César y Servilia continuaron viéndose cuando ella regresó de Cumae a finales de octubre, y mantuvieron la relación absortos el uno en el otro, igual que antes. Aunque Aurelia intentaba captar algo de vez cuando, César reducía al mínimo sus informaciones sobre los avances de aquella aventura, y no le proporcionaba a su madre indicaciones sobre el grado de seriedad del asunto, ni de su intensidad. Todavía le resultaba antipática Servilia, pero eso no afectaba a su relación porque no necesitaban sentir simpatía el uno por el otro. O quizás, pensó él, el hecho de que ella le gustase le habría quitado algo vital a todo ello.
—¿Te caigo bien? —le preguntó César a Servilia el día antes de que los nuevos tribunos de la plebe asumieran el cargo.
Ella le dio primero un pecho y luego el otro, y demoró la respuesta hasta que ambos pezones se le pusieron erectos y notó que el calor empezaba a bajarle por el vientre.
—A mí no me cae bien nadie —dijo luego, subiéndose encima de él—. Odio o amo.
—¿Y es una postura cómoda?
Como Servilia carecía de sentido del humor, no interpretó que la pregunta se refiriese a la postura en que se hallaban, sino que fue directa a su verdadero significado.
—Bastante más cómoda que profesar simpatía, diría yo. He observado que cuando las personas se tienen simpatía son incapaces de actuar como debieran. Por ejemplo, posponen decirse cuatro verdades por miedo, al parecer, a que éstas causen heridas. El amor y el odio permiten decirse las cuatro verdades.
—¿Te gustaría oír una verdad? —le preguntó César sonriendo al tiempo que se quedaba absolutamente quieto; eso distrajo a Servilia; cuando la sangre le ardía necesitaba que César se moviera dentro de ella.
—¿Por qué no te callas y continúas con lo nuestro, César?
—Porque quiero decirte una verdad.
—¡Bueno, pues entonces dila! —le espetó ella bruscamente mientras se amasaba los pechos ella misma, ya que él no lo hacía—. ¡Oh, cuánto te gusta atormentar!
—A ti te gusta mucho más estar encima que estar debajo, o de lado, o de cualquier otro modo —dijo él.
—Sí, eso es verdad, me gusta. ¿Ya estás contento? ¿Podemos continuar?
—Todavía no. ¿Por qué lo que más te gusta estar es encima?
—Pues porque estoy encima, naturalmente —repuso Servilia sin comprender.
—¡Ajá! —dijo César; y la obligó a darse la vuelta—. Ahora soy yo quien está encima.
—Ojalá no lo estuvieras.
—Me alegra gratificarte, Servilia, pero no cuando ello significa que también gratifique tu sentido de poder.
—¿Qué otra salida tengo para gratificar mi sensación de poder? —le preguntó ella retorciéndose—. ¡Así resultas demasiado grande y demasiado pesado para mí!
—Tienes toda la razón en lo que se refiere a la comodidad —dijo César aprisionándola debajo de él—. No tenerle simpatía a alguien significa que uno no se siente tentado a ceder.
—Cruel —dijo ella con ojos vidriosos.
—El amor y el odio son crueles. Sólo el cariño es bondadoso.
Pero Servilia, que no le tenía simpatía a nadie, poseía su propio método de venganza; arañó a César con las bien cuidadas uñas desde la nalga izquierda hasta el hombro y dibujó con la sangre cuatro líneas paralelas. Aunque se arrepintió de haberlo hecho, porque César la cogió por ambas muñecas, se las retorció, la obligó a estar tumbada debajo de él durante lo que pareció una eternidad y luego la penetró violentamente cada vez más adentro, cada vez con más fuerza; al final ella se puso a gritar y a llorar, no sabía si de sufrimiento o de éxtasis, y durante algún tiempo estuvo segura de que el amor que sentía por él se había convertido en odio.
Lo peor de aquel encuentro no ocurrió hasta que César regresó a su casa. Aquellas cuatro rayas de color carmesí le escocían mucho, y cuando se quitó la túnica vio que seguía sangrando. Los cortes y arañazos que, en ocasiones, había sufrido en el campo de batalla le habían enseñado que tenía que pedirle a alguien que le lavase y le curase el daño, de lo contrario corría el riesgo de que se le infectase. Si Burgundo se hubiera encontrado en Roma habría sido fácil, pero por aquel entonces éste estaba viviendo, junto con Cardixa y los ocho hijos de ambos, en la villa que César tenía en Bovillae; se encargaba de cuidar de los caballos y de las ovejas que César criaba. Lucio Decumio no le serviría; no era lo bastante limpio. Y Eutico le iría con el cotilleo a su amigo, a los amigos de su amigo y a la mitad de los miembros del colegio de encrucijada. Así pues, tendría que ser su madre. Esta lo miró y dijo:
—¡Oh, dioses inmortales!
—Ojalá yo fuera uno de ellos, entonces no me dolería.
Y Aurelia salió para buscar dos palanganas, una medio llena de agua y la otra medio llena de vino fortalecido, aunque agrio, junto con unas bolas de lino egipcio limpio.
—Es mejor el lino que la lana; la lana deja pelusa en el fondo de las heridas —dijo ella empezando por el vino fuerte. Los toques que daba Aurelia no eran suaves, pero sí lo bastante concienzudos como para que a César le brotaran las lágrimas; éste estaba tumbado sobre el vientre, cubierto lo mínimo que dictaba el sentido de la decencia, y soportó los cuidados de su madre sin emitir ni un quejido. Cuando Aurelia acabase con ellas, no habría nada capaz de infectar las heridas, se consolaba César. Podría matar a un hombre de gangrena.
—¿Servilia? —le preguntó Aurelia cuando terminó, satisfecha, por fin, de haber puesto suficiente vino en los arañazos como para acobardar a cualquier cosa infecciosa que pudiera estar al acecho allí, y empezando de nuevo con el agua.
—Servilia.
—¿Qué clase de relación es ésta? —preguntó Aurelia con aire exigente.
—No es precisamente cómoda.
Y César tembló de la risa al decirlo.
—Eso ya lo veo. Podría acabar asesinándote.
—Confío en conservar el suficiente sentido de la alerta como para evitarlo.
—Aburrido no estás.
—Desde luego, aburrido no estoy, mater.
—No creo que esta relación sea saludable —se pronunció por fin Aurelia mientras le secaba el agua a César con unos toquecitos suaves—. Quizás lo más prudente sería ponerle fin, César. Su hijo está prometido en matrimonio con tu hija, lo que significa que los dos tendréis que conservar el decoro durante los años venideros. Por favor, César, acaba con ello.
—Pondré fin a este asunto cuando esté preparado para hacerlo, no antes.
—¡No, no te levantes aún! —le indicó bruscamente Aurelia—. Deja que primero se seque bien, y luego ponte una túnica limpia. —Se apartó de él y empezó a buscar en el arcón de ropa hasta que encontró una prenda que satisfizo su olfato—. Es evidente que Cardixa no está aquí, la chica encargada de lavar la ropa no hace su trabajo como debiera. Tendré que llamarle la atención mañana por la mañana. —Volvió a la cama y dejó la túnica al lado de César—. No saldrá nada bueno de esa relación, no es saludable.
A lo cual César no respondió. Cuando bajó las piernas de la cama y metió los brazos en la túnica, su madre ya no se encontraba allí. Y eso, se dijo él, era de agradecer.
El décimo día de noviembre los nuevos tribunos de la plebe tomaron posesión del cargo, pero no era Aulo Gabinio el que dominaba la tribuna. Ese privilegio le pertenecía a Lucio Roscio Otón, miembro de los boni, quien le dijo a una clamorosa multitud de caballeros importantes que ya era hora, y muy cumplida, de que se restituyeran las antiguas filas del teatro para uso exclusivo de los tribunos. Hasta la dictadura de Sila únicamente ellos habían disfrutado de las catorce filas de asientos que quedaban justo detrás de las dos primeras, que todavía estaban reservadas para los senadores. Pero Sila, que odiaba a los caballeros de cualquier clase, les había quitado ese privilegio, junto con la vida, propiedades y fortunas en metálico de otros mil seiscientos caballeros. La medida de Otón tuvo tanta aceptación que se llevó a cabo inmediatamente, sin que César, que miraba desde las escaleras del Senado, se sorprendiese en absoluto.
Los boni eran realmente brillantes en lo que se refiere al tráfico de influencias con los caballeros, ése era uno de los pilares de su continuo éxito. La siguiente reunión de la Asamblea Plebeya le interesaba a César mucho más que el panal ecuestre de Otón: Aulo Gabinio y Cayo Cornelio, los hombres de Pompeyo, tomaron posesión en ella. El primer asunto que iban a tratar era un intento de reducir los cónsules del año siguiente de dos a uno, y el modo como Gabinio lo llevó a cabo fue deliciosamente inteligente. Le pidió a la plebe que concediera al cónsul junior, Glabrio, el gobierno de una nueva provincia en el Este que habría de llamarse Bitinia-Ponto, y a continuación solicitó a la plebe que enviase a Glabrio a gobernarla un día después de jurar el cargo. Aquello dejaría a Cayo Pisón a solas para ocuparse de Roma y de Italia. El odio hacia Lúculo predispuso a los caballeros, que eran los que dominaban la plebe, en favor de ese proyecto de ley, porque ello despojaba de poder a Lúculo… y también le despojaba de las cuatro legiones que le quedaban. Lúculo, que todavía tenía la misión de luchar contra los reyes Mitrídates y Tigranes, no poseía ahora más que un título vacío.
Los sentimientos de César ante aquello eran ambivalentes. Personalmente detestaba a Lúculo, que era tan rigorista en lo referente a la forma correcta de hacer las cosas que deliberadamente elegía la incompetencia en los demás si la alternativa a ello era ignorar el protocolo apropiado. Pero el hecho seguía siendo que se había negado a conceder a los caballeros de Roma libertad para esquilmar a los pueblos autóctonos de las provincias. Cosa que era, naturalmente, el motivo por el cual los caballeros lo odiaban de forma tan apasionada y por el que se mostraban a favor de cualquier ley que pusiera en desventaja a Lúculo. Una lástima, pensó César suspirando para sus adentros. La parte de su persona que anhelaba mejores condiciones para los pueblos autóctonos de las provincias de Roma deseaba que Lúculo sobreviviera, mientras que la monumental herida que Lúculo había infligido a su dignitas al dar a entender que él se había prostituido al rey Nicomedes exigía que Lúculo cayera.
Cayo Cornelio no se hallaba tan ligado a Pompeyo como lo estaba Gabinio; era uno de esos tribunos de la plebe que se daban de vez en cuando que creían de verdad en la posibilidad de poner remedio a algunos de los males más acusados de Roma, y eso a César le gustaba… Por eso César se encontró deseoso, aunque no dijera nada, de que Cornelio no se diera por vencido una vez que su primen y pequeña reforma fuese derrotada. Lo que Cayo Cornelio le había pedido a la plebe era que prohibiese que las comunidades extranjeras recibieran dinero prestado de los usureros romanos. Los motivos que tenía para ello eran sensatos y patrióticos. Aunque los prestamistas no eran funcionarios romanos, sí que empleaban funcionarios romanos para cobrar cuando las deudas se convertían en delito. Y el resultado era que muchos extranjeros pensaban que el propio Estado estaba metido en aquel negocio de prestar dinero. El prestigio de Roma resultaba dañado por ello. Pero, desde luego, las comunidades extranjeras crédulas o desesperadas constituían una valiosa fuente de ingresos para los caballeros; así pues, no era de extrañar que Cornelio fracasase, pensó César con tristeza.
La segunda medida que propuso Cayo Cornelio también estuvo a punto de fracasar, y le enseñó a César que aquel individuo picentino era capaz de mantener los compromisos, cosa que no era frecuente entre los de su casta. Cornelio tenía intención de acabar con el poder del Senado para emitir decretos que eximieran a un individuo del cumplimiento de alguna ley. Naturalmente, sólo aquellos que eran muy ricos o que pertenecían a la aristocracia eran capaces de procurarse una exención, normalmente concedida cuando el portavoz del Senado celebraba una reunión convocada al efecto y se aseguraba de que a tal sesión asistieran las personas convenientes. Siempre celoso guardián de sus prerrogativas, el Senado se opuso a Cornelio con tanta violencia que éste comprendió que iba a perder. Así que enmendó el proyecto de ley de modo que permitía que el Senado conservase el poder de exención… pero con la condición de que sólo pudiese hacer uso de dicho poder cuando estuviera presente un quórum de doscientos senadores para emitir el decreto. Y el proyecto se aprobó.
Pero ahora el interés de César por Cayo Cornelio iba aumentando a pasos agigantados. A continuación fueron los pretores los que atrajeron la atención de César. Desde la dictadura de Sila los deberes de los mismos estaban restringidos al derecho, tanto civil como penal. Y la ley decía que cuando un pretor entraba en funciones tenía que publicar sus edicta, las normas y disposiciones según las cuales administraría personalmente justicia. El problema era que la ley no especificaba que los pretores tuvieran que atenerse a sus edicta, y en el momento en que un amigo necesitaba un favor o hubiera por medio algo de dinero que ganar, los edicta se ignoraban. Cornelio se limitó a pedir a la plebe que terminara de una vez con aquella laguna legal y obligase a los pretores a ser consecuentes con sus edicta tal como habían sido publicados. En esta ocasión la plebe comprendió con tanta claridad como César que aquella medida tenía sentido, y votó a favor de la ley.
Desgraciadamente, lo único que César podía hacer era votar. A ningún patricio se le permitía participar en los asuntos de la plebe, por eso no podía ponerse en pie en el Foso de los Comicios, ni votar en la Asamblea Plebeya, ni hablar en ella, ni formar parte en un proceso judicial que se celebrase en la misma. Ni tampoco presentarse a las elecciones como candidato a tribuno de la plebe. Así que César se limitó a permanecer con sus colegas patricios en las gradas de la Curia Hostilia, que era lo máximo que se le permitía acercarse a la plebe reunida en sesión. Las actividades de Cornelio presentaban un intrigante parecido con la forma de hacer de Pompeyo, de quien César nunca hubiese pensado que tuviera el más mínimo interés por enderezar entuertos. Pero, al fin y al cabo, quizás lo tuviera, dado que la tenaz persistencia de Cayo Cornelio se refería a gestiones que en modo alguno afectaban a los planes de Pompeyo.
Sin embargo, César dedujo que lo más probable era que Pompeyo estuviera utilizando a Cornelio para echar arena a los ojos de hombres como Catulo y Hortensio, líderes de los boni. Porque los boni se oponían de forma muy obstinada a los mandos militares especiales, y Pompeyo andaba una vez más tras la concesión de un mando especial. La mano del Gran Hombre se hizo más evidente en la siguiente propuesta de Cornelio. Cayo Pisón, destinado a gobernar él solo ahora que Glabrio se iba al Este, era un hombre colérico, mediocre y vengativo que pertenecía por completo a Catulo y a los boni. Era evidente que protestaría a voz en grito contra la concesión de cualquier mando militar para Pompeyo hasta que el techo de la Cámara del Senado temblase, con Catulo, Hortensio, Bíbulo y el resto de la jauría aullando detrás de él. Como poseía pocos atractivos aparte de su nombre, Calpurnio Pisón, y de su linaje eminentemente respetable, Pisón había tenido que recurrir a fuertes sobornos para asegurarse la elección. Ahora Cornelio proponía una nueva ley contra los sobornos; Pisón y los boni notaron un viento frío que les soplaba en la nuca, en particular cuando la plebe dejó lo suficienteniente claro que tenía intenciones de aprobar el proyecto de ley. Desde luego, cualquier tribuno de la plebe perteneciente a los boni podía interponer el veto, pero Otón, Trebelio y Globulo no estaban seguros de su propia influencia para ejercer el veto. En cambio los boni se movieron poderosamente para manipular a la plebe —y a Cornelio— y convencerlos de que accedieran a que el propio Cayo Pisón fuera quien redactase la nueva ley contra los sobornos. Lo cual, pensó César dejando escapar un suspiro, daría como resultado una ley que no pondría en peligro a nadie, y menos aún a Cayo Pisón. Al pobre Cornelio le habían hecho una buena jugarreta.
Cuando tomó la palabra Aulo Gabinio, no pronunció ni una sola frase sobre los piratas ni sobre la concesión de un mando especial para Pompeyo el Grande. Prefirió concentrarse en asuntos de poca importancia, porque era un hombre mucho más sutil y mucho más inteligente que Cornelio. Y, desde luego, menos altruista. El pequeño plebiscito, cuya aprobación logró, que prohibía que los enviados extranjeros en Roma recibieran dinero prestado en dicha ciudad, era evidentemente una versión menos drástica que la medida de Cornelio de prohibir el préstamo de dinero a las comunidades extranjeras. Pero ¿qué se proponía Gabinio cuando consiguió que se legislase la obligación del Senado de no ocuparse de otra cosa más que de las delegaciones extranjeras durante el mes de febrero? Cuando César lo comprendió se echó a reír interiormente, en silencio. ¡Qué inteligente era Pompeyo! ¡Cuánto había cambiado el Gran Hombre desde que entró en el Senado como cónsul llevando en la mano el manual de conducta de Varrón para no cometer errores embarazosos! Porque esta particular lex Gabinia sirvió para que César comprendiese que Pompeyo planeaba ser cónsul por segunda vez, y que estaba asegurando su dominio antes de que ese segundo año llegase. Nadie conseguiría más votos, así que él sería el cónsul senior. Eso significaba que tendría las fasces —y la autoridad— en enero. En febrero le tocaría el turno al otro cónsul, y en marzo las fasces volverían otra vez al cónsul senior. En abril irían al cónsul junior. Pero si en febrero el Senado tenía obligación de ocuparse exclusivamente de los asuntos extranjeros, entonces el cónsul junior no tendría ocasión de hacer notar su presencia hasta abril. ¡Brillante!
En medio de toda esta agradable turbulencia, otro tribuno de la plebe entró a formar parte de la vida de César de un modo mucho menos agradable. Este hombre era Cayo Papirio Carbón, quien presentó un proyecto de ley a la Asamblea Plebeya en el que solicitaba que se acusase al tío materno de César, Marco Aurelio Cotta, del cargo de robo de los despojos de la ciudad bitinia de Heraclea. Desgraciadamente el colega de Marco Cotta en el consulado aquel año no había sido otro que Lúculo, y era bien sabido que los dos eran amigos. El odio de Lúculo hacia los caballeros hacía que predispusiera a la plebe contra cualquier amigo o aliado suyo, por eso la plebe permitió que Carbón se saliera con la suya. El querido tío de César tendría que someterse a juicio por extorsión, pero no ante el tribunal especial que Sila había establecido para personas que gozaban de una posición social excelente, sino que el jurado de Marco Cotta estaría compuesto por varios miles de hombres que ansiaban hacer caer a Lúculo y a sus compinches.
—¡No había nada que robar! —le dijo Marco Cotta a César—. Mitrídates había utilizado Heraclea como base durante meses y luego el lugar fue asediado durante varios meses más; cuando entré allí, César, la ciudad estaba tan desnuda como una rata recién nacida. ¡Cosa que era sabido de todos! ¿Qué crees que dejaron allí trescientos soldados y marineros pertenecientes a Mitrídates? ¡Ellos se encargaron de saquear Heraclea de forma mucho más concienzuda a como Cayo Verres saqueó Sicilia!
—A mí no tienes que explicarme que eres inocente, tío —dijo César con aire lúgubre—. No puedo defenderte porque es un juicio de la plebe y yo soy patricio.
—Eso ya lo sé. Pero lo hará Cicerón.
—No lo hará, tío. ¿No has oído nada?
—¿Oír qué?
—Cicerón está abrumado por el dolor. Primero murió su primo Lucio, y luego, hace pocos días, ha muerto su padre. Por no hablar de que Terencia tiene una clase de dolencia reumática que en esta época del año empeora en Roma. ¡Y ella es quien dirige todo el cotarro! Cicerón se ha marchado a Arpinum.
—Entonces tendrán que ser Hortensio, mi hermano Lucio y Marco Craso —dijo Cotta.
—No será tan efectivo, pero bastará, tío.
—Lo dudo; de veras que lo dudo. La plebe quiere mi pellejo.
—Bueno, cualquiera que públicamente sea amigo del pobre Lúculo es un blanco para los caballeros. Marco Cotta miró irónicamente a su sobrino.
—¿El pobre Lúculo? —le preguntó—. ¡Él no es amigo tuyo!
—Cierto —dijo César—. Sin embargo, tío Marco, no puedo evitar dar mi aprobación a sus arreglos financieros en el Este. Sila le mostró el camino, pero Lúculo llegó aún más lejos. En lugar de permitir que los caballeros publicani sangrasen las provincias de Roma en el Este hasta dejarlas secas, Lúculo se ha asegurado de que los impuestos y tributos de Roma no sólo sean justos, sino además populares entre las comunidades autóctonas. Antiguamente, cuando se les permitía a los publicani que estrujasen sin piedad, quizás se consiguieran mayores beneficios para los caballeros, pero significaba también mucha animosidad contra Roma. Yo aborrezco a ese hombre, sí. Lúculo no sólo me insultó de un modo imperdonable, sino que además me negó la buena reputación militar que me merecía. Pero como administrador es soberbio, y lo siento por él.
—Es una lástima que vosotros dos no os llevaseis bien, César. En muchos aspectos sois como gemelos.
Sobresaltado, César miró fijamente al hermanastro de su madre. La mayoría de las veces no veía demasiado parecido de familia entre Aurelia y ninguno de sus tres hermanastros. ¡Pero aquel seco comentario de Marco Cotta era propio de Aurelia! Su madre estaba también allí, en los grandes ojos grises que tiraban a púrpura de Marco Cotta. Cuando el tío Marco se convertía en mater era el momento de marcharse. Además, tenía que acudir a una cita con Servilia. Pero eso también resultó ser un asunto desgraciado. Si Servilia llegaba primero, siempre la encontraba desnuda en la cama, esperándole. Pero aquel día estaba sentada en el despacho y llevaba puesta hasta la última capa de ropa.
—Quiero hablar contigo de un asunto —le dijo a César.
—¿Problemas? —le preguntó éste al tiempo que se sentaba frente a Servilia.
—Del tipo más elemental; y, pensándolo bien, inevitable. Estoy embarazada.
Ninguna emoción identificable asomó a los tranquilos ojos de César, que dijo:
—Comprendo. —Miró a Servilia con perspicacia—. ¿Y eso es una dificultad?
—En muchos aspectos. —Se humedeció los labios, una señal de nerviosismo desacostumbrada en ella—. ¿A ti qué te parece?
César se encogió de hombros.
—Estás casada, Servilia. Eso convierte el problema en cosa tuya, ¿no?
