Seguía sin haber señales de Insch, aunque tampoco es que eso tranquilizara mucho a Logan. Fuera lo que fuera lo que estuviera haciendo el inspector, lo único que hacía era aplazar la bronca que iba a llevarse por el fiasco de la noche anterior. Así que cuando llamó Colin, fue la excusa perfecta para salir por patas de comisaría.
Un frío viento azotaba las calles y el cielo estaba opaco y blanquecino mientras Logan conducía por Schoolhill en dirección a la maternidad. Una pequeña multitud de futuros padres nerviosos y de recientes padres exhaustos se había congregado para fumar en la esquina cercana a las puertas del hospital. Miller estaba en la periferia del grupo, bostezando hasta desencajarse las mandíbulas, con un cigarrillo en el hueco de la mano, como si intentara ocultarlo. Apenas miró a Logan. Dio una última calada y tiró la colilla, que aplastó con el zapato contra el cemento.
—Toma.
El periodista se sacó un sobre grueso del bolsillo y se lo entregó.
—¿Qué es?
—Léelo.
Dentro había un par de docenas de estados de cuentas bancarios pertenecientes a Frank Garvie.
—¿Cómo has conseguido…?
—Yo no he conseguido nada. No sé quién te habrá dado esto, yo no.
Logan hojeó los extractos bancarios. La mayor parte de las compras de Garvie eran on-line, artículos electrónicos y accesorios.
—¿Y qué es lo que debería buscar…?
Frunció el entrecejo. En la cuenta de Garvie aparecía un pago mensual fijo (llevaba las siglas BACS para transacciones automatizadas), el cual debía corresponder a su salario, pero había otros ingresos, cheques que seguían intervalos regulares.
Miller desenvolvió un paquete de caramelos de menta extra fuertes y se metió en la boca tres de golpe, que masticó.
—Se alquila espacio codificado en servidor.
—¿Cómo has…?
—No sé de qué me hablas.
Y el periodista cruzó con paso decidido la puerta de maternidad y se adentró en el pabellón.
Logan llamó a jefatura y pidió que le pasaran con Insch, a pesar de que en realidad no tenía ningunas ganas de hablar con él. Le salió el buzón de voz. Dejó un mensaje impreciso y probo con la inspectora Steel.
—Me da igual. —Luego se oyó un ruido pectoral, una tos y algunas maldiciones—. Estaba mejor cuando fumaba… Garvie no va a estar menos muerto por eso, ¿no? Y ya tengo bastantes preocupaciones con buscar a quien apaleara al maldito Rob Macintyre, los equipos de búsqueda son una jodida pérdida de tiempo, ir preguntando puerta a puerta no sirve para nada, y ninguno de los que reconocen haber salido del club nocturno en compañía de esa mierda de futbolista se acuerda de nada. Se ve que el alcohol no favorece la memoria. Y el comisario en jefe está a punto de cogerme y…
Siguió así un rato, pero Logan había dejado de escucharla. Estaba anotando los números de los cheques ingresados en la cuenta de Garvie. Cuando Steel colgó por fin, Logan cruzó los dedos y marcó el número de la oficina del fiscal, con la esperanza de que contestara cualquier otra persona que no fuera Rachael.
No tuvo suerte. Se hizo un silencio incómodo, hasta que ella dijo:
—No me llamaste.
Mierda. Caminó alejándose del pabellón de maternidad en dirección al lugar en que había aparcado el coche, mientras las primeras gotas de lluvia abrillantaban tenuemente la carrocería de las filas de vehículos.
—Lo siento. He estado ocupado con lo de… Macintyre y Fettes, y… —Era un capullo y un cobarde que no había sabido ni llamar para cancelar la cita.
—Buf bourguignon. Tuve que tirar la mitad.
Idiota, idiota, idiota, idiota.
—De verdad, lo siento, lo siento mucho.
Otro silencio. Luego un suspiro.
