Resaca de sábado por la mañana. No tan fuerte como podría haber sido, pero lo suficiente como para que Logan se arrepintiera de haber estado bebiendo hasta las dos de la madrugada. Se dio media vuelta y se bajó de la cama, entre gruñidos, y se frotó la cara con las manos. Se oyó algún quejido procedente de debajo de la colcha y le dio al interruptor para desconectar la alarma. Luego se fue arrastrando hasta la ducha.
Había ajetreo en jefatura. Eran las siete y diez, y los integrantes del turno de la mañana se ponían al día con todos los arrestos generados por la borrachera tipo de cualquier noche de viernes en Aberdeen. Logan firmó la entrada y fue a buscar un gran vaso de café a la cafetería antes de ir al mostrador del vestíbulo a ver quién estaba por allí. El sargento Eric Mitchell frunció el ceño al verle.
—¿No te toca el turno de tarde?
Logan se encogió de hombros.
—Jimmy Duff tiene que presentarse en el juzgado a las tres y media.
—Joder… ¡tómate algún día libre de una vez! ¿Sabes lo que toca las pelotas a la hora de cuadrar los balances que haya capullos como tú descompensando de esta manera el importe de las horas extras?
—¿Está Steel?
—No. Y tampoco Insch… —Se inclinó sobre el mostrador y susurró con gesto dramático—: ¡Suspendido! —Sorbió por la nariz—. Está Finnie, si tan desesperado estás.
—Quita, quita. —Logan nunca estaría tan desesperado—. Me las arreglaré.
La zona de las celdas desprendía un fuerte olor a desinfectante, a orina y a vómito. El vigilante pasaba una fregona por el inmundo suelo verde sin dejar de murmurar para sí.
—Cabronazos de mierda…
Logan echó una rápida ojeada al tablero que colgaba de la pared.
—¿Alguna cosa interesante?
—Peleas, borracheras, desorden público, gente meándose en los portales, lo de siempre. —Volvió a mojar la fregona y a extender el agua gris por el suelo—. ¿Por qué me tocará a mí siempre esta…?
—¿Jimmy Duff ha espabilado ya?
—¿Eh? —Dibujaba sucios círculos sobre el suelo de terrazo verde—. Ah, sí. No hace más que quejarse de las patadas que le dieron. El capullo no ha callado desde que he entrado de guardia. «¡Oh, cuánto me duele! ¡Ay, me estoy muriendo! Necesito medicinas», y bla, bla, bla… —Restregó con fuerza sobre un coágulo de chicle rosa—. Yo tengo la espalda jodida y no me quejo…
—Hágame un favor, búsqueme a alguien y que lo meta en una sala de interrogatorios.
—¿Qué pasa, que se le ha muerto el esclavo…? Vale, vale, está bien, tampoco es que tenga nada mejor que hacer. —Suspiró y volvió a meter la fregona en el cubo—. ¿La sala uno va bien?
Logan reflexionó unos segundos.
—¿Funciona la calefacción?
—Sí, pero en la tres aún está escacharrada.
—Que lo lleven a la tres entonces.
Reinaba un cierto aire a catástrofe en lo que solía ser el centro de operaciones del inspector McPherson, y todo por la actitud y el aspecto resacoso del agente Rickards, que todavía seguía quejándose por lo de Debbie Kerr y de que le habían arruinado la vida. Compartía mesa en el medio de la estancia con Rennie, quien parecía empeñado en no hacer caso de todos aquellos lamentos y poner un poco de orden en su trabajo, peleándose con el papeleo que le había endosado Logan el día anterior.
—Bien —dijo Logan echando una mirada circular a la sala—, ¿alguno está libre?
Rennie levantó la mano como un rayo, señalando a Rickards.
—John. ¿Verdad, John? Sí, lléveselo, le sentará bien salir fuera de aquí.
Logan miró a la abatida figura y dejó escapar un:
—Ah… —Cuando Rickards levantó la vista, exhaló un suspiro y se puso de pie de mala gana—. Bueno, de verdad —añadió Logan retrocediendo unos pasos y apartándose de la mesa, como restándole importancia—, no se preocupe si está ocupado, solo es para interrogar a un detenido. Siempre puedo…
Pero Rickards estaba ya cogiendo la chaqueta del respaldo de la silla y poniéndosela sobre la blanca y arrugada camisa del uniforme.