—Sí. ¿Y si es un varón? Tú no tienes ningún hijo.
—¿Estás segura de que es mío? —inquirió él rápidamente.
—De eso no cabe la menor duda —repuso Servilia poniendo énfasis en las palabras—. Hace más de dos años que no duermo en la misma cama que Silano.
—En ese caso el problema sigue siendo tuyo. Tendré que correr el riesgo de que sea un varón, porque yo no podría reconocerlo como hijo mío a menos que tú te divorciases de Silano y te casases conmigo antes de que naciera. Una vez que haya nacido dentro del matrimonio de Silano, el hijo es suyo.
—¿Estarías dispuesto a correr ese riesgo? —le preguntó Servilia.
César no titubeó.
—No. Mi intuición dice que es una niña.
—No lo sé. Nunca pensé que esto ocurriera, así que no me concentré en hacer que fuera niño o niña. Tendrá que aceptar el sexo que le toque en suerte.
Si su propia conducta era indiferente, también lo era la de ella, admitió César con cierta admiración. Era una señora que tenía un gran dominio de sí misma.
—En ese caso, Servilia, creo que lo mejor que puedes hacer es meterle prisa a Silano para que se suba a tu cama lo antes posible. ¿Ayer, supongo? Servilia movió lentamente la cabeza de un lado a otro, una negativa absoluta.
—Me temo que eso quede fuera de toda discusión —dijo—. Silano no goza de buena salud. Si dejamos de dormir juntos no fue por culpa mía, eso te lo aseguro. Silano es incapaz de mantener una erección, y eso lo llena de desconsuelo.
Ante aquella noticia César reaccionó: el aliento le salió siseando entre los dientes.
—De modo que nuestro secreto pronto ya no será un secreto —le comentó.
Servilia, cosa que fue muy meritoria para ella, no se enfadó por la actitud de César ni lo condenó por egoísta ni a causa de su desinterés por la difícil situación en que ella se veía. En muchos aspectos eran iguales, y quizás ése fuera el motivo por el que César no podía sentirse emocionalmente atado a ella: dos personas cuyas cabezas prevalecían siempre sobre sus corazones… y sobre sus pasiones.
—No necesariamente —le dijo ella esbozando una sonrisa—. Hoy veré a Silano cuando él regrese a casa del Foro. Es posible que consiga convencerle para que guarde el secreto.
—Sí, eso sería lo mejor, sobre todo si tenemos en cuenta el compromiso matrimonial de nuestros hijos. No me importa cargar con la responsabilidad de mis propios actos, pero no me siento nada cómodo con la idea de hacerles daño a Julia o a Bruto. Eso suponiendo que el resultado de nuestra aventura se convierta en un cotilleo general. —Se inclinó hacia adelante para cogerle la mano a Servilia, se la besó y sonrió mirando a la mujer a los ojos—. Lo nuestro no es una aventura corriente, ¿verdad?
—No —repuso Servilia—, cualquier cosa menos corriente. —Volvió a humedecerse los labios—. Mi estado todavía no es muy avanzado, así que podemos continuar hasta mayo o junio. Si quieres, claro.
—Oh, sí —dijo César—. Claro que quiero, Servilia.
—Me temo que después no podremos volver a vernos durante siete u ocho meses.
—Lo echaré de menos. Y a ti también. Esta vez fue ella quien le cogió la mano, aunque no se la besó, sino que se limitó a sostenérsela y a sonreír.
—Querría que me hicieras un favor durante ese tiempo, César.
—¿Cuál?
—Seducir a Atilia, la esposa de Catón.
César estalló en carcajadas.
—Quieres que me mantenga ocupado con una mujer que no tiene ninguna oportunidad de suplantarte, ¿no es así? Muy inteligente de tu parte
—Es cierto, soy inteligente. ¡Compláceme, por favor! ¡Seduce a Atilia!
Con el entrecejo fruncido, César le estuvo dando vueltas mentalmente a aquella idea.
—Catón no es un blanco que merezca la pena, Servilia. ¿Cuántos años tiene, veintiséis? Estoy de acuerdo en que en el futuro podría convertirse en una espina que se me clavara en un costado, pero prefiero esperar a que lo sea.
—¡Hazlo por mí, César, por mí! ¡Por favor!
—¿Tanto lo odias?
—Lo suficiente como para desear verlo hecho pedacitos —le confesó Servilia hablando entre dientes—. Catón no se merece una carrera política.
—El hecho de que yo seduzca a Atilia no impedirá que eso suceda, como tú bien sabes. Sin embargo… si tanto significa para ti… ¡de acuerdo!
—¡Oh, maravilloso! ¡Muchas gracias! —dijo ella resollando de contento; luego pensó en otra cosa—. ¿Por qué no has seducido nunca a Domicia, la esposa de Bíbulo? Ella le debe, desde luego, el placer de ponerle los cuernos, y él ya es un enemigo peligroso. Además Domicia es prima del marido de mi hermanastra Porcia, y eso también le haría daño a Catón.
—Supongo que en parte se debe al pájaro de presa que hay en mí. Sólo el hecho de pensar en seducir a Domicia me excita tanto que siempre estoy posponiendo el hecho en sí.
—Catón es mucho más importante para mí —dijo Servilia.
De pájaro de presa, nada, pensó ella para sus adentros mientras regresaba al Palatino. Aunque quizás él se vea como un águila, concluyó Servilia, pero la conducta que mantiene con la esposa de Bíbulo es, sencillamente, felina. El embarazo y los hijos formaban parte de la vida; y, con la excepción de Bruto, todo ello no era más que algo que había que soportar con un mínimo de incomodidad. Bruto había sido sólo de ella; era ella quien lo había alimentado, quien le había cambiado los pañales, quien lo había bañado, quien había jugado con él y quien lo había entretenido. Pero la actitud hacia sus dos hijas había sido muy diferente. Una vez que las hubo parido, las había puesto en manos de nodrizas y más o menos se había olvidado de ellas hasta que crecieron lo suficiente para necesitar una vigilancia más de acuerdo con las costumbres romanas. A esto se aplicó con mucho interés y ningún amor. Cuando cada una de ellas cumplió los seis años, las envió a la escuela de Marco Antonio Gnifón porque Aurelia se la había recomendado como muy apropiada para niñas, y no había tenido motivos para lamentar aquella decisión.
Ahora, siete años después, iba a tener un hijo fruto del amor, fruto de una pasión que gobernaba su vida. Lo que ella sentía por Cayo Julio César no era ajeno a su naturaleza, que, al ser intensa y poderosa, resultaba muy apropiada para un gran amor; no, su principal desventaja procedía de César y de la naturaleza de éste, que ella interpretaba correctamente como un carácter muy poco dispuesto a dejarse dominar por las emociones que pudieran surgir de cualquier tipo de relaciones personales. Aquella temprana e instintiva premonición la había salvado de incurrir en los errores que era corriente que las mujeres cometieran, desde poner a prueba los sentimientos de César, hasta esperar fidelidad y demostraciones abiertas de interés por otra cosa que no fuera lo que sucedía entre ellos en aquel discreto apartamento suburano.
Así que aquella tarde no había ido a verle llena de emoción y dispuesta a contarle la noticia con la esperanza de provocar en él gozo alguno o de añadir algún sentimiento de posesión de él; y había hecho bien predisponiéndose para no tener esperanzas. César no estaba ni complacido ni contrariado; como le había dicho, aquello era asunto de ella, no tenía nada que ver con él. ¿Había acariciado ella la esperanza, aunque fuese en el fondo, de que César quisiera reclamar aquel hijo? Creía que no, no se dirigía a su casa consciente de estar decepcionada o deprimida. Como César no tenía esposa, sólo una unión habría necesitado el trámite legal del divorcio: la de Silano y ella. Pero había que ver cómo Roma había condenado a Sila por divorciarse de Elia. No es que a Sila le hubiera importado, una vez que la joven esposa de Escauro había quedado libre —tras la muerte de su marido— para casarse con él. Y a César tampoco le habrían importado los rumores. Pero César tenía un sentido del honor del que Sila carecía. Oh, no era un sentido del honor particularmente estricto, estaba demasiado rodeado de lo que él pensaba de sí mismo y de lo que quería ser. César se había establecido su propio modelo de conducta que abarcaba todos los aspectos de la vida. No sobornaba a los jurados, no practicaba la extorsión en su provincia, no era un hipócrita.
Y todo ello era, ni más ni menos, la evidencia de que lo haría todo del modo más difícil; no recurriría a las técnicas diseñadas para hacer más fácil el progreso político. La confianza que César tenía en sí mismo era indestructible, y nunca dudaba ni por un momento de su capacidad para llegar hasta donde se proponía. Pero ¿reclamar este hijo como suyo y pedirle a ella que se divorciase de Silano para poder casarse antes de que naciera el niño? No, eso ni siquiera se le pasaría por la cabeza a César. Y Servilia sabía exactamente por qué. Por la única razón de que ello demostraría a sus iguales en el Foro que estaba a merced de un inferior: una mujer. Servilia deseaba desesperadamente casarse con él, desde luego, aunque no para que César reconociera la paternidad del hijo que estaba en camino. Quería casarse con él porque lo amaba con el alma tanto como con el cuerpo, porque Servilia reconocía en César a uno de los grandes romanos, a un marido digno que nunca defraudaría las esperanzas sobre actuaciones militares y políticas puestas en él, a un marido cuyo linaje y dignitas no podían hacer otra cosa que reforzar los de ella. Él era un Publio Cornelio Escipión el Africano, un Cayo Servilio Ahala, un Quinto Fabio Máximo el Contemporizador, un Lucio Emilio Paulo. Perteneciente a la auténtica aristocracia patricia —la quintaesencia de un romano—, César poseía un intelecto, una energía, una decisión y una fuerza inmensos. Un marido ideal para una mujer de la familia de los Servilios Cepiones. Un padrastro ideal para su amado Bruto.
Cuando Servilia llegó a casa no faltaba mucho para la hora de la cena, y Décimo Julio Silano, según le informó el mayordomo, se encontraba en el despacho. Se preguntó qué le ocurriría a su marido al tiempo que entraba en la habitación, donde lo encontró escribiendo una carta. A pesar de tener cuarenta años de edad, Silano parecía más cerca de los cincuenta; arrugas causadas por el sufrimiento físico le bajaban a ambos lados de la nariz, y el cabello, prematuramente gris, entonaba con la piel grisácea. Aunque se esforzaba por quedar bien como pretor urbano, las exigencias del cargo estaban minando su ya frágil vitalidad. La dolencia que padecía era lo bastante misteriosa como para haber derrotado la capacidad de diagnóstico de todos los médicos de Roma, aunque la opinión médica general era que el avance del mal resultaba demasiado lento para sugerir que existiera un peligro inminente; nadie había hallado ningún tumor palpable, ni el hígado se le había agrandado. Al cabo de dos años podría presentarse como candidato al consulado, pero Servilia ya sabía que su marido no tendría la vitalidad suficiente como para montar una campaña que lo condujese al éxito.
—¿Cómo te encuentras hoy? —le preguntó ella al tiempo que se sentaba en la silla que había delante del escritorio.
Silano había levantado la vista y le había sonreído al verla entrar, y ahora dejó la pluma sobre la mesa con cierto placer. Su amor hacia Servilia había ido en aumento a lo largo de casi diez años de matrimonio, pero su incapacidad para ser un verdadero marido para su esposa, en todos los aspectos, lo corroía más que la enfermedad. Consciente de sus innatos defectos de carácter, creyó que Servilia se volvería contra él y le llenaría de reproches y críticas después del nacimiento de Junilla, cuando la enfermedad empezó a agravarse; pero ella nunca había actuado así, ni siquiera después de que el dolor y el ardor de estómago que le invadían durante la noche le obligaron a trasladarse a otro cubículo para dormir. Cuando, en medio de la vergüenza de la impotencia, todo intento de hacer el amor concluía en fracaso, a Silano le pareció más amable y menos mortificante evitarle a su esposa su presencia física; aunque él se habría contentado con abrazos y besos, Servilia no era acogedora en el acto del amor, y tampoco era propensa al juego amoroso. Así que respondió a la pregunta de Servilia con toda sinceridad y dijo:
—Ni peor ni mejor que lo que es normal.
—Esposo, quiero hablar contigo —le dijo ella.
—Claro, Servilia.
—Estoy embarazada y tú tienes buenas razones para saber que la criatura no es tuya.
El color de Silano cambió del gris al blanco, y luego se tambaleó. Servilia se levantó de un salto de la silla y se acercó a la consola donde siempre había dos jarros y unas copas, sirvió vino sin aguar en una de ellas y sujetó a su marido mientras éste bebía presa de ligeras náuseas.
—¡Oh, Servilia! —exclamó cuando el estimulante le hizo efecto.
—Si te sirve de consuelo —le dijo Servilia que había vuelto a sentarse en la silla—, este hecho no tiene nada que ver con tu enfermedad o tus discapacidades. Aunque fueras tan viril como Príapo, yo habría caído igualmente en los brazos de ese hombre.
Silano notó cómo las lágrimas se le agolpaban en los ojos y le rodaban cada vez con más rapidez por las mejillas.
—¡Usa el pañuelo, Silano! —le indicó bruscamente Servilia.
Sacó el pañuelo y se enjugó las lágrimas.
—¿Quién es? —consiguió preguntar Silano.
—Todo a su debido tiempo. Primero necesito saber qué piensas hacer con respecto a mi situación. El padre de la criatura no se casará conmigo. Hacerlo iría en menoscabo de su dignitas, y eso para él es más importante de lo que yo podría serlo nunca. No lo culpo por ello, lo comprendo.
—¿Cómo puedes ser tan racional? —le preguntó él maravillado.
—¡No le veo ninguna utilidad a ser de otra manera! ¿Preferirías que hubiera entrado aquí gritando, llorando y convirtiendo en comidilla de todos lo que sólo es asunto nuestro?
—Supongo que no —respondió Silano cansado. Suspiró y se guardó el pañuelo—. No, claro que no. Pero eso habría demostrado que eras humana. Si hay algo en ti que me preocupa, Servilia, es tu falta de humanidad, tu incapacidad para comprender la fragilidad. Perforas como un taladro aplicado al armazón de tu vida con la habilidad y el empuje de un artesano profesional.
—Esa es una metáfora muy confusa —dijo Servilia.
—Bueno, eso es lo que siempre he notado en ti… y quizás lo que envidiaba de ti, porque yo no lo tengo. Lo admiro enormemente. Pero no es cómodo y obstaculiza la piedad.
—No malgastes conmigo tu piedad, Silano. Todavía no has respondido a mi pregunta. ¿Qué piensas hacer sobre mi situación?
Silano se puso en pie y se sostuvo agarrándose al respaldo de la silla hasta que estuvo seguro de que las piernas lo mantendrían en pie. Luego se puso a pasear arriba y abajo por la habitación durante unos instantes antes de mirar a Servilia. ¡Tan tranquila, tan compuesta, tan poco afectada por el desastre!
—Puesto que no piensas casarte con ese hombre, creo que lo mejor que puedo hacer es volver a trasladarme a nuestro dormitorio durante el tiempo suficiente para hacer que el origen del niño parezca obra mía —dijo al tiempo que regresaba a la silla. Oh, ¿por qué no podía Servilia darle al menos la satisfacción de verla relajada, aliviada o contenta? ¡No, Servilia, no! Se limitó a mantener exactamente el mismo aspecto, incluso la mirada.
—Eso es bastante sensato, Silano —comentó ella—. Es lo que yo habría hecho en tu situación, pero una nunca sabe cómo va a ver un hombre aquello que le afecta al orgullo.
—Es evidente que me afecta, Servilia, pero prefiero que mi orgullo permanezca intacto, por lo menos a los ojos de nuestro mundo. ¿Nadie lo sabe?
—Lo sabe él, pero no aireará la verdad.
—¿Tu estado es muy avanzado?
—No. Si tú y yo volvemos a dormir juntos, dudo que nadie sea capaz de adivinar por la fecha del nacimiento de la criatura que es de otra persona.
—Bueno, debes de haberte comportado con bastante discreción, porque no he oído ningún comentario, y siempre hay gente de sobra para echar a rodar ese tipo de rumores y hacerlos llegar hasta el cornudo del marido.
—No habrá ningún rumor.
—¿Quién es él? —volvió a preguntar Silano.
—Cayo Julio César, naturalmente. Yo no habría puesto en peligro mi reputación con nadie inferior a él.
—No, claro, eso no lo habrías hecho. El origen de ese hombre es tan grandioso como, según se dice, lo son sus atributos procreadores —dijo amargamente Silano—. ¿Estás enamorada de él?
—Oh, sí.
—Puedo comprender por qué, a pesar de que ese hombre me desagrada mucho. Las mujeres tienden a ponerse en ridículo por él.
—Yo no me he puesto en ridículo —le aseguró llanamente Servilia.
—Eso es cierto. ¿Y piensas volver a verlo?
—Sí. Nunca dejaré de verlo.
—Algún día se sabrá, Servilia.
—Probablemente, pero a ninguno de los dos nos conviene que lo nuestro se haga público, así que intentaremos evitarlo.
—Por lo cual supongo que yo debería mostrarme agradecido. Con un poco de suerte, estaré muerto antes de que eso ocurra.
—Yo no te deseo la muerte, marido.
Silano se echó a reír, pero no había diversión en aquella risa.
—¡Cosa por la que también debería estarte agradecido! No me extrañaría que acelerases mi muerte si creyeras que ello podría servir a tus fines.
—No sirve a mis fines.
—Eso lo comprendo. —La respiración se le había vuelto entrecortada—. ¡Oh, dioses, Servilia, vuestros hijos están formalmente comprometidos mediante contrato para casarse! ¿Cómo es posible que confíes en mantener el asunto en secreto?
—No entiendo por qué Bruto y Julia han de ponernos en peligro, Silano. No nos vemos cuando ellos están cerca.
—Ni cuando hay nadie cerca, eso es obvio. Suerte que los sirvientes te tienen miedo.
—Naturalmente.
Silano apoyó la cabeza entre las manos.
—Ahora me gustaría estar solo, Servilia. Esta se levantó inmediatamente.
—La cena estará preparada en seguida.
—Hoy no voy a cenar.
—Pues tendrías que comer —dijo ella cuando ya iba camino de la puerta—. No he pasado por alto que el dolor se te alivia durante unas horas después de comer, sobre todo cuando comes bien.
—¡Hoy no! ¡Y ahora vete, Servilia, vete!
Servilia se marchó, muy satisfecha por el resultado de aquella entrevista y en mejores relaciones con Silano de lo que había esperado estar.
La Asamblea Plebeya declaró a Marco Aurelio Cotta culpable de desfalco, le impuso una multa superior a la cantidad que alcanzaba su fortuna y le prohibió fuego y agua a menos de cuatrocientas millas de Roma.
—Lo cual me niega Atenas —le comentó él a Lucio, su hermano menor, y a César—, pero la idea de Masilla me revuelve. Así que creo que me iré a Esmirna, a reunirme con tío Publio Rutilio.
—Mejor compañía que Verres —le indicó Lucio Cotta, horrorizado por el veredicto.
—He oído decir que la plebe va a votar a Carbón insignia consular como prueba de su estima —dijo César curvando los labios.
—¿Incluso con lictores y fasces? —inquirió Marco Cotta ahogando un grito.
—Confieso que no nos vendría mal un segundo cónsul ahora que Glabrio se ha ido a gobernar su nueva provincia conjunta, tío Marco; pero aunque la plebe sea capaz de dispensar togas con bordes púrpura y sillas curules, ¡es algo nuevo para mí que pueda otorgar imperium! —dijo César bruscamente, todavía temblando de ira—. ¡Todo esto sucede por culpa de los publicani asiáticos!
—Déjalo estar, César —dijo Marco Cotta—. Los tiempos cambian, es así de simple. A esto se le podría llamar la última revancha del castigo de Sila a la ordo equester. Por suerte para mí, todos reconocimos lo que podía ocurrir y transferí la titularidad de mis tierras y mi dinero a Lucio, aquí presente.
—Los ingresos te seguirán hasta Esmirna —le aseguró Lucio Cotta—. Aunque hayan sido los caballeros los que te han causado la ruina, había algunos elementos en el Senado que también pusieron su óbolo. Exculpo de ello a Catulo, a Cayo Pisón y al resto de ese núcleo, pero Publio Sila, su secuaz Autronio y toda esa pandilla fueron una valiosa ayuda para las acusaciones de Carbón. Y también Catilina. No lo olvidaré nunca.
—Ni yo —dijo César. Intentó sonreír—. Ya sabes que te quiero muchísimo, Marco, pero ni siquiera por ti estoy dispuesto a hacer que Publio Sila se convierta en un cornudo si para ello tengo que seducir a la bruja de la hermana de Pompeyo.
Aquello provocó una carcajada, y el nuevo consuelo que resultó de que los tres hombres se imaginasen que quizás Publio Sila ya estuviera cosechando una pequeña retribución al verse obligado a vivir con la hermana de Pompeyo, una mujer que no era joven ni atractiva, aunque sí demasiado aficionada al jarro de vino.
Aulo Gabinio por fin dio el golpe hacia finales de febrero. Sólo él sabía lo difícil que había sido estar sentado mano sobre mano y engañar a Roma para que pensase que él, el presidente del Colegio de los Tribunos de la plebe, no era, al fin y al cabo, más que un peso ligero. Aunque vivía bajo el odio que suponía ser un hombre de Picenum —y la criatura de Pompeyo—, Gabinio no era precisamente un hombre nuevo. Su padre y su tío se habían sentado en el Senado antes que él, y además en los Gabinios había sangre romana respetable de sobra. Tenía la ambición de desprenderse del yugo de Pompeyo y actuar por cuenta propia, aunque el sentido común le decía que nunca sería lo bastante poderoso para encabezar su propia facción. Mejor dicho, Pompeyo el Grande no era lo bastante grande. Gabinio anhelaba aliarse con un hombre más romano, porque había muchas cosas de Picenum y de los picentinos que lo exasperaban, sobre todo la actitud que tenían hacia Roma. Pompeyo era más importante que Roma, y Gabinio encontraba eso muy difícil de aceptar. ¡Oh, era natural! En Picenum Pompeyo era un rey, y en Roma ejercía una inmensa influencia política. La mayoría de los hombres que eran de un lugar concreto se sentían orgullosos de apoyar a un paisano que había establecido su dominio sobre personas a las que generalmente se consideraba mejores.