—Nunca había salido con un policía. ¿Siempre es así? ¿Sin saber nunca si vas a venir o no?
Logan cerró los ojos intentando no pensar en el rumbo que estaba tomando todo aquello.
—Más o menos, sí. —Díselo—. Rachael…
—¿Qué te…? —Ella interrumpió la frase—. Tú primero.
—Yo… —¡Díselo!—. Necesitaría la identificación de algunas personas, a partir de la numeración de unos cheques.
Estuvo maldiciéndose todo el trayecto de regreso a jefatura. Rachael le había perdonado por no haberse presentado aquella noche y le había prometido que se pondría en contacto con él tan pronto como consiguiera una orden judicial conjunta, así que ahora se sentía doblemente culpable…
El centro de coordinación estaba tranquilo, apenas había un agente de uniforme introduciendo la información con cuentagotas en el sistema informático general del Ministerio del Interior a medida que iba llegando. Por lo visto la búsqueda del pequeño coche rojo utilizado por Rob Macintyre estaba quedándose sin fuelle, después de haber inspeccionado infructuosamente cada calle en un radio de tres kilómetros a la redonda a partir de la casa del futbolista. La pregunta era: ¿cómo había sabido la madre de Macintyre que tenía que deshacerse del maldito vehículo? La novia había realizado una interpretación bastante convincente aquella mañana, parecía en verdad que no sabía en qué estaba metido su adorado, o que no quería saberlo. Eso dejaba como única sospechosa a la vieja de cara avinagrada que había encubierto con mentiras a Robert desde el día en que había nacido. No era difícil imaginársela intimidando a Ashley hasta que ésta se aprendiera de memoria la cantilena: «Sí, señor policía, Robert estuvo conmigo toda la noche».
Ashley era el punto débil. Tenía que haber una forma de hacer que se viniera abajo.
Seguía pensando todavía en la manera, cuando irrumpió Insch con brusquedad en el centro de coordinación, con una cara como si estuviera a punto de estallar: las mejillas rojas, hinchadas, los dientes apretados, los ojillos de cerdo y la mirada furiosa. Logan se levantó con aprensión. Había llegado el momento.
—¡No se quede ahí parado y póngase el abrigo!
—Pero… Garvie, estoy esperando a que…
—¡He dicho ahora!
Logan cogió la chaqueta y siguió al gigantón mientras este salía como un torbellino de la sala y bajaba la escalera. El sargento Eric Mitchell estaba levantándose de la silla en el momento de pasar ellos, pero al ver la expresión de Insch se sentó de nuevo y mantuvo la boca cerrada.
Durante todo el recorrido por el interior del edificio y hasta el aparcamiento exterior de la parte de atrás, agentes, sargentos, personal auxiliar e inspectores se apartaron volando del camino del hombretón. Se fue directo a su Range Rover infecto, desconectó el seguro de las puertas y le tiró las llaves a Logan.
—Conduzca usted.
Había un ambientador Magic Tree nuevecito colgando del espejo retrovisor.
—¿Adónde vamos?
—¿Puede creerlo? Ese cabrón de Finnie… ¿Cómo demonios lo hicieron inspector? —Insch se puso a rebuscar en la guantera, hasta que sacó un pequeño paquete de caramelos de goma Jelly Tots, que fue metiéndose en la boca uno detrás de otro—. Uno pensaría que estamos todos en el mismo bando, para luchar contra el crimen, mantener la seguridad en la calle, detener a los maleantes. Pero Finnie no, claro, él tiene que ser el importante.
Logan sabía que era mejor no preguntar nada. Arrancó el motor y puso el vehículo rumbo a Mastrick, pues su perspicacia le decía con bastante claridad hacia dónde conducía la invectiva del orondo inspector.
