Labieno que concedía a Pompeyo el derecho a llevar insignias triunfales completas en todos los juegos públicos; el proyecto se aprobó abrumadora y rápidamente.

La sorpresa la dio Publio Servilio Rulo cuando dijo que cada último iugerum del ager publicus, tanto en Italia como en las provincias, se entregara a los indigentes. ¡Sombras de los Gracos! Rulo encendió la hoguera que convirtió a las babosas senatoriales en lobos furiosos.

—Si Rulo tiene éxito, cuando Magnus regrese a casa no quedarán tierras estatales para sus veteranos —le comentó Labieno a César.

—Ah, pero Rulo no ha mencionado ese hecho —repuso César sin alterarse—. Como escogió presentar el proyecto de ley en la Cámara antes de llevarlo a los Comicios, realmente debería haber hecho mención de los soldados de Magnus.

—No tenía que mencionarlos. Todo el mundo lo sabe.

—Cierto. Pero si hay algo que todo hombre acaudalado detesta, son los proyectos de ley de tierras. El ager publicus es sagrado. Demasiadas familias senatoriales de gran influencia lo tienen arrendado y le sacan dinero. Ya es bastante malo proponer que se les de parte de esas tierras a las tropas de un general victorioso, pero ¿exigir que toda ella se le regale a esa chusma?, ¡Maldición! Si Rulo hubiera salido diciendo directamente que lo que Roma ya no posea no podrá dárselo como recompensa a las tropas de Magnus, quizás se habría ganado el apoyo de ciertos sectores muy peculiares. Pero tal como están las cosas, ese proyecto de ley fracasará.

—¿Tú te opondrás? —le preguntó Labieno.

—¡No, claro que no! Diré que lo apoyo, pero no será así —dijo César, sonriendo—. Si lo apoyo, un montón de senadores no comprometidos saltarán al ruedo para oponerse, aunque sólo sea porque a ellos no les gusta aquello que me gusta a mí. Cicerón es un ejemplo excelente. ¿Cómo llama él ahora a los hombres como Rulo? Popularis… a favor del pueblo en vez de a favor del Senado. Eso más bien se me puede aplicar a mí. Me esforzaré porque se me ponga la etiqueta de popularis.

—Enojarás a Magnus si hablas a favor de eso.

—No cuando lea la carta que voy a mandarle con una copia de mi discurso. Magnus sabe distinguir una oveja de un camero.

Labieno puso mala cara.

—Todo esto va a llevar mucho tiempo, César, pero nada de ello me concierne a mí. ¿Adónde voy yo?

—Tú has logrado que se apruebe tu proyecto de ley para concederle a Magnus las insignias triunfales en los juegos, así que ahora te pondrás a esperar con los brazos cruzados y te quedarás silbando hasta que el alboroto causado por Rulo amaine. Acuérdate de que lo mejor es ser el último hombre que quede en pie.

—Tú tienes alguna idea en la cabeza.

—No —dijo César.

—¡Oh, venga!

César sonrió.

—Descansa tranquilo, Labieno. Ya se me ocurrirá algo. Siempre se me ocurre algo.

Cuando llegó a casa, César buscó a su madre. El diminuto despacho de Aurelia era una habitación que Pompeya nunca invadía; si a ésta no le daba miedo ninguna otra cosa en su suegra, desde luego sí que le asustaba la facilidad de Aurelia para hacer ágiles sumas de números. Además, había sido una idea inteligente cederle a Pompeya el despacho de César para su uso personal —César tenía su otro apartamento para trabajar—. La tenencia del despacho y del cubículo de dormir principal, que estaba situado detrás del despacho, permitía que Pompeya quedase fuera de las otras partes, que eran los dominios de Aurelia. Se oía, procedente del despacho, el sonido de risas y charlas femeninas, pero nadie salió de aquella parte para obstaculizar el avance de César.