Ese Aulo Gabinio, de tez clara y agradable apariencia, no estaba satisfecho con la idea de que tener a Pompeyo por amo fuese algo que no podía contar a nadie más que a Cayo Julio César. César y él se habían conocido en el asedio de Mitilene y se habían caído bien de inmediato. Gabinio había estado observando fascinado cómo el joven César, que tenía aproximadamente su misma edad, demostraba tener una clase de capacidad y una fuerza que hacían que él se considerase un privilegiado por ser amigo de un hombre que algún día tendría una importancia inmensa. Otros hombres tenían el mismo aspecto, la misma estatura, el físico, el encanto, incluso los antepasados; pero César tenía mucho más. Poseer un intelecto como el suyo, y a pesar de ello ser el más valiente de los valientes, ya era distinción suficiente, porque los hombres que son extraordinariamente inteligentes suelen ver demasiados riesgos en el valor. Era como si César pudiera cerrar la puerta y dejar fuera cualquier cosa que amenazase la empresa del momento. Siempre hallaba la manera exacta y más adecuada de utilizar sólo aquellas cualidades que había en él que le capacitaban para concluir aquella empresa con el máximo efecto. Y tenía un poder que Pompeyo nunca tendría, algo que emanaba de él y que doblaba todo hasta darle la forma que deseaba. Hacía las cosas al precio que fuese, no le tenía miedo a nada en absoluto. Y aunque en los años que habían transcurrido desde Mitilene no se habían visto con demasiada frecuencia, César continuaba hechizando a Gabinio. Y éste decidió que cuando llegase el día en que César dirigiera su propia facción, Aulo Gabinio sería uno de sus más incondicionales seguidores.
Sin embargo no sabía cómo iba a conseguir zafarse de sus obligaciones como cliente de Pompeyo. Este era su patrono, por ello Gabinio tenía que trabajar para él como debería hacerlo cualquier cliente como es debido. Todo lo cual significaba que una vez que decidió dar el golpe lo hizo con la intención de impresionar más al relativamente joven y oscuro César que a Cneo Pompeyo Magnus, el Primer Hombre de Roma. Su patrón. No se molestó en ir primero al Senado; desde que se habían restituido por completo los poderes de los tribunos de la plebe, eso no era preceptivo. Lo mejor era atacar al Senado sin previo aviso e informar primero a la plebe, y además en un día en que nadie pudiera sospechar que fueran a producirse cambios sísmicos. Sólo había unos quinientos hombres desperdigados aquí y allá alrededor del Foso de los Comicios cuando Gabinio subió a la tribuna para hablar. Estos constituían la plebe profesional, ese núcleo de hombres que nunca se perdía una reunión y era capaz de recitar de memoria discursos memorables enteros, por no hablar de detallados y notables plebiscitos que se remontaban en el pasado por lo menos una generación. Las gradas de la Cámara del Senado no estaban tampoco muy pobladas de gente; sólo se hallaban en ellas César, algunos de los clientes senatoriales de Pompeyo, incluidos Lucio Afranio y Marco Petreyo, y Marco Tulio Cicerón.
—¡Si alguna vez hubiéramos necesitado que nos recordasen cuán grave es para Roma el problema de los piratas, el saqueo de Ostia y la captura de nuestro primer envío de grano siciliano, hace sólo tres meses debería haber supuesto un gigantesco estímulo! —le dijo Gabinio a la plebe… y a los observadores situados en las gradas de la Curia Hostilia—. ¿Y qué hemos hecho para limpiar el Mare Nostrum de esta nociva plaga? —preguntó con un bramido—. ¿Qué hemos hecho para salvaguardar el abastecimiento de grano, para asegurar que los ciudadanos de Roma no padezcan hambrunas o no tengan que pagar por el pan más de lo que pueden permitirse, siendo como es el pan un alimento de primera necesidad? ¿Qué hemos hecho para proteger a nuestros comerciantes y a sus bajeles? ¿Qué hemos hecho para impedir que secuestren a nuestras hijas, que rapten a nuestros pretores? Muy poco, miembros de la plebe. ¡Muy poco!
Cicerón se acercó a César y le tocó un brazo.
—Estoy intrigado —le dijo—, pero no sorprendido. ¿Sabes adónde quiere ir a parar, César?
—Oh, sí.
Y Gabinio continuó hablando, disfrutando muchísimo al hacerlo.
—Lo poquísimo que hemos hecho desde que Antonio el Orador intentó llevar a cabo una purga de piratas hace más de cuarenta años tuvo sus inicios como consecuencia del reinado de nuestro dictador, cuando su leal aliado y colega Publio Servilio Vatia fue a gobernar Cilicia con órdenes de barrer a los piratas. Tenía pleno imperium de procónsul, y autoridad para reunir flotas de todas las ciudades y estados afectados por los piratas, incluidas Chipre y Rodas. Empezó en Licia, y se las vio con Zenicetes. ¡Le costó tres años derrotar a un solo pirata! Y ese pirata tenía la base en Licia, no entre las rocas y los riscos de Panfilia y Cilicia, donde se encuentran los peores piratas. El resto del tiempo que pasó en el palacio del gobernador en Tarso lo dedicó a hacer una hermosa guerrita contra una tribu de campesinos de tierra adentro, unos destripaterrones panfilios, los isauros. Cuando los derrotó y tomó cautivas a sus dos patéticas aldeas, nuestro precioso Senado le dijo que añadiera un nombre extra a Publio Servilio Vatia… Isáurico. ¡Por favor! Bien, Vatia no resulta muy inspirador, ¿no es cierto? ¡Llamarse de sobrenombre «rodillas juntas»! ¿Se le puede reprochar a ese pobre tipo que quisiera pasar de ser un Publio de la rama plebeya de los Servilios que tiene las Rodillas Juntas, a Publio Servilio Rodillas Juntas el Conquistador de los Isauros? ¡Debéis reconocer que Isáurico le añade un matiz de lustre más a un nombre de otro modo deslustrado!
Para ilustrar este punto de la argumentación, Gabinio se alzó la toga para mostrar sus bien torneadas piernas desde medio muslo hacia abajo, y se puso a caminar dando unos pasitos adelante y atrás por la tribuna con las rodillas juntas y los pies muy separados; el público respondió riéndose y vitoreándolo.
—El siguiente capítulo de esta saga —continuó diciendo Gabinio— sucedió en la isla de Creta y alrededores. Por el único motivo de que a su padre el Orador, ¡un hombre mucho mejor y más capaz que aún no había logrado hacer el trabajo!, el Senado y el pueblo de Roma le habían encomendado eliminar la piratería en el Mare Nostrum, Marco Antonio hijo se apropió de la misma misión hace unos siete años, aunque esta vez sólo el Senado se la encomendó, gracias a las nuevas normas de nuestro dictador. El primer año de su campaña Antonio orinó vino sin diluir en todos los mares al oeste del Mare Nostrum y reclamó para sí una victoria o dos, pero nunca presentó pruebas tangibles de ello, como despojos o restos de naves. Luego, hinchando las velas a base de eructos y pedos, Antonio se fue de parranda camino de Grecia. Una vez allí salió, lleno de resolución, durante dos años a luchar contra los almirantes piratas de Creta, con las desastrosas consecuencias que todos conocemos. ¡Lastenes y Panares le dieron, sencillamente, una paliza! Y al final, al destrozado hombre de tiza, ¡porque eso es lo que significa también Cretico!, no le quedó más remedio que quitarse la vida para no dar la cara ante el Senado de Roma, que le había encomendado la misión. «Después vino otro hombre de brillante apodo, ese Quinto Cecilio Metelo, que es nieto de Macedónico e hijo de Macho Cabrío: Metelo Cabrito. ¡Sin embargo, por lo visto ese Metelo Cabrito aspira a ser otro Cretico! Pero ¿resultará que Cretico significa el conquistador de los cretenses o el hombre de tiza? ¿Qué os parece a vosotros, colegas plebeyos?».
—¡Hombre de tiza! ¡Hombre de tiza! —Fue la respuesta.
Gabinio terminó en tono informal.
—Y todo eso, queridos amigos, nos lleva al presente. ¡A la debacle de Ostia, al estancamiento de Creta, a la inviolabilidad de cualquier refugio pirata desde Gades, en Hispania, hasta Gaza, en Palestina! ¡No se ha hecho nada! ¡Nada!
Como se le había descolocado un poco la toga al demostrar cómo camina un hombre que tiene las rodillas juntas, Gabinio hizo una pausa para colocársela debidamente.
—¿Qué sugieres que hagamos, Gabinio? —le gritó Cicerón desde las gradas del Senado.
—¡Vaya! ¡Hola, Marco Cicerón! —le saludó alegremente Gabinio—. ¡Y también saludo a César! El mejor par de oradores de Roma están escuchando los humildes parloteos de un hombre de Picenum. Me siento muy honrado, especialmente porque estáis ahí arriba casi solos. ¿No está Catulo, ni Cayo Pisón, ni Hortensio, ni Metelo Pío, el pontífice máximo?
—Sigue a lo tuyo, hombre —le pidió Cicerón, que estaba de muy buen humor.
—Gracias, eso es lo que voy a hacer. Me has preguntado qué podemos hacer. La respuesta es muy simple, miembros de la plebe. Buscamos a un hombre que ya haya sido cónsul, para que no quepa la menor duda acerca de cuál es su posición constitucional. Un hombre cuya carrera militar no se haya abierto camino luchando desde los primeros bancos del Senado, como la de algunos a quienes yo podría nombrar. Buscamos a ese hombre. Y cuando digo buscamos, colegas plebeyos, me refiero a nosotros, los miembros de esta Asamblea. ¡No al Senado! El Senado ya lo ha probado todo, desde rodillas que se juntan al caminar hasta sustancias cretáceas, y todo sin éxito alguno, así que yo digo que el Senado debe abrogar su poder en este asunto, que nos afecta a todos. Repito, buscamos a un hombre que sea un consular de habilidad militar demostrada. Y luego nosotros le encomendaremos la misión de limpiar el Mare Nostrum de toda clase de piratería, desde las Columnas de Hércules hasta la desembocadura del Nilo, y de limpiar también el mar Euxino. Nosotros le daremos a ese hombre un plazo de tres años para que lo haga, y en esos tres años tendrá que haber terminado el trabajo… porque si no lo hace, miembros de la plebe… ¡si no lo hace, nosotros lo acusaremos, lo juzgaremos y lo desterraremos de Roma para siempre!
Algunos de los boni habían acudido corriendo, desde dondequiera que sus negocios los tuvieran ocupados, llamados por clientes que habían enviado al Foro para seguir de cerca cualquier reunión de la Asamblea, incluso la menos sospechosa. Se estaba corriendo la voz de que Aulo Gabinio había comenzado a hablar de un mando militar contra los piratas, y los boni —por no hablar de otras muchas facciones— sabían que aquello significaba que Gabinio iba a pedirle a la plebe que le concediera ese mando a Pompeyo. Y no estaban dispuestos a consentir que ocurriese una cosa así. ¡De ninguna manera Pompeyo podía volver a recibir otro mando especial! ¡Nunca! Ello le permitiría creer que era mejor y más grande que sus iguales.
Con la libertad de mirar a su alrededor que Gabinio no tenía, César se fijó en que Bíbulo descendía hasta el fondo del Foso con Catón, Ahenobarbo y el joven Bruto detrás de él. Un interesante cuarteto. Servilia no se sentiría complacida si se enteraba de que su hijo se asociaba con Catón. Pero era evidente que Bruto comprendía este hecho; parecía un furtivo, como si le persiguieran. Quizás debido a eso no daba la impresión de estar escuchando lo que Gabinio decía, aunque Bíbulo, Catón y Ahenobarbo reflejaban con toda claridad la ira en sus rostros.
Gabinio seguía con lo suyo.
—Ese hombre necesita tener absoluta autonomía. No debe estar sometido a ninguna restricción por parte del Senado ni del pueblo una vez que comience. Eso, naturalmente, significa que le dotaremos de un imperio ilimitado… ¡pero no sólo en el mar! Su poder debe extenderse hasta cincuenta millas tierra adentro en todas las costas, y dentro de esa franja de tierra sus poderes tienen que ser superiores al imperio de cualquier gobernador provincial afectado. Deben concedérsele por lo menos quince legados de categoría propretoriana y la libertad de elegirlos y desplegarlos él mismo, sin que nadie le ponga obstáculos. Si hace falta se le facilitará todo el contenido del Tesoro, y debe otorgársele igualmente el poder de reclutar todo lo que necesite, desde dinero hasta barcos y milicia local, en cada uno de los lugares que entren dentro del alcance de su imperium. Debe disponer de tantos barcos, flotas y flotillas como exija, y tantos soldados de Roma como pida.
Al llegar a dicho punto Gabinio se fijó en los recién llegados y dio un enorme y teatral respingo de sorpresa. Miró hacia abajo, a los ojos de Bíbulo, y luego sonrió con deleite. Ni Catulo ni Hortensio habían llegado, pero con Bíbulo, uno de los herederos de éstos, era suficiente.
—¡Si concedemos este mando especial contra los piratas a un solo hombre, miembros de la plebe —continuó diciendo Gabinio a gritos—, entonces puede que veamos el final de la piratería! Pero si permitimos que ciertos elementos del Senado nos achanten o nos lo impidan, entonces nosotros, y no ningún otro cuerpo de hombres romanos, seremos, por nuestro fracaso a la hora de actuar, los responsables directos de los desastres que ocurran. ¡Librémonos de la piratería de una vez por todas! Ya es hora de que prescindamos de las medidas a medias y de los compromisos, y de que dejemos de dar coba a la supuesta importancia de familias e individuos que insisten en que el derecho de proteger a Roma les pertenece sólo a ellos. ¡Ha llegado el momento de acabar con esta actitud pasiva de no hacer nada! ¡Hay que empezar a hacer bien las cosas!
—¿No vas a decirlo, Gabinio? —le gritó Bíbulo desde el fondo del Foso.
Gabinio puso cara de inocente.
—¿Decir qué, Bíbulo?
—¡El nombre, el nombre, el nombre!
—No tengo ningún nombre, Bíbulo, sólo una solución.
—¡Tonterías! —resonó la voz ronca y estrepitosa de Catón—. ¡Eso es una absoluta tontería, Gabinio! ¡Claro que tienes un nombre, vaya si lo tienes! ¡El nombre de tu jefe, ese advenedizo picentino cuyo principal placer es destruir todas las tradiciones y costumbres de Roma! ¡Tú no estás ahí arriba diciendo todo eso por puro patriotismo, sino que estás sirviendo los intereses de tu jefe, Cneo Pompeyo Magnus!
—¡Un nombre! ¡Catón ha pronunciado un nombre! —gritó Gabinio con aspecto de estar rebosante de júbilo—. ¡Marco Porcio Catón ha propuesto un nombre! —Gabinio se inclinó hacia adelante, dobló las rodillas, bajó la cabeza todo lo que pudo acercándola a Catón y añadió con mucha suavidad—: ¿No te han elegido tribuno militar por este año, Catón? ¿No te ha tocado en el sorteo ir a prestar servicio con Marco Rubrio en Macedonia? ¿Y no ha partido ya Marco Rubrio hacia su provincia? ¿No crees que deberías estar fastidiando en compañía de Rubrio en Macedonia en lugar de ser un fastidio aquí, en Roma? ¡Pero gracias por habernos propuesto un nombre! Yo no tenía ni idea de qué hombre podía ser el más adecuado hasta que tú has sugerido a Cneo Pompeyo Magnus.
Dicho lo cual levantó la sesión antes de que pudiera llegar ninguno de los tribunos de la plebe de los boni.
Bíbulo dio media vuelta con un breve tirón de cabeza en dirección a los otros tres; tenía los labios apretados y los ojos glaciales. Cuando llegó a la superficie de la parte inferior del Foro sacó una mano y agarró a Bruto por el antebrazo.
—Tú vas a llevar un mensaje de mi parte, joven —le dijo—, y luego vete a tu casa. Busca a Quinto Lutacio Catulo, a Quinto Hortensio y a Cayo Pisón el cónsul. Diles que se dirijan a mi casa cuanto antes.
Poco después los tres importantes líderes de los boni estaban sentados en el despacho de Bíbulo. Catón se encontraba allí todavía, pero Ahenobarbo se había marchado; Bíbulo consideraba que era demasiada carga intelectual para una reunión en la que también estuviera Cayo Pisón, que ya era bastante espeso de por sí sin necesidad de refuerzos.
—Todo ha sido demasiado discreto, y Pompeyo Magnus ha estado muy callado —dijo Quinto Lutacio Catulo, un hombre delgado de color arenoso cuya estirpe César se hacía menos evidente en él que la parte Domicio Ahenobarbo de su madre. Catulo César, el padre de Catulo, había sido un hombre más importante que éste; se había opuesto a un enemigo de mayor envergadura, Cayo Mario, y había perecido durante la espantosa matanza que Mario había infligido a Roma al comienzo de su infame séptimo consulado. El hijo había quedado atrapado en una posición delicada al preferir quedarse en Roma durante los años del exilio de Sila, porque él nunca había confiado en que realmente Sila venciera a Cinna y a Carbón. Así que cuando Sila se convirtió en dictador, Catulo tuvo que moverse con gran cautela hasta que logró convencer al dictador de su lealtad. Fue Sila quien le había nombrado cónsul junto con Lépido, que se rebeló contra aquél, otra oportunidad desgraciada para Catulo. Aunque él, Catulo, había sido el vencedor de Lépido, fue Pompeyo quien consiguió el trabajo luchando contra Sertorio en Hispania, una empresa mucho más importante. En cierto modo ese tipo de cosas se habían convertido en la pauta de la vida de Catulo: no estar nunca en primera fila a fin de no sobresalir del modo en que lo había hecho su padre.
Amargado y ya bien entrado en la cincuentena, escuchó el relato de Bíbulo sin tener la menor idea de cómo enfrentarse a lo que Gabinio proponía, aparte de la técnica tradicional de unir al Senado para oponerse a cualquier mando especial.
Mucho más joven y movido por una mayor reserva de odio hacia los tipos guapos que sobresaldrían por encima de todos los demás, Bíbulo comprendía que demasiados senadores se inclinarían en favor del nombramiento de Pompeyo si la tarea que se le iba a encomendar era tan vital para Roma como lo era la erradicación de los piratas.
—No funcionará —le dijo a Catulo.
—¡Tiene que funcionar! —gritó Catulo al tiempo que daba una palmada—. ¡No podemos permitir que ese patán picentino que es Pompeyo y todos sus secuaces dirijan Roma como si fuera una dependencia de Picenum! ¿Acaso Picenum es algo más que un estado periférico italiano lleno de presuntos romanos que en realidad descienden de galos? Mirad a Pompeyo Magnus… ¡es un galo! Mirad a Gabinio… ¡es un galo! Y sin embargo, ¿se espera que nosotros, los auténticos romanos, nos rebajemos ante Pompeyo Magnus? ¿Que lo elevemos a una posición aún más prestigiosa de lo que los auténticos romanos podemos tolerar? ¡Magnus! ¿Cómo es posible que un patricio romano como Sila permitiese que Pompeyo tomara un nombre que significa grande?
—¡Estoy de acuerdo! —dijo con fiereza Cayo Pisón—. ¡Es intolerable!
Hortensio suspiró.
—Sila lo necesitaba, y se habría prostituido a Mitrídates o a Tigranes si ésa hubiera sido la única manera de volver del exilio para gobernar en Roma —dijo encogiéndose de hombros.
—De nada sirve despotricar contra Sila —dijo Bíbulo—. Tenemos que conservar la cabeza sobre los hombros, de lo contrario perderemos esta batalla. Gabinio tiene las circunstancias de su parte. Y la realidad sigue siendo, Quinto Catulo, que el Senado no ha solucionado lo de los piratas, y no creo que el buen Metelo tenga éxito en Creta. El saqueo de Ostia era sólo la excusa que Gabinio necesitaba para proponer esta solución.
—¿Estás diciendo que no lograremos impedir que Pompeyo consiga el mando que Gabinio sugiere? —le preguntó Catón.
—Sí, eso es.
—Pompeyo no puede vencer contra los piratas —dijo Cayo Pisón esbozando una agria sonrisa.
—Exactamente —dijo Bíbulo—. Puede ser que tengamos que contemplar cómo la plebe le otorga ese mando especial; pero luego nos quedaremos tranquilamente recostados en el asiento y haremos caer a Pompeyo de una vez por todas en cuanto fracase.
—No —intervino Hortensio—. Hay un modo de impedir que Pompeyo consiga el encargo. Proponer otro nombre que la plebe preferirá al de Pompeyo.
Se hizo un breve silencio que fue roto por el brusco sonido de la mano de Bíbulo al aporrear el escritorio.
—¡Marco Licinio Craso! —dijo a gritos—. ¡Brillante, Hortensio, muy brillante! Es tan bueno como Pompeyo y tiene un apoyo colosal entre los caballeros de la plebe. A ellos lo único que les importa es no perder dinero, y los piratas les hacen perder millones y millones cada año. Nadie en Roma olvidará nunca cómo manejó Craso la campaña contra Espartaco. Ese hombre es un genio para la organización, tan imparable como una avalancha y tan despiadado como el viejo rey Mitrídates.
—No me gusta ese hombre ni lo que representa, pero es cierto que tiene la sangre que hace falta —dijo Cayo Pisón complacido—. Y sus posibilidades no son menores que las de Pompeyo.
—Muy bien, pues. Pidámosle a Craso que se ofrezca voluntario para el mando especial contra los piratas —indicó Hortensio con satisfacción—. ¿Quién irá a proponérselo?
—Lo haré yo —dijo Catulo. Miró seriamente a Pisón—. Mientras tanto, cónsul, te sugiero que tus funcionarios convoquen una sesión del Senado mañana al amanecer. Gabinio no ha convocado otra reunión de la plebe, así que nosotros sacaremos a colación el asunto en la Cámara y aseguraremos un consultum que le indique a la plebe que nombre a Craso.
Pero otra cosa se interpuso antes, como había de descubrir Catulo cuando localizó a Craso en su casa unas horas más tarde.
César había abandonado apresuradamente las gradas del Senado y se había ido directamente desde el Foro a las oficinas de Craso, que estaban situadas en una ínsula detrás del Macellum Cuppedenis, un mercado de flores y especias que el Estado se había visto obligado a subastar unos años antes, por lo que habían pasado a ser propiedad privada; había sido la única manera de poder sostener las campañas de Sila en el Este contra Mitrídates. Craso, que en aquella época era un hombre joven, no disponía de dinero para comprarlo; durante las proscripciones de Sila tuvo lugar otra subasta, y entonces Craso ya se hallaba en posición de pujar fuertemente. Así que ahora poseía una gran cantidad de selectas propiedades detrás del borde oriental del Foro, entre las que se contaban una docena de almacenes donde los mercaderes almacenaban sus preciosos granos de pimienta, nardo, incienso, canela, bálsamos, perfumes y demás productos aromáticos.
