—Bruto, no me gusta el aspecto de tu piel. Ven aquí, a la luz, por favor.
El muchacho de quince años no dio muestras de haber oído nada, se limitó a permanecer encorvado sobre una única cuartilla de papel con la pluma roja, cuya tinta hacía mucho tiempo que se había secado, dispuesta en el aire.
—Ven aquí inmediatamente, Bruto —le repitió su madre plácidarnente.
Él la conocía bien, así que bajó la pluma; aunque no le tuviera un miedo mortal a su madre, no tenía ganas de alentar el descontento en ella. Se podía ignorar la primera llamada sin peligro alguno, pero la segunda significaba que esperaba que se le obedeciera, incluso tratándose de él. Bruto se levantó y se acercó a Servilia, que se encontraba de pie junto a una ventana cuyos postigos estaban abiertos de par en par, porque Roma se estaba abrasando bajo una temprana ola de calor impropia de aquella época del año.
Aunque Servilia era de baja estatura y Bruto últimamente había empezado a crecer hasta lo que ella esperaba que fuera una estatura considerable, la cabeza del muchacho no sobresalía excesivamente de la de su madre; ésta levantó una mano, lo sujetó por la barbilla y comenzó a examinar de cerca varios granos rojos e irritados que le abultaban la piel a su hijo alrededor de la boca. Luego lo soltó y cambió la mano de sitio para apartarle de la frente unos rizos oscuros y sueltos. ¡Más erupciones!
—¡Cómo me gustaría que llevases siempre el pelo corto! —comentó tirándole de un mechón que amenazaba con taparle la visión al muchacho lo suficientemente fuerte como para que a éste se le humedecieran los ojos.
—Mamá, el pelo corto no es propio de intelectuales —protestó.
—El pelo corto es práctico. No se cae sobre la cara y además no irrita la piel. ¡Oh, Bruto, en qué martirio te estás convirtiendo para mí!
—Mamá, si lo que querías era un guerrero con la cabeza rapada, deberías haber tenido más hijos con Silano en lugar de un par de chicas.
—Un hijo se puede mantener, pero con dos hay que estirar el dinero más de lo que da de sí. Por otro lado, si le hubiera dado un varón a Silano, tú no serías su heredero, además de ser el heredero de tu padre. —Se acercó a paso majestuoso al escritorio donde él había estado trabajando y se puso a revolver con dedos impacientes los rollos de papel que había encima—. ¡Mira qué desorden! No es de extrañar que tengas los hombros caídos y la espalda hundida. Sal al Campo de Marte con Casio y con los otros muchachos de la escuela, no pierdas el tiempo intentando condensar toda la obra de Tucídides en una hoja de papel.
—Resulta que soy yo quien escribe los mejores compendios de toda Roma —afirmó su hijo en tono altanero.
Servilia lo miró con ironía.
—Tucídides no era muy prolífico con las palabras —dijo—, aunque tuviera que escribir muchos libros para relatar el conflicto entre Atenas y Esparta. ¿Qué ventaja hay en destruir su hermoso griego para que los romanos perezosos puedan obtener un árido resumen y luego se feliciten a sí mismos por saberlo todo acerca de la guerra del Peloponeso?
—La literatura se está haciendo demasiado vasta para que un hombre cualquiera la abarque toda sin recurrir a resúmenes —insistió Bruto.
—Se te está estropeando la piel —repitió Servilia volviendo así a lo que en realidad le interesaba.
—Eso es bastante corriente en los muchachos de mi edad.
—Pero no entra en los planes que tengo para ti.
—¡Y que los dioses ayuden a cualquier hombre o cosa que no entre en los planes que tú tienes para mí! —gritó Bruto, enfadado de repente.
—¡Vístete, vamos a salir! —fue lo único que contestó ella; y salió de la habitación.
Cuando entró en el atrio de la espaciosa casa de Silano, Bruto vestía la toga de orla púrpura propia de la infancia, porque oficialmente no se convertiría en hombre hasta diciembre, cuando llegara la fiesta de Juventas. Su madre ya estaba esperándolo y lo observó con ojo crítico mientras se acercaba a ella.
Sí, decididamente tenía los hombros caídos y la espalda hundida. ¡Con el niño tan guapo que había sido de pequeño! Encantador hasta el pasado enero, cuando ella le había encargado a Antenor, el mejor escultor retratista de toda Italia, un busto de Bruto. Pero ahora la pubertad se estaba haciendo notar de una forma más agresiva, y la temprana belleza de su hijo se iba desvaneciendo incluso a los parciales ojos de Servilia. Bruto seguía teniendo los ojos grandes, oscuros y soñadores, con párpados interesantes y pesados, pero la nariz no se le estaba convirtiendo en el imponente edificio romano que ella esperaba, sino que permanecía obstinadamente corta y con la punta bulbosa, como la de ella. Y la piel, que antes había tenido aquel exquisito color aceitunado, suave y sin defectos, ahora llenaba de temores a Servilia. ¿Y si su hijo fuera uno de aquellos horribles desafortunados a los que se le formaban unas pústulas tan nocivas que les quedaban cicatrices? ¡Era demasiado joven! Tener quince años significaba una infección prolongada. ¡Granos! Qué asqueroso y vulgar. Bueno, al día siguiente mismo haría consultas entre los médicos y herbolarios… y le gustase a Bruto o no, iba a ir al Campo de Marte cada día para hacer ejercicio como es debido y formarse en las habilidades marciales que necesitaría cuando cumpliera diecisiete años y tuviera que alistarse en las legiones romanas. Como contubernalis, claro está, no como un simple soldado raso; sería cadete bajo el mando personal de algún comandante consular que lo llamaría por su nombre. La cuna y posición de su hijo le aseguraban ese puesto.
—¿Adónde vamos? —le preguntó Bruto todavía irritado porque ella lo había arrancado a la fuerza de su tarea de compendiar a Tucídides.
—A casa de Aurelia.
De no haber tenido la mente concentrada en el problema de cómo condensar semejante mina de información en una sola frase —y de haber sido el día algo más clemente—, su corazón habría saltado de gozo; pero en cambio gruñó: ¡no me hagas ir a los barrios bajos hoy!
—Sí.
—¡Está tan lejos! ¡Y es una zona tan tétrica!
—Puede que sea una zona tétrica, hijo mío, pero la señora está muy bien relacionada. Todo el mundo se habrá reunido allí. —Hizo una pausa y lo miró de reojo, astutamente—. Todo el mundo, Bruto, todo el mundo.
A lo cual su hijo no respondió ni palabra.
Con dos esclavos que le facilitaban el avance, Servilia bajó con esfuerzo los escalones de los Fabricantes de Anillos y se metió en el estruendo infernal del Foro Romano, donde a todo el mundo le encantaba reunirse, escuchar, mirar, pasear y codearse con los poderosos. Ni el Senado ni ninguna de las Asambleas tenía previsto reunirse aquel día, y las cortes disfrutaban de unas breves vacaciones, pero no obstante algunos poderosos iban y venían por allí, y se les distinguía fácilmente por los fasces, oscilantes haces de varillas atados con correas rojas, que sus lictores portaban a la altura del hombro para proclamar su imperio.
—¡Esta cuesta es muy pronunciada, mamá! ¿No puedes ir más despacio? —jadeaba Bruto mientras su madre marchaba Clivus Orbius arriba, al final del Foro; el muchacho sudaba profusamente.
—Si hicieras más ejercicio no te quejarías —dijo Servilia sin impresionarse.
Hedores nauseabundos y putrefactos asaltaron las fosas nasales de Bruto a medida que los altos edificios de viviendas de Subura se hacinaban apretados entre sí y cerraban el paso a la luz el sol; las paredes desconchadas rezumaban limo, las acequias de las aceras llevaban regueros oscuros y espesos hacia el interior de las rejillas y las diminutas cavernas sin iluminación que eran las tiendas pasaban incontables. Por lo menos la sombra húmeda y malsana hacía que la temperatura resultase algo más fresca, pero aquélla era una parte de Roma de la que el joven Bruto de buena gana hubiera prescindido, por mucho que allí estuviera «todo el mundo».
Por fin llegaron a la parte exterior de una puerta bastante presentable de roble curado, bien tallada en forma de paneles y con un brillante y pulido llamador orichalcum en forma de cabeza de león con las fauces abiertas. Uno de los esclavos de Servilia golpeó con él vigorosamente la puerta, que se abrió de inmediato. Tras ella, de pie, se encontraba un anciano griego manumitido, más bien rollizo, que les hizo una profunda reverencia mientras les franqueaba la entrada.
Era una reunión de mujeres, desde luego; si Bruto hubiera sido lo bastante mayor como para ponerse la toga blanca sin adornos, la toga virilis, y ya hubiera estado iniciado en las filas de los hombres, no se le habría permitido acompañar a su madre. Aquella idea le provocaba pánico a Bruto. ¡Mamá debía tener éxito en su petición, él tenía que seguir viendo a su querido amor después de diciembre, cuando alcanzara la categoría de hombre adulto! Pero sin traicionar en absoluto ese sentimiento, Bruto abandonó las faldas de Servilia en el mismo momento en que empezaron los saludos efusivos, y se escabulló hacia un rincón tranquilo de aquella habitación llena de chillidos, procurando hacer todo lo posible por mezclarse con la decoración, carente de pretensiones.
—¡Ave, Bruto! —dijo una voz ligera aunque ronca.
Este volvió la cabeza, miró hacia abajo y sintió que el pecho se le hundía.
—Ave, Julia.
—Ven, siéntate conmigo —le exigió la hija de la casa al tiempo que lo conducía hasta un par de sillas pequeñas que había justo en el rincón. Se instaló en una de ellas mientras Bruto se agachaba con dificultad para acomodarse en la otra.
Sólo ocho años… ¿cómo era posible que fuese ya tan hermosa?, se preguntaba el deslumbrado Bruto, que la conocía bien porque su madre era una gran amiga de la abuela de la niña. Blanca como el hielo y la nieve, con la barbilla puntiaguda, los pómulos bien formados, los labios débilmente rosados y tan deliciosos como una fresa, y unos ojos azules muy abiertos que miraban con gentil viveza todo lo que abarcaban; si Bruto había ahondado en la poesía del amor era a causa de aquella niña a quien había amado durante… ¡oh, durante varios años! Y sin haber comprendido en realidad que aquello era amor hasta hacía poco tiempo, cuando Julia había vuelto la mirada hacia él con una sonrisa tan dulce que el descubrimiento de aquella comprensión había sido para Bruto algo semejante al sobresalto que provoca el estallido de un trueno.
Aquella misma noche Bruto había acudido a su madre y la había informado de que deseaba casarse con Julia cuando ésta creciera lo suficiente.
Servilia lo había mirado fijamente, atónita.
—¡Si no es más que una niña, mi querido Bruto! Tendrás que esperar nueve o diez años.
—Se prometerá en matrimonio mucho antes de que sea lo suficientemente mayor para casarse —le había respondido Bruto haciendo evidente su angustia—. ¡Por favor, mamá, en cuanto su padre regrese a casa pídele la mano de Julia en matrimonio!
—Es muy posible que cambies de opinión.
—¡Nunca, nunca!
—Su dote es mínima.
—Pero su cuna es todo lo que podrías desear en mi esposa.
—Cierto. —Aquellos ojos negros que podían adoptar una expresión tan dura reposaron en el rostro de su hijo no exentos de comprensión; Servilia apreciaba la fuerza de aquel argumento. De manera que estuvo dándole vueltas mentalmente durante unos instantes, y luego asintió—. Muy bien, Bruto, la próxima vez que su padre venga a Roma, se lo pediré. No necesitas una esposa rica, pero es esencial que su cuna esté a la altura de la tuya, y una Julia sería ideal. Especialmente esta Julia, patricia por ambas partes.
Y así lo habían dejado, en espera de que el padre de Julia regresara de la Hispania Ulterior, donde desempeñaba el cargo de cuestor. Y a pesar de que era la inferior de las magistraturas importantes, no era de extrañar que Servilia supiera que el padre de Julia había desempeñado el cargo extremadamente bien. Lo que sí resultaba extraño era que ella nunca lo hubiera conocido en persona, considerando lo poco numeroso que era el grupo de verdaderos aristócratas de Roma. Ella era una; él, otro. Pero, según los rumores femeninos, aquel hombre era una especie de marginado entre los de su clase, demasiado ocupado para hacer la vida social que la mayoría de sus iguales cultivaban cuando se encontraban en Roma. Habría sido más fácil solicitar la mano de su hija en nombre de Bruto si ella ya lo conociese, aunque albergaba pocas dudas de cuál iba a ser la respuesta. Bruto era muy buen partido, incluso ante los ojos de un Julio.
El salón de recepción de Aurelia no podía compararse a un atrio palatino, pero era lo bastante grande como para albergar cómodamente a la docena aproximadamente de mujeres que lo habían invadido. Los postigos abiertos daban a lo que comúnmente se consideraba un bonito jardín, gracias a Cayo Matio, el inquilino del otro apartamento de la planta baja; él había hallado la manera de que las rosas pudieran florecer en la sombra; había conseguido que las parras escalasen los doce pisos de paredes con celosías y balcones, había podado los arbustos de boj hasta formar esferas perfectas y había instalado un habilidoso sistema de alimentación basado en la fuerza de gravedad hasta el estanque de mármol, lo que permitía que un encabritado delfín de dos colas escupiera agua por aquella espantosa boca suya.
Las paredes del salón de recepción estaban bien conservadas y pintadas con el color rojo de moda; el suelo de terrazo barato se había bruñido hasta adquirir un atractivo brillo de color rosa rojizo, y el techo se había pintado simulando un cielo de mediodía con nubes algodonosas, aunque no podía presumir de ornamentos caros. No era la residencia de uno de los poderosos, pero sí adecuada para un senador de rango inferior, suponía Bruto mientras lo observaba todo sentado junto a Julia, que a su vez miraba a las mujeres; Julia lo sorprendió, así que Bruto también dirigió la mirada hacia las mujeres.
Su madre había tomado asiento junto a Aurelia en un canapé, desde donde podía exhibirse a sus anchas a pesar de que a su anfitriona, aunque había alcanzado ya los cincuenta y cinco años, se la consideraba una de las mayores bellezas de Roma. La figura de Aurelia era elegantemente esbelta y le favorecía permanecer en reposo, porque entonces no se le notaba que cuando se movía lo hacía con demasiada viveza como para resultar grácil. Ni un asomo de canas le enturbiaba el cabello de color castaño, y tenía la piel lisa y lechosa. Era ella quien le había recomendado a Servilia una escuela para Bruto, porque era la principal confidente de la madre de éste.
A causa de ese pensamiento la mente de Bruto dio un salto hasta la escuela, una digresión típica para una mente que tenía tendencia a la divagación. Su madre no deseaba enviar a Bruto a la escuela, pues temía que su hijo se viera expuesto a niños de rango y salud inferiores, y estaba preocupada asimismo porque la naturaleza estudiosa de Bruto fuera motivo de risas. Mejor que Bruto tuviera su propio tutor en casa. Pero entonces el padrastro de Bruto había insistido en que aquel único hijo varón necesitaba el estímulo y la competencia de una escuela.
«Un poco de sana actividad y unos compañeros de juegos corrientes», así era como lo había expresado Silano, no precisamente celoso de que Bruto ocupase el lugar predilecto en el corazón de Servilia, sino más bien preocupado porque cuando Bruto madurase por lo menos debería haber aprendido a asociarse con diferentes tipos de personas. Naturalmente, la escuela que Aurelia recomendó era una muy exclusiva, pero los pedagogos de todas las escuelas en general tenían una manera de pensar inquietantemente independiente que los llevaba a aceptar chicos brillantes aunque sus medios familiares fueran menos selectos que el de un Marco Junio Bruto, por no hablar ya de dos o tres chicas brillantes.
Teniendo a Servilia por madre, era inevitable que Bruto odiase la escuela, aunque Cayo Casio Longino, el compañero de estudios que más merecía la aprobación de Servilia, procedía de una familia tan buena como un Junio Bruto. Este, sin embargó, toleraba a Casio sólo porque haciéndolo mantenía a su madre contenta. ¿Qué tenía él en común con un muchacho ruidoso y turbulento como Casio, enamorado de la guerra, de la lucha, de todas aquellas hazañas que entrañan gran atrevimiento? Sólo el hecho de haberse convertido rápidamente en el favorito del maestro había logrado reconciliar a Bruto con la espantosa prueba que había sido la escuela. Eso y compañeros como Casio.
Desgraciadamente la persona a la que más anhelaba Bruto llamar amigo era a su tío Catón; pero Servilia se negaba a oír siquiera que su hijo quisiese establecer ninguna clase de intimidad con su despreciado hermanastro. El tío Catón, ella nunca se cansaba de recordárselo a su hijo, descendía de un campesino tusculano y una esclava celtíbera, mientras que en Bruto se unían dos linajes separados de exaltada antigüedad, uno el de Lucio Junio Bruto, el fundador de la República —que había depuesto al último rey de Roma, Tarquinio el Soberbio—, y el otro el de Cayo Servilio Ahala —que había matado a Melio cuando éste había intentado proclamarse a sí mismo rey de Roma unas décadas después de estar instalada la nueva República—. Por ello, un Junio Bruto, que por parte de madre era además un patricio Servilio, no podía en modo alguno relacionarse con basura advenediza como el tío Catón.
—¡Pero tu madre se casó con el padre de tío Catón y tuvo con él dos hijos, la tía Porcia y el tío Catón! —había protestado Bruto en una ocasión.
—¡Y por eso cayó en desgracia para siempre! —dijo con desprecio Servilia—. ¡Yo no reconozco esa unión ni a su progenie… y tampoco lo harás tú, hijo mío!
Fin de la discusión. Y fin de cualquier esperanza de que se le permitiera ver al tío Catón con más frecuencia de lo que la decencia familiar aconsejaba. ¡Qué tipo tan maravilloso era el tío Catón! Un verdadero estoico, enamorado de las antiguas costumbres austeras de Roma, a quien le repugnaba el boato y la ostentación, rápido en criticar las pretensiones de grandeza de Pompeyo el Grande, otro advenedizo que, tristemente, carecía de los antepasados adecuados. Pompeyo, que había asesinado al padre de Bruto y había dejado viuda a su madre, había capacitado a un peso ligero como el enfermizo Silano para que se metiera en la cama con ella y engendrara dos niñas con la cabeza en forma de burbuja que Bruto llamaba hermanas a regañadientes…
—¿En qué piensas, Bruto? —le preguntó Julia sonriente.
—Oh, en nada importante —le respondió él distraídamente.
—Eso es una evasiva. ¡Dime la verdad!
—Estaba pensando en la persona tan estupenda que es mi tío Catón.
Julia arrugó la amplia frente.
—¿Tu tío Catón?
—Tú no lo conoces porque todavía no es lo bastante mayor para estar en el Senado. En realidad está tan cerca de mi edad como de la de mi madre.
—¿Es aquel que no permitió que los tribunos de la plebe derribaran una columna que obstruía el paso dentro de la basílica Porcia?
—¡Ése es mi tío Catón! —exclamó Bruto con orgullo.
Julia se encogió de hombros.
—Mi padre dice que eso fue una estupidez por su parte. Si hubieran derribado la columna, los tribunos de la plebe habrían tenido una sede más cómoda.
—Tío Catón tenía razón. Catón el Censor puso allí la columna cuando construyó la primera basílica de Roma, y ése es el lugar que le corresponde de acuerdo con la mos maiorum. Catón el Censor permitió que los tribunos de la plebe utilizaran el edificio como sede porque comprendió la difícil situación en que se encontraban; porque ellos son magistrados elegidos únicamente por la plebe, no representan a todo el pueblo y no pueden utilizar un templo como sede. Pero no les regaló el edificio, sólo les permitió el uso de una parte de él. Entonces parecieron estar bastante agradecidos por ello. Ahora quieren cambiar la construcción que costeó Catón el Censor. El tío Catón no tolera la mutilación de un lugar tan señalado que lleva el nombre de su bisabuelo.
Puesto que Julia era por naturaleza pacífica y no le gustaba discutir, volvió a sonreír, le puso una mano en el brazo a Bruto y le dio un cariñoso apretón. Bruto era un niño muy mimado, muy estirado y pagado de sí mismo; y a pesar de que lo conocía desde hacía bastante tiempo, sentía —aunque no sabía bien por qué— mucha pena por él. ¿Sería, quizás, porque la madre de Bruto era una persona tan… retorcida?
—Bueno, eso ocurrió antes de que mi tía Julia y mi madre murieran, así que yo diría que ya nadie derribará la columna —dijo ella.
—¿Esperáis que tu padre llegue pronto a casa? —le preguntó Bruto virando mentalmente hacia el matrimonio.
—Cualquier día de éstos. —Julia se removió llena de contento—. ¡Oh, cómo lo echo de menos!
—Dicen que está resolviendo problemas en la Galia Cisalpina, en la parte más lejana del río Po —comentó Bruto haciéndose así eco, aunque de forma inconsciente, del tema que se estaba convirtiendo en animado motivo de debate entre el grupo de mujeres que rodeaba a Aurelia y Servilia.
—¿Por qué habría César de hacer eso? —estaba preguntando Aurelia al tiempo que arrugaba las oscuras y rectas cejas. Aquellos famosos ojos de color morado miraban con enojo—. ¡Verdaderamente, hay veces en que Roma y los nobles romanos me dan asco! ¿Por qué tienen que señalar siempre a mi hijo para hacerle víctima de las críticas y el cotilleo político?
—Porque es demasiado alto, demasiado guapo, demasiado arrogante y tiene demasiado éxito con las mujeres —dijo Terencia, la mujer de Cicerón, tan directa como avinagrada—. Y además —añadió ella, que estaba casada con un famoso poeta y orador—, habla muy bien y escribe con mucho estilo.