Y así se quedó, de pie allí plantado, como si se le hubiera venido el mundo encima. Preguntó:
—Quiere que vaya a por los cafés. —Aunque el tono no era de pregunta.
—En fin… yo…
—Bueno. —Y se marchó arrastrando los pies.
Rennie se hundió en la silla hasta tocar con la frente sobre la mesa.
—Oh, Dios mío… por favor, ¡no hace falta que nos lo devuelvas!
La sala de interrogatorios número tres era como una sauna. El sol entraba resplandeciente a través de una grieta en la persiana, dibujando una raya en el cogote de Jimmy Duff y haciendo que su pelo revuelto brillara como un halo. Lo cual era seguramente lo más cerca de la divinidad que fuera a llegar nunca. Si el día anterior sus magulladuras tenían mal aspecto, en aquel momento eran aún peor: las tonalidades moradas, azul oscuro, verdes y amarillas le recubrían la mayor parte del rostro, como si llevara la cara tatuada con un llamativo camuflaje. El sargento de la zona de detención había confiscado las gafas rotas de Duff, por lo que miraba entrecerrando los párpados y haciendo rodar hacia arriba sus ojos ennegrecidos. Se quejaba de que solo le hubieran dado paracetamol para sus dolores.
—¡Necesito morfina! ¿O es que conocen algo un poco más… Tendrán caballo aquí, y todo, ¿no?
—Te lo digo por última vez: no. ¿Entendido? Somos la poli, no tu camello.
Logan se echó hacia atrás en su asiento y apuntó con el mando a distancia hacia el televisor que había colocado Rickards en el rincón. El aparato silbó y crepitó hasta que captó la señal del reproductor de DVD.
—¿Conoces esto?
Duff entornó los ojos mirando a la pantalla, mientras ataban a Jason Fettes a una mesa y lo azotaban.
—Mire, lo estoy pasando fatal aquí dentro. Necesito medicación.
—¿Lo conoces o no?
Se encogió de hombros y puso una mueca.
—Nunca había visto eso en mi vida.
—¿No? Y entonces ¿cómo es que Ma Stewart dice que se lo diste como garantía por un préstamo?
Al oír el nombre de Ma, Duff dio un respingo.
—Ah —dijo, mojándose sus labios partidos e hinchados—, si Ma lo dice, entonces sí. Lo conozco. Se lo di yo. Sí. —Jimmy se acarició con la mano sana la escayola que le recubría el brazo izquierdo—. Si Ma lo dice.
—Ajá. ¿Es ella la que te ha hecho eso, Jimmy? Le diste un nombre falso, ¿verdad?
—¡No! No tiene nada que ver con ella. Esto… yo… fueron dos tipos en un pub. Les derramé la cerveza, y ellos… ya sabe.
—Claro. —Era la segunda historia acerca de una pelea en un pub que oía aquella semana. La de Jackie había sonado mucho más convincente, al menos—. El DVD. ¿De dónde lo sacaste?
—¿Está seguro de que no tienen nada para aliviarme? En serio…
—¡El DVD, Jimmy! ¿De… dónde… lo… sacaste?
—… unas pingas aunque sea, o muñequitas, ya sabe, algo que me alivie un rato.
Logan dio un manotazo con la palma abierta sobre la mesa, y Duff dio un respingo de nuevo. Se había puesto a temblar en silencio, mientras Logan decía:
—Si no me dices de dónde sacaste este maldito DVD, Jimmy, voy a ir a ver a Ma Stewart y voy a decirle que has presentado cargos contra ella por agresión. Y por préstamo con usura.
Una expresión de horror se dibujó en el magullado rostro de Duff.
—¡No! ¡No es verdad! ¡Yo no he dicho nada!
—Pero ella eso no lo sabe.
Jimmy no paraba de estremecerse en la silla, ni de rascarse la escayola.
