—La leche. —La inspectora Steel estaba sentada en su escritorio leyendo el informe de Logan—. ¿Y no tenía ni idea de que Garvie estaba distribuyendo el vídeo entre otros hijos de puta abusaniños?
—No sabemos si lo hacía. Kevin Massie está muy arrepentido ahora que sabe que le espera otra temporada en Peterhead, dice que eran cinco o seis los que se intercambiaban fotos y vídeos caseros y demás mierda que se bajaban de internet. Lo codificaban para poder verlo solo ellos y lo guardaban en el servidor de Garvie. Massie asegura que nunca supo quiénes eran los demás miembros del grupo, nadie usaba su verdadero nombre, así que no puede delatarlos.
—Muy práctico.
—Whyte no quiere decir nada, pero la cicatriz de su pierna coincide con la del vídeo. Así que ha pringado, hable o no.
Steel asintió con sapiencia.
—¿Lo ve? Ya le dije que en este asunto de Sean Morrison había más cosas de lo que parecía a primera vista.
Logan no se molestó en contestarle, la memoria selectiva de la inspectora Steel atacaba de nuevo. En lugar de eso se arrellanó en su silla y miró por la ventana, cuyos cristales recubrían una pátina de nicotina.
—Los de la Oficina de Identificación han probado con la clave de descodificación que encontramos donde Daniel Whyte en los servidores de Garvie.
A la inspectora se le iluminó el rostro, que adquirió una expresión ansiosa hasta en las más pequeñas arrugas.
—Veinte videoclips, es todo. La clave no ha servido para descodificar ninguno de los demás archivos. Hay todavía miles y miles en lo que no podemos entrar.
—Oh… —Desvanecida la excitación, el rostro de Steel recuperó su aspecto de saco curtido—. Bueno, una de cal y otra de arena. Haga que vayan trayendo a todos los demás gilipollas que le pagaron a Garvie con cheque para darles un escarmiento. Mientras. —Se recostó en la silla, haciéndola girar de un lado a otro—, voy a tener que cancelar la búsqueda del coche de Macintyre para sus correrías. El puto cacharro no aparece por ningún lado y el superintendente ya se está dando con una piedra en los dientes con la tarifa de las horas extras. —Adoptó un acento norteño de la región de Banff and Buchan para decir—: La operación del inspector Finnie tiene prioridad. —Frunció el entrecejo—. Maldito cerdo cabrón. Y de paso a ver si puede traer un poco de té, me ahogo aquí dentro.
Las cuatro y veinte, y Logan contemplaba el teléfono mientras se debatía acerca de la conveniencia de llamar a Rachael Tulloch e inventarse alguna excusa para cancelar lo que fuera para lo que hubieran quedado aquella noche. Una gran sombra se cernió sobre él, lo que le provocó un estremecimiento, pues esperó encontrarse con el rostro encarnado y furioso del inspector Insch. Pero solo era el Gran Gary con un montón de informes en una mano y una taza de té en la otra, y un bollo enrollado de mantequilla entre los dientes.
—Mmm… hmm… umpf… —Logan se quedó mirándolo sin comprender, así que Gary se quitó el bollo en forma de boñiga de vaca de la boca y lo intentó de nuevo—. No se los digas a Watson, pero esa gachí tuya que te traes entre manos está ahí fuera.
—¿Qué?
¿Cómo narices se había enterado él de lo de Rachael? Y si Gary lo sabía, sería de dominio público en cuestión de minutos. Jackie le cortaría las pelotas y se las pondría por corbata.
—Ashley se llama, ¿no? La novia de Macintyre… Está ahí fuera, en la puerta principal, proclamando a los cuatro vientos que somos todos una mierda. No hace ni cinco minutos que ha salido de los juzgados, y ya está dando ruedas de prensa.
Uf, gracias a Dios.
—Ah, ya.
—Aquí tienes —dijo Gary, dejando caer la mitad de informes encima de la mesa de Logan—. Dice Steel que te encargas tú de éstos.
Mordió un buen bocado de bollo y se marchó caminando pesadamente.
Logan echó un vistazo al montón de papeles y decidió que no estaba para nadie. Cogió el abrigo y salió del edificio: le había invadido una repentina necesidad masoquista de saber qué mentiras se le habían ocurrido a la novia de Macintyre.
Los cámaras estaban recogiendo sus cosas en el momento en que él salía por la puerta. Rickards estaba en el escalón superior, observando a la reportera de Sky News que manejaba la cámara. La marca roja en la mejilla producto del bofetón de Debbie se había disipado durante la noche, y no quedaba en su rostro más que una expresión lastimera, como la de un niño después de una azotaina. Dejó escapar un suspiro de cachorrillo cuando Logan se detuvo junto a él.