—¿A qué viene que le pida al superintendente que cancele mi petición de busca y captura? ¡No será por interés de su investigación en curso, mierda! —Insch se metió la última pastilla de goma en la boca y arrugó el paquete con su enorme puño—. Cuando le ponga las manos encima, le voy a…
Las palabras dejaron de salir de sus labios, pero el inspector siguió temblando de rabia y se puso a inspirar y expeler al aire por la nariz, haciendo sus ejercicios para calmarse. Su aspecto era más alarmante cada vez que lo veía Logan. No tenía por qué preocuparse de aquellos setenta kilos de más, a aquel paso Insch estaría muerto mucho antes de perder ni uno solo.
—Bien —dijo el gordo una vez casi recuperada su tonalidad rosada más o menos normal—, vamos en busca de Jimmy Duff, así que ya puede ir moviendo el… —se interrumpió cuando se dio cuenta de que Logan aparcaba junto al bordillo, justo enfrente de la dirección a la que les había conducido Ma Stewart la última vez, donde supuestamente vivía Jimmy Duff—. Ah… vale. —Logan fue a desabrocharse el cinturón de seguridad, pero la manaza de Insch se apoderó de la suya. Reteniéndola donde estaba—. ¿No tiene nada que decirme?
Ya estaba.
—He llamado a su trabajo esta mañana, y luego he hecho las comprobaciones pertinentes en el hotel y en el centro de convenciones de Bristol, y en el aeropuerto, y…
—¡Es para hoy, sargento!
—La coartada parece fiable, inspector. Lo siento.
Insch asintió con la cabeza, pero no le soltó la mano a Logan. Por el contrario, aumentó ligeramente la presión hasta que los huesos de Logan comenzaron a quejarse.
—¿Me está diciendo que he hecho cabrear a la única persona de todo mi reparto que vale algo solo porque usted se había equivocado?
La presión se hizo más acusada. Al final le hizo daño.
—Ah… Sí, inspector, ¡lo siento, señor! —Logan probó a destensar la mano antes de que Insch se la exprimiera por completo—. ¿Cree que aún sería posible…?
—Si no logro que vuelva, sargento, voy a hacer que me traigan sus pelotas en una bandeja. ¿Le ha quedado claro?
En ningún momento la voz del inspector se elevó por encima de un nivel de conversación educado, ni siquiera se puso rojo mientras amenazaba a Logan. Lo cual, de algún modo, empeoraba las cosas.
—¡Sí, señor!
—Bueno.
Le soltó la mano y se apeó del vehículo, en medio de la soleada mañana, dejando a Logan que cerrara las puertas. Tan pronto como el obeso inspector puso los pies sobre la acera le llamaron al móvil, y la melodía de Behold the Lord High Executioner, del Mikado, sonó en el frío aire de la mañana. Desconectó el teléfono.
Entonces el radiotransmisor Airwave lanzó un pitido desde el bolsillo de Logan.
—McRae al habla.
Movió los dedos, intentando que volvieran a la vida, y siguió a Insch por el camino de entrada en dirección a la puerta principal.
—¿Qué narices pasa con usted?
Logan se apartó el aparato de la oreja y miró con irritación la pequeña pantalla iluminada, tratando de reconocer el distintivo del número de quien llamaba, mientras la voz seguía despotricando a gritos acerca de lo que era el trabajo en equipo, el compañerismo, y de lo que les pasaría si no daban media vuelta y se largaban de allí pitando.
—Señor —dijo, tocando a Insch en el hombro antes de que el inspector se pusiera a aporrear la puerta—, creo que es para usted.
Insch cogió el transmisor y apretó con fuerza el botón de desconexión con su enorme pulgar. Tras devolverle el aparato, comenzó a llamar a la puerta con tal fuerza que pareció como si toda la fachada de la casa vibrara.
—¡Abran!
Logan cerró los ojos y maldijo en silencio. Puede que al inspector le importara un carajo su carrera, pero Logan no tenía ningunas ganas de tener que volver a comparecer ante Asuntos Internos una vez más.