—¡Esas cualidades son innatas, ninguna de ellas merece las calumnias de algunos a los que podría mencionar por el nombre! —dijo bruscamente Aurelia.
—¿Te refieres a Lúculo? —preguntó Mucia Tercia, la mujer de Pompeyo.
—No, por lo menos a él no se le puede culpar de eso —dijo Terencia—. Supongo que el rey Tigranes y Armenia le han quitado de la cabeza cualquier cosa que tenga que ver con Roma, excepto esos caballeros que se dedican a recoger impuestos en las provincias y que nunca tienen bastante.
—A quien te refieres es a Bíbulo, que ahora está de regreso en Roma —dijo una majestuosa figura que estaba sentada en la mejor silla. Sólo ella, en medio de aquel grupo vestido de vivos colores, iba ataviada de blanco de la cabeza a los pies, con vestiduras tan amplias y largas que ocultaban cualquier encanto femenino que hubiera podido poseer. Sobre la regia cabeza se alzaba una corona hecha de siete trenzas superpuestas de lana virgen; el tenue velo que le pendía flotó al darse ella la vuelta para mirar a las dos mujeres que se encontraban en el sofá. Perpenia, jefa de las vírgenes vestales, soltó un bufido al reprimir la risa—. ¡Oh, pobre Bíbulo! Nunca puede esconder la desnudez de su animosidad.
—Todo lo cual nos lleva de nuevo a lo que yo he dicho anteriormente, Aurelia —intervino de nuevo Terencia—. Si tu alto y atractivo hijo se gana enemigos en tipos pequeñajos como Bíbulo, no tiene que culpar a nadie más que a sí mismo de que lo calumnien. Es el colmo del disparate hacer quedar como un tonto a un hombre delante de sus iguales poniéndole de mote la Pulga. Bíbulo se ha convertido en su enemigo de por vida.
—¡Qué ridiculez! Eso pasó hace diez años, cuando ambos no eran más que unos muchachos jóvenes —dijo Aurelia.
—Venga ya, tú sabes perfectamente lo sensibles que son los hombres pequeños para los rumores que se basan en su tamaño —apuntó Terencia-Tú perteneces a una antigua familia de políticos, Aurelia. En política la imagen pública de un hombre lo es todo. Tu hijo ofendió la imagen pública de Bíbulo. La gente todavía lo llama la Pulga. Nunca perdonará ni olvidará.
—Por no hablar de que Bíbulo tiene un público ávido de sus calumnias en seres como Catón —intervino Servilia ásperamente.
—¿Qué es lo que va diciendo Bíbulo exactamente? —preguntó Aurelia con los labios apretados…
—Oh, que en lugar de regresar directamente de Hispania a Roma, tu hijo ha preferido fomentar la rebelión entre aquellas personas de la Galia Cisalpina que no poseen la ciudadanía romana —le respondió Terencia.
—¡Eso es una completa tontería! —dijo Servilia.
—¿Y por qué es una tontería, señora? —preguntó una profunda voz de hombre.
La sala quedó paralizada hasta que la pequeña Julia salió alborozada de su rincón y saltó por los aires para caer encima del recién llegado.
—¡Tata!, ¡oh, tata!
César levantó a la niña del suelo, la besó en los labios y en las mejillas, la abrazó y le alisó con ternura el cabello escarchado.
—¿Cómo está mi niña? —preguntó sonriéndole sólo a ella.
Pero lo único que Julia lograba decir, mientras escondía la cabeza en el hombro de su padre, era:
—¡Oh, tata!
—¿Por qué crees que es una tontería, señora? —repitió César al tiempo que se colocaba a la niña cómodamente en el antebrazo derecho; ahora que contemplaba a Servilia la sonrisa de aquel hombre había desaparecido incluso de los ojos, que miraban a los de ella reconociendo, en cierto modo, su sexo, aunque sin concederle al hecho mayor importancia.
—César, ésta es Servilia, esposa de Décimo Junio Silano —dijo Aurelia, al parecer sin sentirse en absoluto ofendida por el hecho de que su hijo todavía no hubiera encontrado el momento oportuno para saludarla.
—¿Por qué, Servilia? —volvió a preguntar César inclinando la cabeza al pronunciar el nombre.
Ella mantuvo un tono de voz tranquilo e igual, y midió sus palabras como un joyero mide el oro.
—No hay lógica en un rumor así. ¿Por qué ibas a molestarte tú en fomentar la rebelión en la Galia Cisalpina? Si te dirigieras a aquellos que no poseen la ciudadanía romana y les prometieras que trabajarías en su nombre para conseguirles el derecho al voto, ello no sería más que una conducta muy adecuada para un noble romano que aspira al consulado. Estarías, sencillamente, reclutando clientes, cosa que es apropiada y admirable para alguien que quiere ascender en la escala política. Yo estuve casada con un hombre que de hecho fomentó la rebelión en la Galia Cisalpina, así que creo encontrarme en posición de saber lo desesperada que es esa alternativa. Lépido y mi marido Bruto juzgaron intolerable vivir en la Roma de Sila. La carrera de ambos había fracasado, mientras que la tuya no está haciendo más que empezar. Ergo, ¿qué podrías esperar fomentando la rebelión donde fuera?
—Muy cierto —dijo él con un indicio de ironía asomándole lentamente a los ojos, que a Servilia le habían parecido un poco fríos hasta ese momento.
—Verdaderamente cierto —respondió Servilia—. Hasta la fecha, tu carrera, al menos por lo que yo sé, me sugiere que, si bien es cierto que fuiste a hacer una gira por la Galia Cisalpina para hablar con aquellos que no son ciudadanos, lo que hacías en realidad era ganar clientes.
César inclinó la cabeza hacia atrás y se echó a reír, con un magnífico aspecto; y él sabía muy bien, pensó Servilia, que tenía un aspecto magnífico. Aquel hombre no haría nada sin haber calculado antes el efecto que ello produciría en los presentes, aunque el instinto que le decía aquello a Servilia no era más que eso, un instinto; César no dejó traslucir ni un solo vestigio de aquel cálculo.
—Es cierto que he estado reuniendo clientes.
—Pues ahí lo tienes —dijo Servilia al tiempo que le aparecía un asomo de sonrisa en la comisura izquierda de su pequeña y reservada boca—. Nadie puede reprocharte eso, César. —Tras lo cual añadió solemnemente y en el más condescendiente de los tonos—: No te preocupes, yo misma me encargaré de que se ponga en circulación la versión correcta del incidente.
Pero aquello era ir demasiado lejos. César no estaba dispuesto a dejarse tratar condescendientemente por una Servilia, perteneciera o no a la rama patricia del clan; apartó la mirada de la mujer con un parpadeo de desprecio y luego, de entre todas las demás que allí había, que escuchaban embelesadas la conversación, la posó en Mucia Tercia. César dejó a la pequeña Julia en el suelo y le cogió afectuosamente las dos manos a Mucia Tercia.
—¿Cómo estás, esposa de Pompeyo? —le preguntó.
Ella pareció azorada y murmuró algo inaudible. Acto seguido César pasó a Cornelia Sila, que era hija de Sila y prima hermana de César. Una a una fue recorriendo todo el grupo, a todas las conocía salvo a Servilia. Y ésta contemplaba el avance de aquel hombre con gran admiración, una vez que había logrado superar el susto que se había llevado cuando él la interrumpió. Incluso Perpenia sucumbió al encanto, y en cuanto a Terencia… ¡aquella formidable matrona estaba decididamente embobada! Luego sólo quedaba su madre, a la cual César se acercó en último lugar.
—Tienes buen aspecto, mater.
—Estoy bien. Y tú pareces curado —le dijo ella con aquella voz suya secamente prosaica y profunda.
Un comentario que, de alguna manera, hirió a César, pensó Servilia con un sobresalto. ¡Ajá! ¡Por aquí hay corrientes subterráneas!
—Estoy completamente curado —dijo él con calma al tiempo que se sentaba en el sofá junto a su madre, pero en el extremo más alejado de Servilia—. ¿Obedece esta fiesta a algún motivo concreto? —le preguntó.
—Es nuestra asociación. Nos reunimos cada quince días en casa de alguien. Hoy me toca a mí.
Ante lo cual César se levantó y se excusó diciendo que estaba sucio a causa del viaje, aunque Servilia pensó que nunca había visto a un viajero tan inmaculado. Pero antes de que pudiera abandonar la habitación, Julia se acercó a él llevando a Bruto cogido de la mano.
—Tata, éste es mi amigo Marco Junio Bruto.
La sonrisa y el saludo fueron amplios; Bruto estaba claramente impresionado —como sin duda era natural que estuviera, pensó Servilia todavía dolida.
—¿Tu hijo? —le preguntó César a Servilia por encima del hombro.
—Sí.
—¿Y tienes alguno de Silano?
—No, sólo dos hijas.
Una de las cejas de César salió disparada hacia arriba; sonrió. Luego se marchó de allí.
Y en cierto modo la fiesta después de aquello fue… si no un sufrimiento, sí algo bastante más insípido. Terminó mucho antes de la hora de la cena, y Servilia deliberadamente fue la última en marcharse.
—Tengo cierto asunto que deseo comentar con César —le dijo a Aurelia cuando ya estaban a la puerta, mientras Bruto, situado detrás de ella, no dejaba de dirigirle miradas de cordero a Julia—. No estaría bien visto que yo viniera junto con sus clientes, así que me preguntaba si podrías arreglarlo para que lo viese en privado. Cuanto antes mejor.
—Desde luego —dijo Aurelia—. Te mandaré recado.
No hubo preguntas por parte de Aurelia, ni muestras de curiosidad. Aquélla era una mujer que se ocupaba estrictamente de sus propios asuntos, pensó la madre de Bruto con cierta gratitud; y se marchó.
¿Se alegraba de estar en casa? Había permanecido ausente durante más de quince meses. No era la primera vez, ni tampoco la ausencia más prolongada, pero en esta ocasión había sido oficial, y eso suponía cierta diferencia. Porque como el gobernador Antistio Veto no se había llevado con él un legado a la Hispania Ulterior, César había sido el segundo romano más importante en la provincia: sesiones jurídicas, finanzas, administración. Una vida solitaria, galopando de un extremo al otro de la Hispania Ulterior siempre de cabeza; sin tiempo para hacer auténticas amistades con otros romanos. Típico quizás que el único hombre al que le había tomado afecto no fuera romano; típico también que Antistio Veto, el gobernador, no le hubiera tomado afecto a su segundo en el mando, aunque congeniaban bastante bien y compartían alguna conversación de vez en cuando, más bien de negocios, durante la cena, siempre que casualmente se encontrasen en la misma ciudad. Si el hecho de ser un patricio de los Julios Césares llevaba implícito algún inconveniente, era que hasta la fecha todos sus superiores habían sido excesivamente conscientes de lo mucho más grande y más augusta que era la estirpe de César comparada con la de ellos. Para un romano de cualquier clase, tener unos antepasados ilustres era algo mucho más importante que cualquier otra cosa. Y César siempre les recordaba a sus superiores al propio Sila. El linaje, la evidente brillantez y eficiencia, la impresionante apariencia física, los ojos helados…
Así que, ¿se alegraba de estar en casa? César observó detenidamente el cuidadoso orden de su despacho: las superficies sin polvo, cada rollo de papel en su cubo o en su casilla, el elaborado dibujo de hojas y flores de la marquetería de su escritorio, al que sólo un tintero de cuerno de carnero y un bote de ardilla lleno de plumas ocultaban en parte.
Por lo menos la entrada inicial en su hogar había sido más animada de lo que se esperaba. Cuando Eutico le había abierto la puerta y le había dejado a la vista una escena de mujeres en plena conversación, su primer impulso había sido echar a correr, pero luego había caído en la cuenta de que aquél era un excelente comienzo; el vacío del hogar sin su querida Cinnilla permanecería eternamente, ni que decir tiene. Antes o después la pequeña Julia sacaría ese tema, pero no en aquellos primeros momentos, no hasta que los ojos de él se hubieran acostumbrado a la ausencia de Cinnilla y no se llenasen de lágrimas. Apenas recordaba aquel apartamento sin ella, sin la mujer que había vivido parte de su infancia y de su edad de hombre adulto como su hermana, antes de tener edad suficiente para convertirse en su esposa. Una amada señora es lo que había sido, que ahora se hallaba convertida en cenizas en una tumba fría y oscura.
Su madre entró, compuesta y distante como siempre.
—¿Quién ha estado difundiendo rumores sobre mi visita a la Galia Cisalpina? —le preguntó César al tiempo que acercaba otra silla a la suya para que se sentase su madre.
—Bíbulo.
—Ya comprendo. —Se sentó y suspiró—. Bueno, era de esperar, supongo. No se puede insultar a una pulga como Bíbulo del modo como yo lo hice sin que uno se convierta en su enemigo para el resto de sus días. ¡Cómo me desagrada ese hombre!
—Lo mismo que tú continúas desagradándole a él.
—Hay veinte cuestores, y tuve suerte. El sorteo hizo que me tocara un destino lejos de Bíbulo. Pero él es casi dos años mayor que yo, lo que significa que siempre estaremos juntos en el cargo mientras ascendemos en el cursus honorum.
—De modo que tienes intención de aprovechar la dispensa de Sila para los patricios y presentarte al cargo de curul dos años antes de lo que les está permitido a los plebeyos como Bíbulo —dijo Aurelia dándolo como seguro.
—Sería tonto si no lo hiciera, y yo no lo soy, mater —dijo César—. Si me presento a las elecciones de pretor a los treinta y siete, habré estado en el Senado durante dieciséis o diecisiete años, sin contar los pasados de flamen Dialis. Eso es un tiempo de espera más que suficiente para cualquier hombre.
—Pero todavía faltan seis años. Y mientras tanto, ¿qué?
César se removió inquieto.
—¡Oh, ya siento que las paredes de Roma me aprisionan, aunque sólo las haya franqueado hace unas horas! Cualquier día me marcharé a vivir al extranjero.
—Seguro que aquí habrá casos judiciales de sobra. Eres un abogado famoso, a la altura de Cicerón y Hortensio. Te ofrecerán algunos casos jugosos.
—Pero dentro de Roma, siempre dentro de Roma. Hispania —continuó diciendo César al tiempo que se inclinaba hacia adelante con impaciencia— fue una revelación para mí. Antistio Veto resultó ser un gobernador apático que se sentía feliz de darme todo el trabajo que yo estuviera dispuesto a aceptar, a pesar de mi baja posición. Así que fui yo quien llevó a cabo todas las sesiones jurídicas por la provincia y quien manejó los fondos del gobernador.
—Pues este último deber debe de haber sido una dura prueba para ti —comentó secamente su madre—. El dinero no te fascina.
—Aunque parezca extraño, esta vez sí me ha fascinado, pues se trataba del dinero de Roma. Tomé clases de contabilidad de un tipo de lo más extraordinario, un banquero gaditano de origen púnico llamado Lucio Cornelio Balbo el Mayor. Tiene un sobrino casi de su misma edad, Balbo el Menor, que es su socio. Trabajaron mucho para Pompeyo Magnus cuando éste estaba en Hispania, y ahora parece que poseen la mayor parte de Gades. Lo que Balbo el Mayor no sepa de banca y de otros asuntos fiscales no tiene mayor importancia. Ni que decir tiene que el erario público estaba en la ruina. Pero gracias a Balbo el Mayor lo puse espléndidamente en orden. Me caía bien, mater. —César se encogió de hombros; parecía triste—. En realidad ha sido el único amigo verdadero que he hecho allí.
—La amistad va en ambas direcciones —dijo Aurelia—. Tú conoces más individuos que todos los demás nobles de Roma juntos, pero no permites que se te acerque ningún romano de tu misma clase. Por eso es por lo que los pocos amigos verdaderos que haces son siempre extranjeros o romanos de clases inferiores.
César sonrió.
—¡Tonterías! Me llevo mejor con los extranjeros porque crecí en tu bloque de apartamentos rodeado de judíos, de sirios, de galos, de griegos y sólo los dioses saben de qué más.
—Echame a mí la culpa —dijo Aurelia secamente.
César prefirió ignorar aquel comentario.
—Marco Craso es amigo mío, y no puedes decir de él más que es un romano tan noble como yo.
Aurelia le preguntó con viveza:
—¿Has hecho algo de dinero en Hispania?
—Un poco aquí y un poco allá gracias a Balbo. Desgraciadamente, la provincia era pacífica, para variar, así que no había bonitas guerras fronterizas que librar contra los lusitanos. Si las hubiese habido, sospecho que de todos modos Antistio Veto las habría llevado a cabo en persona. Pero descansa tranquila, mater. Mis ahorros piráticos están intactos, tengo suficiente para aspirar a las magistraturas superiores.
—¿Incluso a edil curul? —le preguntó ella en tono de presentimiento.
—Puesto que soy un patricio y por ello no puedo hacerme una reputación como tribuno de la plebe, no tengo mucho donde elegir —dijo César.
Cogió una de las plumas del bote para colocarla en el escritorio; él no acostumbraba a juguetear con nada, pero a veces necesitaba tener algo que mirar que no fueran los ojos de su madre. Resultaba extraño. Se le había olvidado lo desconcertante que su madre podía llegar a ser.
—Incluso con tus ahorros piráticos en reserva, César, ser edil curul resulta terriblemente ruinoso. ¡Te conozco! No te contentarás con ofrecer unos juegos moderadamente buenos. Insistirás en ofrecer los mejores juegos que se puedan recordar.
—Probablemente. Ya me preocuparé de eso cuando llegue el momento, dentro de tres o cuatro años —dijo César tranquilamente—. Mientras tanto pienso presentarme a las elecciones del mes que viene para el puesto de curator de la vía Apia. Ningún Claudio quiere el empleo.
—¡Otra empresa ruinosa! El tesoro te concederá un sestercio por cada cien millas, y tú te gastarás por lo menos cien denarios en cada milla. César se había cansado de aquella conversación; su madre estaba empezando, como ocurría siempre que intercambiaban más de unas cuantas frases, a machacar sobre el asunto del dinero y sobre la falta de interés que él mostraba por el mismo.
—Las cosas no cambian nunca, ¿sabes? —dijo levantando del escritorio la pluma y volviéndola a dejar en el tintero—. Se me había olvidado. Mientras estaba ausente había empezado a pensar en ti como todo hombre sueña que debe ser su madre. Pero he aquí la realidad. Un sermón perpetuo sobre mi tendencia a la extravagancia. ¡Déjalo ya, mater! Lo que a ti te parece importante no lo es para mí.
Aurelia apretó los labios, pero permaneció en silencio durante unos instantes; luego, mientras se ponía en pie, dijo:
—Servilia desea tener una entrevista privada contigo lo antes posible.
—¿Para qué?
—Sin duda te lo dirá cuando la veas.
—¿Tú lo sabes?
—Yo no le hago preguntas a nadie salvo a ti, César. De ese modo no me dicen mentiras.
—Entonces, ¿a mí me exoneras de mentir?
—Naturalmente.
César había empezado a levantarse, pero se hundió de nuevo en la silla y sacó otra pluma del bote al tiempo que fruncía el entrecejo.
—Esa mujer es bastante interesante. —Echó la cabeza hacia un lado—. Sus observaciones sobre el rumor de Bíbulo fueron asombrosamente exactas.
—Por si no lo recuerdas, hace varios años que te dije que era la mujer más astuta, políticamente hablando, de todas las que conozco. Pero lo que te expliqué no te impresionó lo suficiente como para que desearas conocerla.
—Bueno, pues ahora ya la conozco. Y estoy realmente impresionado… aunque no por su arrogancia. En realidad presumió de favorecerme a mí.
Algo en la voz de César hizo que Aurelia detuviera el avance hacia la puerta; dio media vuelta y miró fijamente a su hijo.
—Silano no es tu enemigo —le dijo con altivez.
Eso le provocó una carcajada a César, pero la risa se le apagó rápidamente.
—¡A veces se me antoja alguna mujer que no es la esposa de un enemigo, mater! Y me parece que ésta se me antoja sólo a medias. Ciertamente, tengo que averiguar qué quiere. ¿Quién sabe? Puede que lo que quiera sea yo.
—Con Servilia es imposible saberlo. Es una mujer enigmática.
—En cierto modo me recuerda a Cinnilla.
—No te dejes engañar por los sentimientos románticos, César. No hay parecido alguno entre Servilia y tu difunta esposa. —Se le empañaron los ojos—. Cinnilla era la muchacha más dulce que he conocido en mi vida. A los treinta y seis años, Servilia no es ninguna niña, y está muy lejos de ser dulce. En realidad, yo diría que es tan dura y fría como una losa de mármol.
—¿No te cae bien?
—Me cae muy bien. Pero como lo que es. —Esta vez Aurelia llegó a la puerta sin girarse—. La cena estará lista en seguida. ¿Vas a comer aquí?
El rostro de César se suavizó.
—¿Cómo voy a darle una desilusión a Julia yendo a ninguna parte hoy? —Se puso a pensar en otra cosa y añadió—: Un muchacho raro, ese Bruto. Como aceite en la superficie, pero sospecho que en algún lugar en su interior hay una clase de hierro muy especial. Julia se comportó como si él fuera de su propiedad. Nunca habría imaginado que le atrajera ese muchacho.
—Dudo que sea así. Pero son buenos amigos. —Esta vez fue la cara de ella la que se suavizó—. Tu hija es extraordinariamente buena. En eso se parece a su madre. No hay nadie más de quien pueda haber heredado esa característica.
Como a Servilia le resultaba imposible caminar despacio, volvió a casa a su acostumbrado paso vivo, con Bruto a su lado esforzándose por mantener el paso, aunque sin proferir ninguna queja; ya había pasado la hora de más calor, y él estaba de nuevo inmerso en el desventurado Tucídides. Julia quedaba olvidada de momento. Y también tío Catón.