—Bueno, ¿qué ha dicho la novia de Macintyre?
Rickards se encogió de hombros.
—Lo de siempre. —Logan escrutó la multitud que se dispersaba, en busca de la estridente y reveladora cabellera rubia de Ashley. Estaba subiéndose a un taxi, junto con la madre de Macintyre—. Usted en su lugar… —guardó silencio mientras el taxi arrancaba.
Un tiempo perdido, el que habían pasado inspeccionando la ciudad entera en busca del pequeño utilitario rojo desaparecido, cuando todo el mundo sabía que el coche no debía de ser más que un montón de hierros carbonizados y abandonados en cualquier agujero perdido a kilómetros de la civilización. Pero ¿y si todo el mundo se equivocaba? Agarró a Rickards por el brazo.
—Vaya a por un coche del departamento. ¡Pronto!
Mientras el agente se marchaba a toda prisa, Logan sacó el móvil y llamó al inspector al frente del sistema de circuito cerrado de televisión para pedirle que siguiera a través de las cámaras de seguridad al taxi Rainbow que en aquellos momentos giraba a la derecha por Broad Street.
—Y necesitaré apoyo, un par de…
—Sí, vale, pero Finnie tiene en marcha una gran operación antidroga, está todo el mundo por ahí jugando a Miami Vice. No queda nadie. Se lo digo en serio, yo he sorprendido a una banda de rateros y…
Todavía seguía quejándose al cabo de dos minutos, cuando apareció Rickards delante de comisaría con un vetusto Vauxhall que olía a sobaco.
Logan se subió de un salto en el asiento del acompañante.
—¿Por qué ha tardado tanto?
—Es que…
—Bueno, ¡arranque de una vez! Gire y vaya hacia Broad Street… —Se había llevado otra vez el teléfono a la oreja—. A Schoolhill…
Rickards pisó a fondo y el roñoso coche fue dando bandazos por la calzada hasta detenerse en el cruce para dejar pasar un autobús articulado, y a continuación atravesar la intersección con un traqueteo. El agente se inclinaba al frente en su asiento, buscando un hueco entre el tráfico.
—No entiendo nada, ¿por qué vamos hacia…?
—Acaban de salir del juzgado, las han acusado de obstrucción a la acción de la justicia, saben que la única manera que tenemos de demostrar la culpabilidad del maldito Rob Macintyre es encontrando ese coche rojo. Sin coche, no hay pruebas. Y sin pruebas, no hay condena. Si estuviese usted en su lugar, ¿qué haría?
—Oh.
—Exacto.
Fueron siguiendo las instrucciones que les daban desde el control de las cámaras de seguridad, que Logan transmitía mientras Rickards hacía cuanto podía para ir acercándose al taxi de las Macintyre.
—¡Ahí está!
Logan señaló con el dedo, tocando el parabrisas. El taxi estaba delante de la cola de coches, esperando que la luz del semáforo cambiara a verde y le diera paso a Union Street. Rojo, ámbar… y arrancó, llevando tras de sí a media docena de coches. Un taxi que llevaban delante se detuvo con una sacudida, y una adolescente borracha se bajó a la calzada, agitando los brazos y cantando de la manera más incoherente ante sus amigas, tan borrachas como ella. Alguien hizo sonar de repente el claxon, se oyeron imprecaciones, amenazas, y la chica, salpicada de vómito, volvió tambaleándose a la acera, con una risita nerviosa. El tráfico volvió a ponerse en movimiento, justo en el momento en que el semáforo se ponía de nuevo en rojo.
Rickards activó la sirena. Su lamento se expandió por la tarde lluviosa, pero sin ningún efecto. La circulación era demasiado densa a la altura de Chapel Street como para que los coches pudieran apartarse. Cuando se puso el semáforo verde, el taxi no se veía por ninguna parte. Logan recibió información actualizada de la central de las cámaras de vigilancia, y Rickards pisó a fondo. Con la sirena ululando, el coche iba colándose entre turismos y autobuses mientras se retiraban un poco para dejarles pasar. Una señora mayor debió de quedar traumatizada mientras empujaba su carrito de la compra por un paso de peatones de Union Grove.
Logan se agarró del salpicadero mientras el agente pisaba el freno, en un desesperado intento por no hacer papilla de pensionista.
—¡Apáguela!
—¿Eh?