—¿Quién está con ella? —preguntó éste al tiempo que se sentaba en la silla situada al otro lado del escritorio de Aurelia.

La habitación era tan pequeña que un hombre más robusto que César no habría podido apretarse en el espacio que ocupaba aquella silla, pero la mano de Aurelia se hacía muy evidente en la economía y en la lógica con las cuales se había organizado: los estantes para rollos y papeles se encontraban a altura suficiente para no darse con la cabeza al levantarse de la silla, las bandejas de madera se escalonaban en aquellas partes del escritorio que no necesitaba para trabajar, y los recipientes de cuero para libros se habían relegado a los rincones más remotos de la habitación.

—¿Quién está con ella? —repitió César al ver que su madre no le contestaba.

Aurelia dejó la pluma, levantó la mirada de mala gana, flexionó la mano derecha y suspiró.

—Un grupito muy tonto —repuso.

—Eso no hace falta que me lo digas, la tontería atrae a la tontería. Pero ¿quiénes son?

—Las dos Clodias. Y Fulvia.

—¡Oh! Espabiladas además de desocupadas. ¿Anda Pompeya metida en amoríos con hombres, madre?

—Desde luego que no. Yo no permito que aquí se entretengan hombres, y cuando ella sale mando a Polixena para que la acompañe. Polixena es una mujer que me pertenece, completamente imposible de sobornar o de camelar. Desde luego, Pompeya también se lleva consigo a su propia chica, que es un poco idiota, pero te aseguro que ellas dos juntas no llegan a igualar a Polixena.

César parecía muy cansado, pensó su madre. El año que había pasado en calidad de presidente del Tribunal de Asesinatos había sido especialmente trabajoso, él lo había desempeñado con toda la meticulosidad y energía por las que ya empezaba a ser famoso. Otros presidentes de tribunales quizás perdieran el tiempo y se tomasen prolongadas vacaciones, pero César no. Naturalmente, Aurelia sabía que su hijo estaba endeudado —y cuánto debía—, pero el tiempo le había enseñado que el dinero era un tema que invariablemente causaba tensiones entre ellos. Así que, a pesar de estar ansiosa por hacerle preguntas sobre cuestiones financieras, se mordió la lengua y consiguió no decir ni una palabra. Era cierto que su hijo no dejaba que la deuda, que ahora iba creciendo rápidamente porque no podía pagar la parte principal, le deprimiese; de forma inexplicable, una parte de él creía realmente que encontraría el dinero en alguna parte; pero Aurelia también sabía que el dinero podía acechar como una sombra gris en el fondo de la más optimista y animada de las mentes. Y de la misma manera estaba segura de que aquella sombra gris yacía en el fondo de la mente de César.

Y éste continuaba involucrado en aquella relación suya con Servilia. Parecía que nada pudiera destruirla. Y además Julia, a la que le faltaba un mes para cumplir trece años, menstruaba regularmente y cada vez mostraba menos entusiasmo por Bruto. Oh, era cierto que no había nada que provocara que la niña se mostrase grosera, ni siquiera disimuladamente descortés, pero en lugar de enamorarse cada vez más de Bruto ahora que su feminidad era un hecho, resultaba evidente que su amor se estaba enfriando, y el cariño y la lástima que sintiera de niña habían sido sustituidos ahora por… ¿aburrimiento? Sí, aburrimiento. La única emoción a la que ningún matrimonio podía sobrevivir.

