Capítulo 50

—No. —El inspector examinaba con el ceño fruncido las hojas impresas que Logan había extendido sobre su escritorio—. Esto no es más que un montón de…

—Pero si se fija en el…

—¡No! ¡No es ella!

—¡Mire bien las fotos! La forma del cuerpo es igual que la de la mujer con el traje bondage, pertenece al ambiente (pregúntele a Rickards) y es una switch (puede ser pasiva y activa), precisamente para lo que se ofrecía Fettes. Además es nueva, sin experiencia, susceptible por tanto de cometer errores.

No le había sido nada fácil sonsacarle toda esta información al agente sin decirle para qué la necesitaba, pero al final Rickards había soltado prenda.

—¡No es ella! ¡Debería estar en la calle coordinando a los equipos de inspección, en lugar de hacerme perder el tiempo de esta manera!

Logan removió las imágenes.

—Mire aquí… el retrato robot del conductor de aquel coche. Si le quita el bigote, las gafas y la perilla, tiene su mismo aspecto. —Había retocado un poco la segunda imagen, a partir de los diferentes pósters de Mikado que Insch había repartido por toda la comisaría, asegurándose de que el nuevo retrato robot tenía los ojos y la boca de Debbie Kerr: el parecido era sorprendente—. Nunca hubo una segunda persona, todo lo hizo ella.

Insch cogió las dos imágenes y las sostuvo en alto una junto a la otra.

—Ella tiene la cara más en forma de corazón, ésta no es…

—¿Se acuerda de cuando le remedó a usted? Es una imitadora fantástica, no creo que le costara mucho ponerse un bigote falso y adoptar acento irlandés…

—No me sea… —Insch guardó silencio, observando las hojas impresas—. Es una casualidad.

—Hasta se mueve igual… ¡Vuelva a ver la grabación y lo comprobará! Usted sabe muy bien que es lo bastante buena actriz como para hacerlo. Los del ambiente dicen que el BDSM permite a la gente ser otra persona, liberarse de las restricciones. Eso mismo es lo que ella hace sobre el escenario, ¿no es cierto? Ser otra persona…

El inspector dejó escapar un suspiro, torció el gesto en una mueca y maldijo. Logan sabía que parecía un disparate, pero lo sentía en las entrañas, entre las cicatrices de su estómago: la asombrosa Debbie había matado a Jason Fettes. Lo único que tenía que hacer ahora era probarlo.

Logan cogió a un par de agentes y les ordenó que comprobaran los antecedentes de Deborah Kerr, con la esperanza de encontrar algo: drogas, violencia, multas de aparcamiento, lo que fuera. Si podían además averiguar dónde se había encontrado con Fettes, eso ya sería el premio extra: casas de amigos y parientes, habitaciones alquiladas, casas de vacaciones, alguna mazmorra bondage secreta… El mismo tipo de búsqueda, en suma, que habían realizado con respecto a Frank Garvie antes de que éste se suicidara.

Luego se encargó de la brigada de inspección de Insch.

El viento silbaba a través de las calles de granito, llevándose el calor de los agentes, arrebujados en sus ropas de abrigo, mientras caminaban por Holburn, Ruthrieston y Mannofield en busca del pequeño utilitario rojo que Rob Macintyre había utilizado en sus expediciones al sur.

—¿Alguna novedad? —preguntó Logan, con el cuello del abrigo subido y las manos metidas hasta el fondo de los bolsillos, mientras uno de los miembros de la brigada, un policía grandullón que no dejaba de temblar, parecía sucumbir lentamente a la hipotermia.

—Una mierda. —El sargento, con las orejas y la nariz rojas como una luz de neón, ahuecó las manos y se sopló en ellas—. Ese jodido cacharro podría estar en cualquier parte. Yo al menos lo habría quemado en algún rincón perdido de Ballater, o lo habría tirado al fondo de un lago. No lo encontraríamos nunca.

Que era más o menos lo que Logan empezaba a pensar. Y sin el coche no tenían pruebas.

Eran las cuatro y seguían sin encontrar el coche, así que volvió con Insch a la sala de interrogatorios número dos, donde esperaba la novia de Rob Macintyre. Un día en el calabozo no la había favorecido mucho. Tenía la cara manchada del maquillaje, el rímel corrido por las mejillas, los ojos rojos y llorosos, la nariz irritada de restregársela por la manga de la blusa negra, en la que se veían unos finos regueros plateados y brillantes. Logan se preguntó si habría dejado de llorar en algún momento desde que la habían interrogado aquella mañana.

Insch fue directo al grano:

—¿Dónde está el coche?

Ashley se encogió de hombros y bajó los ojos mientras se rascaba el esmalte rojo de las uñas.

—Lo habrá cogido la tía de Rob, es suyo.

—Vive en una residencia de ancianos en Ellon. Va en silla de ruedas. —Como ya habían comprobado.

Ella volvió a encogerse de hombros.

—No es mi coche.

—Vamos a probar con otra cosa, entonces. —Logan abrió el expediente del caso y empezó a sacar fotografías, que fue dejando una por una delante de Ashley—. Christine, Gail, Sarah, Jennifer, Joanne, Sandra, Nikki, Jessica, Wendy. Todas son de antes.