—La sirena, idiota… ¡desconéctela! Si les avisamos de que las perseguimos, no nos llevarán hasta donde está el coche, ¿no le parece?
Rickards hizo lo que le decían.
La anciana señora de blancas facciones se apartó cojeando de la calzada, llevándose las manos al pecho, mientras Logan volvía a preguntar al centro de control. La habían cagado: el taxi había desaparecido de la red de cámaras. Fuera donde fuera donde se hubiera metido, se había salido de la cobertura.
—¡Mierda!
Logan dio un manotazo con la palma abierta sobre el salpicadero.
Rickards se encogió.
—¡No ha sido culpa mía!
Sin hacerle caso, Logan marcó el número de Rainbow Taxis en el móvil y escuchó los tonos de llamada.
—Vamos, vamos… —Cuando contestó alguien, le cortó antes de dar tiempo a que empezara con el rollo de bienvenida—. Hay una pick-up de ustedes que ha recogido a dos clientas en Queen Street… en la comisaría de policía, hace diez minutos. ¿Adónde se dirige?
—Lo siento, señor, no puedo facilitar ese tipo de información por teléfono…
—Bien. Llame entonces a la Policía Grampiana y dígales adónde va ese taxi. ¿Lo ha entendido? Dígales que el sargento McRae necesita saberlo urgentemente.
—Verá… nosotros…
—¡Es muy urgente!
La mujer al otro lado de la línea aseguró que haría lo que pudiera.
No tardó en sonar el móvil. Eran de Control con la dirección facilitada por la empresa de taxis: el domicilio de Rob Macintyre. Logan maldijo. Lástima de teoría.
—Sí, han dicho que el conductor ha dejado allí a la madre, pero que la hija ha seguido y les ha dado otra dirección.
—¿Dónde? ¿Adónde la han llevado?
—¿Está seguro de que era aquí? —preguntó Logan, echando un vistazo en torno al llano e impersonal aparcamiento ubicado a la sombra de un bloque de pisos a las afueras de Kittybrewster.
El viento arreciaba de nuevo, y pasó un envase vacío de poliestireno rebotando sobre el pavimento mojado.
—Sí. —El taxista señaló con su dedo achaparrado hacia el rincón más alejado, donde había una abertura oxidada en la valla de tela metálica—. La he dejado justo aquí, y ella ha salido por allí, tropezándose, con la caja en las manos. —Sorbió por la nariz, miró al frío cielo azul y dijo—: No hace mal tiempo, para variar, ¿eh?
—¿La caja? ¿Qué caja?
El taxista se encogió de hombros.
—Ni idea. La madre ha entrado en la casa y ha salido con esa caja de cartón en las manos, y se la ha dado a la rubia, así un poco de escondidas. Y luego ella me ha pedido que la trajera aquí.
La caja… con los trofeos de Macintyre que la brigada de inspección no había podido encontrar. Estaba desprendiéndose de las pruebas. Logan le dio las gracias y fue corriendo hasta el agujero en la valla, tratando de no escuchar las quejas de Rickards sobre que Debbie Kerr le diría a todos los miembros de la comunidad de Aberdeen que él era una mierda en quien no se podía confiar.
De la valla salía un camino embarrado de tierra, en dirección a otro bloque de pisos. Logan se agachó y pasó a través de la abertura. Eran las cuatro de la tarde del viernes, y las plazas del aparcamiento ubicado delante del bloque de apartamentos estaban vacías. Había otros dos bloques de dieciocho plantas en el barrio, de reciente construcción, insulsas torres de cemento que dominaban el perfil de la ciudad, pero sus respectivos aparcamientos estaban igualmente vacíos. No había rastro de ningún coche rojo de tres puertas.
Según el taxista, había dejado a Ashley hacía apenas un par de minutos. ¿Dónde diablos se había metido entonces?
—¡Porque yo tampoco lo hice adrede! ¿Por qué Debs tenía que…?
—Oiga, ¿quiere dejar en paz a sus amigos bondage de las narices ni que sea dos minutos y ayudarme a buscar el coche de Macintyre?
Rickards se ruborizó y murmuró una disculpa, pero al cabo de cinco minutos estaba quejándose otra vez.
Había una pequeña calle bordeada de garajes, encajonada junto a una agrupación de tiendas. Los charcos brillaban a la luz del sol con los colores de un arco iris oleoso mientras Logan avanzaba por un asfalto lleno de agujeros. Las puertas de los garajes estaban desconchadas, con la pintura vieja levantada bajo la cual se veía el metal desnudo. Solo uno de ellos estaba abierto, el del final, y desde allí llegaba una voz que parecía hablar sola, apenas audible por la cháchara de una urraca y por los lamentos incesantes de Rickards.