Todos aquéllos eran problemas que corroían a Aurelia, aunque había otros que simplemente la inquietaban. Por ejemplo, aquel apartamento se había quedado demasiado pequeño para un hombre de la posición de César. Sus clientes ya no podían reunirse allí todos a la vez, y la calle en que se encontraba no era demasiado buena para un hombre que sería cónsul senior dentro de cinco años. De este último hecho Aurelia no albergaba ninguna duda. Entre el nombre, el linaje, los modales, el aspecto, el encanto, la naturalidad y la capacidad intelectual, cualquier elección a la que César se presentase lo colocaría en los primeros puestos en lo referente al número de votos. Tenía enemigos a porrillo, pero ninguno de ellos capaz de destruir el poder que César tenía entre la primera y la segunda clases, cosa que era vital para el éxito en las Centurias. Por no hablar de que entre las clases que eran demasiado bajas para tener importancia en las Centurias, él sobresalía muy por encima de sus iguales. César se movía por entre el proletariado con la misma disposición que entre los consulares. Sin embargo no era posible abordar el tema de trasladarse a una casa adecuada sin que el dinero saliera a colación. Así que, ¿abordaba ella el problema o no? ¿Debía hacerlo o no?

Aurelia respiró profundamente y juntó las manos una sobre otra encima de la mesa, delante de su hijo.

—César, creo que el año que viene vas a presentarte a las elecciones al cargo de pretor —le comentó—, y preveo una muy seria dificultad.

—La calle en que vivimos —repuso él al instante.

Aurelia esbozó una sonrisa irónica.

—Hay una cosa de la que no me puedo quejar: de tu sagacidad.

—¿Es esto el preludio de otra discusión acerca de dinero?

—No, no lo es. O quizás fuera mejor decir que confío en que no lo sea. Con los años he logrado ahorrar una bonita cantidad, y podría hipotecar con facilidad esta ínsula. Entre ambas cosas podría darte lo suficiente para adquirir una buena casa en el Palatino o en las Carinae.

César apretó los labios.

—Eso es muy generoso por tu parte, madre, pero no quiero aceptar dinero de ti, como tampoco quiero aceptarlo de mis amigos. ¿Comprendido?

Era asombroso pensar que Aurelia tuviese ya sesenta y dos años. Ni una sola arruga le estropeaba la piel de la cara ni del cuello, quizás porque había engordado una pizca; en el único lugar en el que se le notaba la edad era en los surcos que se le habían formado a ambos lados de los orificios nasales, arrugas que le llegaban hasta las comisuras de los labios.

—Ya sabía que dirías eso —dijo ella sin perder un ápice de compostura. Luego comentó, como si no viniera a cuento—: He oído que Metelo Pío, el pontífice máximo, está achacoso.

Eso sobresaltó a César.

—¿Quién te ha dicho eso?

—Por una parte, Clodia. Su marido, Celer, dice que toda la familia está desesperadamente preocupada. Y por otra parte, Emilia Lépida. Metelo Escipión está muy abatido por el estado de salud de su padre. No ha estado bien desde que se le murió la esposa.

—Sí, es cierto que el viejo no acude a ninguna reunión últimamente —dijo César.

—Ni lo hará en el futuro. Cuando te digo que está enfermo, lo que quiero decir en realidad es que se está muriendo.

—¿Y…? —preguntó César, perplejo por una vez.

—Cuando muera, el colegio de los Pontífices tendrá que nombrar por cooptación a otro pontífice máximo. —Los ojos grandes y brillantes, que eran el rasgo más hermoso de Aurelia, destellaron y se entornaron—. Si te nombrasen a ti pontífice máximo, César, eso resolvería varios de tus problemas más apremiantes. En primer lugar, y es lo más importante de todo, ello les demostraría a tus acreedores que vas a ser cónsul sin lugar a dudas. Y eso significaría que tus acreedores estarían mejor dispuestos a prolongar el pago de tus deudas hasta que termines el año de pretor, si es necesario. Quiero decir que si te toca en suerte Cerdeña o África en el sorteo del destino de los pretores, como gobernador pretor no podrás recuperar tus pérdidas. Si ocurriese así, yo diría que tus acreedores se pondrían verdaderamente nerviosos.

El fantasma de una sonrisa ardió en los ojos de César, pero mantuvo el rostro impasible.

—Admirablemente resumido, madre —dijo.