Normalmente Servilia le habría dirigido la palabra a su hijo de vez en cuando, pero aquel día, para el caso que le hizo, tanto habría dado que no estuviera con ella. La mente de Servilia estaba ocupada en Cayo Julio César. Parecía que mil gusanos le hubiesen hormigueado por la boca en el momento en que lo había visto, dejándola atónita, impresionada, incapaz de moverse. ¿Cómo era posible que no lo hubiera visto antes? La pequeñez del círculo en que se movían debía haber garantizado que se encontrasen en alguna ocasión. ¡Pero jamás le había puesto los ojos encima! Oh, oír hablar de él… ¿qué mujer romana noble no había oído hablar de él? En la mayoría de los casos, cuando oían la descripción de César, salían corriendo en busca de cualquier estratagema que pudiera hacer que se lo presentasen, pero Servilia no era de esa clase de mujeres. Sencillamente, lo había desechado como a otro Memmio o a otro Catilina, como a alguien que fulminaba a las mujeres con una sonrisa y sacaba provecho de ello. Una mirada a César le habría bastado para saber que aquel hombre en modo alguno era como Memmio o como Catilina. Oh, él fulminaba con la sonrisa y se aprovechaba de ello —¡no cabía la menor duda al respecto!—, pero en él había mucho más. Remoto, distante, inalcanzable. Ahora comprendía mejor por qué a las mujeres a las que concedía una breve relación después se consumían, lloraban y se desesperaban. Les daba algo que para él no tenía valor, pero nunca se entregaba él mismo.
Como poseía la cualidad de la objetividad, Servilia pasó luego a analizar la reacción que había tenido ante él. ¿Por qué él precisamente, por qué durante treinta y seis años ningún hombre había significado para ella más que seguridad, condición social? Desde luego, tenía predilección por los hombres rubios. A Bruto no lo había elegido ella; la primera vez que lo vio fue el día de la boda. El hecho de que fuera un hombre muy moreno había causado una desilusión tan grande para ella como resultó ser luego el resto de su persona. Silano, un hombre rubio y sorprendentemente guapo, sí había sido elección de ella. Elección que seguía satisfaciéndola a nivel visual, aunque en todos los demás aspectos también se había llevado una triste desilusión. No era un hombre fuerte y sano, ni de intelecto, ni tenía agallas. ¡No era raro que no hubiera podido engendrar ningún hijo varón en ella! Servilia creía de todo corazón que el sexo de su prole dependía enteramente de ella, y la primera noche que pasó en brazos de Silano la había llevado a tomar la resolución de que Bruto continuaría siendo su único hijo varón. De ese modo lo que ya era una fortuna muy considerable se vería aumentada por la también muy considerable fortuna de Silano.
¡Lástima que estuviera fuera de su influencia asegurar una tercera y mucho mayor fortuna para Bruto! Servilia se olvidó de César porque su hijo se había metido por medio y empezó a recrearse en aquellos quince mil talentos de oro que su abuelo Cepión el Cónsul había logrado robar de un convoy en la Galia narbonesa hacía unos treinta y siete años. Más oro del que poseía el Tesoro Romano había pasado a poder de Servilio Cepión, aunque hacía mucho tiempo que había dejado de ser oro en lingotes. En cambio había sido convenido en propiedades de todas clases: ciudades industriales en la Galia Cisalpina, vastos campos de trigo en Sicilia y en la provincia de África, edificios de apartamentos de un extremo a otro de la península Itálica y asociaciones comanditarias en empresas arriesgadas de negocios que el rango senatorial prohibía. Cuando murió Cepión el Cónsul todo pasó al padre de Servilia, y cuando éste murió en la guerra italiana pasó al hermano de ella, el tercero que llevó el nombre de Quinto Servilio Cepión en vida de ella. ¡Oh, sí, todo había pasado a su hermano Cepión! Su tío Druso había hecho todo lo necesario para asegurarse de que él heredase, aunque el tío Druso sabía toda la verdad. ¿Y cuál era la verdad? Que el hermano de Servilia, Cepión, era sólo su hermanastro: en realidad era el primer hijo que su madre le había dado a aquel advenedizo, Catón Saloniano, aunque todavía estaba casada con el padre de Servilia. El cual se encontró con un cuco en el nido de Servilio Cepión, un cuco de largo cuello, alto, pelirrojo y con una nariz que proclamaba a los cuatro vientos por toda Roma de quién era hijo. Ahora que Cepión era un hombre de treinta años, sus verdaderos orígenes eran ya conocidos por todos los personajes ilustres de Roma. ¡Qué risa! ¡Y qué justicia! El Oro de Tolosa había pasado finalmente a un cuco que había en el nido de Servilio Cepión.
Bruto hizo una mueca de dolor al salir bruscamente de su ensimismamiento; su madre había rechinado los dientes mientras iba caminando a paso largo, un sonido espantoso que hacía que todo el que lo oía palideciera y saliera huyendo. Pero Bruto no podía huir. Lo único que podía hacer era confiar en que su madre rechinase los dientes por algún motivo que no tuviera nada que ver con él. Lo mismo esperaban los esclavos que la precedían, que se dirigían miradas aterrorizadas mientras el corazón les latía con fuerza y el sudor les manaba en abundancia.
De todo ello ni siquiera se percató Servilia, cuyas piernas fuertes y robustas se abrían y se cerraban como las tijeras podadoras de Atropos al avanzar enfurecida. ¡Cepión era un miserable! Bueno, ahora ya era tarde para que heredara Bruto. Cepión se había casado con la hija del abogado Hortensio, que pertenecía a una de las familias plebeyas más antiguas e ilustres de Roma, y Hortensia estaba saludablemente embarazada de su primer hijo. Habría muchos hijos más; la fortuna de Cepión era tan extensa que ni una docena de hijos podría hacerle mella. En cuanto al propio Cepión, estaba tan en forma y tan fuerte como lo estaban todos los de la casta de los Catones, descendientes de aquel ridículo y escandaloso matrimonio en segundas nupcias que Catón el Censor había contraído, ya cercano a los ochenta años, con la hija de su esclavo Salonio. Eso había sucedido hacía cien años, y Roma en aquella época se había tronchado de risa para luego ir perdonando a aquel repugnante viejo libertino y admitir a su prole descendiente de esclavos en las filas de las Familias Famosas. Desde luego, cabía la posibilidad de que Cepión muriera en un accidente, como le había ocurrido a su padre biológico, Catón Saloniano. Otra vez se oyó el sonido de los dientes de Servilia. ¡Vana esperanza! Cepión había sobrevivido a varias guerras sin un rasguño, aunque era un hombre valiente. No, adiós al Oro de Tolosa. Bruto nunca heredaría las cosas que se habían podido adquirir con ese oro. ¡Y eso no era justo! Por lo menos Bruto era un auténtico Servilio Cepión por parte de madre. ¡Oh, si Bruto pudiera heredar aquella tercera fortuna, seria más rico que Pompeyo Magnus y Marco Craso juntos!
A escasos pies de distancia de la puerta de Silano, ambos esclavos se precipitaron hacia la misma, la aporrearon y se esfumaron en el momento en que entraron atropelladamente en la casa. Así que cuando se les franqueó la entrada a Servilia y a su hijo, el atrio estaba desierto; el personal de la casa ya sabía que Servilia había rechinado los dientes. Por ello no recibió aviso acerca de quién la aguardaba en la sala de estar y entró allí de modo fulminante y rumiando malhumorada la mala suerte de Bruto en aquella cuestión del Oro de Tolosa. Los ultrajados ojos de Servilia cayeron nada menos que sobre su hermanastro, Marco Porcio Catón, el queridísimo tío de Bruto.
Había adoptado un nuevo engreimiento, y le había dado por no llevar túnica debajo de la toga porque en los primeros tiempos de la República nadie la había llevado. Y, si los ojos de Servilia hubieran estado menos llenos de odio hacia él, quizás habría tenido que reconocer que aquella sorprendente y extraordinaria moda —de cuya adopción Catón no podía convencer a nadie— le favorecía. A los veinticinco años de edad estaba en la cima de la salud y de la buena forma física; había vivido dura y precariamente como soldado raso durante la guerra contra Espartaco y no comía nada sabroso ni bebía otra cosa que no fuese agua. Aunque el cabello corto y ondulado tenía un tono castaño rojizo y los ojos eran grandes y de color gris claro, tenía la piel suave y bronceada, así que lograba un aspecto maravilloso al dejar al descubierto todo el lado derecho del tronco, desde el hombro a la cadera. Hombre magro, duro y agradablemente lampiño, había desarrollado bien los músculos pectorales, tenía un vientre plano y un brazo derecho que exhibía vigorosas protuberancias en los lugares apropiados. La cabeza, que coronaba un larguísimo cuello, tenía una hermosa forma y la boca era turbadoramente encantadora. En realidad, de no haber sido por aquella asombrosa nariz, podría haber rivalizado con César, Memmio o Catilina en la espectacular apostura. Pero la nariz reducía todo lo demás a pura insignificancia, ya que era enorme, delgada, afilada y curvada. Una nariz con vida propia, decía la gente, reverenciada hasta convertirse en culto.
—Ya estaba a punto de marcharme —anunció Catón en voz alta y ronca, nada musical.
—Lástima que no lo hayas hecho —dijo Servilia entre dientes, sin hacerlos rechinar, aunque tenía ganas de hacerlo.
—¿Dónde está Marco Junio? Me han dicho que te lo has llevado contigo.
—¡Bruto! ¡Llámalo Bruto, como todo el mundo! —dijo Servilia alzando la voz.
—No apruebo el cambio que esta última década ha traído a nuestros nombres —dijo Catón en voz todavía más alta—. Un hombre puede tener uno, dos o incluso tres apodos, pero la tradición exige que se le llame por su primer nombre y el nombre de su familia solamente, no por un apodo.
—¡Bueno, pues yo por mi parte me alegro profundamente del cambio, Catón! Y en cuanto a Bruto, no está disponible para ti.
—Crees que me daré por vencido —continuó diciendo Catón, cuya voz había adquirido ahora aquel habitual tono tan apropiado para echar bravatas—, pero no será así, Servilia. Mientras viva, nunca me daré por vencido en nada. Tu hijo es mi sobrino carnal, y no hay ningún hombre en su mundo. Te guste o no, pienso cumplir mis deberes con él.
—Su padrastro es el paterfamilias, no tú.
Catón se echó a reír, un relincho estridente.
—¡Décimo Junio es un pobre bobo vomitón no más apropiado que un pato moribundo para encargarse de supervisar la educación de tu hijo!
Aunque Catón tenía pocos puntos débiles en su enormemente grueso pellejo, Servilia sabía donde estaba cada uno de ellos. Emilia Lépida, por ejemplo. ¡Cuánto la había amado Catón cuando éste tenía dieciocho años! Tan chiflado como un griego por un jovencito. Pero lo único que había hecho Emilia Lépida era utilizar a Catón para hacer que Metelo Escipión viniera arrastrándose.
—He visto a Emilia Lépida en casa de Aurelia esta tarde. ¡Qué guapa está! Una verdadera esposa y madre. Dice que está más enamorada de Metelo Escipión que nunca —dijo Servilia sin que viniera a cuento.
El dardo hizo blanco con toda claridad; Catón palideció.
—Me utilizó como cebo para recuperarlo a él —dijo con amargura—. Una típica mujer: taimada, engañosa, sin principios.
—¿Es eso lo que piensas de tu propia esposa? —le preguntó Servilia con una gran sonrisa.
—Atilia es mi esposa. Si Emilia Lépida hubiera honrado su promesa y se hubiera casado conmigo, pronto se habría dado cuenta de que yo no le consiento artimañas a ninguna mujer. Atilia hace lo que se le dice y lleva una vida ejemplar. No estoy dispuesto a permitir conducta alguna que no raye la perfección.
—¡Pobre Atilia! ¿Ordenarías que la matasen si notaras que le huele a vino el aliento? Las Doce Tablas te permiten hacer eso, y tú eres un ardiente defensor de las leyes antiguas.
—Soy un ardiente defensor de las costumbres antiguas, las costumbres y las tradiciones de la mos maiorum de Roma —dijo Catón con irritación al tiempo que los agujeros de la nariz se le hinchaban hasta parecer ampollas a ambos lados de la misma—. Mi hijo, mi hija, ella y yo comemos los alimentos que Atilia en persona ha visto preparar, vivimos en habitaciones que ella personalmente ha visto arreglar, y llevamos ropa que ella misma ha hilado, ha tejido y ha cosido.
—¿Es por eso por lo que vas tan desnudo? ¡Qué esclava debe de ser del trabajo!
—Atilia lleva una vida ejemplar —repitió Catón—. No tolero que se encomiende la educación de los hijos a siervos y niñeras, así que ella es responsable por completo de una niña de tres años y de un niño de uno. Atilia está siempre ocupada.
—Lo que digo, es una esclava del trabajo. Tú puedes pagar suficientes criados, Catón, y ella lo sabe. Pero en cambio te cierras la bolsa y la conviertes en una esclava. No te lo agradecerá. —Los espesos párpados blancos se levantaron y la irónica mirada negra de Servilia recorrió a Catón de pies a cabeza—. Un día de éstos, Catón, puede que llegues a casa temprano y descubras que ella busca un poco de solaz extramarital. ¿Quién podría culparla? ¡Qué guapo estarías luciendo cuernos en la cabeza!
Pero aquel dardo no dio en el blanco; Catón se limitó a adoptar un aire de suficiencia.
—Oh, ni hablar de eso —dijo confiado—. Incluso en estos tiempos exagerados que corren puede que yo no sobrepase el precio tope que pagaba mi abuelo por un esclavo, pero te aseguro que elijo gente que me teme. Soy escrupulosamente justo… ¡Ningún sirviente que valga su sal sufre bajo mi cuidado…! Pero cada uno de los esclavos me pertenece, y lo sabe.
—Una organización doméstica idílica —comentó Servilia sonriendo—. Tengo que acordarme de decirle a Emilia Lépida lo que se está perdiendo. —Le volvió la espalda a Catón, con aspecto de estar aburrida—. ¡Márchate ya, Catón! Sólo conseguirás a Bruto por encima de mi cadáver. Puede que no compartamos el mismo padre, ¡y le doy gracias a los dioses por ello!, pero sí que compartimos la misma clase de firmeza. Y yo, Catón, soy mucho más inteligente que tú. —Se las arregló para producir un sonido que recordaba el ronroneo de un gato—. En realidad soy mucho más inteligente, con diferencia, que cualquiera de mis hermanastros.
Este tercer dardo perforó a Catón hasta la médula. Se puso rígido y apretó sus hermosas manos hasta cerrar los puños.
—Puedo tolerar tu malicia cuando va dirigida a mí, Servilia, ¡pero no cuando el blanco es Cepión! —rugió Catón—. ¡Esa es una infamia inmerecida! ¡Cepión es tu hermano legítimo, no el mío! ¡Oh, ojalá fuera mi hermano legítimo! ¡Lo quiero más que a nadie en el mundo! ¡Pero no permitirá esa calumnia, especialmente cuando viene de ti!
—Mírate al espejo, Catón. Toda Roma sabe la verdad.
—Nuestra madre tenía algo de sangre Rutilia: ¡Cepión heredó su color de esa parte de la familia!
—¡Tonterías! Los Rutilios son rubios como la arena, como poco, y carecen por completo de la nariz de un Catón Saloniano —Servilia bufó despreciativamente—. Gusto por gusto, Catón. Desde el momento en que naciste, Cepión se entregó a ti. Sois guisantes de la misma vaina, y habéis seguido tan juntos y mezclados como el puré de guisantes toda la vida. No os separáis, nunca discutís… ¡Cepión es tu hermano legítimo, no mío!
Catón se levantó.
—Eres una mujer malvada, Servilia.
Esta bostezó ostentosamente.
—Sencillamente, has perdido la batalla, Catón. Adiós y buen viaje.
Catón arrojó la última palabra tras de sí cuando salía de la habitación.
—¡Al final ganaré! ¡Yo siempre gano!
—¡Sólo ganarás sobre mi cadáver, Catón! Pero tú habrás muerto antes que yo.
Después de lo cual Servilia tuvo que vérselas con otro de los hombres de su vida: su marido, Décimo Junio Silano, a quien Catón había definido muy acertadamente como un bobo vomitón. Fuera el que fuese el problema de sus intestinos, lo cierto era que tenía tendencia a vomitar, y era indiscutiblemente un hombre tímido, resignado y más bien falto de carácter. Todas sus cualidades, pensó Servilia para sus adentros mientras lo observaba durante la cena, están encima del mostrador. No es más que una cara bonita, no hay nada detrás. Sin embargo, obviamente aquello no se podía decir de otra cara bonita, la que pertenecía a Cayo Julio César. «César… estoy encantada con él, me fascina. Durante un momento, allí, pensé que yo también lo estaba fascinando a él, pero luego permití que la lengua me traicionase y le ofendí. ¿Por qué olvidé que era un Julio? Ni siquiera una patricia Servilia como yo presume de arreglarle la vida o los asuntos a un Julio…».
Las dos niñas de Silano que ella había engendrado estaban presentes en la cena, atormentando a Bruto como siempre —no le tenían ninguna consideración—. Junia era un poco más pequeña que la Julia de César, siete años, y Junilla tenía casi seis. Las dos tenían un color castaño medio y eran atractivas en extremo. ¡No había que temer que desagradaran a sus maridos! La belleza y la abultada dote eran una combinación irresistible. Sin embargo, ya estaban formalmente prometidas en matrimonio con los herederos de dos grandes casas. Sólo Bruto seguía sin compromiso, aunque ya había dejado muy claro cuál era su elección. La pequeña Julia. Qué raro era Bruto. ¡Enamorarse de una niña! Aunque Servilia no solía confesárselo a sí misma, aquella tarde se encontraba en un estado de ánimo predispuesto a la verdad, y reconocía que a veces Bruto era un misterio para ella. ¿Por qué, por ejemplo, se empeñaba en ser un intelectual? Si no llegaba a conocer por sí mismo aquel cenagal tan peculiar, su carrera pública no prosperaría. A no ser que, como a César, les acompañara también la fama de valientes soldados, o que tuvieran, como Cicerón, una tremenda reputación en los tribunales, a los intelectuales generalmente se les despreciaba. Bruto no era vigoroso, ni rápido, ni amante de salir de casa, como César o Cicerón. Quizás fuera bueno que se convirtiera en yerno de César. Quizás se le contagiara parte de esa energía mágica y de aquel encanto, tenía que contagiársele por fuerza.
Al día siguiente César le envió un mensaje en el que decía que le complacería verla en privado en los aposentos que poseía en el bajo Vicus Patricii, en el segundo piso del edificio de apartamentos situado entre el taller de tinte de Fabricio y los baños suburanos. A la cuarta hora del día por la mañana, un tal Lucio Decumio estaría esperándola en el pasaje situado en la planta baja para conducirla arriba.
Aunque a Antistio Veto se le había prorrogado el período como gobernador de la Hispania Ulterior, a César no se le había concedido el honor de permanecer allí con él; César no se había molestado en asegurarse un destino personal, sino que había preferido correr el riesgo de que le tocase por sorteo cualquier provincia. En cierto aspecto le habría gustado permanecer en la Hispania Ulterior, pero el puesto de cuestor no era demasiado importante para, apoyándose en él, formarse una reputación en el Foro. César era consciente de que los próximos años de su vida tendría que pasarlos, en la mayor medida posible, en Roma; Roma debía ver su rostro constantemente, Roma debía oír su voz constantemente.
Porque César se había ganado la corona cívica por su destacado valor a la edad de veinte años, había sido admitido en el Senado diez años antes de la edad acostumbrada, treinta años, y se le había permitido hablar dentro de aquella cámara desde el principio, en lugar de permanecer bajo la ley del silencio hasta que fuera elegido magistrado de rango superior al de cuestor. No es que hubiera abusado de aquel extraordinario privilegio, César era demasiado inteligente como para convertirse en un pelma añadiéndose a la lista, ya demasiado larga, de oradores. No necesitaba utilizar la oratoria como medio para llamar la atención, pues llevaba en su persona un recordatorio visible de su posición casi única. La ley de Sila estipulaba que siempre que apareciera en los actos públicos debía llevar puesta en la cabeza la corona cívica de hojas de roble. Y todo el mundo, en el momento en que él apareciese, estaba obligado a levantarse y a aplaudirle, incluso los más venerables cónsules y censores. Ello lo situaba en un lugar aparte y por encima de los demás, dos estados que le gustaban mucho. Quizás otros pudieran cultivar tantos amigos íntimos cuantos fueran capaces, pero César prefería caminar solo. Oh, un hombre debía tener multitud de clientes, tenía que ser conocido como un patrono de tremenda distinción. Pero subir hasta la cima —¡y él estaba decidido a hacerlo!— a costa de crear ataduras con alguna camarilla no formaba parte de los planes de César. Las camarillas siempre controlaban a sus miembros.
Ahí, por ejemplo, estaban los boni, los «hombres buenos». De las muchas facciones del Senado, eran ellos los que tenían la mayor fuerza política. A menudo dominaban las elecciones, proveían el personal para los tribunales superiores y gritaban más fuerte en las Asambleas. ¡Pero los boni en realidad no representaban nada! Lo más que podía decirse de ellos era que lo único que tenían en común entre sí era un arraigado desagrado por todo lo que significase cambio. Mientras que César sí era partidario del cambio. ¡Había tantas cosas que pedían a gritos un cambio, un arreglo, una abolición! Desde luego, si el servicio en la Hispania Ulterior le había enseñado algo a César era que el cambio tenía que llegar. La corrupción y la rapacidad gubernamental acabarían con el Imperio a no ser que se frenase a los responsables; y aquél era sólo uno de los muchos cambios que César deseaba ver y llevar a cabo él mismo. Cualquier aspecto de Roma que se considerase necesitaba desesperadamente atención, regulación. Pero los boni se oponían tradicional y obstinadamente al menor cambio, por pequeño que fuese. No así las personas como César. Y por eso César no era popular entre ellos; aquellas narices exquisitamente sensibles habían olfateado hacía mucho tiempo el radical que había en César.