Todas ellas mostraban a mujeres sonrientes, jóvenes, posando guapas para la cámara con la vida entera por delante sin la menor idea de lo que les esperaba. Al verlas todas juntas, se hacía evidente que Macintyre era un depredador que actuaba según la ocasión se presentaba, pues ninguna de sus víctimas tenía nada en común con las demás, salvo el hecho de ser joven, atractiva y de haber estado en el lugar erróneo y en el momento inadecuado.

—¿Le gustaría ver el aspecto que tenían después de que su novio les pusiera la mano encima?

Ashley se quedó mirándole.

—Mi Robert no ha hecho nada.

—Sarah Calder. —Logan depositó encima de la imagen del «antes» la fotografía tomada al salir del hospital: el pelo oscuro, los ojos asustados, un hematoma en la barbilla, la mejilla izquierda cosida con puntos negros a lo largo de cuatro centímetros de carne arrugada—. Tiene veintitrés años. Iba a casarse en abril, pero no soporta la idea siquiera de que su novio la toque. —Sacó la siguiente foto y la colocó encima del rostro sonriente junto al anterior—. Jennifer Shepherd, fue la segunda. —En la frente se le veía un gran hematoma oscuro, tenía la nariz hinchada y deforme como consecuencia de haber sido aplastada contra la acera; la señal dejada por el cuchillo iba de la oreja izquierda a la comisura de la boca—. Trabaja con niños discapacitados. Aunque ahora sobrevive a base de tranquilizantes, es incapaz de salir a la calle. —Venían a continuación la número tres, la cuatro, la cinco y la seis, cuyos rostros mostraban que la violencia y la gravedad de las heridas habían ido en progresivo aumento—. Christine se ha suicidado. Se ha tomado un montón de sedantes y pastillas para dormir, se ha metido en la bañera y se ha abierto los brazos desde aquí hasta aquí —concluyó Logan, cogiendo el brazo de Ashley y señalándole por dónde con la punta del dedo.

Ella retiró el brazo de tirón y se frotó la piel como si se la hubiera infectado.

—¡Él no ha sido! Yo…

—Usted iba proporcionándole coartadas, Ashley. Y mientras mentía para protegerle, él salía y hacía esto. —Señaló a las jóvenes—. Cada vez que usted mentía, un nuevo nombre se añadía a la lista. —Sacó la primera foto de Dundee—. Nikki Bruce.

A medida que Logan se acercaba al final de la lista, Ashley iba poniéndose cada vez más pálida, llorando en silencio con los ojos enrojecidos y abiertos de par en par. Se mecía hacia delante y hacia atrás rodeándose el cuerpo con un brazo, como si con ello pudiera hacer que el mundo no se desmoronara.

A él casi le dio lástima.

Logan depositó la última fotografía, completando el mosaico del dolor de Rob Macintyre. Insch se inclinó hacia delante.

—¿Cuál fue el precio de todo esto? —preguntó golpeteando encima de la mesa con su dedo de obeso—. ¿Qué le dio a cambio de mentir por él? ¿Un coche nuevo? ¿Joyas? No me lo diga: ¡usted lo hizo por amor!

Logan habría apostado por las joyas, como aquel fantasioso collar de oro y rubíes que llevaba el día que fueron a interrogar a Macintyre, después de la primera de las violaciones de Dundee. El mismo con el que ella se ponía a juguetear cada vez que se mencionaba la agresión. También estaban los pendientes y la pulsera. Un rubí nuevo y rojo como la sangre por cada una de las mujeres a las que su novio había atacado.

Con el labio inferior temblando, la joven se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano, pero otras afloraron en su lugar.

—¿Por qué?

—Por qué ¿qué?

—¿Por qué hace esto? ¡Pero si él está en coma, por el amor de Dios! —La voz de Insch resonó como un trueno oscuro tras el breve silencio—. ¿Es que no ve las fotografías? ¿Cree que porque su novio esté en la cama de un hospital, eso mejora en algo las cosas? ¿Que ellas ya no se despiertan gritando en mitad de la noche a causa de lo que él les ha hecho? Estas chicas merecen algo más que eso.

Ella se puso de pie como impelida por un resorte, con los ojos llenos de ardor y de lágrimas.

—¡¡Y yo, qué!! ¡¿Y yo qué merezco?!

Insch se levantó de la silla, imponiendo su altura sobre ella.

—Lo que merece ahora mismo son entre cinco y ocho años de prisión. Usted le ha encubierto, y él ha arruinado la vida de nueve mujeres. Saldrá en libertad condicional dentro de tres, tal vez cuatro años, pero ellas nunca dejarán de sufrir. Y todo por culpa suya.

Para cuando Logan hubo terminado todo lo que tenía que hacer, había sobrepasado el límite del turno de día en más de una hora. Todavía no había noticias del pequeño coche rojo ni tampoco confesión por parte de la madre o de la novia de Macintyre. Para que las cosas fueran aún peor, el equipo al que Logan había ordenado investigar a Debbie Kerr había vuelto sin otra cosa más emocionante que un par de tiques de aparcamiento pendientes de pago y una borrachera con alteración del orden cuando tenía dieciocho años. El día, en suma, había sido una porquería.