Aurelia continuó como si él no hubiera hablado.

—En segundo lugar, el cargo de pontífice máximo te proporcionaría una espléndida residencia a expensas del Estado, y es una posición de por vida, la domus publica sería perpetuamente. Está dentro del mismo Foro, es muy grande y resulta muy adecuada. De manera que he empezado a solicitar votos en tu nombre entre las esposas de tus colegas sacerdotes —terminó su madre con voz tan serena y tranquila como siempre.

César suspiró.

—Es un plan admirable, madre, pero tú, igual que me sucede a mí, no puedes llevarlo a cabo. Entre Catulo y Vatia Isáurico, ¡por no hablar de por lo menos la mitad de los demás miembros del colegio!, no tengo la mínima oportunidad. Por una parte, el puesto normalmente recae en alguien que ya haya sido cónsul. Y por otra, todos los elementos más conservadores del Senado adornan este colegio. Yo no soy de su gusto.

—No obstante me pondré a ello —le dijo Aurelia.

Y en ese preciso momento César comprendió cómo podría llevarse a cabo el plan. Echó la cabeza hacia atrás y se puso a reír con estruendo.

—¡Sí, madre, ponte a ello, no dejes de hacerlo! —dijo al tiempo que se limpiaba las lágrimas de risa—. Yo sé la solución… ¡oh, que lío se va a originar!

—¿Y cuál es esa solución?

—Yo había venido a hablarte de Tito Labieno, que es, como seguramente ya sabrás, el tribuno de la plebe domesticado que Pompeyo tiene este año. Sólo para airear mis pensamientos en voz alta. Eres tan inteligente que me resultas una pared utilísima para hacer rebotar las ideas —dijo César.

Una de las finas cejas de su madre se levantó rápidamente; las comisuras de los labios le temblaban.

—¡Vaya, muchas gracias! ¿Soy mejor pared donde rebotar que Servilia?

De nuevo César lloró de tanta risa. Era raro que Aurelia sucumbiese a las insinuaciones, pero cuando lo hacía era tan ingeniosa como Cicerón.

—En serio —dijo César cuando fue capaz de hablar—, ya sé qué opinión tienes de mi relación con Servilia, pero no te creas que soy estúpido, por favor. Servilia, políticamente, es agua. Además está enamorada de mí. No obstante, no es de mi familia, y ni siquiera me fío por completo de ella. Cuando la uso a ella de pared, me aseguro bien de controlar por completo la pelota.

—Lo que dices me supone un gran alivio —dijo Aurelia—. Así pues, ¿cuál es esa brillante inspiración?

—Cuando Sila anuló la lex Domitia de sacerdotes, fue un paso más de lo que la tradición y la costumbre dictaban al quitar también el cargo de pontífice máximo de la elección tribal hecha por el pueblo. Hasta Sila, el pontífice máximo siempre había sido elegido, nunca había salido por cooptación entre sus colegas sacerdotes. Haré que Labieno legisle que la elección de sacerdotes y augures vuelva al pueblo, a las tribus. Incluido el cargo de pontífice máximo. Al pueblo le encantará la idea.

—Al pueblo le encantará cualquier cosa que sirva para borrar una ley de Sila.

—Precisamente. De manera que lo único que tengo que hacer es conseguir que se me elija pontífice máximo —dijo César al tiempo que se levantaba.

—¡Haz que Tito Labieno promulgue la ley ahora, César. No lo dejes para más tarde! Nadie puede estar seguro de cuánto vivirá Metelo Pío. Se encuentra muy solo sin su Licinia.

César le cogió la mano a su madre y se la llevó a los labios.

—Te lo agradezco, madre. El asunto se acelerará, porque es una ley que puede beneficiar a Pompeyo Magnus. Se muere de ganas de ser sacerdote o augur, pero sabe que nunca será nombrado por cooptación. Mientras que en unas elecciones triunfará rotundamente.