En realidad existía sólo un camino seguro para ir hacia donde César se dirigía: el camino del mando militar. Pero antes de que pudiera llegar legalmente a general de uno de los ejércitos de Roma, tendría que ascender por lo menos a pretor, y para asegurarse de que lo eligieran como uno de esos ocho hombres que supervisan los tribunales y el sistema de justicia, hacía falta pasar los siguientes seis años en la ciudad. Solicitando el voto, haciendo propaganda electoral, luchando por adaptarse a la caótica escena política, procurando que su persona se mantuviese en primer plano, acumulando influencia, poder, clientes, el apoyo de caballeros pertenecientes a la esfera del comercio, de seguidores de todas clases. Tal como él era y únicamente por sí mismo, no como miembro de los boni o de cualquier otro grupo, que insistían en que sus miembros pensaran todos igual, o mejor, que no se molestasen en pensar en absoluto.
Aunque la ambición de César iba mucho más allá de ser el líder de su propia facción; quería convertirse en una institución llamada el Primer Hombre de Roma. Primus inter pares, el primero entre iguales, el que reunía lo bueno de todos los hombres. Quería convertirse en el que poseyera mayor auctoritas, mayor dignitas; el Primer Hombre de Roma era la influencia personificada. Cualquier cosa que dijera se escuchaba, y nadie podía derribarlo porque no era ni rey ni dictador; sustentaba su posición en el más puro poder personal, era lo que era por sí mismo, no a través de ningún cargo, y no tenía un ejército a sus espaldas. El viejo Cayo Mario lo había hecho al estilo antiguo al conquistar a los germanos, porque no poseía antepasados para decirles a los hombres que merecía ser el Primer Hombre de Roma. Sila sí tenía antepasados, pero no se ganó el título porque hizo de sí mismo un dictador. Simplemente era Sila, gran aristócrata, autócrata, ganador de la impresionante corona de hierba, general invicto. Una leyenda militar incubada en la arena política, eso era el Primer Hombre de Roma.
Por eso el hombre que fuera el Primer Hombre de Roma no podía pertenecer a ninguna facción; tenía que constituir una facción él mismo, estar en primera posición en el Foro Romano no como secuaz de nadie, sino como el más temible aliado. En la Roma de aquel tiempo ser un patricio lo hacía más fácil, y César lo era. Sus remotos antepasados habían sido miembros del Senado cuando éste no consistía más que en un simple centenar de hombres que aconsejaban al rey de Roma Antes de que Roma existiera siquiera, sus antepasados habían sido reyes a su vez de Alba Longa, en el monte Albano. Y antes de eso su treinta y nueve veces bisabuela había sido la propia diosa Venus; ella era la madre de Eneas, rey de Dardania, el que había navegado hasta la Italia latina y había fundado un nuevo reino en lo que un día sería la sede del dominio de Roma. El hecho de provenir de tan brillante árbol genealógico predisponía a la gente a considerar que un hombre debía ser líder de su facción; a los romanos les gustaban los hombres con antepasados ilustres, y cuanto más augustos fueran esos antepasados, más posibilidades tenía un hombre de crear su propia facción.
Así era como César comprendía que tenía que obrar desde entonces hasta el momento de ostentar el cargo de cónsul, para el que todavía le quedaban nueve años. Tenía que predisponer a los hombres a considerarlo digno de convertirse en el Primer Hombre de Roma. Lo cual no significaba conciliar a sus iguales, sino dominar a aquellos que no eran sus iguales. Sus iguales lo temerían y lo odiarían, como ocurría con todos los que aspiraban a ser el Primer Hombre de Roma. Sus iguales lucharían contra su ambición con uñas y dientes, sin detenerse ante nada con tal de hacerlo caer antes de que fuera demasiado poderoso. Por eso odiaron a Pompeyo el Grande, que se imaginaba a sí mismo el actual Primer Hombre de Roma. Bueno, no duraría. Ese título le pertenecía a César y nada, animado o inanimado, le impediría obtenerlo. Y lo sabía porque se conocía a sí mismo.
Al día siguiente a su llegada a Roma, fue gratificante descubrir que, al amanecer, un pequeño y ordenado grupo de clientes habían acudido a presentarle sus respetos; la sala de recepción estaba llena de ellos, y a Eutico, el mayordomo, se le había puesto radiante aquel grueso rostro suyo al verlos. También resplandecía de contento el viejo Lucio Decumio, animado y anguloso como un grillo, que daba saltitos ansiosos de un pie a otro cuando César salió de sus aposentos privados.
Un beso en la boca para Lucio Decumio, una muestra de respeto reverencial para muchos que presenciaron el encuentro.
—Te he echado de menos más que a nadie después de Julia, papá —le confesó César al tiempo que envolvía a Lucio Decumio en un enorme abrazo.
—¡Roma tampoco es lo mismo cuando tú no estás, Pavo! —fue la respuesta de aquél, que utilizó el antiguo mote de Pavo Real que él mismo le había puesto a César cuando éste empezaba a dar sus primeros pasos.
—Parece que no envejezcas, papá.
Eso era cierto. Nadie sabía realmente qué edad tenía Lucio Decumio, aunque debía de estar más cerca de los setenta que de los sesenta. Probablemente viviría eternamente. Pertenecía a la cuarta clase solamente y a la tribu urbana Suburana, nunca sería lo bastante importante para tener un voto que contase en ninguna Asamblea, pero Lucio Decumio era un hombre de gran influencia y poder en ciertos círculos. Era el custodio del colegio de encrucijada que tenía su sede en la ínsula de Aurelia, y todos los hombres que vivían en aquel vecindario, por muy alta que fuera la clase a la que pertenecieran, se veían obligados a presentarle sus respetos, por lo menos de vez en cuando, en el interior de lo que era tanto una taberna como un lugar de reuniones religiosas. Como custodio de su colegio, Lucio Decumio poseía autoridad; también había logrado acumular considerables riquezas debido a sus muchas actividades inicuas, y no era adverso a prestar dinero a un interés muy razonable a aquellos que pudieran ser útiles para los fines de Lucio Decumio… o a los fines de su patrono, César. César, a quien él amaba más que a cualquiera de sus dos fornidos hijos; César, con quien había compartido algunas de sus dudosas aventuras de muchacho, César, César…
—Tengo tus habitaciones de calle abajo completamente preparadas —dijo el viejo esbozando una amplia sonrisa—. Cama nueva… todo muy bonito.
Se le iluminaron los ojos, más bien helados y de color azul pálido; César volvió a sonreír y le hizo un guiño.
—La probaré antes de dar mi veredicto personal sobre eso, papá. Lo cual me recuerda… ¿querrías llevarle mi mensaje a la esposa de Décimo Junio Silano?
Lucio Decumio frunció el entrecejo.
—¿A Servilia?
—Veo que la señora es famosa.
—No podría ser de otra forma. Es una mujer muy dura con sus esclavos.
—¿Cómo sabes eso? Supongo que sus esclavos frecuentan un colegio de encrucijada en el Palatino.
—¡Pero corre la voz, corre la voz! Es capaz de ordenar la crucifixión cuando cree que alguno de sus esclavos necesita una lección. Hace que se lleve a cabo en el jardín, delante de todos los demás. Fíjate, primero los hace azotar, para que no duren mucho después de ser atados a la cruz.
—Eso es muy considerado por su parte —dijo César.
Y se puso a dictar el mensaje para Servilia. No cometió el error de pensar que Lucio Decumio estaba intentando advertirle para que no se enredara con ella, o que tuviera la presunción de criticar su gusto; Lucio Decumio simplemente estaba cumpliendo con su deber de pasarle información relevante.
La comida le importaba poco a César —no era un gourmet, y tampoco, desde luego, seguidor de Epicuro—, así que pasó de cliente en cliente sin dejar de masticar con aire ausente un panecillo crujiente y recién hecho del panadero que había más abajo, en la calle de Aurelia, y bebiendo agua de una taza. Sabedor de la generosidad de César, su mayordomo ya había pasado unas bandejas repletas de los mismos panecillos, había servido vino a aquellos que lo preferían al agua sola, y había ofrecido pequeños tazones de aceite o miel para mojar el pan. ¡Qué espléndido era ver que la clientela de César aumentaba!
Algunos habían ido por la sencilla razón de mostrarle a César que estaban a sus órdenes, pero otros se habían acercado hasta allí con un propósito concreto: pedirle una recomendación, para un empleo que necesitaban, un puesto en alguna vacante del Tesoro o de los Archivos para algún hijo con los debidos estudios, o consultarle qué le parecía esta oferta que había recibido alguno por su hija, o aquella otra por un pedazo de tierra. Unos cuantos habían ido a pedirle dinero, y a éstos también se les complació con dispuesta alegría, como si la bolsa de César fuera tan abundante como la de Marco Craso, cuando en realidad era extremadamente poco abundante.
La mayoría de los clientes se marcharon una vez que hubieron intercambiado las cortesías de rigor y se hubo conversado un poco. Los que se quedaron necesitaban algunos renglones escritos por César, y aguardaron mientras éste, sentado a su escritorio, dispensaba los papeles. El resultado de todo ello fue que, antes de que se marchase el último visitante, habían transcurrido más de cuatro horas de aquella larga mañana de primavera; el resto del día le pertenecía a César. Los clientes no se habían ido lejos, desde luego; cuando salió de su apartamento una hora después, tras haber despachado lo más apremiante de su correspondencia, se unieron a él para darle escolta adonde quiera que sus asuntos pudieran llevarle. ¡Un hombre con clientes tenía que exhibirlos en público!
Desgraciadamente nadie significativo se hallaba presente en el Foro Romano cuando César y su séquito llegaron al pie del Argilium y pasaron entre la basílica Emilia y las gradas de la Curia Hostilia. Y allí estaba el centro absoluto de todo el mundo romano: el Foro Romano inferior, un espacio pródigamente salpicado de objetos de reverencia o utilidad y antigüedades. Habían pasado unos quince meses desde la última vez que César lo había visto. No es que hubiera cambiado. Nunca cambiaba.
El Foso de los Comicios bostezaba delante del espacio engañosamente pequeño, unas gradas circulares de anchos peldaños, que conducían, muy por debajo del nivel del suelo, a la estructura en la que se reunían ambas Asambleas, la Plebeya y la Popular. Cuando estaba lleno por completo podía albergar unos tres mil hombres. Junto al muro trasero, de cara a la parte lateral de los peldaños de la Curia Hostilia, estaban los rostra, desde los cuales los políticos se dirigían a la multitud apiñada debajo, en la hondonada. Y allí estaba la propia Curia Hostilia, venerablemente antigua, hogar del Senado a través de los siglos desde que lo construyera el rey Tulo Hostilio, demasiado pequeño para el alistamiento mayor que había hecho Sila, con aspecto deteriorado y sucio a pesar del maravilloso mural lateral. El estanque de Curtio, los árboles sagrados, Escipión el Africano en lo alto de su elevada columna, los rostra de naves capturadas montados en otras columnas, estatuas a porrillo sobre imponentes plintos con miradas furiosas como el viejo Apio Claudio el Ciego, o con un aspecto sereno y presumido como el astuto y brillante viejo Escauro, príncipe del Senado. Las losas de la vía Sacra estaban más gastadas que el pavimento travertino que las rodeaba —Sila había reemplazado el pavimento, pero la mos maiorum prohibía que se realizara cualquier mejora en la carretera—. En el extremo más alejado de aquel espacio abierto, apretadas por dos o tres tribunales, se alzaban las dos basílicas poco elegantes, la Optimia y la Sempronia, con el glorioso templo de Cástor y Pólux a la izquierda. Realmente era un misterio cómo podían celebrarse reuniones, procesos judiciales y asambleas entre tanto impedimento, pero se celebraban: siempre había sido así y siempre lo sería.
Al norte se alzaba la mole del Capitolio, con una joroba más alta que su gemela, una absoluta confusión de templos con pilares pintados en llamativos colores, frontones, estatuas doradas, todo sobre tejados anaranjados. El nuevo hogar de Júpiter Optimo Máximo —el viejo se había destruido en un incendio varios años antes— estaba todavía en construcción, advirtió César, que frunció el entrecejo al verlo; decididamente, Catulo era un custodio de las obras bastante lento, nunca tenía prisa. Pero el enorme Tabulario de Sila ya estaba completamente terminado, y ocupaba toda la falda frontal y central del monte con soportales y galerías destinados a albergar todos los archivos de Roma, las leyes y las cuentas. Y al pie del Capitolio había otras instalaciones públicas: el templo de la Concordia, y junto a él el pequeño Senáculo antiguo, en el que las delegaciones extranjeras eran recibidas por el Senado. En la esquina del fondo, más allá del Senáculo, separando el Vicus Iugaris del Clivus Capitolinus, estaba el lugar hacia donde se dirigía César. Este era el templo de Saturno, muy antiguo, grande y sobriamente dórica excepto por los colores chillones que embadurnaban sus paredes y pilares de madera, hogar de una antigua estatua del dios que había que mantener llena de aceite y envuelta en tela para que no se desintegrase. También —y más relacionado con el propósito de César— era la sede del Tesoro de Roma.
El templo propiamente dicho estaba montado sobre un podio de veinte peldaños de altura, una infraestructura de piedra dentro de la cual se abría un laberinto de pasillos y salas. Parte del mismo se usaba de almacén para las leyes una vez que habían sido labradas en piedra o bronce, pues la constitución en gran parte escrita de Roma exigía que todas las leyes fueran depositadas allí; pero el tiempo y la plétora de tablillas ahora exigía que cada nueva ley fuera metida rápidamente por una entrada y sacada por otra para ser almacenada en otro lugar.
La mayor parte de aquel espacio pertenecía al Tesoro. Aquí, en salas fuertes situadas tras grandes puertas de hierro, yacía la tangible riqueza de Roma en forma de lingotes de oro y plata, cuyo valor ascendía a muchos miles de talentos. Allí, en unos despachos sombríos iluminados por parpadeantes lámparas de aceite y con rejas en lo alto de los muros exteriores, trabajaba el núcleo de los funcionarios que llevaban los libros de cuentas públicas de Roma, desde aquellos de importancia suficiente como para ostentar el título de tribuni aerarii hasta los humildes contables y los aún más humildes esclavos públicos que barrían los polvorientos suelos, pero que solían ingeniárselas para pasar por alto las telarañas que festoneaban las paredes.
El crecimiento de las provincias y de los beneficios de Roma había hecho que el templo de Saturno se quedase pequeño para su propósito fiscal hacía ya mucho tiempo, pero los romanos eran muy poco dados a abandonar una sede una vez que el lugar se hubiera destinado a alguna empresa gubernamental, de manera que Saturno seguía allí, indeciso, como depositario del Tesoro. Otros tesoros menores de dinero acuñado y oro en barras estaban relegados a otras bóvedas bajo templos distintos; las cuentas que pertenecían a los años anteriores al corriente habían sido destinadas al Tabulario de Sila y, en consecuencia, los oficiales del Tesoro y sus subalternos habían proliferado. Otro anatema romano, los funcionarios, pero el Tesoro era, al fin y al cabo, el Tesoro; el dinero público tenía que ser sembrado, cultivado y cosechado como es debido, aunque aquello significase unas cantidades aborreciblemente grandes de empleados públicos.
Mientras la comitiva de César se quedaba rezagada para mirarlo todo con ojos brillantes y llenos de orgullo, éste subió lentamente hasta la gran puerta que estaba tallada en el muro lateral del podio de Saturno. César iba ataviado con una inmaculada toga blanca y en el hombro derecho de la túnica llevaba la ancha franja púrpura de senador; portaba una guirnalda de hojas de roble alrededor de la cabeza porque tenía que llevar su corona cívica en todas las ocasiones en que actuase en público. Mientras que otro hombre quizás le hubiese hecho una seña a un criado para que golpease la puerta con el llamador, César lo hizo él mismo, y luego aguardó hasta que la puerta se abrió con cautela y una cabeza apareció por la rendija.
—Cayo Julio César, cuestor de la provincia de Hispania Ulterior bajo el gobierno de Cayo Antistio Veto, desea presentar las cuentas de su provincia, como exige la ley y la costumbre —dijo César con voz serena.
Le fue franqueada la entrada y la puerta se cerró tras él; todos los clientes permanecieron fuera, al aire fresco.
—Tengo entendido que llegaste ayer, ¿es cierto? —le preguntó Marco Vibio, el jefe del Tesoro, cuando condujeron a César hasta su tenebroso despacho.
—Sí.
—Estas cosas no corren ninguna prisa, ya lo sabes.
—Por lo que a mí respecta, sí tengo prisa. Mi deber como cuestor no termina hasta que haya presentado las cuentas.
Vibio parpadeó.
—¡Pues entonces preséntalas, no faltaría más!
César sacó del interior del pliegue de la toga siete rollos, cada uno de ellos sellado dos veces, una de ellas con el anillo de César y otra con el de Antitio Veto. Cuando Vibio se disponía a romper los sellos del primer rollo, César le detuvo.
—¿Qué ocurre, Cayo Julio?
—No hay testigos presentes.
Vibio volvió a parpadear.
—Oh, bueno, no solemos preocuparnos mucho por pequeñeces de ese tipo —dijo desenfadadamente; y cogió el rollo con una sonrisa irónica en los labios.
César alargó una mano y sujetó la muñeca de Vibio.
—Pues te sugiero que empieces a preocuparte por pequeñeces como ésta —le dijo en tono agradable—. Estas son las cuentas oficiales de mi misión como cuestor en Hispania Ulterior, y solicito que haya testigos durante toda mi presentación. Si no es el momento adecuado para que sé presenten los testigos, entonces dime qué hora resulta conveniente y volveré.
El ambiente cambió dentro de la habitación, se hizo más escarchado.
—Desde luego, Cayo Julio.
Pero los primeros cuatro testigos no fueron del agrado de César y sólo después de haber examinado a doce hallaron cuatro que sí fueron de su gusto. Luego procedió a la entrevista con una rapidez e inteligencia que hizo jadear a Marco Vibio, porque no estaba acostumbrado a que los cuestores entendieran de contabilidad, ni a que tuvieran una memoria tan buena que los capacitase para ir recitando relaciones enteras de fechas sin consultar ningún material escrito. Cuando César hubo terminado, Vibio estaba sudando.
—Tengo que decir con toda sinceridad que rara vez, si es que ha ocurrido en alguna ocasión con anterioridad, he visto a un cuestor que presentase tan bien todas sus cuentas —confesó Vibio; y se limpió la frente—. Todo está en orden, Cayo Julio. De hecho, la Hispania Ulterior debería concederte un voto de agradecimiento por poner en orden tal embrollo.
Esto lo dijo con una sonrisa conciliadora; Vibio estaba empezando a comprender que aquel individuo altivo tenía intención de llegar a cónsul, así que le pareció oportuno lisonjearle.
—Si todo está en orden, me darás un documento oficial que así lo exprese. Ante testigos.
—Estaba a punto de hacerlo.
—¡Excelente!
—¿Y cuándo llegará el dinero? —le preguntó Vibio cuando acompañaba a la salida a su incómodo visitante.
César se encogió de hombros.
—Eso no está bajo el control de mi provincia. Supongo que el gobernador esperará para traer todo el dinero consigo al final de su mandato.
Un matiz de amargura asomó al rostro de Vibio.
—¿No es eso normal? —preguntó retóricamente—. Lo que debería ser de Roma este año permanecerá en manos de Antitio Veto el tiempo suficiente como para que lo emplee en inversiones a su nombre y saque beneficio de ello.
—Eso es completamente legal, y no me corresponde a mí criticarlo —dijo César con suavidad, entornando los ojos al salir a la brillante luz del sol del Foro.
—¡Ave, Cayo Julio! —se despidió súbitamente Vibio; y cerró la puerta.
Durante la hora que había durado la entrevista, el Foro inferior se había llenado bastante, y la gente corría de un lado a otro para terminar sus tareas antes de que se hiciera demasiado tarde y llegase la hora de la cena. Y entre las caras nuevas, observó César suspirando interiormente, estaba la que pertenecía a Marco Calpurnio Bíbulo, a quien él en otro tiempo levantara del suelo sin esfuerzo para colocarlo encima de un elevado armario delante de seis de sus iguales. Luego le puso el mote de Pulga. ¡Y no sin motivo! Cuando aún no habían hecho más que echarse una mirada el uno al otro, ya se detestaban; y eso ocurría de vez en cuando. Bíbulo lo había insultado de tal manera que la ofensa requería reparación física, seguro de que su diminuto tamaño le impediría a César pegarle. Había dado a entender que César había obtenido una magnífica flota del viejo rey Nicomedes de Bitinia prostituyéndose al propio rey. En otras circunstancias César quizás no hubiera dejado libre su mal genio, pero ello había ocurrido justo después de que el general Lúculo había dado a entender lo mismo. Y dos veces era ya demasiado; de manera que Bíbulo fue a parar a lo alto del armario, y el acto estuvo acompañado de unas cuantas palabras ofensivas. Y eso había sido el comienzo de casi un año viviendo en los mismos aposentos que Bíbulo mientras Roma, representada en la persona de Lúculo, le demostraba a la ciudad lesbia de Mitilene que no podía desafiar a su soberano. Las filas se habían dividido. Bíbulo era un enemigo.
No había cambiado en los diez años que habían transcurrido desde entonces, pensó César al aproximarse el nuevo grupo con Bíbulo a la cabeza. La otra rama de la Famosa Familia Calpurnio, apellidada Piso, estaba llena de algunos de los individuos más altos de Roma; pero la rama apellidada Bíbulo —que significaba esponjoso, en el sentido de que se empapaban de vino— era físicamente lo contrario. Ningún miembro de la nobleza romana habría tenido dificultad para decidir a qué rama de la Famosa Familia pertenecía Bíbulo. No era solamente pequeño, era diminuto, y tenía la tez tan clara que parecía desteñida; tenía pómulos salientes, el pelo incoloro, las cejas invisibles y los ojos de color gris plateado. No es que fuera poco atractivo, es que daba miedo.