Craso era un hombre corpulento, más alto de lo que aparentaba a causa de su anchura, y no tenía ni un gramo de grasa. El cuello, los hombros y el tronco eran de constitución robusta, y eso, combinado con cierta placidez que emanaba de su rostro, había hecho que todos cuantos le conocían le vieran un cierto parecido con un buey; un buey que daba cornadas. Se había casado con la viuda de sus dos hermanos mayores, una señora sabina de muy buena familia llamada Axia a la que todo el mundo conocía como Tertula, porque se había casado con tres hermanos; Craso tenía dos prometedores hijos, aunque el mayor, Publio, era en realidad hijo de su hermano Publio y de Tertula. Al joven Publio le faltaban diez años para llegar al Senado, mientras que el hijo de Craso, Marco, era algunos años más joven. Nadie podía ponerle peros a Craso como hombre de familia; hacía ostentación de su amor, y su devoción familiar era famosa. Pero la familia no era su verdadera pasión. Marco Licinio Craso tenía una sola pasión: el dinero. Algunos decían de él que era el hombre más rico de Roma, aunque César pensó, mientras subía las lúgubres y estrechas escaleras que llevaban a su guarida, situada en el quinto piso de la ínsula, que no era para tanto. La fortuna de los Servilios Cepiones era infinitamente mayor, así como también lo era la fortuna del hombre que motivaba la visita que iba a hacerle a Craso, Pompeyo el Grande.
Que hubiera preferido subir cinco tramos de escaleras en lugar de ocupar un local más cómodo en una planta más baja era típico de Craso, quien conocía las rentas muy bien. Cuanto más alto fuera el piso más bajo era el alquiler. ¿Por qué desperdiciar unos cuantos miles de sestercios utilizando él mismo uno de los rentables pisos inferiores que podía alquilar? Además, subir escaleras era un buen ejercicio. Y a Craso tampoco le importaban las apariencias; se sentaba ante un escritorio situado en un rincón de aquella habitación, que era un continuo torbellino, para tener a todos sus empleados de mayor categoría ante sus ojos, y no le importaba en absoluto que le empujasen con el codo o que hablasen a voz en grito.
—¡Es hora de tomar un poco de aire fresco! —gritó César al tiempo que hacía un movimiento con la cabeza para indicar la puerta que quedaba detrás de él.
Craso se levantó inmediatamente para seguir a César escaleras abajo y salir a otra clase diferente de torbellino, el del Macellum Cuppedenis.
César y Craso eran buenos amigos, lo habían sido desde que César sirviera con Craso en la guerra contra Espartaco. A muchos les resultaba extraña aquella peculiar amistad, porque las diferencias que había entre ellos cegaban a los observadores con respecto a las similitudes existentes, mucho mayores. Bajo aquellas dos contrastadas fachadas existía la misma clase de acero, cosa que ellos comprendían muy bien, aunque el mundo no.
Ninguno de los dos hacía lo que habría hecho la mayoría de los hombres, por ejemplo, acercarse a un famoso establecimiento de comidas y comprar sabrosa carne de cerdo con especias envuelta en un hojaldre deliciosamente ligero hecho a base de cubrir la pasta de harina con manteca fría, doblarla y enrollarla para luego ponerle más manteca, y repetir así el proceso muchas veces. César, como de costumbre, no tenía hambre, y Craso consideraba un despilfarro comer en ningún sitio que no fuera su propia casa. En lugar de ello encontraron una pared para apoyarse entre una concurrida escuela de niños de ambos sexos que recibían lecciones al aire libre y un puesto de granos de pimienta.
—Muy bien, ahora estamos a salvo de oídos curiosos —dijo Craso al tiempo que se rascaba el cuero cabelludo, que se había hecho de pronto visible después de que durante el año que había pasado como cónsul de Pompeyo se le cayera la mayor parte del pelo, hecho que Craso atribuía a la preocupación de tener que ganar mil talentos extra para reponer lo que se había gastado en asegurarse de que acabaría siendo el cónsul con mejor reputación entre el pueblo. Ni siquiera se le pasaba por la cabeza que lo más probable era que la calvicie se debiera a su edad, pues aquel año cumpliría cincuenta. Para él era algo irrelevante. Marco Craso le echaba la culpa de todo a las preocupaciones por el dinero.
—Pronostico que esta tarde recibirás una visita nada menos que de nuestro querido Quinto Lutacio Catulo —dijo César con los ojos fijos en una adorable niñita morena que asistía a aquella clase improvisada.
—¿Ah, sí? —repuso Craso con la mirada fija en el exorbitante precio que estaba escrito con tiza en una tabla apoyada contra un tarro de cerámica vidriada de pimienta de Taprobane—. ¿Qué flota en el aire, César?
—Deberías haber abandonado tus libros de cuentas y haber venido a la reunión de la Asamblea Plebeya que se ha celebrado hoy —le dijo César.
—¿Ha sido interesante?
—Fascinante, aunque no inesperada, al menos para mí. Tuve una pequeña conversación con Magnus el año pasado, así que ya estaba preparado. Dudo que nadie más lo estuviera, salvo Afranio y Petreyo, quienes me acompañaban en las gradas de la Curia Hostilia. Me atrevería a decir que pensaron que alguien podía oler de qué parte soplaba el viento si se quedaban en el Foso de los Comicios. Cicerón también me acompañaba, pero a él le movía sólo la curiosidad. Tiene un olfato maravilloso para presentir a qué reuniones merece la pena asistir.
Como no era tonto, políticamente hablando, Craso apartó la mirada de los carísimos granos de pimienta y la fijó en César.
—¡Vaya! ¿Qué pretende conseguir nuestro amigo Magnus?
—Gabinio le propuso a la plebe que legislase conceder un imperium ilimitado, y todo lo demás también absolutamente ilimitado, a un solo hombre. Naturalmente, no nombró a ese hombre. El objeto de todo ello es acabar con los piratas —dijo César, que sonrió cuando vio cómo una niña le estampaba la pizarra encerada en la cabeza al niño que tenía a su lado.
—Un trabajo ideal para Magnus —dijo Craso.
—Desde luego. Por cierto, tengo entendido que ha estado haciendo los deberes durante más de dos años. No obstante, esa misión no gozará de popularidad en el Senado, ¿no crees?
—No entre Catulo y sus muchachos.
—Ni entre la mayoría de los miembros del Senado, pronostico yo. Nunca le perdonarán a Magnus que les obligase a legitimar su deseo de ser cónsul.
—Yo tampoco —dijo Craso con aire lúgubre. Tomó aire—. Así que tú crees que Catulo me pedirá que me presente yo para ese trabajo en oposición a Pompeyo.
—Estoy seguro.
—Tentador —dijo Craso, cuya atención se vio atraída hacia la escuela porque el niño estaba llorando y el pedagogo intentaba evitar una riña general entre sus pupilos.
—Pues no te sientas tentado de aceptar, Marco —le dijo César con suavidad.
—¿Por qué no?
—No saldría bien, Marco. Créeme, no saldría bien. Si Magnus está tan preparado como creo que está, permite que le den a él el trabajo. Tus negocios sufren los efectos de la piratería tanto como cualquier otro negocio. Si eres inteligente te quedarás en Roma y recogerás los beneficios que supone el hecho de que las vías marítimas estén libres de piratas. Ya conoces a Magnus. Hará el trabajo, y lo hará bien. Pero todos los demás estarán esperando a ver qué pasa. Puedes sacar partido de este escepticismo, aunque dure muchos meses, pues ello te permitirá estar preparado para cuando lleguen los buenos tiempos, que seguro que vendrán —dijo César.
Aquél era, como bien sabía César, el argumento más convincente que se podía esgrimir ante Craso.
Este asintió y se incorporó.
—Me has convencido —dijo; y miró fugazmente al sol—. Es hora de trabajar un poco más en mis libros de contabilidad antes de que me vaya a casa a recibir a Catulo.
Los dos hombres se abrieron paso despreocupadamente entre el caos que había caído sobre la escuela, y César, al pasar junto a la niña, le dedicó una sonrisa cómplice a la causante de todo ello.
—¡Adiós, Servilia! —le dijo.
Craso, que estaba a punto de marcharse en la otra dirección, pareció sobresaltado.
—¿La conoces? —le preguntó—. ¿Es una Servilia?
—No, no la conozco —respondió César desde cierta distancia, ya a quince pies—. Pero me recuerda vivamente a la futura suegra de Julia.
Y así fue como, cuando Pisón el cónsul convocó al Senado al amanecer del día siguiente, las lumbreras principales de aquel colectivo no habían podido encontrar un rival digno de proponer para que se opusiera a Pompeyo; la entrevista de Catulo con Craso había fracasado.
La noticia que flotaba en el aire se había ido corriendo desde las gradas posteriores, de unas a otras, y la oposición se había endurecido desde todos los frentes, con gran deleite por parte de los boni. El fallecimiento de Sila era demasiado reciente para que la mayor parte de aquellos hombres hubiesen olvidado cómo había tenido al Senado sometido a chantaje, a pesar de sus favores; y Pompeyo había sido su mascota, su ejecutor. Pompeyo había matado a demasiados senadores de entre los seguidores de Cinna y Carbón, también había matado a Bruto y había obligado al Senado a consentir que él fuese elegido cónsul sin haber sido siquiera senador. Y este último crimen era el más imperdonable de todos. Los censores Lentulo Clodiano y Publícola todavía ejercían gran influencia en favor de Pompeyo, pero sus empleados más poderosos, Filipo y Cetego, ya no estaban; uno se había retirado y llevaba una vida voluptuosa y el otro había cumplido con los trámites de la muerte.
No era pues tan sorprendente que cuando aquella mañana entraron en la Curia Hostilia con las togas de censores de color púrpura puestas, Lentulo Clodiano y Publícola decidieran, tras mirar tantas caras serias, que aquel día no hablarían en favor de Pompeyo el Grande. Ni tampoco lo haría Curión, otro empleado de Pompeyo. En cuanto a Afranio y el viejo Petreyo, sus habilidades retóricas eran tan limitadas que tenían órdenes estrictas de no intentarlo siquiera. Craso se encontraba ausente.
—¿No va a venir Pompeyo a Roma? —le preguntó César a Gabinio cuando se percató de que Pompeyo no estaba allí.
—Ya está en camino —le respondió Gabinio—, pero no comparecerá hasta que su nombre se mencione en la plebe. Ya sabes cómo odia al Senado.
Una vez que se efectuaron los augurios y que Metelo Pío, el pontífice máximo, hubo dirigido las plegarias, Pisón —que ostentaba las fasces durante febrero porque Glabrio se había marchado hacia el Este— dio comienzo a la reunión.
—En primer lugar, me doy cuenta —dijo desde la silla curul que ocupaba, situada sobre la elevada plataforma que quedaba al fondo de la cámara— de que la reunión de hoy no está, según estipula la legislación reciente de Aulo Gabinio, tribuno de la plebe, relacionada con los asuntos que han de tratarse en febrero. Ahora bien, puesto que concierne a un mando extranjero, sí que lo está. Todo lo cual viene al caso. ¡Nada en esa lex Gabinia puede impedir que la reunión de este cuerpo trate asuntos urgentes de cualquier tipo durante el mes de febrero! —Se puso en pie; era un Calpurnio Pisón típico, pues era alto, muy moreno y poseía unas cejas muy pobladas—. Este mismo tribuno de la plebe, Aulo Gabinio, de Picenum —señaló con un gesto de la mano la parte posterior de la cabeza de Gabinio, que se encontraba más abajo que él en el extremo de la izquierda del banco tribunicio—, ayer, sin notificárselo primero a este cuerpo, convocó la Asamblea de la plebe y les dijo a sus miembros, o a los pocos que se encontraban presentes, qué había que hacer para librarnos de la piratería. ¡Sin consultarnos, sin consultar a nadie! ¡Dijo que pusiésemos imperio ilimitado, dinero y fuerzas en el regazo de un solo hombre! No mencionó ningún nombre. Pero ¿quién de nosotros puede dudar de que sólo había un nombre dentro de esa cabeza picentina suya? Este Aulo Gabinio y su compañero picentino, Cayo Cornelio, el tribuno de la plebe que no pertenece a ninguna familia distinguida, a pesar de su nomen, ya nos han ocasionado a nosotros, los que hemos heredado Roma como responsabilidad nuestra, más problemas de los necesarios desde que entraron en posesión de sus cargos. Yo, por ejemplo, me he visto obligado a redactar una contralegislación contra los sobornos que tienen lugar en las elecciones curules. Yo, por ejemplo, he sido astutamente privado de un colega en el consulado de este año. Yo, por ejemplo, he sido acusado de innumerables crímenes relacionados con los sobornos electorales.
»Todos los aquí presentes hoy sois conscientes de la gravedad de esta nueva lex Gabinia propuesta ahora, y también sois conscientes de hasta qué punto infringe cualquier aspecto de la mos maiorum. Pero no es deber mío abrir este debate, sólo conducirlo. De modo que, como es demasiado pronto en el año como para que ningún magistrado electo se halle presente, procederé a llamar primero a los pretores de este año y pediré un portavoz.
Como el orden del debate ya había sido establecido, ningún pretor se ofreció voluntario, y tampoco ningún edil, ni curul ni plebeyo; Cayo Pisón pasó a las filas de los consulares, situados a ambos lados de la Cámara. Eso significaba que la más poderosa pieza de artillería oratoria dispararía primero: Quinto Hortensio.
—Honorable cónsul, censores, magistrados, consulares y senadores —empezó a decir—. ¡Es hora de que acabemos de una vez para siempre con las llamadas misiones militares especiales! Todos sabemos por qué el dictador Sila incorporó esa cláusula en su enmienda a la constitución: para poder utilizar los servicios de un hombre que no pertenecía a este augusto y venerable cuerpo; un caballero de Picenum que tuvo la presunción de reclutar y acaudillar tropas al servicio de Sila cuando contaba poco más de veinte años, y que, una vez que hubo probado la dulzura de la descarada inconstitucionalidad, continuó adhiriéndose a ella… ¡aunque se negó a adherirse al Senado! Cuando Lépido se sublevó, él ocupó la Galia Cisalpina, y tuvo incluso la temeridad de ordenar la ejecución de un miembro de una de las mejores y más antiguas familias de Roma:
Marco Junio Bruto, cuya traición, si es que realmente puede considerarse como tal, la determinó este cuerpo al incluir a Bruto en el decreto que ponía a Lépido fuera de la ley. ¡Un decreto que no le daba a Pompeyo el derecho de hacer que un secuaz le cercenase la cabeza a Bruto en el mercado de Regium Lepidum! ¡Ni de incinerar la cabeza y el cuerpo, y luego enviar las cenizas desenfadadamente a Roma con una nota breve y semianalfabeta de explicación!
»Después de lo cual, Pompeyo mantuvo sus preciadas legiones picentinas en Módena hasta que obligó al Senado a que le encomendara a él, ¡que no era senador ni magistrado!, la misión de ir a Hispania con imperium proconsular, gobernar la parte de la provincia más cercana en nombre del Senado y hacer la guerra contra Quinto Sertorio. Cuando durante todo el tiempo, padres conscriptos, teníamos en la provincia ulterior un hombre eminente de adecuada familia y circunstancias, el buen Quinto Cecilio Metelo, pontífice máximo, que ya combatía contra Sertorio. ¡Un hombre que, añado, hizo más por derrotar a Sertorio de lo que nunca hiciera este extraordinario y no senatorial Pompeyo! ¡Aunque fuese Pompeyo quien se llevó la gloria, quien recogió los laureles!
Hortensio, que era un hombre guapo de imponente presencia, se dio la vuelta despacio describiendo un círculo; dio la impresión de que miraba a cada uno de los presentes a los ojos, un truco que ya había utilizado con anterioridad y que había causado efecto en los tribunales de justicia durante más de veinte años.
—Y luego, ¿qué hace este don nadie picentino, Pompeyo, cuando regresa a nuestro amado país? ¡Contra lo estipulado en la constitución, trae a su ejército a través del Rubicón y entra en Italia, donde lo asienta y procede a chantajeamos para que permitamos que se presente a cónsul! No tuvimos otra elección. Pompeyo se convirtió en cónsul. ¡Y aun hoy, padres conscriptos, me niego con todas las fibras de mi ser a otorgarle ese abominable nombre de Magnus que él mismo se concedió! ¡Porque él no es grande! ¡Es un forúnculo, un carbúnculo, una pútrida llaga infectada en el maltratado pellejo de Roma!
»¿Cómo se atreve Pompeyo a dar por supuesto que puede volver a chantajear a este cuerpo de nuevo? ¿Cómo osa poner en esto a su secuaz Gabinio, ese lameculos? Imperio ilimitado, fuerzas ilimitadas y dinero ilimitado. ¡Por favor! ¡Cuando durante todo este tiempo el Senado tiene un comandante muy capaz en Creta que está haciendo un excelente trabajo! Repito, ¡un excelente trabajo! ¡Excelente, excelente! —El estilo asiánico de la oratoria de Hortensio estaba ahora en pleno apogeo, y la Cámara se había instalado cómodamente, sobre todo porque estaba de acuerdo con cada palabra que él decía, para escuchar a uno de sus mejores oradores de todos los tiempos—. Yo os digo, colegas miembros de esta Cámara, que nunca consentiré en que se otorgue ese mando. ¡No importa el nombre que quiera dársele! ¡Sólo en nuestra época ha tenido Roma que recurrir al imperium ilimitado, al mando sin límites! ¡Son anticonstitucionales, desmedidos e inaceptables! ¡Nosotros limpiaremos el mar Nuestro de piratas, pero lo haremos al estilo romano, no al estilo picentino!
En este punto Bíbulo empezó a vitorear y a mover rítmicamente los pies, y toda la Cámara se unió a él. Hortensio se sentó, sonrojado a causa de la dulce victoria.
Aulo Gabinio había estado escuchando impasible; al final se encogió de hombros y levantó las manos.
—¡El estilo romano ha degenerado hasta un punto tal de ineficacia que quizás fuera mejor llamarlo el estilo pisidiano! —dijo con voz fuerte cuando los vítores se apagaron—. Si Picenum es lo que necesita este trabajo, entonces tiene que ser Picenum. Porque, ¿qué es Picenum, si no es Roma? ¡Trazas fronteras geográficas, Quinto Hortensio, que no existen!
—¡Cierra la boca, cierra la boca, cierra la boca! —gritó Pisón al tiempo que se ponía en pie de un salto y bajaba del estrado curul para enfrentarse al banco tribunicio que quedaba debajo—. ¿Te atreves a hablar sobre Roma, tú, un galo que ha salido de un nido de galos? ¿Te atreves a poner en el mismo montón a la Galia y a Roma? ¡Ojo, pues, Gabinio el galo, no vayas a sufrir la misma suerte que Rómulo y no regreses nunca de tu expedición de caza!
—¡Una amenaza! —gritó Gabinio poniéndose en pie de un brinco—. ¿Lo habéis oído, padres conscriptos? ¡Me amenaza con matarme, porque eso fue lo que le ocurrió a Rómulo! ¡Fue asesinado por hombres que no eran dignos ni de atarle las botas, que le acechaban en las marismas de la Cabra del Campo de Marte!
Estalló un griterío infernal, pero Pisón y Catulo lograron acallarlo, pues no querían que la Cámara se disolviese antes de tener oportunidad de decir lo que tenían que decir. Gabinio había vuelto a encaramarse en su asiento, situado al final del banco donde se sentaban los tribunos de la plebe, y estuvo contemplándolo todo con ojos brillantes mientras el cónsul y el consular consumían sus turnos en un intento de apaciguar, con chasquidos de la lengua, y convencer a los hombres de que volvieran a poner el trasero sobre los taburetes.
Y luego, cuando más o menos reinaba de nuevo la tranquilidad y Pisón estaba a punto de preguntarle a Catulo su opinión, Cayo Julio César se puso en pie. Como llevaba puesta su corona cívica, y por ello se le podía equiparar a cualquier consular a la hora de hacer uso de la palabra, Pisón, que le tenía antipatía, le echó una sucia mirada que lo invitaba a sentarse de nuevo. César permaneció de pie, por lo que Pisón se puso furioso.
—¡Déjalo hablar, Pisón! —gritó Gabinio—. ¡Está en su derecho!
Aunque no ejercía su privilegio oratorio en la Cámara muy a menudo, César era reconocido como el único rival auténtico de Cicerón; el estilo asiánico de Hortensio había dejado de gozar de favor desde la llegada del estilo ateniense de Cicerón, más sencillo pero más poderoso, y César también prefería ser ático. Si había una cosa que todos los miembros del Senado tenían en común, era que eran expertos en la apreciación de la oratoria. Aunque esperaban a Catulo, todos optaron por César.
—Como ni Lucio Belieno ni Marco Sextilio han vuelto todavía a nuestro seno, creo que hoy soy el único miembro presente en esta Cámara que ha sido capturado alguna vez por piratas —dijo con aquella voz alta y absolutamente clara que adoptaba para los discursos en público—. Ello me convierte, por decirlo así, en un experto en el tema, si la pericia puede derivar de la experiencia de primera mano. A mí no me resultó una prueba edificante, y mi aversión empezó en el momento en que vi aquellas dos galeras de guerra perfectamente equipadas avanzando hacia mi pobre y lento bajel mercante. Porque, padres conscriptos, fui informado por el capitán de mi barco de que intentar ofrecer resistencia armada con toda seguridad daría como resultado muertes, cosa que sería inútil. Y yo, Cayo Julio César, tuve que rendir mi persona a un vulgar individuo llamado Polígono, que había estado sometiendo a pillaje a los mercaderes en aguas lidias, carias y licias durante más de veinte años.
»Aprendí mucho durante los cuarenta días que permanecí prisionero de Polígono —continuó diciendo César en tono más desenfadado—. Aprendí que hay un baremo de rescate ya prefijado para todos los prisioneros que son demasiado valiosos para que se les envíe a los mercados de esclavos o para quedar encadenados al servicio de esos piratas en sus propias guaridas. Para un simple ciudadano romano significa la esclavitud. Un simple ciudadano romano no vale doscientos sestercios, que es el precio más bajo que podría reportar en los mercados de esclavos. Para un centurión romano o un romano situado en la mitad de la jerarquía de los publicani, el rescate es medio talento. Para un caballero romano en lo alto de la escala, o publicano, el precio es un talento. Para un noble romano de alta familia que no sea miembro del Senado, el precio es de dos talentos. Para un senador romano pedarius, el rescate es de diez talentos. Para un senador romano que tenga la categoría de magistratura junior, cuestor, edil o tribuno de la plebe, el rescate es de veinte talentos. Para un senador romano que ha ostentado el cargo de pretor o cónsul, el rescate es de cincuenta talentos. Cuando son capturados al completo con lictores y fasces, como en el caso de nuestros dos últimos pretores, el precio se eleva a cien talentos cada uno, como hemos sabido hace sólo unos días. Los censores y los cónsules notables reportan cien talentos. Aunque no estoy seguro de qué valor le darían los piratas a cónsules como nuestro querido Cayo Pisón, aquí presente… ¿un talento, quizás? Yo no pagaría más por él, os lo aseguro. Pero claro, ¡yo no soy un pirata, aunque a veces me hago preguntas acerca de Cayo Pisón a ese respecto!