Finalmente se abrió una rendija, a través de la cual se asomó una franja de un rostro.
—¿Qué quieren?
El acento no era local, sonaba como de entre Manchester y Liverpool.
—¿Jimmy Duff?
—¿Es que tengo yo pintas de escocés comenabos?
—¿Dónde está?
—¿Y por qué iba a saberlo?
Insch se sacó una hoja de papel del bolsillo interior.
—Traigo una orden de detención contra él. Tiene dos opciones: o me lo entrega, o entro yo mismo a hacer una visita. Usted elige.
—Espere.
El rostro desapareció y se cerró la puerta. Al cabo de dos minutos volvió a abrirse, y alguien empujó sin contemplaciones a un tipo maltrecho y aturdido, que salió a la luz del sol: alto, moreno de pelo, con patillas, pero ya no tenía la nariz torcida, se la habían aplastado. Tenía sangre reseca alrededor de las ventanas de la nariz y la boca y las mejillas hinchadas; las magulladuras disimulaban la palidez natural de su tez. Duff llevaba la pierna derecha envuelta en escayola fresca, así como el brazo izquierdo, y los dedos de esa mano entablillados. Alguien le había dado una paliza a conciencia, pero Jimmy Duff no sentía el dolor.
Se enderezó, tambaleándose sobre el peldaño superior, con las pupilas reducidas a dos diminutos puntos negros. Insch lo agarró del cuello de la chaqueta, lo arrastró hasta el Range Rover y se subió después de él, mientras le gritaba a Logan que moviera el culo.
Exhalando un suspiro, Logan se sentó al volante. Aquello iba a acabar como el rosario de la aurora. Lo sabía.
La inspectora Steel esperaba fuera de la sala de interrogatorios número uno cuando regresó Logan de la cafetería con una bandeja de cafés.
—Ya sabe que el superintendente se va a poner como loca, ¿verdad?
Logan soltó un gruñido.
—A mí no me mire, yo sólo…
—Tiene como media hora antes de que todo esto empiece a salpicar. —Sorbió por la nariz e hizo un gesto con la cabeza, señalando la puerta de la sala de interrogatorios—. ¿Cree que habrá obtenido una confesión para entonces?
—Lo dudo, Duff va ciego perdido.
La inspectora asintió con gesto de entendido.
—Ya, bueno, pues hágamelo saber, cuando recupere la vista. Con un poco de suerte para entonces ya habrán suspendido a ese gordo avinagrado de inspector y podremos continuar cada cual con su vida. —Le guiñó el ojo y se sirvió uno de los cafés de la bandeja—. Salud —concluyó, y se alejó.
En la sala de interrogatorios, Insch perdía el tiempo, pues no había forma de que Jimmy Duff dijera nada coherente en el estado en que estaba, y aunque llegara a decir algo, un tribunal no lo aceptaría en aquellas condiciones.
Duff se mecía adelante y atrás en su silla, con el brazo roto contra el pecho, temblando y sudando, y murmurando cosas como que las paredes gritaban demasiado, mientras el inspector seguía acosándole a preguntas sobre Jason Fettes. No era de extrañar que cuatro cafés no hubieran servido para despabilar a Duff. Lo único que habían conseguido era ponerle más nervioso y hacer que se meciera más deprisa.
Steel había subestimado al superintendente: apenas habían pasado doce minutos cuando llamó a la puerta de la sala de interrogatorios e irrumpió sin esperar a que contestaran de dentro.
—Inspector Insch —dijo con una voz afilada como el filo de un cuchillo y señalando con el pulgar hacia el pasillo—, suspenda el interrogatorio y venga conmigo fuera, por favor. Ahora.