Clientes aparte, Bíbulo no estaba solo; iba caminando al lado de un hombre que no llevaba túnica debajo de la toga. El joven Catón, a juzgar por el color de la tez y por la nariz. Bueno, aquella amistad tenía sentido. Bíbulo estaba casado con una Domicia que era prima carnal del cuñado de Catón, Lucio Domicio Ahenobarbo. Era raro que todas las personas detestables se juntasen, incluso uniéndose por el lazo del matrimonio. Y como Bíbulo era miembro de los boni, sin duda eso significaba que Catón también lo era.
—¿En busca de un poco de sombra, Bíbulo? —le preguntó César dulcemente cuando se encontraron al tiempo que paseaba la mirada desde su viejo enemigo hasta su muy alto compañero, que gracias a la posición del sol y del grupo, realmente lanzaba su sombra sobre Bíbulo.
—Catón puede darnos sombra de sobra a todos nosotros —respondió Bíbulo con frialdad.
—La nariz servirá de ayuda a ese respecto —comentó César.
Catón se dio unas palmaditas cariñosas en su rasgo más prominente, nada ofendido, pero tampoco divertido; su sentido del humor no captaba el ingenio.
—Así nadie confundirá nunca mis estatuas con las de otros —le contestó.
—Eso es cierto. —César miró a Bíbulo—. ¿Has pensado en presentarte a algún cargo este año? —le preguntó.
—¡Yo no!
—¿Y tú, Marco Catón?
—A tribuno militar —repuso Catón tensamente.
—Lo harás bien. He oído decir que tienes una gran colección de condecoraciones como soldado en el ejército de Publícola en la guerra contra Espartaco.
—¡Es cierto, las tiene! —intervino bruscamente Bíbulo—. ¡No todos en el ejército de Publícola eran cobardes!
César alzó las rubias cejas.
—Yo no he dicho eso.
—No hacía falta que lo dijeras. Tú elegiste a Craso para que luchara en su campaña.
—No tuve elección en ese tema, como tampoco la tendrá Marco Catón cuando sea elegido tribuno militar. Como magistrados militares, vamos donde Rómulo nos envía.
Y en ese punto la conversación tocó fondo, y hubiera terminado de no ser por la llegada de otro par de hombres que congeniaban mucho mejor con César: Apio Claudio Pulcher y Marco Tulio Cicerón.
—Vas un poco desnudo, ¿no te parece, Catón? —dijo alegremente Cicerón.
Bíbulo ya tenía bastante, por lo que se marchó de allí en compañía de Catón.
—Extraordinario —dijo César mirando cómo se alejaba Catón—. ¿Por qué no lleva túnica?
—Dice que forma parte de la mos maiorum, e intenta convencernos a todos para que volvamos a las viejas costumbres —dijo Apio Claudio, un miembro típico de su familia, pues era un hombre moreno, de talla mediana y considerablemente guapo. Le palmeó a Cicerón el diafragma y sonrió—. Está muy bien para tipos como César y él, pero no creo que dejar al descubierto tu pellejo impresione a un jurado —le dijo a Cicerón.
—Todo eso no es más que pura afectación —dijo éste—. Ya se le pasará con el tiempo. —Aquellos ojos oscuros, inmensamente inteligentes, descansaron en César y se pusieron a bailotear—. Fíjate, todavía me acuerdo de cuando tus excentricidades relativas a la vestimenta disgustaron a algunos miembros de los boni, César. ¿Te acuerdas de aquellas orlas púrpuras que solías llevar en las mangas largas?
César se echó a reír.
—En aquella época estaba aburrido y me pareció que lo más seguro era que aquello irritase a Catulo.
—¡Y así fue, así fue! Como líder de los boni, Catulo se cree el guardián de las costumbres y tradiciones de Roma.
—Hablando de Catulo, ¿cuándo piensa terminar el templo de Júpiter Óptimo Máximo? No veo ningún avance, había sentado en el senado.
—Oh, el templo fue dedicado hace un año —le dijo Cicerón—. En cuanto a cuándo podrá usarse, ¿quién sabe? Sila dejó a ese tipo en verdaderas dificultades económicas en lo que respecta a la obra, ya sabes. La mayor parte del dinero tiene que ponerlo de su propio bolsillo.
—Puede permitírselo; estaba cómodamnte asentado en Roma haciendo dinero a costa de Cinna y Carbón mientras Sila estaba en el exilio. Darle a Catulo la tarea de reconstruir el templo de Júpiter Optimo Máximo fue la venganza de Sila.
—¡Ah, sí! Las venganzas de Sila siguen siendo famosas, aunque lleve muerto diez años.
—Era el Primer Hombre de Roma —dijo César.
—Y ahora tenemos a Pompeyo Magnus reclamando ese título —dijo Apio Claudio poniendo en evidencia su desprecio.
—Me alegro de que estés otra vez en Roma, César. Hortensio está envejeciendo, no ha vuelto a ser el mismo desde que le vencí en el caso Verres, así que me vendrá bien un poco de competencia en los tribunales.
—¿Envejeciendo a los cuarenta y siete años? —preguntó César.
—Lleva una vida regalada —dijo Apio Claudio.
—Lo mismo que todos en ese círculo.
—Yo no diría que Lúculo viva regaladamente de momento.
—Es cierto, no hace mucho que volviste del servicio con él en el Este —dijo César; se dispuso a marcharse y le hizo una inclinación de cabeza a su séquito.
—Y me alegro de estar fuera de ello —dijo Apio Claudio con emoción. Soltó una risita—. ¡Sin embargo, le envié a Lúculo un sustituto!
—¿Un sustituto?
—Mi hermano, Publio Clodio.
—¡Oh, eso le complacerá! —dijo César riéndose también.
Y así César se marchó del Foro algo más cómodo con el pensamiento de que los próximos años debería pasarlos en Roma. No iba a ser fácil, y eso le complacía. Catulo, Bíbulo y el resto de los boni se asegurarían de que él lo pasara mal. Pero también había amigos; Apio Claudio no estaba ligado a una facción, y siempre estaría a favor de un colega patricio.
Pero ¿y Cicerón? Desde que con su brillantez e innovación había enviado a Cayo Verres al exilio permanente, todo el mundo conocía a Cicerón, que tenía que abrirse camino bajo la gran desventaja de no tener antepasados dignos de mención. Un homo novus. Un hombre nuevo. El primero de su respetable familia rural que se había sentado en el Senado. Procedía del mismo distrito de Mario, y era pariente suyo; pero algún fallo de su carácter le había cegado ante el hecho de que, fuera del Senado, la mayor parte de Roma seguía rindiendo culto a la memoria de Cayo Mario. Así que Cicerón renunció a sacar partido de ese parentesco, evitó por completo toda mención de sus orígenes en Arpinum y pasaba sus días tratando de hacer creer que era un romano de los romanos. Incluso tenía máscaras de cera de muchos antepasados en su atrio, pero pertenecían a la familia de su esposa Terencia; como Cayo Mario, también él había contraído matrimonio entre la más alta nobleza, y contaba con las relaciones de Terencia para abrirse camino hacia el consulado.
La mejor manera de describirle era como trepador social, algo que su pariente Cayo Mario no había sido nunca. Mario se había casado con la hermana mayor del padre de César, la querida Julia, tía de César, y por los mismos motivos Cicerón se había casado con su fea esposa Terencia. Aunque para Mario el consulado nada más había sido el camino para asegurarse el mando militar, mientras que Cicerón veía en el consulado en sí la cima de sus ambiciones. Mario había querido ser el Primer Hombre de Roma. Cicerón sólo quería pertenecer por derecho a la más alta nobleza de la tierra. ¡Oh, lo conseguiría! En los tribunales de justicia no tenía igual, lo que significaba que había acumulado un formidable grupo de villanos agradecidos que ejercían una influencia colosal en el Senado. Por no mencionar que era el mejor orador de toda Roma, cosa que significaba que estaba muy solicitado por otros hombres de enorme influencia para que hablase en nombre de ellos.
Como no era un esnob, César estaba contento de aceptar a Cicerón por sus propios méritos, y esperaba convencerlo para que entrase a formar parte de su facción. El problema estribaba en que Cicerón era un vacilante incurable; aquella mente inmensa veía tantos rasgos potenciales que al final probablemente dejaba que su timidez tomase las decisiones por él. Y para un hombre como César, que nunca había permitido que el miedo dominara sus instintos, la timidez era el peor de todos los amos. Tener a Cicerón de su parte le haría más fácil la vida política a César. Pero ¿vería Cicerón las ventajas que esa fidelidad le comportaría? Eso era algo que sólo podrían decirlo los dioses.
Además Cicerón era un hombre pobre, y César tampoco tenía el dinero necesario para comprarlo. La única fuente de ingresos del abogado, aparte de las tierras de su familia en Arpinum, era su esposa; Terencia era extremadamente acaudalada. Por desgracia ella controlaba sus propias finanzas y no cedía ante el gusto de Cicerón por las obras de arte y las villas en el campo. ¡Oh, el dinero! Allanaba tantos obstáculos, especialmente para un hombre que deseaba convertirse en el Primer Hombre de Roma. He ahí a Pompeyo el Grande, que, amo de indecibles riquezas, podía permitirse comprar adictos… Mientras que César, con todo su ilustre árbol genealógico, no tenía dinero suficiente para comprar adictos ni votos. A ese respecto, Cicerón y él eran iguales. Dinero. Si había algo que podía derrotarle, pensó César, era la falta de dinero.
A la mañana siguiente César despidió a sus clientes después del ritual del amanecer y bajó solo por el Vicus Patricii hasta las habitaciones que había alquilado en una elevada ínsula situada entre el taller de tintes de Fabricio y los baños suburanos. Aquél se había convertido en su refugio a su regreso de la guerra contra Espartaco, cuando la presencia viviente de su madre, su esposa y su hija dentro del propio hogar se había hecho a veces tan abrumadoramente femenina que le había resultado intolerable. Todo el mundo en Roma estaba acostumbrado al ruido, incluso aquellos que moraban en casas espaciosas sobre el Palatino y las Carinae: los esclavos gritaban, cantaban, reían y disputaban mientras realizaban sus tareas, y los bebés lloraban, los niños pequeños chillaban y las mujeres cotorreaban incesantemente cuando no estaban entrometiéndose para dar la lata o quejarse. Una situación tan normal que apenas afectaba a la mayoría de los hombres que estaban a la cabeza de una casa. Pero en ese aspecto César se irritaba, porque en él residía un auténtico gusto por la soledad y no tenía paciencia para lo que consideraba trivialidades. Siendo como era un verdadero romano, no había intentado reorganizar su entorno doméstico prohibiendo el ruido y las intrusiones femeninas, sino que, en lugar de eso, decidió evitarlas proporcionándose un refugio para sí mismo. Le gustaban los objetos hermosos, de modo que las tres habitaciones que tenía alquiladas en el segundo piso de aquella ínsula se contradecían con el lugar donde estaban situadas.
Su único amigo de verdad, Marco Licinio Craso, era un incurable comprador de fincas y propiedades, y por una vez había sucumbido a un impulso generoso y le había vendido a César a un precio muy barato el suficiente suelo de mosaico para las dos habitaciones que César usaba para él. Cuando Craso había comprado la casa de Marco Livio Druso, había despreciado la antigüedad del suelo; pero el gusto de César era infalible, él sabía que hacía cincuenta años que no se fabricaba nada tan bueno. Asimismo, Craso se había mostrado complacido por poder emplear el apartamento de César como entrenamiento para las cuadrillas de esclavos sin cualificar que él —muy provechosamente— formaba en oficios tan apreciados y costosos como el enyesado de las paredes, el vaciado de molduras y pilastras con ornamentos dorados y la pintura de frescos. Así, cuando César entró en aquel apartamento dejó escapar un suspiro de pura satisfacción al contemplar las perfecciones del despacho, el recibidor y el dormitorio. ¡Bien, bien! Lucio Decumio había seguido sus instrucciones al pie de la letra y había dispuesto los muebles nuevos exactamente donde César los quería. Los había encontrado en Hispania Ulterior y los había enviado por barco a Roma por adelantado: una mesa muy brillante tallada en mármol rojizo con patas de león, un canapé dorado cubierto por tapicería púrpura también de Tiria y dos sillas espléndidas. Allí, observó no sin cierta diversión, estaba la cama nueva de la que había hablado Lucio Decumio, una estructura espaciosa de ébano y oro con una colcha púrpura también de Tiria. ¿Quién habría podido imaginar, viendo a Lucio Decumio, que su gusto pudiera igualarse al de César?
El propietario de aquel establecimiento no se molestó en inspeccionar la tercera habitación, que era en realidad una parte de la terraza que bordeaba el patio de luces interior. Cada extremo de la misma había sido vallado para ganar intimidad con respecto a los vecinos, y el patio de luces, a su vez, tenía gruesas persianas que dejaban entrar el aire, pero que impedían a las miradas curiosas cualquier vista del interior. Allí estaban localizados los servicios, desde un baño de bronce del tamaño de un hombre hasta una cisterna que almacenaba agua y un orinal. No había instalaciones para cocinar, y César no tenía ningún criado que viviera en el apartamento. De la limpieza se ocupaban los sirvientes de Aurelia, a quienes Eutico enviaba regularmente para vaciar el agua del baño y mantener llena la cisterna, el orinal pulcro, la ropa lavada, los suelos barridos y todo lo demás limpio de polvo.
Lucio Decumio ya se encontraba allí, encaramado al canapé; tenía las piernas colgando lejos del tritón de exquisitos colores dibujado en el suelo, y la mirada fija en el rollo que sostenía entre las manos.
—¿Qué, asegurándote de que cuadren las cuentas del colegio para la auditoría del pretor urbano? —le preguntó César al cerrar la puerta.
—Algo parecido —contestó Lucio Decumio al tiempo que dejaba que el rollo rodase produciendo un chasquido al soltarlo. César se acercó al reloj de agua para consultar la hora.
—Según esta pequeña bestia, ya es hora de que bajes, papá. Quizás ella no sea puntual, sobre todo si Silano no es amante de los cronómetros, pero a mí no se me antoja que la señora sea una persona que ignore el paso del tiempo.
—A mí no me necesitarás aquí, Pavo, así que la acompañaré hasta la puerta y me iré a casa —dijo Lucio Decumio; y salió de allí presuroso.
César se sentó ante el escritorio para escribir una carta a la reina Oradalis de Bitinia, pero no había hecho más que poner el papel delante cuando se abrió la puerta y entró Servilia. Las estimaciones de César eran ciertas: aquélla no era señora que ignorase el tiempo. Se levantó y dio la vuelta al escritorio para saludarla, intrigado al ver que ella le tendía una mano como haría un hombre. Él se la estrechó exactamente con la cortés presión que huesos tan pequeños exigían, pero de la misma forma que si le hubiera estrechado la mano a un hombre. Había una silla dispuesta ante el escritorio, aunque antes de que Servilia llegase César no sabía bien si llevar a cabo aquella entrevista con el escritorio de por medio o instalados más acogedoramente en una proximidad más íntima.
Su madre estaba en lo cierto: Servilia no era fácil de predecir. Así que la acompañó a la silla situada al otro lado de la mesa y volvió a ocupar la suya. Con las manos juntas, aunque no apretadas, puestas ante sí sobre el escritorio, la miró con aire solemne. Se conservaba muy bien si realmente se acercaba a los treinta y siete años de edad, decidió César, e iba vestida de forma elegante con una túnica bermellón, cuyo color se parecía peligrosamente a la llama de la toga de una prostituta, aunque a pesar de ello lograba parecer intachablemente respetable. ¡Sí, era lista! Llevaba el cabello, espeso y tan negro como los reflejos, que eran más azules que rojos, peinado hacia atrás y separado por una raya en el centro, lo que hacía que ambas partes se reunieran con un mechón separado que le cubría la parte superior de cada oreja, y luego todo el conjunto iba atado en un moño justo en el nacimiento del cuello. Algo poco corriente, pero también muy respetable. La boca pequeña y en cierto modo fruncida, una hermosa piel tersa y blanca, los ojos negros de pesados párpados bordeados de largas pestañas rizadas, unas cejas que sospechó que ella se depilaba muchísimo y —lo más interesante de todo— una ligera flaccidez en los músculos de la mejilla derecha que también había observado en el hijo de aquella mujer, Bruto.
Ya era hora de romper el silencio, puesto que parecía que Servilia no pensaba hacerlo.
—¿Cómo puedo ayudarte, domina? —le preguntó César en un tono muy formal.
—Décimo Silano es nuestro paterfamilias, Cayo Julio, pero hay ciertas cosas que atañen a los asuntos de mi difunto primer marido, Marco Junio Bruto, que prefiero tratar personalmente. Mi actual marido no goza de buena salud, así que intento ahorrarle cargas. Es importante que no malinterpretes mis acciones, que a simple vista pueden parecer usurpación de deberes que entran más en la esfera del paterfamilias —le informó ella aún con mayor formalidad.
La expresión de interés distante que César había mantenido en el rostro desde el momento en que se sentó, no cambió; sólo se recostó un poco más en la silla.
—No las mal interpretaré —dijo.
Sería imposible decir si la mujer se relajó al oír aquello, porque desde que había hecho su entrada en las habitaciones de César, en ningún momento había dado la impresión de no estar relajada. Pero sí que apareció un matiz más seguro en la cautela de Servilia; miró a César francamente.
—Anteayer conociste a mi hijo, Marco Junio Bruto —dijo.
—Un chico agradable.
—Sí, eso mismo creo yo.
—Aunque técnicamente un niño.
—Sí, todavía lo será durante unos meses. Este asunto le concierne a él, e insiste en que no puede esperar. —Una débil sonrisa le iluminó la comisura izquierda de la boca, que, cuando se veía hablar a Servilia, parecía más móvil que la comisura derecha—. La juventud es impetuosa.
—A mí no me pareció impetuoso —dijo César.
—No lo es en la mayoría de las cosas.
—¿De manera que he de suponer que tu recado es para comunicarme algo que el joven Marco Junio Bruto quiere?
—Eso es.
—Bien —dijo César exhalando profundamente—, una vez establecido el protocolo de rigor, quizás me digas qué quiere.
—Desea desposar a tu hija Julia.
¡Un autodominio magistral!, aplaudió Servilia incapaz de detectar ninguna reacción en los ojos de César, ni en el rostro ni en el cuerpo.
—Sólo tiene ocho años —dijo César.
—Y él todavía no es oficialmente un hombre. Sin embargo, lo desea.
—Puede que cambie de idea.
—Eso le dije yo. Pero me asegura que no lo hará. Y acabó por convencerme de su sinceridad.
—No estoy seguro de querer prometer a Julia en matrimonio todavía.
—¿Por qué no? Mis dos hijas ya están comprometidas, y son más pequeñas que Julia.
—La dote de Julia es muy pequeña.
—Eso no es nuevo para mí, Cayo Julio. Sin embargo la fortuna de mi hijo es grande. No necesita una esposa adinerada. Su padre lo dejó bien provisto, y además es el heredero de Silano.
—Tú todavía podrías tener un hijo de Silano.
—Es posible.
—Pero no probable, ¿verdad?
—Silano engendra hijas.
César volvió a inclinarse hacia adelante, con apariencia distante todavía.
—Dime qué motivos habría yo de tener para acceder al emparejamiento, Servilia. Ésta alzó las cejas.
—¡Yo diría que el asunto es evidente por sí mismo! ¿Cómo podría Julia buscar un marido que tuviese mejor posición? Por mi parte, Bruto es un patricio Servilio, por parte de su padre se remonta a Lucio Junio Bruto, el fundador de la República. Todo esto ya lo sabes. Su fortuna es espléndida, su carrera política con toda certeza lo llevará al consulado, y puede que hasta acabe siendo censor ahora que se ha restaurado esa magistratura. Está emparentado con los Rutilios, así como con los Servilios Cepiones y los Livios Drusos. Además hay amicitia a través de la devoción del abuelo de Bruto hacia tu tío por matrimonio, Cayo Mario. Ya me doy cuenta de que tú estás muy emparentado con la familia de Sila, pero ni mi familia ni la de mi marido tuvieron ningún problema con él. Tu propia dicotomía entre Mario y Sila es más pronunciada de lo que pueda afirmar ningún Bruto.
—¡Oh, argumentas como un abogado! —comentó César apreciativamente; y por fin sonrió.
—Me lo tomaré como un cumplido.
—Deberías hacerlo. César se levantó, dio la vuelta al escritorio y le tendió la mano para ayudarla a levantarse.
—¿No voy a recibir respuesta, Cayo Julio?
—Tendrás respuesta, pero no hoy.
—¿Cuándo, entonces? —preguntó Servilia mientras caminaba hacia la puerta.
Un débil pero seductor perfume emanaba de ella, que caminaba delante de César; éste estaba a punto de decirle que le daría la respuesta después de las elecciones, cuando de pronto se fijó en algo que le fascinó y que hizo que deseara verla de nuevo antes de tal fecha. Aunque Servilia iba irreprochablemente cubierta, como su clase y condición exigían, la parte de atrás de la túnica se había torcido ligeramente dejando al descubierto la piel del cuello y la columna vertebral hasta la mitad de los omóplatos. Y allí, como un fino trazo de pluma, una línea central de vello negro le bajaba desde la cabeza para desaparecer en las profundidades de la ropa. Tenía un aspecto sedoso más que áspero y estaba plano encima de la piel, pero no se encontraba colocado como debía porque la persona que le había secado la espalda a Servilia después del baño no había tenido suficiente cuidado de alisárselo debidamente formando una cresta a lo largo de las bien almohadilladas vértebras de la espina dorsal. ¡Cómo pedía a gritos esa pequeña atención!