—Yo… —Miró de la pantalla a Logan, a Rickards, y luego a la cámara colgada de la pared—. Fue aquella gachí… ehm, mujer, ¿sabe? Necesitaba el dinero. Digo que, bueno ya sabe, que yo no estoy en ese rollo, ni nada, es solo que necesitaba la pasta…
Logan escuchaba mientras la inspectora Steel, al teléfono, le echaba la bronca a alguien y le amenazaba con todo tipo de terribles repercusiones si no acudían de una vez a arreglarle el retrete. La inspectora colgó dando un golpe y levantando luego el dedo corazón.
—Bueno, ¿qué ha dicho Duff? —preguntó—. ¿Reconoce lo del culo de Fettes?
—Creía que no vendría hoy.
—¿Yo? Sí, bueno. —Se encogió de hombros y desenvolvió un chicle de nicotina—. La madre de Susan ha venido de Dundee, me pone de los nervios. Les he dicho a las dos que tenía un caso urgente. Bueno, ¿qué hay de Duff?
—Nos ha dado una dirección, dice que se llevó de allí la grabación de Fettes por casualidad. El disco estaba dentro del reproductor de DVD que sustrajo junto con algunas joyas, varios CD y material eléctrico. Dice que se llevó todo eso para compensar lo que le había hecho la inquilina.
—Ah, ¿sí? —Se metió el chicle en la boca y se puso a mascar—. Déjeme que lo adivine…
—Lo había atado a una mesa y lo había azotado.
—Lo mismo que a Fettes.
—Idéntico. Antes le había hecho ver el DVD y le había dicho que era todo fingido: efectos especiales. Luego le pidió que gritara y forcejeara como Fettes.
—Qué tía más pervertida. —Steel intentó hacer un globo con el chicle, pero lo único que consiguió fue tirarlo encima de la mesa—. Mierda… —Lo cogió y se lo metió otra vez en la boca—. Y… ¿le dejó que le metiera el puño?
—Estuvo días sin poder sentarse. Así que un día volvió, forzó la puerta y se llevó lo que pudo. Dice que era de justicia.
—Seguro que no le falta razón. —Se levantó, hizo un gesto como para liberarse de una tortícolis y cogió la chaqueta—. Vamos pues, a mover el culo todo el mundo. Puede recoger de paso a Látigo mientras yo voy al cagódromo. Dios sabrá lo que había en aquel pincho moruno de anoche, pero a mi vientre no le ha sentado nada bien.
—Ehm… a lo mejor podríamos llevarnos a Rennie, no…
—Tendrá que ser Látigo. El capullo de Rennie está también en lista de las cagarinas después de las cortezas de cerdo de anoche. E informe a la fiscal de que tenemos un sospechoso.
Pasó junto a él, apartándole y parándose a coger un ejemplar del Press and Journal de la mañana de su bandeja de entrada: «¡MI PEQUEÑO HA MATADO POR CULPA DE UN VIEJO PERVERTIDO!». Exclusiva.
Seguramente se tomaría su tiempo.
Tan pronto se cerró la puerta, Logan soltó un gruñido. Cerró los ojos. Contó hasta diez. Y luego sacó el móvil y llamó a la oficina del fiscal. Después de dos tonos, la llamada fue desviada, probablemente al móvil de la persona a la que le hubiera tocado estar de servicio aquel fin de semana.
—Rachael no por favor, Rachael no por favor, Rachael no… —Rachael contestó al teléfono—. Mierda.
—¿Qué?
—Ehm… nada, no era a ti, era a alguien de aquí. Verás, es que…
—Sabía que llamarías. Lo pasé muy bien anoche.
Logan no. Él se había pasado la velada con el alma en vilo, temiendo que en cualquier momento ella se inclinara sobre la mesa y le contara a Jackie lo del curry y el besuqueo.
—Tendríamos que…
—Esta noche. Había pensado preparar una lasaña, y acompañarla con una botella de vino tinto y una película. Tú podrías traer una bolsa de ensalada y algo de postre.
—No… no puedo, yo… estoy… Mira, Rachael, tú me gustas mucho, eres inteligente, y muy guapa, y divertida…
—Si la siguiente palabra va a ser «pero», mejor que lo dejes ahí.
—Vivo con otra persona. No puedo hacer esto.
Silencio.