»Se espera que uno durante el cautiverio —continuó César del mismo modo informal— palidezca de miedo y se ponga a suplicar por su vida. Algo que estas julianas rodillas mías no están acostumbradas a hacer… y no hicieron. Yo pasaba el tiempo reconociendo el terreno, calculando la posible resistencia ante un ataque, investigando qué partes estaban protegidas, mirando los alrededores. También empleé el tiempo en asegurarme de que cuando se pagara mi rescate, que era de cincuenta talentos, yo regresaría, tomaría el lugar, enviaría a las mujeres y a los niños a los mercados de esclavos y crucificaría a los hombres. Consideraron que aquello era una broma maravillosa. Me aseguraron que yo no podría encontrarlos nunca. Pero sí que los encontré, padres conscriptos, y tomé el lugar, y envié a las mujeres y a los niños a los mercados de esclavos, y también crucifiqué a los hombres. Podría haber traído conmigo a mi regreso los rostra de cuatro barcos piratas para adornar las tribunas, pero como utilicé a los rodios para la expedición, se los llevaron ellos para colocarlos encima de una columna en Rodas, junto al nuevo templo de Afrodita que contribuí a construir con mi parte del botín.
»Ahora bien, Polígono era sólo uno entre cientos de piratas de ese extremo del Mare Nostrum, y ni siquiera se trataba de un pirata importante, si es que hay que clasificarlos en categorías. Fijaos, Polígono había tenido una época tan lucrativa trabajando él solo con cuatro galeras, que no vio la utilidad de aunar fuerzas con otros piratas para formar una pequeña armada bajo el mando de un almirante competente como Lastenes o Panares… o Farnaces o Megadates, para acercarse un poco más a casa. Polígono se contentaba con pagar quinientos denarios a un espía en Mileto o en Priene a cambio de información sobre los barcos que merecía la pena abordar. ¡Y qué diligentes eran sus espías! Ningún botín importante les pasaba inadvertido. En el tesoro que tenía había muchas joyas hechas en Egipto, lo cual indica que atacaba naves entre Pelusio y Pafos también. Así que su red de espías debía de haber sido enorme. Y pagaba sólo la información que le reportaba una buena presa, naturalmente, no les pagaba de modo rutinario. Si uno mantiene a los hombres en la escasez y con la nariz afilada, al final, aparte de más barato, es también más efectivo.
»No obstante, aunque son nocivos y suponen una gran molestia, los piratas como Polígono son un asunto de escasa importancia comparados con las flotas piratas comandadas por almirantes piratas. Éstas no necesitan esperar a que pase un barco solitario, o barcos en convoyes desarmados. Estas pueden atacar flotas de barcos de transporte llenos de grano escoltados por galeras soberbiamente armadas. Y luego proceden a vender a intermediarios romanos aquello que desde un principio era de Roma, aquello que ya se había comprado y pagado. No es de extrañar que las barrigas romanas se encuentren vacías, y que la mitad de ese vacío sea producido por la falta de grano y la otra mitad porque el poco grano que hay se venda a tres o cuatro veces su precio, a pesar de la lista de precios que han llevado a cabo los ediles.
César hizo una pausa, pero nadie quiso intervenir, ni siquiera Pisón, cuyo rostro estaba enrojecido por el insulto que le habían lanzado como quien no quiere la cosa.
—No necesito insistir en un punto porque no le veo ninguna utilidad —continuó diciendo César sin alterarse—. Ha habido gobernadores provinciales nombrados por este cuerpo que se han confabulado con los piratas para proporcionarles instalaciones portuarias, comida e incluso vinos de solera en determinadas franjas de la costa que de otro modo habrían estado cerradas a la ocupación de los piratas. Todo ello salió a la luz pública durante el juicio de Cayo Verres, y aquellos de vosotros que os encontráis hoy aquí sentados y que, o bien os dedicasteis a esta práctica, o bien permitisteis que otros se dedicasen a ella, sabéis bien quiénes sois. Y si el destino de mi pobre tío Marco Aurelio Cotta ha de tener algún sentido, que os sirva de ejemplo de que el paso del tiempo no es garantía de que no se os vaya a pedir cuentas de los crímenes cometidos, reales o imaginarios.
»Ni tampoco pienso insistir en otro punto tan obvio que es muy viejo y está ya muy gastado. A saber, que hasta ahora Roma, ¡y al decir Roma me refiero tanto al Senado como al pueblo!, ni siquiera ha tocado el problema de la piratería, y mucho menos ha empezado a combatirlo. No hay manera alguna de que un hombre en un insignificante lugar, ya sea ese punto Creta, las Baleares o Licia, pueda tener esperanza de poner fin a las actividades de los piratas. Atacan en un lugar, y luego lo único que ocurre es que los piratas cogen sus bártulos y se van navegando a otra parte. ¿Acaso ha logrado Metelo en Creta cortarle realmente la cabeza a algún pirata? Lastenes y Panares no son más que dos de las cabezas que posee esa monstruosa hidra, y las otras todavía permanecen sobre sus hombros y siguen navegando por los mares que rodean Creta.
»¡Lo que hace falta no es sólo la voluntad de triunfar, no es sólo el deseo de triunfar, no es sólo la ambición de triunfar! —gritó César subiendo el tono de la voz—. Lo que hace falta es un esfuerzo supremo en todos los lugares de una vez, una operación dirigida por una sola mano, una sola mente, una sola voluntad. Y mano, mente y voluntad han de pertenecer a un hombre cuya destreza en la organización sea también conocida y esté tan sometida a prueba que nosotros, el Senado y el pueblo de Roma, podamos confiarle a él la tarea con la seguridad de que por una vez nuestro dinero, nuestros hombres y nuestro material no sean desperdiciados. —Tomó aliento—. Aulo Gabinio ha sugerido un hombre. Un hombre que es consular y cuya carrera indica que puede hacer el trabajo como hay que hacerlo. ¡Pero yo lo haré mejor todavía que Aulo Gabinio, y sí nombraré a ese hombre! ¡Propongo que este cuerpo otorgue mando contra los piratas con imperium ilimitado en todos los aspectos a Cneo Pompeyo Magnus!
—¡Tres hurras para César! —gritó Gabinio saltando encima del banco tribunicio con las dos manos puestas por encima de la cabeza—. ¡Yo también digo lo mismo! ¡Otorgad el mando en esta guerra contra la piratería a nuestro general más notable, a Cneo Pompeyo Magnus!
Toda la atención, con Pisón al frente, se volvió de César a Gabinio; Pisón saltó del estrado curul, agarró salvajemente a Gabinio y tiró de él hacia abajo. Pero el cuerpo de Pisón le sirvió a Gabinio de protección, así que se agachó, esquivó un puñetazo que se le acercaba con fuerza, se remangó la toga alrededor de los muslos por segunda vez en dos días y se precipitó hacia las puertas con medio Senado persiguiéndole.
César se abrió camino entre los taburetes volcados hacia donde estaba sentado Cicerón, pensativo y con la barbilla apoyada en la palma de una mano; puso en pie el taburete volcado que había junto a Cicerón y se sentó a su lado.
—Magistral —le dijo Cicerón.
—Ha sido muy amable por parte de Gabinio desviar las iras de mi cabeza hacia la suya —le indicó César mientras suspiraba y estiraba las piernas.
—Es más difícil lincharte a ti. Tienen una barrera levantada en el interior de la cabeza porque eres un patricio juliano. Y en cuanto a Gabinio, él es, ¿cómo lo expresó Hortensio?, un secuaz lameculos. A lo que hay que añadir, aunque se sobreentiende que es picentino y pompeyano, por lo cual se le puede linchar impunemente. Además él estaba más cerca de Pisón que tú, y no se ha ganado eso —añadió Cicerón señalando la corona de hojas de roble que llevaba César—. Creo que quizás haya muchas ocasiones en que media Roma quiera lincharte a ti, César, pero sería un grupo interesante el que lo consiguiera. Y, desde luego, no estaría dirigido por gente de la calaña de Pisón.
Los ruidos de gritos y de violencia del exterior fueron subiendo de tono; a continuación Pisón volvió a entrar en la cámara con varios miembros de los profesionales de la plebe detrás de él. Catulo, que entró a continuación, se escondió detrás de una de las puertas abiertas, y Hortensio detrás de la otra. Pisón cayó en manos de los atacantes, que volvieron a arrastrarlo, con la cabeza sangrando, al exterior.
—Vaya, parece que va en serio —observó Cicerón con un frío interés—. Quizás linchen a Pisón.
—Espero que así sea —dijo César sin inmutarse.
Cicerón soltó una risita.
—Bueno, si tú no te mueves para ayudar, no veo por qué habría de hacerlo yo.
—Oh, Gabinio los convencerá para que no lo hagan, y así quedará de maravilla. Además, esto está más tranquilo aquí arriba.
—Precisamente ése es el motivo por el que trasladé aquí mi esqueleto.
—¿Deduzco que estás a favor de que Magnus obtenga ese mando gigantesco? —inquirió César.
—Decididamente sí. Es un buen hombre, aunque no pertenezca a los boni. Nadie más tiene esperanza; de poder hacerlo, me refiero.
—La hay, para que lo sepas. Pero a mí no me darían el trabajo de todos modos, y yo creo que en realidad Magnus puede hacerlo.
—¡Vanidoso! —gritó Cicerón atónito.
—Hay una diferencia entre verdad y vanidad.
—¿Pero tú la conoces?
—Desde luego.
Guardaron silencio durante un rato; luego, al tiempo que el ruido exterior empezaba a apagarse, ambos hombres se levantaron, descendieron hasta el suelo de la cámara y salieron resueltamente al pórtico.
Allí se veía claramente que la victoria había sido para los pompeyanos; Pisón estaba sangrando sentado en un escalón; lo atendía Catulo, pero de Quinto Hortensio no había ni señal.
—¡Tú! —gritó Catulo con rencor cuando César pasó a su lado—. ¡Qué traidor eres para los de tu clase, César! Justo como te dije hace años, cuando viniste a rogarme que te dejara servir en mi ejército contra Lépido. No has cambiado y nunca cambiarás. ¡Siempre de parte de esos demagogos mal nacidos que están decididos a destruir la supremacía del Senado!
—Con la edad que tienes, Catulo, me imaginaba que ya podrías haberte dado cuenta de que sois vosotros, los tipos ultraconservadores con la boca fruncida como el ano de un gato, quienes haréis eso —le dijo César sin apasionamiento—. Yo creo en Roma y en el Senado. Pero tú no le haces ningún bien oponiéndote a unos cambios que tu propia incompetencia han hecho necesarios.
—¡Yo defenderé a Roma y al Senado de Pompeyo y de los de su calaña hasta el día que muera!
—Cosa que, viéndote, es posible que no esté tan lejos.
Cicerón, que se había acercado a oír lo que Gabinio estaba diciendo subido a la tribuna, volvió al pie de las gradas.
—¡Otra reunión de la plebe pasado mañana! —anunció a gritos al tiempo que agitaba la mano para decir adiós.
—He ahí a otro que nos destruirá —dijo Catulo curvando los labios con desprecio—. ¡Un advenedizo Hombre Nuevo con el don de la palabra y una cabeza demasiado grande para entrar por esas puertas!
Cuando la Asamblea Plebeya se reunió, Pompeyo estaba en la tribuna al lado de Gabinio, que ahora propuso su lex Gabinia de piratis persequendis con un nombre ya decidido: Cneo Pompeyo Magnus. A juzgar por las aclamaciones quedó claro que era del agrado de todos. Aunque era un orador mediocre, Pompeyo tenía en su persona algo más valioso, que era un físico lozano, abierto, honrado y cautivador, desde los grandes ojos azules hasta la amplia y franca sonrisa. Y esa cualidad, reflexionó César, que estaba observando y escuchando desde los escalones del Senado, él no la tenía. Aunque tampoco la codiciaba. Era el estilo de Pompeyo, pero el suyo funcionaba igual de bien con la gente.
La oposición de aquel día a la lex Gabinia de piratis persequendis iba a ser más formal, aunque probablemente no menos violenta; los tres tribunos de la plebe conservadores estaban en la tribuna, muy visibles, Trebelio de pie un poco más adelante que Roscio Otón y Glóbulo, para dejar bien claro que el líder era él.
Pero antes de que Gabinio entrase en los detalles de su proyecto de ley, invitó a hablar a Pompeyo, y ninguno de los miembros del núcleo irreductible de Senado, desde Trebelio o Catulo hasta Pisón, intentó impedírselo; la multitud estaba de su parte. Estuvo todo muy bien hecho. Pompeyo comenzó afirmando enérgicamente que él había puesto sus armas al servicio de Roma desde su más temprana juventud, y que ya estaba muy cansado de que se le llamara para servir a Roma una vez más otorgándole otro de aquellos mandos especiales. Continuó enumerando todas sus campañas —tenía más campañas que años, dijo al tiempo que dejaba escapar un suspiro melancólico—, y luego explicó que los celos y el odio aumentaban cada vez que volvía a hacerlo, cada vez que salvaba a Roma. ¡Oh, él no quería que hubiese más celos, más odio! Sólo deseaba que lo dejasen ser un hombre de familia, un hacendado del campo, un caballero particular. Y les suplicó a Gabinio y a la multitud, con ambas manos extendidas, que buscasen a otro.
Naturalmente nadie se tomó aquello en serio, aunque, desde luego, todos aprobaron de corazón la modestia de Pompeyo. Lucio Trebelio solicitó permiso a Gabinio, el presidente del colegio, para hablar, pero éste se lo negó. Cuando, a pesar de todo, lo volvió a intentar, la multitud ahogó sus palabras con abucheos, gritos de protesta y silbidos. Así que cuando Gabinio continuó adelante con el procedimiento, Lucio Trebelio sacó la única arma de la que Gabinio no podía hacer caso omiso.
—¡Interpongo mi veto contra la lex Gabinia de piratis persequendis! —gritó en tono enérgico.
Se hizo el silencio.
—Retira el veto, Trebelio —le pidió Gabinio.
—No pienso hacerlo. ¡Veto la ley de tu jefe!
—No me obligues a tomar medidas, Trebelio.
—¿Qué medidas puedes tomar, Gabinio, aparte de arrojarme desde le roca Tarpeya? Y eso no puede cambiar mi veto. Estaré muerto, pero no se aprobará esta ley tuya —dijo Trebelio.
Aquélla era la verdadera prueba de fuerza, porque ya habían pasado los tiempos en que las reuniones podían degenerar en violencia con impunidad para el hombre que convocaba la reunión, los tiempos en que una airada plebe podía intimidar físicamente a los tribunos para que retirasen el veto mientras el hombre que presidía la plebe se mantenía como un inocente espectador. Gabinio sabía que si estallaba un disturbio durante aquella reunión formal de la plebe, él tendría que rendir cuentas ante la ley. Por ello resolvió el problema de una manera constitucional que nadie podría censurar.
—Puedo pedir a esta Asamblea que legisle tu abandono del cargo, Trebelio —le advirtió Gabinio—. ¡Retira el veto!
—Me niego a retirar el veto, Aulo Gabinio.
Había treinta y cinco tribus de ciudadanos romanos. Todos los procedimientos de voto en las asambleas se realizaban a través de las tribus, lo que significaba que al final de la votación de varios miles de hombres, sólo se registraban treinta y cinco votos reales. En las elecciones todas las tribus votaban simultáneamente, pero cuando se trataba de aprobar leyes las tribus votaban una después de otra, y lo que ahora pretendía Gabinio era una ley para deponer a Lucio Trebelio. Por ello Gabinio llamó a las treinta y cinco tribus a votar sucesivamente, y una tras otra votaron que había que deponer a Trebelio. La mayoría la constituían dieciocho votos, así que eso era todo lo que necesitaba Gabinio. En solemne silencio y perfecto orden, la votación se llevó a cabo inexorablemente: Suburana, Sergia, Palatina, Quirina, Horacia, Aniense, Menenia, Oufentina, Maecia, Pompetina, Estelatina, Clustumina, Tromentina, Voltinia, Papiria, Fabia… La tribu que votaba en decimoséptimo lugar era Cornelia, y el voto fue el mismo. Deponer a Lucio Trebelio.
—¿Ves, Lucio Trebelio? —preguntó Gabinio volviéndose hacia su colega con una gran sonrisa—. Diecisiete tribus seguidas han votado contra ti. ¿Llamo a los hombres de Camilia para que hagan dieciocho y con ello se llegue a la mayoría, o estás dispuesto a retirar tu veto?
Trebelio se pasó la lengua por los labios, miró desesperadamente a Catulo, a Hortensio, a Pisón, y luego al remoto y distante pontífice máximo, Metelo Pío, que debía haber hecho honor al hecho de pertenecer a los boni, pero que desde su regreso de Hispania cuatro años antes había cambiado: ahora era un hombre callado, un hombre resignado. Sin embargo, fue a él a quien Trebelio dirigió su apelación.
—Pontífice máximo, ¿qué debo hacer? —le preguntó a gritos.
—La plebe ha puesto de manifiesto cuáles son sus deseos en ese asunto, Lucio Trebelio —le dijo Metelo con voz clara y potente, sin la menor vacilación—. Retira el veto. La plebe te ha mandado que retires el veto.
—Retiro el veto —dijo Trebelio; se dio la vuelta sobre los talones y se retiró a la parte de atrás de la plataforma de la tribuna.
Pero, una vez resumido el proyecto de ley, Gabinio ya no parecía tener prisa porque se aprobara. Le pidió a Catulo que hablase, y luego a Hortensio.
—Un muchacho listo, ¿eh? —dijo Cicerón, un poco molesto de que nadie le pidiera a él que hablase—. ¡Escucha a Hortensio! ¡Anteayer, en el Senado, dijo que moriría antes de que se aprobase ningún otro mando especial más con imperio ilimitado! Hoy sigue en contra de los mandos especiales con imperio ilimitado, pero si Roma insiste en crear este animal, entonces que sea Pompeyo, a ningún otro debería ponérsele la cuerda en la mano. Eso nos dice ciertamente de qué lado sopla el viento en el Foro, ¿no?
Y así era en realidad. Pompeyo concluyó la reunión derramando unas cuantas lágrimas y anunciando que si Roma insistía, entonces a él no le quedaba más remedio que echar sobre sus hombros aquella nueva carga, a pesar del agotamiento letal que produciría. Después de lo cual Gabinio levantó la sesión, de momento sin haberse recogido la votación. Sin embargo, el tribuno de la plebe Roscio Otón tuvo la última palabra. Enojado, frustrado, deseando matar a toda la plebe, se adelantó hasta el borde de la tribuna y levantó el puño derecho; luego, muy lentamente, extendió el dedo medicus en toda su longitud y lo movió en el aire.
—¡Métetelo por el culo, plebe! —dijo riendo Cicerón, pues apreciaba aquel gesto inútil.
—Así que estás contento de concederle a la plebe un día para meditar el voto, ¿eh? —le preguntó a Gabinio cuando el colegio bajó de la tribuna.
—Lo haré todo exactamente como deba hacerse.
—¿Cuántos proyectos de ley?
Uno general, luego otro que le concede el mando a Cneo Pompeyo, y un tercero para detallar las condiciones de su mando.
Cicerón cogió por el brazo a Gabinio y echó a andar.
—Me ha encantado ese trocito del final del discurso de Catulo. ¿A ti no? Ya sabes, cuando Catulo le preguntó a la plebe qué ocurriría si Pompeyo resultaba muerto. En ese caso, ¿a quién pondría la plebe en su lugar?
Gabinio se dobló de la risa.
—Y todos gritaron a la vez: «¡A ti, Catulo! ¡A ti y a nadie más que a ti!».
—¡Pobre Catulo! Veterano de una derrota en una batalla de una hora librada a la sombra del Quirinal.
—Pero lo ha comprendido.
—Lo han jodido —dijo Cicerón—. Ése es el problema que tiene ser un núcleo irreductible. Que uno contiene el orificio posterior fundamental.
Al final Pompeyo consiguió más de lo que Gabinio había pedido: su imperio fue maius en el mar y abarcaba hasta cincuenta millas tierra adentro desde todas las costas, lo que significaba que su autoridad superaba la de todos los gobernadores provinciales y la de aquellos que tenían mandos especiales, como Metelo Pequeña Cabra en Creta y Lúculo en su guerra contra los dos reyes. Nadie podía contradecirle si no había una revocación de la ley en la Asamblea Plebeya. Dispondría de quinientos barcos a expensas de Roma y de todos aquellos que necesitase en cualquier ciudad o estado costeros; contaría con una tropa de ciento veinte mil hombres y de todos los que considerase necesario reclutar de las provincias; dispondría también de cinco mil soldados de caballería; tendría veinticuatro legados de categoría pretoriana, todos ellos elegidos por él, y dos cuestores; se le entregarían de inmediato ciento cuarenta y cuatro millones de sestercios procedentes del Tesoro, y más cuando lo necesitase. En resumen, la plebe le otorgaba un mando como nunca se había visto otro igual.
Pero, para hacerle justicia, Pompeyo no malgastó el tiempo sacando pecho y refregándole la victoria por la cara a personas como Catulo y Pisón; estaba demasiado ansioso por empezar lo que había planeado hasta el último detalle. Y, por si necesitaba más pruebas de la confianza del pueblo en su capacidad para acabar con la piratería en alta mar de una vez para siempre, podía observar con orgullo el hecho de que el día en que las leges Gabiniae fueron aprobadas, el precio del grano bajó en Roma.
Aunque algunos se extrañaron de ello, Pompeyo no eligió a sus dos antiguos lugartenientes de Hispania, Afranio y Petreyo, para formar parte de sus legados. En cambio trató de suavizar los temores de los boni eligiendo hombres irreprochables como Sisenna y Varrón, dos de los Manlios Torcuatos, Lentulo Marcelino y Metelo Nepote, el más joven de los dos hermanastros de su esposa Mucia Tercia. No obstante, fue a sus dóciles censores, Publícola y Lentulo Clodiano, a quienes dio los mandos más importantes; a Publícola el del mar Toscano, y a Lentulo Clodiano el del mar Adriático. Italia reposó entre ellos, segura y a salvo.