—Vuelve mañana, si te va bien —le dijo César al tiempo que pasaba delante de ella para abrirle la puerta. Ningún sirviente esperaba en el diminuto rellano de la escalera, así que César la acompañó hasta el vestíbulo. Pero cuando se disponía a seguirla al exterior, ella le detuvo.
—Gracias, Cayo Julio; con que me hayas acompañado hasta aquí es suficiente.
—¿Estás segura? Este no es precisamente el mejor vecindario.
—Tengo escolta: Hasta mañana, entonces.
César volvió a subir la escalera hasta las últimas ráfagas flotantes de aquel sutil perfume y tuvo la sensación de que de algún modo la habitación estaba más vacía que nunca. Servilia… ella era profunda, y cada una de las capas de su ser era de una dureza diferente: hierro, mármol, basalto y diamante. No era nada simpática. Ni femenina tampoco, a pesar de aquellos grandes y bien formados pechos. Podría resultar desastroso volverle la espalda, porque César la imaginaba con dos rostros, como Jano, uno para ver adónde iba y otro para ver quién la seguía. Un completo monstruo. No era extraño que todos dijeran que Silano estaba cada vez más enfermo. Ningún paterfamilias intercedería por Bruto; no hacía falta que ella se lo hubiese explicado. Estaba muy claro que Servilia se ocupaba de sus propios asuntos, incluido su hijo, dijera lo que dijese la ley. De manera que, ¿sería idea de ella lo del compromiso con Julia, o de verdad partiría de Bruto? Aurelia quizás lo supiera. Iría a casa y se lo preguntaría. Y a casa fue, todavía pensando en Servilia y en cómo sería regular y disciplinar aquella tenue línea de vello negro que le bajaba por la espalda.
—¡Mater! —la llamó irrumpiendo en su despacho—. ¡Necesito hacerte una consulta urgente, así que deja lo que estés haciendo y ven a mi estudio!
Aurelia dejó la pluma y miró a César llena de asombro.
—Es día de rentas —dijo.
—No me importa si es el día de pago del trimestre.
Y ya había desaparecido antes de pronunciar esa frase tan breve, dejando que Aurelia abandonase sus cuentas profundamente impresionada. ¡Aquello no era propio de César! ¿Qué le pasaría?
—Bueno, ¿de qué se trata? —preguntó entrando a largos pasos en el tablinum de él; lo encontró de pie, con las manos detrás de la espalda y balanceándose sobre los pies, desde el talón a la punta de los dedos y viceversa. La toga se encontraba hecha un montón en el suelo, así que Aurelia se agachó para recogerla y la arrojó dentro del comedor antes de cerrar la puerta. Durante un momento César actuó como si ella no hubiera entrado todavía; luego empezó. La miró fugazmente con una mezcla de diversión y… ¿euforia?, antes de avanzar hacia ella para ayudarla a sentarse en la silla que su madre siempre utilizaba.
—Mi querido César, ¿es que no puedes estarte quieto, aunque no te sientes? Pareces un gato callejero en celo.
Aquello a él se le antojó gracioso en extremo y se puso a rugir de risa.
—¡Es que probablemente me sienta como un gato callejero en celo!
El día de rentas desapareció; Aurelia comprendió con quién acababa de entrevistarse César.
—¡Oh! ¡Servilia!
—Servilia —repitió él; y se sentó, recuperándose de pronto de aquel efervescente estado de exaltación.
—Estás enamorado, ¿verdad? —le preguntó la madre friamente.
César reflexionó y luego negó con la cabeza.
—Lo dudo. Lujurioso, quizás, aunque ni siquiera de eso estoy seguro. Creo que me desagrada.
—Un comienzo prometedor. Estás aburrido.
—Cierto. Verdaderamente aburrido de todas esas mujeres que me contemplan con adoración y se tumban en el suelo para que me limpie los pies en ellas.
—Servilia no hará eso, César.
—Ya lo sé, ya lo sé.
—¿Para qué quería verte? ¿Para empezar una aventura?
—Oh, no hemos avanzado nada en nuestra relación a ese respecto, mater. En realidad no tengo ni idea de si mi lujuria es correspondida. Bien podría no serlo, porque en mí sólo empezó realmente cuando ella me dio la espalda para marcharse.
—Mi curiosidad crece por momentos. ¿Qué quería?
—Adivina —dijo César sonriendo.
—¡No juegues conmigo!
—¿No quieres adivinar?
—Haré algo más que negarme a adivinar, César, si no dejas de comportarte como un niño de diez años, me marcharé.
—No, no, quédate ahí, mater, me portaré bien. Pero es una sensación tan buena la de verse enfrentado a un desafío, un poco de terra incognita.
—Sí, eso lo comprendo —dijo ella; y sonrió—. Cuéntame.
—Vino a verme en nombre de su hijo para pedirme que consienta en un compromiso de matrimonio entre el joven Bruto y mi hija Julia.
Aquello, evidentemente, la cogió por sorpresa; Aurelia parpadeó varias veces.
—¡Qué extraordinario!
—La cosa es, mater, ¿de quién es la idea? ¿Suya o de Bruto?
Aurelia echó la cabeza hacia un lado y se quedó pensando. Por fin asintió y dijo:
—De Bruto, diría yo. Cuando la queridísima nieta de una no es más que una niña, una no se espera que ocurran cosas así, pero pensándolo bien ha habido ciertas muestras de ello. Él, desde luego, tiene tendencia a mirarla con ojos de cordero degollado.
—Hoy estás llena de notables metáforas animales, mater! Desde gatos callejeros a corderos.
—Deja de hacerte el chistoso aunque la madre del muchacho te inspire lujuria. El futuro de Julia es demasiado importante. César se puso serio al instante.
—Sí, desde luego. Considerada con toda crudeza, es una oferta maravillosa, incluso para una Julia.
—Estoy de acuerdo, especialmente en este momento, antes de que tu carrera política esté cerca de su cenit. Un compromiso de matrimonio con un Junio Bruto, cuya madre es de la familia de los Servilios Cepiones, te reportaría un apoyo inmenso entre los boni, César. Todos los Junios, los Servilios, tanto patricios como plebeyos, Hortensio, algunos de los Domicios, muchos de los Cecilios Metelos… incluso Catulo tendría que pararse a pensar.
—Tentador —dijo César.
—Muy tentador si las intenciones del muchacho son serias.
—Su madre me asegura que lo son.
—Yo también lo creo. No me parece que sea de los que cambian según sopla el viento. Bruto es un chico sobrio y cauto.
—¿Le gustaría eso a Julia? —preguntó César frunciendo el entrecejo.
Aurelia alzó las cejas.
—Ésa es una pregunta extraña viniendo de ti. Tú eres su padre, su destino marital está totalmente en tus manos, y nunca me has dado ningún motivo para suponer que considerarías la posibilidad de permitirle que se casara por amor. Ella es demasiado importante, es tu única hija. Además, Julia hará lo que se le diga. Yo la he educado para que comprenda que las cosas como el matrimonio no son para que ella las decida.
—Pero me gustaría que a ella le agradase la idea.
—Tú no eres muy dado a dejarte llevar por el sentimentalismo, César. ¿Es que a ti, personalmente, no te gusta mucho el muchacho? —le preguntó Aurelia astutamente.
César suspiró.
—En parte, quizás. Oh, no me desagrada tanto como su madre, pero parecía un perro triste.
—¡Metáforas animales!
Aquello hizo reír a César, pero no duró mucho.
—Es una niñita tan dulce y tan vivaz. Su madre y yo fuimos muy felices y me gustaría que ella también lo fuera en su matrimonio.
—Los perros tristes son buenos maridos —dijo Aurelia.
—Tú estás a favor del emparejamiento.
—Lo estoy. Si dejamos pasar esta ocasión, puede que no se presente otra en el camino de Julia ni la mitad de buena. Las hermanas de Bruto se han comprometido con el joven Lépido y el hijo mayor de Vatia Isáurico, así que ahí van dos parejas muy convenientes y solicitadas que ya han desaparecido. ¿Se la entregarías mejor a un Claudio Pulcher o a un Cecilio Metelo? ¿O al hijo de Pompeyo Magnus?
César se estremeció e hizo una mueca de desagrado.
—Tienes toda la razón, mater. ¡Siempre es mejor un perro triste que un lobo rapaz o un perro sarnoso de mala raza! Yo más bien albergaba la esperanza de emparejar a Julia con uno de los hijos de Craso.
Aurelia dejó escapar un bufido.
—Craso es un buen amigo para ti, César, pero sabes perfectamente que no permitiría que ninguno de sus hijos se casara con una chica que no poseyese una dote digna de mención.
—Otra vez estás en lo cierto, mater. Como siempre. —César se dio unos golpes con las palmas de las manos en las rodillas, señal de que ya había tomado una determinación—. ¡Que sea Marco Junio Bruto, pues! ¿Quién sabe? A lo mejor resulta ser un muchacho irresistiblemente atractivo, como Paris, una vez que haya superado la etapa de los granos.
—¡Ojalá no tuvieras esa tendencia a la frivolidad, César! —le dijo su madre al tiempo que se levantaba para volver a los libros—. Ello será un estorbo para tu carrera en el Foro, igual que le ocurre a Cicerón de vez en cuando. Ese pobre muchacho nunca será atractivo. Ni gallardo.
—En ese caso —comentó César con completa seriedad—, el muchacho tiene suerte. La gente nunca se fía de los individuos que son demasiado apuestos.
—Si las mujeres pudiéramos votar —le comentó Aurelia con una sonrisa maliciosa—, eso no tardaría en cambiar. Cada Memmio sería rey de Roma.
—Por no decir cada César, ¿no? Gracias, mater, pero prefiero las cosas como son.
Cuando regresó a casa, Servilia no les mencionó la entrevista con César ni a Bruto ni a Silano. Ni tampoco les dijo que a la mañana siguiente iba a volver a verlo. En la mayoría de los hogares la noticia se habría filtrado entre los sirvientes, pero no en los dominios de Servilia. Los dos griegos que empleaba como escolta personal siempre que salía a la calle eran antiguos criados que llevaban muchos años en la familia y la conocían lo suficientemente bien como para no ir con cotilleos, ni siquiera entre sus compatriotas. La historia de la niñera que Servilia había hecho azotar y crucificar por dejar caer a Bruto cuando era un bebé la había acompañado desde la casa de Bruto a la de Silano, y nadie había cometido el error de considerar a Silano lo bastante fuerte como para enfrentarse al temperamento de su mujer ni a su mal genio. Desde entonces no había tenido lugar ninguna otra crucifixión, pero había castigado con azotes las suficientes veces como para asegurarse la obediencia instantánea y que las lenguas permanecieran quietas. Tampoco era aquélla una casa donde a los esclavos se les manumitiese, donde pudieran llevar puesto el gorro de la libertad o llamarse hombres y mujeres libres. Una vez que uno era vendido y pasaba a ser propiedad de Servilia, era ya un esclavo para siempre. Así, cuando los dos griegos la acompañaron al pie del Vicus Patricii a la mañana siguiente, no hicieron el menor intento por ver qué había en el interior del edificio, ni soñaron siquiera con subir sigilosamente la escalera un poco más tarde para ponerse a escuchar detrás de la puerta o para mirar por el ojo de la cerradura. No es que sospechasen que Servilia tenía un enredo con algún hombre; se la conocía lo suficiente como para estar por encima de cualquier reproche a ese respecto. Era una esnob, y generalmente se daba por sentado en todo su mundo, desde iguales a sirvientes, que ella se consideraría superior al mismísimo Júpiter Óptimo Máximo.
Y quizás habría sido así de habérsele acercado el gran dios, pero una relación amorosa con Cayo Julio César ciertamente se le hacía de lo más atractivo, pensaba Servilia mientras subía la escalera sola; encontró significativo que aquella mañana aquel peculiar y más bien ruidoso hombrecillo del día anterior no se hallase a la vista aquella mañana. La convicción de que algo más que un compromiso matrimonial saldría de aquella entrevista con César no se le había pasado por la cabeza hasta que, al acompañarla éste a la puerta el día anterior, Servilia notó en él un cambio lo bastante palpable como para desencadenar la esperanza… no, la emoción.
Desde luego, toda Roma sabía que a César le fastidiaba una cosa en las mujeres, y era que no fuesen escrupulosamente limpias. Así que se había bañado con extremo cuidado y había reducido su perfume a un rastro incapaz de disfrazar los olores naturales; por suerte no sudaba más que de forma muy moderada, y nunca se ponía una túnica más de una vez entre lavado y lavado. El día anterior llevaba una de color bermellón; hoy había elegido una ámbar intenso, y se había puesto unos pendientes y un collar de cuentas del mismo color. Ahora estoy preparada para que me seduzcan, pensó; y llamó a la puerta. Le abrió César en persona; la acompañó a la silla y se sentó detrás del escritorio exactamente igual que el día anterior. Pero no la miró como la había mirado la víspera; ahora los ojos no parecían distantes ni fríos. Había en ellos algo que Servilia nunca había visto en los ojos de un hombre, una chispa de intimidad y posesión que le decía que no iba a ponerle obstáculos, pero que no hacía que lo desechase por impúdico o crudo. ¿Por qué le pareció a Servilia que dicha chispa la honraba y la distinguía entre todas las demás mujeres?
—¿Qué has decidido, Cayo Julio? —le preguntó.
—Aceptar el ofrecimiento del joven Bruto.
Aquello complació a Servilia; sonrió ampliamente por primera vez desde que él la conocía y reveló definitivamente que tenía la comisura derecha de la boca menos fuerte que la izquierda.
—¡Excelente! —dijo; y dejó escapar un suspiro a través de una sonrisa pequeña y tímida.
—Tu hijo significa mucho para ti.
—Lo es todo para mí —repuso ella simplemente.
Había una hoja de papel encima del escritorio; César la miró fugazmente y dijo:
—He redactado un pacto legal como es debido para el compromiso matrimonial de tu hijo y mi hija —dijo—, pero si lo prefieres podemos dejar el asunto en un terreno más informal durante una temporada, por lo menos hasta que Bruto lleve algún tiempo como hombre adulto. Podría cambiar de opinión.
—No lo hará, y yo tampoco —contestó Servilia—. Concluyamos el trato aquí y ahora.
—Si es eso lo que deseas. Pero debo advertirte que una vez que un pacto está firmado, ambas partes y sus guardianes están sujetos legalmente y se les puede llevar a pleito por rompimiento de promesa, y también se les puede obligar a satisfacer una compensación igual a la cantidad a que ascienda la dote.
—¿Cuál es la dote de Julia? —preguntó Servilia.
—La he fijado por escrito en cien talentos.
Aquello provocó en ella un grito ahogado.
—¡Tú no tienes cien talentos para dárselos de dote, César!
—En este momento no, pero Julia no alcanzará la edad de contraer matrimonio hasta que yo sea cónsul, porque no tengo intención de permitir que se case antes de que haya cumplido los dieciocho años. Y cuando llegue ese día, tendré los cien talentos para su dote.
—Creo que sí, en efecto —dijo Servilia—. Sin embargo, eso significa que si mi hijo cambia de idea yo me quedaré cien talentos más pobre.
—¿Ya no estás tan segura de su constancia? —le preguntó César con una sonrisa.
—Exactamente igual de segura que antes —repuso Servilia—. Concluyamos el trato.
—¿Tienes poder legal para firmar en nombre de Bruto, Servilia? No me ha pasado por alto que ayer dijiste que Silano es el paterfamilias del muchacho.
Servilia se humedeció los labios.
—Yo soy la custodia legal de Bruto, César, no Silano. Ayer me preocupaba que pensases mal de mí por acudir a ti en persona en lugar de enviar a mi marido. Vivimos en casa de Silano, de la cual él es, sin duda, el paterfamilias. Pero mi tío Mamerco fue el albacea testamentario de mi difunto marido y de mi grandísima dote. Antes de que me casase con Silano, el tío Mamerco y yo pusimos en orden mis asuntos, lo cual incluía las propiedades de mi difunto marido. Silano aceptó de buena gana que yo retuviera el control de lo que es mío y actuase como custodia de Bruto. El acuerdo ha funcionado bien, y Silano no se entromete.
—¿Nunca? —le preguntó César con ojos chispeantes.
—Bueno, sólo en una ocasión —confesó Servilia—. Insistió en que yo debía enviar a Bruto a la escuela en lugar de retenerlo en casa con un preceptor. Comprendí la fuerza de sus argumentos y accedí a intentarlo. Con gran sorpresa por mi parte, la escuela resultó ser algo bueno para Bruto. El muchacho tiene una tendencia natural hacia lo que él llama la intelectualidad, y si hubiera tenido a su propio pedagogo dentro de casa esa tendencia se habría visto reforzada.
—Sí, un pedagogo particular tiende a hacer eso —comentó César con seriedad—. Bruto todavía va a la escuela, naturalmente.
—Hasta finales de año. Después irá al Foro y a un grammaticus, bajo el cuidado del tío Mamerco.
—Una elección muy acertada y un espléndido futuro. Mamerco es también pariente mío. ¿Cabría la posibilidad de que me permitieras participar en la educación retórica de Bruto? Al fin y al cabo, estoy destinado a ser su padre político —dijo César al tiempo que se ponía en pie.
—Me encantaría —dijo Servilia, consciente de una inmensa e inquietante decepción. ¡No iba a ocurrir nada! ¡Su instinto se había equivocado terrible, espantosa, horriblemente!
César dio la vuelta a la mesa hasta situarse detrás de la silla de Servilia; ésta creyó que lo hacía con intención de ayudarla a marcharse, pero de algún modo las piernas se negaron a responderle; se vio obligada a permanecer sentada como una estatua; se sentía realmente mal.
—¿Sabes —oyó decir a César con una voz completamente diferente y gutural— que tienes una deliciosa crestita de vello que te baja por la espina dorsal hasta donde alcanzo a ver? Pero me doy cuenta de que nadie la cuida como es debido, está arrugada y desordenada tanto hacia un lado como hacia el otro. Ayer pensé que era una lástima.
César comenzó a acariciarle la nuca justo debajo del gran moño que formaba el cabello de Servilia, y ésta primero pensó que la estaba tocando con la punta de los dedos, unos dedos lisos y lánguidos. Pero César tenía la cabeza inmediatamente detrás de la suya; rodeó a Servilia con ambas manos y le cogió los pechos. El aliento de él le refrescaba el cuello como un soplo de brisa sobre la piel húmeda, y entonces comprendió lo que César estaba haciendo. Le estaba lamiendo aquel crecimiento de vello superfluo que ella tanto odiaba y que su madre había despreciado y ridiculizado hasta el día en que murió. Lo lamió primero por un lado y luego por el otro, siempre en dirección hacia la cresta de la columna vertebral, avanzando lentamente hacia abajo, cada vez más hacia abajo. Y lo único que Servilia pudo hacer fue quedarse sentada presa de sensaciones que ni siquiera había imaginado que existieran, quemada y empapada en una tormenta de emociones.
Aunque había estado casada durante dieciocho años con dos hombres muy diferentes, en toda su vida jamás había tenido ocasión de conocer nada parecido a aquella fiera y penetrante explosión de los sentidos que surgía hacia afuera partiendo del foco de la lengua de César y que se sumergía en ella para invadirle los pechos, el vientre y el alma. En cierto momento logró ponerse en pie, no para ayudarle a desatar el ceñidor que la rodeaba por debajo de los pechos, ni para desprender de sus hombros las capas de ropa que llevaba puestas y que acabaron cayendo al suelo —eso lo hizo él sin ninguna ayuda—, sino exclusivamente para permanecer de pie mientras él seguía con la lengua la línea de vello hasta que ésta disminuía y se hacía invisible allí donde empezaba la hendidura entre las nalgas.
Si él sacase un cuchillo y me lo hundiese en el corazón hasta la empuñadura, pensó Servilia, no sería capaz de moverme ni un centímetro para impedírselo. Ni siquiera querría impedírselo. Nada importaba salvo la gratificación que sentía de una parte de sí misma, que ella nunca había soñado siquiera que poseyera. La ropa de César, toga y túnica, permanecieron en su sitio hasta que él llegó al final del viaje con la lengua, y entonces Servilia notó que César daba un paso atrás para separarse de ella, pero no pudo volverse y situarse frente a él porque si soltaba el respaldo de la silla, se caería al suelo.
—Oh, así está mejor —le oyó decir—. Así es como debe estar siempre. Perfecto.
Volvió a acercarse a ella y la obligó a darse la vuelta, tirándole de los brazos para que le rodeara por la cintura, y Servilia sintió por fin el contacto de la piel de aquel hombre; levantó el rostro para recibir el beso que él no le había dado todavía. Pero en lugar de eso, César la cogió en brazos y la condujo hasta el dormitorio, donde la colocó sin esfuerzo sobre las sábanas que ya había dejado abiertas de antemano. Servilia tenía los ojos cerrados, lo único que podía sentir era la presencia de él moviéndose por encima de ella y a su lado, pero los abrió cuando César le puso la nariz en el ombligo e inhaló profundamente.
—Dulce —comentó; y luego fue bajando hasta el mons Veneris—. Rollizo, dulce y jugoso —dijo riéndose.
¿Cómo era posible que se riera? Pero sí, se reía; después, cuando Servilia abrió los ojos de par en par al ver la erección de César, éste la atrajo hacia sí y la besó por fin en la boca. No como Bruto, que le metía la lengua hasta adentro y con tantas humedades que llegaba a revolverla; tampoco como Silano, cuyos besos eran reverentes hasta el punto que resultaban castos. Aquello era perfecto, algo con que deleitarse, a lo cual unirse, haciéndolo durar. Una mano le acariciaba la espalda desde las nalgas hasta los hombros; los dedos de la otra exploraban con suavidad entre los labios de la vulva, lo que la hacía temblar y estremecerse. ¡Oh, qué lujo! ¡La gloria absoluta de no preocuparse por qué impresión estaba produciendo, de no importar si era demasiado echada hacia adelante o demasiado retraída! A Servilia le daba lo mismo lo que pudiera pensar César de ella. Aquello era para ella. Así que se subió encima de él y le agarró la erección con ambas manos para conducirla a su interior; luego se sentó encima y comenzó a mover las caderas hasta que se puso a gritar de éxtasis, tan traspasada y paralizada como un animal atravesado por la lanza de un cazador. Finalmente cayó hacia adelante contra el pecho de aquel hombre, tan lacia y acabada como aquel animal muerto. Pero César no había acabado con ella. El acto sexual continuó durante lo que parecieron horas, aunque Servilia no supo en qué momento alcanzó él su propio orgasmo, o si hubo muchos o sólo uno, porque César no produjo sonido alguno y permaneció en erección hasta que de repente se detuvo.