—Entiendo… ¿Qué era yo, entonces? ¿Una aventura?
Oh, mierda.
—No, no es eso… bueno… —Silencio. Joder, vaya mierda—. Lo siento.
—Deberías sentarte a pensar qué es lo que quieres de verdad, Logan. Y no tardes mucho, no pienso quedarme esperando eternamente como una idiota mientras tú te aclaras.
Mierda, mierda, ¡mierda! Aquello empeoraba cada vez más, así que Logan le explicó lo de Jimmy Duff y la mujer a la que le había sustraído el DVD, y le pidió una orden de registro y de arresto.
—¡Debes de estar de broma! —dijo Rachael cuando él acabó de contarle todos los detalles—. Lo único que tienes es la palabra de Jimmy Duff para afirmar que esa mujer está implicada. Ese tipo es un drogadicto reconocido, además de camello y ladrón. No es precisamente un testimonio digno de crédito.
—Pero… escucha, dice que la inquilina lo azotó, lo sodomizó y que le metió el puño. No son cosas que uno diría para darse una buena imagen, ¿no?
Ella admitió que tenía razón en parte, pero aun así no le daría la orden. A menos que tuviera algo mejor que la simple palabra de un yonqui delincuente. Y la discusión acababa ahí.
—Y no lo olvides —repitió antes de que él tuviera tiempo de colgar—, no voy a estar esperando eternamente.
—¿Dónde demonios se había metido? —preguntó Steel en la puerta de atrás, temblando y con las manos metidas debajo de los sobacos, mascando todavía el chicle de nicotina.
Logan salió a la gris y fría mañana.
—No nos dan la orden.
—Ya me lo imaginaba, pero había que intentarlo, ¿no? —Se volvió y gritó en dirección al aparcamiento—: ¡Vamos, Látigo, espabile!
Un gruñón agente Rickards salió de un inmundo y abollado coche del departamento, con los brazos llenos de cucuruchos vacíos de patatas y envases viejos de hamburguesas. Se había puesto ropa de las «salidas», se había quitado la camisa arrugada y la corbata y las había remplazado por una camiseta negra y un chaleco contra arma blanca. Con aquella chaqueta impermeable amarillo fluorescente que se había puesto por encima, parecía uno de esos agentes que se colocan a la salida de los colegios para detener el tráfico, en versión achaparrada y gruñona. Metió todos los residuos en la papelera de tela metálica que había en la parte trasera del edificio y volvió a por otro cargamento.
—Francamente —la inspectora se sacó el chicle de la boca y lo aplastó entre los ladrillos de la pared, junto a la puerta—, hay gente que se cree que esto es un basurero. —Agarró a Rickards cuando éste depositaba su segundo cargamento en la papelera—. Vale, ya es suficiente. Por divertido que sea, ya se me están congelando las tetas aquí fuera.
La dirección proporcionada por Jimmy Duff correspondía a una pequeña y anodina casa adosada de dos plantas en las afueras de Blackburn. Estaba en mitad de una hilera de casas idénticas que parecían encerradas en sí mismas bajo un monótono cielo gris. Junto al bordillo había aparcado un pequeño Mini azul, delante de un jardín muy descuidado y adornado con enanitos.
—¿Saben qué? —dijo Steel mientras Rickards aparcaba enfrente y apagaba el motor del coche—. Estaba pensando teñirme de rubio.
Logan comprobó los datos que había sacado impresos en comisaría.
—Vicky Peterson… ¿Está seguro de que no le suena el nombre?
—Dicen que las rubias se lo pasan mejor. Pero también dicen que dos son compañía y tres, multitud, y todos sabemos que eso es una memez, ¿verdad, Látigo? Tres es un número estupendo en términos de cama.
—Ehm… —Rickards tosió y se volvió a mirar por entre los asientos, hacia Logan—. No me suena para nada, pero es posible que en las reuniones no diga su nombre real. —Se le ensombreció el semblante—. Tampoco voy a poder volver a poner los pies en ninguna…
—Bobadas. —Steel se bajó del coche al frío aire de la mañana—. Llevamos aguantando sus quejas durante todo el puto camino desde comisaría. Está bien, ya lo hemos pillado: su vida está arruinada. Todo el mundo le odia. Es injusto. Etecé, etecé, etecé. Y ahora cierre el pico y déjelo ya de una vez, ¿quiere?