Dividió el mar Medio en trece regiones, a cada una de las cuales destinó a un comandante y a un segundo, naves, tropas y dinero. Y esta vez no habría insubordinaciones ni asunción de iniciativa por parte de ninguno de sus legados.
—No puede ocurrir lo mismo que en Arausio —aseguró gravemente en la tienda de mando, en una reunión con los legados antes de que la gran empresa diera comienzo—. Si a uno de vosotros se le ocurre siquiera tirarse un pedo en una dirección que previamente no haya establecido yo en persona como la dirección correcta para tirarse pedos, le cortaré las pelotas y lo enviaré a los mercados de eunucos de Alejandría —dijo; y lo decía en serio—. Mi imperio es maius, y eso significa que puedo hacer lo que me plazca. Desde el primero hasta el último de vosotros recibirá órdenes escritas tan detalladas y completas que ni siquiera tendréis que decidir por vosotros mismos qué cenaréis pasado mañana. Vosotros haréis lo que se os diga. Si alguno no está dispuesto a obedecer, que hable ahora. De lo contrario cantará como una soprano en la corte del rey Ptolomeo. ¿Entendido?
—Puede que no sea elegante en la fraseología o en las metáforas —le dijo Varrón a Sisenna, su colega literatus—, pero no se le puede negar que tiene una manera maravillosa para convencer a la gente de que lo que dice va en serio.
—No puedo dejar de imaginarme a un todopoderoso aristócrata como Lentulo Marcelino echando las amígdalas al trinar para deleite del rey Ptolomeo, el flautista de Alejandría —dijo Sisenna con una expresión soñadora en el rostro, y ambos se echaron a reír.
Aunque la campaña no era cosa de risa. Se desarrolló con asombrosa rapidez y absoluta eficiencia exactamente del modo como Pompeyo la había planeado, y ni uno solo de sus legados osó hacer otra cosa que lo que dictaban las órdenes escritas que tenían. Si la campaña llevada a cabo en África por Pompeyo para Sila había asombrado a todos por su rapidez y eficacia, esta otra campaña oscureció a aquélla para siempre.
Empezó en el extremo oeste del mar Medio, y utilizó las naves, las tropas y —sobre todo— los legados para aplicar a las aguas un barrido naval y militar. Barrer, barrer, siempre barriendo un confuso e impotente montón de piratas bajo la escoba; cada vez que un destacamento pirata huía en busca de refugio en la costa africana, gálica, hispánica o ligur, no lo hallaba en absoluto, porque dondequiera que fuese había un legado esperándolo. Como gobernador de ambas Galias, el cónsul Pisón emitió la orden de que ninguna de las dos provincias a su cargo había de proporcionar ayuda de ninguna clase a Pompeyo, por lo que el delegado de Pompeyo en aquella zona, Pomponio, se vio obligado a luchar para conseguir resultados. Pero Pisón también mordió el polvo cuando Gabinio le amenazó con legislar su cese de las provincias que le correspondían si no desistía en su actitud. Como las deudas que tenía iban en aumento con espantosa rapidez, Pisón necesitaba las Galias para recuperarse de sus pérdidas, así que desistió.
El propio Pompeyo siguió el barrido de oeste a este, programando su visita a Roma justo en el centro del trayecto para coincidir con las acciones de Gabinio contra Pisón, y parecía más magnífico que nunca cuando públicamente convenció a Gabinio para que no se mostrara tan canalla.
—¡Oh, qué farsante! —exclamó César mientras se lo contaba a su madre, aunque sin ánimo de crítica.
A Aurelia, sin embargo, no le interesaban los manejos que se producían en el Foro.
—Tengo que hablar contigo, César —le indicó mientras se instalaba cómodamente en una silla en el tablinum de su hijo.
La jovialidad de César desapareció; dejó escapar un suspiro.
—¿Sobre qué?
—Sobre Servilia.
—No hay nada que decir, mater.
—¿Le has hecho algún comentario a Craso sobre Servilia? —le preguntó su madre.
César frunció el entrecejo.
—¿A Craso? No, claro que no.
—Entonces, ¿por qué vino ayer Tertula a verme para ver si pescaba algo? —Aurelia soltó una carcajada—. ¡No hay mejor pescadora en Roma que Tertula! Le viene de su ascendencia sabina, supongo. Las colinas no son terreno de pesca para nadie excepto para los verdaderos expertos con la caña.
—Te juro que no le he comentado nada, mater.
—Bueno, pues Craso tiene una vaga sospecha, y se la ha comunicado a su esposa. Supongo que sigues prefiriendo mantener el asunto de Servilia en secreto, ¿no es así? ¿Tienes intención de reanudar la relación cuando haya nacido la criatura?
—Sí, ésa es mi intención.
—Entonces, César, te sugiero que le eches un poco de tierra en los ojos a Craso. No me preocupa ese hombre, ni tampoco su esposa sabina, pero los rumores siempre empiezan en alguna parte, y esto es un comienzo.
César frunció todavía más el entrecejo.
—¡Oh, qué fastidio, los rumores! A mí particularmente no me preocupa la parte que me toca en esto, mater, pero no tengo queja alguna contra el pobre Silano, y sería mucho mejor que nuestros hijos permanecieran ignorantes de la situación. No creo que la paternidad del niño se pueda poner en duda, puesto que tanto Silano como yo somos rubios, y en cambio Servilia es muy morena. Resulte como resulte la criatura, si no se parece a su madre, el niño tanto podrá ser de Silano como mío.
—Cierto. Estoy de acuerdo contigo, César. ¡Aunque de veras desearía que hubieras elegido a otra que no fuera Servilia!
—Ya lo he hecho, ahora que a ella su estado le impide estar disponible.
—¿Te refieres a la esposa de Catón?
César lanzó un gruñido.
—¡La esposa de Catón! Es demasiado aburrida.
—A la fuerza tiene que serlo para poder sobrevivir en aquella casa.
Las manos de César descansaron sobre el escritorio que tenía delante; se puso serio de pronto.
—Muy bien, mater. ¿Qué sugieres?
—Creo que deberías volver a casarte.
—No quiero volver a casarme.
—¡Ya lo sé! Pero es el mejor modo de arrojar un poco de tierra a los ojos de todos. Si, como parece, es probable que el rumor empiece a circular, lo mejor es crear un nuevo rumor que lo eclipse.
—Muy bien, volveré a casarme.
—¿Tienes alguna mujer en particular con la que te apetezca casarte?
—Ninguna, mater. Soy arcilla en tus manos.
Aquello complació a Aurelia de inmediato; suspiró llena de satisfacción.
—¡Estupendo! —Dime a quién has elegido.
—A Pompeya Sila.
—¡Dioses, no! —gritó César espantado—. ¡Cualquier mujer menos ésa!
—Tonterías. Pompeya Sila es ideal.
—Pompeya Sila tiene la cabeza tan vacía que podría usarse como cubilete de dados —murmuró César entre dientes—. Por no hablar de que es onerosa, holgazana y monumentalmente tonta.
—Una esposa ideal —afirmó Aurelia—. Tus escarceos amorosos no le preocuparán, es demasiado estúpida para poder sumar dos y dos, y tiene una fortuna propia lo suficientemente adecuada para todas sus necesidades. Además es sobrina segunda tuya al ser hija de Cornelia Sila y nieta de Sila, y los Pompeyos Rufos son una rama más respetable de esa familia picentina que la rama a la que pertenece Magnus. Tampoco está en la primera juventud… no sería una novia inexperta para ti.
—Yo tampoco estaría dispuesto a tomar una que lo fuera —dijo César con aire lúgubre—. ¿Tiene hijos?
—No, aunque su matrimonio con Cayo Servilio Vatia duró tres años. Fíjate, no creo que Cayo Vatia gozara de buena salud. Su padre, el hermano mayor de Vatia Isáurico, por si hace falta que te lo recuerde, murió demasiado joven para entrar en el Senado, y prácticamente lo único que la Roma política obtuvo del hijo fue darle un consulado. Que muriera antes de poder asumir el cargo era típico de su carrera. Pero ello significa que Pompeya es viuda, y por lo tanto más respetable que una mujer divorciada.
Aurelia comprendió que César estaba pensándolo, por lo que permaneció sentada y no blandió más argumentos; ya había lanzado la idea, y César podía manejarla por sí solo.
—¿Cuántos años tiene Pompeya Sila? —le preguntó César con voz pausada.
—Veintidós, creo.
—¿Y Mamerco y Cornelia Sila lo aprobarían? Por no hablar de Quinto Pompeyo Rufo, su hermanastro, y Quinto Pompeyo Rufo, su hermano.
—Mamerco y Cornelia Sila me preguntaron si te interesaría casarte con ella, así es como se me ocurrió a mí la idea —le confesó Aurelia—. En cuanto a sus hermanos, el verdadero es demasiado joven para que se le consulte seriamente, y el hermanastro lo único que teme es que Mamerco se la coloque a él en su casa en lugar de permitir que Cornelia Sila le dé cobijo.
César se echó a reír con una risa irónica.
—¡Veo que la familia entera está confabulada contra mí! —Se puso serio—. De todos modos, mater, no creo que un ave joven tan exótica como Pompeya Sila consintiera en vivir en un apartamento de la planta baja justo en medio de Subura. Podría resultar una dolorosa prueba para ti. Cinnilla era tanto tu hija como tu nuera, ella nunca te habría disputado el derecho de gobernar este particular gallinero aunque hubiera vivido cien años. Mientras que una hija de Cornelia Sila quizás tenga visiones de grandeza.
—No te preocupes por mí, César —dijo Aurelia poniéndose en pie muy satisfecha; él también estaba a punto de hacerlo—. Pompeya Sila hará lo que se le diga, y se aguantará tanto conmigo como con este apartamento.
Así fue como Cayo Julio César tomó su segunda esposa, que era nieta de Sila. La boda fue tranquila, a ella sólo asistió la familia próxima, y tuvo lugar en la domus de Mamerco, en el Palatino, entre escenas de gran regocijo, en particular por parte del hermanastro de la novia, que se veía ahora liberado de la horrorosa perspectiva de tener que darle cobijo.
Pompeya era muy hermosa, toda Roma lo decía, y César —que no era precisamente un novio ardiente— decidió que Roma tenía razón. Su nueva esposa tenía el pelo rojizo oscuro y los ojos de un color verde luminoso, una especie de compromiso de reproducción entre el rojo dorado de la familia de Sila y el rojo zanahoria de los Pompeyos Rufos, supuso César; la cara tenía la forma oval clásica y poseía unos huesos bien estructurados, buena figura y una estatura considerable. Pero ni la más mínima luz de inteligencia brillaba en aquellas órbitas de color hierba, y los planos del rostro eran tan lisos que parecían de mármol muy pulido. Vacío. Casa para alquilar, pensaba César mientras la llevaba en brazos entre una regocijada pandilla de invitados desde el Palatino hasta el apartamento de su madre, en Subura, fingiendo que la tarea le resultaba mucho más ligera de lo que era en realidad. Nada le obligaba a llevarla en brazos todo el trayecto, sólo tenía que hacerlo para traspasar el umbral del nuevo hogar de la mujer, pero César era una persona que siempre se empeñaba en demostrar que era mejor que el resto de la gente que le rodeaba, y ello se extendía a las hazañas de fuerza que su delgadez parecía contradecir.
Ciertamente ello impresionó a Pompeya, que iba riéndose como una chiquilla, arrullando y arrojando puñados de pétalos de rosa ante los pies de César. Pero el acoplamiento nupcial fue una hazaña de fuerza menor que la del paseo nupcial; Pompeya pertenecía a esa escuela de mujeres que creían que lo único que tenían que hacer era tenderse de espaldas, abrir las piernas y dejar que las cosas ocurrieran. Oh, sí que hubo cierto placer en los preciosos pechos y en aquel delicioso techo de paja que era el vello púbico color rojo oscuro —¡una auténtica novedad!—, pero Pompeya no era jugosa. Ni siquiera agradecida, y eso, pensó César, colocaba por delante de ella incluso a la pobre Atilia, aunque ésta fuera una criatura gris de pecho plano que estaba muy apagada a causa de los cinco años de matrimonio con el joven y pesado Catón.
—¿Te apetece un tallo de apio? —le preguntó César a Pompeya al tiempo que se incorporaba en la cama y se apoyaba en un codo para mirarla.
La mujer parpadeó y al hacerlo las pestañas ridículamente largas y oscuras le aletearon.
—¿Un tallo de apio? —preguntó distraídamente.
—Para masticarlo mientras yo trabajo —dijo César—. Así tendrías en qué entretenerte, y yo oiría cómo cruje.
Pompeya soltó una risita tonta porque cierto joven encapuchado le había dicho en una ocasión que era el sonido más delicioso, igual que el agua cantarina que pasa por encima de piedras preciosas en el lecho de un arroyuelo.
—¡Oh, qué tonto eres! —dijo.
Y César se dejó caer otra vez, pero no encima de ella.
—Tienes toda la razón —dijo—. Soy verdaderamente tonto.
Y por la mañana le comentó a su madre:
—No esperes verme mucho por aquí, mater.
—Oh, vaya —dijo Aurelia plácidamente—. ¿Tan mal te ha ido?
—¡Antes prefiero masturbarme! —dijo César lleno de rabia; y se marchó antes de que su madre lo pusiera como un trapo por aquella vulgaridad.
César comenzaba a darse cuenta ahora que encargarse del cuidado de la vía Apia exigía desembolsos de dinero mucho mayores de lo que había imaginado, a pesar de la advertencia de su madre. La gran carretera que comunicaba Roma con Brundisium estaba pidiendo a gritos amorosos cuidados, pues nunca se había mantenido adecuadamente. Aunque tenía que sufrir el fuerte pisoteo de innumerables ejércitos y las ruedas de incontables caravanas de transporte, era tan vieja que se daba por hecho que había de ser así; más allá de Capua se encontraba especialmente mal.
Los cuestores encargados del Tesoro aquel año se mostraban sorprendentemente comprensivos, aunque uno de ellos era el joven Cepión, cuya relación con Catón y los boni había hecho que César pensara que tendría que luchar incesantemente para conseguir fondos. Los fondos estaban a su disposición, pero, sencillamente, siempre eran insuficientes. Así que cuando el coste de la construcción de puentes o de la reparación de calzadas sobrepasaba la asignación de fondos públicos, César se veía obligado a contribuir con su propio dinero. En eso no había nada de extraordinario; Roma siempre esperaba donaciones privadas.
El trabajo, desde luego, le atraía enormemente, así que lo supervisaba en persona y realizaba toda la labor de ingeniería. Después de casarse con Pompeya apenas visitaba Roma. Seguía, naturalmente, el progreso de Pompeyo en aquella fabulosa campaña contra los piratas, y tenía que reconocer que a duras penas habría podido mejorarlo él mismo. Llegó hasta el punto de aplaudir la clemencia de Pompeyo cuando la guerra se desarrolló a lo largo de la costa de Cilicia y Pompeyo se ocupó de los miles de cautivos volviendo a instalarlos en ciudades desiertas lejos del mar. Desde luego, todo lo estaba haciendo del modo apropiado, e incluso se había asegurado de que su amigo y amanuense Varrón fuera condecorado con una corona naval por supervisar el reparto del botín de modo que ningún legado pudiera coger más que aquello a lo que tenía derecho, y el resto sirviera para engrosar considerablemente el Tesoro. Había tomado la fortaleza de Coracesium, situada en una cumbre, de la mejor manera posible, mediante sobornos llevados a cabo desde el interior, y cuando dicha plaza cayó, ningún pirata de los que quedaron con vida podía engañarse a sí mismo creyendo que Roma no era dueña ahora de lo que ya se había convertido en el Mare Nostrum, el Mar Nuestro. La campaña se había extendido hacia el interior del Euxino, y también allí Pompeyo se lo llevó todo por delante. Megadates y Farneces, su hermano gemelo con aspecto de lagarto, habían sido ejecutados; el abastecimiento de grano a Roma estaba ahora organizado y garantizado en el futuro.
Sólo en el tema de Creta había fracasado, y eso fue debido a Metelo Pequeña Cabra, quien testarudamente se negó a honrar el imperium superior de Pompeyo y desairó a su legado Lucio Octavio cuando llegó para suavizar las cosas; se decía también que había sido la causa del fatal ataque de apoplejía de Lucio Cornelio Sisenna. Aunque Pompeyo hubiera podido deponerlo, eso habría supuesto entrar en guerra con él, como dejó bien claro Metelo. Así que al final Pompeyo hizo lo más sensato, le dejó Creta a Metelo y por ello acordó tácitamente compartir una diminuta parte de la gloria con el inflexible nieto de Metelo Macedónico. Porque aquella campaña contra los piratas era, como le había dicho Pompeyo a César, un simple calentamiento, una manera de estirar los músculos a fin de prepararlos para tareas más importantes.
Así Pompeyo no tenía intención de volver a Roma; permaneció en la provincia de Asia durante el invierno y se dedicó a apaciguarla, reconciliándola con una nueva ola de recaudadores de impuestos que sus propios censores habían hecho posible. Desde luego Pompeyo no tenía necesidad de volver a Roma, prefería estar en otra parte; tenía a otro leal tribuno de la plebe para sustituir al saliente Aulo Gabinio; de hecho tenía dos. Uno de ellos, Cayo Memmio, era hijo de su hermana y del primer marido de ésta, aquel Cayo Memmio que había perecido en Hispania mientras servía a las órdenes de Pompeyo contra Sertorio. El otro, Cayo Manilio, era el más capaz de los dos, y se le había asignado la tarea más difícil de todas: conseguir para Pompeyo el mando contra el rey Mitrídates y el rey Tigranes. Era, en opinión de César, que consideró prudente permanecer en Roma durante los meses de diciembre y enero, una tarea más fácil que la que Gabinio había tenido que afrontar; sencillamente porque Pompeyo había vencido decisivamente la oposición senatorial contra él al derrotar por completo a los piratas en el breve espacio de un verano; y con un coste mínimo teniendo en cuenta lo que habría podido costar la campaña; y demasiado rápido como para necesitar concesiones de terrenos para las tropas, primas para las ciudades y estados que habían cooperado en él, y compensaciones por las flotas prestadas. Al final de aquel año, Roma estaba dispuesta a darle a Pompeyo cualquier cosa que quisiera.
En contraste, Lucio Licinio Lúculo había soportado un año atroz en el campo de batalla, pues había sufrido derrotas, motines y desastres. Todo lo cual lo situaba a él y a sus agentes en Roma en una posición que en manera alguna podía contrarrestar las pretensiones y argumentos de Manilio de que Bitinia, Pontus y Cilicia le fueran entregadas a Pompeyo, inmediatamente, y de que Lúculo fuera despojado por completo del mando y se le ordenase volver a Roma con deshonra. Glabrio perdería el control sobre Bitinia y Pontus, pero ello no podría estorbar el nombramiento de Pompeyo, puesto que Glabrio, actuando de forma avariciosa, se había apresurado a marcharse para gobernar su provincia en cuanto empezó a ejercer el consulado, con lo que no le hizo ningún servicio a Pisón. Y tampoco Quinto Marcio Rex, el gobernador de Sicilia, había obtenido logros notables. El Este era el blanco para Pompeyo el Grande.
No es que Catulo y Hortensio no lo intentasen. Libraron una batalla oratoria en el Senado y en los Comicios, oponiéndose todavía a aquellos mandos extraordinarios que lo abarcaban todo. Manilio iba a proponer que se le concediera a Pompeyo imperium maius otra vez, lo cual lo colocaría por encima de cualquier gobernador, y también quería proponer que se incluyera una cláusula que permitiría a Pompeyo hacer la guerra y la paz sin necesidad de preguntar o consultar ni al Senado ni al pueblo. No obstante, aquel año César no habló sólo en apoyo de Pompeyo. Como ahora era pretor en el Tribunal de Extorsión, Cicerón tronó en la Cámara y en los Comicios; y lo mismo hicieron los censores Publícola y Lentulo Clodiano, y Cato Escribonio Curión, y —¡un auténtico triunfo!— los consulares Cayo Casio Longino y… ¡nada menos que el propio Publio Servilio Vatia Isáurico en persona! ¿Cómo podían resistirse el Senado o el pueblo? Pompeyo obtuvo el mando y fue capaz de derramar una lágrima o dos cuando recibió la noticia mientras recorría Cilicia. ¡Oh, qué enorme peso el de aquellas despiadadas misiones especiales! ¡Oh, cómo deseaba volver a casa, a una vida de paz y tranquilidad! ¡Oh, qué agotamiento!
Servilia dio a luz a su tercera hija a primeros de setiembre, una niña pequeñita de cabello rubio cuyos ojos prometían permanecer azules. Como Junia y Junilla eran mucho mayores, y por lo tanto acostumbradas ya a sus nombres, esta Junia se llamaría Tercia, que significaba tercera y tenía un sonido agradable. El embarazo había transcurrido lentamente de un modo terrible desde que César decidiera no verla a mediados de mayo, cosa que se vio agravada por el hecho de que cuando más pesada se encontraba era cuando el tiempo resultaba más caluroso, y a Silano no le pareció prudente abandonar Roma para irse a la costa a causa del estado de gestación en que ella se hallaba y a su edad. Silano había continuado mostrándose bueno y considerado. Nadie que los observase habría podido sospechar que las cosas no andaban bien entre ellos. Sólo Servilia detectó una expresión nueva en la mirada de su marido, una mirada en parte herida y en parte triste, pero como la compasión no formaba parte de su naturaleza, Servilia no le concedió más importancia que cualquier otro hecho de la vida y no suavizó su actitud hacia él.
Como sabía que las habladurías le harían llegar a César la noticia del nacimiento de su hija, Servilia no intentó ponerse en contacto con él. Un asunto difícil de todos modos, empeorado ahora por la nueva esposa de César. ¡Qué impresión le había causado aquello! Parecía que de pronto una bola de fuego hubiera salido de la nada desde un cielo despejado para aplastarla, para matarla, para reducirla a cenizas. Los celos la corroían noche y día, porque ella, naturalmente, conocía a la joven señora. Nada de inteligencia, ninguna profundidad… ¡pero tan hermosa con aquel cabello rojo y aquellos ojos verdes tan vivos! Además nieta de Sila, muy rica y con todas las relaciones convenientes y un pie en cada bando del Senado. ¡Qué inteligente por parte de César gratificar los sentidos al tiempo que fortalecía su posición política! Porque al no tener manera de comprobar el estado de ánimo de su amado, Servilia supuso automáticamente que aquél era un matrimonio por amor. ¡Bueno, pues que se pudriera! ¿Cómo podría vivir ella sin César? ¿Cómo podría vivir sabiendo que alguna otra mujer significaba más que ella misma para César? ¿Cómo podría seguir viviendo?