—Realmente es grandísimo —comentó ella levantando el pene y dejándolo caer sobre el vientre de César.
—Sí, y está muy pegajoso —dijo éste; y se incorporó con agilidad y desapareció de la habitación.
Cuando regresó, Servilia ya había recuperado la vista lo suficiente para observar que él era lampiño como la estatua de un dios, y que estaba formado con tanto cuidado como un Apolo de Praxíteles.
—Qué hermoso eres —le dijo mirándolo fijamente.
—Piénsalo si no puedes evitarlo, pero no lo digas —fue la respuesta de César.
—¿Cómo puedo gustarte si tú no tienes vello?
—Porque eres dulce, rolliza y jugosa, y esa línea de vello negro que te baja por la espalda me fascina. —Se sentó al borde de la cama y le dirigió una sonrisa que hizo que el corazón le latiera a Servilia con más fuerza—. Y además, tú has disfrutado. Eso, por lo que a mí concierne, es la mitad de la diversión.
—¿Es ya hora de irse? —le preguntó Servilia, sensible al hecho de que él no parecía tener intención de volver a tumbarse.
—Sí, es hora de irse. —Se echó a reír—. Me pregunto si técnicamente esto se cuenta como un incesto. Nuestros hijos están comprometidos en matrimonio.
Pero ella carecía del sentido de lo absurdo que tenía César, y frunció el entrecejo.
—¡Pues claro que no!
—Era broma, Servilia, era una broma —le dijo él suavemente; se levantó—. Espero que la ropa que llevabas puesta no se arrugue. Todavía sigue en el suelo de la otra habitación.
Mientras Servilia se vestía, César empezó a llenar el baño con agua de la cisterna; metía un cubo de cuero en ella y la vertía incansablemente en el baño. No se detuvo cuando ella se acercó para mirar.
—¿Cuándo podremos volver a vemos? —le preguntó Servilia.
—No con demasiada frecuencia, si no dejará de gustarnos; y preferiría que no fuese así —respondió César sin dejar de echar agua en el baño.
Aunque Servilia no era consciente de ello, ésta era una de las pruebas a las que César sometía a sus amantes; si la receptora del acto sexual empezaba a derramar lágrimas o a expresar grandes protestas para demostrar cuánto le importaba él, el interés de César decaía.
—Estoy de acuerdo contigo —dijo ella.
El cubo se detuvo a mitad de la trayectoria; César la observó impresionado.
—¿De verdad?
—Absolutamente —dijo Servilia asegurándose de que tenía los pendientes de ámbar bien enganchados en su sitio—. ¿Tienes otras mujeres?
—De momento no, pero eso puede cambiar cualquier día. Ésta era la segunda prueba, más rigurosa que la primera.
—Sí, es verdad que tienes una fama que has de mantener; lo comprendo.
—¿Lo dices de veras?
—Claro —aunque el sentido del humor de Servilia era rudimentario, sonrió un poco y añadió—: Ahora comprendo lo que todas las mujeres dicen de ti, ya ves. Voy a estar tiesa y escocida durante días.
—Entonces veámonos de nuevo el día después de las elecciones de la Asamblea Popular. Me presento para el cargo de curator de la vía Apia.
—Y mi hermano Cepión para el de cuestor. Mi marido, naturalmente, se presentará antes de eso para el cargo de pretor en las centurias.
—Y tu otro hermano, Catón, sin duda saldrá elegido tribuno militar.
Servilia arrugó la cara, endureció la boca y los ojos se le volvieron de piedra.
—Catón no es mi hermano, es mi hermanastro —puntualizó.
—Pues eso dicen también de Cepión. La misma yegua, el mismo semental.
Servilia tomó aliento y miró a César con compostura.
—Soy consciente de lo que dicen, y creo que es cierto. Pero Cepión lleva mi mismo apellido y, por lo tanto, lo reconozco como hermano.
—Muy sensato por tu parte —dijo César. Y continuó trabajando con el cubo; Servilia, tras asegurarse de que su aspecto era aceptable, aunque no tan impecable como unas horas antes, se marchó.
César se metió en el baño con rostro pensativo. Aquélla era una mujer fuera de lo corriente. ¡Un tormento sobre seductoras plumas de vello negro! Qué cosa más tonta para causarle a él su caída. Caída hacia abajo, como el vello. Un buen juego de palabras, aunque accidental. Ahora que se habían convertido en amantes, no estaba muy seguro de que ella le resultase más simpática, aunque César sabía que tampoco estaba dispuesto a despedirla. Además, ella era una rareza en otros aspectos, aparte de en su carácter. Las mujeres de la clase a la que pertenecía Servilia que sabían comportarse entre las sábanas sin inhibición eran tan escasas como los cobardes en un ejército de Craso. Incluso su querida Cinnilla había conservado el recato y el decoro. Bien, así era como se las educaba, pobrecillas. Y, como César había caído en la costumbre de ser honrado consigo mismo, tuvo que admitir que no haría nada por tratar de que Julia fuera educada de otro modo. Oh, también había marranas entre las mujeres de su clase, ya lo creo, mujeres que eran tan famosas por sus artimañas sexuales como cualquier puta, desde la difunta gran Colubra hasta la ya entrada en años Precia. Pero cuando a César le apetecía una juerga sexual desinhibida, prefería procurársela entre las honradas, francas, prácticas y decentes mujeres de Subura. Hasta el día que había conocido a Servilia en ese terreno. ¿Quién iba a imaginarlo? Y además, ella no iría por ahí cotilleando sobre su aventura amorosa.
Se volvió del otro lado dentro del baño y alcanzó la piedra pómez; era inútil usar una strigilis con el agua fría, un hombre tenía que sudar para poder frotarse.
—Y ahora, ¿qué parte de todo esto le cuento yo a mi madre? —le preguntó al gris pedacito de piedra pómez—. ¡Qué extraño! Ella es tan distante que normalmente no me resulta difícil hablar con ella de mujeres. Pero creo que llevaré puesta la toga de color púrpura oscuro de censor cuando mencione a Servilia.
Las elecciones se celebraron puntualmente aquel año, primero las de las centurias, para elegir cónsules y pretores, luego toda la gama de patricios y plebeyos en la Asamblea Popular para escoger a los magistrados menores, y finalmente las tribus en la Asamblea Plebeya, que restringía sus actividades a la elección de los ediles plebeyos y los tribunos de la plebe. Aunque según el calendario era el mes de quintilis, y por ello debía de haber sido el punto álgido del verano, las estaciones se iban quedando rezagadas porque Metelo Pío, pontífice máximo, se había mostrado reacio durante varios años a insertar aquellos veinte días extra en el mes de febrero cada dos años. Quizás no fuera tan sorprendente, pues, que Cneo Pompeyo Magnus —Pompeyo el Grande— se viera movido a visitar Roma para contemplar el oportuno proceso de la ley electoral en la Asamblea Plebeya, ya que el tiempo era primaveral y apacible.
A pesar de que se tenía a sí mismo por el Primer Hombre de Roma, Pompeyo detestaba la ciudad y prefería vivir en sus propiedades situadas en el norte de Picenum. Allí era prácticamente un rey; en Roma, sin embargo, sabía que la mayor parte del Senado lo odiaba más incluso de lo que él odiaba a Roma. Entre los caballeros que dirigían el mundo de los negocios de Roma, Pompeyo era extremadamente popular y tenía muchos adeptos, pero ese hecho no podía aliviar la sensible y vulnerable imagen de sí mismo cuando ciertos miembros del grupo senatorial de los boni y de otras camarillas aristócratas dejaban claro que no lo tenían por otra cosa que por un advenedizo presuntuoso, un intruso no romano.
Su árbol genealógico era mediocre, pero en modo alguno inexistente, porque su abuelo había sido miembro del Senado y había entrado por su matrimonio en una familia impecablemente romana, los Lucilios, y su padre había sido el famoso Pompeyo Estrabón, cónsul, general victorioso de la guerra italiana, protector de los elementos conservadores en el Senado cuando Roma había estado amenazada por Mario y Cinna. Pero Mario y Cinna habían ganado, y Pompeyo Estrabón murió a causa de una enfermedad en el campamento situado a las afueras de la ciudad. Los habitantes del Quirinal y el Viminal culparon a Pompeyo Estrabón de la epidemia de fiebre entérica que había hecho estragos en la sitiada Roma y arrastraron su cuerpo desnudo por las calles atado a un asno. Para el joven Pompeyo fue un ultraje que nunca había perdonado. Su oportunidad se había presentado cuando Sila volvió del exilio e invadió la península Itálica; con sólo veintidós años, Pompeyo había reclutado tres legiones de veteranos de su padre muerto y las había hecho marchar para reunirse con Sila en Campania.
Consciente de que Pompeyo le había hecho chantaje obligándole a asumir un mando conjunto, el habilidoso Sila lo había utilizado para alguna de sus empresas más dudosas que lo llevarían hacia la dictadura que luego ostentó. Incluso después de retirarse y morir, Sila cuidó de esta espiga ambiciosa y presuntuosa al introducir una ley que permitía que le fuera encomendado el mando de los ejércitos de Roma a un hombre que no perteneciese al Senado. Porque Pompeyo le había tomado antipatía al Senado y se negó a pertenecer a él. Luego habían seguido seis años de la guerra de Pompeyo contra el rebelde Quinto Sertorio en Hispania, durante los cuales Pompeyo se vio obligado a revalidar su capacidad militar; había ido a Hispania completamente confiado de que aplastaría en seguida a Sertorio, pero se encontró frente a uno de los mejores generales de la historia de Roma. Al final resultó que, sencillamente, cansó a Sertorio hasta rendirlo.
Así que el Pompeyo que regresó a Italia era una persona muy cambiada: taimado, sin escrúpulos, empeñado en demostrar al Senado —que lo había mantenido escandalosamente escaso de dinero y de refuerzos en Hispania—, al cual él no pertenecía, que podía refregarle la cara en el polvo. Y Pompeyo había procedido a hacerlo con la connivencia de otros dos hombres: Marco Craso, victorioso contra Espartaco, y nada menos que César. Con un César de veintinueve años tirando de los hilos, Pompeyo y Craso utilizaron la existencia de sus dos ejércitos para obligar al Senado a permitirles que se presentaran como candidatos al consulado. Ningún hombre había sido elegido nunca para la más importante de todas las magistraturas sin haber sido como mínimo miembro del Senado, pero Pompeyo se convirtió en cónsul senior y Craso en su colega. Así, este extraordinario hombre de Picenum, a pesar de ser excesivamente joven para el cargo, alcanzó su objetivo por la vía más anticonstitucional, aunque había sido César, seis años más joven que él, quien le había enseñado cómo hacerlo.
Para aumentar aún más la desgracia del Senado, el consulado conjunto de Pompeyo el Grande y Marco Craso había sido un triunfo, un año de fiestas, circos, alegría y prosperidad. Y cuando acabó, ambos hombres declinaron aceptar el mando de provincias; en lugar de ello se retiraron a la vida privada. La única ley importante que ellos habían puesto en vigor restituía plenos poderes a los tribunos de la plebe, a quienes la legislación de Sila había dejado prácticamente en la impotencia. Ahora Pompeyo estaba en la ciudad para ver a los tribunos de la plebe que saldrían elegidos para el año siguiente, y eso intrigaba a César, que se los encontró a él y a su multitud de clientes en la esquina de la vía Sacra y el Clivus Orbius, justo a la entrada del Foro inferior.
—No esperaba verte en Roma —le dijo César cuando se juntaron ambos grupos de clientes. Observó a Pompeyo abiertamente de la cabeza a los pies y sonrió—. Tienes buen aspecto, y muy saludable, además —le comentó—. Veo que aún conservas el tipo en la edad madura.
—¿Edad madura? —le preguntó Pompeyo indignado—. ¡Que yo haya sido cónsul no significa que esté chocho! ¡No cumpliré los treinta y ocho hasta finales de setiembre!
—Mientras que yo —dijo César con aire presumido— acabo de cumplir los treinta y dos hace muy poco; y a esa edad, Pompeyo Magnus, tú tampoco eras cónsul.
—Oh, me tomas el pelo —dijo Pompeyo calmándose—. Eres como Cicerón, seguirías bromeando aunque te llevaran a la hoguera.
—Ojalá fuera yo tan ingenioso como Cicerón. Pero no me has contestado a la seria pregunta que te he hecho, Magnus. ¿Qué haces en Roma si no tienes mejor motivo que ver cómo eligen a los tribunos de la plebe? No diría que tengas necesidad de emplear tribunos de la plebe en estos tiempos.
—Un hombre siempre necesita un tribuno de la plebe o dos, César.
—¿Ah, sí? ¿Qué te traes entre manos, Magnus?
Aquellos vivos ojos azules se abrieron completamente y le dirigieron una mirada candorosa a César.
—No me traigo nada entre manos, César.
—¡Oh, mira! —gritó César señalando hacia el cielo—. ¿Lo has visto, Magnus?
—¿Si he visto qué? —le preguntó Pompeyo al tiempo que se esforzaba por examinar las nubes.
—Ese cerdo rosa que vuela como un águila.
—No me crees.
—Exacto, no te creo. ¿Por qué no desembuchas? Yo no soy tu enemigo, como bien sabes. En realidad te he sido de enorme ayuda en el pasado, y no hay razón para que no deba seguir sirviéndote de ayuda en tu carrera en el futuro. No soy mal orador, eso tienes que reconocerlo.
—Pues… —empezó a decir Pompeyo; pero luego guardó silencio.
—¿Pues qué?
Pompeyo se detuvo, echó una mirada hacia la multitud de clientes que tenía detrás, que venían siguiéndolo, movió la cabeza y se desvió un poco para apoyarse en una de las bonitas columnas de mármol que soportaban la arcada de la cámara principal de la basílica Emilia. César comprendió que aquél era el modo que tenía Pompeyo de evitar que le oyesen a escondidas, así que se colocó al lado del Gran Hombre para escuchar lo que decía mientras la horda de clientes permanecía, con los ojos brillantes y muertos de curiosidad, demasiado lejos como para poder oír una palabra.
—¿Y si alguno sabe leer los labios? —preguntó César.
—¡Vuelves a estar de broma!
—No exactamente. Pero no estaría de más que les diéramos la espalda y fingiéramos que estamos orinando en el corredor central de la basílica Emilia.
Aquello fue demasiado; Pompeyo hasta lloró de risa. Sin embargo, cuando se calmó, César observó que se volvía lo suficientemente de espaldas a sus clientes como para quedar de perfil a ellos y que movía los labios de manera tan furtiva como un vendedor de pornografía en el Foro.
—De hecho —cuchicheó Pompeyo—, tengo un buen individuo entre los candidatos de este año.
—¿Aulo Gabinio?
—¿Cómo lo has adivinado?
—Es natural de Picenum, y formaba parte de tu personal privado en Hispania. Además es un buen amigo mío. Fuimos juntos tribunos militares de categoría junior en el asedio de Mitilene. —El rostro de César adquirió un matiz irónico—: A Gabinio tampoco le caía simpático Bíbulo, y con los años no se ha hecho precisamente simpatizante de los boni, que digamos.
—Gabinio es un individuo excelente, uno de los mejores que conozco —le aseguró Pompeyo.
—Y extraordinariamente capaz.
—Eso también.
—¿Qué va a legislar él para ti? ¿Despojará del mando a Lúculo y te lo entregará en bandeja de oro?
—¡No, no! —respondió bruscamente Pompeyo—. ¡Es demasiado pronto para eso! Primero necesito una breve campaña para calentar los músculos.
—Los piratas —aseveró César al instante.
—¡Acertaste otra vez! De los piratas se trata.
César dobló la rodilla derecha para plegar la pierna contra la columna que tenía a su lado y puso cara de que entre ellos no estuviera teniendo lugar otra cosa que una agradable charla acerca de los viejos tiempos.
—Te aplaudo, Magnus. Eso no sólo es muy inteligente, sino también muy necesario.
—¿No te impresiona Metelo Pequeña Cabra de Creta?
—Ese hombre es un tonto testarudo, y venal por añadidura. No parecía cuñado de Verres para nada… y en más de un aspecto. Con tres excelentes legiones apenas consiguió ganar una batalla en tierra contra veinticuatro mil cretenses desorganizados y sin instrucción militar a los que conducían hombres que eran marineros más que soldados.
—Terrible —dijo Pompeyo moviendo la cabeza con aire lúgubre—. Y yo te pregunto, César, ¿de qué sirve librar batallas en tierra cuando los piratas operan en el mar? Está muy bien decir que lo que hace falta erradicar son sus bases en tierra, pero a menos que se les capture en el mar no se podrá destruir su medio de vida: sus barcos. El arte de la guerra naval moderna no es como en Troya, no se les puede quemar los barcos cuando están varados en la orilla. Mientras la mayor parte de los piratas le mantienen a uno a raya lejos, el resto forma tripulaciones de reducido número de miembros y se lleva la flota a otra parte.
—Sí —dijo César moviendo la cabeza afirmativamente—, todo el mundo ha cometido el mismo error hasta el momento, desde ambos Antonios hasta Vatia Isáurico. Quemar aldeas y saquear pueblos. Para esa tarea hace falta un hombre con verdadero talento para la organización.
—¡Exactamente! —gritó Pompeyo—. ¡Y yo soy ese hombre, te lo prometo! Si mi voluntaria inercia del último par de años no ha servido para otra cosa, por lo menos me ha proporcionado tiempo para pensar. En Hispania me limité a bajar los cuernos y cargué ciegamente para entrar en batalla. Lo que debería haber hecho es idear el modo de ganar la guerra antes de sacar un pie de Mutina. Tendría que haberlo investigado todo de antemano, no sólo el modo de abrir una ruta nueva a través de los Alpes, de ese modo habría sabido cuántas legiones necesitaba, cuántos hombres a caballo, cuánto dinero en mis arcas de guerra… y habría aprendido a entender a mi enemigo. Quinto Sertorio era un hombre que tenía una táctica brillante. Pero, César, las guerras no se ganan sólo a base de táctica. ¡La estrategia es la clave!
—¿Así que has estado haciendo los deberes acerca de ese asunto de los piratas, Magnus?
—Desde luego que sí. Y de forma exhaustiva. He estudiado todos y cada uno de los aspectos, desde el mayor hasta el más pequeño. Mapas, espías, barcos, dinero, hombres. Sé muy bien cómo llevar a cabo el trabajo —dijo Pompeyo mostrando una clase de confianza diferente de la que tenía antes.
Hispania había sido la última campaña del Muchacho Carnicero. En el futuro ya no sería carnicero en ningún aspecto. Así César contempló con gran interés la elección de los diez tribunos de la plebe. Aulo Gabinio sería con toda certeza uno de los elegidos, y desde luego quedó muy arriba en las votaciones, lo cual significaba que sería presidente del nuevo Colegio de los Tribunos de la plebe que entraría en ejercicio el día décimo del próximo mes de diciembre. Como los tribunos de la plebe promulgaban la mayoría de las leyes nuevas, y tradicionalmente eran los únicos legisladores a los que les gustaba ver cambios, todas las facciones poderosas del Senado necesitaban «poseer» por lo menos un tribuno de la plebe. Incluso los boni, que utilizaban a sus hombres para bloquear cualquier legislación nueva; el arma más poderosa de que disponían los tribunos de la plebe era el veto, que podían ejercer contra sus compañeros, contra todos los demás magistrados e incluso contra el Senado. Eso significaba que los tribunos de la plebe que pertenecieran a los boni no se encargaban de promulgar nuevas leyes, sino de vetarlas. Y, desde luego, los boni habían logrado que eligieran a tres de sus hombres: Glóbulo, Trebelio y Otón. Ninguno de ellos era brillante, pero claro, un tribuno de la plebe que perteneciera a los boni no necesitaba ser brillante, sino simplemente ser capaz de articular la palabra «¡Veto!».
Pompeyo tenía dos hombres excelentes en el nuevo colegio para perseguir sus fines. Aulo Gabinio quizás careciera, relativamente, de antepasados y fuera un hombre pobre, pero llegaría lejos; César lo sabía ya desde la época dei asedio de Mitilene. Naturalmente, el otro hombre de Pompeyo también era de Picenum: un tal Cayo Cornelio, que no era patricio nada más que por ser miembro de la venerable gens Cornelia. Quizás no estuviera tan atado a Pompeyo como lo estaba Gabinio, pero ciertamente no vetaría ningún plebiscito que Gabinio pudiera proponerle a la plebe. Aunque todo esto era interesante para César, el único hombre elegido que le preocupaba no estaba atado ni a los boni ni a Pompeyo el Grande. Se trataba de Caro Papirio Carbón, un hombre radical con un hacha propia que blandir.
Desde hacía algún tiempo se le oía decir en el Foro que pensaba acusar al tío de César, Marco Aurelio Cotta, por retención ilegal del botín capturado en Heraclea durante la campaña de Marco Cotta en Bitinia contra el rey Mitrídates, viejo enemigo de Roma. Marco Cotta había regresado triunfal hacia el final de aquel consulado conjunto de Pompeyo y Craso, y entonces nadie había puesto en tela de juicio su integridad. Pero ahora Carbón estaba muy atareado removiendo viejas aguas, y como tribuno de la completamente restaurada plebe estaría investido de poder suficiente especialmente convocado al efecto. Como César amaba y admiraba a su tío Marco, la elección de Carbón le producía gran preocupación.