Cerró dando un portazo y Rickards se hundió en su asiento aún más.
—¡No lo entiende! Nadie lo entiende… Ellos eran mi familia. Las únicas personas que entendían lo que se siente. —Suspiró—. ¿Cómo se sentiría si no pudiera volver a hablar con su familia nunca más?
Logan no tuvo ni que pensarlo:
—Encantado de la vida.
No era la respuesta que esperaba el agente, pero al menos sirvió para callarle la boca.
Steel los esperaba en la puerta de la casa, dando pisotones contra el suelo y soplándose en el hueco de las manos, lo que hacía que exhalara nubecillas de vapor.
—Ya era hora. —Señaló el timbre con el pulgar—. Látigo, usted dirige.
Rickards dejó escapar un largo y doliente suspiro y pulsó el timbre. Rrriiinnnggg.
—¿Qué opinan? —preguntó Steel mientras esperaban.
—Bueno —Logan levantó la vista observando la vivienda—, he comprobado los archivos y no hay ninguna denuncia por robo en este domicilio. No sería la primera vez que Duff nos vende la moto. No es precisamente un dechado de honradez.
Steel le dio una palmada en el brazo.
—¡No me refería al capullo de Duff, sino a mí! ¿Rubio o caoba?
—Oh, pues…
Salvado por la campana. La puerta se abrió lentamente y reveló a una mujer de aspecto familiar: poco más baja que Rickards, ojos verdes, pelo castaño y brillante recogido en forma de cola, sobrepeso, ropa cara e informal, expresión de asombro…
—¿Tina? —El agente saludó levantando la mano y Logan soltó un gruñido. Tina. La apasionada del grupo bondage de Rickards, la que no había dejado de hablar de Jack y las judías mágicas de las narices—. Ehm… ¿podemos pasar?
Tina, alias Vicky Peterson, miró a Rickards de arriba abajo.
—No habías dicho que fueras policía.
—Ehm… lo siento.
Se hizo un silencio incómodo.
—¿Te dejan llevarte las esposas a casa?
El agente llegó a proferir otro:
—Ehm…
Antes de que Steel le empujara por la espalda y dijera:
—Vamos, Látigo, espabile, ¡nos estamos congelando aquí fuera!
Rickards se puso rojo como la grana.
—¿Podemos… ehm…?
Tina hizo rodar los ojos, dejó escapar un teatral suspiro, y acto seguido se dio media vuelta y se adentró en la casa con paso decidido.
—Claro, por qué no. Eso sí, límpiense los pies antes de entrar.
Logan se quedó algo rezagado, maldiciendo el nombre de Jimmy Duff.
—¿Qué coño le pasa? —le susurró Steel mientras seguían a Tina y a Rickards por el recibidor que olía a goma hasta una sala de estar muy ordenada.
—No es ella. Ésta es pasiva. Quien sodomizara a Jason Fettes con el puño era activa, o una ama. No tiene más que verla, es demasiado bajita y regordeta para ser la mujer de la grabación. Ese cabrón de Duff nos ha mentido.
Steel maldijo.
—Lo que me faltaba, otra vez cazando gamusinos.
—Y bien —comenzó Tina, volviendo a adoptar un aire teatral, con los puños en las caderas y las piernas muy abiertas—, ¿a qué debo el placer?
Rickards lanzó una mirada de pánico a la inspectora, quien se limitó a encogerse de hombros y a mirar a Logan, pasándole la pelota.
—Ah… —dudó éste—, pues era por… un asunto de robos en viviendas.
—¿Robos?
—Robos. Hemos recibido varias denuncias de robos en diferentes viviendas de la zona y estamos preguntando puerta por puerta, para ver si alguien ha visto algo raro. Y de paso para saber si ha habido algún asalto a su propiedad.
—Oh. —Tina se levantó ladeando la cabeza como un gato—. Me enteré de que a la señora Ross le habían robado el coche, pero pensaba que había sido en el centro.
—¿No ha visto nada, entonces? —Echándole cara.
—No.