Bruto, naturalmente, veía a Julia con regularidad. A los dieciséis años y convertido ya oficialmente en hombre, a Bruto le revolvía la idea del embarazo de su madre. Él, un hombre, tenía una madre que todavía… que todavía… ¡Oh, dioses, qué vergüenza! ¡Qué humillación!
Pero Julia veía las cosas de un modo diferente, y así se lo dijo a Bruto.
—Qué bonito para ella y Silano —le había dicho la niña de nueve años sonriendo con ternura—. No debes enfadarte con ella, Bruto, de verdad. ¿Qué pasaría si después de haber estado casados durante veinte años o así nosotros tuviéramos un hijo más? ¿Comprenderías tú el enojo de tu hijo mayor?
Bruto tenía la piel peor de lo que la había tenido un año atrás: siempre en estado de erupción, llagas amarillas y granos rojos, úlceras que picaban o quemaban, que necesitaban rascarse, comprimirse o arrancarse. El odio hacia sí mismo había avivado el odio hacia la condición en que se hallaba su madre, y ahora le era difícil guardárselo ante aquella pregunta razonable y caritativa. Puso mala cara y gruñó, pero luego repuso de mala gana:
—Comprendería su enojo, sí, porque yo lo siento ahora. Pero también comprendo lo que quieres decir.
—Pues eso no está mal, para empezar —dijo la pequeña sabia—. Servilia ya no es lo que se dice una niña, avia me lo explicó y me dijo que necesitaría mucha ayuda y comprensión.
—Lo intentaré por ti, Julia —dijo Bruto.
Y se fue a casa dispuesto a intentarlo.
Todo lo cual se redujo a la insignificancia cuando a Servilia se le presentó la oportunidad menos de dos semanas después de haber dado a luz a Tercia. Su hermano Cepión fue a visitarla con interesantes noticias.
Como era uno de los cuestores urbanos, a principios de aquel año lo habían destinado a la reserva para ayudar a Pompeyo en su campaña contra los piratas, pero nunca había pensado que necesitaran que saliera de Roma.
—¡Pero me han mandado llamar, Servilia! —le comunicó a gritos con la felicidad asomándole en los ojos y en la sonrisa—. Cneo Pompeyo quiere que se le envíen dinero e informes a Pérgamo, y es a mí a quien corresponde hacer el viaje. ¿No es maravilloso? Podré atravesar por Macedonia y así visitaré a mi hermano Catón. ¡Lo echo muchísimo de menos!
—Me alegro por ti —dijo Servilia con apatía, sin que le interesase lo más mínimo la pasión que Cepión sentía por Catón, ya que había formado parte de la vida de todos ellos durante veintisiete años.
—Pompeyo no me espera hasta diciembre, así que si me pongo en camino inmediatamente puedo pasar bastante tiempo con Catón antes de continuar el viaje —siguió diciendo Cepión, todavía en aquel estado de ánimo de felicidad por lo que le aguardaba—. El tiempo se mantendrá sin cambios hasta que me marche de Macedonia, y podré continuar por carretera. —Se estremeció—. ¡Odio el mar!
—Últimamente libre de piratas, según he oído decir.
—Gracias, pero prefiero la tierra firme.
Luego Cepión quiso conocer a la pequeña Tercia; le dijo ternezas e hizo chasquidos con la lengua, movido tanto por el auténtico cariño como por obligación, y comparó a la hija de su hermana con su propia criatura, una niña también.
—Una carita preciosa —dijo cuando se disponía a marcharse—. Unos huesos realmente muy distinguidos. Me pregunto de dónde los habrá sacado.
«Oh —pensó Servilia—. ¡Y yo aquí engañándome a mí misma y diciéndome que soy la única que ve el parecido con César!». Sin embargo, aunque su sangre era la de los Porcio Catón, Cepión carecía de malicia, de manera que aquel comentario había sido del todo inocente.
La mente le cambió de ese pensamiento a otro que era su continuación habitual, la actitud indigna y manifiesta de Cepión para heredar los frutos del Oro de Tolosa, seguida de un ardiente resentimiento al pensar que su propio hijo, Bruto, no pudiera heredar nada. Cepión, el cuco en el nido de su familia. El hermano de padre y madre de Catón, no de ella.
Hacía meses que Servilia era incapaz de concentrarse en nada que no fuera la perfidia de César al casarse con aquella joven boba y deliciosa, pero aquellas reflexiones sobre el destino del Oro de Tolosa fluían ahora hacia un horizonte completamente diferente que no estaba nublado por las emociones que le producía César. Porque miró por la ventana abierta y vio que Sinón bajaba haciendo ágiles piruetas por la galería situada en el lado más alejado del jardín peristilo. A Servilia le encantaba aquel esclavo, aunque aquel sentimiento no era casual. Había pertenecido a su marido, pero poco después de casarse, ella le había pedido dulcemente a Silano que le traspasase la propiedad de Sinón. Una vez cumplimentada la escritura de traspaso, Servilia había llamado a su presencia a Sinón y le había informado de su cambio de situación; pensaba que el esclavo se horrorizaría, aunque albergaba esperanzas de que no fuese así. Y no se había horrorizado, sino que había recibido la noticia con júbilo, por lo que ella, desde entonces, lo amaba.
—Hace falta que cada cual se conozca a sí mismo —había comentado él descaradamente.
—Si es así, Sinón, has de tener presente que yo soy tu superior, yo tengo el poder.
—Comprendo —contestó él esbozando una sonrisa satisfecha—. Eso está bien, ¿sabes? Mientras Décimo Junio era mi dueño siempre existía la tentación de llevar las cosas demasiado lejos, y eso bien hubiera podido dar como resultado mi perdición. Contigo por dueña, nunca se me olvidará mirar dónde piso. ¡Muy bien, muy bien! Pero recuerda, domina, que soy tuyo para lo que ordenes.
Y en efecto, Servilia le había dado algunas órdenes de vez en cuando. Catón, ella lo sabía desde la infancia, no le temía absolutamente a nada excepto a las arañas grandes y peludas, que lo dejaban sumido en un pánico que lo hacía hablar de forma ininteligible. De modo que a Sinón se le permitía de vez en cuando salir de ronda por los alrededores de Roma en busca de arañas grandes y peludas, y se le pagaba extraordinariamente bien por introducirlas en casa de Catón, en la cama, en el canapé o en los cajones del escritorio. Y además ni una sola vez lo habían descubierto haciéndolo. La hermana de padre y madre de Catón, Porcia, que estaba casada con Lucio Domicio Ahenobarbo tenía un horror permanente a los escarabajos gordos, por lo que Sinón los cazaba y los introducía en aquella casa. A veces Servilia le daba instrucciones para que descargase miles de gusanos, pulgas, moscas, grillos o cucarachas en alguna de las dos residencias, y enviaba notas anónimas que contenían maldiciones con gusanos o pulgas o la maldición que viniera al caso. Esas actividades habían mantenido entretenida a Servilia, pero desde que César había entrado en su vida habían dejado de ser necesarias, y Sinón había dispuesto de todo el tiempo sólo para él. No se mataba a trabajar excepto para procurar aquellas plagas de insectos, pues el manto de la señora Servilia lo envolvía.
—¡Sinón! —le llamó ella.
Sinón se detuvo, se dio la vuelta, se acercó dando saltos por la galería y dobló la esquina hacia el cuarto de estar de Servilia. Era un tipo bastante guapo, tenía cierta gracia y despreocupación que lo hacían agradable a aquellos que no le conocían bien; Silano, por ejemplo, seguía teniendo muy buen concepto de él, y también Bruto. De complexión ligera, era una persona morena, de piel oscura, ojos y pelo castaño claro, y orejas, barbilla y dedos puntiagudos. No era de extrañar que muchos de los sirvientes hicieran la señal para protegerse del mal de ojo cuando aparecía Sinón. Tenía cierto aire de sátiro.
—¿Domina? —preguntó al tiempo que saltaba por el alféizar de la ventana.
—Cierra la puerta, Sinón, y luego cierra también las contraventanas.
—¡Oh, qué bien! ¡Trabajo! —dijo él obedeciendo.
—Siéntate. Sinón se sentó y se quedó mirándola con una mezcla de curiosidad y descaro. ¿Arañas? ¿Cucarachas? ¿Acaso su dueña ascendería y se graduaría en serpientes?
—¿Qué te parecería tu libertad, Sinón, acompañada de una abultada bolsa de oro? —le preguntó Servilia.
Eso no se lo esperaba. Durante un momento el sátiro se desvaneció para dejar al descubierto otro aspecto casi humano y menos atractivo que había debajo, cierto ser salido de una pesadilla infantil. Luego eso también desapareció, y Sinón se limitó a permanecer alerta y a mostrar interés.
—Me gustaría muchísimo, domina.
—¿Tienes idea de lo que yo te pediría que hicieras para poder ganarte esa recompensa?
—Un asesinato por lo menos —respondió él sin vacilar.
—Así es —dijo Servilia—. ¿Te resulta tentador?
Sinón se encogió de hombros.
—¿A quién en mi posición no le resultaría tentador?
—Hace falta valor para cometer un asesinato.
—Soy consciente de eso. Pero yo tengo valor.
—Tú eres griego, y los griegos no tenéis sentido del honor. Con ello quiero decir que no cumplís lo pactado.
—Yo cumpliría, domina, si lo único que tuviera que hacer fuera asesinar y luego pudiera desaparecer con una bolsa de oro bien repleta.
Servilia estaba reclinada en un canapé, y no cambió de postura lo más mínimo durante toda la conversación. Pero, una vez que hubo obtenido la respuesta de él, se incorporó; los ojos se le habían puesto absolutamente fríos y tranquilos.
—No puedo confiar en ti porque no me fío de nadie —le dijo—, pero éste no es un asesinato que haya que cometer en Roma, ni siquiera en Italia. Tendrá que cometerse en algún lugar entre Tesalónica y el Helesponto, un lugar ideal desde el que se pueda desaparecer. Pero hay maneras de mantenerte en mi poder, Sinón, no lo olvides. Una es pagarte parte de tu recompensa ahora y enviarte el resto a un destino en la provincia de Asia.
—Sí, domina. Pero ¿cómo sé yo que mantendrás tu parte del trato? —preguntó Sinón con cautela.
A Servilia se le ensancharon los orificios nasales a causa de una inconsciente altivez.
—Soy una patricia Servilio Cepión —dijo.
—Aprecio eso en lo que vale.
—Es la única garantía que necesitas de que yo mantendré mi parte del trato.
—¿Qué tengo que hacer?
—Antes de nada tienes que procurarte un veneno de la mejor clase. Con eso me refiero a un veneno que no falle, a un veneno que no despierte sospechas.
—Puedo hacerlo.
—Mi hermano Quinto Servilio Cepión parte para el Este dentro de un día o dos —le dijo Servilia con voz tranquila—. Le preguntaré si puedes acompañarle, porque tengo asuntos de los que quiero que te encargues en la provincia de Asia. Accederá a llevarte con él, desde luego. No existe razón alguna por la que pudiera decir que no. El será portador de pagarés y cuentas para Cneo Pompeyo Magnus en Pérgamo, y no llevará dinero en efectivo que pueda tentarte. Porque es imprescindible, Sinón, que hagas lo que te pido y luego te marches sin trastocar ni la más mínima cosa. Su hermano Catón es tribuno de los soldados en Macedonia, y es un tipo muy diferente: suspicaz, duro y despiadado cuando se le ofende. Sin duda su hermano Catón irá al Este para ocuparse de las exequias de mi hermano Cepión, forma parte de su carácter hacerlo así. Y cuando llegue Catón, Sinón, no debe existir la menor sospecha de que otra cosa que no sea la enfermedad se ha cobrado la vida de mi hermano Quinto Servilio Cepión.
—Comprendo —dijo Sinón sin mover un músculo.
—¿Sí?
—Por completo, domina.
—Dispones del día de mañana para encontrar lo que te hace falta. ¿Podrás hacerlo?
—Podré hacerlo.
—Bien. Entonces ahora echa a correr hasta la casa de mi hermano Quinto Servilio Cepión, a la vuelta de la esquina, y pídele que venga a verme hoy sin falta por una cuestión que me corre cierta prisa —le dijo Servilia.
Sinón se fue. Servilia se recostó de espaldas en el canapé, cerró los ojos y sonrió.
Y así continuaba cuando Cepión regresó poco después; las casas de ambos se encontraban muy cerca una de la otra.
—¿Qué sucede, Servilia? —le preguntó Cepión, preocupado—. Tu sirviente parecía muy apremiante.
—¡Oh, vaya, espero que no te haya asustado! —repuso Servilia bruscamente.
—No, no, te lo aseguro.
—¿No te habrá caído mal por eso?
Cepión parpadeó.
—¿Por qué iba a ser así?
—No tengo ni idea —dijo Servilia al tiempo que comenzaba a dar palmaditas en el borde del canapé—. Siéntate hermano. Tengo que pedirte un favor y asegurarme de que hagas una cosa.
—¿De qué favor se trata?
—Sinón es mi criado de confianza, y tengo un asunto que quiero que me resuelva en Pérgamo. Debería haber pensado en ello cuando estuviste aquí antes, pero no me acordé, así que te pido disculpas por haberte hecho volver. ¿Te importaría que Sinón viajase en tu expedición?
—¡Claro que no! —repuso Cepión con sinceridad.
—Oh, espléndido —ronroneó Servilia.
—¿Y qué es lo que se supone que he de hacer?
—Testamento —dijo Servilia.
Cepión se echó a reír.
—¿Y eso es todo? ¿Qué romano sensato no les deja un testamento a las vestales desde el momento en que se convierte oficialmente en hombre?
—Pero el tuyo, ¿está actualizado? Tienes esposa y una hija pequeña, pero no hay ningún heredero en tu propia casa.
Cepión suspiró.
—La próxima vez, Servilia, la próxima vez. Hortensia se llevó una decepción al tener primero una niña, que, por cierto, es un encanto, pero afortunadamente mi mujer no tuvo problemas en el parto. Tendremos hijos varones.
—De modo que le has dejado todo a Catón en el testamento —dijo Servilia dándolo por sentado.
El horror se reflejó en aquel rostro, tan parecido al de Catón.
—¿A Catón? —preguntó Cepión con voz aguda—. ¡No puedo dejar la fortuna de los Servilio Cepión a un Porcio Catón, por mucho que lo ame! ¡No, no, Servilia! Se la he dejado a Bruto porque sé que a él no le importará ser adoptado como un Servilio Copión y no pondrá ningún impedimento a la hora de asumir el nombre. Pero ¿Catón? —Se echó a reír—. ¿Puedes imaginarte a nuestro hermano pequeño consintiendo en llevar otro nombre que no sea el suyo?
—No, no puedo —dijo Servilia; y se echó a reír también. Luego los ojos se le llenaron de lágrimas y los labios comenzaron a temblarle—. ¡Qué conversación tan morbosa! Sin embargo, era necesario que yo hablase de esto contigo. Nunca se sabe.
—No obstante, Catón es mi albacea —dijo Cepión mientras se disponía a marcharse de la habitación por segunda vez en el transcurso de una hora—. Él se asegurará de que Hortensia y la pequeña Servilia de los Cepiones hereden todo aquello que la lex Voconia me permite dejarles en herencia, y se asegurará asimismo de que a Bruto se le dote debidamente.
—¡Qué tema tan ridículo! —dijo Servilia levantándose para acompañar a su hermano hasta la puerta y sorprendiéndole con un beso—. Gracias por permitir que Sinón vaya contigo, y gracias también por disipar todos mis temores. Temores vanos, ya lo sé. ¡Seguro que regresarás!
Servilia cerró la puerta una vez que él hubo salido y permaneció de pie unos instantes, sintiéndose tan débil que incluso se tambaleó. ¡Ella tenía razón! ¡Bruto era el heredero de Cepión porque Catón nunca consentiría en ser adoptado en un clan patricio como el Servilio Cepión! Ya ni siquiera la deserción de César le resultaba tan dolorosa como unas horas antes.
Tener a Marco Porcio Catón a su servicio, aunque sus obligaciones técnicamente se redujeran a las legiones de los cónsules, era un sufrimiento que el gobernador de Macedonia nunca se hubiese imaginado hasta que le sucedió. Si aquel joven hubiera sido un nombramiento personal, habría ido de vuelta a casa por mucho que su padrino hubiera sido el mismísimo Júpiter Óptimo Máximo; pero como el pueblo lo había nombrado por mediación de la Asamblea Popular, no había nada que el gobernador Marco Rubrio pudiera hacer salvo sufrir la continua presencia de Catón.
Pero ¿cómo podía vérselas con un joven que no dejaba de hurgar y fisgonear, que hacía preguntas incesantemente, que quería saber por qué esto iba allí, por qué aquello valía más en los libros que en el mercado, por qué Fulanito reclamaba una exención de impuestos? Catón nunca paraba de preguntar por qué. Si se le recordaba con tacto que sus preguntas e inquietudes no tenían nada que ver con las legiones de los cónsules, Catón respondía simplementc que todo lo de Macedonia pertenecía a Roma, y Roma, tal como la había personificado Rómulo, lo había elegido a él como uno de sus magistrados. Ergo, todo lo de Macedonia era asunto suyo tanto desde el punto de vista legal como desde el punto de vista moral y ético.
El gobernador Marco Rubrio no era el único que tenía esta opinión. Sus legados y tribunos militares —electos o no—, sus escribas, sus guardianes, alguaciles y publicani, sus amantes y esclavos, todos detestaban a Marco Porcio Catón. Este era un maníaco del trabajo, y ni siquiera podían librarse de él enviándolo a algún puesto avanzado de la provincia, porque al cabo de dos o tres días, a lo sumo, regresaba, y con el trabajo bien hecho.
Gran parte de la conversación de Catón —si es que una arenga a voz en grito podía llamarse conversación— giraba en torno a su bisabuelo, Catón el Censor, cuya frugalidad y anticuadas maneras él estimaba inmensamente. Y puesto que Catón era Catón, él se esforzaba por emular al Censor en todos los aspectos salvo en uno. Iba caminando a todas partes en lugar de ir a caballo, comía sobriamente y no bebía otra cosa que no fuese agua, su forma de vivir no era mejor que la de un soldado raso y sólo tenía un esclavo para atender a sus necesidades.
Entonces, ¿cuál era esa única transgresión de los principios de su bisabuelo? Catón el Censor aborrecía Grecia, a los griegos y a las cosas griegas, mientras que el joven Catón los admiraba, y no guardaba en secreto esa admiración. Eso le causó considerables burlas por parte de aquellos que tenían que soportar su presencia en la Macedonia griega, todos los cuales se morían de ganas de perforarle aquella piel increíblemente gruesa. Pero ninguna de esas burlas hicieron mella en el integumento de Catón; cuando alguien le tomaba el pelo diciéndole que había traicionado los preceptos de su bisabuelo al asumir la forma de pensar de los griegos, esa persona se encontraba con que se le ignoraba y se le consideraba poco importante. Ah, y lo que Catón sí consideraba importante era lo que más sacaba de quicio a sus superiores, iguales e inferiores: la vida regalada, lo llamaba él, y tan fácil era que criticara la evidencia de una vida regalada en el gobernador como en un centurión. Como él moraba en una casa de ladrillos de adobe de dos habitaciones en las afueras de Tesalónica y la compartía con su querido amigo Tito Munacio Rufo, un colega tribuno de los soldados, nadie podía decir que el propio Catón llevase una vida regalada.
Había llegado a Tesalónica en el mes de marzo, y a finales de mayo el gobernador ya había llegado a la conclusión de que si no se desembarazaba de Catón de alguna manera, allí se cometería un asesinato. Las quejas, procedentes de publicani, de cobradores de impuestos, de mercaderes de grano, de contables, de centuriones, de legionarios, de legados y de diversas mujeres a las que Catón había acusado de impudicia, no dejaban de apilarse encima del escritorio del gobernador.
«¡Hasta tuvo el descaro de decirme que él se había mantenido casto hasta que se casó! —le dijo muy sofocada una señora a Rubrio; se trataba de una amiga íntima—. ¡Marco, se enfrentó a mí en el ágora delante de mil griegos que sonreían con ironía y me puso como un trapo hablándome de cuál era la conducta apropiada de las mujeres romanas que viven en una provincia! ¡Líbrate de él, o te juro que pagaré a alguien para que lo asesine!».
Afortunadamente para Catón, fue poco después aquel mismo día cuando casualmente le hizo un comentario a Marco Rubrio acerca de la presencia en Pérgamo de un tal Atenodoro Cordilión.
—¡Cómo me encantaría oírle! —ladró Catón—. Normalmente se mueve por Antioquía y Alejandría; esta gira que está realizando ahora no es habitual.
—Bien —dijo Rubrio, con la lengua viajando detrás de una brillante idea—. ¿Por qué no te tomas un par de meses libres y vas a Pérgamo a oírle?
—¡Yo no podría hacer eso! —dijo Catón impresionado—. Mis obligaciones están aquí.
—Todo tribuno militar tiene derecho a una licencia, mi querido Marco Catón, y nadie se la merece más que tú. ¡Ve, hazlo! Insisto en que lo hagas. Y llévate también a Munacio Rufo contigo.
Así que Catón se marchó acompañado de Munacio Rufo. El contingente romano de Tesalónica casi se volvió loco de júbilo, porque Munacio Rufo veneraba a Catón como a un héroe, tanto que lo imitaba constantemente. Pero justo dos meses después de partir ya se encontraba de regreso en Tesalónica, y Rubrio pensó que era el único romano que había conocido en toda su vida que se tomara tan al pie de la letra una sugerencia para pasar algún tiempo ausente. Y Catón se trajo consigo nada menos que a Atenodoro Cordilión, filósofo estoico de cierto renombre, dispuesto a representar el papel de Panecio para el Escipión Emiliano de Catón. Como era un estoico, no se esperaba ni deseaba el tipo de lujos que Escipión Emiliano había extendido en Panecio… cosa que tampoco estaba mal. El único cambio que hizo en el modo de vida de Catón fue que él, Munacio Rufo y Catón alquilaron una casa de adobe de tres habitaciones en lugar de una con dos, y que había tres esclavos en lugar de dos. ¿Qué era lo que había impulsado a aquel eminente filósofo a vivir con Catón? Simplemente que había visto en él a alguien que un día tendría una enorme importancia, y mantenerse cerca de Catón le serviría para asegurarse de que su propio nombre se recordase. De no haber sido por Escipión Emiliano, ¿quién habría recordado nunca el nombre de Panecio?