Contada la última baldosa a modo de papeleta, los diez hombres victoriosos se pusieron de pie en los rostra para agradecer las aclamaciones; luego César dio media vuelta y regresó a su casa caminando despacio. Estaba cansado: demasiado poco sueño, demasiada Servilia. No habían vuelto a verse hasta el día después de las elecciones en la Asamblea Popular, hacía unos seis días, y, como era de esperar, ambos tenían algo que celebrar. A César lo habían elegido conservador de la vía Apia. «¿Qué demonios te ha entrado para asumir ese trabajo? —le había preguntado en tono exigente Apio Claudio Pulcher, atónito—. Es la carretera de mi antepasado, pero yo no soy tan tonto. Te arruinarás en un año». El presunto hermano de Servilia, Cepión, había salido elegido como uno de los veinte cuestores. La suerte le había proporcionado un destino dentro de Roma en calidad de cuestor urbano, lo cual significaba que no tendría que servir en una provincia. Así que se habían reunido con un estado de ánimo lleno de satisfacción y anhelo mutuo, y el día que pasaron juntos en la cama les había resultado tan placentero que ninguno de los dos estuvo dispuesto a posponer otro día como aquél. Se veían a diario para darse un festín de labios, lenguas y piel, y cada vez encontraban algo nuevo que hacer, algo diferente que explorar.
Hasta aquel día, en que las nuevas elecciones habían hecho imposible un encuentro. Y quizás tampoco encontrarían otra ocasión hasta las calendas de setiembre, porque Silano iba a llevarse a Servilia, a Bruto y a las niñas a la costa de Cumae, donde tenía una villa en la que pasaban las vacaciones. Silano también había tenido éxito en las elecciones de aquel año; era pretor urbano para el año siguiente. Aquella importantísima magistratura elevaría también el perfil público de Servilia; entre otras cosas, ella confiaba en que su casa fuera elegida para los ritos exclusivos de mujeres de Bona Dea, en los que las más ilustres matronas de Roma ponían a la buena diosa a dormir para el invierno. Y también era ya hora de que él le comunicara a Julia que había concertado un matrimonio para ella. La ceremonia oficial de compromiso matrimonial no tendría lugar hasta que Bruto vistiese la toga virilis, pero las formalidades legales estaban hechas, de manera que el destino de Julia estaba sellado. Por qué había pospuesto aquella tarea cuando tal no había sido nunca su costumbre, era una pregunta que le bullía en el fondo de la mente; le había pedido a Aurelia que le comunicase la noticia a Julia, pero ella, muy rigurosa en cuanto al protocolo doméstico, se había negado a hacerlo. Él era el paterfamilias; él debía hacerlo. ¡Mujeres! ¿Por qué tendría que haber tantas mujeres en su vida, y por qué creía él que el futuro le reservaba todavía más? Por no decir más problemas por causa de ellas.
Julia había estado jugando con Matia, la hija de su querido amigo Cayo Matio, que ocupaba el otro apartamento de la planta baja de la ínsula de Aurelia. Sin embargo volvió a casa antes de la cena con tiempo suficiente como para que César no encontrase ya excusa para posponerlo y no decírselo a la niña, que bailaba por el jardín interior como una joven ninfa, con las vestiduras flotando en el aire alrededor de su figura inmadura entre una bruma de azul lavanda. Aurelia siempre la vestía con ropas de color azul o verdes pálidos y suaves, y tenía razón al hacerlo. Qué hermosa va a ser, pensó César al contemplarla; quizás no igualase a Aurelia en la pureza de huesos griega, pero ella poseía esa mágica cualidad de las Julias que Aurelia, tan pragmática, tan sensata y tan propia de los Cotta, no tenía. Siempre decían que las Julias hacían felices a sus hombres, y él así lo creía cada vez que veía a su hija. El adagio no era infalible; su tía más joven —que había sido la primera esposa de Sila— se había suicidado después de una larga aventura con el jarro de vino, y su prima Julia Antonia iba por su segundo y horrible marido entre unos ataques de depresión e histeria cada vez más fuertes. Pero Roma continuaba diciéndolo, y él no pensaba contradecirlo; todo noble con riqueza suficiente para no necesitar una esposa rica pensaba primero en una Julia. Cuando Julia vio a su padre apoyado en el alféizar de la ventana del comedor, se le iluminó el rostro; fue volando hacia él, trepó por la pared y saltó por la ventana hasta los brazos de su padre en grácil ejercicio.
—¿Cómo está mi niña? —le preguntó César llevándola en brazos hasta uno de los tres canapés del comedor y haciéndola sentar a su lado.
—He tenido un día maravilloso, tata. ¿Han sido elegidos todos los hombres adecuados como tribunos de la plebe?
Los ángulos externos de los ojos de César se plegaron en abanicos de arrugas al sonreír; aunque tenía la piel por naturaleza muy pálida, los muchos años de vida al aire libre en foros, tribunales y campos de entrenamiento militar le habían oscurecido la superficie expuesta a la luz, peno no las profundidades de aquellas arrugas de los ojos, que permanecían muy blancas. Aquel contraste fascinaba a Julia, a quien como más le gustaba su padre era cuando no sonreía y entornaba los ojos, pues de este modo mostraba aquellos abanicos de rayas blancas como pinturas de guerra en un bárbaro. Así que se puso de rodillas y le besó primero un abanico y luego el otro, mientras él inclinaba la cabeza hacia los labios de la niña y se derretía por dentro como no le había sucedido nunca con ninguna otra hembra, ni siquiera con Cinnilla.
—Tú sabes muy bien que las personas adecuadas nunca son elegidas tribunos de la plebe —le contestó César una vez acabado todo aquel ritual—. El nuevo colegio es la acostumbrada mezcla de buenos, malos, indiferentes, siniestros e intrigantes. Pero creo que serán más activos que el grupo de este año, así que el Foro estará muy ajetreado alrededor de año nuevo.
Julia estaba, desde luego, muy versada en asuntos políticos, ya que tanto su padre como su abuela procedían de grandes familias políticas; pero vivir en Subura significaba que sus compañeras de juegos —incluso Matia, la vecina de abajo— no eran del mismo tipo, sino que tenían escaso interés por las maquinaciones y permutas del Senado, por las Asambleas y los tribunales. Por ese motivo Aurelia la había enviado a la escuela de Marco Antonio Gnifón cuando cumplió seis años; Gnifón había sido el tutor privado de César, pero cuando César vistió las laena y apex del flamen Dialis a la llegada de la edad viril oficial, Gnifón se había puesto de nuevo a dirigir una escuela cuya clientela era noble. Julia había resultado ser una pupila muy brillante y aplicada, con el mismo amor a la literatura que poseía su padre, aunque en matemáticas y geografía su habilidad era menos acentuada. Tampoco tenía la pasmosa memoria de César. Una buena cosa, habían concluido, sabiamente, todos los que la amaban; las chicas despiertas e inteligentes eran excelentes, pero las chicas intelectuales y brillantes no eran más que un obstáculo, incluso para ellas mismas.
—¿Por qué estamos aquí dentro, tata? —le preguntó la niña un poco desconcertada.
—Tengo que darte una noticia y me gustaría hacerlo en un lugar tranquilo —le dijo César, que, una vez que había tomado la decisión de comunicársela, ya no se sentía perdido sobre cómo hacerlo.
—¿Una buena noticia?
—Pues no lo sé bien, Julia. Eso espero, pero yo no vivo dentro de tu piel. Quizás no sea una noticia demasiado buena, pero creo que cuando te acostumbres a ella no la encontrarás intolerable.
Como Julia era despierta e inteligente, aunque no hubiera nacido para erudita, lo comprendió de inmediato.
—Me has buscado un marido —dijo.
—Sí. ¿Te complace?
—Mucho, tata. Junia está prometida en matrimonio y se comporta como un déspota con todas las que no lo estamos. ¿Quién es?
—El hermano de Junia, Marco Junio Bruto. —César la estaba mirando a los ojos, así que captó el veloz destello propio de un animal herido antes de que ella volviera la cabeza y mirara directamente hacia adelante. Se le hizo un nudo en la garganta y tragó saliva—. ¿No te complace? —le preguntó César con el corazón destrozado.
—Es una sorpresa, eso es todo —dijo la nieta de Aurelia, a quien desde que abandonara la cuna le habían enseñado a aceptar cualquier suerte que el destino le deparase en la vida, desde maridos hasta los muy reales peligros que lleva implícita la maternidad. Volvió la cabeza, ahora con los ojos azules abiertos y sonrientes—. Estoy muy complacida. Bruto es agradable.
—¿Estás segura?
—¡Oh, tata, claro que estoy segura! —dijo con tanta sinceridad que la voz le tembló—. De verdad, tata, es una buena noticia. Bruto me querrá y me cuidará, estoy segura. A César se le alivió el peso que sentía en el corazón; suspiró, sonrió, le cogió la manita a Julia y se la besó ligeramente antes de envolverla en un abrazo. No se le pasó por la cabeza preguntarle si ella podría aprender a amar a Bruto, porque el amor no era una emoción de la que César disfrutase, ni siquiera el amor que había experimentado por Cinnilla y por su exquisito duende. Sentir amor lo hacía vulnerable, y eso era algo que César odiaba. Luego Julia se bajó del canapé y desapareció de la vista; César oyó cómo la niña llamaba a su abuela mientras corría hacia el despacho de Aurelia.
—¡Avia, avia, voy a casarme con mi amigo Bruto! ¿No es espléndido? ¿No es una buena noticia?
Poco después César oyó el largo gemido que anunciaba un ataque de llanto. Se quedó escuchando llorar a su hija como si se le hubiera roto el corazón, pero no sabía si de gozo o de pena. Salió a la sala de recepción al tiempo que Aurelia acompañaba a la niña al cubículo donde dormía; Julia llevaba el rostro enterrado en el costado de Aurelia. La madre de César parecía imperturbable.
—¡Ojalá —dijo dirigiéndose a él— las criaturas hembras rieran cuando son felices! Pero en cambio la mitad de ellas lloran. Incluida Julia.
La Fortuna, ciertamente, continuaba favoreciendo a Cneo Pompeyo Magnus, reflexionó César a primeros de diciembre, sonriendo para sí mismo. El Gran Hombre había señalado su deseo de erradicar la amenaza pirata, y la fortuna, obediente, convino en gratificarle cuando la cosecha de grano de Sicilia llegó a Ostia, el puerto de Roma situado en la desembocadura del río Tíber. Allí los barcos de carga de gran calado descargaban su preciosa mercancía en barcazas para que el grano hiciese el último tramo del viaje Tíber arriba hasta los silos del propio puerto de Roma. Allí la seguridad era absoluta, por fin estaba en casa. Varios cientos de barcos convergieron en Ostia para descubrir que ninguna barcaza los estaba esperando; el cuestor de Ostia había preparado las cosas tan redomadamente mal que había permitido que las barcazas realizasen un viaje extra río arriba a Tuder y Ocriculum, donde la cosecha del valle del Tíber exigía el transporte río abajo hasta Roma.
Así que mientras los capitanes de barco y los magnates del grano estaban que echaban humo y el desventurado cuestor corría en círculos cada vez más pequeños, el Senado, airado, le enviaba al único cónsul, Quinto Marcio Rex, para que rectificase las cosas de inmediato. Había sido un año desgraciado para Marcio Rex, cuyo colega en el consulado había muerto poco después de asumir el cargo. El Senado había nombrado un cónsul suplente para que ocupase la vacante, pero éste también murió, y tan pronto que ni siquiera había tenido tiempo de poner el trasero en la silla curul. Una apresurada consulta de los Libros Sagrados puso de manifiesto que no debían tomarse más medidas, lo cual dejó a Marcio Rex gobernando en solitario. Aquello había echado a perder los planes que tenía para pasar durante el consulado a su provincia, Cilicia, que se le había otorgado cuando las hordas de cabilderos, caballeros de negocios, habían logrado que se la quitasen a Lúculo.
Ahora, justo cuando Marcio Rex esperaba poder partir por fin para Cilicia, se presentaba aquel caos del grano en Ostia. Rojo de ira, sacó a dos pretores de los tribunales de Roma y los envió con toda urgencia a Ostia para arreglar las cosas, cada uno de ellos precedido de seis lictores de túnica roja que portaban las hachas en sus fasces. Lucio Belieno y Marco Sextilio avanzaron majestuosamente hacia Ostia desde Roma.
Y precisamente en aquel mismo momento una flota pirata de más de cien airosas galeras de guerra avanzaba, a su vez sobre Ostia desde el mar Toscano. Cuando llegaron los pretores se encontraron media ciudad en llamas y a los piratas obligando a las tripulaciones de los barcos cargados de grano a remar en sus naves otra vez con rumbo a las rutas marítimas. La audacia de aquel ataque —¿quién iba a soñar siquiera que los piratas invadieran un lugar sito a tan escasa distancia de la poderosa Roma?— había cogido por sorpresa a todo el mundo. Las únicas tropas cercanas eran las que estaban en Capua, la milicia de Ostia se encontraba demasiado ocupada apagando los incendios en tierra para pensar siquiera en ofrecer resistencia, y nadie había tenido el mínimo sentido común para enviar un mensaje urgente a Roma a fin de pedir ayuda. Ninguno de los dos pretores era hombre decidido, así que ambos quedaron en pie atónitos y desorientados en medio de la vorágine de los muelles.
Y allí los descubrió un grupo de piratas, los hizo prisioneros a ellos y a sus lictores, los hicieron subir a todos a bordo de una galera y se hicieron alegremente a la mar en pos de la flota de grano, que ya se iba perdiendo de vista. ¡Aquella captura de dos pretores —uno de ellos nada menos que tío del gran noble patricio Catilina— junto con sus lictores y fasces significaba por lo menos doscientos talentos de rescate! El efecto que el ataque produjo en Roma fue tan predecible como inevitable: los precios del grano se elevaron de inmediato; multitudes de furiosos comerciantes, molineros, panaderos y consumidores se dirigieron al Foro inferior para manifestarse contra la incompetencia gubernamental, y el Senado se retiró a deliberar con las puertas de la Curia cerradas para que nadie del exterior pudiera oír cuán lúgubre iba a ser, con seguridad, el debate que tendría lugar allí dentro.
Cuando Quinto Marcio Rex hubo llamado sin resultado varias veces para que alguien tomase la palabra, se levantó finalmente —al parecer con enorme reticencia— el tribuno de la plebe electo Aulo Gabinio, que bajo aquella luz tenue y filtrada, pensó César, parecía todavía más galo. Aquél era siempre el mismo problema con todos los hombres naturales de Picenum: que el galo que llevaban dentro se notaba más que la parte romana. Incluido Pompeyo. No era tanto por el pelo rojo o dorado que muchos de ellos lucían, ni por los ojos azules o verdes; muchos romanos impecablemente romanos eran muy rubios. Incluido César. El fallo estaba en la estructura ósea picentina. Rostros redondos, barbillas partidas con hoyuelo, narices cortas —la de Pompeyo era incluso respingona—, labios más bien finos. Eran galos, no romanos. Ello les ponía en desventaja, pues anunciaban a los cuatro vientos que por mucho que clamasen diciendo que procedían de emigrantes sabinos, la verdad era que descendían de galos que se habían asentado en Picenum hacía más de trescientos años. La reacción entre la mayoría de los senadores, que estaban sentados en taburetes plegables, fue palpable cuando Gabinio el Galo se puso en pie: desagrado, desaprobación, taciturnidad.
En circunstancias normales le habría tocado más tarde el turno para hablar, pues estaba muy abajo en la jerarquía. En aquellos momentos le pasaban por delante catorce magistrados titulares, catorce magistrados electos y unos veinte consulares, si es que estaban todos presentes, naturalmente. Pero como de costumbre no estaban todos. Sin embargo, que un magistrado tribunicio abriera el debate era algo casi sin precedentes.
—Este no ha sido un buen año, ¿verdad? —preguntó Aulo Gabinio a la cámara después de cumplir con las formalidades de saludar a aquellos que se encontraban por encima y por debajo de él en la jerarquía social—. Durante los últimos seis años hemos intentado hacer la guerra sólo contra los piratas de Creta, aunque los piratas que acaban de saquear Ostia y de capturar la flota de grano, por no mencionar que han secuestrado a dos pretores y las insignias propias de su cargo, no proceden de ningún lugar tan lejano como Creta, ¿no es cierto? No, surcan las aguas del Mare Nostrum desde las bases que tienen en Sicilia, en Liguria, en Cerdeña y en Córcega. Están guiados sin duda por Megadates y Farnaces, quienes durante años han disfrutado de un delicioso pacto con varios gobernadores de Sicilia, como con el exiliado Cayo Verres; según el cual pueden ir donde les plazca dentro de las aguas y puertos de Sicilia. Supongo que reunieron a sus aliados y siguieron a la flota que transportaba el grano durante todo el viaje desde Lilibeo. Quizás en principio tuvieran intención de atacarla en alta mar, pero luego alguna persona emprendedora que tienen en nómina en Ostia los avisó de que no había barcazas allí, y de que era probable que no las hubiera en un plazo de ocho o nueve días. Bien, ¿por qué inclinarse por capturar sólo una parte de la flota de grano atacándola en alta mar? ¡Mejor hacer el trabajo mientras se encuentra parada, intacta y cargada a tope en el puerto de Ostia! ¡Quiero decir que el mundo entero sabe que Roma no tiene legiones en su propia patria, en el territorio del Lacio! ¿Qué iba a poder detenerlos en Ostia? ¿Y qué los detuvo realmente en Ostia? La respuesta es muy breve y simple: ¡nada!
Aquella última palabra la pronunció como un bramido; todo el mundo se sobresaltó, pero nadie replicó. Gabinio miró a su alrededor y pensó que ojalá Pompeyo estuviera allí para oírle. Era una verdadera lástima que no estuviera. Sin embargo, ¡a Pompeyo le encantaría la carta que Gabinio pensaba mandarle aquella noche!
—Hay que hacer algo —continuó diciendo Gabinio—, y con ello no me refiero al fracaso habitual tan exquisitamente personificado por la campaña que nuestro jefe Pequeña Cabra continúa librando todavía en Creta—. Primero apenas consigue derrotar a esa chusma cretense en una batalla en tierra, luego le pone sitio a Cidonia, que acaba por capitular… ¡pero deja que el gran almirante pirata Panares siga libre! De modo que caen un par de ciudades más, luego pone sitio a Cnosos, dentro de cuyas murallas permanece oculto el gran almirante pirata Lastenes. Cuando la caída de Cnosos parece inevitable, Lastenes destruye todos los tesoros que no puede llevarse consigo y escapa. Una eficiente operación de asedio, ¿verdad? Pero ¿cuál de estos desastres le causa aún más pena a nuestro jefe Pequeña Cabra? ¿La huida de Lastenes o la pérdida del tesoro? ¡Vaya, pues la pérdida del tesoro, naturalmente! Lastenes no es más que un pirata, y los piratas no se hacen chantaje unos a otros. ¡Los piratas esperan ser crucificados como esclavos que fueron en otro tiempo! —Gabinio, el galo de Picenum, hizo una pausa, sonriendo salvajemente como sólo un galo sabe hacerlo. Respiró profundamente y luego añadió—: ¡Hay que hacer algo!
Y se sentó. Nadie habló. Nadie se movió. Quinto Marcio Rex suspiró.
—¿Nadie tiene nada que decir? —Paseó la mirada de una grada a otra a ambos lados de la Cámara y no descansó en ninguna parte hasta que se encontró con el rostro de César, que reflejaba una mirada irónica. Pero ¿por qué miraría César de aquel modo?—. Cayo Julio César, a ti te capturaron los piratas en una ocasión y te las arreglaste para salir lo mejor posible del trance. ¿No tienes nada que decir? —le preguntó Marcio Rex.
César se levantó de su asiento en la segunda grada.
—Sólo una cosa, Quinto Marcio —dijo—. Hay que hacer algo.
Y se sentó. El único cónsul del año alzó ambas manos al aire como gesto de derrota y levantó la sesión.
—¿Cuándo vas a dar el golpe? —le preguntó César a Gabinio mientras salían juntos de la Curia Hostilia.
—Todavía no —repuso alegremente Gabinio—. Primero tengo que hacer otras cosas, y también Cayo Cornelio. Sé que es tradicional empezar el año como tribuno de la plebe con las cosas más importantes primero, pero considero que eso es una mala táctica. Dejemos que nuestros estimados cónsules electos Cayo Pisón y Manio Acilio Glabrio se calienten primero el trasero en la silla curul. Quiero que crean que Cornelio y yo hemos agotado nuestro repertorio antes de que yo intente siquiera reabrir el tema de hoy.
—En enero o febrero, entonces.
—Desde luego, no antes de enero —dijo Gabinio.
—Así que Magnus está completamente dispuesto a encargarse de los piratas.
—Hasta sus últimas consecuencias. Puedo asegurarte, César, que en Roma nunca se habrá visto nada semejante.
—Entonces que venga pronto enero. —César hizo una pausa y volvió la cabeza para mirar irónicamente a Gabinio—. Magnus nunca conseguirá que Cayo Pisón se ponga de su parte, está demasiado unido a Catulo y a los boni, pero Glabrio es más prometedor. No ha olvidado nunca lo que le hizo Sila.
—¿Cuando le obligó a divorciarse de Emilia Escaura?
—Eso es. Él es el cónsul de menor categoría del año próximo, pero siempre resulta útil tener por lo menos a uno de los cónsules por esclavo.
Gabinio soltó una risita.
—Pompeyo tiene algo pensado para nuestro querido Glabrio.
—Bien. Si puedes dividir a los cónsules del año, Gabinio, podrás avanzar más y mucho más de prisa.