Cuando se cerró la puerta, Logan se recostó contra el respaldo de su asiento, maldiciendo. Esta vez Insch la había hecho gorda. El jefe del Departamento de Investigación Criminal estaba furioso. Era evidente que el inspector Finnie había ido a quejarse a grito pelado de que le habían arruinado la operación antidroga, y todo para traerse a comisaría a un mequetrefe drogado hasta las orejas, para que tomara café, se meciera en una silla y gimoteara diciendo que la decoración quería matarle.
Jimmy Duff se inclinó sobre la mesa, rascó con la mano buena la superficie de formica, como si le picara, y miró a Logan a los ojos:
—Yo quería ser bombero.
Si ayer era la madre de Macintyre la que se había puesto a gritar como una loca en la zona de las celdas, hoy era el turno de Jimmy Duff, que decía no se sabe qué acerca de unas serpientes y unos policías hechos de cristales rotos. Logan lo dejó a la suya. En las dependencias del Departamento de Investigación Criminal había una especie de competición a ver quién era capaz de contar la anécdota más guarra, con la inspectora Steel de árbitro, otorgando puntos según la originalidad, la creatividad y las obscenidades más crudas. Cosa que seguramente significaba que en esos momentos se estaba dejando de hacer algún trabajo de papeleo que le sería adjudicado a Logan más tarde. El sargento Beattie estaba contando una historia acerca de «dos bolsas de patatas por una mamada», cuando una familiar llamada polifónica resonó en la oficina. Se oyeron refunfuños y quejas de «joder, otra vez» en la sala, mientras todos se llevaban la mano al bolsillo y sacaban el móvil, declarando que no era el suyo. Logan tardó ocho tonos en encontrar su teléfono móvil, enterrado bajo el nido de cables, enchufes y cargadores amontonados encima del escritorio situado bajo la ventana.
—McRae.
—Hola, Logan. —Era Rachael—. He hablado con el departamento legal que se encarga de los bancos, me ha costado un poco, pero me han dado nombres. ¿Puedo enviártelos por correo electrónico?
—Por favor.
Se acercó a la ventana y miró hacia el aparcamiento de atrás, donde observó un par de gaviotas que se peleaban por lo que parecía un bocadillo sin relleno, mientras ella le leía la lista de nombres. Una voluminosa y conocida figura salió bruscamente por la puerta trasera del edificio, caminó hecha una furia en dirección a un Range Rover mugriento y se sentó al volante. Logan pudo oír perfectamente el chirrido de los neumáticos a través del cristal doble cuando el inspector Insch pisó a fondo el acelerador y salió del aparcamiento haciendo rugir el motor, a punto de llevarse por delante a un par de agentes de uniforme que disfrutaban de un cigarrillo en lo alto de la rampa que daba a Queen Street, donde había un pequeño cuadrado de luz solar. Los dos se quedaron en mitad de la calzada, mirando al coche del inspector hasta mucho después de que hubiera desparecido de la vista de Logan. Después, sacudiendo la cabeza en señal de negación, siguieron fumando.
—¿… de acuerdo?
—¿Hmm? Oh, sí, claro.
No había podido verlo desde tan lejos, pero Logan estaba más que seguro de que la cara de Insch debía de estar tan rojo encendido que daría miedo.
—Estupendo. Oh, qué rabia, me llaman por la otra línea. No te olvides, ¡a las siete en punto!
Mierda.
—¡Espera! ¿A las siete? ¿Qué…?
Pero ya había colgado. Logan se quitó el teléfono de la oreja y se quedó mirándolo con expresión de horror.
—Pone una cara como si alguien le hubiera metido una mierda por el calcetín. —La inspectora Steel se había acercado a su lado, levantándose los pantalones con una mano hasta acomodárselos casi bajo los sobacos—. Yo de usted iría con cuidado, no vaya a ser que cambie el viento y acabe con una cara como la del gordo Insch. —Señaló con la cabeza hacia el pasillo—. Hablando de eso, le espero en mi despacho dentro de cinco minutos. Tráigase té y bocadillos de bacón. Me estoy atrofiando aquí.