El elemento romano de Tesalónica se había puesto a protestar poderosamente cuando Catón regresó de Pérgamo, y Rubrio demostró que él no estaba dispuesto a sufrir a Catón: aseguró que tenía asuntos urgentes en Atenas y partió hacia allí apresuradamente. ¡Ningún consuelo para los que dejaba atrás! Pero entonces llegó Quinto Servilio Cepión que iba en camino hacia Pérgamo al servicio de Pompeyo, y Catón, de tan contento como se puso el ver a su querido hermano, se olvidó por completo de los recaudadores de impuestos y de la vida regalada.
El lazo entre ellos había surgido poco después del nacimiento de Catón, época en la que Cepión sólo tenía tres años. Ailing, la madre de ambos, que habría de morir al cabo de dos meses, puso al bebé Catón en las dispuestas manos del pequeñajo Cepión. Nada salvo el deber los había separado desde entonces, aunque incluso en el deber habrían flaqueado a medida que iban creciendo de no haber sido porque a su tío Druso lo mataron a puñaladas en la casa que todos compartían; cuando eso ocurrió, Cepión tenía seis años y Catón apenas tres. Aquella dura y espantosa prueba había forjado la unión en medio de fuegos de horror y tragedia tan intensos que después perduró todavía más fortalecida. La infancia de ambos había sido solitaria, desgarrada por la guerra, sin cariño, sin humor. No quedaba ningún pariente próximo, los tutores que tenían eran fríos y las dos mayores de los seis niños, Servilia y Servililla, detestaban a los dos más pequeños, Catón y su hermana Porcia.
¡Y no es que la batalla entre mayores y menores resultara siempre favorable a las dos Servilias! Puede que Catón fuera el más pequeño, pero también era el que más gritaba y el que menos miedo tenía de los seis.
Cuando al niño Catón le preguntaban «¿Tú a quién quieres?», él contestaba: «Quiero a mi hermano». Y si le presionaban para que abundase en aquella afirmación y dijese a quién quería más, su respuesta era siempre la misma: «Quiero a mi hermano».
En realidad nunca había amado a nadie más excepto a la hija del tío Mamerco, Emilia Lépida, una horrible experiencia; y si el amor hacia Emilia Lépida le había enseñado algo a Catón, fue a detestar y a desconfiar de las mujeres, actitud que ya venía fomentada por una infancia pasada al lado de Servilia.
Mientras que lo que sentía por Cepión era algo que formaba parte de su ser, completamente recíproco, un sentimiento de corazón, una cuestión de carne y sangre. Aunque él nunca admitiría, ni siquiera ante sí mismo, que Cepión era más que hermanastro suyo. No hay nadie tan ciego como aquellos que no quieren ver, ni nadie más ciego que Catón cuando quería estar ciego.
Viajaron a todas partes, lo vieron todo, y por esta vez Catón era el experto. Y si Sinón, aquel humilde hombrecillo liberado que viajaba en la comitiva de Cepión por encargo de Servilia, se vio tentado alguna vez de tomarse a la ligera la advertencia que le había hecho Servilia acerca de Catón, una mirada a éste le hizo comprender por completo por qué ella había considerado digno de mención a Catón, por qué lo había considerado como un peligro para el verdadero encargo que tenía Sinón. No es que a Catón le llamase la atención Sinón; un miembro de la nobleza romana no se molestaba con presentaciones a inferiores. Sinón miraba desde la parte de atrás de una muchedumbre de servidores y subordinados, y se guardaba muy bien de hacer cualquier cosa que tuviese como consecuencia que Catón se fijase en él.
Pero todas las cosas buenas deben llegar a un final, así que a primeros de diciembre los hermanos se separaron y Cepión continuó viaje por la vía Egnacia acompañado de su séquito. Catón lloró sin avergonzarse de ello. Y también Cepión, a quien se le hizo aún más difícil porque a Catón se le ocurrió ir caminando detrás de ellos durante muchas millas sin dejar de agitar la mano, llorando, gritándole a Cepión que tuviera cuidado, que tuviera cuidado, que tuviera cuidado…
Quizás fuese que tenía un presentimiento de inminente peligro para Cepión; lo cierto es que cuando, un mes más tarde, recibió la nota de Cepión, su contenido no le sorprendió como hubiera debido sorprenderle.
Mi queridísimo hermano:
He caído enfermo en Aenus, y temo por mi vida. Sea cual sea el problema, y ninguno de los médicos de aquí parecen saber cuál es, empeoro de día en día.
Por favor, querido Catón, te ruego que vengas a Aenus y me acompañes en mis últimas horas. Me encuentro muy solo, y aquí nadie puede consolarme como me consolaría tu presencia. No encontraré una mano más querida que la tuya a la que coger mientras emito mi último aliento. Ven, te lo ruego, y hazlo pronto. Intentaré esperar hasta que llegues.
Tengo el testamento en orden bajo la custodia de las vestales y, tal como habíamos hablado, el joven Bruto será mi heredero. Tú eres el albacea, y a ti te he dejado, como tú estipulaste, exclusivamente la suma de diez talentos. Ven pronto.
Cuando se le informó de que Catón necesitaba inmediatamente un permiso de urgencia, el gobernador Marco Rubio no le puso ningún obstáculo. El único consejo que le dio fue que viajase por carretera, pues las tormentas de finales del otoño azotaban la costa de Tracia y ya se había tenido noticia de varios naufragios. Pero Catón no quiso hacerle caso; por carretera el viaje duraría cuando menos diez días por muy de prisa que galopase, mientras que los vientos que soplaban del noroeste llenarían las velas de un barco y le infundirían velocidad, tanta que se podía albergar la esperanza de llegar a Aenus en tres o cuatro días. Y, una vez que hubo encontrado un capitán de barco lo bastante audaz como para acceder a llevarlo —a cambio de unos buenos honorarios— desde Tesalónica a Aenus, el febril y frenético Catón embarcó. Atenodoro Cordilión y Munacio Rufo también fueron con él, cada uno de ellos acompañado de un esclavo solamente.
La travesía fue una pesadilla de olas enormes, mástiles rotos y velas destrozadas. Sin embargo, el capitán había llevado consigo mástiles de repuesto, y también velas; el pequeño barco surcaba y se balanceaba al avanzar por el mar, a flote e impulsado, según les parecía a Atenodoro Cordilión y a Munacio Rufo, de algún modo enigmático por la mente y la voluntad de Catón. Quien, una vez que llegaron al puerto de Aenus al cuarto día, ni siquiera esperó a que el barco atracase. Saltó de éste a pocos pies del muelle y echó a correr como un loco en medio de una lluvia torrencial. Sólo se detuvo en una ocasión para preguntarle a un atónito y desabrigado buhonero dónde estaba la casa del ethnarcha, porque él sabía que Cepión estaría allí.
Irrumpió en la casa y en la habitación donde yacía su hermano una hora demasiado tarde para que Cepión aún se diera cuenta de que Catón le sostenía la mano. Quinto Servilio Cepión estaba muerto.
Mientras el agua le chorreaba en el suelo a su alrededor, Catón se detuvo junto a la cama y se quedó mirando hacia aquel que había sido el centro y el solaz de su vida entera, una figura inmóvil y espantosa desprovista de color, de vigor y de fuerza. Le habían cerrado los ojos y sobre los párpados, a modo de peso, le habían puesto monedas; y el canto curvo de una moneda de plata le sobresalía entre los labios. Otra persona le había proporcionado a Cepión el precio de la travesía en barca para cruzar la laguna Estigia, convencido de que Catón no vendría.
Catón abrió la boca y produjo un sonido que aterró a todos los que lo oyeron; no era un lamento, ni un alarido, ni un chirrido, sino una extraña mezcla de las tres cosas, animal, salvaje, espantoso. Todos los que se encontraban presentes en la habitación se echaron hacia atrás instintivamente y se pusieron a temblar al tiempo que Catón se arrojaba en la cama, sobre Cepión ya muerto, y cubría de besos aquel rostro soñador, llenaba de caricias el cuerpo sin vida mientras las lágrimas se derramaban hasta que de la nariz y de la boca parecieron correr también ríos, sin que aquellos espantosos ruidos dejaran de brotar violentamente de él una y otra vez. Y el paroxismo de dolor continuó sin interrupción mientras Catón lloraba la muerte de la única persona en el mundo que lo significaba todo para él, que había sido su consuelo en una horrible infancia, áncora y roca a la que sujetarse en su juventud y en su edad madura. Cepión había sido quien le había obligado a apartar sus ojos de niño de tres años del tío Druso, que sangraba y chillaba en el suelo, quien había acogido aquellos ojos en la calidez de su propio cuerpo y había asumido la carga de aquellas espantosas horas sobre sus hombros de niño de seis años; Cepión había sido quien escuchaba pacientemente mientras el zopenco de su hermano pequeño aprendía los hechos de la vida del modo más difícil, a base de repetir sin cesar; Cepión había sido quien razonaba, le mimaba y le consolaba durante el insoportable período que siguió al abandono de Emilia Lépida, y quien le convenció para que volviera a vivir otra vez; Cepión había sido quien lo llevó consigo en su primera campaña, quien le enseñó a ser un soldado valiente y sin temor, quien se mostró radiante de alegría cuando él recibió armillae y phalerae por su valor en un territorio que solía ser más famoso por la cobardía, porque ellos habían pertenecido al ejército de Clodiano y Publícola, que había sido derrotado tres veces por Espartaco; Cepión siempre había estado con él.
Y ahora Cepión ya no estaba. Cepión había muerto solo y sin amigos, sin nadie que le sujetara la mano. La culpa y el remordimiento volvieron a Catón completamente loco en la misma habitación donde Cepión yacía muerto. Cuando unas personas trataron de llevárselo, él se resistió. Cuando intentaron convencerle con palabras para que se fuera, se limitó a aullar. Durante casi dos días se negó a moverse del lugar donde yacía, cubriendo a Cepión, y lo peor de todo era que nadie —¡nadie!— podía empezar siquiera a comprender el terror de aquella pérdida, la soledad que provocaría en su vida para siempre. Cepión se había ido, y con él se habían ido también el amor, la cordura, la seguridad.
Pero por fin Atenodoro Cordilión consiguió abrirse paso a través de la locura con palabras concernientes a las actitudes de los estoicos, a la conducta que le correspondía a alguien que, como Catón, profesaba el estoicismo. Catón, todavía ataviado con una tosca túnica y una laena maloliente, sin afeitar, con la cara sucia e incrustada con los restos secos de tantos ríos de dolor, se levantó y se fue a organizar el funeral de su hermano. Pensaba utilizar los diez talentos que Cepión le había dejado en ese funeral, y por mucho que intentó gastárselo todo en los sepultureros locales y en los mercaderes de especias, todo lo que pudo conseguir ascendió a un talento; se gastó otro talento en una caja de oro adornada con joyas para depositar las cenizas de Cepión, y los otros ocho en una estatua de Cepión que había de erigirse en el ágora de Aenus.
—Pero no intentes reproducir con exactitud el color de su piel, de su pelo ni de sus ojos —dijo Catón con la misma voz dura y ronca, más ronca incluso a causa de los sonidos que su garganta había estado produciendo—, y tampoco quiero que esta estatua se parezca a un hombre vivo. Quiero que todo el que la vea sepa que Cepión está muerto. La harás en mármol de Taso de color gris sólido y la pulirás hasta que mi hermano resplandezca bajo la luz de la luna. Él es una sombra, y quiero que su estatua parezca una sombra.
El funeral fue el más impresionante que aquella pequeña colonia griega al este de la desembocadura del Hebrus había visto nunca; en él participaron todas las plañideras profesionales, y se quemaron sobre la pira de Cepión todas las varitas de especias aromáticas que había en Aenus. Cuando acabaron las exequias, el propio Catón recogió las cenizas y las colocó en la exquisita cajita, de la que nunca se separó a partir de aquel día hasta que llegó a Roma un año después y se la entregó, como era su deber, a la viuda de Cepión.
Escribió a tío Mamerco en Roma dándole instrucciones para actuar tanto como fuera necesario en el testamento de Cepión antes de que él mismo regresase, y se sorprendió mucho al enterarse de que no necesitaba escribir a Rubrio, que estaba en Tesalónica. El ethnarcha, actuando correctamente, le había notificado a Rubrio la muerte de Cepión el mismo día que ocurrió, y Rubrio había visto en ello su oportunidad. Así que con la carta de condolencia que le envió a Catón llegaron todas las pertenencias de Catón y de Munacio Rufo. «Vuestro año de servicio ya está tocando a su fin, muchachos —decía la perfecta caligrafía del escriba del gobernador—. ¡Y yo no osaría pediros a ninguno de los dos que regresarais aquí cuando el tiempo se ha hecho tan inclemente y todo el pueblo de los besos se ha ido a casa, al Danubio, para pasar el invierno! Tomaos unas largas vacaciones en el Este y recuperaos del modo adecuado, de la mejor manera».
—Eso haré —dijo Catón con la caja entre las manos—. Viajaremos hacia el Este, no hacia el Oeste.
Pero Catón había cambiado, cosa que tanto Atenodoro Cordilión como Tito Munacio Rufo comprobaron, ambos con tristeza. Catón siempre había sido un faro en funcionamiento, un rayo de luz fuerte y firme que giraba sin parar. Ahora la luz se había apagado. La cara era la misma, el cuerpo cuidado y musculoso no estaba más encorvado o desmadejado que en otro tiempo. Pero ahora aquella voz que amedrentaba tenía una falta de tono que era algo absolutamente nuevo, y Catón no se excitaba, ni se entusiasmaba, ni se indignaba, ni se enfadaba. Y lo peor de todo, la pasión se había desvanecido.
Sólo Catón sabía lo fuerte que había necesitado ser para seguir viviendo. Sólo él mismo sabía la determinación que había tomado, que nunca jamás volvería a estar expuesto a aquella tortura, a aquella devastación. Amar era perder para siempre. Por ello amar era un anatema. Catón no volvería a amar nunca. Nunca.
Y mientras aquella destartalada banda formada por tres hombres libres y tres servidores esclavos avanzaban lentamente a pie por la vía Egnacia hacia el Helesponto, un liberto llamado Sinón se apoyaba en el pasamano de un pulcro barquito que lo llevaba por el Egeo, empujado por un viento invernal vivo pero constante, con destino a Atenas. Allí tomaría pasaje hacia Pérgamo, donde encontraría el resto de la bolsa de oro. De ese último hecho no tenía ninguna duda. Aquella mujer, la gran señora patricia Servilia, era demasiado astuta para no pagarle. Durante un momento a Sinón se le pasó por la cabeza la idea del chantaje, pero luego se echó a reír, se encogió de hombros y arrojó un dracma de expiación en la viva estela espumosa como ofrenda a Poseidón. ¡Llévame a salvo, padre de las profundidades! No sólo soy libre, sino también rico. La leona está tranquila en Roma. Y yo no la despertaré para conseguir más dinero. En cambio, procuraré aumentar lo que ya es legalmente mío.
La leona de Roma se enteró de la muerte de su hermano por el tío Mamerco, que fue a visitarla en cuanto recibió la carta de Catón. Servilia derramó lágrimas, pero no demasiadas; nadie mejor que tío Mamerco sabía cómo se sentía ella. Las instrucciones que Servilia había dado a sus banqueros en Pérgamo se habían enviado poco después de partir Cepión, pues ella había decidido correr el riesgo antes de que se consumase el hecho. Sabia Servilia. Ningún contable ni banquero curioso se preguntaría por qué después de la muerte de Cepión su hermana enviaba una gran suma de dinero a un liberto llamado Sinón, que lo recogería en Pérgamo.
Y aquel mismo día, más tarde, Bruto le dijo a Julia:
—He de cambiarme el nombre, ¿no es sorprendente?
—¿Has sido adoptado en el testamento de alguien? —le preguntó ella, sabedora del modo habitual en el que el nombre de un hombre cambiaba.
—Mi tío Cepión ha muerto en Aenus, y yo soy su heredero. —Los tristes ojos castaños de Bruto parpadearon para borrar unas lágrimas—. Era un hombre agradable, a mí me gustaba. Supongo que más que nada era porque tío Catón lo adoraba. El pobre tío Catón llegó junto a él una hora demasiado tarde. Ahora tío Catón dice que no va a volver a casa en mucho tiempo. Lo echaré de menos.
—Ya lo echas de menos —le dijo Julia al tiempo que sonreía y le apretaba una mano a Bruto. Éste sonrió y le devolvió el apretón. No había necesidad de preocuparse por la conducta de Bruto hacia su prometida; era tan circunspecta como cualquier abuela encargada de vigilarlos pudiera desear. Aurelia había dejado de actuar como carabina inmediatamente después de firmanse el contrato. Bruto hacía honor a su madre y a su padrastro.
Julia, que no hacía mucho tiempo que había cumplido los diez años —su cumpleaños era en enero—, se alegraba profundamente de que Bruto hiciera honor a su madre y a su padrastro. Cuando César le había dicho cuál iba a ser su destino marital, ella se había quedado aterrada, porque, aunque se compadecía de Bruto, era consciente de que, por mucho tiempo que ella estuviera tratándole, eso no haría que la compasión se convirtiera en cariño, en esa clase de cariño que mantiene unidos a los matrimonios. Lo mejor que podía decir de él era que era simpático. Lo peor, que Bruto resultaba bastante aburrido. Aunque su edad imposibilitaba cualquier sueño romántico, Julia, como la mayoría de las niñas de su misma posición social, estaba muy en armonía con lo que habría de ser su vida de adulta, y por ello tenía grandes conocimientos del matrimonio. Le había resultado difícil ir a la escuela de Gnifón y contarles a sus compañeros que estaba prometida, aunque ella siempre había pensado que le produciría gran satisfacción estar en la misma situación que sus compañeras Junia y Junilla, que de momento eran las únicas niñas que había allí que estuvieran prometidas en matrimonio. Pero el Vatia Isáurico de Junia era un tipo delicioso, y el Lépido de Junilla resultaba deslumbrantemente atractivo. Mientras que ella, ¿qué podía decir de Bruto? Ninguna de sus dos hermanastras podía soportarlo… por lo menos esa impresión daba oyéndolas hablar de él en la escuela. Al igual que Julia, lo tenían por un pelmazo pomposo. ¡Y ahora se iba a casar con él! ¡Oh, sus amigos le tomarían el pelo sin piedad! Y se compadecerían de ella.
«¡Pobre Julia!», había dicho Junia echándose a reír alegremente.
Sin embargo, de nada servía tomarse a mal su destino. Tenía que casarse con Bruto, y ya está.
—¿Has oído la noticia, tata? —le preguntó a su padre cuando éste llegó a casa poco después de la hora de la cena.
Ahora que Pompeya vivía allí, la situación era horrible. César nunca dormía en casa, y rara vez comía con ellas; sólo iba de paso. Por eso, el hecho de tener noticias que quizás lo hicieran detenerse para cruzar una palabra o dos era maravilloso; Julia cogió al vuelo la oportunidad.
—¿Noticia? —preguntó César con aire ausente.
—Adivina quién ha venido a verme hoy —dijo ella jubilosa.
Los ojos de su padre lanzaron destellos.
—¿Bruto? —¡Vuelve a adivinar!
—¿Júpiter Óptimo Máximo?
—¡Tonto! Júpiter no es una persona, sólo una idea.
—Entonces, ¿quién? —le preguntó César, que ya empezaba a removerse inquieto; Pompeya estaba en casa; podía oírla moverse en el tablinum, del que ahora ella se había apropiado porque César ya nunca trabajaba allí.
—¡Oh, tata, por favor, quédate un poco más!
Los grandes ojos azules estaban tensos debido a la ansiedad; el corazón y la conciencia de César le afligieron. Pobre niña, ella era la que más sufría a causa de Pompeya, porque no veía mucho a tata.
César suspiró, levantó a la niña en brazos y la llevó hasta una silla; se sentó y puso a Julia sobre sus rodillas.
—¡Te estás haciendo muy alta! —dijo, un poco sorprendido.
—Eso espero.
Julia comenzó a besarle los abanicos blancos que eran los párpados.
—¿Quién ha venido a verte hoy? —le preguntó César quedándose muy quieto.
—Quinto Servilio Cepión.
César giró bruscamente la cabeza de un tirón.
—¿Quién?
—Quinto Servilio Cepión.
—¡Pero si está ejerciendo de cuestor con Cneo Pompeyo!
—No, ya no.
—Julia, el único miembro de esa familia que queda vivo no se encuentra en Roma —le dijo César.
—Me temo que el hombre al que te refieres ya no está vivo —le indicó Julia con suavidad—. Murió en Aenus en enero. Pero hay un nuevo Quinto Servilio Cepión, porque se le nombra en el testamento, y será adoptado formalmente muy pronto.
César ahogó una exclamación.
—¿Bruto?
—Sí, Bruto. Dice que a partir de ahora se le conocerá como Quinto Servilio Cepión Bruto en lugar de como Cepión Juniano. El nombre de Bruto es más importante que el de Junio.
—¡Por Júpiter!
—Tata, estás muy impresionado. ¿Por qué?
César se llevó la mano a la cabeza y se dio una bofetada en broma en la mejilla.
—Bien, cómo ibas tú a saberlo: —Luego se echó a reír—. ¡Julia, te casarás con el hombre más rico de Roma! Si Bruto es el heredero de Cepión, entonces esta tercera fortuna que añade a su herencia hace palidecer a las otras dos como cosas insignificantes. Serás más rica que una reina.
—Bruto no me ha dicho nada de eso.
—En realidad es probable que no lo sepa. Tu prometido no es precisamente un joven curioso —dijo César.
—Yo creo que le gusta el dinero.
—¿Acaso no le gusta a todo el mundo? —le preguntó César con un deje de amargura. Se puso en pie y dejó en el sillón a Julia—. En seguida vuelvo —le dijo.
Y salió precipitadamente por la puerta, pasó al comedor y luego, según supuso Julia, entró en su despacho.
A continuación llegó Pompeya con aspecto indignado y miró ofendida a Julia.
—¿Qué pasa? —le preguntó Julia a su madrastra, con la cual de hecho se llevaba bastante bien. Pompeya le servía de entrenamiento para saber tratar a Bruto, aunque a Bruto lo absolvía de la estupidez de Pompeya.
—¡Me ha echado! —dijo Pompeya.
—Será sólo un momento, estoy segura.
Y, desde luego, sólo fue un momento. César se sentó y le escribió una nota a Servilia, a quien no había visto desde mayo del año anterior. Naturalmente, tenía intención de sacar tiempo para verla de nuevo antes de aquel momento —estaban ya en marzo—, pero le había faltado tiempo, pues estaba ocupado friendo otros varios pescados. Qué sorprendente. ¡El joven Bruto resultaba finalmente heredero del Oro de Tolosa!
Decididamente, era hora de mostrarse simpático con la madre del muchacho. Aquél era un compromiso matrimonial que no podía romperse por ningún motivo.