Logan apagó el ordenador, se recostó en la silla y se quedó mirando las planchas del techo con el ceño fruncido. Lo siguiente era volver a casa a lidiar con Jackie. ¿Por qué narices no se había liado con una persona más equilibrada? Con alguien como…

—Mierda. —Rachael. La invitación a cenar, la temible receta de Delia, el vino. ¿Cuándo era, anoche? ¿La noche anterior? Ni siquiera la había llamado para cancelar la cita, y ahora no era capaz ni de encontrar el móvil para volver a escuchar el mensaje—. Mierda, leches, joder…

El inspector Insch irrumpió dando gritos en la oficina del Departamento de Investigación Criminal, con un vozarrón que hizo temblar las paredes:

—¿Dónde diablos estaba? ¡Llevo media hora llamándole!

Logan sacó el comunicador y lo comprobó.

—No está…

—Le estaba llamando al puto móvil. —Insch se volvió en redondo y se fue otra vez hacia la puerta—. Vamos, mueva el culo o llegaremos tarde al ensayo.

Oh, no, santo Dios, eso no, otra noche con los malditos Gilbert y Sullivan no.

—De verdad, me parece que esta noche no voy a poder, es que…

—¡Desde luego que va a poder! Esta estupidez ha sido idea suya. Así que si voy a tener que interrogar a la única persona con talento de toda esa troupe, ¡usted va a estar delante!

Era posible que fuera cosa de la imaginación de Logan, pero habría dicho que Insch conducía cada vez peor a medida que se alejaban de comisaría. Cruzaba las intersecciones disparado y haciendo rugir el motor, tocaba el claxon cada dos minutos para recriminar la maniobra de algún motorista o la acción de algún peatón, soltaba una retahíla de improperios cada vez que una señora mayor se atrevía a hacer uso de un paso de cebra… Logan optó por mantener la boca cerrada e intentar recordar qué había hecho con su teléfono móvil. ¡El maldito trasto tenía que estar en alguna parte!

—¿Puede creer que aún no hayan agarrado al capullo ese de Duff? —dijo Insch, dando un bandazo y girando por Summer Street—. Sí, claro, ellos dicen que no han podido encontrarle, pero todos sabemos lo que pasa en realidad, ¿o no? No quieren molestarse en hacer nada de lo que se les pide y por eso… ¡a ver si aprendes a conducir! —El claxon del Range Rover sonó con fuerza, dirigido a un Mini Metro que pretendía girar a la derecha para incorporarse desde Crimon Place—. Ese cabrón de Finnie está pidiendo a gritos que le partan la cara. La mierda de brigada antidroga, que se creen los amos del cotarro…

La diatriba terminó cuando Insch tuvo que esforzarse de lo lindo para hacer entrar su enorme vehículo en un minúsculo espacio de aparcamiento, justo delante de la sacristía de la iglesia. Se apeó en medio del gélido anochecer.

—Usted —le dijo Insch a Logan, clavándole el dedo en el pecho—, quiero que vaya mañana a por Jimmy Duff, vestido de uniforme. Si Finnie no hace su maldito trabajo, ya lo haremos nosotros.

En el interior de la sacristía reinaba el caos. La mitad de los actores del inspector se había cambiado de atuendo, mientras la otra intentaba hacerlo a toda prisa, y todo el mundo hablaba a la vez.

—¿Y no podemos pedirle al superintendente que haga valer su rango sobre él? —preguntó Logan mientras Insch acomodaba su ingente volumen en una raquítica silla de plástico—. ¿Que le diga a Finnie que espabile?

—Al maldito superintendente lo que le interesa es esa redada antidroga. Según él tiene prioridad sobre un mísero pervertido que vendía su cuerpo a «frikis» del bondage. —Se volvió en dirección a sus actores, adoptó una sonrisa bonachona de una falsedad que tumbaba de espaldas y dijo—: Ocupen todos sus lugares, por favor, esta noche vamos a ensayarla entera, desde el principio.

Los hombres fueron corriendo a sus puestos, quedándose inmóviles tras adoptar una postura oriental, con abanicos de papel, jarrones y espadas de samurai de plástico en las manos. Las señoras se apoyaron con la espalda contra las deslucidas paredes de la sacristía, dando paso al lucimiento del coro de colegialas, con su canto y su baile. Logan escrutaba los rostros, tratando de distinguir el de Debbie Kerr.

—¿Y el comisario en jefe?

El piano acometió la obertura, vacilante, e Insch asintió con la cabeza.

—Tengo una reunión con él: mañana a las once y media.

El piano cambió de tono y de pronto todas las figuras, inmóviles en sus poses orientales, cobraron vida, persiguiéndose unas a otras y moviéndose con pasos amortiguados sobre el estrado, protegido con cinta de carrocero.

Entonces se pusieron a cantar.

Logan apreció una expresión doliente apoderándose del semblante del inspector. Iba a ser una noche muy, muy larga.