Logan asintió con la cabeza, como si le hubieran dado la respuesta que temía.
—Ya, bueno, quizá lo mejor sería echar un vistazo rápido. Para asegurarnos de que todo está en orden, antes de llamar a la siguiente puerta.
Con un poco de suerte no se enteraría siquiera de estar bajo sospecha. Después del fiasco con la actriz estrella de Insch, lo último que necesitaba Logan era otra mujer quejándose en voz alta de discriminación sexual y amenazando con interponer una demanda.
Comenzaron la «inspección de seguridad» por la cocina, luego pasaron al minúsculo comedor, a la salita y al piso de arriba. La habitación principal no era nada fuera de lo común: una pila de libros en el armarito mesilla de noche (Marian Keyes, un par de esos libros de moda sobre asesinatos en serie reales y un libro de texto de psicología), una bata afelpada sobre el respaldo de una silla, una media de picardía asomando por debajo de la cama. En el baño encontraron la ventana abierta, por lo que Logan se vio motivado a impartir su charla sobre «prevención del crimen» diciendo que darles a los ladrones la más mínima ocasión era la mejor forma de que le vaciaran a uno la casa. Arriba, por último, había otro dormitorio, más pequeño, completamente vacío salvo por un armario automontable y aquel olor a goma o a tejido otra vez, que rivalizaba con el olor a pintura reciente y al de un ambientador enchufado a la corriente. Logan restregó el zapato varias veces por la moqueta con un movimiento alternativo, hacia delante y hacia atrás, dibujando un pequeño rombo de pelusa azul.
Steel hizo una mueca y se apretó el estómago con la mano.
—¿Podría usar el baño?
—Oh… sí. Al fondo del pasillo —indicó Tina señalando, aunque venían de allí—. Tenga cuidado con el pestillo, tiene un carácter muy caprichoso. ¿Y ustedes? —preguntó mientras la inspectora se escabullía a toda prisa—, ¿les apetece un té? Eso es lo que se espera que uno ofrezca a unos policías, ¿no? En la tele siempre sale así.
Logan asintió con la cabeza.
—Gracias —pronunció, sin prestar atención a Tina y a Rickards, que se bajaban a la cocina; seguía frotando el pie por la moqueta—. ¿Moqueta nueva?
La respuesta llegó en voz alta desde mitad de la escalera.
—Sí, estoy haciendo reformas en la habitación de los invitados y se me derramó un bote entero de pintura de color garbanzo. Me estropeó la moqueta de ahí y la del pasillo. —Se oyó el ruido de una tetera al romper a hervir—. El seguro de las narices dijo que no me entraban desperfectos por hacer bricolaje, ¿usted cree? —Unos leves golpes metálicos—. ¿Cómo les gusta?
Rickards:
—Yo tal cual, él con leche y sin azúcar. Y la inspectora con leche y con dos terrones. ¿Te ayudo?
Logan volvió a entrar en la habitación de los invitados. No era de extrañar que la moqueta se viera tan limpia. Se acercó al armario y lo abrió: un traje de látex de cuerpo entero, una colección de paletas, hebillas y correas, un corsé, mordazas de bola y máscaras con extrañas partes inflables, botas negras de tacón alto hasta los muslos, la caja de un estimulador eléctrico y una amplia colección de juguetes sexuales. Todo ello pulcramente colgado de sus respectivas perchitas, o bien colocado en los estantes. Y encajonado junto al traje, un espejo de cuerpo entero con cantos dorados.
Lo sacó con cuidado, lo apoyó contra la pared y retrocedió unos pasos hasta que… perfecto. Lo único que le faltaba a aquella habitación era Jason Fettes y una mesa sobre la cual atarlo. No era pintura lo que había estropeado la moqueta, sino la hemorragia de Fettes.
El corsé debía haberle modificado las formas, haciéndola más delgada; las botas la habrían hecho parecer más alta, como a la mujer de la grabación. Y había representado el papel principal de Jack y las judías mágicas… No había más que ponerle una barba postiza y acento irlandés, y ya teníamos al conductor que había abandonado a Fettes a las puertas del hospital.
Puede que, a fin de cuentas, Jimmy Duff tuviera razón.