—¿Y qué debería hacer yo ahora? Porque no es tan fácil…
Logan le dio una palmada.
—¡Shhh! —Señaló hacia la puerta del garaje abierta—. Allí.
Avanzaron con tiento, al tiempo que la voz se hacía más clara a cada paso que daban. Era Ashley, que maldecía para sí.
—Malditos cabrones y su jodida… mierda… —Se oyó un golpe metálico.
Logan se asomó al interior. Ashley estaba a cuatro patas, hurgando debajo de un pequeño coche rojo de tres puertas, contoneando su coqueto y redondo culito. Logan reprimió su impulso de coger carrerilla y darle una buena patada.
—¿Se le ha perdido algo?
Ella se quedó paralizada. Tras soltar un improperio, se volvió lentamente hacia él, con los ojos abiertos de par en par, lo mismo que la boca.
—Esto es… usted… propiedad privada… no puede…
—Señorita, apártese del vehículo, por favor.
Era difícil disimular una sonrisa tonta, así que Logan no lo intentó. Por fin habían… Frunció el entrecejo. Por debajo del olor a mugre y a grasa, se percibía el de algo mucho más preocupante: lejía. La caja, la que se había llevado de casa de Macintyre, estaba llena de productos para la limpieza y de un pequeño aspirador de mano.
—Estaba… —Miró por detrás de Logan, con ojos desmesurados—: ¿Qué demonios es…? —Logan no se molestó en volverse a mirar—. Buen truco. Póngase de pie.
Maldijo de nuevo y se levantó.
—Cabrones.
—Rickards, haga usted los honores, ¿quiere?
El agente sacó unas esposas y comenzó a enumerarle a Ashley sus derechos, e incluso llegó hasta: «… todo lo que diga podrá ser…» antes de que ella le soltara un rodillazo en los testículos.
—¡Ah! ¡Mierda!
Fue muy rápida. Al agacharse Rickards, le propinó un codazo en la nuca y lo derribó al sucio suelo del garaje, y acto seguido agarró algo de la caja de cartón, una botella de lejía de plástico blando, cuyo contenido lanzó contra el rostro de Logan.
Éste levantó los brazos justo a tiempo y, mientras a él le envolvían los vapores de la lejía, ella se abalanzó y lo empujó contra la puerta del acompañante del coche. Logan se tambaleó, se trastabilló y cayó de culo mientras Ashley ponía pies en polvorosa.
Él se incorporó agarrándose al coche. Rickards gemía, abrazándose a la zona de sus maltrechos testículos. Sobreviviría, pero de momento no es que fuera de mucha ayuda. Maldiciendo, Logan salió del garaje como una exhalación y se detuvo un segundo en el asfalto lleno de hoyos.
Ella corría en dirección a la calle principal, todo lo que le daban las piernas y gritando a pleno pulmón:
—¡Socorro! ¡Quieren violarme!
Logan dio alcance a Ashley delante de una pequeña tienda de periódicos. La agarró por la chaqueta y la obligó a darse la vuelta. Ella le lanzó un puñetazo, que pasó a un centímetro de su nariz al echarse él hacia atrás. Logan le devolvió el regalito, solo que él no erró el golpe… Se oyó un suave crujido y se fue al suelo, cayendo sobre sus coquetas posaderas. La sangre se le salía entre los dedos al llevarse la mano a su nariz rota, gimoteando.
Logan tiró de Ashley hasta ponerla de pie, la empujó contra la ventana de la tienda y la esposó con las manos en la espalda. Ella dejó una brillante mancha roja en el cristal.
—¡Cabrón de mierda! ¡Hijo de puta! ¡Estoy embarazada, joder! ¡Lo denunciaré por violencia policial!
Se abrió una rendija en la puerta de la tienda de periódicos, a través de la cual se asomó un tipo agitando el puño, a prudente distancia.
—¡Déjela en paz!
Con la cara llena de sangre y ojos furiosos, Ashley se volvió hacia el indeciso héroe que no abandonaba la protección de la puerta de su tienda.
—¡Usted lo ha visto! ¡Ha visto cómo me ha agredido! ¡Soy víctima de violencia policial!
—¿Policial? Oh. Ehm… bueno, yo…
Se puso lívido, se agarró al borde de la puerta y la cerró muy despacio.
Ashley le lanzó una escupidura de saliva roja.
Logan se la llevó por la fuerza hasta el garaje.